RESUMEN:
El presente trabajo se propone presentar una de las maneras en que la identidad profesional docente se expresa. A partir de las líneas de investigación propuestas por el GIEEC (Grupo de Investigación en Educación y Estudios Culturales, radicado en el CIMEd1), en el marco de una investigación que se proponía indagar en la configuración de la identidad profesional docente se realizaron lo largo de un año entrevistas biográficos narrativas a docentes formadores de futuros profesores que se desempeñan en la Facultad de Humanidades de la UNMdP. A lo largo de todas las entrevistas los protagonistas evidenciaron la necesidad de recurrir a la metáfora como recurso que les permitiera expresar ese ser/devenir docente formador. Los campos semánticos convergen y se entrelazan en tres nudos centrales: la docencia como viaje, la docencia como un juego y la docencia como performance y sensibilidad artística. Presentamos a continuación algunos aspectos que hacen a dicha investigación y la manera en que la metáfora emerge como parte esencial de esa trama identitaria.
PALABRAS CLAVE: indagación narrativa; identidad profesional docente; metáforas
ABSTRACT:
The purpose of this article is to present one of the ways in which teachers' professional identity is expressed. Stemming from research proposed by GIEEC (Grupo de Investigación en Educación y Estudios Culturales, part of CIMEd ), these findings are part of a project which purpose was to explore teacher's professional identity. The field work for the Project took a year and was composed of narrative interviews to teachers in charge of future teacher's education courses working at School of Humanities belonging to UNMDP. Those encounters uncovered the interviewees need to resort to metaphors as a resource to convey their being/becoming teachers' educators. The semantics fields present in the narratives meet and weave the identity fabric in three key knots: teaching as a journey, teaching as a game and teaching as an artistic performance. In the following sections, we present some aspects related to the inquiry and the way in which metaphors arise as an essential part of that teachers' identity fabric.
KEYWORDS: narrative inquiry; teachers' professional identity; metaphors
Explorar las identidades docentes de quienes se dedican, a su vez, a formar futuros profesores es una tarea ardua y compleja. El proceso de narrar(se) excede la literalidad que brinda el lenguaje descriptivo. La experiencia de devenir docentes formadores es así difícil de abordar y hace necesario apropiarse de campos semánticos que provean la densidad necesaria a esos relatos. El presente artículo recoge parte de los hallazgos fruto de la investigación llevada a cabo en el marco de una tesis del programa de Doctorado en Humanidades y Artes de la UNR, cuya área de indagación fue la Facultad de Humanidades de la UNMDP. El abordaje tiene un carácter hermenéutico cualitativo centrado en la indagación narrativa. En el transcurso del trabajo de campo, que incluyó entrevistas en profundidad, grupos focales y encuentros virtuales con los docentes del ciclo de formación profesional de los profesorados de dicha facultad, surgen en el discurso de los participantes innumerable metáforas como manera otra de expresar parte de esa identidad en la que se pretendía indagar. Es ese el foco de este trabajo que explora las maneras metafóricas en las que los docentes formadores de docentes revelan diversos aspectos de su identidad profesional docente.
La cuestión identitaria plantea un desafío para quien pretenda abordarla dada la centralidad que adquiere el debate en torno a su cuestionamiento, cuestionamiento que, para Arfuch, abre al replanteo de universales teóricos y a los relatos legitimadores de la ciencia. De acuerdo a la autora, la valorización de las voces plurales, de las subalternidades y la “otredad”, si bien podrían considerarse una “democratización” de los saberes, platean a su vez el riesgo de la atomización de lo social, de la disolución de la idea de comunidad. Este binarismo posiciona en un lugar de privilegio los planteos en torno a la identidad/identidades (Arfuch, 2005, p. 22-23). La necesidad de enmarcar teóricamente a la identidad supone así, posicionarnos en paradigmas que atraviesan no sólo a nuestro objeto de análisis, sino a la mirada metodológica y epistemológica que orienten nuestra indagación.
Para aproximarnos a la idea de identidad adherimos al enfoque psico-sociocultural de Bruner quien la concibe como un constructo relacional, individual y colectivo (González, Cavieres, Díaz y Valdebenito, 2005, p. 12). Entendemos con Geertz al hombre inserto en la cultura como un “sistema de signos interpretables” (Geertz, 1992, p.26) que oficia de contexto, y que nos permite describir conductas e instituciones; y a la vez superar al relativismo cultural, en el que la identidad, prisionera del momento, se disuelve en el tiempo y el espacio. Esta mirada nos ubica en las antípodas del evolucionismo cultural que plantea un determinismo histórico que nos convierte en soldados de un ejército al estilo de las novelas de Tolstoi (Geertz, 1992, p.37). El autor aboga por la búsqueda de aquello que nos define en los patrones culturales que, si bien no son constantes en su expresión, sí presentan un carácter distintivo. En este sentido es importante señalar la inquietud sobre el papel delimitador de la cultura, ya que es la cultura la que provee los instrumentos para el desarrollo humano:
…nosotros construimos y reconstruimos continuamente un Yo, según lo requieran las situaciones que encontramos, con la guía de nuestros recuerdos del pasado y de nuestras experiencias y miedos para el futuro (Bruner, 2003, p.93).
Es Rom Harré, en su trilogía “Ways of Being: Social Being, Personal Being and Physical Being”, editados en 1979, 1984 y 1991 respectivamente, quien a partir del desarrollo de una psicología social, personal y corporal enfoca su interés en el rol de las emociones, de las biografías y las narrativas como método para los estudios sociales (Patterson, 2005, pp. 382-383) y quien, de acuerdo a Revilla (2003), propone, “elementos que sujetan a los individuos inevitablemente a su identidad y a sus auto-relatos”: anclajes caracterizados como el “cuerpo”, el “nombre propio”; la “autoconciencia y la memoria” y por último las “demandas de interacción” que aparecen relacionados entre sí en un complejo entramado.
Es precisamente este último anclaje el que nos enfrenta a, según Harré, la idea de que las personas, desde sus diferentes posicionamientos están constantemente implicadas en auto-narrativas. Tanto es así que puede pensarse en un yo narrativo, producto de una colección de historias que se desprenden de la identidad de una persona y que a la vez la constituyen. Si entendemos que la identidad personal es la expresión de la teoría que tenemos sobre nosotros mismos (elaborada social y culturalmente), uno de cuyos anclajes fundamentales se constituyen en los diferentes posicionamientos discursivos, es posible comprender como una persona puede, a partir de la idea de unidad personal, sostener varias y cambiantes representaciones de sí misma. A partir de aquí, Van Lagenhove y Harré insisten en la necesidad de ampliar los estudios que aborden la manera en las personas desarrollan descripciones retóricas de sus vidas (2016, pp. 80-91).
Nos aproximamos así a una piedra de toque de nuestra indagación que entrama lo epistemológico y lo metodológico: la centralidad de las narrativas que encuentran una doble vía en la teoría bruneriana. Por una parte, son nuestras propias narraciones las que permiten la construcción de la identidad, una versión de quienes somos. Por otro lado, es la cultura, por medio de las narrativas, quien nos ofrece modelos de quienes podríamos ser, contribuyendo de esta manera a esa configuración (Glandore, 1990, p.15). Este entramado, posible a partir del giro narrativo en las ciencias sociales, se manifiesta en el privilegio que se otorga a una pluralidad de voces otras y del cuestionamiento de la identidad como esencia. De esta manera, la pregunta sobre quién y cómo somos encuentra su respuesta en la historia, la cultura y el lenguaje. La respuesta no describe cómo o quiénes somos, sino cómo somos representados: “…No hay entonces identidad por fuera de la representación, es decir, de la narrativización necesariamente ficcional, del sí mismo, individual o colectivo (Arfuch, 2005, p. 24)”. Es por ello por lo que “no hay comprensión de sí que no esté “mediatizada” por signos, símbolos y textos (Ricoeur, 2000, p.203)”, lo que nos conduce a la afirmación de que el conocimiento de sí mismo es una interpretación que encuentra en la narración una forma de mediación privilegiada, mediación que toma elementos tanto de la historia como de la ficción.
