Márgenes, Revista de Educación de la Universidad de Málaga
ESTUDIOS Y ENSAYOS

A vueltas con la llamada innovación educativa. Algunas reflexiones para suscitar el debate

Keep going to the so-called educational innovation.
Some reflections to provoke the discussion
José Luis del Río-Fernández*
Recibido: 22 de diciembre de 2022  Aceptado: 17 de enero de 2023  Publicado: 31 de enero de 2023
To cite this article: del Río-Fernández, J. L. (2023). A vueltas con la llamada innovación educativa. Algunas reflexiones para suscitar el debate. Márgenes, Revista de Educación de la Universidad de Málaga, 4(1), 7-19. https://doi.org/10.24310/mgnmar.v4i1.15923
DOI: https://doi.org/10.24310/mgnmar.v4i1.15923

*ORCID: 0000-0001-9579-3530
Universidad de Almería (España)
jldelrio@ual.es

RESUMEN:
El autor comparte una serie de reflexiones en torno a la introducción del concepto innovación en el ámbito educativo y aporta argumentos para establecer algunas diferencias significativas: innovación no es modernización, ni entretenimiento, ni exhibicionismo en las redes sociales. En educación, la innovación está relacionada con el sentido que tienen las acciones que el profesorado, de manera individual o colectiva, pone en marcha en un contexto formativo determinado para que su alumnado tenga la oportunidad de aprender más y mejor. Desde esta perspectiva, los medios aparecerán siempre supeditados a los fines. Entender la innovación como un proceso de búsqueda constante de posibles alternativas con el objetivo de dar respuesta a las necesidades educativas que presentan los estudiantes es un posicionamiento que se asocia más al desarrollo profesional docente y no tanto a la adquisición de conocimientos instrumentales sobre el funcionamiento y manejo de los más avanzados dispositivos tecnológicos.

PALABRAS CLAVE: innovación educativa; formación del profesorado; desarrollo profesional docente

ABSTRACT:
The author provides some reflections about the concept of innovation in education and makes a case for set up significant differences: innovation is neither upgrading, nor entertainment, nor exhibitionism in social networks. Educative Innovation is related to the meaning of the actions that teachers, individually or collectively, put into practice in a specified training context so that their students have the chance to learn more and better. From this perspective, the means will always be subordinate to the purposes. Understanding innovation as a continuous process of searching for possible alternatives to respond to the educational needs of students is a position connected to the professional development of teachers, not to the acquisition of instrumental knowledge about the functioning and use of the most advanced technological devices.

KEYWORDS: educational innovation; teacher training; teacher professional development

1. INTRODUCCIÓN

Aunque escribo estas líneas en diciembre del año 2022 he de confesar que llevo algunos años elaborando este artículo, si bien nunca antes me había animado a darle una forma más o menos definitiva y hacerlo público. También reconozco que está escrito desde las tripas y que hay mucho ímpetu pasional en los planteamientos que pasaré a describir a continuación, aunque procuraré acompañar, siempre que pueda, las impresiones personales con argumentos racionales que contribuyan a que el texto invite a la reflexión y no se convierta en un simple ejercicio de catarsis que termine aburriendo por solipsismo. En cualquier caso, es inevitable que el tema me interpele directamente ya que, a lo largo de mi trayectoria profesional como docente universitario, he sido responsable de varias asignaturas relacionadas con la innovación educativa y creo que es un acto de coherencia académica intentar aportar mi granito de arena a la disciplina que he impartido —con mayor o menor acierto— compartiendo un texto en el que deje constancia de mis propias cavilaciones, dudas e inquietudes.

Ahora bien, ¿qué se puede aportar al debate sobre innovación educativa que no se haya dicho ya? Obviamente, el tema no es nuevo. Ya se ha escrito mucho y muy bien al respecto, de modo que no pretendo reinventar la rueda ni aspiro a que estas páginas se conviertan en el epítome de la discusión. Mi objetivo es más humilde: plantear la cuestión en primera persona, ordenar algunas de las ideas que he ido rumiando pacientemente y recoger la esencia que subyace en ellas para compartir qué entiendo yo por innovación educativa y cómo me posiciono ante la concepción de un término que, de tan manoseado, corre el peligro de terminar vaciado de contenido, si es que no lo está ya.

2. LO PRIMERO ES LA PALABRA

Los antiguos sofistas, allá por el siglo IV a. C, decían que los seres humanos solo podemos pensar sobre aquello que podemos definir. En la misma línea, el filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein nos recordaba, bastantes siglos después, que los límites del lenguaje son los límites de nuestro mundo, según recogía en la proposición 5.6. de su Tractatus Logico-Philosophicus, publicado en el año 1921. Sirvan estas dos breves pinceladas introductorias para subrayar la importancia que tiene la semántica en la construcción del pensamiento y la imperiosa necesidad de poner nombre al ente real o imaginario sobre el que se va a disertar si la pretensión última es alcanzar acuerdos conceptuales, porque es sabido que los problemas de comunicación no surgen cuando las personas admiten no entenderse, sino cuando creen que se están entendiendo, aunque estén hablando de cosas distintas (Santos Guerra, 2020). En el caso que nos ocupa, tener más o menos claro qué significa innovación y de dónde procede el término resulta clave para poder abordar el debate desde una óptica pedagógica, ya que estamos aludiendo a una palabra polisémica, ambigua y con una gran carga de profundidad.

