RESUMEN:
El presente ensayo explora el saber como producto de una alteración y
un efecto en los modos de subjetivación. Bajo la referencia del mito
griego de Pandora, se reflexiona sobre el deseo de saber, desde la
curiosidad preontológica que se instala como pregunta irresuelta a lo
largo de la vida. Del mismo modo, con el mito de Psique se aborda la
necesidad del despojo de prerrogativas en lo educativo. Se hace
énfasis en el saber pedagógico inacabado. El lenguaje, la
conversación, el estudio son pretextos que ponen en marcha la búsqueda
–la libertad de significación– de la existencia en un tiempo propio.
La relación con el saber requiere de un reconocimiento, por encima de
los contenidos y guías de aprendizaje. Por lo tanto surge la necesidad
de que los docentes acojan unos saberes y se desprendan de otros. Es
así, que los saberes provenientes del mundo interno de los educadores
pueden estar capturados por la predicción, que se traduce en apatía y
desinterés en los estudiantes. Para que el profesor esté disponible
para éstos y pueda desencadenar y sostener la función del saber se
precisa la generosidad en el ofrecimiento de recursos culturales y la
omisión de la lógica de la representación.
PALABRAS CLAVE: saber pedagógico; deseo de saber; formación docente; enseñanza
ABSTRACT:
This essay explores knowledge as a product of alteration and an effect
on subjectivation modes. Under the reference to the Pandora’s Greek
myth, the desire to know is reflected, from the preontological
curiosity that is installed as an unresolved question throughout life.
Similarly, the Psyche’s myth addresses the need for the stripping of
educational prerogatives. Emphasis is placed on unfinished pedagogical
knowledge. Language, conversation and study are pretexts that set in
motion the search -freedom of meaning- for existence in its own time.
The knowledge relationship requires recognition, above the content and
learning guides. Therefore, the need arises for teachers to accept
some knowledge and detach themselves from others. Thus, the knowledge
from the internal world of educators may be captured by prediction,
which translates into apathy and disinterest in students. In order for
the teacher to be available to them and to trigger and sustain the
function of knowledge, generosity in offering cultural resources and
omitting the logic of representation are required.
KEYWORDS: pedagogical knowledge; desire to know; teacher education; teaching
Lo humano se estructura en base a una cadena de enigmas que el sujeto buscará dilucidar a lo largo de su vida psíquica y social. Un enigma se distingue de un misterio en cuanto este último se descubre, termina revelándose, se resuelve (Percia, 2017). En cambio, la respuesta que se da al enigma es siempre frágil, inacabada y falible, por eso los enigmas nos lanzan a una búsqueda y a una interpretación fragmentaria. Por su carácter incompleto, aunque imprescindible, el enigma orienta al sujeto en un trabajo constante de pensamiento.
Lo enigmático nos habla de una búsqueda incesante con la que, además de reconstruirse una relación con lo otro, al mismo tiempo se elaboran los sentidos del mundo interno. De ahí que los saberes no-sabidos conformen incógnitas irresueltas que guían a lo humano hacia nuevas preguntas. Preguntas que abren oportunidades para crear saber sobre el mundo y sobre uno mismo (Mèlich, 2015).
No hay saber si el sujeto no se siente conmovido por aquello que se indaga, por aquello que se descubre, que se comparte. No hay saber si el estudiante y el profesor no padecen una cierta alteración cuando intentan extraer alguna cosa de la zona de lo desconocido, del campo de lo inexplorado.
Los saberes no sabidos, los que todavía no se saben, los que no se sabe completamente, los que no se quiere saber, los que se supieron y se olvidaron: tienen el poder de inquietar y modificar las relaciones que establecemos con el otro y con lo otro (Frigerio, Korinfeld & Rodríguez, 2017). La hipótesis que queremos argumentar en este escrito es que lo “no-sabido” y lo “por-saberse” perturban la relación con los saberes y con el saber. Que tanto los saberes deseados y los saberes ya aprehendidos, como los saberes ignorados –derivados de la repulsa, de la privación o del miedo al saber– tienen efectos en los modos de subjetivación de lo humano.
Con “subjetivación de lo humano” nos referimos a la aparición en el sujeto del deseo de ser deseado por el otro, nos referimos a la manifestación en el sujeto de la exigencia de responder éticamente a la palabra del otro, dicho de otro modo: el gesto de reconocer en el otro a un semejante (Stavchansky & Untoiglich, 2017). La subjetividad es una cuestión que cualquiera que intente hacer de docente tendrá que poner a consideración: ¿Cuál es el efecto de mi acción? ¿Cuál es el efecto de mi presencia? ¿Cuál es el efecto de mi palabra? ¿Cuál es el efecto de mi posición? Educar es hacer que algo de estructurante y vivificante transcurra en la escena pedagógica, dejando fuera la humillación, la vergüenza y la mortificación que puedan pasar por ahí.
Lo que nos gustaría subrayar del mito de Pandora es que, pese a ser ella misma la portadora de la caja, ignora su contenido. Lo que encierra la caja es algo desconocido, sin embargo, es altamente significativo para los dioses. Éstos han investido el objeto de tan gran deseo que tiene la fuerza de despertar en Pandora una curiosidad irresistible. Los dioses han inflamado la caja de tanta pasión que Pandora es incapaz de rehusarse a la tentación de abrirla.
Arrebatada por su curiosidad, la muchacha se esconde para asomarse al interior del cofre: se torna invisible para poder mirar. “Pulsión escópica a la obra”, dice Freud (2013), la pulsión de investigación empuja el movimiento de Pandora hacia el objeto: “acercarse a mirar” (escopo) equivale aquí a “acercarse al saber”. Movimiento iniciado y empujado por las preguntas que emergen de lo inconsciente: ¿De dónde vengo? ¿Cómo fui originada? ¿Qué pasará cuando deje de ser? ¿Qué habrá después de morir? Interrogantes que suministran suficiente perturbación al sujeto para organizar su particular búsqueda de saber.
El deseo de saber se atestigua en el incansable placer que los niños sienten al preguntar. Placer enigmático para el adulto que no comprende que esas preguntas no tienen una meta, sino que trazan rodeos. El niño no busca reemplazar la pregunta por una respuesta acabada, desea seguir preguntando. El deseo de saber es, antes que empuje y movimiento hacia un objeto, deseo de ser reconocido como “deseo”. Ya que las preguntas que formula un niño son semblantes del auténtico objeto de su investigación: “¿cómo llegué al mundo?” Este primer interrogante enigmático está ligado al desarrollo de la libido (deseo de placer o fuerza vital) y orquesta la pulsión de investigación hacia el saber. Esta curiosidad preontológica está vinculada al enigma del deseo de la madre por el niño y nos informa que el deseo de saber es originariamente deseo de saber sobre el deseo del otro.
