Fernando Bárcena
RESUMEN:
Se trata, en este ensayo, de proseguir con una reflexión filosófica sobre estudio entendido como un arte de la existencia o como un modo de vida. Se parte de algunos presupuestos esenciales. Primero, que estudiar no es lo mismo que aprender. Segundo, que el estudio compone una forma singular de estar en el mundo y de organizar la propia existencia en él, una en la que las relaciones entre el estudioso y el mundo mismo (entre la vida contemplativa y la vida activa) resultan problemáticas. Y tercero, que el estudio es una actividad de carácter interminable que se realiza al margen de cualquier finalidad utilitaria, pero también un lugar que el estudioso habita en una especie de exilio voluntario. De acuerdo con esto, este texto ofrece una meditación sobre lo que se llamará nostalgia del estudio, una nostalgia vinculada a una experiencia de la pérdida (de la estudiosidad) y a un deseo de feliz regreso al hogar (la casa del estudio). A través de las prácticas estudiosas (leer, pensar, escribir), el estudioso, en su conversación con los muertos a quienes lee, tiene la sensación de que le susurran, desde sus tumbas, con labios de granito.
PALABRAS CLAVE: estudio; filosofía de la educación; formación docente
ABSTRACT:
In this essay we continue with a philosophical reflection on study, which is understood as an art of existence or as a way of life. We reflect on the basis of some essential assumptions. First, studying is not the same as learning. Second, the study constitutes a unique way of being in the world and of organizing one's existence in it, one in which the relationships between the scholar and the world itself (between the contemplative life and the active life) are problematic. And third, study is an activity of an endless nature that is carried out outside any utilitarian purpose, but also a place that the scholar inhabits in a kind of voluntary exile. In accordance with this, this text offers a meditation on what will be called nostalgia for study, a nostalgia linked to an experience of loss (of studiousness) and a wish for a happy return home (the house of study). Through studious practices (reading, thinking, writing), the scholar, in his conversation with the dead whom he reads, has the sensation that they whisper to him, from their graves, with lips of granite.
KEYWORDS: study; philosophy of education; teacher education
“And when he occupies a college,
Truth is replaced by Useful Knowledge;
He pays particular
Attention to Commercial Thought,
Public Relations, Hygiene, Sport,
In his curricula.
Athletic, extrovert and crude,
For him, to work in solitude
Is the offence”,
W. H. AUDEN, “Under wich Lyre. A reactionary tract for the times” (1946)
Los anteriores versos de Auden tienen algo de profético. Su largo poema cuenta que Ares, dios de la guerra, duerme, y que los hijos de Hermes (juguetones y caprichosos) entablan una especie de batalla con los hijos de Apolo. Hermes es el mensajero, el dios de los viajeros que transitan las fronteras, el del ingenio y el comercio, el de la astucia, el guía de las almas al inframundo. El poema dice más cosas; dice que los serios trabajos de Apolo se han vuelto otra cosa, y en los versos arriba citados se refiere la existencia de un nuevo tipo universitario, “atlético, extrovertido, ordinario (crude)”, uno para el que “trabajar en soledad es una ofensa”; un tipo, podríamos decir para lo que interesa ahora, para el que el estudio es probablemente un medio para un fin, y que no lleva en absoluto una vida estudiosa (que supone muy a menudo un trabajo en soledad), y que no se deja gobernar por un ánimo estudioso. El poema de Auden habla de la indudable victoria del utilitarismo en la educación, y se trata de un poema que no puede ser otra cosa, por tanto, que un tratado “reaccionario” para los tiempos actuales (donde siempre miramos hacia adelante y nunca encontramos detrás algo interesante). Es, creo, un pretexto muy pertinente para hacerse algunas preguntas: ¿En qué consiste ese ánimo estudioso, que no rechaza el trabajo en soledad, una disposición estudiosa? ¿Y por qué insistir en la importancia, en el valor, en el sentido del estudio en la universidad, en nuestras instituciones educativas?