Si acudimos al Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, comprobamos que innovación, del latín innovatio, significa literalmente “creación o modificación de un producto, y su introducción en un mercado”. Queda patente, pues, que el término proviene del ámbito empresarial, no escolar, por lo que su uso indiscriminado en el terreno educativo debería analizarse con cierta precaución. Es más, cabe señalar que no fue un educador sino un economista, Joseph A. Schumpeter (1883-1950), quien popularizó su acepción al subrayar la pertinencia de introducir cambios en la cadena de producción para que el sistema capitalista no cayera en el estacionamiento, aunque eso conllevara la inoculación en los individuos de un sentimiento de insatisfacción permanente:

…las innovaciones en el sistema económico no tienen lugar de tal manera que las nuevas necesidades surjan primero espontáneamente en los consumidores, adaptándose más tarde el aparato productivo a su presión. No negamos la presencia de ese nexo. Pero, por lo general, es el productor quien inicia el cambio económico, educando incluso a los consumidores si fuera necesario; les enseña a necesitar nuevas cosas, o cosas que difieran en algún respecto de las ya existentes. (Schumpeter, 2016, p. 75)

Por consiguiente, resulta obvio que la búsqueda de la novedad continua se convierte en un axioma que tiene sentido dentro de una filosofía en la que la meta última no es otra que obtener beneficios económicos, aún a costa de crear necesidades artificiales y fomentar el consumismo, pero la transferencia de este pensamiento al ámbito educativo debería ser, cuando menos, cuestionable —no está de más traer a colación los mecanismos de obsolescencia programada que incorporan algunos productos actuales para que su tiempo de duración sea limitado y haya que sustituirlos a la mayor brevedad—. Porque es evidente que toda innovación conlleva un cambio. ¿Pero acaso todo cambio conlleva una mejora? Quizás esté ahí el quid de la cuestión.

2.1. Cuando los medios importan más que los fines

En líneas generales, podríamos decir que hay dos grandes enfoques paradigmáticos en torno al debate sobre la innovación educativa: el primero estaría relacionado con el replanteamiento, ya sea de manera individual o colectiva, de lo que se hace o se deja de hacer en un aula determinada para alcanzar una serie de objetivos formativos, un posicionamiento profesional que sienta sus bases en la llamada investigación-acción y que autores como Lawrence Stenhouse (1984, 1987) o John Elliott (1990, 1993) ya defendían desde los años 80 del siglo pasado; el segundo enfoque es bastante más moderno, se asocia con las corrientes pedagógicas más vanguardistas y tendría que ver con la apuesta decidida por la introducción de recursos tecnológicos en los espacios educativos.

Aunque, en principio, uno y otro enfoque no tienen por qué ser necesariamente excluyentes, lo cierto y verdad es que el segundo ha terminado por fagocitar al primero. Hoy en día, resulta impensable hablar de innovación educativa sin aludir a las TIC (Tecnologías de la Información y la Comunicación), las TAC (Tecnologías del Aprendizaje y el Conocimiento), las TEP (Tecnologías para el Empoderamiento y la Participación) o las TRIC (Tecnologías de la Relación, la Información y la Comunicación). Como muestra, podríamos señalar los innumerables cursos de formación que se ofertan al profesorado bajo el eslogan de “educación innovadora” y que versan sobre el funcionamiento de las pizarras digitales, sobre la operatividad de las plataformas LMS (Learning Management Systems) como Moodle, Edmodo, Blackboard, etc., o sobre la utilización de las múltiples aplicaciones existentes: Canva, Genially, Prezi, Wooclap, Quizziz, Educaplay, Piktochart, etc. La oferta es tan amplia y los cambios se suceden a tal velocidad, que apenas aprendes a manejar una herramienta, cuando ya ha aparecido otra que la mejora o la reemplaza... Sea como fuere, los contenidos que se trabajan en este tipo de cursos son básicamente instrumentales y dejan a un lado el debate profundo y sosegado sobre las finalidades y el sentido que tienen, o deberían tener, las acciones docentes en el siglo XXI.

Al margen de las potencialidades educativas que se le puedan atribuir a las llamadas “nuevas tecnologías”—que, desde luego, haberlas, las hay— creo que esta tendencia no es casual. Y hay muchos factores. Pero por encima de todos, está el interés de determinadas empresas privadas que han visto un enorme nicho de negocio en vender la idea de renovar la educación mediante la tecnologización de las aulas (Díez-Gutiérrez, 2022; Sancho, 2022). Empresas poderosas e influyentes, que controlan los mecanismos de propaganda y publicidad, y que se frotan las manos al pensar en los enormes beneficios que se derivan de la necesidad de estar permanentemente conectados a los dispositivos electrónicos hasta el punto de que resulten imprescindibles para realizar cualquier actividad de la vida cotidiana. Incluso, aprender. Esto contribuye a que el debate sobre qué se considera innovación educativa se centre más en los medios, que en los fines.