Según Octave Mannoni (1989), un saber es todo aquello que puede satisfacer la “pulsión epistemofílica”, o sea, la curiosidad. Algunos de los mencionados interrogantes primarios adoptarán la forma de lo cognoscible y otros continuarán proporcionando enigmas que insuflarán de libido la vida y empujarán al sujeto a investigar lo desconocido. En este camino, la dedicación al estudio permite tomar distancia de los dramas familiares y canalizar las angustias en circunstancias de menor aislamiento. La lectura, la escritura, el habla, la escucha y el aprendizaje se convierten en actividades que sustituyen el deseo frustrado de conocer/comprender los enigmas de la propia existencia. Leer, escribir o dialogar son actividades sublimatorias que habilitan el acceso a una pluralidad de simbolizaciones capaces de volver interesante y placentero el trabajo intelectual para el sujeto.
¿Cómo despertar en el estudiante la curiosidad infantil que abre al deseo de aprender? ¿Cómo acompañar la pulsión de aprehensión (escópica) hacia los objetos culturales? ¿Cómo orientar las tensiones de distracción hacia el interés por metas intelectuales? ¿Qué articulaciones se pueden componer entre las pulsiones descontroladas y la curiosidad por el saber?
La posición de enseñanza implica pensar qué factores pueden alterarse y movilizarse en el docente para investir de deseo (catexis) un asunto del mundo e impregnarlo del suficiente interés como para que el sujeto instaure con el saber una relación erótica y confíe en que obtendrá –a través de ella– un placer a posteriori, no inmediato (Enriquez, 2015).
Cuando el sujeto está implicado en su impulso de conocer de qué trata la relación con el mundo, con los otros y consigo mismo, “saber” es una producción que inquieta y modifica la subjetividad que, por su parte, modificará el mundo cuando sobre él ponga sus palabras y en él teja sus preguntas, sus elucidaciones y sus creaciones. Toda relación con el saber conmueve y transforma al sujeto, así como el sujeto inquieta y altera el mundo con el saber.
Estas ideas vienen a problematizar las modalidades en que las instituciones educativas gestionan el encuentro entre alteridades y ponen curso a los diferentes enigmas que habitan en los sujetos. ¿Qué saberes deberían ponerse en juego y cuáles dejar de lado? ¿Qué condiciones poner ahí para que algo de los enigmas pueda tramitarse subjetivamente? ¿Cuáles son las reglas que harían apuntalamiento para instituir lo humano? ¿Qué saberes habría que saber y qué saberes habría que ignorar para que algo del orden de la transformación acontezca en los sujetos?
Para Jacques Lacan (1997), el saber conlleva una transformación de sí que ocurre a través de un trabajo de interpretación que busca obtener una verdad. Saber es intentar dar significado al mundo y dar significado a las propias comprensiones. Así, todo saber y todo no-saber afecta, hace mutar, desplaza, los modos que un sujeto tiene de mirar, de hablar, de pensar, de actuar. Por este motivo, porque saber (como verbo) implica una conversión, los saberes (sustantivos) son al mismo tiempo queridos y rechazados, encarnados y desterrados, elaborados y destituidos.
Todo saber es producto de un amplio intercambio de formas singulares y sociales por responder a los enigmas turbadores sobre el origen (Soler, 2015). Temor y deseo se anudan en la pregunta que la infancia formula acerca de su propio nacimiento, de su propia llegada. Empeño en conocer lo incognoscible porque ninguna explicación satisface la pregunta “¿cómo me hicieron?” que se apodera del niño. Sin embargo, “no poder saber” es lo que relanza su empuje vital a la búsqueda de otras curiosidades y de otros saberes en los que conseguir satisfacción. Por tanto, empeño estéril pero estructurante, ya que el primer saber no-sabido remite a unas huellas incorporadas, unas marcas inalcanzables sobre los inicios que fundan y organizan los posteriores saberes buscados. El saber sobre la vida —o sobre el origen de la propia vida, para ser más precisos—, por consiguiente, es un primer saber no-sabido.
Un segundo saber no-sabido resulta igualmente atrayente: el saber sobre la muerte, sobre el después de la vida. Lo testimonia la excitación que Pandora siente cuando, oculta entre las sombras de los árboles, abre —y se abre a— lo desconocido (abre lo “no-sabido-aún”). Obstinado intento por poner nombre a lo enigmático, por evidenciarlo y terminar con la incertidumbre. Al destapar la caja antes del día de su boda, tal como le hubo prohibido Zeus, todos los bienes que contenía regresaron al Olimpo y todos los males quedaron liberados en el mundo. Momento del mito que representa, mediante el arrepentimiento de Pandora y su decisión de llevar la Esperanza a los hombres, el conflicto y la angustia que supone el saber acerca de lo insufrible, la admisión de una frustración que es difícil de tolerar. “Escenas indeseables”, las llama Michel Gribinski (2011), sobre las cuales resulta tan necesario como arduo ensayar un trabajo de pensamiento. Según el autor, el “no querer saber” así como el “no querer que el otro sepa” son deseos que proceden de escenas traumáticas en las cuales el sujeto quedó preso de oscuros fantasmas. Aspirar al saber es traer al presente los enigmas del comienzo y los enigmas del final que nunca dejarán de persistir.
Nos importa ordenar en este texto algunos argumentos y algunas ideas acerca de los saberes ausentes u oblicuos como también de los saberes a olvidar, a desalojar. Ambos saberes, los no-sabidos y los saberes a ignorar, no sólo están involucrados en la formación de docentes sino que producen efectos subjetivos concretos sobre aquellos que los cursan. Precisamos desplegar un pensamiento caracterizado por formular interrogantes insólitos y por hacer insospechadas asociaciones de ideas. Un pensamiento capaz de producir alteraciones en los interrogantes pedagógicos que interpelan a la posibilidad o imposibilidad de una transmisión cultural (Hassoun, 1996).
Intentamos plantear preguntas “problematizantes” para convocar un pensamiento que no puede desarrollarse en la comodidad de lo familiar, en la mismidad de lo habituado. Pensar tiene sentido si los interrogantes resultan inquietantes (Butler, 2017), si desacomodan las soluciones definitivas y si nos permiten fugarnos de los marcos de inteligibilidad que garantizan –por adelantado– la seguridad de lo conocido.
