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Pablo Cortés-González 0000-0002-9604-044XPablo Cortés-González
RESUMEN:
El texto inicia con la historia de Julia, una niña diagnosticada con una discapacidad a los 11 meses. Su familia enfrenta grandes incertidumbres y difíciles tomas de decisiones para su bienestar, apoyándose en diversas redes interpersonales. A raíz de esto, el autor reflexiona sobre la importancia de la esperanza y la inclusión, destacando el diálogo abierto, la empatía, la confianza y la justicia social como elementos a materializar en la práctica educativa.
PALABRAS CLAVE: esperanza; inclusión; práctica educativa
ABSTRACT:
The text begins with the story of Julia, a girl diagnosed with a disability at the age of 11 months. Her family faces great uncertainties and difficult decisions for their well-being, relying on diverse interpersonal networks. As a result, the author reflects on the importance of hope and inclusion, highlighting open dialogue, empathy, trust and social justice as elements to materialize in educational practice.
KEYWORDS: hope; inclusion; educational practice
La jaula se ha vuelto pájaro y se ha volado.
Alejandra Pizarnik
Hace algunas semanas se me planteó la posibilidad de lanzarme a escribir una Historia Mínima en esta revista educativa que tiene entre sus manos —digital la revista—. ¿Qué poder contar más allá de resultados ‘sesudos’ de investigación? ¿Acaso partir del recuerdo y de las sensaciones vividas pueden ser excusas propias para ser compartidas? Esto último, ¿fomenta la posibilidad de generar conocimiento educativo?
En esta ocasión, me voy a atrever. Al fin y al cabo, hay quienes afirman que los recuerdos son cosa de las conexiones neuronales en las que median las emociones; pero para mí, los recuerdos responden a ese pequeño espíritu pagano que se materializa en pensamientos que nos tejen y que a todas las personas nos abraza. De una forma u otra, se apoderan un tanto de cada cual la significatividad, temporalidad y formas de habitar los hechos y las experiencias.
Me voy a atrever, parcialmente y bajo el anonimato de un pequeño cuento. Me pertenece momentáneamente, hasta que el pensamiento deje nuevos recuerdos que lo resignifiquen de otra manera. Pero, también, le puede pertenecer a usted, quien se ha detenido a leer estas líneas; de modo distinto, pero seguro que de manera directa o indirecta encuentra alguna vinculación. Además, puede pertenecer, no como intento representativo, a otras muchas personas.
En un pequeño pueblo, donde el viento susurraba historias y las montañas se alzaban como guardianes silenciosos de un poderoso Mediterráneo, vivía Julia. Julia, de cabello castaño y ojos que reflejaban la profundidad de los mares y que hablaban por sí solos, llevaba una vida que, desde fuera, se predecía sin sobresaltos; apenas era un bebé de 11 meses. Pero sin pedirlo o reclamarlo, un torbellino de emociones se desataba en su seno familiar, todo a partir de un bache inesperado en el camino de su vida.
Todo comenzó una mañana de otoño, cuando las hojas doradas descendían suavemente sobre el suelo seco del barrio de Julia. Su madre y su padre la llevaron a una revisión médica rutinaria. Y allí comenzó todo: un diagnóstico que predecía una discapacidad. Días interminables cercados al teléfono para saber cuándo iba a ser la siguiente prueba médica y poder tomar decisiones. Lamentablemente, había que decidir sobre la vida de Julia, pero en su nombre, porque todavía era muy pequeña. La incertidumbre sobre si estaban haciendo lo correcto, era una carga abrumadora para la familia.
Pasaron noches en vela: leyendo, buscando información, arrimándose a otras personas que pasaron por algo similar, en busca de claridad. Pero la luz, como primer rayo en el amanecer, no era tan inmediata como deseaban. Mucha información, opiniones diversas. Pese a ello, las decisiones debían ser tomadas, porque el tiempo, aun siendo microscópico para la noción del ser humano, representaba un elemento esencial para intentar una posibilidad para Julia, por la que optaron su madre y su padre.