Si vivimos inmersos en una sociedad que se deja embelesar por la novedad en detrimento de la idoneidad, si hay empresas que venden innovación educativa y si hay una creencia general de que el uso de la tecnología genera per se un aumento espontáneo de la motivación y el interés del alumnado hacia aquello que se pretende enseñar, todo encaja: la innovación no se construye, se compra. Y si queremos innovar en educación, la fórmula reside en modificar el entorno mediante la adquisición de materiales de atrezo que contribuyen a dar la sensación de cambio, pero cuya existencia no se traduce necesariamente en una mejora exponencial de los aprendizajes de los estudiantes. ¿O acaso el hecho de disponer en cada casa de una cocina de lujo, con los artilugios más sofisticados, nos convierte a todos automáticamente en chefs?

Creo que sería todo un desacierto dejarse arrastrar por la inercia y no pararse a pensar si, verdaderamente, es este el modelo de innovación educativa que necesitamos adoptar en nuestras aulas. Personalmente, no creo que los recursos tecnológicos vayan a revolucionar la educación más de lo que lo hicieron en su día los audiovisuales o los multimedia, aunque a veces se presenten como una especie de deus ex machina y se les atribuya el poder mágico de solucionar todas las dificultades inherentes a cualquier proceso de enseñanza y aprendizaje (Lázpita, 2017).

2.2. Innovación no es modernización

Como ya he señalado en párrafos anteriores, debido a la ambigüedad del lenguaje, es muy fácil confundir conceptos cuando hablamos de innovación. Un ejemplo de ello es creer que innovación y modernización son sinónimos, cuando realmente no es así.

La modernización, en cierta manera, es inevitable. Es un proceso coyuntural acorde con la adecuación del ser humano a las características del contexto social, cultural, político, económico, etc., en el que le ha tocado vivir. Y aunque puedan surgir resistencias iniciales, lo más lógico es que las personas terminen adaptándose a las circunstancias. No creo que en la actualidad haya quien siga empeñado en hacer fuego con pedernal y eslabón, como tampoco quien se niegue sistemáticamente a utilizar el correo electrónico y demande comunicarse mediante señales de humo, palomas mensajeras o cartas manuscritas y selladas con cera lacrada. Las sociedades progresan y el progreso exige renovación. Por tanto, tal y como reza el popular dicho, renovarse o morir.

Cuando extrapolamos el vocablo y lo aplicamos al ámbito educativo formal, la modernización podría entenderse como una invitación a que el profesorado emplee los recursos tecnológicos de los que disponemos actualmente para el desarrollo de su docencia. Por consiguiente, ya no es necesario dibujar a mano alzada en la pizarra cuando podemos proyectar una imagen o un video en la pantalla. Tampoco acudir a las voluminosas enciclopedias encuadernadas en piel cuando basta con hacer una búsqueda rápida de información desde un teléfono móvil o un ordenador con conexión a internet. Y eso, sin mencionar la enorme cantidad de aplicaciones y programas informáticos que nos permiten hacer cosas que, hasta no hace mucho, eran prácticamente inimaginables —dar clases online a través de videoconferencia en un escenario de pandemia mundial, sin ir más lejos—. En definitiva, si ahora contamos con medios mucho más sofisticados que los que teníamos hace años, usémoslos en beneficio nuestro y de nuestro alumnado.

Por otra parte, la modernización educativa también conlleva actualizar los procedimientos de enseñanza y evitar anacronismos tales como segregar a los estudiantes por sexo, adoptar conductas machistas, racistas u homófobas en las aulas —y fuera de ellas—, exigir la memorización literal de los libros de texto, ejercer cualquier tipo de violencia, ya sea física o mental, para obtener respeto y obediencia en clase, etc. En síntesis, se trata de un proceso de cambio y adaptación que se aplica no solo a los elementos externos, sino también a los internos.

Ahora bien, podemos modernizar las aulas y que las prácticas docentes sigan siendo exactamente las mismas, aunque los textos en papel hayan sido sustituidos por documentos alojados en Google Drive (recomiendo echar un vistazo a las populares viñetas de Néstor Alonso, disponibles en la red, porque ilustran a la perfección esta idea). Así, podemos renovar los recursos y las infraestructuras, pero sin cuestionar ni variar su uso. Podemos cambiar la metodología de trabajo, pero no los criterios ni las estrategias de evaluación, de modo que el alumnado continúe estando sometido a las mismas lógicas de aprendizaje. Igualmente, podemos modificar los discursos reaccionarios para adaptarlos a las nuevas corrientes de pensamiento, pero no las convicciones, dando lugar a actitudes impostadas y artificiosas que no ayudan a transformar la realidad. En conclusión, haciendo uso de la popular expresión lampedusiana: podemos modernizarlo todo, para que todo siga siendo igual. ¿Dónde queda, entonces, la supuesta innovación? Espero haber sido lo suficientemente explícito con los ejemplos propuestos: una cosa es modernizar y otra muy distinta, innovar.