Aislada en la cima de una montaña, Psique ignoraba porqué fue abandonada por sus padres para ser devorada por un monstruo entre las rocas. La joven desconocía qué llevó a su familia a priorizar contraerla en matrimonio, desatendiendo su propia voluntad, aunque había oído de los celos que Afrodita sentía por su belleza. Al anochecer, mientras dormía, un dios la transportó en volandas hasta un palacio. La deidad sólo la visitaba tras ocultarse el sol. Cada noche se amaban en la oscuridad. Ignorar la identidad del dios la hacía arder en deseos.
A cambio de ofrecerle una vida llena de pasiones, el dios le puso a Psique una prueba: que jamás encendiera una luz, ya que no quería ser visto aún. Después de un tiempo, la muchacha confesó a sus hermanas que estaba siendo muy feliz con su marido pero que no sabía qué aspecto tenía éste. Envidiosas, sus hermanas la convencieron para que se acercara con una lámpara de noche, mientras su amado durmiera, y comprobara si era el monstruo con el que le había amenazado Afrodita. Psique obedeció el impulso gozoso que la llevó a satisfacer el deseo de saber y descubrió en la cama a un hermoso joven. Ni más ni menos que Eros, dios del deseo y símbolo del amor. Éste, al verse descubierto, desapareció para siempre.
El mito de Psique continúa, pero lo que aquí nos importa pensar es que la curiosidad insatisfecha de la joven funciona a modo de una promesa que mantiene encendido el deseo sobre su amado. El deseo de saber precisa no-saber para existir, para seguir deseando (Lacan, 2014). En cuanto el deseo se apropia del objeto, el deseo se desvanece y el saber se desfigura en mera información. La información, por su completitud y certidumbre, imposibilita la experiencia de la falta o del vacío por donde brota el amor hacia lo no-sabido-aún. Para que la relación entre el sujeto y el saber esté mediada por el sentido del deseo, es imprescindible la conservación de lo enigmático, de lo desconocido.
En este orden de cosas, se podría interpretar que las hermanas de Psique –a las que podríamos llamar Neuroeducación, Sociedad del Aprendizaje e Inteligencia Emocional– representan el positivismo de las ciencias aplicadas que pretenden medir, calcular y comprobar la mayor cantidad de datos posible para aumentar el rendimiento académico, maximizar la producción de conocimiento y mejorar la obtención de resultados. La consecuencia es que la eliminación de los enigmas de la alteridad del mundo trae consigo el goce instantáneo de la pulsión de omnipotencia y, seguido de este, la muerte del deseo. Pero también, y sobre todo, la aniquilación del otro como diferencia irresoluble (Lévinas, 2012). Tanto el moderno cientificismo como las hermanas de Psique operan bajo el signo de la transparencia reduciendo la relación con el saber caracterizado por la separación y lo impenetrable, a mera circulación positiva de paquetes de información con intereses instrumentales propios de la lógica económica (Zizek, 2017). La perspectiva de la utilidad provoca la des-erotización del vínculo, el apagado del deseo.
Conocer quién y cómo es su amado, hace desaparecer de súbito a Eros. Porque “conocer” significa aquí “ver” nunca al otro sino a una imagen, una representación, una descripción, una explicación, unos atributos que lo opacan. De hecho, Eros le hace prometer a Psique que no desvelará su enigma, que no saciará su pulsión, con el secreto propósito de que el deseo permanezca vivo y vivificando la relación. Una promesa en la que ella tiene que confiar a toda costa y sin confirmar sus presupuestos para que funcione como los contornos que contienen a salvo el amor.
La educación se instituye en tanto protege lo enigmático del sujeto (Larrosa, 2017): no se sabe quién es ni qué puede hacer el otro, por tanto, puede ser quien quiera y ser capaz de todo. Y en tanto protege lo enigmático de la relación pedagógica: no se sabe qué hay que hacer, no se sabe qué es lo adecuado, debe preguntarse por la experiencia del otro, debe preguntarse por el sentido de cada acción emprendida.
En ocasiones, escuchamos decir a algunos docentes que “carecen de los saberes suficientes para ejercer su oficio”, que “hay saberes que no les fueron ofrecidos en su formación”, que “los saberes que tienen no les bastan para sostener las exigencias que viven diariamente”. Tal vez porque los docentes noveles han dejado de reconocerse en los saberes constituidos, tal vez porque la aparición de la novedad difiere de los conocimientos decretados por lo curricular. En cualquier caso, advertimos que los acontecimientos pedagógicos desbordan los muros que restringen los saberes disciplinares, lo cual desordena e intranquiliza la experiencia educativa contemporánea. ¿Podría decirse que se necesitan saberes que transiten por fuera de lo disciplinar? ¿Es posible repertoriar los saberes que traspasan los cercos disciplinares?
Caminamos en busca de un saber que sea capaz de analizar la relación que un docente mantiene entre su “saber sabido”, esto es, el que atañe a los conocimientos objetivos de una materia disciplinar y a su didáctica, y su “saber no-sabido”, o sea, el referido a las posiciones subjetivas, sus espectros no conscientes, sus guiones y mandatos grabados. Quizá, antes de nada, lo que habría que poner en cuestión es si el pensar está capturado en un marco de representaciones que impide extender las fronteras de lo pensable.
Observamos que no alcanzan los conocimientos disciplinares y didácticos para encarar los escenarios pedagógicos actuales. Necesitamos conversar sobre qué otros saberes tendríamos que convocar y cómo podríamos internalizarlos en la formación de docentes. Para ello se requiere, en primer término, una ampliación del campo perceptivo para que el educador se haga consciente de los efectos que sus palabras y sus acciones pueden producir en el destino de los otros. Porque la posición que adquiere un docente ante su propio oficio y ante el saber que comparte tiene consecuencias notorias en las maneras en que los sujetos se ponen en relación con el conocimiento (Bárcena, 2012).
Por ejemplo, no es lo mismo que un profesor transforme un objeto teórico en un cuerpo erótico a través del amor y la significatividad que tiene para él aquello que enseña, que un profesor que solicita la motivación de sus alumnos hacia el aprendizaje cuando para él carece completamente de interés. Tampoco es lo mismo una pedagogía fundada en el principio de sostener una oferta y volver disponible un archivo cultural que reconozca que “todos pueden aprender todo”, que una pedagogía que parte de la tematización y reducción del otro definiéndolo desde sus déficits, desde su desajuste respecto a una representación.
