RESUMEN:
Este trabajo de introspección y reflexión personal examina mis creencias, experiencias y vivencias en los poco más de diez años que llevo dedicándome a la profesión docente en diferentes etapas educativas. A través de una perspectiva narrativa, (re)examino mis comienzos en la profesión y analizo la transformación experimentada desde el prisma actual en que vivimos inmersos, en el que una crisis sanitaria a nivel mundial puede mutar los aspectos políticos, sociales y culturales que rodean a la enseñanza. Mediante el recuento de acontecimientos particulares en forma de "amenazas a la confianza", el artículo saca a la luz el impacto que las políticas educativas actuales y, a medio plazo, la excesiva burocratización, la enseñanza virtual y la falta de confianza hacia los profesionales de la educación y su reflejo en mi identidad personal y profesional. El trabajo, abordado con un evidente espíritu de diálogo y como recurso catártico en estos tiempos de crisis, evidencia la erosión que está sufriendo la enseñanza pública en general y, en particular, los docentes que en ella trabajamos.
PALABRAS CLAVE: enseñanza; narrativa; neoliberalismo; panóptico; COVID19; relaciones profesionales
ABSTRACT:
This work of introspection and personal reflection examines my beliefs, experiences and life experiences in the little more than ten years that I have dedicated to the teaching profession at different educational stages. Through an auto-ethnographic perspective, I re-examine my beginnings in the profession and analyse the transformation experienced from the current prism in which we live immersed, in which a worldwide health crisis can mutate the political, social and cultural aspects that surround teaching. By recounting particular events in the form of "threats to trust", the article brings to light the impact of current education policies and, in the medium term, of excessive bureaucratization, virtual teaching and lack of trust towards education professionals and their reflection in my personal and professional identity. The manuscript, approached with an evident spirit of dialogue and as a cathartic resource in these times of crisis, shows the erosion that public education in general and, in particular, the teachers who work in it, are suffering.
KEYWORDS: teaching; narrative; neoliberalism; panopticon; COVID19; professional relationships
Cuenta la que se considera la primera novela escrita en la historia de la humanidad, cuyos fragmentos originales se remontan al Siglo XVIII a.C. (Mitchell, 2004), que un hombre llamado Gilgamesh llegó a gobernar Uruk. La epopeya trata del dramático relato sobre la búsqueda de la inmortalidad. Un poderoso héroe que ha viajado a los lugares más remotos, ha experimentado todas las emociones –desde el júbilo hasta la desesperación–, y ha sobrevivido al gran diluvio; el que “todo lo sufrió y todo lo superó”. Dos eran las premisas de su actuación: la búsqueda de la gloria junto a su amigo Enkidu y, sobre todo, la búsqueda de la inmortalidad, que tiene lugar en un contexto narrativo sombrío, caracterizado por la soledad y el temor a la muerte (Mitchell, 2004).
Sirva este contexto de analogía al contexto educativo actual (exacerbado por la crisis sanitaria mundial) caracterizado por la individualidad, el carácter mercantilista y la amenaza en forma de nuevas y represivas políticas educativas. Un sistema disciplinario que todo lo vigila y todo lo juzga. Un sistema cada vez más deshumanizado, lóbrego y alejado de la solidaridad y el civismo que, si bien no es inmortal, parece alejado de una muerte programada y premeditada que permita instaurar otra racionalidad más justa y democrática (Darder, 2017; Fernández-Balboa, 1998; Freire, 1996).
Para contextualizar podemos decir que, en el momento en que escribo estas líneas, llevamos ya más de tres meses desde que comenzó el estado de alarma en nuestro país debido a la pandemia de la COVID-19. Las incertidumbres actuales son prácticamente las mismas que las del principio, aunque teñidas de desconcierto, cansancio y desazón. Alrededor, todo el mundo habla de qué pasará mañana, cuando todo esto haya pasado y no sea más que un mal recuerdo. Al mismo tiempo, somos muchos los que queremos aprender la lección y, si es posible, corregir los errores cometidos hasta ahora para que el futuro (y el presente) sea más prometedor. Sin embargo, es harto difícil no hacerse la pregunta de qué tipo de sociedad va a dejarnos el coronavirus, cuál va a ser el estado psicológico que venga tras la pandemia, qué nuevas decisiones sociopolíticas traerá consigo y cuáles serán esos nuevos hábitos laborales, relacionales y académicos a los que tendremos que acostumbrarnos (Badiou, 2020; Harvey, 2020; Zîzêk, 2020).
No es este, como veremos, un texto en el que el optimismo tenga un lugar destacado, en parte porque considero que muchos de los propósitos con los que parte de la sociedad nos estamos comprometiendo para intentar cambiar las cosas ya están, de facto, siendo neutralizados por las fuerzas neoliberales, mercantilistas e informatizadas. No en vano, la crisis sanitaria ha servido de base para inmovilizar protestas sociales que llevaban activas durante meses en todo el mundo (protestas a favor de la ecología, de la igualdad efectiva entre hombres y mujeres, contra el racismo, contra los recortes económicos en servicios sociales, entre otras). Así, no es extraño pensar que la pandemia puede servir de base para utilizarse de excusa para construir un nuevo modelo docente; uno en el que la burocracia, las tecnologías de la comunicación, el distanciamiento social y el panóptico digital sean sus elementos definitorios.
A lo largo del artículo iré desgranando algunas de las premisas que la COVID-19 puede traer consigo dentro de la enseñanza, instaurando un modelo, si cabe, más desigual, inseguro y basado en el miedo que anteriores que hayamos podido conocer y que buscará sustentarse, paradójicamente, en el mandato del goce obligatorio (Freire, 2020).
El riesgo y la incertidumbre hace tiempo que se han convertido en características propias e inseparables de las sociedades occidentales (Rose, 1999). Hace aproximadamente treinta años, Beck (1992) describió la “sociedad del riesgo” como aquella en la que subyace una condición estructural ineludible consecuencia de la industrialización avanzada y que implica una política, una ética y una moralidad ocultas. A consecuencia de ello, el riesgo y la culpa se han ido aplicando en gran medida en los contextos occidentales en los últimos decenios (Bauman, 2000; Douglas, 1994) para disciplinar a las personas y erradicar la ambivalencia (Bauman, 1991), de modo que las eventualidades de la vida queden sometidas al control humano en un intento por controlar y evitar todo riesgo. Por su parte, Giddens (1991) considera que las preocupaciones asociadas al riesgo no están necesariamente vinculadas a los acontecimientos que amenazan la vida, sino más bien se relacionan con el uso de sistemas de vigilancia y supervisión para medir el riesgo. No obstante, en los tiempos de crisis sanitaria actual en que estamos inmersos la principal preocupación es la amenaza por el peligro de muerte que implica la enfermedad. La COVID-19 está despertando un temor hacia “el otro” como posible persona contagiosa, limitando la libertad en la vida cotidiana, provocando pánico y colaborando en la “creación de una pandemia” (Agamben, 2020). Este contexto de pandemia trae consigo sentimientos de miedo e incertidumbre, interrumpiendo las rutinas personales y profesionales de las personas y haciendo del futuro algo problemático y aterrador.
De la incertidumbre no escapa la profesión docente, siendo a día de hoy una profesión, cuando menos, arriesgada. El entusiasmo y la vocación que se supone caracterizan al docente han pasado a ser utilizados como argumentos que legitiman su explotación, su apagamiento crítico, invirtiendo tiempo, esfuerzo, lágrimas y angustias en algo que cada vez alimenta menos las expectativas vitales. Como explica Zafra (2017), las condiciones laborales actuales y la cada vez mayor vigilancia y burocratización de las tareas corren el riesgo de neutralizarlos, anulando a aquellos que han decidido dedicarse a la profesión, cansándolos de antemano para aliarse y reivindicar, apagando su pasión intelectual.
