Márgenes, Revista de Educación de la Universidad de Málaga
HISTORIAS MÍNIMAS-in memoriam

Que nos convertimos en historias: una conversación (interior) con José J. Barba*

We Become Stories: an (inside) conversation with José J. Barba
Gustavo González Calvo**
Recibido: 18 de noviembre de 2021  Aceptado: 29 de noviembre de 2021  Publicado: 31 de enero de 2022
To cite this article: González-Calvo, G. (2022). Que nos convertimos en historias: una conversación (interior) con José J. Barba. Márgenes, Revista de Educación de la Universidad de Málaga, 3(1), 158-165
DOI: http://dx.doi.org/10.24310/mgnmar.v3i1.13599

*ORCID: 0000-0002-4637-0168. Universidad de Valladolid (España), gustavo.gonzalez@uva.es

**José Juan Barba Martín (14/07/1976-11/01/2016), maestro de escuela rural y profesor universitario. Sus inquietudes investigadoras se centraron en visibilizar y dar relevancia a la investigación cualitativa dentro del ámbito de la enseñanza. A lo largo de su trayectoria profesional llevó a cabo múltiples proyectos para dar un lugar a la investigación cualitativa y su poder de transformación. Editor fundador de la revista Qualitative Research in Education, pionera en España en el conocimiento científico de los fenómenos educativos generados desde una perspectiva cualitativa. Fue, dentro de este paradigma investigador, donde encontró el camino que le permitiera transformar la educación. Y fue, en ese camino, donde muchos tuvimos la suerte de encontrarle a él.
Gustavo González Calvo

Gustavo González Calvo

RESUMEN:
Si las historias que nos contamos a nosotros mismos bien podrían no ser siempre (toda) la verdad, tiene razón Coetzee al afirmar que son lo único que tenemos. Lo mismo sucede con nuestros sueños. En enero de 2016 nos dejaba José J. Barba. Maestro, compañero, investigador y, por encima de todo, padre, hijo, marido, hermano, amigo. Este escrito, en forma de historia personal e íntima, toma como referentes el paso del tiempo y su fugacidad, la incertidumbre y la precariedad, así como algunos de los momentos vividos junto a José, en un intento por recordar lo verdaderamente importante de la vida: la familia, el amor, la amistad, la lentitud, el silencio. Pretende también servir para imaginar un porvenir mejor, siempre y cuando seamos capaces de vencer el miedo y el vértigo que aparecen cuando de cambiar lo inaceptable del presente se trata.

PALABRAS CLAVE: narrativa; universidad; familia; amistad; perversa dinámica; utopía

ABSTRACT:
If the stories we tell ourselves may well not always (all) be the truth, Coetzee is right that they are all we have. The same is true of our dreams. In January 2011 José J. Barba passed away. Teacher, colleague, researcher; father, son, husband, brother, friend. This writing, in the form of a personal and intimate story, takes as its references the passage of time and its fleetingness, uncertainty and precariousness, as well as some of the moments lived with José, in an attempt to remember what is truly important in life: family, love, friendship, slowness, silence. It also aims to help us imagine a better future, as long as we are able to overcome the fear and vertigo that appear when it comes to changing the unacceptability of the present.

KEYWORDS: narrative; university; family; friendship; perverse dynamics; utopia

Tempus fugit. Nos hemos plantado en 2016 en apenas un suspiro. El año en que, de manera sorprendente, el Premio Nobel de Literatura no va a parar a las librerías, sino a las tiendas de discos gracias a Bob Dylan; Donald Trump gana las elecciones y se convierte en el 45º Presidente de los Estados Unidos, confirmando que los grandes aspavientos y la necedad son la puerta de acceso a la política actual; empieza el alto el fuego de la guerra civil en Siria, pero los refugiados que huyen del país siguen sin contar socialmente, no tienen una historia que los haga visibles; los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro distraen con banalidades a la población, al tiempo que la vida cultural queda reducida a un jolgorio permanente; el año en que me convertiré en padre, la mejor esencia de mi nueva identidad; y tú y yo compartimos sueños e ilusiones, desconocedores de que el tiempo no solo vuela sino que, a veces, también nos lo arrebatan.

Querido amigo,

Ya son más de cinco años desde que te fuiste, pero sigues presente en todo lo que hago. Ha llegado el momento de ponerme a pensar, reflexionar y escribir sobre ti, sobre mí, sobre nosotros.

Todo empezó con aquella revista en la que publiqué mi primer artículo y, cosas del destino, tú publicaste en ese mismo volumen. Mi trabajo autoetnográfico justo al lado de tu trabajo etnográfico. Tan fácil lo puso el azar que no pude por menos que leer tu texto. Fue, a partir de entonces, cuando empecé a interesarme más por ti, siempre desde la distancia. No estábamos demasiado alejados físicamente, apenas 200 kilómetros, pero ya sabes que la timidez lo hace todo más remoto.

Al amparo de la pantalla del ordenador, un buen lugar donde enmascarar la vergüenza, decidí escribirte un correo. No habían pasado ni dos días cuando ya tenía tu respuesta. Una réplica amable y sincera que desde el principio hizo que te sintiera cercano.

