Sobre el “esoterismo” del antiguo Egipto y su proyección: notas críticas al libro de E. Hornung,
Esoterismo egipcio. La sabiduría secreta del antiguo Egipto y su impacto en Occidente (2024)
Sabino Perea Yébenes
UNED
sperea@geo.uned.es
https://orcid.org/0000-0003-1395-6258
Recibido: 13 de junio de 2025 Aceptado: 22 de septiembre de 2025
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Resumen Estas páginas son una revisión crítica del libro de E. Hornung, Esoterismo egipcio. La sabiduría secreta del antiguo Egipto y su impacto en Occidente, publicado recientemente en lengua española. La obra original se publico en alemán en 1999 (Das esoterische Ägypten: das geheime Wissen der Ägypter und sein Einfluss auf das Abendland). Palabras clave: Esoterismo, Egipto, Hornung, Sabiduría secreta |
Regarding “esotericism” in Ancient Egypt and its projection: critical notes to the book of E. Hornung,
Esoterismo egipcio. La sabiduría secreta del antiguo Egipto y su impacto en Occidente (2024)
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Abstract These pages are a critical review of E. Hornung’s book, Esoterismo egipcio. La sabiduría secreta del antiguo Egipto y su impacto en Occidente (Egyptian Esotericism. The Secret Wisdom of Ancient Egypt and its Impact on the West) recently published in Spanish. The original work was published in German in 1999 (Das esoterische Ägypten: das geheime Wissen der Ägypter und sein Einfluss auf das Abendland). Key Words: Esotericism, Egypt, Hornung, Secret wisdom. |
Cualquiera que esté familiarizado con estudios académicos sobre el antiguo Egipto reconocerá a Erik Hornung como uno de los más solventes eruditos en activo desde mediados del siglo XX hasta su reciente fallecimiento en 2022. En español podemos disfrutar de algunos de sus libros: El uno y los múltiples. Concepciones egipcias de la divinidad (Madrid 1999, Trotta); Introducción a la egiptología. Estado, métodos, tareas (Madrid 2000, Trotta), o una breve Historia de Egipto (Madrid, 2003, Alderabán). Particularmente uno de los trabajos más notables, que he consultado, es la serie de volúmenes dedicados al Amduat, los textos relativos al viaje nocturno del difunto, que aparecen en las pareces basados en tumbas del Reino Nuevo (Das Amduat: die Schrift des verborgenen Raumes, Wiesbaden 1963-1967, Harrassowitz). Estas citas son solamente una muestra de los más de 20 libros fundamentales sobre el Egipto faraónico publicados por Hornung. Su labor en diversas universidades europeas avalan su prestigio. Una evocación biográfica de su vida académica la resumió muy bien otro gigante de la egiptología moderna, Jann Assmann, con motivo del 70 cumpleaños de Hornung en un artículo titulado «Mythos und Geschichte. Der Ägyptologe Erik Hornung wird 70», aparecido en el periódico Neue Zürcher Zeitung el 28 de enero de 2003, p. 64.
El presente libro es traducción del original alemán publicado en 1999, Das esoterische Ägypten: das geheime Wissen der Ägypter und sein Einfluss auf das Abendland. Es, pues, una obra de madurez.
Ha sido preciso mencionar estas circunstancias personales del autor, y citar algunos de sus trabajos, para advertir al lector –del libro y de esta misma reseña– que esta obra sobre esoterismo egipcio, a pesar de su título embaucador, no está escrito por un egiptómano intruso, sino por un especialista, si bien la lectura del mismo, a medida que avanzábamos en ella, ha resultado bastante decepcionante.
El libro pretende poner un poco de orden y luz en el totum revolutum de eso que en círculos populares actuales se denomina «ocultismo» o «ciencias ocultas», etiquetas que solo denotan ignorancia supina con respecto a lo que eran en tiempos pretéritos fenómenos como el esoterismo, la magia, la alquimia, la adivinación, los oráculos o la profecía. Todos estos conceptos no son –de ninguna de las maneras– «ciencia», sino técnicas. Todas son independientes; no se interfieren; no son parte de un todo, ni eran ocultas. Pero habrá que dar la razón al autor en el sentido que, ya desde la Antigüedad, muchos de estos conceptos se mezclan, y que se añaden otros, para mayor confusión, como la gnosis o el hermetismo, en un ideario oscuro mantenido por los magos (idea vaga, más literaria que real) que transitó a su aire en la Edad Media, y aún después, hasta finales del siglo XIX con gran arraigo en las sociedades teosóficas o francmasonas. Ese convoluto de creencias tuvo siempre en el horizonte del pasado al Egipto milenario, con sus «misterios». Esta palabra, misterio, es peligrosa en boca de los profanos, porque lejos de su significado original (τὰ μυστήρια = ritos secretos), se pone esa etiqueta a todo aquello que no se comprende por enigmático pero que es atractivo a los sentidos o seduce a la mente por la palabra.