En el mundo neoliberal, el yo ágil y mercantil es valorado y atesorado, ya que puede encarnar los deseos corporativos y ser capturado por el discurso neoliberal (Gillies, 2011). En esta sociedad son comunes características como la inestabilidad, la falta de cohesión y el continuo cambio. Las grandes empresas y su afán por introducirse en el ámbito de la educación (desde las empresas de telecomunicaciones hasta las industrias alimentarias) y los rápidos avances en la tecnología hacen que la profesión esté cambiando a una velocidad impresionante en los últimos tiempos. Esta política temporal genera miedo e inseguridad; la individualización que acompaña a la pérdida de solidaridad y a la competencia total provoca miedo, y el miedo es capaz de incrementar la productividad (Han, 2018). Con todo ello, ninguna forma emergente, como la de un docente en la situación convulsa actual, es probable que se solidifique y sobreviva por mucho tiempo (Bauman, 2013). Al contrario, como afirma Klein (2012), en momentos de desastre social como el que estamos viviendo el neoliberalismo genera tal catástrofe humana, social y política que funciona incluso mejor en situaciones de crisis mundial, lo que no augura el mejor de los escenarios a corto-medio plazo. El neoliberalismo, en su afán de acumular recursos infinitos en un medio finito, es responsable de producir el virus que luego reutiliza para tenernos controlados. Los efectos secundarios (recortes económicos, despidos, deslocalización, desregulación, etc.), servirán para imponer un estado de excepción normalizado rentable para poder seguir acumulando capital. Así, ya están llegando a las aulas contenidos y dispositivos para el alumnado vulnerable gracias a multinacionales y fundaciones privadas1; lo que tendría que estar asegurado por parte del Estado se está externalizando a pasos agigantados, de modo que en un futuro no muy lejano puede que todo el sistema educativo haya sido privatizado.
Uno de los cambios más evidentes a los que se enfrenta la enseñanza en este escenario tiene que ver con la nueva manera de enfrentar y practicar la profesión. Además de las excesivas cargas burocráticas a las que ha de hacer frente el profesorado (Díez Gutiérrez, 2018; Fernández Liria et al., 2017; González-Calvo, 2020b; González-Calvo & Arias-Carballal, 2018) se le suman recientemente un férreo control y vigilancia del profesorado por parte de las administraciones educativas y las familias (Lorenz, 2012; Mathiesen, 2013) y la eminente virtualización de la docencia (Adeoye & Tomei, 2014; Chen & Fan, 2018). Entre las razones que subyacen en esta nueva manera de entender la profesión como un proceso meramente virtual destacan las de índole económico (Deming et al., 2015), a pesar de sus limitaciones en el aprendizaje (Di & Ying, 2019) y de ahondar en la brecha socioeconómica (Baum & McPherson, 2019). A pesar de todo, la pandemia ha acelerado la tendencia a la virtualización de la enseñanza (Bao, 2020; Skulmowski & Rey, 2020), incrementando con ello el tiempo de trabajo, la burocracia y la vigilancia hacia el profesorado. En estos días en los que somos esclavos de nosotros mismos (Han, 2015) se obliga al docente a trabajar feliz de manera que el culto al hacer y al no poder-poder más se tiña de cierta aura de libertad. Circula por las redes y paredes de colegios y universidades una imagen que declara que “un docente no feliz no puede enseñar”. Pareciera que solo tiene cabida el maestro entusiasta, el ilusionado, el servicial. Si no es el caso, el sistema no se interrumpe: hay una cola de docentes desempleados repletos de entusiasmo y vitalidad esperando para sustituir al pesaroso educador, basta con hacerse a un lado y dejar que pase el siguiente.
Se perpetúa, con ello, un sistema en el que el sujeto solo conoce dos estados: triunfar o fracasar. La profesión, entendida entonces únicamente en términos mercantiles, se deshumaniza cada vez más y genera docentes inseguros, des-esperanzados y condenados a la autodestrucción (González-Calvo, 2020b). Un sistema educativo que se nutre de docentes al servicio del rendimiento, al servicio de la autoexplotación, del “sí se puede” (Han, 2015). Un sistema, en definitiva, que conduce a un agotamiento excesivo y que requiere de sobreestímulos para seguir funcionando o, de lo contrario, sume en la angustia y el abandono de la profesión (González-Calvo, 2020b).
Las narrativas autobiográficas son un modo de poner a prueba y comprender las experiencias que el docente ha vivido a través de lo que escribe sobre ellas, al extraer los aspectos que considera más relevantes (Fernández Cruz, 2010; González-Calvo & Fernández-Balboa, 2018; González Calvo et al., 2014; Rivas Flores, 2009; Rivas Flores et al., 2009). En este sentido, la narración autobiográfica y la importancia que cobran determinados contenidos –en este caso, los referidos al cuerpo– permiten vislumbrar un conjunto de acciones y pensamientos propios para poder abordarlos con cierta distancia, hacer un análisis de su propia vida, de las decisiones que toman, cómo y con quién realizan las tareas, por quiénes están condicionados, de modo que se pueden percibir a sí mismos en la realidad de la que son partícipes, e identificar las condiciones de producción del trabajo como parte constituyente de su identidad y su cultura (González-Calvo & Fernández-Balboa, 2018).
Todo lo anterior lleva caracterizar la narrativa como un método que combina el rigor de la investigación con la creatividad de estilos de expresión menos rígidos que los habituales en la academia; también se define por su equilibrio entre la reflexión sobre el yo y sobre el entorno social y cultural donde éste se desarrolla. Con ello, en este trabajo presento diferentes momentos y experiencias, empleando recuerdos y vivencias personales y profesionales en un intento de llevar al lector a empatizar con mi mundo y mi historia. Espero estar en disposición de estimular una reflexión sobre otras vidas en relación a la mía. Para hacerlo posible, he seguido los estándares de verdad autobiográfica (Denzin, 2014).
En un intento por escribir una historia que otras personas quieran leer, la intención aquí no es simplemente narrar eventos que me hayan ocurrido. Al contrario, se trata de escribir para encontrar un argumento y trabajar para que otros decidan unirse a la narrativa. Esto implica crear, además de la experiencia vivida, la imaginación, la lectura académica y las conversaciones con los demás, algunos patrones en el argumento que sean importantes y significativos para una audiencia determinada, en este caso, el colectivo docente. Para hacerlo posible, he procurado centrar mi trabajo en aquellos aspectos que considero más relevantes y relacionados con la incertidumbre laboral, la obligatoriedad del uso de las nuevas tecnologías, la docencia virtual, la excesiva carga burocrática y la continua vigilancia a que está sometido el cuerpo docente en estos tiempos posmodernos y de crisis sanitaria.
Los criterios que he seguido para juzgar la calidad y relevancia de la narrativa aquí presentada son los siguientes: la lectura de este trabajo, ¿permite pensar acerca de las consecuencias, los valores y los dilemas morales a los que hacemos frente como parte de una sociedad?; ¿hay algo que merezca ser aprendido de la historia que aquí se cuenta?; el texto, ¿invita a dialogar en un espacio de debate y negociación?; y, por último, ¿la narrativa evoca respuestas por parte de los lectores?
Se ha organizado el apartado de resultados en torno a tres categorías que conforman una historia realista (Ellis, 2004) en torno a algunos aspectos que caracterizan la enseñanza docente y que pueden dar una idea del cambio acelerado que puede sufrir la profesión debido a las modificaciones derivadas de la pandemia. En la primera categoría se abordan las dificultades e inconvenientes pedagógicos asociados a la enseñanza virtual en detrimento de la presencial; en la segunda se explica la excesiva carga burocrática a que está supeditado el profesorado; y, en la tercera categoría, se describe la vigilancia continua a la que, como educadores, estamos sometidos en la actualidad. Estos tres apartados, si bien se presentan de forma independiente para facilitar su lectura, están estrechamente relacionados entre sí.