Para Ricoeur hablamos de la identidad como de una historia. Asimilamos la vida a la historia o historias que contamos sobre ella. Coincide con MacIntyre en la idea de una unidad narrativa fundamental recurriendo, en este caso, a narrativas de ficción. Considera que la cuestión identitaria es resultado de la misma narración, ya que es en ella que se construye el carácter de un individuo, la que podríamos llamar, su “identidad narrativa”. Es precisamente en la trama, “como conjunto de combinaciones mediante las cuales los conocimientos se transforman en una historia (Ricoeur, 2000, p. 192)”, donde podemos buscar la mediación entre la permanencia y el cambio. Es así como “la ipseidad logra escapar entonces al dilema de lo Mismo y lo Otro… El sí mismo aparecerá así reconfigurado por el juego reflexivo de la narrativa, y podrá incluir la mutabilidad. La peripecia, el devenir otro/a, sin perder de vista sin embargo la cohesión de una vida (Arfuch, 2005, p.27)”. Contar nuestra propia historia no es, según Arfuch, meramente referirnos a una huella en nuestra memoria, sino constituir nuestra propia identidad en un presente que busca sentido en el pasado (Arfuch, 2005, p. 27).
Frente al análisis de las narrativas como procesos de subjetivación, Arfuch nos lleva a reflexionar sobre el valor que detentan, relativizando la relevancia del “contenido” para hacer énfasis en las estrategias de auto representación que evidencian la manera en que se construye el relato sobre sí o sobre el otro. Los modos de nombrar lo que se recuerda o se olvida, lo que se dice, lo que se calla, las marcas enunciativas o retóricas, son las que harán que ese relato sea significante (Arfuch, 2002, p. 60).
Estas estrategias, entre las que se encuentra el discurso figurativo, son de especial relevancia dada su capacidad de nombrar, de decir algo por primera vez, lo que Ricoeur llamará innovación semántica (Pellauer, 2007, p. 66). Entre ellas, la metáfora es una de sus más acabadas expresiones. Para Ricoeur, la metáfora detenta el poder de re-describir la realidad, preserva y extiende la capacidad creativa del lenguaje. Se constituye en un proceso retórico mediante el cual el discurso despliega el poder que ciertas ficciones detentan de describir la realidad en otros términos (Ricoeur, 2003, p.16). En su estudio Metáfora Viva se propone ensamblar la interpretación de la metáfora tanto en términos del discurso, como en términos nominales, señalando que, si bien es cierto que se produce un desplazamiento en el uso ordinario de las palabras, la dinámica de la metáfora surge del encuentro entre lo que se pretende nombrar y la entidad extraña de la cual se desprende la expresión metafórica. De esta manera la metáfora opera sobre la percepción de similitudes, sobre la operación de comparación y tiene el poder de hacer visible un vacío semántico. Su análisis, basado en la poética aristotélica, descarta la posibilidad de considerar a la metáfora como una operación discursiva arbitraria o trivial. La incluye como parte funcional de la mimesis considerada como unidad en la que la elevación mítica, el desplazamiento del lenguaje operado por la metáfora, y la catarsis de sentimientos de temor y piedad actúan conjuntamente (Ricoeur, 2003, p. 57). De esta manera, no se trata sólo de una imagen. La metáfora se tornaría en este sentido un “engrosamiento icónico”, que Pellauer compara a lo que se ha producido en la historia del arte con la invención de las pinturas al óleo. De esta manera, una metáfora viva suspende nuestra manera ordinaria de referirnos a la realidad por un segundo orden que re-describe esa realidad (Pelleuer, 2007, p.75).
Para Lakoff y Johnson (2001), incluso aquellas figuras que han pasado a formar parte de nuestra expresión cotidiana son reflejos de expresiones metafóricas y tienen la capacidad de estructurar nuestras acciones y pensamientos. Esto determina culturalmente a las metáforas, y explica por qué son propias de cada idioma y no pueden entenderse sin un fundamento en la experiencia. Más aún, forman sistemas en cuyos términos comprendemos la experiencia. Para estos autores, nuestro sistema conceptual está estructurado metafóricamente. Incluso las experiencias físicas directas tienen lugar en un contexto cultural, “toda experiencia es cultural hasta los tuétanos… experimentamos nuestro mundo de tal manera que nuestra cultura ya está presente en la experiencia misma (Lakoff y Johnson, 2001, p. 97)”. De allí que postulen que es mediante la metáfora que podemos comprender un dominio de la experiencia en términos de otro. La gran potencia de la metáfora radica en que puede crear realidades. Estas figuras del lenguaje operan cambios en nuestros sistemas conceptuales, alterando de esta manera lo que para nosotros es real, las formas en que aprehendemos el mundo, que son, a su vez, los supuestos sobre la que actuamos. Esta capacidad de mostrar y ocultar al mismo tiempo explica el porqué de la existencia en un mismo sistema conceptual de metáforas inconsistentes para un único concepto: estas inconsistencias son las que nos permiten comprender en profundidad y promocionar el cambio metafórico que nos devele los aspectos que permanecían ocultos (Johnson y Lakoff, 2001, p. 265).
Estas figuras del lenguaje adquieren importancia central al momento de pensar las identidades en clave de narrativa. Si, como señala Arfuch (2002, p.30) siguiendo a Bajtin, el lenguaje que las constituye adquiere su “densidad significante (que) está hecha de siglos de historia y tradición”, las metáforas mediante las cuales vivimos permitirán poner en diálogo la idea de identidad narrativa, con una posible configuración de la identidad docente y establecer la relevancia de la narrativa como objeto de estudio, así como instrumento y metodología de investigación (Connelly y Clandinin, 1990, p. 2)
La cuestión profesional identitaria demanda, sin duda, una aproximación hermenéutica cualitativa que nos propusimos encarar con un diseño abierto a lo emergente (Creswell, 2007) desde las narraciones autobiográficas. Este diseño tenía como objetivo recuperar los relatos de los formadores de docentes de la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Mar del Plata. La investigación cualitativa nos permitió entretejer diferentes voces, perspectivas, puntos de vista, dando lugar a textos dialógicos que habilitan el intercambio entre el lector y el autor superando la concepción del “otro” como objeto de la mirada científica. La reconstrucción de las experiencias que configuran la identidad docente en esas narrativas dio lugar al juego de una doble hermenéutica: la interpretación de quien relata y la del propio investigador (Suarez, 2007). La indagación narrativa se conformó en la perspectiva y el método (Bolívar, en Porta, 2010), y nos permitió recuperar las voces de los formadores de formadores en sus dimensiones sociales, temporales y espaciales (Clandinin, Pushor y Orr, 2007). Esta reconstrucción de la voz del formador de formadores se hace necesaria si consideramos que prácticas docentes y subjetividad son inescindibles, y de allí la necesidad de incorporar estas cuestiones identitarias a la construcción del conocimiento pedagógico (Sverlick, 2007, p. 21).
La investigación se encuadró en el marco del recorrido del grupo GIEEC que avanza desde el año 2003 ampliando sus líneas de indagación desde un primer proyecto centrado en las buenas prácticas docentes, pasando por biografías de profesores memorables (Porta, Aguirre y Bazán, 2017, p.20) hasta indagar en sus pasiones intelectuales y su identidad profesional, proyectándose en su transcurso a nuevas unidades académicas y estudiantes en formación. La piedra angular de esta trayectoria radica en los relatos de vida de los buenos docentes, aquellos que habían sido elegidos por los estudiantes en una encuesta inicial, devenidos objeto de su investigación (De Laurentis, 2014, p.100). Las categorías in vivo (Corbin y Strauss, 2007) surgidas de la indagación llevadas a cabo por el GIEEC retratan a la docencia como un viaje odiseico (Álvarez, Porta y Sarasa, 2010), como un trayecto plagado de luchas, incertidumbres y emociones encontradas, en búsqueda de su destino. Esa búsqueda tiene un carácter apasionado, y esa pasión por la enseñanza, por el saber, en definitiva, por la vida en las aulas, junto con el devenir antes mencionado, marcan la identidad de los docentes entrevistados (Álvarez, Porta y Sarasa, 2010) y se manifiestan en su relación con alumnos y colegas. El extenso trabajo llevado a cabo por el GIEEC de manera colaborativa nos animó a ahondar en esta búsqueda de la identidad docente que se manifiesta en sus propias narraciones.