Es evidente que en este texto no podré dar una respuesta detallada a estos interrogantes. Pero lo que sí puedo hacer es señalar algunas puntualizaciones sobre el estudio, que son el resultado de una larga conversación prolongada en el tiempo con algunos amigos, y que expondré a continuación a modo de presupuestos básicos:
Me interesa subrayar el componente existencial (que no existencialista) del estudio entendido como una forma de vida, la intimidad del estudio. Un modo de hacerlo es vincularlo a la antigua concepción de la filosofía como ejercicio espiritual (o como una forma de vida), tal y como, entre otros, por ejemplo Pierre Hadot nos la ha presentado en algunas de sus obras, y que algunos de nosotros hemos seguido para pensar una filosofía de la educación (Bárcena, 2017; Fuentes Megías, 2019). Hadot dice que, entendida de este modo, la filosofía es el resultado de una elección existencial y vital, la puesta en práctica de una vocación, e insiste en recordarnos que, en el mundo griego antiguo, la filosofía era ya en sí misma una actividad educativa, formadora y transformadora del individuo: “La filosofía antigua consiste más en un ejercicio pedagógico e intelectual que en una construcción sistemática” (Hadot, 2006, p. 307). La concepción y reactualización de la filosofía como forma de vida es una contribución a la tentativa de pensar al sujeto de la educación en toda su textura existencial, y no solo, como ahora parece, como trabajador, productor o empresario de sí.
Aunque sea resultado de una elección vital individual, la dedicación a la filosofía (una educación filosófica) tiene consecuencias sociales, comunitarias y políticas. Si es cierto que no es necesario haber leído a los filósofos para preguntarse en profundidad por el sentido de la justicia y de la ética; si es cierto que para gestionar los asuntos comunes, que son los de todos, la única capacidad con la que hay que poder contar es con la “capacidad de cualquiera” (n’importe qui) (Rancière, 2006), entonces la manera de vivir filosófica, que compromete una forma de vida estudiosa, no es algo destinado únicamente a los filósofos profesionales, si es que tal cosa existe, como la música no se dirige solamente a los músicos, de profesión, sino a los no-filósofos. O sea: a cualquiera dispuesto a ejercitarse en el pensamiento y que no pretenda cancelarlo. Es un modo de vivir, una práctica vital y existencial. Y esa práctica vital estrecha los lazos entre teoría y práctica, discurso y vida, logos y bíos. Ese lazo es vital, y torna existencial el encuentro entre adultos y jóvenes, entre profesores y alumnos, entre maestros y discípulos (Bárcena, 2020a), en lazo que une a las generaciones, sin el cual no hay ni educación ni pedagogía alguna. Mueve al diálogo cortés y a la crítica en beneficio de la verdad, y a experimentar de otro modo la lectura, la escritura, el pensamiento, las ejercitaciones estudiosas.
Pues bien, a partir de este marco, muy sucintamente descrito, las siguientes consideraciones tienen que ver con lo que llamaré nostalgia del estudio. Con esta expresión quiero aludir al sentimiento de una pérdida, pero también a un deseo de regreso al hogar, en este caso a la casa del estudio (skholē). En un mundo donde el estudio, entendido como forma de vida, ha sido expulsado de nuestras instituciones educativas y universitarias, en el que el alumno que entra en la escuela sale de ella siendo alumno y no estudiante, parece pertinente poder hablar de nuevo de la vida estudiosa, del estudio y de los estudiantes, aunque en este caso lo haré acentuando la idea de esa nostalgia que promueve el deseo de un regreso al hogar (del conocimiento y la sabiduría, como algo que es resultado de hacer que el mundo hable y nos diga algunas cosas).
Toda pérdida convoca la memoria y activa los recuerdos. Nuestra memoria del ser o la cosa ausente no siempre es voluntaria, como sabe cualquiera que haya leído la famosa escena de la magdalena magistralmente descrita por Proust en el primer volumen de En busca del tiempo perdido. Nietzsche dijo en la Genealogía de la moral que “solo lo que no cesa de doler permanece en la memoria” (Nietzsche, 2006, p. 99), y aunque su sentencia contiene una parte de verdad, también es cierto que el ser humano dispone de experiencias inolvidables repletas de recuerdos irrepetibles de momentos felices a los que nos gustaría regresar de nuevo. La muerte nos separa de los seres amados que hemos perdido, y su ausencia impone una distancia dolorosa con ellos.