Llevo poco más de diez años trabajando profesionalmente en la docencia, habiendo impartido clase en todos los niveles educativos. Si sumamos mis años como alumno de Educación Primaria, Enseñanza Secundaria y estudios superiores, llevo la mayor parte de mi vida metido en las aulas. Son mi socialización previa y mi experiencia en la profesión las que me convencen de que no me dedico a la enseñanza de forma vocacional (González Calvo, 2013; Larrosa Martínez, 2010). Lejos de suponerme un problema, le veo una doble ventaja: (1) me aleja de esa idea divina de haber sido elegido, entre tantos otros, para dedicarme a tan digna labor; y (2) evita que tenga que resignarme y tragar con todo lo que rodea a mi trabajo, al ser la vocación el argumento que más frecuentemente se esgrime a la hora de legitimar las deterioradas condiciones profesionales a las que tenemos que hacer frente a día de hoy. Me alegro, como digo, de no considerarme vocacional; eso me ayuda a intentar luchar contra la desprofesionalización provocada por las políticas educativas de mercantilización y privatización que se vienen desarrollando en nuestro país desde hace décadas (Díez Gutiérrez, 2018; Díez Gutiérrez, 2012; Fernández Liria et al., 2017; González-Calvo, 2020b). "Bien pensado, puede que en su día sí tuviera vocación (aunque fuera tardía) y que hayan sido el gerencialismo y las medidas tecnocráticas de la nueva política educativa quienes hayan acabado con ella. Por otra parte, sé que no llevo demasiado tiempo en la enseñanza. Sin embargo, personas con mucho más recorrido que yo no han visto a lo largo de los años otra cosa que empeorar y deteriorarse las condiciones de la enseñanza pública obligatoria y postobligatoria. Este contexto desfavorable parece estar acrecentándose en los últimos tiempos y precipitándose de manera desmedida a partir de la COVID-19.
Poco antes de escribir estas líneas, me he reunido de manera virtual con el claustro de maestros con los que comparto escuela. Noto en mis compañeros y, desde luego, en mí mismo, cierto hastío. ¿De qué hablaremos hoy?, ¿qué nuevas órdenes recibiremos de la administración?, ¿cuáles son las nuevas responsabilidades que nos van a exigir? Las instrucciones de la reunión están claras: dependeremos continuamente de las tecnologías de la comunicación hasta que la situación vuelva a su “normalidad”.
Empiezo a tener claro que uno de los efectos sociales y a corto plazo de la pandemia implica una profunda dependencia de los medios informáticos. Algo que se vislumbraba podía llegar en un futuro a medio plazo, de repente se ha acelerado sobremanera. La pandemia ha precipitado la tendencia al teletrabajo y la enseñanza virtual (Bao, 2020; Kerres, 2020; Skulmowski et al., 2016), agravando fenómenos como el distanciamiento y la falta de contacto que ya se venían observando en las sociedades occidentales (Downey & Gibbs, 2020; Twenge & Spitzberg, 2020). Así, parece que los ordenadores van a convertirse en nuestros compañeros perpetuos de viaje, en nuestra manera de entender y mantener contacto con el mundo y con la enseñanza. Aquí ya no valen las recomendaciones médicas y psicológicas que aconsejan limitar la exposición de los pequeños a estos dispositivos (Chiara et al., 2020; Wang et al., 2020); “de las recomendaciones en adultos mejor ni hablamos”, pienso mientras froto mi ojo derecho intentando aliviar la neblina que me acompaña recientemente.
De manera cándida una compañera sugirió que, a la hora del claustro, todos tuviéramos a mano una cerveza y un aperitivo. Yo me negué a ello. Me resisto a pensar resignadamente que la única opción es tomar un aperitivo “juntos, pero solos”. Este sería el primer paso para aceptar la supresión de todos los servicios públicos por portales online: médicos atendiendo consultas por ordenador, docentes resolviendo dudas a través del Skype, jueces dictando sentencias en 5G… Este futuro distópico, presente indeseable en sí mismo en muchos sectores (¿quién no ha sacado un billete de autobús, una entrada de cine o comprado un libro de manera digital?) acelera la privatización de los servicios públicos al delegar un trabajo presencial por una práctica online que, por otro lado, excluye a los menos favorecidos: personas mayores, personas con menor formación académica y con menos recursos económicos, entre otras. El capitalismo y su afán privatizador de servicios públicos. El capitalismo y su afán por abaratar costes. El capitalismo y su afán por crear un mundo con menos contacto humano que lleve a un mundo más deshumanizado, cerrando un ciclo vicioso que se realimente a sí mismo (Brown, 2017; Klein, 2012; Sennett, 2000).
Quizá para algunos la reunión ha sido un sustituto perfecto de la vida real; quizá no haya habido diferencias entre el debate en internet con uno de viva voz. Pese a todo, creo que tenemos que defender nuestro derecho de reunión, sin el cual nuestros derechos como trabajadores serán objeto de estudio de los arqueólogos (Galeano, 1998). Un efecto importante derivado de la pandemia puede ser la derrota de nuestros derechos políticos por parte del neoliberalismo, ese homo politicus de la democracia liberal que ya estaba anémico y cuya derrota definitiva tendrá consecuencias desastrosas para las instituciones, las culturas y los imaginarios de la democracia (Brown, 2017). Ese homo politicus que ha dado paso al homo oeconomicus y, en última instancia, a lo que doy en llamar homo mascarillae: ese sujeto al que se priva de todo y al que se le dificulta la palabra por medio de un instrumento originalmente ideado para la prevención sanitaria pero que enmascara la boca, silencia la expresión facial en la palabra y elimina, así, la idea misma de un pueblo capaz de afirmar su soberanía política colectiva.
¿Y qué decir, por otro lado, de la carga excesiva de trabajo que implica el modelo de enseñanza virtual? La práctica docente de este patrón laboral nos está llevando a trabajar sin descanso, sin horario, sin días libres, sin festivos desde que estamos confinados para, así, atender a alumnas y alumnos con diferentes situaciones, varias de ellas muy complicadas. Hablamos, atendemos, animamos, ayudamos, confiamos en nuestro alumnado. Sin embargo, ¿quién nos atiende, anima, ayuda y confía en el profesorado en este tiempo de crisis? Por lo general, las y los docentes nos hemos tenido que buscar la vida como hemos podido de la mejor manera que hemos sabido. Así, hemos intentado dar respuesta y resolver todos los problemas que han ido surgiendo mientras que la administración, lejos de favorecer nuestra labor, nos la dificulta añadiendo una mayor carga burocrática al ya de por sí desmedido papeleo que caracteriza la profesión (González-Calvo, 2020b; González-Calvo & Arias-Carballal, 2018). Todos estos esfuerzos, todo este trabajo, está siendo invisibilizado.
Por otro lado, dar clase de forma presencial posibilita elementos de espacio, de comunicación no verbal en la que el tono y el rostro son tan importantes como la palabra hablada, la humanidad, la cercanía, que nunca son posibles de manera on-line. Comparto la idea de que la educación tiene un componente de instrucción muy importante y que no debe ser obviado (al fin y al cabo, nuestro trabajo es enseñar contenidos al alumnado). Efectivamente, si nuestra tarea terminara en la transmisión de contenidos, la educación virtual podría ser una alternativa a la presencial. Sin embargo la educación, además de una labor de instrucción, ha de cumplir con una labor humanizante, fomentando el pensamiento crítico, la libertad, la verdad, el saber y el compromiso social. Allá donde no llega la palabra mediada por la pantalla puede llegar la palabra cercana; y allá donde no llegue la palabra cercana, pueden llegar la sonrisa y la mirada honesta y personal (Martínez Álvarez & González-Calvo, 2016; Planella, 2017).
No obstante, me temo que la profesión se mueve entre dos marcos más presentes hoy que nunca. Desde el lugar en el que trabajamos (escuelas, institutos y universidades) y el lugar desde el que se decide lo referido a nuestra profesión hay una distancia desmesurada, una distancia cada vez mayor. Cualquiera de nosotras y nosotros, mientras estamos en nuestras clases, haciendo las cosas lo mejor que podemos, sabemos y nos dejan, no somos conscientes de la distancia que nos separa del lugar donde se deciden las condiciones de la enseñanza. Nuestra realidad (el aula, el alumnado, la enseñanza) se aleja de la supuesta verdad (la firma en un elegante despacho por parte de unas personas que van a cambiar las condiciones materiales y simbólicas de nuestra profesión). Este distanciamiento entre nuestra realidad y la verdad alejada de la práctica no parece encontrar, en general, resistencia ni alarma alguna en el pensamiento colectivo. Sin ir más lejos, el actual Ministro de Universidades, Manuel Castells, apuesta por un aumento de la digitalización de la educación superior2 . Pareciese que la total informatización y digitalización del mundo es un asunto que, lejos de preocupar, fuera visto como una ventaja y símbolo del posmodernismo. Conviene recordar que la completa digitalización de todas las esferas públicas es el medio del que se ha dotado el capitalismo para abaratar costes, llevando al hundimiento los servicios públicos y, con ello, las promesas humanistas de la sociedad. Por otra parte tendríamos que plantearnos, ¿qué hay de la tristeza y desolación que propone un modelo de enseñanza online?, ¿qué será de nuestros hijos y alumnos, estudiantes solos y conectados, llevados al individualismo extremo, vaciados de todo lazo de amistad y compañerismo? Si este es el futuro que le espera a la enseñanza, que no pretendan que lo aceptemos como un éxito; no hay razones para sentirse felices ante este supuesto avance, ante esta despiadada deriva del aislamiento, a menos que pertenezcas a una de las grandes corporaciones y sus boyantes negocios.
