Asun López Carretero
RESUMEN:
Este curso hemos vivido una experiencia inesperada que ha supuesto un parón casi total de la actividad cotidiana. La crisis sanitaria ha sido un reflejo o una señal de algunas disfunciones que hemos naturalizado en nuestras sociedades occidentales. A raíz de esta experiencia, el texto trata de mostrar algunos sentimientos y pensamientos nacidos ante este acontecimiento como una ocasión para repensarnos desde lo singular y lo común hacia una vida más sostenible y considera la educación como un lugar clave para el desarrollo del cuidado y la relación. Muestra el desconcierto y los riesgos que el olvido de lo que hemos vivido puede suponer, llevándonos de nuevo a descuidar dimensiones esenciales de la vida en común. Y, en este sentido, es una invitación para tomarnos en serio la importancia de la educación y la formación como bienes imprescindibles para esa vida comunitaria.
PALABRAS CLAVE: confinamiento; infancia; adolescencia; escuela; universidad
ABSTRACT:
This year we have lived an unexpected experience that has meant an almost total stop of our daily activity. The health crisis has been a reflection or a sign of some dysfunctions that we have naturalized in our western societies. As a result of this experience, the text tries to show some feelings and thoughts born from this event as an occasion to rethink ourselves towards a more sustainable life, and it considers education as a key place for the development of care and the relationship. It shows the bewilderment and the risks that forgetting what we have lived can entail, leading us once again to neglect essential dimensions of life in common. In this sense, it is an invitation to take seriously the importance of education and teacher education as essential goods for that community life.
KEYWORDS: confinement; childhood; adolescence; school; university
Un día de marzo volvimos a casa como solíamos hacer. Lo que no sabíamos era que a la mañana siguiente no íbamos a continuar con nuestra cotidianeidad. Estábamos confinados.
Las calles vacías, los comercios cerrados, los trabajos parados e incluso las escuelas sin criaturas. La educación, también clausurada desde la infancia a la universidad. Un hecho insólito: las clases no habían sido suspendidas de un modo tan radical nunca que recordemos. La actividad se había suspendido y nos había cogido por sorpresa. Una crisis sanitaria asolaba el mundo y los hospitales no daban abasto a la afluencia de enfermos.
En nuestros domicilios -sin actividad frenética-, se abría una nueva forma de estar con nosotras mismas y con las personas con las que habitamos. Se mostró ante nosotros con mucha claridad la importancia de un hogar, porque no es obvio que sea un espacio del que todas las personas disfrutemos. Ese lugar sabemos que es negado a muchas personas, por lo que durante esos días me sentía privilegiada y a la vez descorazonada por todo lo que estaba pasando.
El tiempo discurría de manera cíclica; los sentimientos y pensamientos, también. Poco a poco, la conexión con el mundo interior propio surgía, también con sus dudas, interpelaciones, preocupaciones. De una forma natural sentía una cercanía subjetiva con las personas conocidas y también desconocidas que estaban sosteniendo las cosas esenciales para sobrevivir: la salud, la comida, la limpieza… Esa cercanía subjetiva también nacía de reconocer la fragilidad y la vulnerabilidad de los y las humanas. También la fugacidad del tiempo. Ese tiempo de estar con nosotras mismas ha producido un desplazamiento en mí y una toma de conciencia de aquellas cosas esenciales que sostienen la vida y las relaciones.
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Hace unas semanas la impaciencia ha retomado protagonismo. Se ha iniciado lo que llamamos “desconfinamiento”, o vuelta a una supuesta “normalidad” y el desconcierto ha atravesado mi cuerpo.
Siento que el mundo anterior a la crisis sanitaria -que hemos ido consintiendo, naturalizando- ha generado unos estilos de vida acelerados, inmediatistas, poco solidarios y sostenibles que nos han hecho perder el verdadero sentido de la vida. Unos estilos que nos han llevado a una situación límite en la que la salud se ve seriamente comprometida. También la del planeta, porque formamos una unidad de vida, un sistema de relaciones. Esta crisis nos ha mostrado de un modo muy evidente que estamos en un mundo de grandes desigualdades.
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Creo que el llamado “desconfinamiento” me está sumergiendo -y no solo a mí— en un mar de dudas. Siento que la crisis personal que hemos vivido no tiene un retorno en las acciones y situaciones que se están poniendo en juego. Tengo la sensación de ir dando palos de ciego en esta etapa. En el caso de la educación, por ejemplo, no entiendo la precipitación y la improvisación que veo en la vuelta a la escuela.
Sin embargo, me consta que durante el confinamiento se han producido gestos y prácticas que van en otra dirección. Dentro de la dureza del momento han nacido gestos que ponen el foco en las relaciones, en la cercanía y en la conexión entre nuestras vidas y las de los otros.
¿Qué han resguardado algunas maestras y maestros con los que he tenido la oportunidad de conversar? ¿Qué han sostenido como gestos importantes, aún desde la distancia que crea una pantalla?