A todo ello se le sumaba, como una alfombra que se despliega en el salón de casa, la escuela, las y los profesionales médicos, especialistas en la materia, las investigaciones, la familia, las amistades, la televisión, la información bruta alojada en las redes, las expectativas, la cabeza, el corazón, la presión… posados en una cuerda tensa a punto de romperse, a la que el tiempo primaba. Después del otoño llegó el invierno, el tiempo no cesaba.
Julia, alcanzando casi los dos años de edad, afrontó dos intervenciones; resultado de una apuesta médica y familiar. Ella aún seguía sin opinar al respecto; de hecho, a veces se intuía contrariada, sobre todo por los momentos en los que las formas de relacionarse esperadas no se correspondían con el invento de la edad cronológica y madurativa de Julia. La presión seguía porque el tiempo era como una liebre en el campo que se escapa en cada paso que daban y, también, por la necesidad de la familia de ver algo de luz.
La familia no desistía. Seguía buscando redes en las que apoyarse y seguir aprendiendo para ofrecer lo mejor a Julia, su querida hija pequeña. En ese camino encontraron soplos de aire fresco: personas, anónimas muchas de ellas, que aportaron su granito de arena. Una maestra atenta y solícita para apoyar y aprender junto a Julia; un hermano que, más allá de las limitaciones, solo veía a una compañera con la que jugar, pelear, dormir…; otras familias que ponían horizontes, diversos, a las posibilidades de ‘normalizar la situación’; especialistas con tacto educativo que orientaban para acompañar; abuelas y abuelos, primos y primas, amistades… No estaban solos.
Poco a poco, las trojes que abarcaban las experiencias iban poniendo las cosas en su lugar. A veces parecían desordenadas, como los malabares de un acróbata, pero estaban en su lugar. Julia seguía escribiendo su historia, particular como otra cualquiera. Cada otoño se reencuentra consigo misma, tomando decisiones y creciendo en armonía. Armonía como un equilibrio entre la felicidad, el conflicto, la risa, el llanto; armonía como la vida misma. Pero, sobre todo, bien rodeada de personas que se apoyan en esto del vivir.
La gran aventura de vivir depara, para cualquier persona, encontrarse con situaciones en las que la elección, cuando es posible, es un momento del que dependen otros tantos. Lo que elijas tiene siempre sus consecuencias, positivas o negativas, más tristes o felices… pero al fin y al cabo son las elecciones las que condicionan y, en la mayoría de las veces, tejen la vida. Las decisiones ofrecen la oportunidad de perseguir un camino, de ahondar en inéditos viables, como decía el maestro Freire; y de atender en lo que creemos desde el proceso y las vivencias que de manera sensible nos hace conformarnos como padres, madres, maestras, hijos, hijas… como personas en facetas múltiples y complejas.
En este sentido, el cuento nos muestra cómo en un rincón del mundo, donde las sombras de la incertidumbre y la desconfianza se entrelazaban con los destellos de la esperanza, se tejía una trama de vidas que buscaban florecer en un terreno árido. El amanecer de cada día traía consigo desafíos que, en su complejidad, parecían insuperables. Sin embargo, en el corazón de esta comunidad latía un espíritu indomable de esperanza y ansias de inclusión. Dos cuestiones que entiendo claves para afrontar y acompañar, educativamente —como docentes, familias, estudiantes u otros agentes sociales— situaciones como las de Julia y como la de cualquier chico o chica.