¿Qué saberes consideran los docentes que no les fueron transmitidos? ¿Para qué aspectos de su tarea consideran que no han sido preparados? Pero también y sobre todo: ¿Qué instrumentos simbólicos necesitan para elaborar su fracaso y su frustración?
A fin de producir nuevas respuestas, sería imperativo circular por fuera del marco de representaciones que dan el campo pedagógico ya explicado y que disminuyen el poder de pensar otras intervenciones. Parece inminente la pregunta acerca de qué saberes deben desaprenderse en el oficio docente. ¿De cuáles tenemos que perder el hábito y la familiaridad en la tarea de educar? ¿Con qué saberes debemos imprimir un esfuerzo para desnaturalizarlos?
En pedagogía existe una preparación imposible de realizar por adelantado porque educar no es aplicar una serie de protocolos y fórmulas; no es un puzle del que si uno posee las piezas puede componer la figura; no es fabricar un androide procediendo como un androide. Educar es encontrarse, interactuar y pensar lo que nos pasa con unos otros de los que nada sabemos, de los que –afortunadamente– no lo sabemos todo. Educar es darse cuenta de que para cualquier otro no hay nada más peligroso que tener delante alguien que cree saberlo todo sobre él (Arbiol, 2018). De pronto el sujeto pierde su opacidad enigmática, su intimidad se vuelve transparente, porque alguien le borró su ocasión de diferir, su posibilidad de devenir.
Entonces, en cuanto a saberes pedagógicos el docente nunca está preparado porque se trata de un trabajo “con”otros, “junto” a otros, “entre” otros. Y con suerte esos otros, felizmente para su porvenir y su libertad, su presencia siempre sorprenderá, asombrará, desconcertará cualquier tipo de saber. Cuando un docente cree estar preparado puede estarlo para unos otros predefinidos y, como consecuencia, los otros reales se vuelven de inmediato invisibles a su mirada. Entre uno y otro se interpone un dique, una pared, una frontera hecha de saberes que impiden pensar al otro en su diferencia absoluta.
Los saberes diagnósticos o de etiquetaje son saberes retóricos de un imaginario consolidado, representaciones que modifican la relación con el otro en el sentido de que lo dan ya esclarecido, arrebatándole su derecho a continuar siendo un enigma, y, por tanto, su posibilidad de ser de otro modo (Bárcena & Mèlich, 2014). Son saberes perturbados, trastornados, que perturban y trastornan a los sujetos sobre los que se implementan.
Por otro lado, hay saberes que escogemos desplazar y confinar a la zona oculta de lo no-sabido (Philips, 2014). Saberes que se activan de manera automática cuando se experimenta el encuentro con la alteridad. Saberes que nos hablan de nuestra propia historia —consciente e inconsciente— sobre los motivos por los que nos dedicamos a educar, sobre nuestras vidas vividas y nuestras vidas no vividas, sobre nuestras decepciones interiorizadas, sobre las frustraciones e ilusiones que proyectamos en los demás. Son saberes que nos inquietan como docentes y que operan en nuestra reflexión al emerger desde el fondo velado que nos habita.
También hay saberes que son inquietados por nuestra reflexividad, en tanto son modificados mediante las elaboraciones y comprensiones que efectuamos en la relación con el mundo, con los otros, con lo sabido y con lo todavía por saber (Castoriadis, 2006). Y hay saberes que son inquietados por gestiones que desempeñamos de modo inconsciente, y saberes conmovidos por la incapacidad de dar sentido a lo vivido. Se trata de los saberes que se alteran y estremecen en el cosmos interno del sujeto cuando interactúa con los otros o con los mecanismos institucionales.
Existen, sin duda, saberes que intervienen y transfiguran las relaciones educativas. Saberes que se desprenden de la aguda función interpretativa que se lleva a cabo en el circuito “inconsciente-consciente” de docentes y estudiantes, interpretaciones que enuncian conjeturas y razones mediante las cuales se intenta justificar la presencia de unos y de otros.
Las investigaciones muestran que la relación con el saber, de la cual se hace cargo la pedagogía, no consiste sólo en el establecimiento de un vínculo con un objeto de conocimiento (Niedzwiecki et al., 2015). En la interlocución con la expresión de significados de un docente, se pone en marcha una “relación transferencial” en cuyo campo se reorganiza la relación del estudiante con sus potencias de conocer, de cuidar de sí mismo y donde se reconfigura su relación con el mundo, con los otros, con el tiempo, con el lenguaje, con su contexto histórico y sociocultural. Mediante nuevas palabras el estudiante puede dar otros significados, conocer otras gramáticas y poder ir más allá de sus códigos de pertenencia.
A partir de los saberes aprehendidos el sujeto elabora nuevos saberes con los que puede abrirse a diferentes modos de pensar el mundo, los lazos sociales y la propia forma de existir (Beillerot, 1996). La relación con el saber involucra un conjunto de intercambios que el sujeto erige con un contenido de pensamiento, ya sea éste una actividad, un cuerpo teórico, una materia cultural, una persona, una situación o una obligación ligadas de alguna manera al aprendizaje. La relación con el saber es, por tanto, una relación con el lenguaje y con el propio accionar en el mundo como sujeto más o menos capaz de aprehender un objeto en un momento dado.
Resulta indispensable recordar que al hablar de “relaciones al saber” no hablamos de mapas de contenidos ni de planes de aprendizaje. Las distribuciones de objetos son, esencialmente, excusas para habilitar en el sujeto una posición intelectual de “querer saber”: estudiar, dialogar, discutir, preguntar, ensayar, contrastar, acercarse a una verdad siempre huidiza. Lo que uno vuelve disponible es una excusa para que el otro piense (Alliaud & Antelo, 2011). La faena del profesor es despertar en el otro la voluntad suficiente para empujar su inteligencia a establecer una relación con el saber.
Por esta razón, para que el sujeto no edifique una inhibición —por ejemplo— con el pensamiento literario, el docente se esfuerza por transmitir sus propias modalidades de relación con la literatura bajo la forma de su propio interés por ese territorio del saber más que bajo la forma del contenido. Y además el docente lo hace dejando libre al otro para que busque, para que escoja, su propia manera de vincularse con dicho territorio y su propio modo de aprehender el saber.