Naturalmente, nos viene enseguida a la memoria la obra de Jámblico, De mysteriis aegyptiorum, que fue traducida, comentada y difundida por Marsilio Ficino (siglo XV) con ese título latino asociado a Egipto. La obra de Jámblico o a él atribuida, donde se lee en las dos últimas líneas del schólion preliminar: Ἀβάμμωνος διδασκάλου πρὸς τὴν Πορφυρίου πρὸς Ἀνεβὼ ἐπιστολὴν ἀπόκρισις καὶ τῶν ἐν αὐτῇ ἀπορημάτων λύσεις («Respuesta del maestro Abamón a la Carta de Porfirio a Anebo y soluciones a las dificultades que ella plantea»), es el primer intento de presentar a la intelectualidad filosófica de su tiempo, principalmente neoplatónica, una síntesis sobre los «misterios egipcios». El título De mysteriis aegyptiorum es engañoso: ni se habla allí de misterios, ni de dioses egipcios concretos (ausentes en el tratado, salvo esporádicas menciones a Osiris, Ptah o Isis); el libro es, más bien, una reflexión compleja, mezclada de hermetismo y de la teología de los oráculos caldeos (teúrgia), mántica y otros elementos más sublimes. Pero la obra –de ahí que haya creído oportunamente recordarla– puede ser ejemplo de cómo los antiguos griegos analizaron el pensamiento religioso egipcio sin llegar a entenderlo en absoluto. Y cómo la ignorancia, una vez más, se protege con el manto de lo «misterioso» y lo «secreto», que todo lo aguanta. Por poner un ejemplo más reciente, una aproximación a la idea del Egipto «mistérico» basado en fuentes egipcias, imágenes principalmente, lo tenemos en el libro de Lucie Lamy, Egyptian Mysteries: New light on Ancient Knowledge, Londres, Thames and Hudson, 1981, disponible también en versión española (Debate, 1996). En otro sentido, con enfoque más filosófico que religioso, se puede añadir el libro póstumo de René Adolphe Schwaller de Lubicz Le Miracle Égyptien (París: Flammarion, 1963), desde hace poco disponible en español (El milagro egipcio, Gerona, Atalanta, 2023; traducción de A. Piquero Otero). El autor (1887-1961) fue químico de profesión, «filósofo» y egiptólogo, astrólogo simbolista, interesado por la alquimia y el esoterismo matemático aplicado a la medida de los templos egipcios, en particular el de Luxor, edificio que consideraba la «medida» del cuerpo humano (teoría desarrollada en la obra Le Temple dans l’homme, Le Caire, Impr. de Schindler, 1949).
Pero todo aquello que el hombre culto viene considerando falsas ciencias parece que Hornung quiere reivindicarlo si tiene su fundamento en el Egipto milenario. Y es que los estudios sobre esoterismo –que es un sustituto de la religión– deben ser no solo reivindicados sino promocionados (p. 10), puesto que «los asuntos esotéricos tienen que ver con verdades ocultas, a menudo deliberadamente escondidas, que solo pueden captarse mediante la intuición o la revelación y que eluden toda verificación experimental… Lo esotérico es una manera de pensar en sí misma, irracional e intuitiva, que apunta a la unidad global de la naturaleza y a las correspondencias dentro de ella y a la posibilidad de una transubstanciación ilimitada» (p. 12). Y esta llave conduce a abrir las puertas del «otro Egipto», el minusvalorado por los estudiosos de su religión y el sobrevalorado por quienes solo poseen de Egipto un conocimiento superficial.
