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Rosa Vázquez Recio 0000-0001-6595-177XRosa Vázquez Recio
RESUMEN:
La impaciencia es uno de los rasgos —síntomas— de la cultura de la sociedad de nuestro tiempo, marcada por el individualismo, el egoísmo, la hiperactividad, la inmediatez, la instantaneidad, la productividad, el rendimiento. La impaciencia no es sana, pero se cultiva y fomenta. Construida desde estas bases, la impaciencia se torna excluyente y estigmatizadora, contribuyendo a hacer de lo diferente “cuerpos superfluos” y “residuos humanos” (Bauman, 2005).
PALABRAS CLAVE: impaciencia; paciencia; derechos; desigualdad; injusticia; inclusión
ABSTRACT:
Impatience is one of the traits —symptoms— of the culture of the society of our time, marked by individualism, selfishness, hyperactivity, immediacy, instantaneity, productivity, performance. Impatience is not healthy, but it is cultivated and encouraged. Built from these bases, impatience becomes excluding and stigmatising, contributing to making the different “superfluous bodies” and “human waste” (Bauman, 2005).
KEYWORDS: impatience; patience; rights; inequality; injustice; inclusion
I am not wrong: Wrong is not my name
June Jordan (2005, p. 309)
—Ya lo que faltaba —dijo una mujer, removiéndose en el reducido espacio destinado a cada persona.
—Si no es por una cosa, es por otra, increíble —dijo un hombre mientras estiraba el cuello en su intento de averiguar lo que pasaba.
—Siempre igual, no lo entiendo, bueno sí, lo entiendo, pero siempre igual —dijo otra mujer al tiempo que con los dedos pulgares tecleaba compulsivamente las letras del móvil para enviar un mensaje a saber a quién, como si el mundo se fuera acabar en milésimas de segundos.
—Puff —resoplaba otro hombre, cuyo palillo de dientes se mantenía estoicamente entre los labios sin ser arrastrado por la corriente de aire que salía de la boca.
—Si es que no aprendo, siempre me confundo con el número, y luego me encuentro con esto —exhalaba un joven a modo de queja.
—Mi tiempo es oro, quién me paga mi tiempo —gruñía una joven que muestra no rendirse ante nadie con tal de que su tiempo no se pierda como el agua por la alcantarilla.
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La ubicación en la zona intermedia es mi preferida, por dos motivos: uno, estar al final o al principio me provoca mareos, y dos, me permite tener una visión bastante amplia de lo que puede ocurrir en su interior. Porque, una vez que entras en el vientre de la ballena, no sabes con certeza las diferentes situaciones que pueden sucederse. No obstante, tantos años compartiendo viajes con este artefacto producto del progreso, me ha permitido ser esa viajera no subterránea1 que ha podido apreciar cambios —para bien aunque no suficientes—, pensar sobre la condición humana y detectar ciertas constantes.
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Habitualmente ocurre en el mismo punto del trayecto. Hora punta. 8.05h de la mañana. B-032. Observo a mi alrededor. A algunas personas las conozco de vista, pues coincidimos desde hace años, otras pasan a la lista de nuevas identificaciones. El silencio ha sido reemplazado por murmullos, por voces que no entienden ni de horas ni de lugares. El frío del vacío ha sido sustituido por el calor del llenado. Miro por la ventanilla, una multitud, como siempre. El artefacto se adentra en el espacio destinado al vientre de la ballena —cosa que algunas veces no se cumple cuando el tiempo va a la contra— y se detiene. La multitud empieza a desplazarse hacia donde se encuentra la cabeza. Ahora todo va más rápido porque se utiliza el monedero de plástico. 8.15h. Suena por última vez la maquinita. Cuento: 27. Vuelvo a mirar por la ventanilla, y allí está, a la espera, como siempre, pacientemente. Aunque no se diga en voz alta, la creencia comunitaria es que ya estamos preparados para proseguir. La creencia se ve atacada, sin embargo y a su pesar, por un movimiento que solo avanza medio metro, si cabe, para continuar marcha atrás, otro tanto. La maniobra se repite varias veces porque ha de lograr pegarse todo lo que pueda al filo de la acera. Conseguir esta juntura requiere destreza, no se logra a la primera ni a la segunda, o no siempre. Dejo de mirar por la ventanilla y fijo la mirada en lo que me rodea; se empieza a palpar la parte más visceral del ser humano… La escena continua… las voces se mezclan, se solapan…
—Por favor, ¿ahora qué pasa?