2.3. Innovación no es entretenimiento

Cuando al inicio de curso les pregunto a mis estudiantes qué esperan de la asignatura, no son pocos quienes me piden que las clases sean entretenidas (sic). Reconozco que esta demanda me desconcierta, pero puedo llegar a entenderla si situamos la frase en un contexto en el que la industria del espectáculo, la distracción virtual y el aturdimiento ha alcanzado tal cota de poder que ya no se tolera el aburrimiento, y cualquier actividad que requiera de un mínimo esfuerzo intelectual se rechaza de inmediato (Carr, 2011). Ciertamente, es muy difícil pedir a jóvenes universitarios que focalicen su atención y se concentren en las explicaciones y en las tareas propuestas en clase cuando, desde niños, su cerebro en construcción ha potenciado la capacidad de responder a los efectos de la sobreestimulación, producto de la abundante y temprana exposición a las pantallas, con la estrategia de la desconexión (L’Ecuyer, 2015; Desmurguet, 2020). El desafío, pues, está servido: ¿cómo conectar con una generación de estudiantes cuya capacidad de concentración es de apenas unos segundos?

Los ordenadores de Google han logrado medir el tiempo de atención de la generación millennial. Los que han nacido con conexión permanente y han crecido con una pantalla táctil en la punta de los dedos. Los que, como nosotros, no pueden dejar de sentir vibraciones en el fondo de sus bolsillos; los que, en el transporte público, avanzan con el ojo clavado en el teléfono, concentrados en el espacio-tiempo de sus pantallas. El tiempo de atención, la capacidad de concentración de esta generación es de 9 segundos. A partir de ese momento, nuestro cerebro se desengancha. Necesita un nuevo estímulo, una nueva señal, una nueva alerta, otra recomendación. (Patino, 2020, p. 16)

La conclusión que el profesorado puede extraer de este tipo de afirmaciones es bastante preocupante: en muchos casos, no es que el alumnado no quiera atender, ¡es que es incapaz! ¿Cómo vamos a pedirle que haga uso de una destreza que aún no ha desarrollado? Pese a ello, ¿hasta cuándo vamos a esperar?

Debemos tener presente que todo aprendizaje, ya sea en una institución educativa formal o fuera de ella, requiere de observación, atención y memoria. Asimismo, conlleva una dosis considerable de esfuerzo, tesón, trabajo, constancia, entrenamiento, repetición, ensayo-error, etc. Ningún aprendizaje surge de manera espontánea. Nadie aprende a hablar, a andar, a nadar, a montar en bicicleta, a conducir un coche, a dominar una segunda lengua o a tocar un instrumento musical de un día para otro. Tampoco desarrolla la comprensión lectora o la expresión escrita en un instante, ni asimila un contenido determinado sin procurar haber llevado a cabo previamente la comprensión de los conceptos básicos. Este proceso de adquisición progresiva de destrezas, por muy lento y aburrido que pueda parecer en un primer momento, es consustancial, de modo que no tiene sentido pretender sustituirlo por divertimentos o pasatiempos para evitar la frustración inicial que genera. ¡Y mucho menos, si se disfraza esta falacia utilizando el comodín de la innovación!

Desde mi punto de vista, cuando entendemos la innovación educativa como animación o espectáculo en el aula, se comete otro error conceptual. Además, ponemos sobre los hombros del profesorado un peso adicional: si se quiere ser innovador, ya no basta con que los alumnos aprendan más y mejor, ¡ahora hay que divertirlos! ¿En qué consiste, entonces, la innovación educativa? ¿En contar chistes? ¿En hacer bromas, malabares, piruetas, pantomimas, trucos de magia, etc., cada vez más asombrosos, para evitar que el alumnado bostece? Considero que la tarea que realizan los docentes ya es lo suficientemente complicada de por sí, como para añadir un componente extra asociado al estado de ánimo de los estudiantes.

Aviso: que nadie malinterprete mis palabras. No es lo mismo que las clases sean aburridas a que el alumnado se aburra en ellas —el pronombre reflexivo indica que el aburrimiento es un estado que depende de la actitud de quien lo manifiesta—. El primer cometido sí es responsabilidad directa del profesor, pero el segundo no. Por supuesto, es preferible un ambiente de clase distendido, agradable, en el que reine la cordialidad y haya espacio para la improvisación, la risa y el sentido del humor, que un contexto formativo excesivamente rígido, serio y estricto; o uno, en el que las acciones pedagógicas sean tan artificiales y fingidas, que salte a la vista que la única razón por la que se ejecutan es por una mal entendida necesidad de “innovar”. En cualquier caso, el secreto no es otro que profesionalizar la enseñanza y cuidar las relaciones humanas. Pero eso no es algo rompedor ni revolucionario. Eso es, sencillamente, lo que los buenos docentes llevan haciendo toda la vida, al margen de modas o de imperativos externos. Saben perfectamente cuándo es el momento oportuno para plantear alguna actividad lúdica o una dinámica de grupo que ayude al alumnado a alcanzar ciertos objetivos y cuándo no lo es, cuándo aplicar una estrategia metodológica u otra, cuándo mantener una pauta de trabajo y cuándo es preferible cambiarla. Actúan guiados por el sentido común y por el deseo implícito de mejorar su enseñanza para hacerla más accesible, atractiva y motivadora, una meta posible y plausible. Sin embargo, intentar solucionar el problema del aburrimiento ajeno no es algo que esté en nuestras manos. Como señala el filósofo José Antonio Marina (2021), las cosas no te aburren porque sean aburridas, las cosas te parecen aburridas porque el aburrido eres tú.

