EXPERIENCIAS
EXPERIENCIAS
Autorregulación, juego libre en la naturaleza y gestión del riesgo.
Una experiencia creadora
Self-regulation, free play in nature and risk
management. A creative experience
Larraitz Altuna Gabilondo1
Recibido: 14 de noviembre de 2019 Aceptado: 31 de diciembre de 2019 Publicado: 31 de enero de 2020
To cite this article: Altuna, L. (2020). Autorregulación, juego libre en la naturaleza y gestión del riesgo. Una experiencia creadora. Márgenes, Revista de Educación de la Universidad de Málaga, 1 (1), 183-197
DOI: http://dx.doi.org/10.24310/mgnmar.v1i1.7129
1Larraitz Altuna Gabilondo 0000-0002-2962-3063
Departamento de Historia y Teoría de la educación.
Universidad del País Vasco. Asociación Bihotz Inguru baso-eskola elkartea
larraitz.altuna@ehu.eus
RESUMEN
En el presente artículo se realiza una reconstrucción de una experiencia singular en una escuela bosque del País Vasco que se caracteriza por el componente dinámico en la construcción de sentidos compartidos en contextos de juego libre. A través de una experiencia concreta y situada, se narra un proceso de metamorfosis que hace hincapié en pautas de autorregulación de los riesgos asociados al juego libre en la naturaleza. Un proceso que ha hecho posible enriquecer la experiencia y la práctica pedagógica yendo más allá de las realidades objetivadas y cristalizadas en hábitos sociales para hacer emerger soluciones novedosas.
Palabras clave: gestión de riesgos; pedagogía no directiva; juego libre en la naturaleza
Abstract ism for regulating the academic market
In this article is carried out a reconstruction of a singular experience in a forest school of the Basque Country, characterized by the dynamic component in the construction of shared senses in playing contexts. Through a concrete and situated experience, a metamorphosis process is narrated that emphasizes patterns of self-regulation of the risks associated with free play in nature. A process that has made it possible to enrich the experience and pedagogical practice by going beyond the realities objectified and crystallized in social habits to make new solutions emerge.
Keywords: risk management; free play in nature; non directive pedagogy
1. INTRODUCCIÓN
Desde hace varios años existe una escuela bosque en el monte Ulia de Donostia. Se trata de un proyecto de educación infantil al aire libre que se desarrolla en un área boscosa a escasos metros sobre el nivel del mar, dentro del término municipal de la ciudad. Los dos principales rasgos del proyecto pedagógico de Bihotz Inguru son la no directividad y juego libre. Sus fundamentos básicos son la actividad espontánea, la experimentación no dirigida y el juego libre en la naturaleza como estrategias de desarrollo en los procesos de crecimiento de los niños.
Los principales principios pedagógicos que guían la actuación del equipo educador son: cultivar relaciones y vínculos de confianza como base de procesos de aprendizaje estructurados en torno a la curiosidad innata; proporcionar seguridad física y afectiva; dar sostén a las necesidades fisiológicas, emocionales y afectivas del niño con coherencia y consistencia, desde el amor y el respeto; respetar la capacidad de actuar del niño a partir de sus propia iniciativa y de acuerdo con sus características madurativas y psicológicas, sin manipular sus intereses. El respeto de la libertad de decisión de los niños implica, a su vez, fomentar que éstos se pongan en contacto con su propio sentir. En tal sentido, ejercer libertad es querer lo que se hace más que hacer lo que se quiera.
Otro dato interesante para ubicar al lector es que el ratio máximo por acompañante adulto es de 6 niñas y niños, siendo que muchas veces ese ratio está por debajo del máximo.
2. ENFOQUE DE PRÁCTICA INVESTIGADORA
Con la idea de avanzar en una comprensión reflexiva de la labor educativa en la escuela bosque Bihotz Inguru se concibe la investigación o la indagación investigadora como pauta de trabajo cotidiano. Así, se busca integrar el acompañamiento, la observación, el diálogo, la reflexión y la intervención como distintas fases o momentos que vienen a completar la función educativa.