La palabra “nostalgia” deriva del griego nostos (νόστος) y quiere decir “regreso”. Está relacionada con álgos (ἄλγος), que significa “dolor”, y a su vez está vinculado con el verbo alego, que significa algo así como “estar preocupado”, “cuidar” y “prestar atención”. En su novela La ignorancia Milan Kundera recuerda este sentido originario del término, destacando el significado de nostalgia como sufrimiento causado por la imposibilidad de regresar, como le ocurre a Odiseo, que sufre por tanto como le cuesta volver al hogar junto a su amada Penélope (de la que no sabe nada, de la que es pues ignorante de lo que en Ithaca suede). Kundera introduce, además, un matiz interesante en esta palabra a partir de la etimología de la voz española “añoranza” (emparentada con la catalana enyorar) y que deriva de la latina ignorare, o sea, “ignorar”, “no saber algo”. Según esto, la nostalgia equivale al “dolor de la ignorancia”, como el caso de quien está lejos de la persona amada y nada sabe ya de ella: solo puede recordarla (Kundera, 2000, p. 11). Nostalgia del estudio, entonces; dolor de la ignorancia, dolor del retorno, “a un tiempo el sufrimiento que nos tortura cuando estamos lejos y las penas que sufrimos para volver”, resalta Barbara Cassin en La nostalgia.
Si nostalgia (nostos) significa volver o retornar, anostos quiere decir “sin retorno, que no da fruto” (Cassin, 2022, p. 23). En el sentimiento de nostalgia se contiene cierta idea de la salvación (en el regreso), de retorno afortunado y de curación. El que regresa ha sobrevivido, como Odiseo, y llega con ansia y con amor. Existe un estrecho vínculo, dice la helenista Cassin, entre el retorno y el amor. Nostalgia del estudio designa el deseo de feliz regreso a la casa, a la casa del estudio, al hogar del saber. Pero es un regreso que se hace desde la experiencia de un exilio, después de haber perdido la patria, esa patria a la que felizmente, pero no sin pesares y pruebas, se retorna. Se trata de una nostalgia (la del estudio) como algo, a la vez, desaparecido (en las universidades se busca aprender, pero quizá no estudiar) y vinculado al mundo (el estudio y el mundo están unidos, como debiera estarlo la vita contemplativa y la vita activa).
La nostalgia no es, sin embargo, una experiencia meramente individual sino un rasgo específico de nuestra propia finitud. En su curso de invierno de 1929-30 Los conceptos fundamentales de la Metafísica, al centrar su tema Heidegger cita un fragmento de Novalis que dice así: “La filosofía es en realidad nostalgia, un impulso a estar en todas partes en casa”, y señala que la filosofía solo podría ser un impulso de este tipo si, de hecho, no estamos ya, o todavía no, en nuestra casa. ¿A qué se debe nuestra aflicción por no estar en casa?, se pregunta el filósofo. La frase “estar en todas partes en casa (überall)” sugiere que no se trata de un lugar concreto, sino de “un conjunto”, de una “totalidad”: “A este 'en conjunto' y a su totalidad los llamamos el mundo” (Heidegger, 2010, p. 28). Por tanto, la nostalgia nos empuja hacia ese conjunto en totalidad que es el mundo, y sin embargo, al mismo tiempo, nos vemos arrastrados hacia atrás, inscritos en una gravedad que contrarresta dicho impulso. Ese peso que nos aleja de la casa/mundo, tiene que ver con nuestra finitud, que es el modo fundamental de nuestro ser. Nuestra finitud es una oscilación. Así pues, nuestra nostalgia del estudio es así una nostalgia de mundo, que en el estudiar se coloca a cierta distancia reflexiva para considerarlo atentamente, para cuidarlo. Porque estudiar es una manera de cuidar: nos preocupamos u ocupamos del mundo a través de un objeto, un asunto o, si hablamos de la escuela, de unas materias de estudio.