Sea como fuere, la crisis de la COVID-19 lleva implícito el crecimiento de la informatización de la labor docente y el refuerzo de la dependencia de las tecnologías de la información y la comunicación para desarrollar nuestra profesión: teledocencia masiva, clases y tutorías virtuales 24/7/365, asistencia a reuniones online, cumplimiento de labores burocráticas a través de nuestras tablets, etc. Por poner solamente algunos ejemplos tangibles, en este periodo de crisis estoy atendiendo a 300 estudiantes (150 alumnos de Educación Primaria, dentro de mi labor como maestro de una escuela pública, y 150 estudiantes universitarios, labor correspondiente a mi puesto como profesor asociado de universidad pública). Atender a 300 alumnos mediante la modalidad a distancia implica atender 300 circunstancias personales y familiares concretas, 300 ritmos de trabajo diferentes, 300 problemas diferentes. La personalización que requiere la enseñanza a distancia es mayor que de manera presencial, por lo que gran parte del día es para dedicar al alumnado, con el poso de pesadumbre de que ese tiempo ni siquiera es suficiente y que me lleva a tener las puertas abiertas siempre. Esta labor, por otro lado, no es exclusivamente de quien decide simultanear dos empleos: muchos son los maestros y profesores de enseñanza que tienen que atender a 150, 300 o más alumnos. Por ir un paso más allá, quién sabe si, al igual que las grandes empresas e industrias posmodernas, quienes legislan no estarán pensando en desregularizar la profesión y deslocalizar la enseñanza gracias al sistema virtual, pudiendo ir a buscar “mano de obra docente” a países que garanticen el subsiguiente ahorro de costes.
De ser este presente el futuro que nos espera, la enseñanza dejará de ser lo que era para convertirse en algo mucho peor, comenzando por la supresión de líneas de la escuela pública, pasando por la conveniente desprofesionalización docente y subsiguiente recorte de profesorado, hasta llegar a la completa mercantilización y privatización de la escuela pública.
El año que comencé a trabajar en la enseñanza pública (2009) la inversión en Educación fue de 3 . En el año 2015, los recortes en Educación superaron los 7200 millones de euros, mientras que en 2017 –el último año del que se tiene constancia en la web oficial del Ministerio de Educación–, la inversión alcanzó los 49400 millones de euros. Cualquiera de estas cantidades es inferior al coste total que tuvo rescatar a la banca española4 . Puestos a imaginar, es posible que parte del dinero recortado haya ido a parar a rescatar autopistas, autovías o empresas ferroviarias. Rescates que, eufemísticamente, nunca ocurrieron. En España somos más partidarios del término “préstamo en condiciones ventajosas”. Nos gusta dormir tranquilos.
Comparando estos datos con el gasto público destinado a la escuela concertada (con un carácter público mixto privado-público, esto es, una empresa privada pero subvencionada con los impuestos de todos), compruebo que la inversión en este modelo educativo, lejos de disminuir, ha ascendido en más de un 2% en los últimos años, situándose en el año 2017 en un total de 6179 millones de euros.
Lejos de querer abrir un debate entre la educación pública y la de carácter mixto, lo cierto es que la aplicación de los recortes ha supuesto un aumento en la carga burocrática que venimos desarrollando en los centros educativos. Desde hace diez años veo decrecer el número de compañeras y compañeros en los colegios y universidades en los que he ido trabajando y colaborando. Las partidas para recursos materiales se han visto notablemente mermadas (en algunos casos, son las propias familias quienes, con sus recursos económicos, suplen las carencias de los centros); se retrasa la cobertura en las sustituciones de profesionales enfermos que, por otro lado, tienen casi vedado ponerse enfermos porque también su nómina se verá reducida proporcionalmente; se ha incrementado el horario lectivo; se han incrementado las ratios de alumnado en cada aula; y, con todo ello, se han aumentado las tareas burocráticas docentes.
Paradójicamente, la era de las tecnologías de la que hablábamos en el apartado anterior “ahoga” de papeleo administrativo a los docentes. También de manera paradójica los recortes y requerimientos burocráticos preceptivos se diseñan en cómodos despachos alejados de las aulas, por personal que desconoce por completo la vida escolar y, por tanto, con efectos nocivos para la educación. De nuevo, esa brecha entre realidad y verdad.
Leyendo el informe “Tareas de gestión docente: Propuestas de reducción de la burocracia en los centros educativos”5 descubro, con pasmo, que el profesorado español se enfrenta hasta a 81 tareas burocráticas que lastran nuestra labor. Visto así, no es difícil comprender a qué se debe el desgaste psicológico y físico que vengo padeciendo en los últimos años en mi profesión y que ahora, gracias al teletrabajo, está alcanzando cotas elevadísimas. El incremento de la burocratización que he ido experimentando a lo largo de estos años me va anulando, mermando mis energías y anulando unas fuerzas que tendrían que ir dedicadas a preparar mis clases e investigar sobre el modo de mejorar mi práctica pedagógica. Esas energías van ahora destinadas a cumplimentar interminables formularios prescritos por la administración, a justificar cada uno de los pasos que doy en mi práctica docente, a cambiar una y mil veces mis programaciones de enseñanza porque así lo deciden la administración o inspección educativa y/o universitaria de turno. Tan cansado estoy, y tanto cansancio veo en mis compañeras y compañeros, que pocas ganas nos quedan para aliarnos y reivindicar unas condiciones laborales mejores.
Es cierto que, hasta donde pueda recordar cualquier educador de nuestro país, la burocracia ha estado siempre presente en la enseñanza y en cualquier otro ámbito dentro del ámbito español. Aunque pudo haber alguien que soñara con que la transición a la democracia terminara con los innumerables papeleos, la verdad es que el clima político actual, lejos de acabar con ello, lo ha tornado más complejo y asfixiante que nunca. Se habla mucho, desde las administraciones educativas, del currículum “abierto y flexible” en el que se basa el sistema educativo español. Yo mismo se lo explico a las futuras maestras y maestros en mis clases en la universidad: que el Estado opta por un modelo en el que tanto él mismo como cada Comunidad Autónoma define los contenidos mínimos a ser enseñados y aprendidos, mientras que los centros y los educadores tenemos el suficiente margen para adaptarlo en las aulas. Puede que ni yo mismo me crea lo que enseño pues, en la práctica, al final del proceso, estamos abocados a un modelo puramente técnico-burocrático. Aunque se mantiene en el tiempo el discurso de la apertura y la flexibilidad curricular, a día de hoy no he tenido la oportunidad de trabajar en un contexto que me permita hacerlo flexible y abierto en mis aulas. Se agolpan las preguntas en mi cabeza: ¿Acaso la autonomía del docente es pura retórica?, ¿de verdad es necesario sobre-regular todo aquello que tiene que ver con mis prácticas docentes?, ¿no conduce toda esta uniformidad a una evidente desprofesionalización de mi labor?, ¿dónde ha quedado esa “libertad de cátedra” esencia de nuestra profesión?
Sirva como otro ejemplo tangible el hecho de que, en todos estos años que vengo dedicándome a la enseñanza, el primer día lectivo de cada curso se dedica a una reunión conjunta con todo el profesorado. En el caso de la Educación Primaria, mi trabajo principal, la reunión se dirige a regular y dejar constancia a nivel oficial de todos los aspectos curriculares que aparecen en la ley: qué tenemos –y podemos– hacer y cómo, cuándo y dónde lo vamos a hacer; qué memorias, programaciones y expedientes académicos tendremos que cumplimentar –muchos de ellos por duplicado–; cuáles serán los cursos de formación permanente disponibles y dirigidos a que los docentes podamos implementar correctamente los cambios decididos por instancias externas (¿dónde habrán quedado, caso de haber existido, los cursos vinculados directamente al desarrollo profesional docente, los que requieren una actitud de constante aprendizaje por mi parte?). Nuestro primer día de trabajo y ya nos han leído la que será “nuestra cartilla”. Siempre que termina la primera reunión del curso siento una presión en el pecho que me lleva a pensar si podré realizar todo. Lo que tengo claro es que estas tareas van a absorber más tiempo y, desde luego, muchas más energías, que aquello para lo que creía que iba a ser mi función principal: preparar mis clases y enseñar al alumnado de la mejor manera posible.