2.4. Innovación no es exhibicionismo

Es sabido que hace más ruido un árbol que cae, que todo un bosque que crece. Me gusta utilizar esta frase para invitar a pensar sobre lo que yo denomino “innovación silenciosa”, que es aquella que no se anuncia, ni de la que se hace gala u ostentación. Y es que, a veces, nos dejamos llevar por esta absurda tendencia actual en la que se da más importancia a la apariencia que a la esencia, al continente por encima del contenido, de modo que concedemos mayor valor a la imagen que proyectamos hacia los demás que al sentido último de lo que hacemos (Ruiz, 2021). En consecuencia, parece que, en educación, ya no es suficiente con hacer las cosas bien, ahora necesitamos que se exhiba. Desde esta perspectiva, podríamos llegar a la errónea conclusión de que, si las acciones que se llevan a cabo en las aulas no alcanzan el impacto deseado en redes sociales, no son tan innovadoras. Así, no es de extrañar que haya docentes a los que les importe más el número de seguidores en Instagram, los likes obtenidos en Facebook o la viralización de los videos subidos a TikTok, que el aprendizaje de sus estudiantes. Es más, la sensación resultante es que, en el fondo, estas personas desean convertirse en youtubers o influencers y que las aulas son solo un decorado en el que escenificar sus performances. La situación es tan disparatada, que algunos medios de comunicación ya han empezado a hacerse eco del fenómeno a raíz de las denuncias que han interpuesto varias familias al comprobar a qué dedican el tiempo de clase los docentes de sus hijos (Zafra, 2022).

Sin lugar a dudas, compartir, difundir y promocionar las experiencias educativas es algo tremendamente beneficioso y enriquecedor, incluso me atrevería a decir que fundamental para contribuir al desarrollo profesional del colectivo docente. De hecho, para eso están las revistas educativas y se organizan eventos tales como congresos, jornadas, talleres, seminarios, etc., que son espacios idóneos para el aprendizaje recíproco. Al margen de ello, ¿es aceptable publicar en redes sociales los proyectos y las actividades que hacemos en clase con nuestros estudiantes? Claro que sí, siempre y cuando se respete la Ley de Protección de Datos y se garantice el derecho a la privacidad de los menores de edad. Sin embargo, ¿debe ser un requisito sine qua non para que una acción educativa pueda considerase innovadora actualmente? En mi opinión, no. ¡Cuántas iniciativas provechosas se habrán quedado por el camino debido a la presión que supone tener que ponerlas en un escaparate y someterlas al escrutinio público!

Hacer marketing de las experiencias de aula y publicitarlas en las plataformas que cada cual estime oportuno es una decisión personal válida, lícita y respetable, pero no debemos perder nunca de vista el objetivo último de cualquier acción educativa formal: que el alumnado tenga la posibilidad de aprender más y mejor aquello que pretendemos enseñar. Desde esta lógica, no se busca tanto la ovación, el aplauso o el elogio virtual por parte de desconocidos, como el agradecimiento honesto y sincero de aquellos alumnos que reconocen el esfuerzo que realiza su docente por facilitarles el aprendizaje, aunque eso no genere tanta expectación ni ruido mediático. Porque la innovación se demuestra, no se proclama. Sin más rodeos: menos postureo y más pedagogía.

3. ENTRE LO NUEVO Y LO VIEJO, LO INNOVADOR

Me identifico con las palabras de Alejandro Ferri, el protagonista de “El Congreso”, uno de los cuentos escritos por Borges (1975): “Noto que estoy envejeciendo. Un síntoma inequívoco es el hecho de que no me interesan o sorprenden las novedades, acaso porque advierto que nada esencialmente nuevo hay en ellas y que no pasan de ser tímidas variaciones” (p. 72).

Efectivamente, cada vez siento más desinterés, desapego, descreimiento y desconfianza hacia cualquier cosa que intenten vendernos como panacea innovadora. Sobre todo, en educación. Prueba de ello es la ingente cantidad de anglicismos y de acrónimos que han proliferado en los últimos años y que vienen a dar un barniz de modernidad a unas metodologías didácticas que, bajo una denominación u otra, haciendo uso de unos recursos u otros, ya venían aplicándose desde hace tiempo en diferentes contextos. Por ejemplo, ABP (Aprendizaje Basado en Problemas), ApS (Aprendizaje Servicio) MdC (Método del Caso), PBL (Project Based Learning, traducido al español como Aprendizaje Basado en Proyectos) Learning by Doing (el aprender haciendo de toda la vida…), Flipped Clasroom (aula invertida), STEAM (las siglas, en inglés, de Ciencia, Tecnología, Ingeniería, Artes y Matemáticas, o lo que es lo mismo: la defensa de un currículum interdisciplinar, al fin y al cabo), SCRUM (una manera distinta de referirse al trabajo en equipo), Escape Room (una versión actualizada del popular juego del tesoro), Gamification (aprendizaje lúdico), etc.

Todas estas metodologías tienen en común la apuesta por concebir al estudiante como sujeto activo en la construcción de los aprendizajes y no como mero receptáculo de contenidos. Evidentemente, esto es algo bueno y deseable. Por tanto, poco hay que objetar. ¡Pero Freire ya lo reclamaba en los años 60 del siglo pasado, cuando criticaba lo que él llamaba pedagogía bancaria! También María Montessori, cuyos preceptos tienen más de 100 años y todavía están presentes en los centros de educación infantil que se definen como innovadores.

