RESUMEN:
Este escrito es un testimonio personal, y por tanto subjetivo, de la apasionante labor de poner en funcionamiento una nueva universidad dedicada a la educación: la Universidad Nacional de Educación (UNAE) en la República del Ecuador. Una historia mínima narrada en primera persona y que trata de evidenciar cómo el encuentro con Ángel I. Pérez Gómez supuso, para muchos, un reto a nivel intelectual.
PALABRAS CLAVE: testimonio personal; relación intelectual; modelo universidad; política universitaria
ABSTRACT:
This writing is a personal, and therefore subjective, testimony of the exciting work of setting up a new university dedicated to education: the National University of Education (UNAE) in the Republic of Ecuador. A minimal story narrated in the first person that tries to show how the encounter with Ángel I. Pérez Gómez was, for many, an intellectual challenge.
KEYWORDS: personal testimony; intellectual relationship; university model; university policy
Este escrito es un testimonio personal, y por tanto subjetivo, de la apasionante labor de poner en funcionamiento una nueva universidad dedicada a la educación: la Universidad Nacional de Educación (UNAE) en la República del Ecuador. En realidad, lo que cuento es un pretexto para mostrar mi simpatía i admiración por Ángel Pérez con el que compartí esta tarea, que, desde mi punto de vista, casi fue una aventura.
Supe de Ángel a través de sus escritos muchos años antes de tener la oportunidad de conocerlo personalmente. Cuando tomé la decisión de pasar del área de Historia Moderna, en la que era profesor titular, a la que fue la primera cátedra de didáctica de las Ciencias Sociales, comencé a leer, de manera sistemática, libros de pedagogía con el fin de formalizar mi pensamiento didáctico que se basaba, fundamentalmente, en la práctica innovadora en el ámbito de la enseñanza de la historia en bachillerato.
En aquellos años, mi opinión sobre los pedagogos no era la mejor. Siendo estudiante de Filosofía y Letras en la Universidad de Valencia, después de los dos años comunes, cursé de manera simultánea primero de pedagogía, que era estudio vespertino, e Historia y Geografía que se impartía en turno de mañana. Las clases de la tarde me produjeron una gran decepción intelectual y una mala opinión sobre la especialidad de pedagogía que comenzaba en aquellos años. Cuando comparaba las clases de la mañana, con grandes profesores discípulos de Jaume Vicens Vives, con las de la tarde, las diferencias eran enormes. En la mañana nos adentramos en la escuela de Annales y, por nuestra cuenta, en el pensamiento marxista de la historiografía francesa y británica, y en las entonces nuevas teorías del estructuralismo. Por la tarde, dormitaba con las aburridas i garbanceras peroratas de profesoras, algunas de ellas monjas teresianas, o las de algún pseudofilósofo que devino en catedrático de pedagogía en la UNED. Recuerdo al profesor de didáctica general que se desgañitaba en sesiones magistrales explicándonos que toda clase debía ser activa, aunque nunca permitía que le hiciésemos preguntas. Como es lógico, no pase a segundo y me dedique a ser historiador y profesor de historia. Pese a ello, mantuve mi interés por la didáctica buscando otros caminos ligados a la innovación, una vez acabada la carrera, en mi flamante condición de catedrático de instituto.
Como he señalado, cambié mi opinión cuando tuve que estudiar de nuevo pedagogía al preparar la cátedra de didáctica de la Historia. Fue entonces cuando leí el libro de Ángel Pérez y José Gimeno: La Enseñanza: su teoría y su práctica, que me ofreció una visión que no había conocido en mi facultad. Constaté que esta orientación, que luego amplié con otras lecturas, me podía enriquecer como profesor e investigador de didáctica de las Historia, en la tarea que me propuse de contribuir a construir un área que se encontraba en una fase casi fundacional en los terrenos metodológicos y epistemológicos. Aquellas lecturas, estuvieses de acuerdo o no con ellas, fueron sustanciales para lo que ha sido después mi vida académica.
Así se inició de mi relación, en este caso intelectual, con el amigo Ángel. Estuve a punto de conocerlo personalmente cuando, ocupando la Subdirección General de Formación del Profesorado del MEC, constituí una comisión para la mejora de la didáctica universitaria. Invité a participar a Vicente Benedito, a Miguel Ángel Santos Guerra y a Ángel I. Pérez como pedagogos, junto con otros académicos de diversas especialidades. Ángel no se integró, arguyendo alguna razón práctica que me hicieron llegar. Fue una pena que no viniese a la comisión, ya que hubiésemos adelantado muchas discusiones y conversaciones.
Sirvan los párrafos anteriores como introducción al objeto narrativo de este billete, que trata de nuestra experiencia conjunta en la fundación e institucionalización de la UNAE. Denominar aventura la creación de una nueva Universidad no es solo un recurso retórico ya que, desde mi punto de vista, aquellos años resultaron una aventura personal e intelectual.