El sentido de algunas prácticas educativas —que me ha llegado en algunas conversaciones con maestras— ha sido el de procurar que las criaturas sintieran su pertenencia al grupo-clase, a la familia de la escuela, como la nombraban algunas; intentando —aún con limitaciones— que sintieran una cercanía con sus compañeras y compañeros. Por ejemplo, una maestra de infantil inventó “el calcetín confinado”: cada criatura buscaba un calcetín desparejo en su casa. Les enseñó a hacer una marioneta con él e iban narrando cada mañana sus vivencias a los demás. O quienes presentaban sus familias a la maestra. En todo momento tratando de que ese vínculo que en el trascurso del curso habían ido elaborando entre ellos y las maestras se mantuviera sólido.
Muchas experiencias han llegado a mis oídos en las que, adecuándose a los nuevos acontecimientos —imprevisibles al inicio de curso—, el profesorado ha mantenido una relación cercana con las criaturas. En centros o lugares donde no había posibilidades informáticas, las maestras han realizado llamadas y seguimiento por teléfono, enviando mensajes, compartiendo dibujos. También en secundaria hemos conocido una experiencia (de entre otras muchas) muy interesante en un instituto de Barcelona: el profesor ha invitado al alumnado a escribir sus diarios —que han compartido en parte libremente—, mediante los cuales han desarrollado pensamientos muy profundos, en un viaje interior muy creativo y sorprendente.
Sin embargo, no en todos los casos la virtualidad ha sido posible y, aun reconociendo los enormes esfuerzos de algunas enseñantes, hemos podido vivir la experiencia de que no es lo mismo la presencia que lo virtual y que este pasaje nos abre multitud de preguntas que nos remiten de nuevo a tomar conciencia de la función vital de la educación y de la multitud de aspectos que sostiene para la infancia, la adolescencia y sus familias. En este momento de emergencia y de excepcionalidad, han aparecido antes nuestros ojos las enormes desigualdades que confluyen en los espacios educativos, formales e informales.
Durante este confinamiento, el parón brusco de la actividad nos ha facilitado el dejarnos tocar por el dolor, nos ha sacado de la comodidad y ha dado la oportunidad de valorar la cercanía subjetiva, aquella que se fundamenta en apostar por las conexiones profundas que nos unen, sin ignorar las diferencias, considerando estas últimas como una fuente de riqueza. Nos hemos dejado tocar de un modo especial —en algunos casos— por las consecuencias de esas desigualdades. Hemos tenido oportunidad de tomar conciencia de las necesidades tan dispares que vivimos y el aislamiento vital en el que estamos, ignorando que somos parte de un sistema que tiene enormes brechas.
En la medida de lo posible —y a veces lo imposible— hemos caminado por la cercanía subjetiva que se fundamenta en las relaciones y en ese sentirnos parte del mundo, poniendo atención al día a día, haciéndonos disponibles a lo que sucede y nos sucede en nuestro entorno. Esta cercanía subjetiva —escuchar y sentir al otro— genera el sentimiento de formar parte de una comunidad.
Me consta que durante este tiempo ha habido prácticas comunitarias muy potentes en muchos lugares. Pero ¿cómo hacer que continúen y no sean fugaces? ¿Cómo tomar conciencia de que la vulnerabilidad y la fragilidad humanas no se atraviesan al grito de “¡sálvese quien pueda!”?
Creo que para apoyar y sostener estas prácticas y abrir la mirada, es decisivo el papel de la educación y de la formación desde la infancia a la universidad.
¿Qué es lo esencial que pide ser sostenido y atendido en la educación y la formación?
La escuela constituye un espacio público de encuentro y relación, un espacio de ser y con-vivir que acoge necesidades diversas. Un lugar de encuentro entre muchos mundos, en el que un aprendizaje fundamental es compartir esas vidas diversas y hacer que fructifiquen. Un lugar “para ser en relación” con los otros y la cultura con sus diversos sentidos para reinventar juntos el mundo.
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Durante el confinamiento, para mantener el contacto con la infancia y la juventud han sido necesarias las pantallas o el teléfono, pero la presencia tiene un valor insustituible en la tarea educativa. Por ello, tampoco entiendo que se hayan de mantener como una forma de enseñar. Sin contraponer ni cuestionar criterios sanitarios —puesto que la salud es la base de la vida—, intentemos no caer en la trampa de la virtualidad como una forma equiparable. Es tan importante el espacio educativo como lugar de encuentro entre generaciones para reiniciar el mundo cada vez, que es necesario agotar todas las posibilidades (habilitar espacios, ampliar plazas de enseñantes…) que puedan hacer compatibles dos aspectos de la vida indisociables: la salud y la relación o el crecimiento interior como personas.
Abrir los espacios educativos, con garantías sanitarias, es una tarea urgente y delicada. Esta apertura requiere poner en el centro el cuidado de la vida y para ello es necesario reconocer como prácticas transformadoras las que sitúan el foco en las relaciones y en no caer en falsos dilemas entre contenidos culturales y cuestiones relacionales. La relación es el centro de la tarea educativa que nos hace crecer por dentro y por fuera. La vida no se hace a fragmentos y el apoyo mutuo es el eje que nos da la pertenencia a una comunidad en la que nos vamos co-construyendo en relación, poniendo los recursos culturales al servicio de este proceso. La vida requiere del cuidado del cuerpo y el alma conectados, con sus emociones, sus relaciones, sus formas de expresarse.