En el fondo, el reto al que se enfrenta cualquier docente fue, es y será siempre el mismo: procurar que el alumnado muestre interés, ilusión y predisposición hacia el aprendizaje, que disfrute mientras aprende y que consiga encontrar sentido a las acciones que se llevan a cabo en las aulas porque le permiten entender mejor el mundo y entenderse mejor en él. Quien todavía no haya interiorizado este pensamiento y siga defendiendo que su labor como docente consiste, únicamente, en transmitir información y solicitar a los estudiantes que la memoricen y la repitan en los exámenes, probablemente, se deje llevar por el fast-food pedagógico, asumiendo que, para innovar en educación, basta con aplicar el método de moda durante una temporada y hacerse selfies en el aula para dejar constancia de ello. Quien, por el contrario, haya tenido claro desde un principio cuál es el desafío que tiene entre manos, comprobará que una cosa es surfear la ola innovadora con la intención de mantenerse en la cresta, y otra muy distinta, bañarse en el mar.

3.1. Innovación versus tradición

Uno de los argumentos más recurrentes para abogar por la innovación educativa es la lucha contra lo tradicional. En ocasiones, el debate se plantea de manera maniqueísta y se limita a enfrentar dos posiciones antagónicas sin que termine de estar muy claro qué es y qué significa ser tradicional, como qué es y qué significa ser innovador. Siguiendo a Libedinsky (2001):

La educación tradicional puede definirse con muchos adjetivos: autoritaria, jerárquica, memorística, verbalista, pedante, aburrida, clasista, selectiva, disciplinaria, rutinaria, represiva, punitiva, etc. Es una especie de container de basura pedagógica, donde depositamos todo aquello que no nos gusta, aquello con lo que no acordamos, lo indeseable. Sirve, entonces, más para denostar que para denotar. Sin embargo, cuando uno comienza a comprender la naturaleza de las propuestas didácticas, resulta que los planteamientos maniqueos tambalean; ni lo tradicional resulta ser tan obsoleto, ni lo nuevo es en realidad tan nuevo. (p. 19-20)

Por otra parte, este argumento tan simple de la lucha contra lo tradicional trae consigo una paradoja de la que resulta imposible escapar: la innovación en educación no puede estar ligada al factor tiempo. Si así lo hiciera, quedaría entrampada en una carrera en la que siempre iría por detrás, ya que una práctica vanguardista que desarrollemos en las escuelas hoy en día, como el uso de la tecnología 3D o la realidad aumentada para trabajar determinados contenidos, por muy buenos resultados que dé con los estudiantes, dejará de ser innovadora dentro de unos años. ¿La desechamos, entonces, de las aulas por ese motivo? Al ser catalogada como “tradicional”, ¿perdería toda su potencialidad educativa? Cambiando el enfoque: ¿podría llegar a considerarse innovador un ejercicio clásico de redacción a mano si lo llevan a cabo un grupo de estudiantes que únicamente se dedican a intercambiar mensajes de WhatsApp a través de su teléfono móvil? La lectura serena y pausada de un libro, ¿podría llegar a constituirse como una práctica innovadora si se desarrolla en un contexto de inmediatez en el que el acceso a los contenidos se produce, casi exclusivamente, por vía audiovisual? ¿Sería innovador considerar el uso de la mayéutica socrática en el marco de una asignatura universitaria actual teniendo en cuenta que la invención de este método se remonta al siglo IV a. C.?

Estas cuestiones ponen de manifiesto que los criterios para definir la innovación educativa varían según las circunstancias, y que una acción se considerará más o menos innovadora en tanto en cuanto se compare con otras acciones ya asentadas en la cotidianidad, porque es obvio que no se puede innovar en el vacío. Ahora bien, como ya se ha señalado anteriormente, si el afán por epatar, la novedad o la espectacularidad se convierten en los factores determinantes para valorar una propuesta, se corre el riesgo de dejar en un segundo plano la intencionalidad y el sentido de la misma, cuando es justo ahí donde radicaría la esencia de la innovación: en encontrar la mejor respuesta posible a las necesidades circunstanciales que emergen en un contexto educativo, independientemente de si dicha respuesta se considera vanguardista o no.

En otras palabras, no es necesario contar con los más avanzados dispositivos electrónicos, como tampoco hacen falta fuegos artificiales, excelsos montajes escenográficos o pomposidad a raudales para desarrollar prácticas innovadoras. No nos quedemos mirando el dedo cuando éste señala la luna. Un docente puede innovar perfectamente en su aula con un puñado de tizas de colores, si con ello contribuye a que sus estudiantes aprendan más y mejor. De hecho, en muchos casos, la mejor tecnología punta son los lápices bien afilados y la posibilidad de dar rienda suelta a la imaginación. Como decía el director de cine francés Robert Bresson (1901-1999): una cosa vieja se vuelve nueva si se separa de lo que habitualmente le rodea. Conviene tenerlo en cuenta.