Más adelante, en su curso, Heidegger recuerda que “tener nostalgia” es lo mismo que “tener tiempo largo”. En alemán, la palabra “aburrimiento” (Langeweile) significa literalmente “momento largo”. Según nuestro filósofo, el aburrimiento tiene relación con el tiempo, y más particularmente con esa modalidad de tiempo que es largo y que produce aburrimiento, uno del que solemos querer escapar. Nos escapamos de él, dice, “esforzándonos en todo momento, consciente o inconscientemente, en hacer transcurrir el tiempo, saludando ocupaciones importantísimas y esencialísimas ya solo para que nos llenen el tiempo”. Por tanto, nostalgia es aburrimiento, pero no uno de cualquier clase, sino un “aburrimiento profundo”, que es un temple o estado de ánimo fundamental del filosofar. Un aburrimiento, insistamos en ello, que dice relación con un tiempo largo, como lo es el del estudio (Sánchez Rojo, 2016).
Tal es el “estado de ánimo”, por usar de nuevo una expresión de Heidegger, del estudio. Martin Heidegger habló de él en la sección 29 de la primera parte de su obra Ser y tiempo. Dice allí que toda situación comporta un “estado de ánimo” (Stimmung) que incluye una determinada tonalidad afectiva, como si estuviera acompañada de una atmósfera emocional. Dicha atmósfera puede provenir de exterior (un ambiente festivo, por ejemplo) o del interior (el buen humor, el miedo, etc.). Específicamente, Heidegger dice que “el estado de ánimo manifiesta el modo ‘cómo uno está y cómo a uno le va’” (Heidegger, 2003, p. 159 y ss.). Se trata de algo que nos pone inmediatamente en contacto con las cosas sin que medie la cognición, el conocimiento o la reflexión. El estado de ánimo nos sobreviene. Expresa el modo como el ser humano se instala afectiva y anímicamente en el mundo, y lo coloca ante su condición de arrojado (Geworfenheit). Es la condición de posibilidad de un “dirigirse a” (al mundo). Posibilita que podamos vernos afectados –siendo pasivos más bien que activos–, y concernidos por las cosas. Esta disposición afectiva marca el temple, el tono de nuestra relación con las cosas y las personas que nos rodean. La disposición afectiva expresa el modo de ser pasivo y receptivo de un individuo que se encuentra ahí, con las cosas que le importan, que le atañen y le afectan. En ese estado de ánimo estamos afectados.
El estudioso está en un estado de ánimo que le “templa” o le “afina”. Es un dejarse templar y determinar de tal o cual manera en el propio ánimo. Se trata del modo fundamental en el que estamos fuera de nosotros mismos. El estudioso está “fuera de sí”, pero siempre en su propio temple, en el interior de ese mundo que se ha creado mediante el estudio. Ese temple es, justamente, lo que permite soportar la larga fatiga que padece como estudioso. Ese temple es un êthos, palabra que inicialmente significaba, según Homero, “guarida, lugar donde habitan los animales”, o “morada, lugar donde habitan los hombres”.
He hablado de la nostalgia del estudio en los términos de un deseo de regreso al hogar. Ese hogar es, por supuesto, la casa del estudio. Quede claro que esa nostalgia se refiere a una experiencia de pérdida (vamos a la escuela, universidad incluida, y notamos que el estudio se ha fugado, que ya no está, que se ha perdido: notamos su ausencia, su pérdida). Olvidamos que, quizá, una universidad (la casa del estudio) permanecerá viva si se distinguen nítidamente el estudio y la profesión, si aceptamos que el estudio tiene que ver con la libertad de la mente y con una relación vital con el pasado, con dejar hablar a las cosas a través de las cuales el mundo se abre a nosotros y se nos presenta, una separación sin la cual tal vez no tendríamos capacidad de resistirnos al “dominio de la economía y de la técnica” (Costa, 2018). Quiero acabar refiriéndome brevemente a ella, a esa casa del estudio, y a lo que ese regreso, al menos para quien esto escribe, supone.