El ámbito de la investigación lo constituyó la Facultad de Humanidades, donde se dictan una tecnicatura, seis carreras de posgrado y diecisiete carreras de grado, dos de ellas con modalidad a distancia. Entre ellas se encuentran los profesorados: Historia, Letras, Filosofía, Geografía, Sociología, Bibliotecología y Documentación e Inglés. Las carreras dependen de ocho departamentos divididos por criterios disciplinares (mdp.edu.ar/humanidades, 2018). Sin embargo, los profesorados escapan a la lógica de esta organización, compartiendo los espacios disciplinares de estos departamentos junto a los del Ciclo de Formación Docente a cargo de un noveno departamento: el otrora departamento de Pedagogía (OCS 1163/98, 1998), que pasa a llamarse en 2011, en virtud de la aprobación de la Carrera recientemente reabierta, Departamento de Ciencias de la Educación. La población quedó constituida por 31 docentes integrantes de todas las cátedras que componen el ciclo de formación docente, desde las cátedras de inicio hasta las didácticas específicas y prácticas docentes, de los cuales accedieron a participar 29, ya que dos de los cuales no otorgaron el permiso para el uso del material fruto del trabajo de campo.
Dos fueron los instrumentos que se constituyeron en centrales para la emergencia de las narrativas que buscábamos: la entrevista en profundidad y los grupos focales. Las primeras nos permitieron indagar en los aspectos generales del su desarrollo profesional docente; aspectos más puntuales de la biografía profesional; antecedentes familiares y escolarización; experiencia personal y ciclo vital. En este sentido, Brinkmann (2018) sostiene que dada la envergadura que esta herramienta ha alcanzado para la investigación en ciencias sociales en general, y para la indagación narrativa en particular, es necesario desnaturalizarla, asumiendo que entrevistador y entrevistado no son seres desencarnados (2018, p. 998) Esta postura explica la tendencia a derribar las barreras entre el investigador y el investigado, construyendo una sociedad en la elaboración de una entrevista, que se convierte a su vez, en una narrativa (Fontana y Frey, 2015, p. 143).
Los grupos focales, a su vez, fueron pensados en el marco de esta investigación como habilitantes de la emergencia de diversos posicionamientos en un tiempo y lugar diferente, en el que las narrativas se disponen en una “constelación” de relatos. Lejos de buscar domesticar los discursos de los participantes para que se acomoden a una única línea argumental “coherente y auténtica”, las inconsistencias, las ambigüedades y las contradicciones entran en juego para que los partícipes del grupo focal se esfuercen en mostrarse tal cómo quieren que se los perciba, dejándose llevar por lo que surge en el momento (Bamberg, 2005, pp. 222-224). Una vez finalizado el ciclo de entrevistas previstos, y con un guion que emergió de un preanálisis de las mismas, se conformaron tres grupos focales con el objetivo de sumar otra cara al prisma del diseño (Denzin y Lincoln, 2005, pp. 1-22) que iluminaría el análisis de los datos obtenidos en el campo. Se concretaron finalmente los tres grupos focales en los que participaron 15 de los 29 docentes entrevistados, conformando grupos de cinco, cuatro y seis docentes respectivamente. Participaron profesores asociados, adjuntos, jefes de trabajos prácticos y ayudantes graduados que pertenecen al ciclo común y a las didácticas específicas, y que van desde los cuatro años a los más de 20 de antigüedad en la formación de los futuros profesores de la Facultad de Humanidades de la UNMDP. De la potencia de las entrevistas y los intercambios producidos en los grupos orales surgieron innumerables aristas para el análisis. Entre ellas, se destaca el uso del lenguaje metafórico. Para el análisis se procedió a identificar en los textos, producto de la transcripción de las mencionadas entrevistas, las metáforas utilizadas por los docentes. Posteriormente, estas se clasificaron según campos semánticos que se entretejieron en la redacción de un capítulo que recoge los hallazgos que nos proponemos abordar.
Nos proponemos entonces explorar las maneras metafóricas en que estos docentes expresan su identidad. Siguiendo a Lakoff, estas son metáforas por las que vivimos (Lakoff y Johnson, 2001, p. 97), es decir, que atraviesan nuestra vida de tal manera que la definen. Se trata de metáforas vivas (Ricoeur, 2003, p. 29) que de alguna manera operan engrosando (Pellauer, 2007, p. 66) la expresión de esas experiencias que configuran la identidad de los docentes, y que transparentan deseos, disfrutes, decepciones y las profundas convicciones que guían su práctica.
El viaje odiseico, como metáfora de las trayectorias de vida, es un hilo conductor en las narrativas que aparece como un eco de las vidas de docentes otros que habitan las indagaciones llevadas a cabo durante ya más de diez años por el GIEEC (Álvarez, Yedaide, y Porta, 2013; Porta, Álvarez y Yedaide, 2014; Porta y Yedaide, 2014; Sarasa, 2012 y 2018). Las dificultades encontradas y las luchas que nuestros docentes emprenden a lo largo de ese viaje, lejos de tocar una fibra dramática, adquieren un tono lúdico que nos acercan a juegos de estrategia, donde el conflicto se resuelve apelando a diferentes tácticas en algunos casos, a una carrera de obstáculos en otros, para terminar en una gran rayuela que los convoca a jugar. Finalmente, uno de los docentes aportó una metáfora que conjuga la centralidad de la creatividad para el ejercicio de la docencia, la sensibilidad artística que esta demanda y el protagonismo de los sentidos para una práctica encarnada. La plastilina es así la imagen de docentes que diseñan sin dejar de jugar.
Leer entre las líneas de las metáforas que los docentes construyen, aporta texturas y colores diversos a esta trama que dibuja la identidad que buscamos. Lejos de lograr un diseño simétrico, ya desestructurado por las diferentes tensiones que las hebras de las experiencias de vida tejen sobre la urdimbre de los anclajes identitarios, estas metáforas suman complejidad y profundidad a identidades únicas, que sin embargo comparten deseos, anhelos y frustraciones y algunas convicciones acerca de cómo ser un buen docente.
En principio, la exploración de los relatos nos reencuentra con una vieja conocida: la metáfora del viaje odiseico, emergente de la indagación llevada a cabo por el GIEEC (Álvarez, Yedaide, y Porta, 2013; Porta, Álvarez y Yedaide, 2014; Porta y Yedaide, 2014; Sarasa, 2012 y 2018) entre los docentes memorables de la Facultad de Humanidades. El campo semántico del viaje es rico y atraviesa todas las entrevistas en algún punto de la conversación, dando sentido a la concepción de la profesión como un camino a recorrer (Sonia, GF3, 52:40), con idas y vueltas, bifurcaciones y sinuosidades, curvas y contra curvas, por terrenos que ascienden y descienden.
La descripción de este viaje deja emerger el imaginario de las trayectorias profesionales tal como son y de las convicciones que la sostienen, de las ilusiones que las guían y de aquello que los docentes disfrutan y lo que los hace sufrir. Para Carmen las buenas prácticas son el buen camino (E2, p. 12), camino que no es fácil encontrar. Implica pasar por lugares no siempre gratos (Sonia, E1, p. 8; Noemí, E3, p. 3), por los que no se quiere volver a pasar (Sonia, E1, p. 8; Cesar, E26, p. 11); o la ilusión de evitar que sus estudiantes los tengan que transitar (Sonia, E1, p. 3; Noemí, E3, p. 3; David, E15, p. 1). Un camino que por momentos hay que deshacer (Santiago, E20, p. 10) para volver a iniciar.
Este es el caso de Santiago (E20, p. 10), que siente que el camino recorrido durante la formación no es el adecuado, y de ahí la necesidad de desandar o ir para atrás (Atenea, E17, p. 11). A veces, porque la formación disciplinar no ha cruzado a la formación docente (Cesar, E26, p. 7), o porque en ella existen baches (Atenea, E17, p. 4) o huecos (Cósimo, E18, p. 12 y GF2, 49:34). Es por ello, por lo que estos docentes trabajan para cruzarse con otras cátedras y atravesar así toda la educación (Cósimo, E18, p. 16) de los futuros docentes. Sueñan incluso con una formación en dos tiempos (Noemí, E3, p. 2), donde los contenidos puedan revisitarse y los docentes visitar otras cátedras (Noemí, E3, p. 3).