Son evidentes los límites que se me imponen dentro de la profesión. Sé que es habitual pensar que soy un afortunado por el trabajo que desempeño. En el colectivo particular son habituales expresiones como “cuántas vacaciones tienes” y/o “qué trabajo más sencillo desempeñas”, a la que se le suele sumar la de que, en pocos trabajos, se goza de la flexibilidad de la que gozo yo. Puede que sean un vestigio de las campañas electorales, pues en época electoral es habitual escuchar al político de turno afirmaciones del tipo “es necesario que los docentes y las escuelas recuperen el protagonismo perdido”. Sin embargo, lo cierto es que la verdadera protagonista del proceso de enseñanza/aprendizaje es la sobrelegislación vigente. Esa supuesta flexibilidad, a menos que esté tejida del mismo material que el traje nuevo del emperador, no está presente. Mi trabajo consiste en rellenar formularios con los correspondientes objetivos, contenidos, evaluación y, en menor grado, en dar clase de la mejor manera que pueda y sepa. Siempre bajo la directa supervisión de la inspección educativa que, en ocasiones, lejos de hacerme sentir respaldado y apoyado, me hace trabajar con una incómoda sensación de presión y tensión.
Los políticos y los medios de comunicación nos repiten a modo de mantra, una y otra vez, el tipo de escuela que tiene Finlandia, los resultados líderes que obtiene Finlandia en el ranking PISA, la alta profesionalidad de los educadores finlandeses. Tanto es así que acabamos por creer que la escuela finlandesa es el paradigma de la excelencia y el buen hacer, eso sí, obviando que a diferencia de ese país, cada año invertimos menos recursos públicos en educación. A ello habría que sumarle la apuesta que hizo la escuela finlandesa en 1977, suprimiendo en 1977 la inspección educativa6 . En estas escuelas de referencia existe un control profesional interno que conoce de primera mano las necesidades del contexto. No se precisa supervisar, prescribir ni vigilar lo que se hace en los centros: se confía en los maestros, en su profesionalidad. Así, es el propio profesorado, coordinado por el equipo directivo, quien lleva a cabo sus procesos de autoevaluación y mejora.
Un ambiente menos alienante, menos gerencial y burocrático, menos basado en medidas de performatividad me llevarían, como educador, a estar continuamente comprometido y enseñar con mayor ilusión (Day & Gu, 2010). Pero alcanzar una verdadera apertura y flexibilidad del trabajo docente exige llevar a cabo unos cambios políticos, sociales, organizativos y laborales que den lugar a una nueva concepción, tanto ontológica como epistemológica, de la profesión. Creo que, como ciudadanía, no estamos preparados (ni, desde luego, interesados) para ponernos manos a la obra. Y menos aún gracias a la crisis abierta por la pandemia, en la que las labores burocráticas se han exacerbado de manera desproporcionada. Así, todavía está por ver de qué manera vamos a hacer frente a las instrucciones de las administraciones educativas que señalan la realización de “informes individualizados de cada alumno” y afrontar las juntas de evaluación de los estudiantes. Si estos procesos ya de manera presencial resultan bastante largos por su complejidad, la enseñanza que pretende instaurarse a raíz de la COVID-19 puede alargarlos y enmarañarlos de forma desorbitada.
Día tras día leo una nueva noticia o un nuevo comentario sobre el ámbito educativo, aunque nunca son favorables a los que nos batimos el cobre en las aulas. El significado de esta dinámica no es otro que desplazar y expulsar a quienes trabajamos en la escuela pública. Esta nueva tendencia por criticar todo lo que rodea a la enseñanza pública y a quienes ahí trabajamos es casi una exigencia del sistema neoliberal (Díez Gutiérrez, 2018; Díez Gutiérrez, 2012; Fernández Liria et al., 2017). Resulta paradójico, no obstante, que todas estas noticias y comentarios vayan disfrazadas de tal manera que lo que parezca es procurar despertar nuestra ilusión y motivación hacia la profesión. Como docentes, se nos exige que nos procuremos un estilo de vida profesional que maximice nuestro potencial pedagógico. Resulta tremendamente significativo que cuando la profesionalidad se torna en ideología, el no someterse a los dictados neoliberales pasa a ser un estigma (Fernández Liria et al., 2017). Los profesionales que no aceptamos formar parte de este juego somos perezosos, débiles, docentes sin ilusión, personas sin fuerza de voluntad. Con este sistema se pretende dar un nuevo sentido a la profesión a base de internalizar que la responsabilidad del fracaso sea exclusivamente nuestra. “Tienes que culparte a ti mismo de todos los problemas imaginables” bien podría ser su leitmotiv (González-Calvo, 2020a, 2020b).
El caso es que la situación actual en que estamos inmersos es un sistema ideal para controlar a los incorregibles docentes, denunciar a los adoctrinadores, corregir a los que educan sin centrarse en enseñar contenidos, aislar a los sospechosos y hacer trabajar a los ociosos. Un sistema en el que una mirada baste para que el docente, sintiéndola sobre sí mismo, la interiorice hasta vigilarse a sí mismo. Un sistema soñado por el propio Bentham (véase Foucault, 2004), en el que el saberse continuamente vigilado sea fuente comprobada de conformismo y sumisión a la autoridad.
Aun dando por bueno que nuestra sociedad está muy preparada en términos tecnológicos (lo que puede ponerse seriamente en duda gracias a numerosas excepciones que han pasado a primer plano durante la pandemia), lo cierto es que la crisis ha puesto sobre el tapete lo poco preparados que estamos en términos antropológicos. Ni siquiera sabemos gestionar cuestiones cotidianas como qué hacer con el tiempo libre que tenemos o cómo explicar el fenómeno de la muerte a un pequeño de cuatro años. No necesitamos más tecnologías que ahonden en el modelo de ciudadano irresponsable e infantilizado que procuran moldear; lo que necesitamos es un caminar juntos (en sentido metafórico pero, también, literal) hacia una responsabilidad colectiva que nos permita cambiar el sistema sobre la base de una sociedad justa, igualitaria y próspera (Freire, 1996, 2007; Giroux, 2001). Es lo que se ha dado en llamar conscientización (Darder, 2017; Freire, 2007), ese despertar un deseo en la sociedad por cambiar las condiciones existentes de injusticia y desigualdad.
No dudo que la omnipresente economía va a ponernos las cosas difíciles: los próximos meses la ciudadanía estará más empobrecida, se anunciarán recortes económicos, se nos pedirá “arrimar a todos el hombro” para salvar al Estado (cuando, en realidad, a quien estaremos salvando será al mercado) y viviremos con cierta desconfianza hacia el otro porque, al fin y al cabo, yo soy primero que los demás (Badiou, 2020). Pero también cabe la posibilidad, por pequeña que sea, de que la crisis saque a la luz que el verdadero problema es depender de un sistema capitalista y mercantilista que debilita nuestra capacidad de trabajar juntos, de colaborar y de oponernos con garantías de éxito a las injusticias sociales (De Sousa Santos, 2020; Harvey, 2020; Zîzêk, 2020). Puede ser el momento de recuperar la fraternidad robada en la Revolución Francesa y, con ella, conservar nuestra libertad. Si no luchamos contra lo que nos parece inevitable, nunca sabremos si podríamos haberlo evitado.