3.2. De las definiciones a las acciones

Cualquier invitación a definir la innovación educativa no deja de ser capciosa. El motivo es que, muchas veces, la respuesta se orienta hacia disquisiciones teóricas excesivamente abstractas que, quizás, pueden ser apreciables en el ámbito académico, pero que no siempre resultan útiles a la hora de hacer introspección y, por tanto, de provocar modificaciones en el statu quo. Ya se sabe que una cosa es lo que se dice, otra lo que se hace; y otra muy distinta, lo que se dice sobre aquello que se hace (Santos Guerra, 2020). Por esta razón, siempre que se aborde el debate sobre la innovación educativa, soy partidario de hacer menos hincapié en el qué, y más en el porqué y el para qué, de manera que la teoría se construya partiendo de la práctica, y sirva, a su vez, para sustentarla. En román paladino, no me cuentes qué es innovación educativa haciendo uso de retórica vacua y repitiendo frases tan manidas que parecen mantras, cuéntame lo que haces en clase, por qué y con qué finalidad; es decir, qué actividades, ejercicios, dinámicas, proyectos, etc., has puesto en marcha, cuáles son los motivos que te impulsaron a ello, los objetivos que perseguías y los resultados que obtuviste —aunque, quizás, no fuesen los esperados o los deseados—. Porque, tal y como afirma el proverbio, la acción más pequeña es preferible a la intención más grande.

Asimismo, hay que tener en cuenta que, en el mismo momento en el que un “grupo de expertos”, una instancia externa revestida de autoridad o un manual impuesto por decreto establece los parámetros técnicos o metodológicos de la innovación educativa, ya encorseta el concepto dentro de unos cánones y limita su naturaleza adaptativa. ¿Dónde queda, entonces, la creatividad, la iniciativa y la capacidad de decisión del profesorado? Si las acciones innovadoras se estandarizan, se protocolizan y se reproducen en serie, independientemente de las características idiosincráticas de los contextos formativos, la supuesta innovación deja de ser una solución y pasa a convertirse en parte del problema.

Por las razones expuestas, se infiere que no tiene sentido definir el concepto en términos de abstracción, sino vinculándolo siempre a una realidad educativa específica. Eso implica, por parte del profesorado, un proceso ineludible de reflexión, de investigación y de análisis de las características diferenciales de cada grupo de estudiantes para tratar de adecuar su actuación y modificarla cuando estime oportuno. Se trata, pues, de una experiencia situada, íntima y particular, en la que se manifiesta la importancia que tiene el acompañamiento al alumnado durante su proceso de aprendizaje. Así entendida, la innovación no se convierte en una entelequia, sino en una actitud consciente y comprometida con la mejora de la propia práctica profesional (Martínez-Bonafé, 2008; Fernández-Navas, 2016).

4. CONCLUSIONES

Hablar de innovación en educación es como enfrentarse a la poda de un árbol tan enorme y frondoso que ni siquiera se le ve el tronco. Hay que acercarse a él, mirar hacia arriba y comprobar por dónde sube la savia hasta alcanzar la copa. Y entonces, con un hacha, ir eliminando cuidadosamente el ramaje que impide que entre la luz del sol y que el árbol crezca sano. Valga la metáfora para señalar que la introducción del término innovación en el ámbito educativo suele generar debate, controversia, polémica, etc., y provoca discusiones banales que se centran más en la semántica que en la pragmática. Es una palabra que chirría, hace ruido, y ya se sabe que las carretas vacías, son las que más suenan… Por este motivo, creo que es hora de superar las posturas dualistas y dicotómicas sobre enfoques innovadores y tradicionales en la enseñanza. Adoptar otra concepción de innovación ayudaría a explicar por qué hay docentes que dejan huella en sus estudiantes utilizando lo que alguien puede considerar que son pedagogías pasadas de moda, y por qué hay docentes que no consiguen conectar con el alumnado a pesar de utilizar en sus clases la última tecnología.

Considero que las ideas sobre innovación educativa guardan bastante similitud con las ideas políticas o religiosas: dependen más de una convicción personal que de un argumento racional. Por tanto, podríamos decir que hablamos de creencias y no de ciencia. El motivo es que la ciencia busca resultados empíricos, demostrables, cuantificables y replicables. La creencia, razones que ayuden a justificar y sustentar un posicionamiento vital. Para aclarar esta idea, me apoyaré en un hermoso texto del escritor uruguayo Eduardo Galeano, titulado “Ventana sobre la utopía”, que reproduzco a continuación:

Ella está en el horizonte —dice Fernando Birri—. Me acerco dos pasos, ella se aleja dos pasos. Camino diez pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Por mucho que yo camine, nunca la alcanzaré. ¿Para qué sirve la utopía? Para eso sirve: para caminar. (2003, p. 230)

Desde mi punto de vista, podríamos sustituir la palabra utopía por innovación y el escrito seguiría transmitiendo el mismo mensaje. ¿Para qué sirve la innovación? Para seguir avanzado hacia la mejora de la práctica profesional, aun a sabiendas de que mejora es una palabra infinita y de que la perfección o el éxito absoluto nunca será alcanzable. Por tanto, la innovación educativa no debe concebirse como la realización de un acto aislado y artificioso en un momento determinado, por muy novedosos y originales que sean los recursos empleados, sino como un horizonte que alienta la búsqueda constante de acciones dirigidas a dar respuesta a las necesidades diarias del alumnado al que prestamos nuestros servicios. Así pues, en momentos de desasosiego, recordemos el aforismo aristotélico: somos lo que hacemos repetidamente. La excelencia no es un acto, sino un hábito. Dicho de otro modo, sin desmerecer la valía que tienen las llamadas “buenas prácticas”, aboguemos más a menudo por la práctica buena.