En este libro, Hornung no deja de sorprendernos con ideas inesperadas y arriesgadas, desde las primeras páginas, como asegurar que el hermetismo –sic– hunde sus raíces al comienzo del segundo milenio, en el Reino Antiguo egipcio. Va demasiado lejos, dejándose cautivar por el hecho de que muchos mitos en sus fases primitivas pueden ser analizados a luz de teorías herméticas, que son en sí mismas un cajón de sastre. No tiene sentido equiparar en el tiempo y en su significado propio al Thot milenario con el Hermes Trismegisto (considerado éste el émulo y alter ego de aquél) de los tratados griegos. El argumento de uso en lengua egipcia de la expresión «tres veces grande» (pp. 18-19) no convence. Y conceder crédito a la obra de Horápolo a la hora de explicar los símbolos sagrados egipcios, es concederle demasiado crédito a este autor. Ὡραπόλλων, escribió sus Hieroglyphica en el siglo IV d. C., y no en el V a. C., como se indica en p. 20, quizás por defecto de la traducción española.
En su explicación de las raíces antiguas de esoterismo egipcio, Hornung no se centra en el análisis de textos o de imágenes egipcias, sino que adorna sus ideas, con continuos vaivenes cronológicos, poniendo a los autores griegos y/o latinos como aval de las correspondencias funcionales con pinturas de Amarna (pp. 22-24), y por ejemplo, con los ritos de misterio de época helenística, como si los rituales iniciáticos hubieran bebido de la sabiduría egipcia, como si los griegos hubieran sabido descifrar la lengua jeroglífica hasta el punto de hacer una exégesis religiosa de estos textos y tomarlos como referente teológico.
El avance en la lectura, fácil y sugerente por lo demás, muestra también la debilidad del discurso de Hornung en muchas de sus páginas. En el capítulo segundo, dedicado a describir las maravillas del país del Nilo, el autor se aferra al libro segundo de Heródoto. Indica el autor que «en la obra de Heródoto encontramos por primera vez el fenómeno del sincretismo, la identificación de deidades entre sí, que caracterizaría el periodo helenístico. Ptah es Hefesto, Horus es Apolo, Isis es Deméter…». Sinceramente, no se puede estar más desafortunado en expresiones como éstas. A saber, en tiempos de Heródoto, los egipcios no sincretizaron sus dioses a los griegos, otra cosa es que el historiador griego buscara los equivalentes en el panteón griego para dar a entender a su público el carácter y función de una u otra divinidad egipcia. Tampoco el sincretismo es característico del periodo helenístico. Analizando profundamente su mitología y su sentido religioso, de ninguna manera se puede llegar a la conclusión de que Ptah sea Hefesto, y de ningún modo Isis puede compararse con la eleusina Deméter, como ahí se afirma.
A las cuatro ideas mal entresacadas del Egipto herodoteo añade el autor otras tantas extraídas del universo platónico. Las ideas sobre Egipto del filósofo, o las expresadas por Isócrates en el Busiris, o las pocas ideas que expuso sobre Egipto Diodoro tras su viaje al país del Nilo poco después del 60 a. C., solo indican su conocimiento parcial, si no equivocado, del país. La idea de que Eudoxo de Cnido tradujese textos egipcios es gratuita. Y cuando Diodoro (I, 94, 1) establece un paralelo entre Zaratustra, Moisés y Hermes, es una muestra más de su desconcierto. Para Hornung, sin embargo, estos nombres son «una tríada –sic– de luminarias que luego encontramos una y otra vez, y una expresión del sincretismo de la cultura del mundo helenístico» (p. 34), frase a la que cabe oponer el uso inadecuado de tríada (literalmente, tres dioses y un solo concepto divino que se complementa), y, segundo, que éstos, un dios mitológico (Hermes) y dos personas con carisma religioso, pero distantes en tiempo y en espacios culturales, no pueden nunca «sincretizarse». Las personas no se sincretizan.
Los relatos egipcios de Estrabón y de Plinio interesan poco al autor que solo reconoce en ellos anécdotas sobre los dioses egipcios o curiosidades turísticas. En otro plano tenemos a dos autores del siglo II d. C., uno de la primera mitad, y el otro de la segunda mitad: Plutarco, con su tratado De Iside et Osiride, y Clemente Alejandrino, con las numerosas noticias que aporta sobre los cultos egipcios en sus Stromata. Para un ejemplo del valor de la obra de este último, remito a mi estudio, «Una procesión de sacerdotes y libros «herméticos» en Alejandría» (Clem. Alex., Strom. 6 [4] 35-37). Sentido y léxico religioso», en E. Calderón Dorda y S. Perea Yébenes (eds), Estudios sobre el vocabulario religioso griego, Madrid-Salamanca, Signifer, 2016, pp. 101-131. Los comentarios a las noticias expurgadas por Hornung en los autores latinos (los mencionados Plinio y Juvenal) son tan banales o más que lo que estos cuentan. Resulta curioso que el autor hable de la «clara resistencia a la visión esotérico-mística de Egipto en Plinio y sus contemporáneos… Plinio no tiene nada que decir sobre la magia» (p. 37). En efecto, Plinio, que habla de magia en otras partes de su Naturalis Historia, nada dice en particular sobe la τέχνη mágica egipcia, porque no la ha observado directamente y lo que pudiera conocer de segunda mano le era de todo punto incomprensible. Es verdad, no obstante, que el racionalismo romano en la observación de la naturaleza condujo a los eruditos romanos, y a los gobernantes, a considerar aberrantes los cultos egipcios y sus dioses híbridos: cuerpos humanos con cabeza de animales, o el universo múltiple de animales sagrados de casi toda especie.