No obstante, todo parece indicar que las cosas van a ir en sentido contrario. Desde antes de la pandemia la situación en los centros educativos estaba comenzando a cambiar. Como nos comentaba una amiga a mi mujer y a mí allá por el mes de noviembre del pasado año, en su centro escolar (concertado, eso es cierto) iban a someter al profesorado a una evaluación de sus capacidades docentes por parte de las familias, el alumnado y las propias compañeras y compañeros. Una evaluación distópica digna de la serie Black Mirror, en la que la ciudadanía se puntúa entre sí para delimitar e informar el nivel de confianza que cada persona posee. Esta práctica, como explica nuestra amiga, iba a ser preceptiva, no pudiendo en ningún caso oponerse a ella. Que quisieran adornar la evaluación con un toque buenista (“nos han dicho que únicamente valorarán nuestros puntos fuertes, no los débiles”) no la hace menos peligrosa. Por otro lado, y como no puede ser de otro modo, será una evaluación anónima: nos gusta observar a los demás mientras miramos sin ser vistos; pero ser observado por los demás genera presión e irrita, pues es difícil identificarse –al menos el 100% del tiempo– con esa imagen impecable de docente rebosante de fortalezas y feliz de la que hablábamos anteriormente.
En la conversación recordamos que, hace pocos años, un reconocido filósofo español reconvertido en experto educativo empezó a hacer una especie de campaña por la evaluación docente, sembrando la semilla de la situación actual. Entre sus sencillas ideas –esas que suelen calar hondo en el colectivo– se encontraba la de que “los buenos profesores no pueden cobrar lo mismo que los malos”7 . Esas ideas sencillas que, en contextos complejos, acaban generando resultados imprevisibles y, por lo general, perniciosos. No obstante, es un discurso sencillo que puede introducirse fácilmente en el subconsciente: el hecho de que retribución docente debería estar ligada a la eficacia y eficiencia del profesor. Asimismo, el experto expone como ejemplo la política educativa Measures of Effective Teaching, desarrollada por alguien tan ajeno al ámbito educativo como Bill Gates y cuya medida estrella consiste en instalar cámaras en las aulas para vigilar al profesorado. Se muestra convencido de que este tipo de medidas podrán ayudar a mejorar la calidad docente y, en consecuencia, prestigiar y dar el protagonismo al educador. Pues bien: ahora esas cámaras las tenemos instaladas en nuestras aulas pagadas por nosotros mismos, funcionando gracias a nuestros propios recursos y haciendo pública la intimidad de nuestros hogares. Ni el mismísimo Bill Gates habría imaginado una jugada mejor. Si a día de hoy las cámaras son un elemento más de nuestra enseñanza, ¿cómo no creer que esta vaya a ser una realidad generalizada en la educación pública, sostenida con fondos públicos y, por tanto, sometida a una mayor rendición de cuentas?
Por lo general, las políticas educativas tienen poco de política y menos de educativo (Fernández Liria et al., 2017). Estas políticas se enmarcan en una agenda de nueva gestión pública, de rendición de cuentas, financiación competitiva y elección de centros. Al mismo tiempo la situación actual de la COVID-19 –a la que hay que añadir la sombra de una de las mayores recesiones económicas a las que nos vayamos a enfrentar a corto plazo– lleva a desconfiar de los sistemas públicos y a la convicción, por parte de no pocas personas, de que es necesario reducir el gasto y el déficit públicos (Díez Gutiérrez, 2018). Esta racionalización de la inversión pública, que se traduciría en nuevos recortes de la financiación educativa, pretende sustentarse en la idea de que la escuela pública no ofrece servicios de calidad (Fernández Liria et al., 2017). Para corroborarlo, desde mis inicios en la profesión hasta hoy han ido emergiendo con fuerza diferentes propuestas educativas neoliberales centradas en la evaluación del docente con fines de control, todas ellas vinculadas a políticas de castigo e incentivos (véase, entre otros, Castro Orellana, 2009; Fernández Liria et al., 2017; González-Calvo, 2020b; González-Calvo & Arias-Carballal, 2018; Lorenz, 2012). Por poner algunos ejemplos, es habitual en la enseñanza universitaria el aumento o disminución de las horas docentes (como si la docencia fuera un castigo) en función de si la productividad investigadora es mayor o menor, los sexenios asociados a la labor investigadora exclusivamente y/o la gestión de la calidad de la actividad docente mediante el programa Docentia; en el caso de la enseñanza no universitaria, es considerable la vigilancia de la administración educativa por medio de la cumplimentación de formularios en torno a los quehaceres didácticos y pedagógicos y/o la aplicación de nuevas estrategias de gestión empresarial aplicadas a la enseñanza que favorecen el control y la productividad (Fernández Liria et al., 2017). Es un tema polémico y sensible, del que no resulta sencillo hablar. El que se dedica a la enseñanza no es, por lo general, partidario de este tipo de medidas; los que lo viven desde fuera desconfían del docente y me preguntan cómo es posible, si no hay nada que esconder, por qué no soy partidario de someter la profesión a una evaluación externa objetiva y rigurosa. Por supuesto que en la enseñanza, como en cualquier otra profesión, existen docentes con evidente desgana, que no alcanzan los mínimos requeridos, a los que la desidia les acompaña día tras día, que fundamentan su trabajo exclusivamente en el resultado final sin atender a si el proceso desarrollado ha sido el correcto, etc. Y, a sabiendas de que es importante incluir diferentes realidades y puntos de vista para abordar la situación, entiendo que hacer que el educador esté continuamente evaluado, controlado y supervisado no va a mejorar nuestra profesión. Por otra parte, podríamos plantearnos si sería el recurso óptimo para cualquier otro empleo en tanto que, como digo, buenos y malos profesionales hay en los diferentes sectores laborales. Con todo, el contexto de “escasos recursos” que parece estar esperándonos a la vuelta de la esquina lleva implícito el sello de fomentar la competencia por obtener recursos económicos en el campo educativo bajo la premisa de que, además de racionalizar el gasto, se garantizará una mayor calidad de la enseñanza al verse los centros obligados a competir entre sí. Nos jugamos unas migajas que, o van a parar a nuestra escuela, instituto o universidad, o van a parar a las demás.
¿Era esta la educación en la que creía? ¿Qué sucederá ahora si las cosas, cuando no estaban tan mal, ya no iban bien? Me siento agotado y presionado a competir con otros compañeros de profesión y, de manera más o menos directa, estamos “avergonzando” públicamente a aquellos centros/profesores que no reciben financiación competitiva. A modo de ejemplo, no lejos de donde vivo se sitúa el instituto de enseñanza secundaria que, en el Informe PISA de 2016, obtuvo los mejores resultados a nivel nacional8 . Este reconocimiento ha llevado a que en el centro sea mucho mayor la demanda que la oferta de plazas para los alumnos. Para los centros cercanos, es constante la comparación de sus medidas educativas con las del centro de referencia, siendo habitual que sus docentes se sientan culpados y avergonzados por no haber alcanzado una puntuación superior (Díez Gutiérrez, 2018; Díez Gutiérrez, 2012; Fernández Liria et al., 2017). Se nos insta a competir entre nosotros e, indefectiblemente, eso lleva a un deterioro de las relaciones profesionales con otros compañeros, la pérdida de estatus y confianza en las propias posibilidades y, como se explicó anteriormente, un aumento de tareas burocráticas.
Desde mi situación a pie de aula (o desde la silla frente al ordenador desde la que ahora desempeño mi profesión) me resulta sencillo criticar estos sistemas de evaluación. No es que no quiera ser transparente en mi profesión, ni hay nada que tenga que esconder. El problema es que la evaluación docente no se puede relegar únicamente a las habilidades técnicas ni a competencias fáciles de medir, las cuales no siempre se relacionan con una práctica pedagógica exitosa (Apple & Beane, 2005). Tampoco se tienen en cuenta las condiciones de partida: hay escuelas con mayor desigualdad económica que otras y escuelas que cuentan con mayor número de alumnado con dificultades de aprendizaje que otras, por poner tan solo dos ejemplos. Sin tener en cuenta el punto de partida, es fácil caer en afirmaciones falsas como que las escuelas privadas son mejores que las públicas, o las de unas circunstancias socioeconómicas particulares que las de otras. Lo que me preocupa sobremanera es la situación de vigilancia a la que nos someten desde ciertas instancias políticas. En este curso 2019/2020, incluyendo los trimestres pre-COVID y post-COVID, mi margen de maniobra para definir lo que puedo/debo enseñar es el menor de toda mi carrera. Ahora son los “expertos en currículo” quienes deciden qué y cómo debo enseñar, empleando sistemas de educación simplistas, cuantitativos e ideados “desde arriba”, sin tener una visión real de lo que acontece en las aulas, ensanchando la brecha entre realidad docente y verdad político-gestora.