Por un lado, la esperanza se convierte en un acto de rebelión y transformación (Freire, 1990). La pedagogía de la esperanza no es una simple herramienta educativa, sino un faro en la niebla que guía a los individuos hacia la emancipación y el cambio. En palabras de Claudia Korol (2006), transformaciones que se establecen en el presente y que se deben concretar o materializar, al igual que las decisiones que tomamos. Por otro lado, la mirada inclusiva se refiere a la capacidad de ver y valorar la diversidad humana en todas sus formas; no es limitante sino procesual y nos atañe a todas y todos (Hernández y Ainscow, 2018). Respirar inclusión significa que todas las personas son reconocidas, respetadas y valoradas, y se les brindan las posibilidades de ser, participar y contribuir. La inclusión no es solo un principio ético, sino una necesidad práctica para construir sociedades más justas y equitativas.
Es por ese motivo que propongo algunas materialidades a partir del cuento y desde este prisma dual de pensamiento, en el que cada agente social y educativo debe tomar parte, decidir y lanzarse a generar posibilidades desde la lógica de lo colectivo. Tanto la esperanza como la inclusión no dependen de una sola persona; son elementos que se contagian y se enredan desde la complejidad y diversidad de pareceres.
Cada año, en mi trabajo como docente universitario, me encuentro con el mismo reto: defender la idea, mi idea, de inclusión ante el alumnado y otros colegas de profesión. Afirmaciones como “la inclusión está muy bien, pero según los casos”; “necesito saber técnicas para llevarla a cabo”; “un docente tiene que lidiar con muchas tareas y eso limita sus capacidades inclusivas”, entre otras. Parece que la inclusión educativa pertenece a alguien o que se rinde a una aplicación técnica. Pero, en mi opinión, queda muy alejada de ese prisma ya que, al igual que en el cuento, las pertenencias son temporales y la inclusión se rinde más bien a una opción colectiva, en profunda tensión que nos hace aterrizar en tomas de decisiones concretas día a día. Esas sí son metodológicas, organizativas o como queramos etiquetarlas.
Para ello, planteo 3 ejes esenciales que nos pueden orientar a materializar la esperanza y la inclusión en nuestras prácticas educativas:
Aun así, para seguir materializando la práctica inclusiva y esperanzadora, la pregunta que haría al respecto sería: ¿qué es lo realmente importante para la vida de Julia o de cualquier otro niño o niña?
La inclusión, en su forma más pura y valiente, se erige como el motor de cambio en la historia de transformación que hemos presentado. No desde la ingenuidad, sino como fuerza activa y crítica que impulsaba a la comunidad a trabajar incansablemente por un futuro mejor. En cada rincón, desde las aulas hasta las plazas, se puede sentir el palpitar de la posibilidad, alimentada por la acción y el compromiso con la justicia social.
Por su lado, la esperanza no es ilusa o pasiva, sino una esperanza activa y crítica que impulsa a las personas a trabajar por un futuro mejor. Enfrentar situaciones hostiles desde la pedagogía de la esperanza implica creer en la capacidad de cambio y transformación, tanto a nivel individual como colectivo. Esta esperanza se alimenta a través de la acción y el compromiso continuo en generar nuevas posibilidades.
Para todos y todas.
Para Julia.
Freire, P. (1990). Pedagogía de la esperanza. Siglo XXI Editores.
Hernández Sánchez, A. y Ainscow, M. (2018). Equidad e Inclusión: Retos y progresos de la Escuela del siglo XXI. Revista RETOS XXI, 2(1), 13-22. https://revistaseug.ugr.es/index.php/RETOSXXI/article/view/24223
Korol, C. (2006). “Pedagogía de las resistencias y las emancipaciones”. En A. Cerceña (Coord.), Los desafíos de las emancipaciones en un contexto militarizado (199-221). CLACSO.
Montané, A. (2015). Justicia social y educación. RES, Revista de Educación Social, 20. https://eduso.net/res/revista/20/el-tema-colaboraciones/justicia-social-y-educacion
Pizarnik, A. (17 de mayo de 2018). Los mejores poemas de Alejandra Pizarnik. Zenda. Autores, libros y compañía. https://www.zendalibros.com/los-mejores-poemas-alejandra-pizarnik/
* Este título está tomado del homónimo de José Agustín Goytisolo.