A lo largo del recorrido (Sonia, E1, p. 1; Santiago, E20, p. 9; Pluma, E22, p. 3), nuestros docentes transitan el sistema (Maranguita, E7, p. 3), las escuelas (Momo, E5, p. 4; David, E15, p. 4; Tessa, E25, p. 3; Cesar, E26, p. 5) o la misma facultad (Daniel, E24, p. 8) con mayor o menor dificultad y con distintos ritmos (Noemí, E3, p. 2) según el camino del que se trate. Para algunos el tránsito es vertiginoso (Cósimo, E18, p. 11; Tessa, E25, p. 3), intenso y rápido (Santiago, E20, p. 8) a los palos (Matías, E21, p. 8) en algunos tramos, o con pasos cortos (Maranguita, E7, p. 12), paso a paso (Azul, E11, p. 5), avanzando paulatinamente (Cósimo, E18, p. 8) en otros, hasta llegar a estar “medio parada (Maranguita, E7, p. 4)” aunque jamás del todo, como ocurría con el profesor inmóvil (Santiago, E20, p. 11) de otros tiempos, del que creen estar a años luz (Turca, E10, p. 7) de distancia. Sin embargo, la variedad de trayectos hace que en algún momento se sientan cansados de deambular por instituciones (Magnolia, E27, p. 18), y consideren concentrar su práctica y conseguir así un reposo (Cósimo, E18, p. 16).
El camino no es fácil, por lo cual que hay que estar preparado para atravesarlo (Turca, E10, p. 12; Cósimo, E18, p. 8; Cesar E26, p. 14), para chocarse con contradicciones (Cesar, E26, p. 8; Hormiguita, GF3, 35:54). Es por ello por lo que es preciso encontrar canales (Pluma, E22, p. 9), tender puentes (Noemí, GF3, 1:48:24) que ayuden al tránsito entre la formación disciplinar y la didáctica (Sonia, E1, p. 5); entre la formación secundaria y la superior (Cósimo, E18, p. 7); entre el imaginario de docentes y alumnos (Sófocles, E19, p. 8); entre la formación y el mundo laboral (Maranguita, E7, p. 3). Convertirse en puertas que habiliten el acceso al conocimiento (Atenea, GF3, 1:47:29). Para algunos, este ha sido un camino solitario (Tessa, E25, p. 9; Sonia, GF3, 1:16:28), con tramos en los que nuestros docentes se sienten sapos de otro pozo, o bichos raros. Otros han encontrado compañeros de ruta (Pluma, E22, p. 8; Magnolia, E27, p. 12), que eventualmente se convierten en amigos que atraviesan y acompañan esa trayectoria (Turca, E10, p. 3), y a los que en ocasiones hay que dejarlos tomar las riendas (Monona, E5, p. 8).
En este viaje, se va aprendiendo sobre la marcha (Cósimo, E18, p. 12), y se hacen clics en función del camino (Sófocles, E19, p. 7). El itinerario es variado, y presenta innumerables bifurcaciones que llevan a los docentes por otros derroteros (Patricia, E8, p. 9), en ocasiones y sólo en apariencia, desvinculados de la profesión como el camino del hipismo (Patricia, E8, p. 13). Se trata de un itinerario que ellos mismos van haciendo (Atenea, E17, p. 3) y en el que la docencia es el horizonte (Cósimo, E18, p. 3). Este camino, siempre en construcción, demanda la necesidad de orientarse para poder decidir al momento de encontrarse en encrucijadas (Clarita, E23, p. 14), que los convierten en sapo en Buenos Aires (Sonia, E1, p. 3). Es aquí donde docentes memorables e identidades institucionales se convierten en brújulas que señalan el norte (Atenea, E17, p. 13; Cósimo, E18, p. 6), se convierten en guías (Clarita, E23, p. 7). Esta necesidad de orientación se da de una manera muy subjetiva, como en el caso de Sófocles, quien celebra haber encontrado el camino de la razón (E19, p. 5); o de Tessa, que confiesa que, sin esa guía, en sus comienzos “no me daba cuenta donde estaba (E25, p. 6)”. Esta orientación es difícil de encontrar en el comienzo de la práctica, cuando es usual elegir el camino que no es (Noemí, E3, p. 10), o comenzar a reconocer donde estás parado (Cósimo, E18, p. 11). Sófocles busca la ruta 40 (E19, p. 7), Daniel y su cátedra utilizan un mapa (E24, p. 3) para orientar la asignatura, mientras que Patricia aspira a que después de su retiro, el equipo que la acompaña siga su rumbo (E8, p. 20). Para que ese rumbo sea certero es necesario compartir coordenadas (Magnolia, E27, p. 11) y que los astros se alineen (Hormiguita, E9, p. 2).
La clase en si misma es un viaje para estos docentes, en la que los estudiantes “hacen ver cuál es el camino y por donde tenemos que ir (Matías, GF2, 13:39)”. Para David, es clave la clase inaugural (Litwin, 2004) en la que se presentará contando quién es y de dónde viene (David, E15, p. 6). Agnese confiesa la satisfacción de encontrarse con grupos en los que todo marcha (E14, p. 3), y la frustración de encontrarse con otros más pasivos, en los que no es fácil mover (Atenea, E17, p. 9) a los alumnos. La dificultad está en poner la rueda en movimiento (Hormiguita, E9, p. 17) y comprender que la planificación es sólo el punto de partida (Pluma, E22, p. 6). La clase es un viaje con idas y venidas (Atenea, E17, p. 5), en el que “vamos, volvemos, nos equivocamos (Turca, E10, p. 10)” y en los que hay que planificar descansos (Daniel, E24, p. 11) y, en ocasiones, andar con pie de pluma (Micaela, E13, p. 19) para poder llegar a ese horizonte que es motivar a los desmotivados (David, E15, p. 11).
Estos viajes dentro del gran viaje configuran miradas que no siempre pueden dar cuenta de la trayectoria a un nivel más macro. Para David es necesario alguna vez correrse del aula (E15, p. 7), y variar en los medios de transporte:
Me parece que uno cuando va al aula está en la bici y se come todos los pozos. Cuando está en la gestión tiene que estar en el helicóptero, tiene que mirar desde arriba, entonces capaz que no conoce todos los pozos del camino, pero tiene la posibilidad de mirar un poco más allá de lo que uno puede ver cuando está en la bicicleta (David, E15, p. 7).
Esta necesidad de ampliar la perspectiva se manifiesta en el imperativo de ubicarse (Maranguita, E7, p. 7), de buscarle la vuelta a las relaciones con estudiantes y colegas (Momo, E6, p. 13), al cargo (Turca, E10, p. 12; Atenea, E17, p. 12), a los grupos (Atenea, E17, p. 17), a la investigación que redunde en una mejora en el aula (Monona, E5, p. 4), en definitiva, a la profesión (Tessa, E25, p. 3). Esto se logrará “rastreando, yendo, estando, conociendo… (Maranguita, E7, p. 3)” el territorio, las bifurcaciones, las alturas del terreno que construyen escalones (Patricia, E8, p. 7; Turca, E10, p. 12) que es necesario subir (Hormiguita, E9, p. 16) en el ejercicio profesional. Estos trayectos, a pesar de ser personales, no son sin embargo totalmente autónomos. Por esta razón es que, a nivel institucional, y en particular de los profesorados de la Facultad de Humanidades de la UNMdP, esa orientación se vuelve una demanda para que alguien señale el camino a seguir, que diga “vamos por acá (Maranguita, E7, p. 10)”.
Este viaje no es liviano. Los docentes cargan con un bagaje (Agnese, E14, p. 4; Sófocles, E19, p. 13) que en ocasiones porta herramientas que los definirán, como la mochila de inicial (Momo, E6, p. 11), la tesis pendiente (Atenea, E17, p. 9) o la sombra de entornos familiares de los que hay que despojarse para ser feliz (Cósimo, E18, p. 7). Pueden tratarse de maletines que imponen un rumbo (Momo, E6, p. 4), o determinan prácticas como la valija del deber ser docente (María B., E4, p. 7; Atenea, E17, p. 12); mochilas (David, E15, p. 5) que inician livianas y que el sistema va cargando de responsabilidades (Cesar, E26, p. 8).