Observo, preocupado, lo complicado que es ser el docente que uno querría ser. La tensión actual en torno a mi profesión radica en torno a interrogantes como de qué manera puedo ser cauto en mis enseñanzas pero, al mismo tiempo, cumplir con mi obligación de formar ciudadanos críticos y respetuosos, o cómo se puede ejercer esta profesión sin miedos, sin coacciones, entre otros. Plantearme estas preguntas me reafirma en la idea socrática de que la dignidad es lo que hace que la vida merezca la pena ser vivida. Por ello, y aun estando preocupado por las posibles consecuencias laborales de mi falta de asepsia, he de servir de ejemplo para mi hijo y para mi alumnado. De este modo, me muevo entre la objetividad y la subjetividad, cumpliendo con los objetivos de aprendizaje de mis asignaturas y luchando contra el anquilosamiento de mi espíritu ético. Estoy convencido de que se me paga para ofrecer conocimientos al alumnado que obedezcan al rigor científico; pero, al menos hasta hoy, sigue en parte íntegro mi convencimiento para que mis enseñanzas conecten con las vidas y experiencias del alumnado, sirviendo al compromiso cívico, al bien común, al respeto y la reflexión crítica.
La ultraderecha y la derecha ultra de nuestro país, de las más fuertes de Europa, dificultan sobremanera mis pretensiones. Ya a inicios de curso, cuando la crisis sanitaria parecía más un asunto de ciencia ficción que una realidad cercana, se lanzó la campaña del “pin parental” reclamando a los centros escolares la “solicitud de información previa y autorización expresa para poder desarrollar contenidos curriculares sobre cualquier materia, charla, actividad […] que afecte a cuestiones morales socialmente controvertidas o sobre la sexualidad”9 . “Si fuéramos todos un poco más consecuentes, veríamos claramente que el currículo está impregnado de ideologías que, de un modo u otro, adoctrinan al alumnado”, recuerdo haberle dicho a una compañera en una conversación distendida. Los libros de Educación Física y su visión hegemónica de lo masculino; los libros de Historia y su indudable perspectiva eurocéntrica; los libros de Lengua y de Ciencias, en los que la gran mayoría de referentes culturales y científicos que aparecen son varones; y qué decir de los contenidos de Religión y su visión restrictiva de nuevos modelos de familia y sexualidad…, son solo algunos ejemplos en los que los valores ideológicos están presentes en el currículo y en lo que enseñamos en el día a día. Se me vienen a la cabeza recuerdos de cuando defendí mi tesis doctoral, en la que aparecían postulados de Lawrence Stenhouse, Paulo Freire, Donald Schön, Alice Miller… Estos autores y autoras defendían la idea de considerar al docente como un profesional reflexivo y orientado hacia la indagación, un investigador en el aula e intelectual crítico con su propia actuación profesional. Todo lo contrario de lo que ahora, desde ciertas instancias políticas, se pretende. La libertad de cátedra se ha convertido en algo a estudiar por los arqueólogos del futuro, al igual que nuestros derechos como trabajadores. Si en su tiempo se creía que la educación habría de servir para tratar los temas controvertidos en clase generando un diálogo reflexivo y mediante el empleo de documentación fidedigna, protegiendo (e, incluso, alentando) las diferentes opiniones del alumnado, hoy la educación se diseña y se ofrece al aprendiz en pequeñas parcelas alejadas de su experiencia particular, de las circunstancias problemáticas de su cotidianeidad y del espíritu crítico y democrático que tendría que caracterizarla.
Sin embargo, hay docentes que siguen impulsando el debate, el diálogo constructivo y el espíritu crítico y reflexivo, facilitando que el aula pueda convertirse en un laboratorio de ciudadanía democrática (véase, entre otros, Díez Gutiérrez, 2018; Dvir & Avissar, 2013; Fernández Liria et al., 2017; González-Calvo & Arias-Carballal, 2017, 2018). No lo tenían sencillo antes de la irrupción de la ultraderecha; ahora, sumando la ocurrencia del “pin parental” con las voces que se alzan en torno a una enseñanza virtual y vigilada debido a la crisis sanitaria, tendrán que pensar en estrategias realmente ocurrentes si quieren continuar trabajando ese pensamiento crítico, reflexivo y democrático.
Sea como sea, como docente siento que tengo muy poca voz y nunca voto, llevando a que me sienta cada vez más cohibido y amenazado. Los sistemas político y familiar, con mucho poder de decisión e influencia en el contexto educativo, vigilan cada paso de los docentes, quizá a la espera de un tropiezo. En medio de todo ello están los discursos; la educación se imbrica en un discurso que se trata de imponer por todos los medios y que dañan a la escuela pública y sus docentes. Elementos sutiles que, como explican Laval y Dardot (2018), hacen que lo más fácil sea dejarse llevar, hacerse cómplice; se empieza hablando esa lengua y se acaba viviendo de una manera determinada.
La tensión de la historia reside en las preguntas de ¿cómo podemos ser cautos en la profesión y, al mismo tiempo, cumplir con nuestra obligación moral de formar a ciudadanos críticos, respetuosos y dialogantes?, ¿cómo podemos ejercer sin miedos, sin coacciones?, ¿cómo ejercer nuestra profesión y nuestra libertad de cátedra sin imposiciones? Basta leer las escalofriantes revelaciones de Edward Snowden en las que habla de la vigilancia masiva online para darse cuenta de lo sencillo que es tenernos controlados. Así, los dispositivos que se están implementando ahora mismo en pro de una enseñanza virtual, como cualquier otro tipo de dispositivo introducido en tiempos de crisis, es probable que hayan venido para quedarse. Si tenemos en cuenta, además, que no tenemos idea de cuánto durará la pandemia que estamos sufriendo, se hace comprensible que lo que se quieran buscar sean modelos eficaces capaces de dirigir y controlar a la población (entre la que nos encontramos en pleno epicentro los docentes). Se están reescribiendo las reglas de la “democracia” para adaptarlas a un sistema de geolocalización de teléfonos móviles, sistemas de calificación social que controlen cada momento de la vida cotidiana, reconocimiento facial, drones de vigilancia, aplicaciones que midan la temperatura corporal, la dieta y hasta la conveniencia de las amistades que frecuentamos (De Sousa Santos, 2020; Han, 2020). Puede que los docentes seamos de los primeros conejillos de indias a la hora de implementar estas medidas. Nadie (yo tampoco) quiere contagiarse del virus; pero el caso es que, si esto es el panóptico, si esta es la sociedad y la profesión que me espera, si pretenden privarnos de formas de ser y existir que son la vida misma, reivindico mi derecho a poder contagiarme. Cultivar el contagio, exponernos al contagio y, como explica María Galindo de forma magistral (Galindo, 2020), desobedecer para sobrevivir.
Son habituales en los medios de comunicación y en los discursos políticos los símiles que comparan la actual crisis sanitaria con una guerra. Quizá porque procuro siempre alejarme de perspectivas belicistas, el caso es que no puedo estar menos de acuerdo en la comparación. Esta situación no es una guerra; aunque algunos se empeñen en ponerle rostro al virus para favorecer su perspectiva complotista, no hay un sujeto contra el que luchemos, no hay otro al que podamos implorar ni con el que estemos en situación de negociar. Esta situación es una crisis y, si las cosas no cambian, si no aprendemos la lección, otras vendrán después de esta, bien en forma de crisis virológica, bien en forma de crisis ambiental o en cualquier otra forma. Sabemos que, en el peor de los casos, podemos perderlo todo; sabemos que, en el mejor de ellos, nunca podremos ganarlo todo. Por esto, decir que la respuesta a la pandemia y el modelo social que tiene que surgir a raíz de ella es de tipo tecnológico es huir hacia adelante con una lógica incorrecta, ilusoria y condenada al fracaso. Medidas como la sustitución de profesores por software, la intensificación de la jornada laboral y la constante supervisión de la labor docente, la dificultad para desligar la parcela personal de la profesional y la nula relación interpersonal entre profesorado y alumnado son solo algunas de las consecuencias derivadas del posible aumento de la tecnología en el contexto educativo. No obstante, las empresas tecnológicas parecen muy interesadas en hacer uso de las instituciones públicas para consolidar y expandir sus negocios privados (Google, Microsoft, Telefónica y editoriales como Edelvives o Santillana son solo algunos ejemplos), convirtiendo así la enseñanza en un instrumento de consumo y producción de capital humano para provecho de ciertas corporaciones. Son reveladoras, en este sentido, las palabras de la actual Ministra de Educación cuando proclama que “la educación es el principal motor económico”10 . Todo ello sin olvidar la vigilancia y la burocracia a la que estamos sometidos se erigen en instrumentos de poder que se están convirtiendo en inseparables de la enseñanza. Se trata de llevar a cabo una gestión autoritaria, implantar una aritmética moral en la que las normas son impuestas por un sistema político y donde el temor a la sanción es el motor de su cumplimiento. Bien pensado, es el mismo sistema que las y los docentes, aplicamos con el alumnado, solo que ahora somos nosotras y nosotros quienes estamos en el punto de mira.
