Fernando Bárcena
RESUMEN:
Quizá porque en la universidad hoy no encontramos ya la casa del estudio, algunos de nosotros tenemos la tendencia a exiliarnos en nuestro cuarto de estudio para adiestrarnos en algunas de sus artes, como leer, escribir y meditar sobre lo leído. Cuando hablamos del estudio, nos ha parecido pertinente establecer una cierta distinción entre el aprender, hoy atravesada esta noción por una fuerte tendencia adquisitiva, y el estudiar, que tiene que ver con el mundo común. En su estudiar, el estudioso no puede, ni quiere, separarse de su objeto, que lo tiene hechizado y seducido. Podemos entender el estudio como una atención al mundo, como técnica o arte que busca perfeccionarse, como lugar y como una forma de vida. Pues bien, este texto pretende realizar una meditación sobre el lugar, o los lugares, del estudio, o dicho de otro modo, una reflexión, a la vez filosófica y literaria, sobre el cuarto de estudio, la casa en la casa, como el escritor Peter Handke la denomina.
PALABRAS CLAVE: filosofía de la educación; universidad; estudio
ABSTRACT:
Perhaps because today in the university we no longer find the house of study, some of us have the tendency to exile in our study room to train ourselves in some of its arts, such as reading, writing and meditating on what we read. When we talk about study, it seems relevant to establish a certain distinction between learning —today this notion is crossed by a strong acquisitive tendency— and studying —which has to do with the common world. In his study, the scholar cannot, nor does he want to, separate himself from his object, which has bewitched and seduced him. We can understand the study as an attention to the world, as a technique or an art that seeks to improve itself, as a place and as a way of life. Therefore, this text intends to carry out a meditation on the place, or places, of study, or in other words, a reflection, both philosophical and literary, on the study room, the house in the house, as the writer Peter Handke calls it.
KEYWORDS: philosophy of education; university; study
«Toda la desgracia de los hombres deriva de una sola cosa, que es no saber quedarse quietos en una habitación».
Blaise Pascal, Pensamientos (frag. 86)
Quizá porque en la universidad hoy ya no encontramos la casa del estudio, el hogar del conocimiento y del saber, algunos de nosotros tenemos la tendencia a exiliarnos en nuestro cuarto de estudio para adiestrarnos en algunas de sus artes, como leer, escribir y meditar sobre lo leído. Este gesto de retirada o de un exilio voluntario tiene una larga historia. Tanto en oriente como en occidente los estudiosos (letrados, eruditos, como queramos denominarlos) buscan delimitar su propio lugar del trabajo y poner en escena, menos para los otros que para sí mismos, la difícil y exigente actividad de la lectura, la escritura y el pensamiento, que son las artes en las que el estudioso se adiestra. Cicerón, en sus Tusculanas, denomina a este retiro ottium litterarum (v. 105). El estudioso, así retirado, en apariencia, del mundo, se lamenta con frecuencia de la desaparición de los tesoros del pasado, y la conciencia de esa pérdida expresa su melancolía, que es la reacción, según decía Freud, ante la pérdida del objeto amado. Sin duda, la vida estudiosa es el resultado de una vocación, palabra que trata de dar alguna clase de repuesta a la pregunta ¿cómo vivir y qué hacer de mi vida? La forma moderna que adopta este interrogante es la de la mencionada vocación, la de una llamada dirigida a nosotros. Y así, tan pronto uno cree haberla descubierto, considera que esa vida —mi vida— me realiza en la actividad elegida y con la que nos identificamos, porque se corresponde con nuestra propia naturaleza, con nuestro ser más profundo. La vocación, entonces, es del todo personal, íntima.
