Fernando Bárcena Orbe
RESUMEN:
Mi idea del hombre o la mujer que han elegido el oficio de profesor es la del alguien que entra en el aula con lecturas ya realizadas y con libros que se leerán de nuevo despacio y se conversarán con alumnos devenidos, por ese gesto de lectura, en estudiantes y estudiosos. Es la de alguien que estudia en su retiro estudioso, complaciéndose en ello, y alguien que da a estudiar. Y también tiene que ver con el espacio de un aula o de una sala de clase convertida en un lugar (y no meramente considerada como un «entorno de aprendizaje»). Es alguien que hace de su oficio una forma de vida y no sólo un medio de subsistencia o un desempeño laboral. Mi idea de profesor está a contratiempo, es seguramente inactual y probablemente inservible; una que rivaliza contra los modos característicos que definen este tiempo, donde la lentitud, la espera y la duración ya no parecen posibles y están siendo ridiculizadas como opciones vitales. Este escrito es una vindicación de la idea del profesor como un profesor estudioso que busca dar a estudiar a sus alumnos, que van a la escuela para aprender junto a otros a través del estudio: leyendo, escribiendo, pensando, conversando.
PALABRAS CLAVE: oficio educativo; profesor; enseñanza; estudio
ABSTRACT:
My idea of a teacher is someone who enters into the classroom with texts which has already read and with books that will be slowly read again. The teacher will talk to students about these books, so they will have become, through this gesture of reading, students and studious. Teacher is someone who studies in a studious retreat, taking pleasure in it, and also someone who gives to study. It is also related with the space of a classroom, or a room, converted into a place (and not merely considered as a "learning environment"). Teacher is someone who makes his or her profession in a way of life and not just a means of livelihood or a job performance. My idea of a teacher is anachronistic, it is surely out of date and probably useless. It opposes the characteristic modes that define these times, where slowness, waiting and duration no longer seem possible and are being ridiculed as life choices. This paper is a vindication of the idea of the teacher as a studious professor who seeks to give study to his students, who go to school to learn together with others through study: reading, writing, thinking, talking.
KEYWORDS: educational profession; teacher, teaching; study
Escribo estas líneas en plena desolación, con una especie de tristeza y desconsuelo que me superan, y en la que me sostengo, y a la que resisto, leyendo mis amados libros y escribiendo en mi diario, en pleno confinamiento. Leo en la prensa lo que todos los tecnócratas, de la OCDE y de otros lugares, dicen, cuando afirman, sin pudor ninguno, que el futuro de nuestros países depende de la educación; las escuelas de hoy serán la economía del mañana, y a continuación determinan que los profesores deben cambiar su modo de enseñar, y pasar de la presencia a lo virtual, y de la tierra que pisan a la nube, y me pregunto, consumido por mi pena, casi bruno, cómo puede un profesor, una profesora de literatura apasionados hacer para conmover y atravesar a sus estudiantes mediante una obra como Madame Bovary, de Flaubert, si no hay ya presencia y solo existe la pantalla del ordenador, si el libro no está en medio y en las manos de todos, y si no se miran a la cara y se conversan en el aula.