No es suficiente con poner a disposición un objeto cultural para que el otro se apropie de él, se requiere que el artefacto sea “altamente significativo” para aquel que lo ofrece, y, que tenga inscrito en sí mismo un gran valor social (Charlot, 1997). Ambos estados contribuyen a que el cuerpo teórico ofrecido resulte significativo para el destinatario, es decir, para que el receptor tenga la opción de darle un sentido subjetivo y singular.
Aquello que un profesor da “a ver”, da “a saber”, es mucho más que un contenido de aprendizaje. Es la confianza y el reconocimiento de la capacidad de pensar y aprender del estudiante (con quien se desea compartir lo conocido y lo ignorado) lo que tendrá que ser indagado y encontrado. Por así decir, sostener la oferta educativa solamente tendrá sentido si se halla contagiada por la pasión de quien se encarga de ponerla a disposición. Lo que despierta el interés y el deseo de saber es la carga simbólica con la que el profesor dota aquello que quiere transmitir –aunque aquello que quiera transmitir sea algo “no-sabido-aún” por el docente mismo–.
Entonces, ¿qué significa que el oficio de educar se apuntala en relaciones transferenciales? El acto de enseñar supone un docente capaz de adelantarse al tiempo porvenir del estudiante, brindar un significado que el recién llegado sólo podrá verificar más adelante, siempre después, más tarde (Recalcati, 2016). Es la aceptación de la ley otorgada al lugar del docente lo que autoriza al mismo a presentar materias culturales en los que el estudiante debe colocar su confianza sin poder confirmarla. Esta autoridad únicamente podrá concederse por el estudiante si éste decide confiar en su profesor y en el saber que simboliza.
La crisis del deseo de aprender que observamos en las instituciones educativas tiene que ver, por un lado, con la pérdida de legitimidad de esa “promesa” anticipatoria de la asignación docente, y por otro lado, con un conflicto en la percepción de la “tradición”. Y no obstante, es la tradición la que amerita la entrega a los recién llegados de los códigos, los gestos y los sentidos de un futuro todavía por-venir, según Jacques Derrida (1998), una memoria desde la que conservar y recrear una política de la justicia.
Dar testimonio de esta memoria colectiva quiere decir darle al sujeto un pasaporte que funciona como reconocimiento y decirle “eres bienvenido, aquí tienes un lugar”. Educar oficia como habilitación al ingreso del recién llegado y la posibilidad de interpretar el arché, ese fondo de historia, de cultura, con las cosas más radiantes y con las más siniestras (Garcés, 2017). Gesto de transmisión que opera a modo de oportunidad para el otro, sin ubicarlo en el compromiso de la deuda, y que autoriza un trabajo de inauguración conjunta de nuevas miradas, de nuevos lenguajes, de la posibilidad de renovar el mundo común (Arendt, 2016).
Es el gesto de “tender la mano” el que hace institución: no dejar que el otro caiga cuando tropiece, tomarse de la mano no para retenerlo o para decir “te voy a llevar donde yo quiero que vayas”, sino para no dejar al otro solo y para decirle “te invito a caminar, quizás tenga algo para compartir contigo, no sabemos de qué se trata, es algo que tú descubrirás siempre más tarde” (Kaplan & Sanmartín, 2017). Y además, luego, este gesto tiene que transformarse también simbólicamente en una despedida y en una conclusión: “has crecido y madurado, tienes un lugar en el mundo y tienes un tiempo que vivir”.
La moderna crisis de la relación con el saber se debe, por otra parte, a la disolución de la asimetría intergeneracional. Una diferencia que no conlleva desigualdad, pero que garantiza el mantenimiento del gesto de transmisión entre los antiguos y los nuevos. Eugène Enriquez (2015) considera que el capitalismo cognitivo, el pragmatismo que ha colonizado el saber, la ambición de un modelo único y la desvalorización que han sufrido muchas epistemologías en manos de ciertas administraciones, son expresiones que dan cuenta de una “pulsión de muerte” desenlazada de una promesa confiable donde sublimarse –esto es, donde transformarse en un interés por algo de lo común–. La sociedad del conocimiento resulta ser, paradójicamente, una sociedad en la que el deseo de saber no tiene lugar.
Si la puerta hacia el conocimiento es el reconocimiento, dice Paul Ricoeur (2013), estamos ante una crisis política que no conseguirá resolverse con modernos diseños curriculares ni con capacitaciones en innovadores métodos didácticos. La relación con el saber se hallará clausurada en la medida en que no esté precedida y alentada por un gesto pedagógico cuya legitimidad haya sido reconocida social y culturalmente. Consiste en un doble reconocimiento: el de la “autoridad” pedagógica del docente y el del otro como “semejante”, gestos que pueden vehiculizar formas de relación que ayuden a la emancipación.
Emancipación entendida como la inauguración de ocasiones donde los sujetos puedan oponerse, subvertir, divergir respecto de un futuro programado por su nacimiento. ¿Cómo saber ignorar los saberes que, arbitrariamente, clasifican vidas y asignan destinos? ¿De qué modo ese saber puede hacerse consciente y tornarse eficaz? ¿Cuál sería una formación inicial de docentes que propiciara aprender saberes significativos y reiterara en desaprender saberes desubjetivantes?
Si hablamos de formación pedagógica, sería apropiado definir el concepto de pedagogía desde la que situamos nuestro trabajo. La pedagogía estudia los modos en que acompañamos al recién llegado al mundo en su filiación simbólica, enlazándolo e inscribiéndolo como heredero en una cultura. Tomando aquí la concepción freudiana de cultura (Freud, 2010): el conjunto de saberes, el poder hacer y las normas necesarias para vivir con otros en un mundo común. Porque cuando la cría sapiens nace, las filiaciones de sangre son insuficientes para hacer humanidad.
Educar consiste en repartir, compartir, unos legados comunes e invitar a unos nuevos a interpretarlos, resignificarlos y desarrollarlos. Se trata de una donación sin condiciones que no espera reciprocidad alguna; donación de una gramática, de un espacio y de un tiempo que habilitan la oportunidad de interrumpir la prescripción del destino de un sujeto (Ricoeur, 2010).
El encargo docente es, en parte, crear condiciones para que el sujeto pueda ligarse con los otros y encontrar diversidad de materia prima identitaria con la que construir su propia identidad. Y en parte, otorgar a la pulsión epistemofílica un “objeto transicional” (Winnicott, 2008) para que su destino no sea la fatalidad, sino el deseo de saber y las relaciones de alteridad. En este sentido, la actividad pedagógica no puede resolverse en un mero desempeño técnico, requiere de un trabajo de elaboración subjetiva. Por eso la posición fundante del educador es la generosidad mediante la que vuelve disponible el capital cultural a todos por igual, a cualquiera, sea quien sea, sin actualizar una clasificación de las vidas.