Lo dicho sobre la percepción deformada e incompleta que los romanos tenían sobre la magia egipcia puede decirse también acerca de la astrología, o de la astronomía. Investigaciones recientes han demostrado que la astronomía egipcia era muy elaborada, y en algunos puntos comparable a los logros alcanzados por la ciencia helenística por otros caminos. En español es posible leer ahora una excelente obra sobre la astronomía egipcia: J. A. Belmonte y J. Lull, Astronomía del Antiguo Egipto: Una perspectiva cultural, Madrid, Dilema, 2025. Y sobre la astrología, los estudios de J.F. Qack, Beiträge zu den ägyptischen Dekanen und ihrer Rezeption in der griechisch-römischen Welt (FU Berlin 2002), a los que han seguido otros, han demostrado la gran importancia de la cosmovisión egipcia del cielo y su influencia en la astrología, entendida esta como la disciplina que estudia la influencia de los astros en la vida sobre la Tierra y en particular sobre la existencia humana, la salud y el destino. En ese propósito, confluye con la magia. No se trata tanto de hacer una exposición científica sobre la astronomía o astrología de los egipcios, sino mostrar cómo la influencia de los astros o su observación forma parte de ese magma del conocimiento «oculto» de los egipcios. Por cierto, una obra tan interesante como la Apotelesmathika de Manetón, un poema astrológico, ni se menciona.
En el tercer capítulo de este libro, Hornung ofrece una visión simple de la astrología egipcia, picoteando en anécdotas y, aunque sin profundizar, la lectura es sugerente, mezclando noticias sobre el Egipto de los faraones con el Egipto ptolemaico y romano.
Igual que la astrología, la alquimia, «el arte de la transformación de los elementos físicos» es un vehículo perfecto para abundar en la idea de lo misterioso en Egipto, ese gran saco en el que cabe casi todo procedimiento irracional. Varios nombres antiguos son recordados aquí como alquimistas o sus remedos, Ostanes, Bolo de Mendes, cuyas obras, que no han llegado sino en fragmentos por bocas ajenas, cuadran con el arquetipo del alquimista antiguo, es decir, un químico cuya ciencia está en ciernes. Pero apoyándose en estudios ajenos, en realidad puramente hipotéticos, Hornung considera que ya había experimentos alquímicos en algunos templos egipcios, donde los sacerdotes manipulaban tierras raras, ya hacia 1813 a. C., con el faraón Amenemhet III (p. 50) y también medio siglo después, con Amenofis III, como si ese formidable salto en el tiempo importase poco. El autor quiere darnos a entender –realmente, para confundirnos— que el tratamiento (pulido y talla) de piedras semipreciosas en objetos de arte y decoración es un proceso alquímico. Y lo mismo puntualmente con el tratamiento del oro, llegando a proponer como autoridad a autores árabes medievales (p. 54). Nada resulta convincente. Pensar que el Libro de los Muertos egipcio está relacionado con la alquimia es un disparate (p. 55). Solo el discurso parece centrado cuando se comentan pasajes de Zósimo de Panopolis, para desviarlo nuevamente, enseguida, con tratados alquímicos medievales. Muy bien podría el autor haber mencionado los tratados alquímicos que se compilan en época medieval y que son eco de la verdadera alquimia que se hacía en época greco-romana. Uno de estos escritos, interesantísimos, ha sido publicado recientemente en español por Rafael Marqués García, Orígenes de la alquimia griega. El tratado del Anónimo de Zuretti, Madrid, Signifer, 2024, un extenso texto que expone lo que era para los antiguos la verdadera alquimia y no la alquimia imaginaria.