La experiencia que se presenta en estas líneas se nutre de ese enfoque de investigación acción y es el resultado de abrir un campo de experimentación. Lo característico del experimento de campo, sería trasladar una pregunta, un problema de estudio al mundo real a modo de constraste. Sin embargo, el enfoque de esta práctica investigadora es bien distinto. Más que un artefacto cerrado y delimitado, lo que se ha fomentado es una actitud de apertura hacia la experiencia y el acontecimiento, de tal modo que en todo caso, la condición de cierre, es la apertura. Siguiendo una larga tradición que se remonta a autores como Dewey (Dewey, 1952; 2007) Merleau-Ponty (Merleau-Ponty, 1962) o Varela (Varela, Thompson y Rosch, 1992) y que en la actualidad tiene continuidad en el enfoque enactivo (Nöe, 2005; Thompson, 2007), el punto de partida de este proceso de elaboración e interpretación práctica es la acción situada. El actuar de los niños en un marco de juego libre en la naturaleza. Sabemos que el juego es un marco privilegiado para el aprendizaje y ahora no vamos abundar en ello. Nos basta con subrayar —siguiendo a Roser Vendrell— que el juego es una actividad agradable y placentera en tanto que libre. El niño o la niña decide qué actividad emprender, según sus intereses y su curiosidad. Por lo mismo, suele ser gratificante. Le ofrece la posibilidad de tomar decisiones y de valorar las consecuencias, de enfrentarse a retos y de superarse a sí mismo. Comporta un espacio de descubrimiento, de expresión y de conocimiento de su medio circundante. También es un espacio de interacción social y de desarrollo de relaciones sociales portadoras de referencias culturales propias de su grupo social. Simultáneamente ofrece al niño la posibilidad de elaborar una identidad propia y significativa respecto a los otros y al medio (Vendrell, 2009).
En lo que sí vamos a insistir es en el carácter situado de la acción lúdica. No es casual que la expresión tener lugar tenga una doble acepción que también incluye “suceder” o “acontecer”, de tal manera que si algo no tiene lugar no acontece (Deligny, 2015). Bajo esta perspectiva, el acontecer no es previo a la situación que le da lugar. El componente situacional se vuelve central, adquiere un estatuto constitutivo respecto de la acción. La situación de acción no es externa, ni circunstancial a la acción. No es sólo el “terreno para la ejecución, que ya tenemos preparada, de nuestras intenciones. Nuestra percepción de la situación está prefigurada en nuestras capacidades de acción y en nuestras actuales disposiciones prácticas” (Joas, 2013, p.217). De igual forma, no cabe pensar en una distinción entre sujeto y objeto, entre mente y cuerpo, entre dentro y afuera.
En ese sentido, esta experiencia se ha conformado creando las condiciones para abrir un campo de experimentación, como una zona de indeterminación (Deligny, 2015). Una zona donde las cosas que suceden no están previstas ni organizadas de antemano, como tampoco está definido de forma previa el foco de nuestra atención. O por decirlo más claramente, lo que se va a ser el objeto de estudio y de elaboración conjunta. La experiencia marca la pauta de los aprendizajes por hacer.
Una de las metodologías de trabajo que se acopla relativamente bien a este enfoque es la Investigación Acción o Investigación Acción Partipativa —según sea la tradición disciplinar y el ámbito de aplicación— como proceso de auto reflexión de carácter cualitativo. Un enfoque abierto orientado al cambio y a la mejora desde la autoconciencia de las personas acerca del rol que desempeñan en dicha apertura al cambio. Tiene una finalidad práctica, una intención de “hacer algo”, de generar un efecto en un contexto social dado y por lo mismo, se relaciona con problemas prácticos que no pueden ser concebidos fuera del contexto en el que surgen (Boarini, 2018). Es un enfoque donde confluyen la práctica educativa, la reflexión y la investigación. Una praxis reflexiva y situada que brota de una apuesta por parte del equipo pedagógico.[1]
Rompiendo con la clásica división entre el sujeto que conoce y el objeto de estudio, la práctica de investigación acción que se promueve está a un paso del enfoque socio-hermeneútico que valida la dimensión dialógica e interpretativa de los procesos de investigación (Alonso, 2013; 2003). El objeto de análisis en el que están implicados, ahora sí, educadores y educandos es la práctica educativa; una práctica que permanece abierta a la permanente “adecuación de sus propias teorías tácitas en la acción” (Carr, 2007, p. 95). La figura de educador-investigador está dispuesta a cuestionar su intervención y a problematizar lo que hace con el objetivo de mejorar la práctica profesional (Latorre, 2003; Boarini 2018, p.136) y la conciencia auto reflexiva se alcanza a través del diálogo y la interpretación.