En este panorama y en este momento de la historia se espera de los docentes que cumplamos con los requisitos del sistema escolar: sometimiento a los contenidos curriculares establecidos por ley, ajuste milimétrico a las enseñanzas del libro de texto, rendición de cuentas permanente de todo lo que hacemos y, sobre todo, mutismo. Mucho mutismo. Conductas, todas ellas, que llevan al conformismo, la indiferencia y la convicción de que las aulas son espacios de enseñanza, pero no de educación.
En la medida en que mi vida está atada a mi profesión, mi capacidad para construir otra vida dependerá de cómo pueda de-construir o re-interpretar mi profesión. No es una tarea sencilla, pues el sistema educativo neoliberal y el clima político imperante en España ansían que el docente suprima su propia voz, adopte la omnisciente y todopoderosa voz de la academia y mantenga la boca cerrada acerca de la política educativa y cultural que impregna el interior de las aulas escolares.
Los que nos dedicamos a la enseñanza pública estamos en un momento crítico. El clima neoliberal no ayuda a que podamos agruparnos, luchar juntos por mejorar nuestras condiciones y reivindicar una mejora del sistema. Estamos en un momento en el que lo que importa es el “ser tú mismo y preocuparte únicamente por ti” (González-Calvo, 2020a, 2020b). Asimismo la sobrecarga de trabajo y de horarios, la nefanda gestión educativa en estos tiempos de pandemia, la falta de medios para hacer frente a las exigencias de la profesión educativa y la nula participación del cuerpo docente en las decisiones políticas que se pretenden diseñar a partir de ahora lleva al profesorado a padecer una fatiga mental y emocional de la que tardará (si lo hace) en recuperarse. Pese a todo, considero que existe un atisbo de esperanza entre tanto desconsuelo y la confianza en que otro futuro puede ser posible me da a entender que todavía tengo ideales, aun cuando estos se encuentran bastante debilitados. Por otra parte, entiendo que no todo tiene por qué verse de forma negativa. Es posible que algunas de las nuevas tendencias educativas tengan su parte buena e inviten a pensar en ellas como una vía interesante. No obstante, a día de hoy parecen claras sus limitaciones y problemas relacionados con la falta de atención personalizada en grupos grandes, los problemas de aprendizaje ante la falta de interacción directa, los problemas de organización para profesorado y alumnado, la sensación de aislamiento y el exceso de responsabilidades docentes (Delfino & Persico, 2007; Di & Ying, 2019; Protopsaltis & Baum, 2019), entre otras.
A diferencia de Gilgamesh, yo no busco la inmortalidad. Me conformo con encontrar la supervivencia en un contexto que pinta sombrío. En mis inicios en la profesión era alguien más joven, valiente, decidido, soñador; alguien capaz de luchar y vencer a sus miedos. Años más tarde, más maduro, más reflexivo y, con total seguridad, más temeroso, está por ver si podré salir “con vida” de una profesión que considero cada vez más dura y deshumanizada. Con todo y con ello, no concibo que hasta hace relativamente poco tiempo me preocuparan aspectos como educar al margen del negocio neoliberal educativo, mantener mi aula (y mi identidad profesional) alejada del mercantilismo e intentar desarrollar una pedagogía social y hoy mi planteamiento sea el de aislarme de todo mercantilismo educativo y dejar de lado todo lo que sucede. A sabiendas de que el pensamiento aristotélico define el comportamiento virtuoso como aquel que se alcanza teniendo como referente el término medio (Aristóteles, 2009), siento que he de decantarme hacia un extremo u otro. Si lo único que puedo hacer es ofrecer ideas y experiencias a la comunidad que desafíen sus suposiciones acerca de nuestra labor, permitiendo que se acerquen a las aulas y compartiendo tiempos y espacios en ambientes relativamente seguros que posibiliten un acercamiento sobre las diferentes maneras de ver, sentir y estar en el mundo, entonces que así sea. Si no somos capaces de ello, escuela y comunidad estaremos cada vez más alejadas la una de la otra. En estos momentos, quedan vestigios de sentimientos de pertenencia al resto de la comunidad; ella es una parte importante de mí y, como educador, soy parte importante de ella. Lo que queda de esta convicción es lo que me da fuerzas para seguir levantándome cada día para ir a trabajar (o, ahora, para trabajar desde casa), tomando demasiada cafeína (la sociedad del rendimiento es sinónimo de sociedad del dopaje), viviendo demasiado deprisa y conteniendo demasiadas palabras de desengaño acumulado.
Por el momento, sigo vivo y coleando en esta cada vez más tenebrosa profesión. Y, sin ser optimista (el optimismo, al fin y al cabo, es una sensación que inactiva la revolución), me refugio en la esperanza. Es la esperanza la que me confirma que el presente es defectuoso, que hay mucho que cambiar, pero con una cierta garantía de que si ese cambio acontece, nuestro presente y nuestro futuro serán mejores. No puedo no tener esperanza. Las alternativas serían estar desesperanzado y, en consecuencia, no hacer nada al creer que todo esfuerzo es inútil o, bien, estar desesperado y dispuesto a hacer cualquier cosa aunque vulnere mi conciencia ética. No hay duda de que los diferentes caminos que empezaremos a recorrer los docentes a partir de la pandemia serán complicados. Por eso, es importante que abriguemos algo de esperanza para hacer más llevadero este camino de precariedad, ceguera y excesos.
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1 Véase, a modo de ejemplo,
[http://corporate.danone.es/uploads/tx_bidanonepublications/20052020_NdP_Aprender_en_casa.pdf] o
[https://www.seidor.es/content/seidorweb/es/blog/efecto-post-covid-19-educacion.html] [acceso el 21.6.2020].
2 https://www.infolibre.es/noticias/politica/2020/04/25/el_covid_dibuja_una_universidad_online_para_proximo_
curso_profesores_estudiantes_piden_mas_recursos_didacticos_acabar_con_brecha_digital_
106198_1012.html [acceso el 1.5.2020].
3 https://www.educacionyfp.gob.es/servicios-al-ciudadano/estadisticas/recursos-economicos/gasto-publico.html
[acceso el 20.4.2020].
4 https://www.elconfidencial.com/economia/2017-06-16/rescate-bancario-coste-perdido-banco-espana- bde_1400328/
[acceso el 20.4.2020].
5 https://consejoescolardecanarias.org/tareas-de-gestion-docente-propuestas-de-reduccion-de
-la-burocracia-en-los-centros-educativos/ [acceso el 6.4.2020].
6 https://www.eldiario.es/catalunya/Pekka-Tukonen-Finlandia-inspectores-educativos
_0_360814008.html [acceso el 9.4.2020].
7 https://elpais.com/politica/2015/11/01/actualidad/1446406921_509380.html [acceso el 11.10.2019].
8 https://www.telecinco.es/informativos/sociedad/Instituto_Parquesol-informe_PISA_2016_2_2288505078.html
[acceso el 27.06.2020].
9 https://www.voxespana.es/biblioteca/espana/pdf/gal_75c8dd180627023531.pdf [acceso el 11.20.2019].
10 [https://www.elconfidencial.com/espana/2020-06-16/gobierno-programa-digitalizacion-
educacion-260-millones_2641295/] [acceso el 30.06.2020].