Ivan Illich, en su libro En el viñedo del texto, dice compartir con George Steiner el sueño de esos lugares, fuera del sistema educativo, a los que bien podría llamarse “casas de lectura”, parecidas al shul judío, la medersa islámica o el monasterio, lugares donde los pocos que hayan descubierto su pasión por una vida volcada a la lectura pudiesen encontrar una guía imprescindible y la calma para sus trabajos del espíritu. Es el mismo sueño que Nietzsche acaricia desde su viaje a Sorrento en 1876, que anhelaba hacer una escuela de educadores donde se formara a los educadores mismos, para que estos se educasen a sí mismos. Un escuela “donde está el médico/el biólogo/ el economista/el historiador de la cultura/el especialista en Historia de la Iglesia/el especialista en los griegos /el especialista en el Estado”: Así lo dice en uno de sus fragmentos póstumos:
La escuela de los educadores surge en razón de la evidencia de que nuestros educadores no están educados ellos mismos; de que cada vez es mayor la necesidad que se tiene de ellos, y su calidad, cada vez menor; de que debido a la natural compartimentación de los ámbitos de trabajo, las ciencias apenas pueden evitar la barbarie en el individuo; de que no hay un tribunal de la cultura que, al margen de los intereses nacionales, evalúe la buena marcha espiritual de todo el género humano: un ministerio internacional de educación. Quien como espíritu libre quiera emplear bien su dinero, debe fundar institutos conforme al estilo de los conventos, para posibilitar una convivencia amigable en medio de la mayor sencillez con aquellas personas que no quieran tener nada más que ver con el mundo. (Nietzsche, 2007, frag. 17 [50])
La pretensión de Nietzsche, su sueño, parece contradecir la pretensión de quienes consideran que lo mejor que le puede pasar a la cultura, para ponerse en el centro de la comunidad, es que la biblioteca deje de ser un espacio físico que contiene libros y se extienda en una pluralidad de dispositivos (que a lo mejor ya no son libros), como dice Antonio Monegal en Como el aire que respiramos. El sentido de la cultura. La cita anterior termina diciendo que esa escuela de educadores debiera permitir vivir con sencillez a quienes “no quieran tener nada que ver con el mundo”. No es eso, desde luego, lo que he pretendido yo afirmar. Más bien lo que sugiero es que una vida dedicada al estudio necesita articular sabiamente la vida contemplativa –y por tanto el aislamiento del mundo– con la vida activa. La cuestión no es no querer saber ya nada del mundo, sino la de poder retirarse del mundo de vez en cuando para, colocándolo a cierta distancia, tratar de estudiarlo atentamente y conocerlo mejor: pensando, leyendo y escribiendo a la sombra del mundo.
La casa del estudio remite, como ya dije, a la palabra griega skholē, que en sentido estricto significa libertad de actividad política y no solo tiempo de ocio. Incluyendo dentro de ella a la universidad, esta idea de la escuela como la casa del estudio significa varias cosas, como expuso brillantemente Michael Oakeshott en “La educación: el compromiso y su frustración”, un ensayo del año 1972, y que merece una nueva lectura actual.
Por ejemplo, es una iniciación ordenada y seria en la herencia intelectual, imaginativa y moral acumulada. Se trata de un lugar donde quienes a ella asisten se comprometen a estudiar para aprender, o para aprender mediante el estudio, y no de cualquier otro modo. Significa una separación y un alejamiento del mundo inmediato y local del estudiante, de sus preocupaciones del momento de ese mundo: un espacio apartado donde el heredero puede encontrar, no sin esfuerzo su herencia moral e intelectual; es una emancipación que supone un constante redireccionamiento de la atención, algo que ocurre en una transacción personal entre maestros y estudiantes o discípulos. Esa transacción “no prepara al recién llegado para hacer nada especial”, porque “la educación no es aprender a hacer esto o aquello de manera más competente”. Se trata de otra cosa: “Es adquirir en cierta medida una interpretación de la condición humana en la que la 'calidad de vida' ilumina de manera continua el 'hecho de vivir'. Se trata de aprender a ser partícipe, de manera autónoma y civilizada a la vez, de la vida humana”.