Se trata del gesto de sustentar una oferta de materialidades y cuerpos teóricos fuertemente erotizados para que aparezca, en los otros, una demanda. Nos importa resaltar la idea de que en educación es la oferta –del profesor– la que crea la demanda –del estudiante–. Se trata de disponer la continuidad de la propia presencia, postulando la igualdad de las inteligencias como principio y nunca como objetivo a conseguir (Rancière, 2010). Esta premisa tiene el poder de desbloquear porvenires distintos a los otorgados por el contexto de origen.
Según Fernand Deligny (2009), educador es aquel que inventa circunstancias para que los sujetos encuentren un espacio donde erigir iniciativas, intentos y apuestas no determinadas, a priori sin fin ni finalidad. Erigir un espacio respirable donde algo de la pulsión se vuelva administrable como deseo de saber. Por consiguiente, los saberes sí tienen que preparar para algo: para que el docente indague cómo su presencia, sosteniéndose en una cierta posición, haciendo disponibles unas materialidades, permita a unos sujetos hallar el sentido de estar ahí compartiendo un lugar y un tiempo.
Un docente es aquel que debe desaprender el saber que compendia etiquetas, clasificaciones y especulaciones sobre la vida de los otros (Biesta, 2017). A menudo escuchamos a docentes decir de un sujeto que “no puede” aprender porque procede de un contexto particular, porque su familia tiene unas características específicas, porque sus capacidades son distintas, porque sus actitudes están limitadas; en definitiva, porque su destino ya está escrito. Se trata de un saber que se inserta entre el docente y el estudiante obstaculizando toda posibilidad de relación. La definición que hacemos de un sujeto lo vuelve invisible a nuestra mirada obturada por categorías diagnósticas. El saber diagnóstico condiciona los modos de aproximarnos al otro, el modo en que lo vemos, en que lo pensamos, las formas en que respondemos de él.
¿Cómo ignorar estos saberes que consolidan la predicción de un pronóstico de fatalidad? El trabajo educativo consiste —ya lo hemos dicho— en ofrecer al recién llegado la ocasión de que su porvenir no esté prescrito total y únicamente por su lugar de pertenencia. El educador será quien porta el encargo de que ninguna tematización sobrevenga en sentencia definitiva. Todo otro tiene derecho a ser reconocido en su estatuto de sujeto, a que sus oportunidades no estén delimitadas por una explicación desubjetivante, a que su futuro no esté censurado por una óptica alienada. Porque cuando uno pierde el estatuto de sujeto, pasa a ser “nadie”, pasa a ser “nada”, y por tanto, se le puede maltratar, se le puede menospreciar, se le puede anonadar.
El concepto de profesor necesita, quizás, que repertoriemos una serie de saberes –tareas, actitudes– que hasta ahora no se sabían o, quizás, no querían saberse. Oímos a algunos decir que se formaron para ser docentes “y no psicólogos, y no asistentes sociales, y no enfermeros, y no cuidadores, y no padres”. Sin embargo, quien ejerce el oficio de la pedagogía se halla ante unos otros que necesitan que actuemos: que nos ocupemos de que coman, que les saquemos los piojos, que les curemos una herida, que les limpiemos los mocos, que les lavemos después de ir al baño, que negociemos con sus familias, que conversemos con ellos, que les demos más tiempo del previsto, que los saquemos de las calles, o de ciertos grupos, o de ciertas prácticas. Que estas actividades no están “dentro de su perfil, de sus competencias, de sus disciplinas”, ni mucho menos “de sus conocimientos”.
Lo propio de la pedagogía no es trabajar sobre el inconsciente –pues esto le corresponde al psicoanálisis–, pero la pedagogía sí que exige al docente un trabajo “sobre su inconsciente”. Porque muchos continuamos siendo rehenes del niño que fuimos, un niño que fue, a su vez, alguien que surgió de una relación entre adultos que fueron rehenes del niño que fueron en relación con otros adultos. Por consiguiente, las cualidades del intercambio entre estudiante, docente y saber dependen en alta medida de lo que el docente es “inconscientemente” (Mauco, 1993) y de su grado de madurez afectiva. Sucede que el profesor se encuentra frente a dos sujetos: el estudiante que está delante suyo y el niño inhibido de su propio mundo interno. Constantemente, el profesor que carece de cierta madurez tratará al alumno –sin darse cuenta de ello– como él mismo fue tratado en su infancia o juventud reprimidas. Cada día vemos que los estudiantes no dejan de invocar las configuraciones arcaicas que el docente tiene en su inconsciente: sus necesidades incumplidas, sus temores pretéritos, sus inseguridades y anhelos más antiguos.
El “saber sobre sí” que ayuda al docente a tramitar algo de sus propios malestares, ayuda a su vez a experimentar y elaborar los malestares de sus estudiantes. Ante las proyecciones transferenciales de sus estudiantes, el docente limita sus reacciones personales provenientes de su primitiva programación psíquica. Todo estudiante es un símbolo que provoca resonancias afectivas en las zonas no-sabidas de un docente. La fragilidad del alumno puede atraer el goce sádico del profesor; su apatía y aparente desinterés pude suscitar la dominación o el autoritarismo; su demanda de cuidados y de hospitalidad pueden llamar a la impaciencia; su dificultad para controlar sus pulsiones puede despertar el abandono docente.
Todas estas inversiones de energía psíquica explican que la infancia no es sólo el territorio de los pequeños, es el modo en que los pequeños internalizamos nuestras relaciones con los grandes, y es el modo en que se ha dado en llamar “el núcleo vivo de lo infantil en el adulto” (Guignard, 2013). Aquello que seguirá todo el tiempo, hasta que cerremos definitivamente los ojos, tratando de encontrar unas maneras de comprendernos a nosotros mismos, unas palabras para decir aquello que es indecible, unos esfuerzos por conocer lo que es incognoscible.
Por eso la infancia no concluye, afortunadamente, siempre hay la posibilidad de un trabajo de elaboración del sentido que requiere de un Otro, alguien capaz de sostener simbólicamente nuestra vulnerabilidad.