No salimos de nuestro asombro cuando a propósito de la gnosis encontramos en la misma página (61) a Homero, Simón Mago y los escritos de Nag Hammadi, y más adelante las enseñanzas de Mani y la sapiencia china, Hermes Trismegisto, Platón y Jesús (p. 67). Casi nadie queda fuera de esta ensalada multicultural y asincrónica. También el Hermetismo, como movimiento religioso-sapiencial (más que filosófico, realmente) es tratado en el capítulo sexto con una superficialidad impropia, de nuevo forzando innecesariamente la máquina del tiempo para retrotraer al misterioso Egipto (de la época de las pirámides) los orígenes del Hermetismo, cuyo centro «parece haber sido Menfis» (p. 70), ¿cuándo?, sin argumento alguno. Con pasmosa facilidad se pasa de Cleopatra a Clemente de Alejandría, y de aquí a los árabes, al llamado Libro de Krates, del siglo IX, solo para comparar una cita de Imhotep, que vivió en aproximadamente en 2690-2610 a. C. (p. 72). Todo resulta mezclado innecesariamente. Este capítulo concluye con una suma de leyendas inconcebibles: «la Tabula Smaragdina, también llamada Kybalion, aparentemente descubierta en la tumba de Hermes Trismegisto bajo una estatua de Hermes, cuyo descubridor fue supuestamente Balinús, es decir, Apolonio de Tiana» (sic).
Las páginas dedicadas a Egipto como «tierra de magia» son un dechado de tópicos y de lugares comunes. Es un tema demasiado amplio como para ser despachado en unas pocas páginas. Como en todos los demás, el autor hace un recorrido cronológico, desde aquellos ejemplos egipcios, cogidos al azar, que considera «mágicos», hasta la magia en época romana, siempre con referencias literarias, y siempre insuficientes. Los Papiros Griegos de Magia están apenas apuntados, sin analizar ni pronunciarse sobre su sentido, su producción o su cronología. Otro gran soporte de invocaciones mágicas, las gemas inscritas, ni siquiera se mencionan. Están sobrerrepresentadas en estas páginas las referencias a Moisés, a la Biblia, y a los milagros de Jesús, que nada tienen que ver con la magia, y menos aún con la magia egipcia. El Corán, la Kábala, y los autores medievales (no se cita el Picatrix) sirven al autor para acabar hablando de las novelas de Conan Doyle y de otras novelas inglesas de tema egipcio, cuyas referencias son parásitas.
Es verdad que, de entre los cultos egipcios que tuvieron más proyección en época romana, están los de Isis y de Osiris. La primera, porque fue adoptada pronto por los romanos, aunque cabe recordar que de su forma alejandrina, y no de su «teología» faraónica. La diosa «madre de un dios», Horus, era un modelo fácilmente exportable. Osiris penetró en el mundo romano con menos éxito; y ambas figuras fueron sublimadas y difundidas por el afortunado tratado que sobre estos dos dioses nos dejó Plutarco. En el capítulo octavo Hornung no solo habla de Isis y Osiris, sino de aquellos dioses que le interesan, en particular Serapis, a cuya teología se apunta. Serapis sustituye a Osiris y acompaña a Isis en el mundo romano como dioses muy aceptados por los fieles, tanto de habla griega como latina. Es una expansión natural, desde Alejandría a Italia, y de aquí irradia a las provincias. Sirve este hecho al autor para recordar algunos casos de devoción de algunos emperadores a Serapis, que, ciertamente, tiene bastante presencia epigráfica en el Occidente romano.
En este punto (en el capítulo noveno y siguientes) se abandona ya definitivamente el mundo egipcio antiguo para mostrarnos únicamente su pervivencia, siempre deformada, de mano del cristianismo medieval y, más tarde, de otras desviaciones del propio cristianismo.