Cuando hablamos del estudio, a algunos de nosotros también nos parece justificado establecer una cierta distinción entre el aprender, noción hoy atravesada por una fuerte tendencia individualista y adquisitiva, y el estudiar, que tiene que ver con el mundo común. En su estudiar, el estudioso no puede, ni quiere, separarse de su objeto, que lo tiene hechizado y seducido. Mi amigo Maximiliano V. López (2020), en un estupendo texto titulado «Del ocio estudiosos: sobre el cultivo y la transmisión de un arte», sugiere que de cuatro maneras podríamos definir el estudio entendido como un encuentro no consumista ni depredador con el mundo.
Primero, como un modo de ver, escuchar y sentir, como una especie de estado del espíritu que implica una atención al mundo; segundo, como un cierto tipo de ejercitación que tiende al perfeccionamiento de un arte o de una técnica; en tercer lugar, como un determinado arreglo del tiempo y del espacio, que genera una cierta atmósfera propicia para el estudio; y, por último, como un conjunto de hábitos mediante los cuales sostenemos cotidianamente esa inclinación amorosa que supone el estudio. El estudio, pues, como atención al mundo, como técnica, como lugar y como forma de vida (López, 2020, pp. 129-130).
Quiero aquí referirme a la tercera modalidad: el lugar (o los lugares) del estudio, o dicho de otro modo, al cuarto de estudio. El asunto tiene, desde luego, tantas posibilidades de tratamiento filosófico (y antropológico) como literario, y es mi intención ahora comenzar con esto último, aunque nos suponga un mínimo rodeo. Comenzaré citando La tarde de un escritor, la breve novela de Peter Handke. Como había estado el narrador casi un año sin palabras, como si hubiera perdido el habla, ahora cada frase que escribía, pues era escritor, se había convertido en un acontecimiento. Cada anotación atraía a otras anotaciones y cada palabra escrita o anotada a otras muchas. El temor a quedarse parado y no poder seguir lo había sentido siempre en otras empresas: a la hora de escribir y al ponerse a estudiar, por ejemplo, es decir «en todo aquello que requería perseverancia». De modo que cada vez que conseguía escribir las líneas que parecían «esclarecer el estado de las cosas, al darles vida» su sensación era la de un día logrado.
Handke habla de los temores, de los días nublados, fríos o secos a los que se enfrenta un escritor que decide abandonar al anochecer, a principios del mes de diciembre, «la casa en la casa», es decir, su lugar de trabajo, pues también los ruidos del exterior son una fuente de inspiración. Observamos el vagabundeo de un hombre de letras (el estudioso en el que estoy pensando es un ser así) que se sostiene gracias a sus lecturas, que alimentan su escritura y su propia deriva y vagabundeo. La novela de Handke tiene una dedicatoria: «Para Francis Scott Fitzgerald», pues de hecho su fuente de inspiración es el relato de Fitzgerald Tarde de un escritor (1936). Pero su novela tiene detrás otras muchas. Por ejemplo, el relato de Robert Walser El paseo (1917), donde leemos: «Declaro que una hermosa mañana, ya no sé exactamente a qué hora, como me vino en gana dar un paseo, me planté el sombrero en la cabeza, abandoné el cuarto de los escritos o de los espíritus, y bajé la escalera para salir a buen paso a la calle» (Walser, 2020, p. 15), y también el de Virginia Woolf Sin rumbo por las calles. Una aventura londinense (1927), en el que la búsqueda de un lápiz (para un escritor es un objeto fundamental) es un pretexto perfecto para deambular por las calles de Londres. Para Handke, el lápiz es el «puente que conduce a casa». A punto ya de salir, regresa y, de nuevo en su cuarto de trabajo, substituye una palabra por otra en el texto que estaba escribiendo, y entonces «de repente se le quitaron las prisas. De repente la casa entera, a pesar de estar vacía, resultaba cálida y hogareña gracias a una palabra nueva». El escritor, en el umbral, se vuelve y mira el escritorio. Asiente. Por un momento, en ese momento, le pareció ser el lugar de la ecuanimidad y la justicia: «Así es como debía ser» piensa (Handke, 2020, p. 21).