Mi idea del hombre o la mujer que han elegido el oficio de profesor es la del alguien que entra en el aula con lecturas ya realizadas y con libros que se leerán de nuevo despacio y se conversarán con alumnos devenidos, por ese gesto de lectura, en estudiantes y estudiosos. Es la de alguien que estudia en su retiro estudioso, complaciéndose en ello, y alguien que da a estudiar. Y también tiene que ver con el espacio de un aula o de una sala de clase convertida en un lugar (y no meramente considerada como un «entorno de aprendizaje») «en relación a la lectura, la escritura y el pensamiento cuando éstos se hacen en público», como dice Jorge Larrosa en El profesor artesano. El alguien que hace de su oficio una forma de vida y no sólo un medio de subsistencia o un desempeño laboral. Mi idea de profesor está a contratiempo, es seguramente inactual y probablemente inservible, una que rivaliza contra los modos característicos que definen este tiempo, donde la lentitud, la espera y la duración ya no parecen posibles y están siendo ridiculizadas como opciones vitales. Se inscribe, como otras obras que me han inspirado y me son fundamentales aquí, contra el discurso dominante de la sociedad de aprendizaje (con su tendencia a la learnificación y pedagogización completa del mundo y de la sociedad), contra la imposibilidad actual de pensar la escuela (scholè, tiempo libre) bajo una visión pública del mundo, contra la domesticación del profesor como facilitador del aprendizaje e infantilizador emocional de los alumnos, y contra la psicologización de la teoría y la práctica educativa. Este escrito es una vindicación de la idea del profesor como un profesor estudioso que busca dar a estudiar a sus alumnos, que van a la escuela para aprender junto a otros a través del estudio: leyendo, escribiendo, pensando, conversando.
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Ser profesor: damos por supuesto muy a menudo en qué consiste este oficio, que la mejor literatura ha sabido explorar de formas sugestivas. Supone, por ejemplo, estar dispuesto a encontrar una voz propia. En el bellísimo relato de Stefan Zweig Confusión de sentimientos (1926) encontramos magníficamente descrita esa voz propia a la que me refiero. Escuchándolo hablar, al joven estudiante de diecinueve años se le revela su propia vocación: «Nunca había visto nada parecido, un discurso, un discurso que era un éxtasis, la pasión de una charla como fenómeno elemental, y lo inesperado del hecho me obligó a acercarme como impulsado por un tirón irresistible». Los rasgos físicos, el cuerpo mismo del profesor estaban fundidos, disueltos, en su discurso, en su torrente de palabras encarnadas. Más tarde, el joven extraerá de su maleta un volumen de una obra de Shakespeare y comenzará a leer como nunca antes lo había hecho: «Como por arte de magia, en una hora había perforado el muro que hasta aquel momento me separaba del mudo del espíritu y descubrí en mí, el apasionado, una nueva pasión que me ha sido fiel hasta hoy: el placer de disfrutar de todo lo terrenal en la palabra inspirada».
La voz, como voz de profesor, nadie nos la enseña. Se aprende, o quizá nos la encontramos por el camino, en el transcurrir de los días y las jornadas. Haciendo y deshaciendo, como Penélope, nuestra tela, quizá para tejer otra trama que nos envuelva. María Zambrano, decía en «La tarea ‘mediadora’ del maestro», que «podría medirse la autenticidad de un maestro por ese instante de silencio que precede a la palabra, por ese tenerse presente, por esa presentación de su persona antes de comenzar a darla de modo activo. Y aun por el imperceptible temblor que la sacude. Sin ello, el maestro no llega a serlo por grande que sea su ciencia. Pues en ello anuncia el sacrificio, la entrega». El instante de silencio antes de la palabra prepara la voz del maestro como una voz única. En ese encontrarse con ella ha gastado su vida, podríamos decir.
Esa voz conforma entonces un carácter; y como escribió Albert Camus (en La caída) «cuando no se tiene carácter hay que seguir un método». Y, claro, por fin está la indescifrable y temible palabra: amor. Tengo presente ahora dos clases de amor. Un amor por las prácticas del estudio, por los ejercicios que lo sostienen: leer, escribir, tomar notas en cuadernos. Un amor por estos rituales, tal vez un poco obsesivos y maniáticos. Y, después, un amor del profesor por lo que hace y por los jóvenes con quienes hace lo que hace. Me estoy refiriendo a su amor por los recién llegados al mundo y su amor por lo que hace; el amor por lo que le permite hacer lo que hace: su leer, su escribir, su tomar notas, su pararse a pensar y a meditar, sus rituales, cada vez que prepara amorosamente los cursos y las sesiones. Su amor por el aula, en definitiva.