En el año 2014, el presidente Rafael Correa de la República del Ecuador, decidió la creación de cuatro universidades que se denominaron “emblemáticas”, que debían servir, al tiempo, como ejemplo y como revulsivo del sistema universitario ecuatoriano. El presidente nombró comisiones gestoras para gestionar la puesta en marcha de las nuevas universidades. Una de ellas fue la UNAE, que debía dedicarse a la formación de docentes. Para este centro nombró, en la correspondiente comisión gestora, a cinco académicos, todos con categoría de rector, para un periodo de seis años. Entre los cinco nos encontrábamos Ángel y yo mismo.
Nos tomamos el encargo con ilusión, no exenta de un punto de ingenuidad al no prever las dificultades que tenía el proyecto. Un poco hartos del burocratismo y de la deriva de nuestro sistema universitario, la UNAE era una posibilidad extraordinaria para ensayar, con aparente libertad, muchas de las ideas que nuestra rígida universidad española no permitía.
Siendo un trabajo apasionante, debo reconocer que no fue del todo exitoso ya que tuvo complicaciones. Como ilustración de algunos de los retos que hacían difícil el proyecto, me referiré a tres aspectos fundamentales: en primer lugar, el constituir una autoridad colegida que fuese internamente coherente y tuviese una visión compartida de lo que debía hacerse. En segundo lugar, moverse en la deriva compleja y, en ocasiones, dificultosa de las relaciones políticas e institucionales que expresaban las tensiones internas de la llamada Revolución Ciudadana que, tanto en la época del presidente Correa, como en la contrarrevolución encabezada por su traidor sustituto, implicó y condicionó la marcha de la Universidad. En tercer lugar, conformar una plantilla docente competente, actualizada y que compartiera el proyecto de lo que debía ser una universidad que superara a las añejas instituciones de formación de maestros en Ecuador.
Respecto a la configuración de la Comisión Gestora, no fue posible conseguir una visión profunda compartida y una unidad en la dirección estratégica. Éramos cinco personas con trayectorias, formación y experiencias académicas muy diferentes y, desafortunadamente, poco complementarias. Una profesora de física, de una universidad de los Estados Unidos, con un concepto casi naif de la didáctica, y cero experiencia en la formación de maestros; un profesor mexicano, típico académico que se mueve en algunas universidades latinoamericanas, que sabe poco, pero habla mucho; un profesor colombiano, afincado en Ecuador, de formación teológica y filosófica, muy vinculado a algunos políticos del gobierno de Correa. Como este colega iba a residir permanentemente en la Universidad, fue sugerido por el ministro y aprobado por el resto de la comisión, como el responsable del día a día. En la práctica rector efectivo de la institución, función que asumió ampliando notablemente lo que debían ser sus competencias en un órgano colegiado en el que era un primus inter pares. Junto a esos tres colegas, Ángel y yo que, como es sabido, trabajamos en facultades de educación de las universidades de Málaga y de Barcelona respectivamente. Aunque de especialidades diferentes y procedencia distinta en nuestro mundo de áreas de conocimiento, teníamos unas ideas iniciales fundamentadas en la experiencia y en nuestra trayectoria científica, que hacía fácil ponerse de acuerdo para elaborar un nuevo proyecto. Solo Ángel y yo teníamos experiencia práctica en la formación de maestros, el resto, excepto el colega colombiano que había publicado y estudiado temas de filosofía de la educación, venían de otras trayectorias profesionales e intelectuales, no ligadas a la formación inicial de docentes.
Ángel se encargó de lo académico y aportó un documento que definimos como “modelo pedagógico de la universidad”, que tuvo un gran impacto como rasgo de identidad de la UNAE, aunque siendo un escrito asumido por la Comisión Gestora, su valor fue más formal que efectivo en la marcha del nuevo centro. Yo me dedique, con poco éxito, a la investigación. Esta actividad sería imprescindible para que la UNAE fuese una universidad con mayúsculas y no una mera escuela de formación. El colega mexicano se dedicó a firmar decenas de convenios con una panoplia de organismos e instituciones universitarias nacionales e internacionales que, desde mi punto de vista, no aportaban nada o casi nada. La compañera norteamericana no se a que se dedicó. El rector efectivo era quien realmente gobernaba el centro creando una potente y fiel estructura de PAS y contratando o despidiendo al nuevo profesorado con criterios que siempre me resultaron poco trasparentes, lo que le otorgaba un gran poder entre los docentes recién llegados.
Durante más de dos años, quemamos nuestras energías en reglamentar el funcionamiento del centro al estilo burocratizado de las universidades ecuatorianas. Reglamentos y más reglamentos, reuniones interminables en detrimento de lo que creo hubiese sido una tarea más provechosa: impulsar personalmente proyectos académicos, potenciar, con nuestra implicación directa, innovaciones e investigaciones, intervenir directamente en la estructura docente y su organización, y controlar la entrada de los nuevos docentes. No conseguimos configurar y poner en funcionamiento los departamentos más evidentes: psicología, sociología, didácticas aplicadas, etc. Siempre teníamos un “sí, claro”, pero no se llevaban a cabo las medidas. Creo que no se entendían. Al no residir permanentemente allí, todo quedaba en manos del grupo del entorno del rector efectivo.