Comprender el significado de las acciones de los sujetos implica entender el sentido que ellos mismos le conceden en un acto de encuentro intersubjetivo (Alonso, 2003). Se trata de un “entendimiento mutuamente compartido que permite volver transparentes las insuficiencias de la comprensión inicial de cada participante y retener lo valioso en un entendimiento más completo e integrado de la situación” (Carr, 2007, p.107).
Desde tales parámetros, en las siguientes páginas se narra una experiencia práctica en una escuela bosque del País Vasco que se caracteriza por el componente dinámico en la construcción de sentidos compartidos en contextos de juego. Se trata de un proceso que ha hecho posible enriquecer la experiencia y la práctica pedagógica yendo más allá de las realidades objetivadas y cristalizadas en hábitos sociales, haciendo emerger soluciones novedosas y más concretamente, nuevas formas de regulación de los riesgos asociados al juego libre en la naturaleza.
La presentación que sigue no es una transcripción cronológica del proceso de metamorfosis en torno al vidrio/cristal, sino más bien una reconstrucción narrativa que acredita dicho proceso en sus aspectos más relevantes.
3. EL JUEGO AL AIRE LIBRE
La secuencia de acción que se presenta a continuación que se da en un contexto de juego libre, narra el encuentro inicialmente fortuito y posteriormente deliberado de vidrios en el terreno boscoso del monte Ulia y cómo se va dando un proceso de metamorfosis que da cuenta de la emergencia del cristal a partir del vidrio. Se documenta el cambio en la percepción y tratamiento de los vidrios, que a través de su integración en el juego simbólico pasa de ser un residuo urbano a formar parte del “hábitat” del bosque.
Los diccionarios generalistas nos dicen que la diferencia entre cristal y vidrio es una cuestión de orden. Los átomos y moléculas que componen el cristal, están dispuestos de acuerdo a sistema ordenado. Esa estructura interna ordenada da lugar a formas definidas con ejes y planos de simetría. Sin embargo, los átomos y moléculas que componen el vidrio están dispuestos de forma aleatoria. Los cristales son creados por la naturaleza y los hay de diferentes formas. El vidrio, sin embargo, por lo general es el resultado de un proceso industrial a base de fundir principalmente arena de sílice.[2]
Los niños juegan como si los vidrios fueran frutos de la naturaleza. Se manejan en ese campo simbólico, y en esa transformación el uso del vocablo cristal se ajusta a la perfección al campo simbólico de este juego infantil. El cristal es una manifestación de la palabra creadora que brota en el juego y como juego (Huzinga, 2012, pp. 201-262).[3]
Secuencia de acción
3.1. Secuencia de acción
Al inicio cuando los niños encontraban algún vidrio en el suelo del bosque de Ulia se les ponía un límite claro con el argumento de que su manipulación acarreaba una situación de riesgo y se podían hacer daño. A la hora de poner límites no abundábamos en explicaciones, era suficiente con señalar que se podían lastimar, en el entendido de que los adultos estaban para cuidarlos y no querían que se hicieran daño.[4] Los pedazos de vidrios se recogían del suelo y más tarde se depositaban en un contenedor. Así, el grupo se constituyó como un recolector improvisado de vidrio, haciendo funciones de guardabosques y fomentando cierta identidad pro-ambientalista, en su sentido más clásico.
Además de poner límites, la estrategia inicial era un tanto evitativa, en el sentido de que se trataba de buscar settings de juego más alejados del perímetro más próximo al aparcamiento que da acceso al bosque del monte Ulia, con la esperanza de no encontrar rastro de residuos urbanos como el vidrio; ya que, dicho sea de paso, el monte Ulia es un parque municipal que dispone de zonas boscosas y de recreo. Efectivamente, el vidrio era un residuo de riesgo y ese era el mensaje que trasladábamos a los más pequeños. La responsabilidad por la seguridad de los niños estaba por encima de otras consideraciones. La pauta educativa era, por lo demás, bien conocida. Se trataba de inculcar una norma social: la de que los niños no deben jugar con vidrio. Era una situación típica en el proceso de socialización e interiorización de una norma social aceptada por la mayoría. Sin embargo, el principio de “los niños no juegan con vidrios” que guió la actuación educativa en un momento inicial pronto se vio problematizada. Efectivamente, con el tiempo ese planteamiento se vio desbordado, por varios motivos.