Un claro ejemplo de usurpación iconográfica es la imagen de Isis sosteniendo en sus brazos Horus niño, al que amamanta: la imagen será robada con todo descaro por los cristianos haciendo representar así a la Virgen María y a Jesús Niño en imágenes del Egipto cristiano y copto, prendiendo con éxito hasta el punto de que la imagen de Isis-Horus quedó como una referencia pagana cada vez más olvidada. Los ejemplos son muchos. La imagen evangélica de la «huida a Egipto» de José y María fue alimentada para reforzar la relación del nuevo dios cristiano con el país del Nilo, un viaje puramente anecdótico recreado de forma novelesca por los apócrifos novotestamentarios. Así se alimenta la leyenda al tiempo que en las arenas y cuevas de los desiertos donde se refugian los monjes locos (los «ciegos de Dios», como los calificó Jacques Lacarrière, Los hombres ebrios de Dios, Barcelona, Aymá, 1964) y se multiplican los relatos de demonios que deben ser doblegados por la fe y la abstinencia de los anacoretas. Y con ellos, la magia de raíz egipcia está en manos de los hombres santos como el famoso archimandrita copto Shenute, del que quedan algunos tratados breves de demonología. Así fue siendo enterrada progresivamente la corriente hermética. Por otro lado, surgió otro foco poderosísimo que se basaba igualmente en los antiguos arcanos de la adivinación y la teología: la cábala judía. En la Edad Media todo se mezcla de mano de monjes, intelectuales y herejes. Surgen en Alemania sectas secretas como los cátaros (cf. p. 109) y otros que tienen por bandera la gnosis, y como destino final la búsqueda del Santo Grial o la Piedra Filosofal.
Pero en las épocas posteriores, es decir, a partir del Renacimiento (en este libro, cap. 10 y ss.) está omnipresente, como un decorado de fondo, el Egipto milenario y secreto, que antes ya había seducido a viajeros y arquitectos. Como indica el propio Hornung: «En el siglo XIII se produjo un renacimiento de las pirámides y las esfinges. Las pirámides aparecieron en las tumbas cristianas de Bolonia, mientras que las esfinges sirvieron, entre otras cosas, como base de columnas en el claustro de San Juan de Letrán (después de 1222, una de ellas barbada) y en Viterbo. Los leones egipcios (de Nectanebo I) delante del Panteón fueron otro modelo muy copiado. Se ha llegado a la conclusión de que las Cruzadas despertaron un nuevo interés por Oriente, y por Egipto en particular. Para Europa, abrieron una nueva puerta a Oriente, a través de la cual formas e ideas podían ejercer su influencia; y en el «Renacimiento» de los Hohenstaufen, se prestó nueva atención a los numerosos monumentos egipcios de Italia. En el siglo XIII, la primera representación occidental de las pirámides apareció en San Marcos de Venecia» (p. 115). Había empezado, y esta vez en serio, la egiptomanía en el arte.
En la Italia renacentista y erudita se buscan los libros de Hermetismo, de Alquimia, Mysteria Omnia. Y se producen libros sobre estos temas, copiando a los antiguos, o nuevos basándose en aquéllos, ilustrándolos profusamente con grabados imaginativos. Marsilio Ficino reivindica la Academia Platónica, y Pico de la Mirándola reivindica el origen egipcio de la magia de Moisés, en busca de una Prisca Theologia, de una Vera Gnosis. Se traduce la obra Hieroglyphika de Horápolo, en un continuo alimentarse de «egiptianismo» que estaba de moda. Michel de Nostre-Dame, 1503-1566, es decir, Nostradamus, escribió una Interprétation de los jeroglíficos de Horápolo. Hornung refleja bien este ambiente intelectual (pp. 116-123) que invade la literatura y la pintura, y que anima a los espíritus aventureros a viajar a la raíz, es decir, al propio país del Nilo (cap. 11).
Con los grandes eruditos epitómanos europeos del siglo XVII, el conocimiento secreto del antiguo Egipto se condensó en la producción de estudios herméticos, que proliferaron como las flores en primavera.
«Sería imposible concebir los inicios del saber moderno sin citar a Hermes Trismegisto», sentencia Hornung (p. 133). Hubiera sido interesante saber qué significa para el autor «el saber». Naturalmente que este Hermes y su definición fue importante en el discurso que concernía al propio personaje, real para unos, mítico para otros. El famoso Casaubon defendió la teoría de que el Corpus Hermeticum eran escritos creados y falsificados por los cristianos antiguos; otros, como Francis Bacon, defendían que el Hermetismo era producto de la fantasía de los neoplatónicos. Mientras esto se discutía en las aulas de filosofía y de teología, surgieron –por ejemplo, en Roma– festivales de teatro egiptizantes, que azuzaron la moda de exhibir las ceremonias de tipo egipcio a la sombra de los obeliscos. Pero en la Roma del siglo XVII la estrella era el jesuita alemán Athanasius Kircher, un erudito, experto en lenguas antiguas y creador del Museum que llevaba su nombre. Reunió allí innumerables objetos egipcios, originales unos, tendenciosamente falsificados otros, que era un foco de atracción para curiosos interesados en aquel universo oscuro, y a veces deliberadamente oscurecido, de la teosofía egipcia. La larga vida de Kircher (1602-1680), y sus actividades «culturales» (vid. aquí pp. 136-141) tuvieron gran influencia en ese mundo de la pseudoegiptología.