Meses antes de las elecciones a nuevo presidente de la República, hubo un intento, por parte del ministro más directamente encargado de la universidad, de eliminar la Comisión Gestora para proceder a la institucionalización ordinaria del centro. Aunque el rector efectivo estaba conforme arguyendo que una victoria del candidato no correista provocaría nuestra destitución ipso facto, nos negamos a esta maniobra ya que sospechamos que esa no era la razón fundamental. Lo paradójico es que, ganando las elecciones presidenciales un candidato correista, también fuimos apartado del centro de manera fulminante.
Con el cambio de presidente de la República, se inició una destrucción sistemática de la obra hecha por el gobierno de Rafael Correa. Los de la UNAE éramos, para los nuevos gobernantes, personas leales a las directrices del anterior presidente. Fuimos invitados a dejar la UNAE. Esa invitación era indirecta ya que lo que se nos pidió es que nos trasladáramos a vivir, de manera permanente, al Ecuador para poder seguir en la responsabilidad, seguramente imaginando que no aceptaríamos. Dos de los cinco miembros dimitieron inmediatamente. Ángel y yo solicitamos unos meses para arreglar los temas en nuestras universidades españolas y poder trasladarnos. Podía ser una jugada de mus, es cierto, pero ellos se adelantaron y nos cesaron sin consulta y no incluyendo en el diario oficial la consabida formula de “agradeciendo los servicios prestados”. Quedó el rector efectivo que, pese a su intento de acercamiento al nuevo gobierno, acabó también abandonando UNAE.
El tema de la constitución de una plantilla docente con experiencia académica solvente y con visiones actualizadas de lo que supone hoy la formación de profesorado fue otro de los temas que no conseguimos plenamente. Si hubiésemos hecho una universidad de masters y doctorados, con pocos y experimentados profesores, seleccionados con criterios de calidad muy definidos, acompañando a los que se contrataran de manera permanente de profesorado visitante de las mejores universidades, la cosa hubiese quizá funcionado mejor. Era una estrategia para que la UNAE no compitiese en la formación de los estudiantes de grado, sino con la idea que la nueva universidad interviniese en el sistema, actualizando, formando y graduando al profesorado de los centros de formación ya existentes y a otros graduados que se quisiesen incorporar al sistema como formadores de formadores.
Pero quisieron una universidad que impartiese grados y que se masificase lo antes posible. ¡Cada vez más alumnado!, siendo este un indicador que se fijaba como expresión de éxito. Ello exigía incorporar, cada año, a muchos docentes, que se debían reclutar muy rápidamente para una universidad, en aquel momento, totalmente desconocida. Se contrató todo tipo de profesorado, unos llegaron huyendo del Chavismo, otros de una Cuba que paga mal a los enseñantes, otros provenían de un programa de estancias de profesorado extranjero en Ecuador (Prometeo) y que no tenían donde regresar, algún joven incauto sin experiencia y algunos que pasaban por allí. Se formó un colectivo que, pese a la buena disposición e interés de muchos, no tenía la más mínima coherencia. Procedían, la mayoría, de culturas académicas no compatibles con la que pretendíamos crear. Algunos, demasiados, era la primera vez que daban clase en la formación de profesores. La mayoría de las trayectorias investigadoras eran poco idóneas y, en algunos casos, muy escasas o sin la calidad exigida para una universidad que pretendía ser un referente en Latinoamérica.
Más complicado fue la labor de designar los responsables intermedios, tanto en la organización académica, como en la de investigación. Nombramos a troche y moche cargos y coordinadores y los cesamos por no considerarlos en su función responsables idóneos, y ello pese a la buena fe que muchos profesaban. Era un tema de competencia y de liderazgo que es difícil improvisar en un colectivo tan variado, incoherente y sin experiencia de trabajo en común. Y no comento aquí las derivas provocadas por la procedencia nacional de grupos mayoritarios de docentes que afectaron negativamente la convivencia general.
Fueron algo más de cuatro años de trabajo, con largas estancias presenciales y muchas reuniones virtuales (creo que una por semana). No tengo claro el resultado final, pero por lo que conozco no es exactamente la nueva universidad que pretendíamos.
Empleamos muchas horas para hablar, para pasear, para discutir de todo, para escribir algún documento que debía discutirse por el profesorado, para reflexionar conjuntamente sobre lo que estábamos construyendo, y también para probar la mejor gastronomía de la ciudad de Cuenca, para ir a los baños de barro del balneario cercano, y hacer alguna excursión a las zonas cercanas, tan bellas e interesantes. En suma, la aventura académica fue también una gran oportunidad para convivir y conocer colegas interesantes de los que se aprende siempre. En mi recuerdo, este espacio de convivencia fue muy importante en el conjunto de la experiencia: iniciar y labrar nuevas relaciones de amistad con personas que no conocía, como Sebastián Fernández de Córdoba, el secretario, con algunos integrantes del equipo docente, con profesores visitantes que conseguimos que vinieran, en cortísimas estancias, a ayudarnos. Y, sobre todo, conocer al que hoy considero un amigo al que admiro. La aventura no sirvió para descubrir el Dorado, sino para descubrir a otros buenos aventureros, el mejor, Ángel.