En primer lugar, los vidrios no desaparecieron del paisaje forestal. Más cerca o más lejos de las zonas de recreo y de paseo más transitadas, los vidrios nunca llegaron a desaparecer de las áreas de juego. Al contrario, durante el ciclo otoño-invierno-primavera de 2017/2018 afloraron más vidrios. El motivo era sencillo: el subsuelo del monte Ulia está constituido por rocas areniscas y la acción erosiva de las persistentes lluvias y fuertes vientos, generaron más infiltraciones, corrimientos y pérdidas de suelo que en temporadas anteriores, de tal manera que en el suelo fueron aflorando más vidrios, semi-enterrados en la tierra. En segundo lugar, los niños y niñas no dejaron de sentirse atraídos por los vidrios que encontraban por los senderos que transitaban. En tercer lugar, esos mismos niños seguían un proceso de crecimiento y maduración, los de tres años ya estaban en torno a los cuatro años, y los de cuatro en torno a los cinco; sus habilidades manipulativas iban en aumento, igual que la conciencia sobre sus propios límites. Cada vez mostraban mayor sentimiento de seguridad sobre el terreno. Actuaban de forma novedosa y demandaban nuevas respuestas.
Con todo, el patrón de poner límites a la manipulación de vidrios empezó a manifestar signos de agotamiento y nuevamente fue motivo de problematización. La pauta de cómo proceder nos la fueron revelando los más pequeños. Bastaba una mirada atenta y una interlocución directa con los niños para advertir la metamorfosis que se venía sucediendo en torno a los dichosos cristales. En vez de insistir en la prohibición como mecanismo de prevención sino también como una forma de anticiparse al acontecer de los niños, se optó por observar dejando que la situación de acción tuviera mayor recorrido con la atención puesta en los niños. Se asumió el riesgo y se permitió el fluir de los niños en situación de juego. Ese estado de flujo (flow en inglés) se experimenta desde la inmersión completa y de atención plena. Cuando los pensamientos, los sentimientos y la intención se enfocan conjuntamente en la misma acción. Un estado óptimo de motivación intrínseca donde nos sentimos absolutamente inmersos en lo que estamos haciendo y nos procura una sensación de bienestar porque nuestro ser aparece unificado y auto centrado (Csikszentmihalyi, 1997).
En esas circunstancias, las interrogantes básicas eran: ¿Podemos confiar en que no se vayan a lastimar? ¿Tienen suficiente capacidad de autocontrol? Con algunas precauciones y reservas, elegimos seguir esa línea de intervención no directiva, que ya se venía aplicando como pauta general en el acompañamiento con los niños, y en una actitud más libre de prejuicios, se establecieron nuevas condiciones para observar experiencias novedosas objeto de elaboración.
En breve, fuimos observando que de los niños comenzaban a emerger nuevos significados en torno a los cristales. El juego con los cristales se iba enriqueciendo a base de creatividad, imaginación y representación. Para empezar, las propiedades emergentes de los cristales tales como la forma, la textura, el peso, el tamaño, el color cobraron nueva vida. Un acto de valoración hizo acto de presencia. En sentido figurado, el vidrio se tornó en auténtico cristal, y en esa mutación la materia se volvió digna de valor a los ojos de los niños. Ese valor nacido de la contingencia de la experiencia chocaba frontalmente con la consideración de residuo. Seguir tratando el cristal como residuo significaba no atender ni respetar el valor intrínseco que le acaban de conceder desde el universo infantil. Nuestra actitud de depositar los cristales en el contenedor se volvía inconsistente con la nueva práctica de los niños por lo que proyectaba: un residuo es por definición algo que no tiene valor, y por tanto, devaluaba e invalidaba ese reencantamiento del mundo al que nos estaban invitando los niños. En esa nueva simbolización el cristal no podía ser sometido funcionalmente a un sentido externo al mismo. Si queríamos mantener un reconocimiento recíproco teníamos que cambiar de actitud.
Durante las siguientes semanas hubo un brote del juego en torno a los cristales. La búsqueda, la recolección y la exhibición espontánea de cristales se convirtieron en una práctica fecunda y cotidiana. Al juego experimental y manipulativo le siguió el juego simbólico. Por ejemplo, se podía observar que iban estableciendo (discutiendo y consensuando) una escala de valores según el color del cristal.
- Niño 1: Te doy un cristal oro si me das dos verdes.
- Niño 2: Chicos, yo no tengo ningún cristal oro.
O disintiendo:
- Niño 1: ¿Dónde está mi cristal? Es un cristal de oro.
- Niño 2: Es un cristal de pis, porque el oro tiene color de pis.