Estas dificultades que obstaculizan el tránsito, que implican fuerzas en dirección contraria (María B., E4, p. 5) y a las que hay que sobreponerse para volver a la corriente elegida (Cecilia, E16, p. 19), para sobrevivir en instituciones que hacen agua (Carmen, E2, p. 9), demandan de mucha energía que alimente lo que los mueve (María B., E4, p. 11; Turca, E10, p. 12). Esos motores (Sófocles, E19, p. 8) son, en ocasiones, mentores, grupos o alumnos que empujan (Cósimo, E18, p. 3; Sófocles, E19, p. 8), que acompañan (Tessa, E25, p. 8), o climas de época que arrastran (Agnese, E14, p. 5), el entusiasmo (Magnolia, E27, p. 6), el anhelo de despertar fascinación por el saber (Agnese, E14, p. 3), el impulso que dan los compañeros (María B., E4, p. 4; Turca, E10, p. 3) y hasta la tiza que tira más que la sangre en el caso de Paula (E12, p. 1). Estos motores se vuelven indispensables para evitar lo que más los angustia: estar detenidos (Cósimo, E18, p. 17).
Este viaje nunca llega a destino, los docentes saben dónde arrancan pero no dónde terminan (David, E15, p. 4). La pesadilla es creer haber llegado y estancarse (Sófocles, E19, p. 7; Pluma, E22, p. 8). Lo importante es no parar (Carmen, E2, p. 6; Cósimo, E18, p. 17), no quedarse (Noemí, E3, p. 13), como aquellos colegas que se detienen en el camino (Hormiguita, E9, p. 16). En ocasiones hay que dar un vuelco (María B., E4, p. 4; Atenea, E17, p. 6), anclar en la institución (Noemí, E3, p. 3) o en la práctica (Matías, E21, p. 1) o correrse a un costado, para dejar lugar al que viene con ímpetu (Noemí, E3, p. 13; María B., E4, p. 12), sobre todo cuando el viaje está en su último tramo (Patricia, E8, p. 19). Esta demanda hace que nuestros docentes decidan en ocasiones poner el piloto automático (Magnolia, E27, p. 3) en los caminos paralelos que recorren, ya que no es posible estar en punto muerto (David, E15, p. 8) en la formación docente.
Este viaje tiene sentido en función de los estudiantes, quienes diseñan su propio viaje, sorteando muchas veces el camino señalado, pero encontrando finalmente el sentido a la formación (Noemí, E3, p. 3). El destino de estos estudiantes es la escuela secundaria, arrancan en los listados (Clarita, E23, p. 7) y necesitan un anclaje teórico que los sostenga en el camino del devenir docentes (Matías, E21, p. 1). A ellos hay que llegar desde lo afectivo (Cósimo, E18, p. 9), hay que enseñarles a manejarse (Magnolia, E27, p. 12), hay que conmover para movilizar (Cósimo, E18, p. 10).
Nuestros docentes reconocen trayectorias “sui generis” en función de lo que el camino les va presentando (Magnolia, E27, p. 5), de la vida que los va llevando (María B. E24, p. 2; Patricia, E8, p. 10; Sonia, GF3, 1:05:54) o que los va atravesando (Magnolia, E27, p. 14), en algunos casos; o más prolijas, en función de la disciplina (Magnolia, E27, p. 5). Si bien evitan los caminos tradicionales de las cuarenta horas de docencia (Magnolia, E27, p. 6), encuentran que la idea de alejarse de la escuela secundaria los tensiona (Pluma, E22, p. 11), que es necesario conservar el vínculo con el aula en la que terminan (Clarita, E23, p. 7) sus estudiantes. Los profesores del ciclo de formación docente viajan con la certeza de que el camino es este (Atenea, E17, p.17) y que están rodando (Cósimo, E18, p. 14). Sueñan con reproducir el “caminar de la puerta al escritorio, acomodar las hojas, era ya un ritual, y ya enseñaba…” de aquel profesor memorable que pretenden emular (Daniel, E24, p. 19).
El transcurrir de ese viaje odiseico que la profesión propone, predispone a los docentes del ciclo de formación a una mirada en la que lo que acontece se manifiesta como un juego en el que se está en permanente competencia: con los colegas que forman a los estudiantes desde lo disciplinar por los espacios institucionales, con los estudiantes en busca de su interés y con ellos mismos en busca de mejores prácticas. Encontramos aquí un segundo campo semántico con el que eligen comunicar aspectos de su identidad como formadores. Estas metáforas van desde la virulencia de lo bélico a lo lúdico de un juego de naipes, del TEG a la rayuela.
El ámbito de las instituciones educativas aparece como un campo de batalla en una partida de juego del TEG, donde hay “espacios que se conquistan y espacios que se ceden (Atenea, GF3, 13:28)”. La escuela “es el espacio con el que [los estudiantes] se van a enfrentar (Cecilia, E16, p. 8)” y demanda inteligencia previa. Es por ello por lo que es necesario espiar (Monona, E5, p. 1) antes de la formulación del plan de acción que las prácticas preprofesionales demandan y relevar información de los alumnos en beneficio de la propia institución (Agnese, E14, p. 8). La escuela secundaria fue para algunos de nuestros entrevistados “una cárcel helada, espantosa (Tessa, E25, p. 2)” que los tomó prisioneros y fue necesario sobrevivir para recibirse (Clarita, E23, p. 4). Esto explica la sensación de ahogo y encierro que la idea de dedicarse al aula despertaba en Atenea (E17, pp. 7 y 16) y la sensación de libertad que la vida universitaria despertó en Noemí (E3, p. 8) aunque igualmente hubo que pelearla (Daniel, E24, p. 10).
Cómo toda batalla, cada instancia de encuentro demanda estar al pie del cañón (Cósimo, E18, p. 8) para apoyar a los soldados rasos (Noemí, E3, p. 13) y a los que no saben defenderse (Clarita, E23, p. 8). Los estudiantes, si bien vienen entrenados académicamente (Santiago, E20, p. 3), necesitan del ejercicio de los simulacros (Diego, E26, p. 1) y fogonearse (Monona, E5, p. 3; Paula, E12, p. 2; Maranguita, GF2, 37:35) para que los alumnos no se les amotinen (Magnolia, E27, p. 16). Es necesario actuar con rigurosidad y cautela (Daniel, E24, p. 11), tener plan B (Matías, E 21, p. 15; Daniel, E24, p. 5) y defender la creatividad puesta en juego con autoridad pedagógica (Magnolia, E27, p. 15). El aula es el frente (Magnolia, E27, p. 11) y hay que ayudar a los estudiantes a pararse del lado del pizarrón (Cósimo, E18, p. 10; Clarita, E23, p. 2), a no boicotearse (Sófocles, E19, p. 13), a desestructurar las aulas (Paula, E12, p. 4) para responder a estudiantes que los apuran (María B., E4, p. 12).
Las trayectorias de estos docentes se traducen en una serie de batallas (Sonia, GF3, 52;20) en las que se buscaron refugio (Daniel, E24, p. 10; Hormiguita, GF3, 1:07:31), hubo lugares de huida (Magnolia, E27, p. 14) y de protección (María B., E4, p. 4, Maranguita, E7, p. 2; Agnese, E14, p. 5; Atenea, E17, p. 8) y en las que reciben agresiones que se transforman en eventuales combates con quienes no comparten la centralidad de la labor educativa (Monona, GF1, 55:10). En ocasiones se recogió el guante de lo que pasaba en el aula (Magnolia, E27, p. 6), y frente a la realidad de una escuela devastada (Pluma, E22, p. 7), se optó por generar espacios de formación personales y otros abiertos a la comunidad docente. En esas aulas, casi como norma, hacen uso de caballitos de batalla (Atenea, E17, p. 11; Daniel, E24, p. 11), y sueñan con revoluciones (Paula, E12, p. 7; Daniel, E24, p. 15) que los convierten en militantes del aula (Paula, GF3, 1:39:31).
En este juego de estrategia que representa la formación de futuros profesores, los docentes del ciclo confrontan con dos jugadores centrales. Por un lado, colegas que ocupan espacios en la formación de cada una de las disciplinas. Por otro, los estudiantes, jugadores con los que las relaciones que se establecen varían entre la colaboración y la competencia, dependiendo de la estrategia y los espacios elegidos para la conquista. No es necesario patear el tablero (Maranguita, GF2, 16:00) para encontrar espacios para las transformaciones, sino saber jugar las reglas del juego (Maranguita, GF2, 16:07).
