Márgenes, Revista de Educación de la Universidad de Málaga
HISTORIAS MÍNIMAS

No se pega

No hitting
Mari Carmen Díez Navarro
Recibido: 7 de enero de 2024  Aceptado:11 de enero de 2024  Publicado: 31 de enero de 2024
To cite this article: Díez Navarro, Mª C. (2024). No se pega. Márgenes, Revista de Educación de la Universidad de Málaga, 5(1), 127-129. http://dx.doi.org/10.24310/mar.5.1.2024.18364
DOI: http://dx.doi.org/10.24310/mar.5.1.2024.18364

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Mari Carmen Díez Navarro
Maestra de Educación Infantil y psicopedagoga
http://carmendiez.com
Mari Carmen Díez Navarro

Mari Carmen Díez Navarro

RESUMEN:
Atravesamos tiempos en los que las normas se viven automáticamente como una imposición o una limitación a la libertad personal. Por eso nuestra autora nos recuerda que hacen falta límites que ordenen, regulen y orienten. Y si las adultas y los adultos olvidamos esto, entonces, ¿quién educa?

PALABRAS CLAVE: ley; normas; autoridad pedagógica

ABSTRACT:
We are going through times in which rules are automatically experienced as an imposition or a limitation on personal freedom. This is why our author reminds us that we need limits that order, regulate and guide. And if we adults forget this, then who educates?

KEYWORDS: law; rules; pedagogical authority

Hace unos días, en el Centro de Salud, presencié una increíble escena que me hizo pensar. Y me gustaría compartir aquí mis reflexiones.

En un momento dado entró a la sala de espera un padre con su niña de unos cinco años. Observé que era una nena inquieta, potente, despierta. Y nada más sentarse a esperar el turno, le pidió el móvil a su padre, que le dijo que no se lo daba, que se entretuviera mirando a la gente. Muy bien, pensé yo para mis adentros. Sin embargo, a ella no le gustó la respuesta. De modo que se puso de pie y empezó a darle fuertes puntapiés en los tobillos y las espinillas al padre, que ponía cara de dolor, mientras decía con voz cansada: NO SE PEGA, NO SE PEGA. Su voz era como de estar agotado y pude deducir que no era la primera vez que ocurría una cosa así. La niña se mostraba muy envalentonada, el padre demasiado pasivo. En eso que los llamaron para su consulta médica, pero antes de entrar, la niña tuvo tiempo de propinarle al padre otra tanda de patadas de aquellas suyas, certeras y eficaces. Una de las cuales, que fue en la espinilla, hizo al hombre doblarse de dolor. Y, de nuevo, únicamente contestó con voz nublada: NO SE PEGA, NO SE PEGA.

Ventana

Los que estábamos allí como espectadores forzosos, quedamos impactados ante la tensión del suceso. Unos con cara de perplejidad, otros de asombro, otros de pena. Nadie comentó nada, pero lo cierto es que se veía al hombre tan apabullado que daban ganas de echarle un cable y decirle algo a la niña: “¿No sabes que eso no se puede hacer? ¡No les puedes pegar a otras personas y, menos aún, a tu padre!”. Aunque esto, en realidad, no habría tenido efecto, porque esas cuestiones tan serias no se arreglan con una regañina, más bien son cosas para hablarlas en familia con calma, claridad y convencimiento.

Esta escena hizo presente el tema de las normas y la ley, que tan malísima prensa tienen ahora. Parece que cualquier cosa que suene a imposición, o a mandato, nos recuerda tiempos dictatoriales y reaccionamos en contra de una manera desmedida. Incluso hay quienes no han vivido aquella época y también reaccionan así, porque son hijos de los que la padecieron y esto se va transmitiendo. No es casualidad que los pertenecientes a esta generación no soporten que alguien les diga lo que pueden o no pueden hacer.

Pero la ley hace falta: ordena, regula, orienta, equilibra, protege, cuida, frena, evita abusos... Y las situaciones como la que presencié señalan un desorden, un descontrol, una huida del equilibrio natural. Tendríamos que intentar darles la vuelta aceptando la ley y cambiando de actitud, cada cual desde el lugar que tenga: padre, madre, abuelo, maestro, amigo. Si pudiéramos criar de una manera más realista, más integrada, más colectiva. Con tolerancia, pero con firmeza. Con flexibilidad, pero con control. Con escucha, pero sin consentimientos. Con libertades, pero con limitaciones.

Como es sabido, los niños son impulsivos, inmaduros, narcisistas, primitivos. Esta nena que cuento reaccionó impulsivamente. Lo cual viene a significar que, internamente, aún está situada en un “lugar de bebé”, que hace lo que quiere y exige lo que necesita. Si tiene que llorar, llora; si tiene que gritar, grita; si tiene que pegar, pega... En un bebé es lo que corresponde, en una niña de cinco años ya no, porque, cuando el niño va creciendo, el padre, la madre, o quien lo críe, ha de irle diciendo: “Tú eres importante, pero no eres el único. Hay otras personas que tienes que respetar y cuidar, igual que te gusta que te cuiden a ti”. En fin, estas cosas tan sencillas, tan básicas y tan imprescindibles que le guiarán para salir del primitivismo y entrar en sociedad.

En cambio, a la niña de la que hablamos, por lo visto, se le había hecho creer que sus deseos serían siempre cumplidos y no toleraba un “no”. Esto a base de contentarla en exceso, de permitirle los caprichos, de ceder a sus demandas, de dejarla decidir prematuramente, de tratarla como a un igual y de evitarle hasta las más mínimas dificultades y frustraciones cotidianas, que tanto nos enseñan a comprender que en la vida no todo puede ser.

Y es que los padres no se han de poner a la misma altura que los hijos en plan demócrata mal entendido, porque los confunden y les hacen creer que tienen derecho a todo. Si hacen esto, borran su autoridad y su protección, es como si desaparecieran, dejando al niño a merced de sus impulsos. De este modo, los niños quedan sin la autoridad y la seguridad que necesitan para crecer. Porque hasta que uno puede pensar y decidir por sí mismo, alguien tiene que educar. Y si no son los padres, ¿quién va a hacerlo?

Hay algunos padres que si ponen un límite a sus hijos sienten que los van a traumar, o a perjudicar. Y no es así, sino todo lo contrario. No es ningún delito pararle los pies a un hijo, (sobre todo cuando te los está llenando de puntapiés), sino que más bien es bueno, necesario y saludable. Los niños no saben pararse y hasta que sepan hacerlo, tendremos que pararlos nosotros. ¿Por qué nos cuesta tanto decir que “no” a sus demandas?, ¿Por qué tenemos la sensación de que “sus deseos son órdenes”, ¿Por qué nos vence una rabieta, un llanto, o un simple y mondo “puchero”? ¿Miedo a que sufran? ¿A que “se traumen”? ¿Desprestigio de las normas? ¿Sentimiento de culpa? ¿Falta de tiempo? ¿”Democratismo”? ¿Miedo a equivocarnos?

Winnicott, pediatra y psiquiatra, decía que una madre “suficientemente buena” era la que podía decir a su hijo que no, sabiendo que con ello le iba a proporcionar seguridad, contención, salud y capacidades. Y tenía más razón que un santo.


Márgenes, Revista de Educación de la Universidad de Málaga