En todo este ambiente cultural nacen, crecen y proliferan las sectas versadas teóricamente en hermetismo, astrología y alquimia. La primera y más importante es la sociedad «Rosacruz», cuya teología vital se basaba en escritos tan farragosos como fantasiosos (vid. pp. 143-153). Tuvo mucho auge en Alemania y toma elementos simbólicos que ya había asociado antes Lutero (la rosa y la cruz). Los textos de esta secta en realidad abundan poco en las raíces egipcias, y se centran más en la eficacia de la alquimia: basta como ejemplo la obra Chymical Marriage, escrito que pretende ser una biografía «iluminada» del fundador de la orden, Christian Rosenkreutz. La obra presenta a un hombre elegido por el destino de la Gnosis. En la imagen que circulaba de la Iglesia de la Rosa Cruz, no hay iconografía egipcia.
La idea de «fraternidad» en los ritos secretos proliferó en el siglo XVII. Otro ejemplo, del que habla Hornung, son los francmasones (pp. 155-167). Al igual que con los rosacruces, en esta orden lo egipcio es residual, aunque se presenten a veces, en escritos, como una «logia egipcia». Era realmente una caricatura egipcia la forma en que se iniciaba a los neófitos en un sistema de escritura egipcia y se les vestía con gorros piramidales, todo atrezo. Ni se respetaban las vestimentas egipcias, que se conocían por los relieves, ni se enseñaba lengua jeroglífica egipcia (aún no descifrada), sino una especie de copto semi-inventado. Esta parafernalia ritualizada era muy atractiva para los «hermanos» que buscaban las fuentes de «su gnosis» en el Egipto faraónico.
El atractivo de estos misterios inventados y sobreactuados fascinaron a los espíritus románticos posteriores, como el propio Goethe, Herder o Winckelmann (aquí pp. 169-171), más interesados por las formas y los paisajes que por la historia o la lengua.
Resulta interesante recordar cierto resurgimiento de la diosa Isis en los ambientes revolucionarios franceses. Corría la noticia de que la misma catedral de Notre Dâme fue construida encima de un Iseum, y arraigó la idea hasta el punto de que Napoleón consideró a Isis diosa tutelar de París. Y la diosa se muestra desnuda y generosa en la Fontaine de la Régénération, de Jacques Luis David. El impulso que se hizo de la egiptología con Napoleón es incuestionable. Decenios después de la muerte del «emperador» la erección del gran obelisco de Luxor, colocado desde 1836 en el centro de la plaza de la Concordia, fue un hito más en la consolidación de la egiptofilía de los franceses. Cuando en 1988 se colocó una pirámide de vidrio y metal delante del Museo del Louvre, en la cour Napoléon se ratificó el amor de los franceses sobre Egipto, su historia y su arte.
El siglo XIX europeo y norteamericano no fue inmune a la proliferación de estas sectas fundadas por teósofos que «veían fantasmas». Ya en 1815 se creó en Nueva York una sociedad secreta llamada «Hermandad hermética de Luxor», que se define por sí misma. Fue emulada en la India (pp. 185-186). La más famosa de estas sociedades fue la fundada por Madame Helena Blavatsky (1831-1891). Su obra Isis sin velo (Isis Unveiled: A Master-Key of the Mysteries of Ancient and Modern Science and Theology, 1877) fue un auténtico best-seller que rebasó los límites de los círculos cabalísticos; fue traducida a multitud de idiomas. En España vio la luz en 1932, traducida por Francisco Climent Terrer, un masón que tradujo muchas obras de ese cariz, sobre los rosacruces, la mística de los yogis, teosofías varias, sobre la Kábala, el Más allá, y otras elucubraciones sobre el infinito y la salvación. La doctrina Blavatsky, resumida por Hornung (pp. 187-188) logró captar a poetas y dramaturgos como W.B. Yeats y G. Bernard Shaw, aunque no sabemos hasta qué punto en ellos estas ciencias ocultas eran una «fe» o simple curiosidad o la búsqueda en ellos de un motivo literario. Pero quien sí se lo tomó en serio fue otro personaje que luego tuvo mucho éxito, Aleister Crowley, un verdadero loco excéntrico, que publicó muchos libros y aún hoy muchas personas lo leen como si fuera un profeta. Entre otras ideas y obras de Crowley está la fundación de una iglesia de Satán, que aún tiene adeptos en algunos países avanzados de Europa (p. 223). La expansión de estas ideas se extendió como una bomba de racimo por todo el mundo, como una moda (pp. 188-201, 223-236, donde el autor omite, por ejemplo, los casos conocidos de jefes nazis que profesaban en sectas ocultistas). Lo egipcio –el mundo de Isis y de Osiris– nunca desapareció del trasfondo de estos catecismos secretos, aunque se mezcló cada vez con otros elementos: unos antiguos, como el hermetismo y la gnosis, y otros más recientes como la sabiduría hindú, y la mística árabe para mayor enredo (pp. 203-205). Algunos intentos de crear un misticismo racional fracasaron, porque ambos términos son contradictorios entre sí.