En ocasiones el objetivo son los estudiantes mismos, a los que hay que dar batalla (María B., E4, p. 12; Sonia, GF3, 17:50), que oponen resistencia (Paula, GF3, 17:45). Como en una batalla naval, hay que saber por dónde abordarlos (Micaela, E13, p. 18), por dónde entrar (Agnese, E14, p. 3) para vencer esa resistencia (Agnese, E14, p. 3; Cecilia, E16, p. 17; Paula, GF3, 17:48) que en ocasiones oponen a la construcción de la relación pedagógica. Cecilia recuerda como efectivo el seguimiento cuerpo a cuerpo (E16, p. 11; Clarita, E23, p. 2; Monona, GF1, 1:06:11), María B. propone un cimbronazo (E4, p. 1), un sacudón (GF1, 7:21; Patricia, GF1, 10:44) y en todo caso es inevitable poner el cuerpo en el aula (Paula, E12, p. 5; Cósimo, E18, p. 16; Magnolia, E27, p. 1; Maranguita, GF2, 41:45). A pesar de que en la relación con los alumnos no podemos ignorar la cuota de poder [asimétrico] con el que se juega (Azul, E10, p. 5; Sófocles, E19, p. 6), el campo semántico que los docentes eligen utilizar va tomando una tonalidad menos beligerante, y lo lúdico prevalece cuando los estudiantes se cuelan (María B., E4, p. 10; Monona, E5, p. 2) o hacen trampas (Micaela, E13, p. 26), aunque en ocasiones tiren bombas (Atenea, E17, p. 18) y desconozcan las reglas del juego (Monona, E5, p. 3).
Como en una partida de naipes, los docentes apuestan a la escuela (Agnese, E14, p. 8), a la cátedra (Agnese, E14, p. 8), a la formación de docentes (Cósimo, E18, p. 4) mientras que los estudiantes descartan las asignaturas pedagógicas (Tessa, E25, p. 1; María B., E4, p. 1), una de las grandes decepciones para este colectivo de formadores. Por eso, la clase es siempre un desafío (Noemí, E3, p. 12; Turca, E10, p. 9; David, E15, p. 10; Pluma, E22, p. 5), en la que no todo vale (Santiago, E20, p. 3), como cuando la inseguridad docente impone la bajada de línea (Carmen, E2, p. 7; Magnolia, E27, p.16) y convierte el juego en una guerra. Muy por el contrario, hay que hacer malabares para que el constructivismo no se caiga (Santiago, E 20, p. 3). El aula es un lugar para medirse con el otro (Daniel, E24, p. 17) y donde el juego con el estudiante se impone: “es como jugar al tenis, entonces yo tiro la pelota y cuando me la devuelven, y si me la devuelven más difícil, me es más interesante… (Sófocles, E19, p. 6)”.
El desafío más grande en lo que respecta a la relación con el alumno es lograr ese juego de equipo que permita el surgimiento de un semillero (Azul, E11, p. 4). La decepción viene de la mano de los apáticos (Agnese, E14, p. 3), del no poder moverlos (Atenea, E17, p. 9) de que se conviertan en meros receptores (Sonia, E1, p. 1). El buen docente es aquel que coordina (Cósimo, E18, p. 9), el que media entre imaginarios contrapuestos (Pluma, E22, p. 11) para llevar el equipo adelante y generar oportunidades (David, E15, p. 5; Atenea, E17, p. 13; Cósimo, E18, p. 10); los que logran que esos estudiantes, que los docentes reciben entregados (Carmen., E3, p. 6) o cautivos (Tessa, E25, p. 6), se conviertan en docentes libres (Tessa, E24, p. 8; Magnolia, E, 27, p. 16).
Los otros grandes protagonistas de este juego son los colegas. La relación que con ellos se establece a demanda de las reglas institucionales, impone un juego competitivo que para los docentes representa una carrera cuyas vallas hay que ir saltando (David, E15, p. 8), una carrera que implica medirse a sí mismo poniéndose la vara muy alta (Hormiguita, E9, p. 8), mantenerse en el carril correcto (David, E15, p. 11), marchar con fuerza (Monona, E5, p. 13) y remarla (Santiago, E20, p. 3; Maranguita, GF2, 10:50). En la formación de docentes la carrera es en equipo. La posta la pasan las materias del ciclo de formación (Daniel, E24, p. 16), ya que formación disciplinar y docente van por andariveles distintos (Cósimo, GF2, 7:40), mientras que quienes participan de los circuitos de formación e investigación van por los mismos carriles (Sonia, GF3, 24:48). Esto origina una lucha contra la soledad didáctica (Monona, E5, p. 12) que la convierte en una carrera loca (David, E15, p. 8) para enfrentar la asimetría de valor (María B., E4, p. 11, Matías, GF2, 6:47) respecto de los docentes que no los integran. Los docentes que componen las cátedras que dictan las asignaturas comunes a todos los profesorados sienten que cuentan con una ventaja para la formación: la diversidad de los estudiantes y los colegas con los que trabajan (Turca, E10, p. 1; Azul, E11, p. 1; Cósimo, E18, p. 13; Agnese, E14, p. 9; David, E15, p. 7; Matías, E21, p. 1 y GF2, 3:07; Tessa, E25, p. 1, Carmen, GF2, 2:56). Nos encontramos frente a disputas por el territorio (Maranguita, E7, p. 9) y luchas de campo (Maranguita, E7, p. 11) que traducen las ya mencionadas jerarquías entre investigación y práctica docente.
Esta tensión aparece representada con las figuras del cielo y de la tierra, lo que vincula a estos juegos de poder con una gran rayuela que nuestros docentes transitan a diario. En la base, la tierra, se encuentra la escuela, lugar de destino de aquellos a quienes forman y de trabajo para muchos de ellos y al que tienen que hacer una bajada (Cecilia, E14, p. 4). Es un lugar de trinchera, de embarrarse bien los pies (Cósimo, E18, p. 16; Monona, E5, p. 5), donde hay que tener los pies firmes (Atenea, E17, p. 16) para poder ser buenos formadores. Es necesario entonces, acompañar a los estudiantes para que despeguen (Cesar, E26, p. 9). Se avanza a los saltos (Carmen, E2, p. 3; Cósimo, E18, p. 15), alejándose de lo que no es (Daniel, E24, p. 17), del conductismo del que se es hijo (Cesar, E26, p. 14). Este juego tiene reglas que hay que ver, conocerlas y jugarlas (Maranguita, E7, p. 7) para no caer debajo de la línea roja (Cósimo, E18, p. 5), para que no quedar en el camino (David, E15, p. 8). En ocasiones nuestros docentes se empantanan (Noemi, E3, p. 12) o pivotean entre roles (Turca, E10, p. 11). Esto no siempre dificulta el avance, ya que “de algún lado sale (Noemí, E3, p. 12)”. El ejercicio de la profesión los hace sentirse más sueltos, más dinámicos (Matías, E21, p. 11) Aunque a veces haya que retroceder (Turca, E10, p. 12) o pelear para purgar ese pecado original (Atenea, E17, p. 4) que no los deja llegar al cielo.
Los formadores de docentes son ambiguos respecto de lo que conciben como ese cielo al que el juego de la rayuela los conduce. Es importante, sin embargo, señalar que la caída (Patricia, E8, p. 9; Matías, E21, p. 5) que los devino docentes en este ciclo de formación, no fue en paracaídas (Momo, E6, p. 1; Cecilia, E16, p. 5). Estas docentes, cuyo vínculo anterior con la universidad había sido desde la investigación, nos hacen interpretar que en este caso el cielo tiene que ver con el acceso a esta actividad. Actividad que cuenta con un glamour diferencial (Cósimo, E18, p. 3) y que demanda estar a la altura (Cósimo, E18, p. 7) de quienes la ejercen, a la que se aproximan con altibajos (Hormiguita, E9, p. 11), y en la que se corre el riesgo de quedar perdidos en una nube académica (Cósimo, E18, p. 16). La investigación es sin duda un espacio anhelado por nuestros docentes, pero no de manera incondicional. La necesidad de encontrar un equilibrio (Micaela, E13, p. 20; Azul, E11, p. 7; Cósimo, E18, p. 16; Atenea, E17, p. 1) entre la indagación y la práctica docente, y de que esta refleje en las aulas propias y ajenas, se presenta como un problema a resolver. Por otro lado, la frustración que sufren los alumnos que no pueden acceder (Daniel, E24, p. 18), es una de sus grandes preocupaciones. El cielo podría también representar el aula de formación superior, que se presenta como inalcanzable (Clarita, E23, p. 3) y de las que son desplazados (Cesar, E26, p. 2), pero a la que se accede y se disfruta en los institutos terciarios (Monona, E6, p. 6; Maranguita, E9, p. 10; Pluma, E22, p. 12; Daniel, E24, p. 4 ; Cesar, E26, p. 12; Magnolia, E27, p. 8) o en la formación continua (Sonia, E1, p. 5; Cósimo, E18, p. 16; Cesar, E26, p. 13). A partir de estas interpretaciones podríamos afirmar que, para la mayoría de los docentes del ciclo, ese cielo representa esa combinación virtuosa (Cósimo, E18, p. 15), esa circularidad (Cósimo, E18, p. 13) entre la práctica y la investigación que los empuja a saltar en un delicado equilibrio a lo largo de esta rayuela, en un continuo ida y vuelta entre el cielo y la tierra.