Igual que acumular cristales, les proporcionaba mucho placer mirar a contraluz a través de los cristales de colores, y ver el mundo literalmente de otro color. Esta experiencia de filtrar la realidad con colores nuevos (oro, verde, rojo, blanco, amarillo, etc.) era excitante y los cristales-lupa circulaban entre los niños para que nadie se perdiera el acontecimiento.
- Niño 1: Se pone así.
- Niño 2: ¿Qué ves?
- Niño 1: Veo todo verde.
- Niño 2: Este está guay!
Unos iban aprendiendo de otros, y el gesto de elevar el cristal hasta la altura de los ojos para mirar a contraluz se volvió decenas de veces repetido. Más adelante, los niños fueron expresando deseos de llevarse a casa los cristales que iban recolectando durante la jornada, lo cual tampoco tenía nada de extraño si tenemos en cuenta que los tesoros se desean atesorar, pero esa solicitud, una vez que se hizo de forma reiterativa, nos planteó una nueva reflexión. Era evidente que sin la colaboración de los niños era casi imposible recoger todos los cristales que a lo largo de la jornada podían portar en mochilas y bolsillos. Además, las familias debían ser partícipes de lo que estaba aconteciendo en el bosque. En esas circunstancias, se planteó la necesidad de advertir a los padres y madres de las nuevas dimensiones del juego con los cristales. Al principio, se temía una reacción de censura por parte de las familias que, ajenas al proceso vivido en torno a los vidrios y su juego, sólo podían valorar el riesgo asociado a los cristales en manos de sus hijos. Y, efectivamente, en muchos casos así fue. En ese nuevo frente abierto, la vía para que se fueran desactivando los sentimientos de preocupación y ansiedad fue compartir con ellos lo que se estaba experimentado y mostrarles el carácter vivo de los procesos de aprendizaje en una perspectiva amplia que integraba la mirada del niño. Poco a poco, el ambiente se fue relajando y algunas familias incluso comenzaron a interactuar en la misma clave de juego que los niños. Otras, razonablemente siguieron albergando algunas dudas.
En todo caso, el asunto de qué hacer con el atesoramiento de los cristales todavía no estaba resuelto y aquello ameritaba una respuesta estable y definitiva. Un poco más adelante, aprovechando la activación de un espacio de reunión grupal semanal, se planteó verbalmente el asunto de los cristales con los propios niños de forma que entre todos se llegara a un acuerdo satisfactorio.
Los niños aportaron ideas y aceptaron depositar los cristales en unos tarros grandes de vidrio dispuestos a su alcance en el espacio edificado como campo base que también habitan los niños en el bosque. Actualmente ese acuerdo está vigente y es respetado por todos. La resolución definitiva y satisfactoria para todas las partes implicadas (educadores, educandos y familias) ha venido, finalmente, de la incorporación de los propios niños en el proceso de toma de decisión.
4. EL CRISTAL Y SUS COMPONENTES DE JUEGO
En torno al cristal se han experimentado buena parte de los componentes del juego, de cualquier juego.
Curiosidad y exploración. El cristal ha satisfecho la curiosidad y exploración innata de los niños. Los cristales están “ahí” en el suelo, pero hay que encontrarlos y esa búsqueda activa la curiosidad de los niños. A medida que el juego se expande y se resignifica, la motivación interna por encontrar “tesoros” aumenta.
Reto. La búsqueda de cristales plantea un primer reto, no sólo el de hallarlos en la tierra, junto a piedras, entre la hojarasca, entre raíces, etc. sino también el de ser más rápido que los demás en identificarlos en el terreno. El reto no acaba ahí, otro pequeño desafío es conseguir desprenderlos de la tierra. Muchas veces, los cristales se encuentran semi-enterrados, y desprenderlos supone poner a prueba ciertas destrezas de motricidad fina.
Exhibición. La exhibición de cristales como muestra de una potencialidad, más concretamente de una habilidad ante los demás compañeros de juego satisface ese impulso innato. La destreza de haber encontrado y sustraído de la tierra el cristal más grande, el más raro, el de tal o cual color, el más preciado o el mayor número de piezas de cristal, por ejemplo se vuelve en motivo de regocijo y alegría.
Placer. En torno a la búsqueda de cristales, al hallazgo, a la exhibición y al intercambio de cristales, por nombrar una serie de acciones regulares, se observa que los niños experimentan placer. Se divierten.
Creatividad. Desde los descubrimientos experienciales, pasando por las acciones transformadoras, los niños generan novedad y crean nuevas posibilidades de juego, como el mirar a través del cristal el paisaje dotando la realidad de nuevos matices.