—Hoy no salimos de aquí a este ritmo.
—Yo lo entiendo todo, pero es que yo llego tarde a trabajar, y yo, y yo, y yo…
—Y yo a clase, y yo, y yo, y yo…
—¡Que lentitud!, por favor.
—Es que no hay derecho.
—Esto solo pasa con este.
—Que pongan uno para gente así.
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Mientras el gentío hace proclama de sus quejas, enfados, malestares, vuelvo a mirar por la ventanilla. Allí sigue a la espera, pacientemente, sin cara de queja, de enfado, de malestar. Se abre la puerta delantera, y el hombre uniformado comprueba que se ha conseguido la juntura. Regresa a su destino, se sienta y abre una pequeña puerta que hay bajo el panel de mandos. Lo primero que sale es un cable rizado, como los de los teléfonos de mesa, negro; tira y tira, parece que es interminable, pero termina. En tanto que hace esta operación, la multitud congregada en el vientre de la ballena se mira, se mueve, resopla, gruñe, algún que otro improperio suena… y es tal la fuerza del movimiento inmóvil que se genera, que parece que el artefacto se va a poner en marcha sin que se haga ninguna otra operación. Con el cable rizado en mano, de nuevo se baja y se dirige a la puerta central, que ha abierto previamente. Desde el espejo retrovisor, que es de gran alcance, se aprecia que ha conectado el cable y ha empezado a mover las manos como si estuviese accionando un joystick. Todo a su ritmo, como requiere la maniobra, aunque demasiado lento para la multitud. Sin prisa, empieza a asomar, por debajo del vientre de la ballena, una extremidad metálica rectangular que, llegado a un punto, el máximo, termina por posar parte de su estructura sobre la acerca. El hombre uniformado deja de accionar el joystick. La multitud ha aumentado el nivel de decibelios, y los relojes, pero especialmente los móviles, llevan la cuenta del tiempo. 8.18h. Todo listo para su propósito: una silla de ruedas eléctrica, cuya tripulante es una chica, estudiante, —lo sé (está en la lista de las personas habituales del B-032, 7.50h)—, hace su entrada con seguridad y arrojo. El murmullo no deja de escucharse, pero sí las quejas y los improperios. Miradas que se cruzan; miradas que saben que han pecado, miradas que expresan “no lo sabía”, “la pobre”, “¡qué triste!”, pero con el aderezo de “ya no llego”, “llego tarde”, “no puede ser que pase otra vez”. Ella, con igual paciencia que la sostenida durante su espera, observa el espectáculo humano, que ya no le sorprende. Está hecha a eso, a ser vista como lo que perturba la normalidad, lo que hace perder el tiempo a la gente que se reconoce capaz, lo que molesta, lo que impide que todo vaya según las reglas de la normatividad, lo que rompe la línea clasificatoria que ordena la realidad y el espacio social. Seguro que a la mayoría no le gusta, apetece o agrada el lugar a donde va (trabajo, universidad, hospital, etc.), entonces, ¿por qué vive ese momento de espera con impaciencia?2.
—La impaciencia no os hace mejores, se dijo Hestia para sus adentros mientras miraba, fijamente, la puerta central del vientre de la ballena.
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Impaciencia, del latín impatientia, hace referencia a la cualidad de la persona que “no tiene capacidad de tolerar”3, de aceptar lo diferente, lo extraño; “lo abyecto provoca terror y repugnancia porque expone la frontera entre el yo y lo otro, constituida y frágil, y amenaza con disolver al sujeto al disolver la distancia” (Young, 2000, p. 243). Lo diferente, lo extraño y lo abyecto irrita, molesta, entorpece, contamina el orden establecido hegemónicamente; generan, y por ende también la impaciencia, intranquilidad (RAE, 2021). La impaciencia como queja ante las dificultades de poder ejercer la libertad (individual) viene a ser, más bien, “efecto de la intención de imponerse” (Fromm, 2007, p. 76), y provocar que el artefacto continúe, sin prolongar la espera, el camino que lleva a esos destinos a los que, seguramente, la mayoría no ansía llegar. “En nuestros días, toda demora, dilación o espera se ha transformado en un estigma de inferioridad. El drama de la jerarquía del poder se representa diariamente” (Bauman, 2007, p. 22).