Por último, durante el transcurso de las entrevistas, una de las anécdotas relatadas resultó ser una de las hebras que atraviesa la configuración identitaria de los docentes del ciclo. Sonia relata una de sus primeras experiencias en el aula en las que la propuesta de comunicarse sin palabras utilizando plastilina termina en una guerra campal, para señalar que
[lo importante] no [es] ser siempre innovador sino, como dicen algunos autores, no es ser moderno, no es tener lo último, sino ser contemporáneo, ubicarte en el contexto en donde estás enseñando. Entonces yo hoy, al pasar el tiempo, lo recuerdo con risas, pero obviamente que en ese momento no me reí y ahí entendí lo que hoy les digo a los chicos cuando cuento este recuerdo. No importa lo moderno, sino que vos puedas pensar la enseñanza, los recursos y la didáctica desde el sentido y para qué lo estás poniendo en juego y con quien lo estás poniendo en juego. Yo creo que la plastilina estaba buenísima pero no era el contexto para utilizar el recurso… (Sonia, E1, pp. 3 y 4).
La formación con Edith Litwin reavivó ese convencimiento del papel que juega el arte en la enseñanza (Sonia, E1, p. 5, Momo, GF1, 39:58), concepción que atraviesa a la mayoría de los docentes del ciclo de una u otra manera, como evidencian sus entrevistas.
Enseñar es, de algún modo, una performance que se manifiesta en cada ocasión cómo única (Azul, E11, p. 5), que puede salir mejor o peor (Santiago, E20, p. 9) pero en la que la creatividad juega un papel central (Magnolia, E27, p. 15; Maranguita, GF2, 33:32) y para la que el único límite es el grupo (Magnolia, E27, p. 15). Una performance que convierte al aula en “una escena muy interesante (Sonia, GF3, 1:07:03)”. Es parte del ser docente: “uno es docente porque le encanta que lo escuchen y le den bola (María B. GF1, 36:00)”. Este es también su riesgo más grande, convertir a los estudiantes en un auditorio cautivo (Tessa, E25, p. 6) que podría impedir el objetivo más importante de la puesta en acto: la comunicación (Monona, E5, p. 7; Micaela, E13, p. 14; Cecilia, E16, p. 20; Sófocles, E19, p. 6; Tessa, E25, p. 5; Cesar, E26, p. 13; Magnolia, E27, p. 15; Atenea, GF3, 1:087:04).
Como artistas frente a un estreno, curadores de una muestra frente a su exhibición, artistas plásticos frente a su obra, los docentes tienen los sentimientos a flor de piel. Confiesan no sentir vergüenza de exponer/se (Maranguita, E7, p. 13 y GF2, 41:45; Turca, E10, p. 9; Azul, E11, p. 5; Cecilia, E16, p. 20), aunque si haber sentido cierto temor (Noemí, E3, p. 12; Patricia, E8, p. 9; Micaela, E13, p. 24) abatatarse (Azul, E11, p. 5), sentir angustia (Hormiguita, E9, p. 17) y hasta entrar en pánico (Atenea, E17, p. 4). Manifiestan sorprenderse (Azul, E11, p. 5; Cecilia, E16, p. 8) o conmoverse (Noemí, E3, p. 13; Micaela, E13, p. 16; Atenea, E17, p. 16) por la respuesta que reciben. Se divierten (David, E15, p. 4; Daniel, E24, p. 14) y disfrutan (Atenea, E17, p. 9 y GF3, 1:45:47; Sonia, GF3, 1:06:38; Noemí, GF3, 1:48:26; Sófocles, E19, p. 6; Pluma, E22, p. 8, Clarita, E23, p. 13, Tessa, E24, p. 6; Cesar, E26, p. 8) en el aula y como artistas buscan entretener (Daniel, E24, p. 11), seducir (María B, E4, p. 7), enamorar (Daniel, E24, p. 11), conquistar (María B., E4. p. 12), despertar fascinación por el saber (Agnese, E14, p. 3), el deseo de aprender (Monona, E5, p. 6), como algunos docentes alguna vez despertaron en ellos (Noemí, E3, p. 8; Agnese, E14, p. 3; Daniel, E24, p. 13) hasta convertirlos en fanáticos (Monona, E5, p. 9; Daniel, E24, p. 9) dignos de devoción (Santiago, E20, p. 6) por ese personaje que logran componer (Noemí, E3, p. 11; Micaela, E13, p. 1; Santiago, E20, p. 6; Daniel, E24, p. 14). Los mueve la pasión (María B., E4, p. 10; Monona, E5, p. 12; Hormiguita, E9, p. 13; Micaela, E13, p. 5; Agnese, E14, p. 5; David, E15, p. 10; Atenea, E17, p. 6; Sófocles, E19, p. 4; Santiago, E20, p. 10; Pluma, E22, p. 8; Daniel, E24, p. 14; Cesar, E26, p. 7; Paula, GF3, 1:39:31) y el entusiasmo (Magnolia, E27, p. 6). Saben que necesitan conmover (María B., GF1, 5:08; Patricia, GF1, 10:44) y conmoverse (Paula, GF3, 1:22:24, Atenea, GF3, 1:13:14), porque sólo así despertarán el interés que hace posible los aprendizajes (Agnese, E14, p. 3; David, E15, p. 10; Cósimo, E18, p. 10; Santiago, E20, p. 6). Esta performance para ser exitosa requiere sin embargo que el estudiante “salga del sitio de espectador (Monona, GF1, 12:56)” y tome un rol activo como en el Teatro Foro.
Como artesanos de la enseñanza (Sennet, 2009; Davini, 2015), cuerpo y mente se involucran activamente en la tarea enseñar con el objetivo de “tallar juntos un perfil [del futuro]docente (Monona, GF1, 14:58)”. Es así como no les es posible dejar de utilizar figuras del lenguaje que apelen a los sentidos para definirse. El tacto aparece en el convencimiento de que hay algo de militancia en la docencia que no se despega (María B., E4, p. 10) y que se encarna en el binomio frio-caliente. La frialdad de escuelas que marcaron para Tessa (E25, p. 2) lo que no quería reeditar, o la que produjeron en Noemí los relatos sobre desapariciones hechos por sus docentes y que definieron su rumbo (E3, p. 6). La calidez de ser muy felicitada en su trayectoria formativa, central para Hormiguita (E9, p. 10) o de aquellos docentes que los marcaron desde lo humano para Micaela (E13, p. 28), David (E15, p. 5), Atenea (E17, p. 13), Daniel (E24, p. 10), o Tessa (E25, p. 9).