El cuarto de estudio no es un simple espacio: es un lugar. Los espacios se recorren, los lugares se habitan, se aprende a habitarlos. Entendámonos aquí: uno podría ponerse a estudiar en otros lugares: sentado en un parque leyendo, en una biblioteca o en un Café. Pero incluso así, cada uno de esos espacios (parque, Café, biblioteca) se tornan lugares y dejan de ser meros espacios. Pero yo quiero referirme a ese lugar específico que es el cuarto de estudio o de trabajo (de los trabajos del espíritu) del estudioso (que puede serlo en distintos campos de actividad, no solo los académicos), y quiero hacerlo porque estudiar también quiere decir aprender a habitar y apropiarnos de un lugar. Habito es un frecuentativo de habeo (tener), y «habitar» es «un modo especial del tener, un tener tan intenso como para no poseer nada más. A fuerza de tener algo, lo habitamos, nos volvemos suyos», ha escrito Agamben (2018, p.13). En el estudio (lugar, cuarto, estancia), y en nuestro estudiar, nuestro ser se forma, se conforma, se transforma. El estudio es la forma de ese nuestro habitar. Habitar el lugar (del estudio) y hacernos presentes en el (hacer) del estudio, que es interminable y carece de fin. Es un medio sin fin ni destino predeterminado. No hay competencias que adquirir aquí. De tanto habitarlo (el estudio y el estudiar) aprendemos a amarlo, un amor que nos lleva al conocimiento: pues solo conoce bien quien mucha ama. En ese amor nacemos, renacemos; de nosotros mismos y de la mano de todos a quienes hemos leído y tratado tan íntimamente.
Si para aprender se necesitan relativamente pocas cosas, para estudiar no ocurre lo mismo. Yo, por ejemplo, necesito mis libros, mis cuadernos, mis lápices, mi estilográfica, mis rotuladores de punta fina y de varios colores (rojo y de color lila preferentemente). Además, cuadernos para las citas, cuadernos de notas, cuadernos para mi diario, cuadernos para mis cursos y conferencias. Todas estas cosas contribuyen a ritualizar el tiempo y el hacer del estudio. En el cuarto de estudio ritualizo las artes del estudio y mi ser se constituye enteramente a través de ellas: lectura, escritura, meditación. Leo, y de repente dejo de hacerlo: estoy pensando algo. Anoto una idea con mi estilográfica en mi libreta, vuelvo a subrayar con mi lápiz una palabra en el libro que estoy leyendo, y de repente necesito salir a la calle, deambular, tal vez sentarme en un Café, en una mesa pegada a una ventana que me permite observar a la gente que pasa, deprisa, despacio, en la calle. Mi lugar de estudio son más bien lugares: las calles (cuando paseo me convierto en un estudioso paseante), el Café (soy un habitué de los cafés). En todo caso, tengo la sensación de ser una especie de exiliado: el exilio en mi cuarto de estudio, en las calles en los cafés. Estoy solo, pero nunca a solas. Mis paseos son solitarios, pero estoy rodeado de gentes que van y vienen, y me rodeo de libros y cuadernos. El murmullo de la calle, que entra por la ventana del balcón abierto de mi escritorio, el de la calle en mis paseos, el del Café, me acompaña y me ayuda al mismo tiempo que me distrae.
Los estudiosos, pues, no habitan los lugares del estudio de cualquier manera. En ellos celebran sus ceremonias; ceremonias del interior. Y son esos rituales y ceremonias los que hacen que el tiempo se organice, que se arme de una determinada manera. Hannah Arendt decía en La condición humana que los rituales proporcionan estabilidad y que las cosas del mundo tienen la función de estabilizar, o aquietar, la vida humana. Nosotros podemos cambiar (somos y no somos los mismos siempre) pero, al mismo tiempo, establecemos una relación duradera con las cosas -con esta mesa de trabajo, con esta silla en la que me siento, con este cuarto donde leo y escribo. Construimos un mundo propio, nuestro mundo íntimo: «Abandonada a sí misma —dice Arendt— o descartada del mundo humano, la silla volverá a ser madera, la madera se deshará y volverá a la tierra, de dónde surgió el árbol que fue talado para convertirse en el material sobre el que trabajar y con el que construir» (Arendt, 2005, p. 165).