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Resulta ser que la impaciencia no es sana, por eso se ha de huir de este estado; más que beneficios arroja sus contrarios. El mal de la impaciencia, como dice el filósofo Jorge Freire (2021), es un viejo problema que va cambiando de ropaje, en lo simbólico, en lo discursivo, en lo realizable. Y siendo así, resulta paradójico que este mal, como otros de nuestra cultura, se fomenta y de manera encubierta: “no debes ser impaciente, pero has de llegar o ser la primera”.
La impaciencia es rasgo distintivo de la sociedad en la que vivimos: la sociedad de la velocidad, de la instantaneidad, de la inmediatez; la sociedad que se vende como si fuera a agotarse al día siguiente porque lo efímero tiene esa cualidad, y la permanencia no es de fiar; la sociedad señalada por el individualismo, el egoísmo, el yoismo, el movimiento permanente y la hiperactividad, el cortoplacismo y la insatisfacción constante, el consumismo, la positividad, la seducción, la felicidad infeliz, la crueldad, la indiferencia y la necesidad de rendir sin tregua porque somos sujetos del rendimiento (Han, 2012); la sociedad que coloniza la dignidad de los márgenes y expolia sus derechos: porque no hay derecho que se llegue tarde al trabajo, al hospital, a la universidad por alguien que necesita tiempo para ser reconocida como parte de la ciudadanía; su derecho está en que dispongan —las personas responsables de ello— un artefacto para ese tipo de personas, para gente así que parece ser que no pueden incluirse funcionalmente en el sistema de quienes son (in)capaces (de aceptar lo extraño, lo abyecto, lo diferente). “No tener cabida” gente así en lo que se entiende que es para un nosotros mayoritario/dominante, como expresión distintiva de privilegio, encierra los constructos que de manera provocativa analiza Bauman (2005) y que se constituyen como categorías: la gente así pertenece a “cuerpos superfluos” y “residuos humanos”. Se dice de su derecho, pero este se ve mermado por las posibilidades existentes: la gente así no disfruta de todas las opciones horarias de todas las líneas que conectan diferentes destinos; se ve limitada solo a aquellos con servicios adaptados a PMR4. Consecuentemente, la gente así es la que tiene que adaptar su vida y sus necesidades al sistema establecido, y no a la inversa.
Este conjunto de rasgos destruye lo social, lo comunitario y lo político, y “la única ventaja que puede ofrecer la compañía de otros que padecen5 lo mismo es reconfirmar a cada uno que los demás también luchan diariamente a solas con sus dificultades” (Bauman, 2003, p. 41). La desigualdad, la injusticia y la marginación son —injustamente— reconocidas como responsabilidad individual (Young, 2011).
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La puerta central se abre.
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“Es necesario que se te reconozca como un miembro de una comunidad humana organizada en la que tus palabras y tus actos te sitúen dentro de un espacio social de interacción y comunicación. Posees un «derecho», es decir, una exigencia moral de ser reconocido por otros como «una persona portadora de derechos» con una demanda legítima de una carta de derechos legalmente instituida” (Benhabib, 2008, p. 190)6.
1 Idea tomada de Augé (1998).
2 Basado en el poema de Brecht, “El cambio de rueda”.
4 Por poner un ejemplo, la línea que lleva a la Escuela de Ingeniería del Campus de Puerto Real, no cuenta con servicio adaptado a personas con movilidad reducida (PMR).
5 “Padecen” se aplicaría a todos tanto a ese nosotros mayoritario/dominante como a la gente así. La compañía remite al conjunto de yoes.
6 La construcción de esta historia mínima surge de mi experiencia, de más de veinticinco años, como usuaria del transporte público que utilizo para ir a mi destino, mi trabajo. Mucho de lo que se narra no es ficción.