Imaginación. El juego de los cristales activa la imaginación, el juego simbólico y el de representación. Dispara el jugar como si renombrando los cristales como metales preciosos, siendo conscientes de esa ficción. Es una actividad creadora. En ese sentido, los cristales han dado lugar a infinidad de situaciones para el juego simbólico, despertando la imaginación de los niños. Relatos de tesoros, de barcos, de capitanes, de mensajes ocultos y de piratas han sido ciertamente recurrentes.
Competición/Cooperación. En el juego de los cristales se combinan momentos de competición con secuencias de cooperación. A ratos los niños compiten por ver quién encuentra el cristal más grande, el más raro o quién acumula más cristales. A ratos, dentro del juego propiamente simbólico los niños intercambian cristales, los reparten y se obsequian entre sí como muestras de afecto y de generosidad.
Comunicación e interacción social. El juego de los cristales no es un juego individual, sin compañeros, ni adversarios. Es un vehículo de comunicación y de vinculación que conlleva sentirse parte de un grupo que comparte los mismos códigos.
4.1. Gestión del riesgo
En resumidas cuentas, los cristales han dado y siguen dando mucho juego. Según la situación el cristal ha sido un vehículo para crecerse delante de los compañeros, para mostrar generosidad, entablar relación, premiar a alguien, distinguirse, imponerse, integrar, crear mundos paralelos, etc. Por momentos, también es un juego que genera situaciones de tensión. Ocasionalmente, también se ha observado que algún niño ha utilizado el cristal como arma de amenaza hacia sus compañeros de juego para plegar la voluntad de éstos, aunque la amenaza nunca se ha cumplido. En este caso, el riesgo ya no es que un niño se haga daño a sí mismo manipulando el cristal, sino que intencionalmente haga daño a otro compañero o compañera de juego. Sólo excepcionalmente se ha convertido el cristal en instrumento de ataque y en ese caso, nuestra lectura es que lo relevante no es el material (un vidrio frente a una piedra o a un palo) sino la intención. Entonces, lo característico de la acción es el empleo de aquello que se tiene al alcance en el momento en que una emoción como la rabia o el dolor hacen erupción.
En un contexto de juego, en un grupo pequeño los niños se muestran cristales:
- Niño 1: Tú no tienes uno de oro
- Niño 2: Pero yo tengo en casa uno de oro. Yo no te voy a pinchar porque eres
mi amigo.
- Niña 1: No me pinches en el jersey.
- Niña 2: Pero, no me pinches, eh!
- Niño 1: ¿Encontramos más cristales?
Acto seguido el Niño 1 se dispone a buscar más cristales. Pocos minutos más tarde:
- Niño 1: He encontrado un cristal. Lo he encontrado, solo, solo, solo!
En ese momento el Niño 1 tropieza y se cae.
- Niña 1: ¿Estás bien, hijo? Yo me voy a trabajar también.
- Niño 1: Chicos, ¿cogemos más cristales?
- Niña 1: No somos chicos.
- Niño 1: Chicas, ¿encontramos cristales?
- Niña 1: No quiero. No quiero jugar con Niña 2
- Niña 2: Te regalo uno de oro (dirigiéndose a Niña 1)
Ocasionalmente, algún que otro niño se ha llegado a lastimar con algún cristal, y esas contadas experiencias han servido para reforzar en el grupo la conciencia del riesgo de jugar con cristales. El niño o niña que ha experimentado en su propia piel algún pequeño corte, ha tenido un aprendizaje negativo y es el primero en alertar a los demás de que tengan cuidado.
- Niña 1: Nunca más voy a jugar con cristales porque me he cortado!
El daño infunde respeto y ese respeto se transmite entre los niños con mucha fuerza. Estos pequeños accidentes aislados, sin embargo, no han significado una vuelta atrás a postulados directivos normativos. El punto de partida no es el inicial, hay un recorrido elaborado conjuntamente por grandes y pequeños. El flujo vital ha arrastrado lo instituido para cristalizar en un nuevo lenguaje y una nueva percepción de la realidad posibilitante y constitutiva.