En su gabinete de estudio, y rodeado de cosas que el estudioso ha dispuesto de un determinado modo, el estudioso vive una vida condicionada por cada una de ellas, que llevan su marca humana de estudioso. Por supuesto, está amenazado por la tentación de un abandono de la esfera de los asuntos humanos, puede querer exiliarse a perpetuidad, quizá como un gesto de resistencia frente a un mundo en el que ya no se reconoce. Pero, en realidad, el estudioso sale y entra de su encierro constantemente. Descartes, por ejemplo, abandona el Mundo del Libro en favor del Libro del Mundo y los viajes, para acabar instalándose en una habitación caldeada haciendo su descubrimiento final —pienso, luego existo—, pero lo hace haciendo de estas tres dimensiones de su formación elementos incompatibles entre sí. Ese lugar de retiro marca una frontera, un límite, y le proporciona un suelo estable. A Montaigne, su biblioteca le proporciona un territorio personal, privado, y lo importante para él es haber dado a la distancia reflexiva con el mundo por él adoptada mientras escribe sus ensayos, una localización a la vez simbólica y espacial, una localización vinculada a un lugar físico, rodeado de citas y de libros, en el que puede recluirse siempre que lo necesite, aunque sin sentirse obligado a habitarlo constantemente. Puede entrar y salir a voluntad. Es un espacio de libertad y de servicio, de compromiso con la lectura, la escritura y la meditación, un lugar de reposo y seguridad, de tranquilidad.
En su último ensayo, La fragilidad del mundo, Joan-Carles Mèlich (2021), dice algo sobre este asunto que estoy tratando que puede servirnos ahora:
En mi mundo […] cada instrumento de escritura remite a otros, y remite asimismo a los libros de mi biblioteca, que son puntos de referencia fundamentales para lo que escribo. Los objetos tienen «significatividad». En mi mano, la pluma traza un viaje, me permite pasar del libro al cuaderno, y viceversa. Al copiar literalmente el párrafo que ha llamado mi atención lo estoy convirtiendo en cuerpo, en parte de mi cuerpo, y es posible que su sentido sea para mí tan intenso que nunca lo olvide. (p. 36)
Cada una de estas cosas no son meramente «utensilios», no son medios al servicio de nuestros fines. Establecemos una especie de diálogo con ellos, disponiéndolos en relación mutua en la actividad y en el lugar del estudio. Marcan el ritmo de nuestros días, de nuestras horas de estudio y de nuestras jornadas lectoras y meditativas. Ritualizan el tiempo del estudio. Perder estas cosas es perder un mundo, nuestro mundo, y equivale a sentirnos desvalidos. Porque no son simples bienes materiales. Su valor no es económico, aunque tengan alguno, sino que está relacionado con el uso que hacemos de ellos y con el uso que, gracias a ellos, hacemos de nosotros mismos en el estudio, en la lectura y en la escritura.
El cuarto de estudio es entonces el lugar por excelencia en el que la persona volcada al conocimiento abandona su máscara de insignificancia para ser, por fin, ella misma (realizada en su vocación letrada). La habitación es, por excelencia, el lugar íntimo del silencio y la soledad, que hay que defender como sea. Porque existe una relación muy estrecha entre el lugar habitado y la persona, que adquiere diferentes tonalidades según sean los sujetos a los que nos refiramos. La literatura está repleta de magníficos ejemplos.