Exiliado en su cuarto de estudio o en la biblioteca, el profesor, cuando tiene después que entrar en el aula para «dar» su clase —una clase se da, se abre, se ofrece—, interrumpe su estudiar. Solo que el aula es un momento más de ese estudiar. Dar clase es un pasaje que va de la contemplación a la acción. El amor por el estudio tiene como decorado y horizonte el amor por el aula y por los estudiantes. El amor al estudio sostiene, y se sostiene, por ese otro amor. Extraño ser ese profesor, esa profesora, que estudia llevando consigo sus lecturas, sus anotaciones y su amor por los que empiezan en el mundo, a quienes, sin saberlo, instala en el espíritu de los comienzos. Amor a un estudio que es una forma de vida y una forma que su vida de profesor adopta; y amor al oficio de ser un profesor, de tratar de serlo y no saber cómo, pues no hay método fijo ni predeterminado, pero sí una senda y un carácter. Un camino que impone una marcha, una regla, determinadas consignas, algunos ejercicios, determinadas maneras de hacer y de ser. Vocación (y voz), carácter y amor: aspectos cruciales que, de inmediato, se visibilizan cuando tratamos de poner en cierta clase de conexión la vida del profesor con su propio oficio, del que siempre se dijo es resultado de una vocación, de una llamada. Un oficio que no es meramente una profesión o un puesto de trabajo, sino un carácter, un oficio.
¿En qué consiste un aula, qué significa dar una clase en un aula? La filóloga francesa Jacqueline de Romilly escribió en Nous autres professeurs que «una hora de clase es como un oasis en la trama de los días: es una hora reservada al conocimiento, a la verdad, a la inteligencia». Una hora de clase, en un aula donde el tiempo parece suspender la lógica de un mundo productivo, puede, de hecho, hundir o salvar una vida, puede elevarnos o postrarnos en el fango. En su hermosísimo libro Esperando no se sabe qué. Sobre el oficio de profesor, donde Jorge Larrosa incluye un inspirador y bellísimo capítulo titulado «Elogio del aula», leemos también: «No entro en el al aula como a un lugar del trabajo sino de amor y de deseo». Quizá por eso, la auténtica enseñanza es siempre el resultado, insisto en ello, de una vocación —como no se ha cansado en repetir el recientemente desaparecido Georges Steiner—, una especie de llamada que habla del mundo con esa voz única y singular a la que me he referido. Por eso, enseñar con seriedad, haciéndose uno enteramente presente en esa hora de clase, es acceder a lo que de más vital hay en un ser humano; pues un profesor, una profesora, invade, irrumpe, suspende el ritmo habitual del tiempo, inquieta y arrasa, a veces, con el fin de construir de nuevo.
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Un profesor no enseña a futuros profesionales, sino que transmite lo que le ha pasado en su estudio a estudiantes que pueden devenir estudiosos ellos mismos. Como dice Steiner en su autobiografía —Errata— «una universidad digna es sencillamente aquella que propicia el contacto personal del estudiante con el aura y la amenaza de lo sobresaliente». Es un proceso de «contaminación implosiva y acumulativa». El profesor compone la melodía de cada curso (adviértase el carácter musical de la metáfora que propongo), y hace cada clase como si fuese la primera, y de hecho casi siempre es así. Él o ella son siempre los mismos, no así los estudiantes, que cambian cada año. Esa clase dedicada al Banquete de Platón, a un fragmento de las Meditaciones de Marco Aurelio, o a un capítulo de Crimen y castigo, de Dostoievski; esa sesión que ya se hizo el curso anterior, siendo la misma en su materia es, sin embargo, completamente diferente en el estilo que incorpora en un presente inmediato. Releemos las notas que un día escribimos en uno de nuestros cuadernos y necesitamos volver a escribir una nueva versión de lo ya escrito sobre la obra o el fragmento que queremos tratar y discutir con los estudiantes. Todo ello compromete la necesidad de una meditación más detenida sobre la relación entre maestros y discípulos que es, en cuanto objeto de estudio, algo de lo más intempestivo, pues si nuestra época se siente orgullosa de su rasgo predominante —la distancia— ese encuentro tiene que ver con la proximidad, el tacto y el arte de lo cercano.