En ese sentido, la escuela es un espacio insustituible de acogida y hospitalidad, al servicio de una comunidad de necesidades diversas. Y para muchos chicos y chicas, una oportunidad única de encuentro y de relación. El sentimiento de lo común —desde la singularidad de cada uno y cada una— es una experiencia viva que se conforma en los espacios educativos. Es un espacio político, de la política primera, la que atiende a la vida y la relación.
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Creo que es un error confinar nuestro pensamiento en un momento en que es tan necesario crear formas de encuentro que nos humanicen: ser profesor, ser alumno es una forma de vida. Una oportunidad para estar en el mundo en primera persona.
Esta llamada de alerta también lo es para la Universidad, que fácilmente se desplaza hacia la virtualidad, perdiendo el espacio de relación que significa pensar juntos con la presencia del profesor o profesora. “Ese instante de silencio que precede a la palabra, por ese tenerse presente, por esa presentación de su persona antes de comenzar a darla de modo activo”, en palabras de María Zambrano.
Desde mi experiencia de profesora en casi todos los niveles educativos —incluyendo la universidad— he podido disfrutar día a día del encuentro con mis estudiantes, un encuentro que me ha permitido conectar con lo más vital que hay en los seres humanos y que ha generado en mí una forma especial de estar en el mundo. Cada curso ha sido una aventura nueva, como si cada clase fuera la primera. Una experiencia encarnada en la que circulan vida y pensamiento de un modo en el que se detiene el tiempo, y en la que he tratado de dar lo mejor de mí. La relación con los estudiantes se ha prolongado más allá del aula y del tiempo en el que hemos compartido ese espacio y siempre ha dejado una huella en mi vida. Las conversaciones que hemos mantenido dentro y fuera del espacio educativo han sido y son fértiles con el saber y con nuestro estar en el mundo.
Ahora entiendo mejor de dónde viene mi desconcierto al preguntarme, ¿hacia dónde vamos?
Bajo esa aparente precipitación podríamos caer en perder y perdernos en estos momentos difíciles y caer en relaciones tecnocráticas con el saber. En momentos de dificultad los humanos optamos por caminos trillados que dan respuestas a corto plazo y esto puede favorecer una enseñanza que se incline peligrosamente hacia un saber técnico, instrumental, informativo y no formativo. La virtualidad es la punta del iceberg que nos podría abocar a un saber “neutro”, descontextualizado, sin atmósfera, sin cuerpos que vibren ni palabras encarnadas. Un saber que no esté atento a los acontecimientos que fluyen y que, por tanto, sea repetitivo.
Esta crisis, por el contrario, nos pide una mirada atenta y abierta. La tensión que la vida nos ha puesto es una invitación a detenerse y recuperar el hilo; a transformarnos y generar un movimiento hacia un pensar y un hacer creativos, para dar alas y sostener la confianza y la apuesta en la infancia y los más jóvenes.
Es una oportunidad para resignificar los gestos, las prácticas que vivifican el pensamiento más allá de lo inmediato, pero sin despegarse de lo que sucede; para recuperar y habitar las palabras, para visibilizar lo que nos importa, sin dejarnos llevar por esta rapidez que nos hace renunciar a lo más preciado del acto educativo. La apuesta por formas con sentido pedagógico que, aún con las limitaciones del momento, nos invitan a dar más espacio, cercanía y relación.
La vida está pidiendo a gritos un cambio radical en el diálogo entre generaciones para abrir juntos nuevas realidades y formas de vida sostenibles. Entremedias, la educación y la formación tienen un papel esencial. Poner en el centro la vida nos pide una educación y una formación que entienda la enseñanza como creación continua que se sostenga en un pensar y pensarse en primera persona, en un movimiento de transformación de sí y del mundo.
Los espacios educativos facilitan el acceder a la alteridad y a compartir experiencias y saberes. No podemos renunciar entonces al contacto, al acompañamiento. Pues aprender no se sostiene sin vínculos y los vínculos son fuente de aprendizajes. La enseñanza despierta la curiosidad, la apertura a la cultura, el ir más allá de nuestras realidades.
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Espacios para conversar, hablar, escuchar y leer por placer, para hacer circular la palabra que crea lazos y facilita el encuentro con uno mismo y con los otros. Desacelerar los tiempos, y tal vez, contagiar más lazos de ternura y de placer por aprender y relacionarse.
En la universidad formamos maestros y maestras. No podemos adherirnos a la propuesta de la virtualidad sin más y perder un espacio simbólico donde vida y pensamiento se entrelacen.
Escribiendo este texto he ido pasando del desconcierto a la confianza, un movimiento al que invito a todos los que amamos la educación; al que atender para no renunciar a cuestiones valiosas. Sin negar la urgencia de la apertura de los centros educativos, este movimiento me ha llevado pensarlo desde otro lugar, desde la vulnerabilidad y la fragilidad y, por tanto, del cuidado de la vida y la relación.