Probablemente, dentro de diez, veinte o treinta años seguiremos hablando y escribiendo sobre innovación educativa, aunque buena parte de las interacciones sociales estén mediadas por la inteligencia artificial, las clases se impartan en el metaverso y los avatares hayan sustituido a las personas de carne y hueso, lo que demuestra que el debate trasciende las cuestiones técnicas o procedimentales. La tecnología, inevitablemente, avanzará y nuestra manera de relacionarnos con ella, también. Pero el objetivo fundamental de las acciones educativas permanecerá —o, al menos, debería permanecer— invariable a pesar de los múltiples cambios a los que nos veremos abocados en un futuro no muy lejano. Porque, en esencia, los seres humanos siempre hemos precisado lo mismo de nuestros docentes: respeto, compresión, humildad, paciencia, honestidad, inquietud intelectual, generosidad a la hora de compartir los aprendizajes, etc. Y lo seguiremos haciendo.

Independientemente de las circunstancias y de los avances tecnológicos, estoy seguro de que la reflexión sobre la auténtica innovación educativa seguirá girando en torno a la influencia sustancial que cada profesor o profesora tiene sobre la forma en la que sus estudiantes piensan, sienten y hacen. Y hacía ahí deberíamos dirigir nuestros pasos.

A modo de epílogo, me gustaría señalar que este artículo comenzaba con una declaración explícita en la que afirmaba que, después de un tiempo intentando ordenar algunas de los pensamientos que rondaban por mi cabeza, el escrito había tomado forma definitiva. Honestamente, sé que no es así. El circunloquio continúa. Cada vez que releo las ideas expuestas en estas páginas, surgen otras nuevas que podrían enriquecer el documento, lo que demuestra que me dejo muchos asuntos en el tintero y que el tema, lejos de cerrarse, continúa abierto a múltiples interpretaciones. En cualquier caso, mi intención no era convencer, sino compartir (y provocar). Desde aquí, animo a quien haya tenido a bien acercarse a estas líneas que continúe indagando y ampliando su visión sobre la llamada innovación educativa, porque la línea que separa la innovación del “innovacionismo” es muy fina y cualquier docente debería tener claro su posicionamiento personal y profesional. De no hacerlo, dejará que sean empresas privadas como Google, Apple, Facebook, Amazon o Microsoft quienes marquen el camino.

REFERENCIAS

Borges, J. L. (2011). El libro de arena. Debolsillo (primera edición, 1975).

Carr, N. (2011). Superficiales. ¿Qué está haciendo internet con nuestras mentes? Taurus.

Desmurguet, M. (2020). La fábrica de cretinos digitales. Los peligros de las pantallas para nuestros hijos. Península.

Díez-Gutiérrez, E. J. (2022). Invasión en educación. Journal of Supranational Policies of Education, (15), 48-63. https://doi.org/10.15366/jospoe2022.15.003

Elliott, J. (1990). La investigación-acción en educación. Morata.

Elliott, J. (1993). El cambio educativo desde la investigación-acción. Morata.

Fernández-Navas, M. (2016). ¿Qué es la innovación educativa? En M. Fernández-Navas y N. Alcaraz-Salarirche (Coords.). Innovación educativa. Más allá de la ficción (pp. 27-40). Pirámide.

Galeano, E. (2003). Las palabras andantes. Siglo XXI.

L’Ecuyer, C. (2015). Educar en la realidad. Plataforma.

Lázpita, A. (12 de septiembre de 2017). Deus ex máchina. Cuadernos de Pedagogía, 481. https://bit.ly/3UJGpn6

Libedinsky, M. (2001). La innovación en la enseñanza. Diseño y documentación de experiencias de aula. Paidós.

Marina, J. A. (14 de diciembre de 2013). El aburrimiento. La Vanguardia. https://bit.ly/3F5HS1l

Martínez-Bonafé, J. (2008). Pero ¿qué es la innovación educativa? Cuadernos de Pedagogía, 375, 78-82. https://bit.ly/3CLqaQa

Patino, B. (2020). La civilización de la memoria de pez. Alianza Editorial.

Ruiz, J. C. (2021). Filosofía ante el desánimo. Pensamiento crítico para construir una personalidad sólida. Destino.

Sancho, J. M. (22 de diciembre de 2022). Lluvia de millones… para las tecnológicas. El diario de la educación. https://bit.ly/3G5yVpa

Santos Guerra, M. Á. (2020). ¿Para qué servimos los pedagogos? El valor de la educación. Catarata.

Schumpeter, J. A. (2016). Teoría del desenvolvimiento económico: una investigación sobre ganancias, capital, crédito, interés y ciclo económico. Fondo de Cultura Económica (primera edición, 1934).

Stenhouse, L. (1984). Investigación y desarrollo del currículum. Morata.

Stenhouse, L. (1987). La investigación como base de la enseñanza. Morata.

Zafra, I. (17 de julio de 2022). #TeachToker o cómo los profesores triunfan en redes exponiendo a sus alumnos con bailes subidos de tono y vídeos poniendo suspensos. El País. https://bit.ly/3UEqDtw


Márgenes, Revista de Educación de la Universidad de Málaga