Cabría esperar que con los avances científicos en egiptología ya en el siglo XX, aquellos misterios insondables de las pirámides fuesen desvelados y corregidas las teorías fantasiosas sobre las cámaras secretas y los sarcófagos con momias que vuelven a la vida… Pero ese proceso de racionalización no conllevó en todos los casos un «desencanto» y ni a dejar de creer en los arcanos milenarios. Incluso el descubrimiento de la tumba de Tutankamón, un simple, aunque importante, descubrimiento arqueológico, fue rodeado de un halo de misterio fatal: todo aquel que respirase el aire de esa tumba estaba condenado a una muerte trágica. Como en tantas ocasiones, la fe y la razón conviven en el tiempo, pero no se interfieren. La literatura y el cine han contribuido más a alimentar el mito que a contar la verdad. La lista a enumerar sería interminable, desde La novela de la momia de Gauthier a Indiana Jones.
En resumen, este es un libro que no me habría gustado ver firmado por Hornung. En su momento (1999) no tuvo como finalidad el desbrozar lo mítico de lo real, ni de estudiar la religión de los egipcios en sus aspectos menos claros. Quiso el autor, como asegura en el prólogo, reivindicar desde la Academia los estudios sobre esoterismo y teosofía, en realidad tal como se hacía en los siglos XVIII y XIX, solo que con el tinte de «científico» de un reputado estudioso del siglo XX. Es verdad, no obstante, que estas pseudociencias han formado parte del pensamiento humano y que, de un modo u otro, reflejan las inquietudes intelectuales y las zozobras espirituales de quienes creyeron en ellas. Actualmente, en un mundo materialista y secularizado, en el que las religiones –salvo, quizá, el Islam– se sitúan en un segundo o tercer plano de prioridades para el hombre de hoy, la teosofía, el hermetismo (mal entendido y mal explicado en muchos casos) y otras tendencias espiritualistas, pueden ocupar su lugar, en tanto que en círculos académicos se reducen a una especie de estudio antropológico y fenomenológico, con ramificaciones en la historia del arte y de las ideas, como es el caso del libro de Hornung que nos ocupa. En ese teatro de confusiones, el telón de fondo es el antiguo Egipto milenario, tan sugerente para tantas cosas buenas y para otras malas; de esas, de las malas o mal informadas, o deformadas, se alimentó constantemente la fantasía de las sociedades ocultistas y pseudo-filosóficas desde el siglo XVII hasta la actualidad. Y lo más desesperanzador es que al autor, en el colofón del libro (cap. 19), donde escribe sobre las «perspectivas de futuro» de todo este magma cultural que ha dejado el antiguo Egipto en la cultura (no científica, añado) cree en él como una luz de esperanza al comienzo del segundo milenio (recordemos que el libro apareció en 1999): «El inminente cambio de milenio alimentó las esperanzas de una nueva luz espiritual para la humanidad en las aspiraciones de muchos. Sin duda, Egipto desempeñará un papel en esta evolución en sus dos formas: el Egipto faraónico y el Egipto esotérico-hermético. Cada vez se habla más de la relevancia de la Weltanschauung hermética como punto de vista que puede contribuir a dar sentido a nuestro mundo moderno, buscando una conexión directa con la sabiduría original de las culturas más antiguas y con la idea central de todo pensamiento esotérico, según la cual la sabiduría antigua sigue siendo válida incluso en un mundo que se ha transformado. Todo hermetismo es tolerante por naturaleza. Hermes Trismegisto es un dios de la armonía, de la reconciliación y de la transformación, y no predica ningún dogma rígido. Es, pues, un antídoto contra el fundamentalismo que hay que superar si queremos vivir en paz». En fin, queda dicho, este es el nuevo dios que solucionará o evitará todos los males del mundo.