A Xavier de Maistre, en su famoso Viaje alrededor de mi habitación, le parece que una butaca es un excelente mueble, y de lo más útil para cualquier hombre meditativo, si se deja acompañar de unos cuantos libros y plumas; magníficos recursos contra el aburrimiento, dirá. En Un cuarto propio Virginia Woolf da su propia versión del asunto, y es sobradamente conocido el siguiente pasaje: «Para escribir novelas, una mujer debe tener dinero y un cuarto propio» (Woolf, 2015, p. 10). Y qué decir del relato de Kafka La transformación. La metamorfosis de Gregor Samsa está en estrecha relación con el espacio físico de la habitación donde está confinado en un terrible aislamiento. Es en esa habitación donde se operarán los cambios a medida que experimenta su mutación de ser humano a animal. El espacio, que al principio es una habitación humana, con una ventana y tres puertas que casi siempre están cerradas o ligeramente semiabiertas, poco a poco se va adaptando, al hilo de su transformación, a sus nuevas necesidades y exigencias. En el cuarto del estudioso también existen mutaciones, todas ellas vinculadas a libros leídos, en el seno de una incesante actividad de pensamiento. Es una transformación inversa a la de Samsa. El acontecimiento de la transformación está aquí en el registro de lo humanum. Los famosos Zibaldone de Leopardi, cuyo título nos resulta misterioso, y que es más que un simple diario, dan cuenta del intenso sufrimiento del poeta que, en su encierro, parece calmarse en parte. Pietto Citati, en su Leopardi, lo explica magistralmente en el siguiente pasaje:
Encerrado en la cárcel de su biblioteca, exploraba, examinaba, reconstruía el universo -literatura, política, historia, lingüística, economía, filosofía, psicología, cosmología, caprichos y fantasías-, con una furia que hoy nos parece inimaginable. Su fragilísimo cuerpo fue más veloz que el de Hegel, Kierkegaard, Tolstói y Dostoievski. No tenía límites. Lo devoraba todo, lo asimilaba todo. Su vida se dividía en dos: por una parte, sufría; por otra, nada más entrar en la biblioteca, se hacía casi indiferente a la propia existencia. Reflexionaba con un ardor intelectual que ya no volvería a encontrar. Pensar —también las cosas más terribles— le producía alegría. (Citati, 2014, p. 186)
En su retiro letrado, Leopardi experimenta espiritualmente su propio aburrimiento, que no es un mal, sino todo lo contrario: «Se dice con poca propiedad que el aburrimiento es un mal común. Un mal común es el estar desocupado, o mejor dicho, el no hacer nada; pero no el estar aburrido. El aburrimiento no es propio sino de aquellos para los que el espíritu significa algo». El aburrimiento es «el más sublime de los sentimientos humanos» (Leopardi, 2006, LXVIII, p. 367).
El cuarto de estudio es, entonces, un lugar de anclaje y de quietud, y en él las cosas -las herramientas que todo estudioso precisa para hacer su labor- están a mano, y todo parece girar en torno a la certeza de su proximidad, donde, considerado como un ejercicio espiritual, el aburrimiento se experimenta. El libro a mano, el cuaderno cerca y abierto. El estudioso toma conciencia y posesión del espacio físico que habita y en el que se recluye a la vez que le protege. Al final de La vocation, Judith Schlanger formula este pensamiento de la siguiente manera:
Es el lugar de su soledad, de sus intereses y de sus pasiones, y es allí donde su retirada se formula como un orden aparte. Es allí donde se despliega la lógica del mundo estudioso, una lógica consciente que se desarrolla a distancia del mundo exterior y que se fuera del alcance de su mirada. La frase de Goethe —donde comienza la vida intelectual, se detiene la política— proclama bien el principio de esta independencia. Seguramente, la retirada estudiosa supone la política y exige el mundo, y el gabinete de trabajo es menos autónomo de lo que se cree. Más aún, esta estancia no es sabia y no le vuelve más sabio a uno. Pero es un régimen de trabajo donde se desliza una vida, iluminada por su sorprendente vocación (Schlanger, 1997, 220).