Para convertirse en ese Otro capaz de sostener la vulnerabilidad de quienes acompaña, el docente está llamado a realizar un trabajo de elaboración sobre su propio mundo interno. Con el objetivo de evitar que sus propias representaciones, sus fantasmas inconscientes, sus fracasos no tramitados, sus asuntos inconclusos, caigan sobre el estudiante como una sombra que entierra y enmudece toda incómoda alteridad. ¿Cómo repensar las formas de percepción para ver en el otro la novedad, la opción de un nuevo comienzo, y no sólo las confusiones desordenadas del propio aparato cognitivo? Estaríamos hablando aquí de un no-saber que debe “saberse”,
Por consiguiente, hay un saber que no debe ignorarse: el saber de los docentes sobre sí mismos (Frigerio & Diker, 2006). En el encuentro con una infancia o un joven, ¿qué se afecta, se inquieta y se desplaza en el propio mundo interno? Se trata de un trabajo de comprensión de los elementos psíquicos que a menudo ubican al docente en posiciones que impiden la toma de responsabilidad pedagógica en las relaciones con los otros: posiciones victimistas, quejumbrosas, culpabilizantes, persecutorias, dependientes, etc.
Ya nos decía Nietzsche (2015) que somos el fruto de generaciones anteriores, de sus extravíos, de sus pasiones, de sus errores, incluso de sus crímenes. No es posible cortar totalmente la cadena; podemos condenar sus extravíos pero somos sus herederos. La pregunta que se suscita es: ¿Qué hace el sujeto con el azar que le tocó, que no eligió, pero que debe conquistar para posicionarse como heredero? Cuando venimos después y los que nos anteceden dejaron sin trabajar los traumas de su existencia, sobre los recién llegados se desliza una exigencia de elaboración desmesurada (Viñar, 2014). “No deseo recibir esta deuda”, dicen algunos niños y jóvenes, “haré de esta herencia otra cosa”. Tal vez emerja aquí la demanda al docente (lo reiteramos) de formarse en un saber de sí: un saber sobre los propios saberes y no-saberes que, sin percatarse de ello, puede acabar traspasando a los nuevos.
El saber sobre uno mismo faculta al docente para el acompañamiento de la labor interpretativa acerca de la incógnita en la que se proyectan los jóvenes alumnos: ¿Por qué el docente está ahí, dirigiéndose hacia mí? ¿Qué motivos lo empujan a ejercer este oficio, es el amor o es el salario? ¿Enseña de manera mecánica o su presencia aloja un deseo? El otro quiere saber si le importa de verdad al docente, si significa algo para él o si el docente siente indiferencia por su vida (Meirieu, 2019). El imaginario simbólico que se estructura a partir de estos no-saberes, de estas ignorancias, tiene consecuencias reales en el vínculo que se conforma entre el docente, los estudiantes y la distribución de saberes.
En este entretejido de relaciones, resulta decisivo si un sujeto se responde que el otro lo acompaña sólo porque recibe un dinero a cambio, o si la respuesta nombra la experiencia de “significar algo” para el otro. Por así decir, que el docente “cuenta con” el estudiante, que el estudiante confía en que “tiene un lugar” para el docente, que el docente lo reconoce como semejante.
A propósito, existe otro no-saber que hay que saber que nos interesa recordar. Cuando los estudiantes consideran que alguien merece la designación de “profesor” éste se convierte en objeto de transferencia (Filloux, 2001): los estudiantes le atribuyen una serie de saberes y de características que ellos estiman que su docente dispone. El estudiante “supone” en el profesor un conocimiento y unas propiedades que no corresponden e incluso exceden la realidad. Este saber imaginado y proyectado en el docente es, de forma paradójica, un saber que tiene la fuerza de afectar y conmover aspectos variados de los diferentes itinerarios vitales de los estudiantes. No es un conocimiento sistematizable, sino un saber que convoca a los jóvenes a elaborar parte de los enigmas subjetivos de su mundo interno. El “supuesto saber”(Lacan, 1997) del docente parece instalar una conversación, a menudo no explicitada, con las narraciones identitarias y los lenguajes de la intimidad de los estudiantes. Éstos proyectan sobre su profesor sus propias historias, sus escenas no resueltas, sus deseos de saber, sus preguntas y sus curiosidades de tal manera que este supuesto saber permite a los muchachos repensar sobre su vida y a menudo recrearla. Lo sustancial no es la autenticidad de dicho supuesto saber ni de la posición en que está ubicado el profesor, lo valioso es la efectividad que los atributos y cualidades transferidos al docente tienen sobre el pensamiento y los modos de vivir de los estudiantes. Efectividad simbólica que se prueba cuando la presencia y la palabra del docente induce al pensamiento, convida al diálogo, motoriza a investigar.
El territorio pedagógico se instituye cuando un profesor representa para unos estudiantes la “función de saber”, afirma Claude Rabant (2008): hay pedagogía en cuanto existe alguien que acepta mantener la suposición de que él simboliza el saber. En este sentido, lo que debería decidir y clarificar un profesor son las modalidades en que hará intervenir su función de saber para activar el deseo de los estudiantes. La eficacia de la pedagogía de un docente procede menos de los conocimientos que posee que de la representación del saber que se le supone y de cómo ejercita tal función. La experiencia educativa se produce allí donde el deseo del docente se enlaza con el deseo del estudiante. Con esta ligadura, en suma, el deseo asigna a uno y a otro diferentes posiciones respecto a las relaciones con el saber. Los requisitos para que aparezca el escenario pedagógico son: (a) el saber que el estudiante desea y que le supone al docente (la positio studis) y (b) las maneras en que el docente hace intervenir el saber para sostener dicho deseo en el estudiante.
La disponibilidad sensible del docente y la constitución de vínculos afectivos dan al estudiante el sentimiento de que tiene las mismas posibilidades de acceder al saber que el docente. El estudiante se identifica con su profesor a través del lenguaje que permite que el primero se ligue al saber del segundo. Esta identificación inviste de deseo las tareas escolares y motoriza la actividad de la inteligencia. El estudiante pasa a estar animado hacia el aprendizaje. Con el objetivo de que funcionen como un “rito de iniciación” para la entrada en el campo del saber, importa que los quehaceres escolares refuercen la identificación con el docente y estén totalmente desprovistos del ejercicio de la dominación en el que algunos caen cuando se aprovechan de los beneficios de su autoridad.
Llegados a este punto, desde luego, constatamos que emergen gran variedad de incógnitas del fondo indiferenciado de lo “sabido no-pensado”.