¿Cuál es pues la tarea de la escuela, entendida como la casa del estudio? Mi amigo Jorge Larrosa lo dice así en Esperando no se sabe qué. Sobre el oficio de profesor, un estupendo libro que merece una lectura estudiosa y meditativa:
La tarea de la escuela es hacerlos estudiar (a los alumnos), convertirlos en estudiantes. Y para eso hace falta que los profesores también estén en el estudio, que también sean estudiosos. Podríamos decir, entonces, que en la escuela hay alumnos y profesores (niños y jóvenes convertidos en alumnos, y adultos convertidos en profesores), claro que sí, pero que lo que hay, sobre todo, son estudiosos y estudiantes. Esos son los escolares, los sujetos de la escuela: los estudiosos y los estudiantes, los que ya están en el estudio y los que se inician en el estudio. La escuela es algo tan sencillo como eso: el tiempo, el espacio, las materialidades y los procedimientos para el estudio. O, de un modo aún más conciso, la escuela es la casa del estudio, un dispositivo material que ofrece a los niños y a los jóvenes lo que es necesario para que puedan estudiar, para que puedan aplicarse con atención, disciplina, perseverancia y celo a ejercitarse en cosas que no están en la casa, ni en la televisión, ni en la plaza, ni en el shopping: a cosas que valen la pena por sí mismas. (Larrosa, 2019a, pp. 55-56)
Al cultivo de esas cosas “que valen por sí mismas” es a lo que se dedica el estudioso, sea o no un profesor. Las cultiva en el cuarto de estudio y en la biblioteca (en la lectura), en su cuaderno de anotaciones mientras transcribe citas e ideas (en la escritura), en sus paseos cotidianos por las calles de su ciudad (entre la atención y la justa indolencia, meditando y pensando) y en el Café, del que es un habitué (leyendo, escribiendo, reflexionando, mirando). Todo ello compone una forma de vida propia. Aunque es singular en su modo de existir, no trata de presentarse al mundo como un ser único, por decirlo con un reciente libro de Rüdiger Safranski (2022), y seguramente es más un artesano del estudio que un artista o un creador. Sabe que como la vida huye y se escapa, quizá el tiempo mejor logrado es el que se puede dedicar al estudio; al menos para comprender el mundo antes de intentar transformarlo enteramente, desbaratándolo todo. Estudiar para cuidar y estar atentos, para detenerse y pensar en lo hacemos, o pretendemos hacer.
Aunque, según hemos visto, el estudio supone una relación con el mundo, una que tiene sus componentes dramáticos, sea que lo analicemos desde el punto de vista de la contemplación o desde la perspectiva de la vida activa, el estudio es una acción, una modalidad del hacer. Arendt creía que la acción constituye el teatro del mundo. Porque el hombre es libre, puede actuar, decía, puede presentarse y aparecer en el mundo, revelar su identidad única, en fin, mostrarse ante los demás. Pero al hacer esto, sus acciones son imprevisibles en sus efectos e irreversibles en sus resultados. El acto del estudio es una acción así. No es fácil adivinar lo que produce más allá de sí mismo y, al mismo tiempo, deja un rastro, un gesto, un efecto que proviene del pasado y está a punto de ser olvido también. Como experiencia, el estudio tiene que ver con el tiempo; el tiempo que huye, que se escapa y que dura, que tiene un indiscutible deseo de durar. En su estudio, el estudioso, afronta su propia finitud, tanto su mortalidad como la provisionalidad de lo que hace. Se educa en un diálogo incesante con los muertos a los que lee y, como si estuviera a punto de ser uno de ellos, se deja instruir por sus lecciones. Está y no está en este mundo. Tiene patria, pero no reino. El estudio es su patria y su exilio. El estudio es su drama y su trama. Y el estudioso, en ese drama, se convierte en transmisor, en testigo y en mediador. Pareciera que ha escuchado a la diosa, la misma que habla con Parménides, y en él resuenan sus palabras: “Yo hablaré, y de ti depende llevarte mis palabras una vez que las hayas oído”. El estudioso, que se lleva las palabras que ha escuchado y ha leído, sabe que marchará con sus oídos y sus ojos heridos a causa de lo escuchado y lo leído. Con esas heridas irá al mundo y, escuchen o no escuchen si son indolentes o necios los hijos del mundo, repetirá las palabras de los más sabios una y otra vez, empezando, como Penélope, cada día su lienzo de palabras. Pero se trata de un lienzo fúnebre, no lo olvidemos, porque lo que transmite es un elogio a los muertos, y que en sus tumbas le susurran “con labios de granito”.1
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1 «Labios de granito»: es un homenaje, claro, a Emily Dickinson y a su hermoso poema:
Si no estuviese viva cuando vuelvan
los petirrojos, al de la encarnada
corbata, en mi memoria,
echadle una migaja.
Y si las gracias no pudiese daros
porque profundamente ya me hubiese dormido,
bien sabréis que lo intento
con labios de granito.