Márgenes, Revista de Educación de la Universidad de Málaga
HISTORIAS MÍNIMAS

Punto de encuentro

Common ground
Gustavo González-Calvo
Recibido: 12 de enero de 2024  Aceptado: 14 de junio de 2024  Publicado: 31 de julio de 2024
To cite this article: Oballe, S. (2024). Pensando en tiempos de infancias. Márgenes, Revista de Educación de la Universidad de Málaga, 5(2), 181-183. http://dx.doi.org/10.24310/mar.5.2.2024.18546
DOI: 10.24310/mar.5.2.2024.18546

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Gustavo González-Calvo 0000-0002-4637-0168
Didáctica de la Expresión Musical, Plástica y Corporal. Universidad de Valladolid (España)
gustavo.gonzalez@uva.es
Gustavo González-Calvo

Gustavo González-Calvo

RESUMEN:
Esta pequeña historia trata de dar voz a aquellos que normalmente no la tienen. A través de la reflexión que surge de una noche en vela, se revelan el sufrimiento, la impotencia y la desolación ante la tragedia que asola a Palestina, como asola a tantas otras partes del mundo. Las palabras describen el horror de vidas arrebatadas, de sueños truncados, de historias rotas, de nombres convertidos en números. Y, entre tanta desolación, las palabras hacen un llamado a la empatía, a la humanidad que hemos perdido en medio de un mar de indiferencia.

PALABRAS CLAVE: humanidad; empatía; Palestina; solidaridad

ABSTRACT:
This short story aims to give a voice to those who normally don’t have one. Through the reflection that arises from a sleepless night, it reveals the suffering, helplessness, and desolation in the face of the tragedy that devastates Palestine, as it devastates so many other parts of the world. The words describe the horror of lives taken, of dreams shattered, of stories broken, of names turned into numbers. And, amidst so much desolation, the words make a call for empathy, for the humanity we have lost in the midst of a sea of indifference.

KEYWORDS: humanity; empathy; Palestine; solidarity

Procuso

Como casi siempre, duermo mal. Y, como en ocasiones, cometo el error de leer las noticias desde el teléfono móvil, costumbre que me termina de desasosegar y desvelar.

Leo el diario y lo primero que me pregunto es si seguirán vivos los familiares de mi tío palestino. Tendría que preocuparme también por otros tantos millones de personas que pasan hambre, que sufren las consecuencias de otras guerras, que mueren huyendo a otro lugar o
que pasan a mejor vida (qué certera expresión) en las minas extrayendo los minerales del ordenador con el que escribo ahora, entre otras. Pero toda mi rabia, que no es poca, se concentra en la situación en Palestina.

Quizá es muy temprano para enviarle un mensaje a mi tía y preguntarle por la familia de mi tío. A los cinco minutos tengo su respuesta. Supongo que ella también duerme poco y mal. “Hola, hijo. No sé qué decirte ya. Estamos desolados. Samih todavía no sabe lo de Rafah”. Se refiere al ataque sobre Palestina que ha quemado vivos a decenas de niños en esa pequeña población. También ha quemado vivos a decenas de adultos. Hay cientos de imágenes de personas quemadas vivas, de niños decapitados. De personas que han quedado en su tierra igual que tantos otros en los últimos meses, en los últimos años, en las últimas décadas: muertos.

El ejército israelí ha asesinado a más de 15.000 menores palestinos desde el pasado 7 de octubre de 2023 (¿cuántos desde hace tanto?). Me parecen desoladoras todas estas muertes y me parecen desoladoras las muertes de tantos otros adultos palestinos, cifra que parece superar ya las 40.000 víctimas. Me alegro de que la desolación del asesinato de menores sea, más o menos, un lugar común en la conciencia colectiva, pero no entiendo por qué solamente ese. ¿La inocencia de los niños es el único y último resquicio de conciencia que nos queda? ¿La indefensión de los pequeños nos obliga a indignarnos? Sea como fuere todas estas personas son, para nosotros, números. Los números sirven para objetivar, para distanciar, para enfriar la realidad, para volverla abstracta y, así, menos dolorosa. Quizá algo cambiaría si pusiéramos nombres a esos números: Khaled, Yasmin, Omar, Layla… Donde hay un nombre, hay una historia.

Me pregunto cómo hemos llegado hasta aquí. Cómo es posible que un Nerón demente y despótico tenga el suficiente poder como para masacrar a un pueblo, tan enloquecido como para creer que lo hace bajo el mandato de algún dios. Pero esta pequeña historia no habla del perturbado Benjamin Netanyahu. Si, como dice Eduardo Galeano, “estamos hechos de historias”, él no merece ninguna. Esta historia tampoco habla de todos esos miles de palestinos que no imaginan —no pueden imaginar, no terminan de imaginar— que su vida podría ser de otra manera. Para mí, la verdadera historia es la de los soldados al servicio de un déspota lunático. ¿Qué tipo de actitud hay que tener para justificar todos estos asesinatos?, ¿qué mentalidad hay que tener para hacer mofa con todas estas muertes?, ¿qué tipo de persona hay que ser para reírse al ver cómo las llamas consumen cuerpos de personas inocentes?, ¿qué visión de la vida hay que tener para disfrutar humillando, torturando, decapitando, viendo morir de hambre?

No dejo de pensar de qué pasta hay que estar hecho para actuar así y, tras muchos años viendo a través de los ojos de mi tío palestino el sufrimiento, la desolación, la resignación, la pena y el desamparo, creo que tengo mi respuesta. Espero que ustedes también la tengan. Por eso, creo que podemos estar en desacuerdo en muchas cosas. Podemos no saber cuál es la mejor manera de solucionar el conflicto. Podemos dar la razón a unos u a otros. Podemos tener diferentes modos de analizar el problema. Pero tenemos que ponernos de acuerdo en algo: pongámonos de acuerdo en que no seremos los soldados de Israel, ni de ningún otro ejército.


Márgenes, Revista de Educación de la Universidad de Málaga