Desde esta perspectiva, afirmamos que el oficio de profesor requiere saber-saber unos saberes y, también, saber-omitir o “prescindir de” otros saberes. Como los ya comentados saberes anticipatorios que obliteran la posibilidad de un porvenir desconocido y perpetúan la reproducción catastrófica del origen. ¿Cómo desaprender unos saberes que han sido enseñados en la misma formación inicial docente? ¿Cómo suspender unos saberes que, cuando no son puestos en discusión, suprimen el encuentro con el otro?
Se trataría entonces de tener una cierta disposición a desalojar, a olvidar, los saberes que despojan la presencia del otro de todo enigma. Hablamos de un saber “a ignorar”, el saber que identifica a ciertos sujetos con la incapacidad de construir relaciones con el saber. Deshacerse de los etiquetajes normalizadores que castran la incertidumbre de un futuro bajo el diagnóstico de “necesidades educativas especiales” o de las denominadas “dificultades de aprendizaje”.
Es un hecho, lo observamos cotidianamente, que existen gran número de coyunturas y contextos que dificultan la disponibilidad de muchos sujetos para acceder a los saberes. A veces la familia –o quienes por ella están– decanta espacios de secretos, de endogamia y de incesto psíquico, que acaban traspasando al sujeto una cierta prohibición de saber. Constatamos que en las instituciones educativas muchos niños y jóvenes llegan habiendo padecido “desublimaciones represivas” de su deseo de saber (Zizek, 2017). Niños y jóvenes que entran a escuelas, colegios o universidades con su curiosidad y la confianza en su poder para pensar inhibidas.
Este recorte nos recuerda que la función docente consiste en deconstruir los dispositivos que generan desigualdades o que definen las diferencias desde sus carencias respecto a una arquetipo de clivaje. ¿Cuál sería una pedagogía que registre aquello que “sí hay” en lo que existe, en vez de centrarse en aquello que falta? ¿Qué pedagogía sería capaz de interceptar el cumplimiento de los mandatos familiares y de los guiones que fueron estipulados socialmente?
Necesitamos una pedagogía que reconozca la alteridad radical en lo enigmático de la infancia y la juventud, una pedagogía que albergue en su proyecto el no-saber acerca de lo que puede hacer un sujeto (Skliar, 2017). Podría decirse que los obstáculos en el acceso al saber no se hallan en los sujetos sino en los docentes encapsulados en las representaciones de un saber sentenciador. Un saber que adjudica una explicación sobre quién es el otro y sobre qué podrá ser es un saber que coloca al sujeto en el lugar de los desafiliados del tronco común, de los desheredados. Aquellos que no tienen derecho a recibir la herencia de la cultura y a introducirse en una tradición con la cual conjurar su estigma de origen tornando su profecía en un futuro imprevisible.
En síntesis, la tarea del educador consiste en habilitar múltiples medios y ocasiones para que un sujeto –cualquier sujeto– pueda filiarse en un mundo común marcado por la pluralidad. Mientras que el desafío de la formación docente sigue siendo contribuir en el desaprendizaje de los saberes sentenciadores que generan un reparto desigual de los modos de vinculación con los saberes.
El lugar docente se funda sobre los hilos de un tejido hecho de encuentros con el mundo y los saberes que sabemos e ignoramos sobre él. Un tejido que nos sostiene junto a otros a quienes acompañamos y quienes solicitan de nosotros la elaboración de un saber sobre el oficio no recogido por la disciplina, ausente en los planes formativos y que desborda toda estrategia tecno-metodológica. Se trata del saber olvidar, el saber desatarse: la acción consciente de desoír los llamados saberes de etiquetaje que, a través de la mirada docente, obstaculizan las relaciones del sujeto con los saberes. Saberes condenatorios que enmascaran al otro y lo introducen en la realización de un futuro predeterminado. Se trata de saber desaprender estos saberes que nos dan al otro como una imagen compuesta por representaciones de nuestras propias ausencias.
También nos concierne saber un saber acerca de los efectos de nuestra propia posición subjetiva y de las palabras que habitamos; saber que la mirada que incorporamos produce unas alteraciones en la textura relacional que se configura entre los estudiantes y los conocimientos. Aquello que partimos, repartimos, impartimos y compartimos no sólo hace hablar al mundo sino muestra quienes somos y, además, ofrece material narrativo para los desplazamientos afectivos de los otros y para la escritura del relato de su propia identidad.
El trabajo reside en el abandono de ciertos saberes que clausuran posibilidades para que el estudiante inaugure encuentros inéditos con el saber. Importa subrayar que la pregunta por el saber comprende, más acá de la enseñanza, la persistencia en el desalojo de ciertos regímenes de percepción que reproducen desigualdades en las oportunidades de entrada a una memoria cultural. El lugar docente se inscribe en la acción arendtiana de volver disponibles unos legados y de encender el deseo que moviliza al sujeto hacia la vinculación con la herencia. En este sentido, educar consiste en ofertar saberes mundanos investidos eróticamente y comunizarlos en un tiempo y un espacio públicos para que nadie sea designado como desheredado del tronco común.
Las retóricas instrumentales dictan saberes sobre los alumnos y saberes procedimentales, pero hay un ineludible saber del docente sobre sí mismo que puede sustraerlo de sus habituados modos de interpretación. Nos referimos al pensamiento filosófico que lleva a cabo una práctica crítica de cuestionamiento del saber sobre uno, del saber sobre los otros y del saber sobre el mundo. La vuelta reflexiva de la interrogación permite revisar los efectos y las conmociones concretas que acontecen en los intercambios entre docentes, estudiantes y conocimientos.
En pedagogía se trata de obtener el consentimiento del otro. El otro necesita que el docente confíe en él y el docente que aquel confíe en este. Para que ese consentimiento se dé, alguna cosa tiene que ser ofrecida, el docente no puede esperar que el otro consienta en que le sea dado un vacío. Por eso educar es el gesto de transmitir tanto el saber que uno tiene como el que no tiene. Educar es el juego que consiste en poder representar –en hacer presente– lo ausente. Y en investir unas orientaciones para estructurar un esfuerzo y una atención sostenidas de traducción e intercambio en torno a una lección.
Es la posibilidad de intentarlo lo que hace iguales a los estudiantes, no los conocimientos adquiridos al final de un proceso. Bien al contrario, éstos últimos generan desigualdad y asignación discriminada de emplazamientos en la esfera social. Aquello que hace que el sujeto piense es la apuesta incondicional de que “sí puede hacerlo”, porque “todos pueden saber”. Sólo es cuestión de hacer, de probar, de repetir, de prestar atención, de decir lo que uno ve, de decir lo que uno piensa y de darse el tiempo necesario para ello.
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