En la literatura anglosajona están proliferando algunos trabajos de investigación recientes sobre evaluación de riesgos y beneficios del juego al aire libre que defienden la importancia del riesgo incorporado al juego como algo positivo y saludable. En el ámbito académico nos resultan imprescindibles los trabajos de Ellen Beate Hansen Sandseter (Sandseter, 2010; 2011) o de Fraser Brown (Brown, 2012). En un ámbito de influencia más abarcador, uno de sus más conocidos exponentes es Tim Gill:
Se puede decir que los adultos tendemos a subestimar la capacidad de gestionar los riesgos de los niños. No pretendemos negar que, cuando los niños reciben un cierto grado de libertad para jugar y aprender, suelen cometer fallos que, en determinadas ocasiones (en especial cuando se trata de situaciones retadoras y arriesgadas), pueden traer consigo accidentes. No obstante, pequeños accidentes y heridas no son en sí un problema, ya que los niños no solo se recuperan por completo de ellos, sino porque el aprendizaje en estas circunstancias es mayor. En general, los entornos al aire libre son espacios relativamente seguros, siendo jugar y aprender al aire libre más seguro que participar en muchos otros tipos de deportes y actividades lúdicas. (Gill, 2016, p. 4)
En la reconstrucción que hacemos en este artículo no hay una actitud idealizada hacia los vidrios; sabemos que el riesgo no ha desaparecido, que sigue siendo igual de real que al principio. No hemos pretendido exagerar en positivo las virtudes del juego de cristales, ni minimizar sus riesgos. El riesgo está ahí y posiblemente por esta vía los niños son más sensibles al mismo que si simplemente se les hubiera impedido siquiera tocarlos, sin olvidar todos los aprendizajes paralelos a los que ha dado lugar. La elaboración e interpretación de esta experiencia nos ha permitido apreciar la capacidad de gestión de esos riesgos por parte de los niños y avanzar en esa vía.
5. CONCLUSIÓN
5.1 De la heterorregulación a la autorregulación
Inicialmente el tratamiento de los cristales en el bosque era regulado de forma heterónoma e imperativa: no se puede jugar con cristales. Punto. Su tratamiento formaba parte de un proceso de socialización e interiorización de una norma social. Entonces, procurábamos que todos los niños respetaran ese límite por su seguridad y bienestar.
Más adelante, en el contexto situacional que hemos descrito más arriba se negocian nuevos límites. Los niños desean demostrar su propia capacidad de competencia, necesitan sentirse auto-eficaces y esa necesidad es una fuente de motivación para autorregular su interacción con el entorno (Bronson, 2000). Se va delegando responsabilidad y finalmente los niños van adquieriendo la capacidad de autorregulación no desde parámetros o estímulos reforzantes sino a través de la auto-eficacia y el auto-aprendizaje. Como nos lo recuerda Myrtha Chokler:
El niño aprende a observar, a actuar, a utilizar su cuerpo, a prever el resultado de su acción, a modificar sus movimientos y sus actos, a registrar y tener en cuenta sus propios límites, aprende la prudencia y el cuidado de sí, aprende a aprender. En una palabra, desarrolla su competencia ejerciendo y ejercitando sus competencias. Pero aprende al mismo tiempo la confianza en sí mismo, en sus propias percepciones, en sus propios intereses, en sus cuestionamientos, en sus conclusiones, en sus propios encadenamientos lógicos y en sus propias maneras de resolver sus situaciones problemáticas. Y sobre todo aprende el valor y el lugar que el adulto adjudica a esta autoconfianza en la constitución de su personalidad. (Chokler, 2010, p. 4)
Desde la psicología de la personalidad y las neurociencias se vienen dando importantes avances teóricos en la comprensión y relevancia de la autorregulación en el desarrollo infantil con implicaciones directas en el ámbito educativo (Diamond, 2013). La experiencia que se ha expuesto en estas líneas da cuenta del giro pedagógico situado que ha dado como resultado un ejemplo real y válido de un proceso de aprendizaje de vida. Esa regulación del tratamiento de los cristales se ha desarrollado no desde la abstención de una actividad que en potencia podía llegar ser perjudicial sino desde la autoconciencia y coordinación corporal, desde la participación activa y acompañada. Ahora con mayor sensibilidad podemos subrayar que decidir con quién, dónde, cuándo y a qué jugar obliga a negociar, a pactar, a tomar decisiones y a asumir algunos riesgos.