La mirada es trascendente en varios sentidos. Cuando se logra ejercer de manera global o en perspectiva (Carmen, E2, p. 9; Monona, E5, p. 1; David, E15, p. 7), amplia la comprensión del hecho educativo (Matías, GF2, 37:36). Cuando es atenta, posibilita el aprendizaje (Noemí, E3, p. 2; María B., E4, p. 4; Monona, E5, p. 11; Turca, E10, p. 9; David, E15, p. 7; Cósimo, E18, p. 2; César, E26, p. 10; María B., GF1, 44:40; Sonia, GF3, 47:36) y los pone frente al espejo para revisarse (Atenea, GF3, 48:03). Por otro lado, es necesario despertarla para hacer visible lo evidente; los sentidos de la formación (Noemí, E3, p. 3) los estudiantes (Paula, E12, p. 6), los lugares que ocuparán a futuro (Maranguita, E7, p. 12; Patricia, E8, p. 19; Cósimo, E18, p. 16) y aquello que los constituye como docentes (Patricia, E8, p. 19, Cósimo, E18, p. 16; Daniel, E24, p. 7.; Cesar, E26, p. 12) y hasta el reflejo de una cátedra que investiga y funciona cómo espejo de la práctica (Cósimo, E18, p. 14). Pero también la mirada del otro es importante; los forma como docentes (Patricia, GF1, 30:20; Noemí, GF3, 48:37), los interpela (Sófocles, E19, p. 6; Paula, GF3, 1:12:24) y los evalúa (Daniel, E24, p. 19; Magnolia, E27, p. 4) Ese otro no es sólo el alumno, sino la sociedad toda que pone a los educadores en un lugar de desprestigio: “la identidad docente también está formada por la mirada social a la escuela [… Mirada] a priori peyorativa, sin embargo sigue siendo el lugar de la utopía (María B., GF1, 15:55)”. Una mirada que puede “tirar para abajo (María B., GF1, 59:13)” o puede ser la posibilidad de “pensar otras formas” no hegemónicas (Santiago, GF1, 16:08). La falta de formación resulta para Patricia en iniciarse en un camino “como ciegos, por ensayo y error (Patricia, GF1, 21:24)” aprendiendo al andar.
Los sonidos protagonizan el espacio de la armonía deseada (Cósimo, E18, p. 16) entre los distintos espacios en los que estos docentes se desempeñan y que tienen resonancia (Azul, E11, p. 7; Patricia, GF1, 41:48) entre sí, tratando de apagar los ruidos (Atenea, E17, p. 16, Daniel, E24, p. 3; Magnolia, E27, p. 2; Carmen, GF2, 52:25; Maranguita, GF2, 54:25; Noemí, GF3, 1:25:14) que provocan las contradicciones en la formación y en las instituciones y que atentan contra ella. La escucha es para estos docentes la piedra de toque de la práctica (Agnese, E7, p. 7; Cecilia, E16, p. 20; Matías, E21, p. 1).
Esta sensibilidad, sin embargo, se ve atravesada por la reflexión que se resiste a trasmitir la receta tan demandada (Atenea, E17, p. 17) y que propone aprender a amar el aula, ya que no todo es amor a simple vista (Cósimo, E18, p. 3). Y frente a lo vertiginoso de los cambios, a lo volátil del conocimiento (Patricia, E8, p. 12), la innovación queda siempre vieja. Ser contemporáneo (Sonia, E1, p. 3) para estos docentes implica no solo concebir a la docencia como la práctica de una disciplina artística, sino estar atento a la realidad cotidiana para llevarla al aula (Turca, E10, p. 9; Micaela, E13, p. 33; Sófocles, E19, p. 8; Cesar, E26, p. 4); no desconocer lo que se ha conquistado: “montarse sobre el otro y seguir avanzando” (Sófocles, E19, p. 5) y responder al dinamismo de la realidad (Noemí, E3, p. 2; Tessa, E25, p. 1). Es cambiar sin “volverse loca con cosas raras” (Monona, E.5, p. 18). Es ir ganando en soltura con el ejercicio de la práctica (Matías, E21, p. 9), es soltarse las ataduras (Atenea, E17, p. 17), es cruzar la disciplina con la realidad, para intervenirla y que algo cambie (Sófocles, E19, p. 10; Paula, GF3, 1:39:08). Es aportar ese grano de arena que modifique al mundo (Atenea, E17, p. 6; Pluma, E22, p. 10), proponerse ser bueno en lo que se hace (Magnolia, E27, p. 9) como los artesanos lo harían.
Pensar a la formación de docentes como una creación artística es una apuesta a futuros docentes que pongan el cuerpo en el aula, no sólo con el sentido de la entrega, sino de una performance que cautive, que invite a embarcarse en el camino del conocimiento. Futuros docentes que con su creatividad puedan abrir las distintas puertas al conocimiento, que Litwin (2008) propone estimulando la reflexión en la práctica misma, en un solo acto, derribando así la falsa dicotomía que acción y pensamiento parecen construir
Hemos intentado así recuperar de los decires de estos formadores de docentes aquellas metáforas que los construyen y nos acercan a la perspectiva que tienen de su profesión y que no es distinta que la de su mundo. Las entrevistas en profundidad evidenciaron la “amplitud, la diversidad y la irreductibilidad de los usos del lenguaje (Ricoeur, 2000, p. 190)” que se condensan en figuras discursivas, como un intento de completar ese vacío semántico al que hace referencia Ricoeur, y que otorgan a la trama identitaria esa paleta cromática que da cuenta de lo singular sin dejar de ser parte del mismo tejido identitario.
Tres campos semánticos destacan en estos discursos. En primer lugar, la riqueza de la imagen del viaje que traduce en un camino en el que convergen la formación, la docencia y las instituciones que se recorren a lo largo de esa vida profesional. La velocidad con la que ese trayecto se recorre no depende sólo de la distancia y los obstáculos a salvar, sino del ejercicio de la capacidad de agencia que los retrasa o acelera en virtud de sus convicciones. Precisamente esos obstáculos los obligan a construir puentes y canales, abrir puertas entre la disciplina, la formación y la práctica. Puertas que los vinculen, a su vez, con colegas, estudiantes y las instituciones que habitan. Ese viaje presenta bifurcaciones que los llevan por caminos que, aunque parecen por momentos paralelos, son en realidad bifurcaciones que resultarán en trayectorias “prolijas o sui generis”, en la búsqueda de un horizonte que siempre tiene que ver con la práctica de la docencia y en la que la misma clase se vuelve un viaje. Esta búsqueda no está exenta de la necesidad de orientación, de brújulas que guíen y coordenadas que ubiquen para volver de las equivocaciones y con la ambición de miradas más macro que permitan ver el camino desde las instituciones, el sistema o la educación en general.
Un segundo gran campo semántico que aflora en los relatos se relaciona con juegos que rondan la estrategia necesaria para una guerra imaginaria que incluye la necesidad de conquistar espacios personales e institucionales, convertir a los estudiantes en aliados, y rebelarse frente al establecimiento de jerarquías que consideran injustas. El ejercicio de la docencia aparece así como una serie de batallas que se luchan para seducir a los estudiantes y afianzarse en los espacios académicos. Estas batallas se traducen en competencias con otras disciplinas, colegas y contra sí mismos; carreras de obstáculos en pos de una profesión académica que establece asimetrías, plazos y demandas a las que responden sin renunciar a la batalla central por la formación de sus estudiantes-aliados. Esta asimetría los obliga a jugar un eterno juego de rayuela, a pivotear entre un cielo deseado, el de la enseñanza de nivel superior y la investigación que conjuga esa profesión académica, y una tierra donde el juego en el “barro” de la enseñanza en su más amplia expresión los atrae al disfrute, en busca de un equilibrio que se traduzca en un círculo virtuoso que no termina de cerrar.
Por último, los relatos ponen en juego a partir de una experiencia narrada por una de las docentes, la concepción de que la enseñanza es una performance, en la que la creatividad y la sensibilidad del profesor son centrales, pero que necesita involucrar a los estudiantes para completarse. Los docentes aparecen como artesanos, curadores que ponen sobre el escenario una muestra de todos sus sentimientos: temor, angustia, disfrute, diversión, confusión y hasta parálisis en ciertos momentos. Todos los sentidos puestos en juego para seducir a estudiantes al que no conciben como un público pasivo, sino como participes necesarios de esa gran obra performática que la enseñanza supone. Artesanos que convidan a sus aprendices cotidianamente a moldear con plastilina un futuro de buenos docentes.
Para finalizar, coincidimos con Ricoer quien sostiene que las tramas emergentes de los relatos “nos ayudan a configurar nuestra experiencia temporal confusa, informe y, en última instancia, muda (2000, p. 194)”. Las narraciones de estos docentes contribuirían así a otorgar forma y voz a la identidad de los formadores de futuros docentes. Creemos además que los campos semánticos brindan ese engrosamiento icónico propio del discurso metafórico que tiñen esas voces y contribuyen a otorgar color y textura a esa polifonía emergente de los relatos de estos 27 docentes que habitan los profesorados de la Facultad de Humanidades de la UNMDP.
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