En su vertiente más típicamente humanista, el estudioso es alguien cuya existencia física e intelectual se ordena en torno a los textos y a los libros, a los que dedica su vida para hacerlos revivir. Estos libros le imponen su ley y su disciplina. Cambiar los textos que lee significa cambiar la vida misma: no puede mudar de lectura sin que su vida también lo haga. Su tiempo y sus horarios se organizan en torno dichas lecturas.
El cuerpo del estudioso lector es un cuerpo extendido (o ampliado). Está compuesto de los libros leídos, de los libros escritos, de las citas y las referencias que su propia obra ha recibido a lo largo del tiempo. Hay una especie de antiphysis en la vida del estudioso lector, que hace de su vida algo no natural, antinatural incluso. De ahí que la existencia del letrado no pertenezca del todo al orden de las cosas: hacer de las letras y las lecturas el propósito principal de una vida tiene algo de patológico y vicioso. Y esto explica, también, el carácter en parte asocial de algunos de ellos cuando los vemos entregados a su labor (Marx, 2009).
El estudio tiene que ver con el mundo, pero, al mismo tiempo, el mundo y el estudio son también rivales, dirá Barthes en La preparación de la novela. Al escritor que quiere ponerse a la tarea de escribir su obra, como al estudioso, como al homme de lettres, se le manifiesta la «obligación de clandestinidad», pues «para tener tiempo de escribir, es necesario luchar a muerte contra los enemigos que amenazan ese tiempo, hay que arrancarle ese tiempo al mundo, a la vez por una lección decisiva y por una vigilancia incesante» (Barthes, 2005, p. 267). Habrá que rechazar invitaciones y visitas, ser un poco antisocial, no alejarse de la mesa de trabajo, que es el lugar de la dura faena. No dejarse distraer.
El estudioso se encierra en su cuarto de estudio. Lee, escribe, medita, y lo hace a la sombra del mundo, como Montaigne hacía. ¿Por qué lo hace? ¿Por qué se encierran el estudioso, el escritor, el lector, el pensador meditabundo? Escribir, como estudiar, es defender la soledad en la que se está, decía María Zambrano en Hacia un saber del alma. Y esa soledad —escribe Miguel Morey— «no sabe del reloj, la soledad vive de su propio tiempo. Y la escritura no parece poder cumplirse plenamente como tal sin acoger y acogerse en ese tiempo de la soledad» (Morey, 2021, p. 181). Defender la soledad y su tiempo. Saborear una atmosfera que se ha creado. Atravesar un duelo, sí, un duelo. Montaigne se encierra en su Torre doblemente bordeado por la muerte, la que cree que será la suya y la de su amado amigo La Boétie, que de repente le falta. Aunque vive su propio presente, en su exilio el estudioso regresa con frecuencia al pasado a través de sus lecturas. En ellas conversa consigo mismo y también con los ausentes. Anota una idea, se detiene, reflexiona, se incorpora de su mesa de trabajo y decide pasear por las calles de su ciudad llevando consigo algún libro y su cuaderno de notas. Pasea con aire distraído y quizá considera que es cierto que nuestros dolores no son tan nuevos como pensamos, que otros lloraron y se lamentaron antes, pero que, a diferencia de lo que muchas veces hacemos nosotros con nuestras pasiones y afectos, ellos, hombres y mujeres artistas que entregaron sus vidas a la realización de una obra, fueron capaces de expresarlo con extraordinaria belleza. Constata entonces que en el pasado hay un tesoro todavía por descubrir y se lamenta, no ya por su ausencia, sino por la ofensa de los despreciadores de ese pasado y por los seducidos por las superficiales novedades actuales. Su estudiar constituye un acto de duelo. En algún momento supo, o más bien cayó en la cuenta, de que el aprecio por la cultura y la posibilidad de su transmisión se asienta en alguna clase lamento, en el sentimiento de una pérdida. La pérdida de un pasado, parecida a la irrefutable ausencia de un ser muy amado.
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