5. 2. De residuo a tesoro
Como en un acto de magia y reencantamiento, la creatividad de la acción lúdica ha hecho posible convertir en tesoro lo que era un residuo. Como si se tratara de un mineral o de un cuarzo, el cristal ha invertido completamente el orden interno del vidrio como material industrial. Es interesante cómo en el trance de la experiencia y de la experimentación, un material totalmente devaluado, sin valor intrínseco se ha transformado en un objeto valorado y apreciado durante un tiempo sostenido. Ese valor surge de la experiencia individual y colectiva, no es un valor dado, ni está normativamente sancionado. En esa perspectiva, este ejemplo sirve para fortalecer la idea de la historiciad de los valores, y su carácter dinámico: emergen, se desarrollan, crecen, se desgastan y perecen.
Todo ello, ha ido en paralelo a otro proceso interno: el reconocimiento de que el suelo del monte Ulia está sembrado de vidrios que se han ido depositando allí desde hace años, incluso décadas. Y, la aceptación de que quienes lo habitamos difícilmente nos podemos deshacer de ellos, por mucho que así lo quisiéramos. Desde ese punto de vista, la integración del cristal en el espacio de juego a iniciativa de los más pequeños, no deja de ser una salida resolutiva a un problema que por esa vía, hasta cierto punto, ha dejado de ser tal problema.
5.3. Reflexiones finales
Esta investigación no tiene ningún ánimo de generalizar resultados. Simplemente trata de actuar sobre la práctica buscando solventar situaciones más o menos problemáticas, sobre la base de que toda situación experiencial es una oportunidad de aprendizaje. El aprendizaje para la vida es el motor de este proceso que hemos tratado de documentar en estas páginas. Eso sí, en su proceder, se pueden ejemplificar una serie de pautas metodológicas que bien pueden ser útiles para otros contextos educativos y de aprendizaje.
En ese sentido, nuestra apuesta no tiene ninguna ambición de introducir nuevos parámetros de seguridad y riesgo en la educación infantil al aire libre ni de abogar por un “currículo explícitamente rico en riesgos”, aunque posiblemente estemos bastante cerca de posturas como las que sostienen New, Mardell y Robinson en “El riesgo y la educación infantil: Más allá de lo ‘seguro’, a descubrir lo posible” o el propio Tim Gill. Aunque eso sí, puede ser un caso interesante para suscitar ese debate. La cuestión del riesgo es compleja y en esa complejidad hemos querido poner énfasis en los aspectos subjetivos e intersubjetivos, más concretamente en cómo abordar y enfrentar el riesgo. En ese sentido, una de las aportaciones de este trabajo puede que sea metodológica. La de validar una mirada centrada en el niño y en sus posibilidades de autorregulación, donde —como diría Rebeca Wild— libertad y sentido de responsabilidad forman parte del mismo engranaje.
REFERENCIAS
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[1]. Integrado por Kati Illarramendi (coordinadora), Jon Mikel Zubeldia, Itsaso Manso, Marta Alzate y Larraitz Altuna.
[2]. El uso de la palabra cristal en boca de los niños no ha sido una invención infantil. La no distinción entre cristal y vidrio en el uso corriente de la lengua ha sido trasladada a los niños por parte de los adultos. A falta de discriminación, a los trozos de vidrio que aguardan en el terreno del bosque de Ulia se les ha denominado cristales. Y así lo siguen haciendo los niños. El uso de un vocablo en vez de otro no ha sido deliberado, ni intencional, ni siquiera en el proceso de metamorfosis de los vidrios como residuo a la consideración de algo valioso. Sin embargo, desde una mirada retrospectiva, el uso del vocablo cristal ha sido muy afortunado, porque se aproxima bastante más al significado que actualmente le conceden los niños.
[3]. En el texto se utilizan ambos términos. En algunos casos, indistintamente, como equivalentes, por fidelidad a la experiencia real. En otros, se utiliza el vocablo cristal en cursiva para enfatizar y remarcar el sentido y el acto de valoración que opera por parte de los niños.
[4]. En sociología, la idea de riesgo se refiere a la exposición a un posible daño o pérdida. La evaluación del riesgo se refiere a una estimación de la probabilidad de que un resultado indeseable tenga lugar. Peligro, por su parte, aunque muchas veces se utilice como sinónimo de riesgo, se identifica con el daño, con el resultado indeseable. Según esta distinción tomada de Ernst García (2004), arriesgarse a coger un cristal sería ponerse en peligro de hacerse un corte en la piel. En el caso de los cristales, nos referimos a un riesgo asociado a un comportamiento descuidado e imprudente.
Imagen 1. Paisaje de juego con el mar de fondo
Imagen 2. En plena exploración
Imagen 3. Los vidrios
atesorados