Plantear la educación, como tantas veces hoy se hace, desde la estrechez de la lógica económica y rentista, es ofrecer una moneda falsa, pues el acto educativo tiene que ver con el don. Para que el don pueda ofrecerse tiene que aparecer lo sorprendente del regalo: una herencia es realmente grande cuando no se muestra la mano del difunto que lega, dijo el poeta René Char. La educación no consiste en llenar una vasija vacía; más bien se trata de proporcionar un buen material capaz de provocar un incendio en la mente del discípulo, aunque haya que tener mucho cuidado con él. El aula permite que profesores y estudiantes estudien juntos, y con ello se conceden la oportunidad para que cada uno descubra el tipo de ser humano que aspira a llegar a ser. Nuestros estudiantes no son objetos para modelar ni fabricar, y por eso no podemos exigir a la educación garantías o seguridades más allá de lo razonable. El propósito del acto educativo no es, de manera ninguna, conseguir un trabajo ni habilitarse para funcionar en el mercado, sino transformar una existencia. La escuela (scholè), en fin, no es una extensión ni de lo social, ni del mercado, ni de la familia. Es un «lugar aparte» donde se inicia a los recién llegados en el mundo en que van a vivir y donde se ejercitan en el tiempo libre, que es el tiempo verdaderamente humano.
Por eso necesitamos a los maestros; maestros de carne y hueso repletos de pasión por lo que hacen cuando transmiten las lecciones del pasado, con el propósito de que las jóvenes generaciones se encuentren con la herencia espiritual, intelectual y moral que les está específicamente destinada. Ciertamente, nuestros maestros no son únicamente quiénes nos enseñaron en el ámbito escolar. Muy a menudo, en la esfera intelectual, y en otros órdenes, son también aquellos hombres o mujeres cuyas obras y creaciones más nos influyeron, ayudándonos a modificar el sentido de nuestras existencias. En filosofía, literatura y poesía, en general en las artes; en la pintura, la música y las ciencias, nuestros maestros son esos perfectos desconocidos que aprendimos a amar en la distancia que el tiempo concede a través de las obras que nos dejaron y a las que un día accedimos y agradecimos. Como escribió el filósofo George Gusdorf (1912-2000) en ¿Para qué profesores?, «la relación con el maestro, que en un principio parece ligarme a otro, oculta una relación más importante conmigo mismo. Por mediación de una revelación exterior me dirijo a una conciencia mayor de mi ser propio».
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Es una de las tareas más complejas la de ser profesor. Pues el que enseña tiene mucho más que aprender que el alumno: debe dejar que el otro aprenda por su cuenta. O, dicho de otro modo: de lo que el profesor enseña solamente podría inferirse el motivo, el movimiento, el inicio que espolea al estudiante a buscar un saber del que terminará enamorándose. Cuando esto ocurre, el maestro se convierte en un mediador del deseo de saber del otro, no de su deseo de aprender.
El profesor en el estudio, y en su estudio, en esa tenacidad que le lleva a reiniciar constantemente sus lecturas, para dar a leer después a los jóvenes estudiantes, sabe, al final, que la lección más importante es esa con la que hermosísimamente culmina la ejemplar obra de Irene Vallejo El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo: «Atrévete a recordar». Pues, de hecho, son los libros los que «nos convierten en herederos de todos los relatos: los mejores, los peores, los ambiguos, los problemáticos, los de doble filo. Disponer de todos ellos es bueno para pensar, y permite elegir».
* Este texto es una versión muy modificada de una breve nota publicada con el título «¿Qué significa dar una clase? Sobre profesores y estudiantes» publicado en versión online en la revista Cuarto poder.
https://www.cuartopoder.es/ideas/2020/06/04/que-significa-dar-una-clase-sobre-profesores-y-estudiantes/