Todo siguió el curso acostumbrado en este tipo de relaciones: comenzamos a intercambiar correos, a los que les sucedieron los mensajes de texto en el teléfono móvil hasta llegar a las llamadas. Un mes después se produjo la desvirtualización y pasamos juntos unas cuantas horas en Valladolid, aprovechando que tenías curso de doctorado. Te vi llegar desde lejos. Llamabas la atención: fuerza de vivir, sonrisa radiante, risa suave y, tras todo ello, una sensata inteligencia.

Puede que vieras algo de mí en ti; yo vi algo de ti en mí. Desde entonces, hemos mantenido nuestra amistad. Llegaste a convertirte en alguien de la familia que se elige, compartimos cosas buenas y malas y creímos, sin lugar a dudas, que nos quedaba mucho camino por compartir. José, Josito, siempre utópico y soñador. Siempre tratando de transformar la realidad educativa, ¡ahí es nada! Y, para complicar más las cosas, tratar de hacerlo desde la investigación cualitativa, la misma que, según nos decían algunos, “ni es investigación ni es ná”.

Posiblemente yo también fuera, en aquella época, utópico y soñador o, simplemente, un iluso que se dejaba llevar. Empezamos a trabajar juntos en algunas investigaciones, siempre con la idea de mejorar la educación, de dar respuesta a las demandas que se esperan de la escuela, de hacer algo que mejorara nuestro mundo. Teníamos siempre presentes los aspectos sociales, culturales y políticos que a ningún educador han de pasarle desapercibidos. Desde luego ambición no nos faltaba, ¿verdad?

Al poco tiempo de conocernos pediste una excedencia de tu trabajo como maestro para trabajar en la universidad, primero a tiempo parcial para, después, dedicarte por completo a ello. No fue mucho después cuando también yo me incorporé como profesor asociado, compaginándolo con mi trabajo como maestro. La verdad es que tanto tu plaza como la mía eran más bien precarias (el funcionamiento empresarial de las universidades públicas implica ahorro, precariedad e incertidumbre para los profesionales que trabajamos en ellas; sin ir más lejos, tu primer año como profesor a tiempo parcial cubría apenas un tercio de tu sueldo de maestro); pero, según parece, podíamos tener un futuro prometedor dentro de la institución. Fue nuestra etapa más prolífica en términos académicos: varios artículos científicos, algunos congresos y un proyecto de innovación docente. Y lo que estaría por llegar.

Lo que llegó fue Juan, tu niño. Una preciosidad, un pequeño muy inteligente y simpático. El verdadero orgullo de cualquier padre que se precie, ese hermoso regalo que eclipsa todo lo demás. Mientras Juan iba creciendo, intentamos que nuestros currículums también lo hicieran. Así fue durante un tiempo. Un par de años después, era la barriga de Marta la que también crecía: llevaba dentro nuestro pequeño mundo. Vida familiar, hijos, estabilidad… Quién sabe si nuestra nueva vida como padres nos ayudaría a alejarnos de los ideales neoliberales de individualismo competitivo. Quién sabe si un poco de lentitud era lo que necesitábamos.

***

Me levanté despacio aquel lunes, tratando de no despertar a Marta. Dormía tranquila, ya en la recta final de su embarazo. Pronto iba a ser yo el afortunado en tener lo más bonito a mi lado, a mi hijo, a Marcos. Casi de puntillas fui hasta la cocina para prepararme el desayuno. Y, como cada día, cogí el teléfono móvil para comprobar el correo, los mensajes y perder un tiempo valioso en cosas inútiles. Mientras naufragaba por algunas páginas de internet, recibí la llamada de Raúl. Era muy temprano todavía. Sabía, antes de hablar con él, lo que me iba a decir. Lo dejé sonar sin cogerlo. En ese momento era solo una silueta en la penumbra. Esperé unos minutos a que pasara la tormenta, un chaparrón que comenzó en el mismo momento que vi el brillo de la llamada en la pantalla. Poco después (o quizá fuera una eternidad) me decidí a marcar los números.

¿Cómo es posible que algo tan cotidiano como marcar un número de teléfono implique tanta aprensión? Cuando se trata de la muerte, las frases se quedan a medias; sin decir nada, se dice todo. Al otro lado del teléfono solamente se escuchaban sollozos. No sabía qué decir, cómo tratar de consolar a Raúl. Al principio la muerte paraliza, desconcierta, anula toda emoción, todo cariño. Me sentía perdido, mirando alrededor sin llegar a ver nada. No pudiste superar esa condenada leucemia que te devoró en cuestión de meses. Tenías 39 años y un niño con el que únicamente celebraste su primer cumpleaños. Qué cruel puede ser la vida. Tu muerte temprana nos mató un poco a todos. Por decirlo con Modiano, para las personas que tuvimos la suerte de coincidir contigo lo que importó no fue el porvenir, sino el pasado. Te fuiste inspirando amor y bondad. Desde entonces no le pido justicia a la vida. Me conformo con una pizca de suerte.

Una semana antes de que te fueras estuve contigo. Raúl me previno, antes de entrar, para decirme que te iba a encontrar muy cambiado. Sin embargo, tu esencia y tu aura inundaban la habitación, como siempre que estaba a tu lado. Estuvimos bromeando con la ironía de que alguien tan empeñado como tú en dar voz a los demás ahora tuviera que ser interpretado por medio de complejos aparatos médicos. Bastaba echar un vistazo al monitor para saber las veces que latía tu corazón, tu saturación de oxígeno en sangre y quién sabe qué querrían decir todos esos otros números tan abstractos. La pereza de los números, la performance de los números, la extrañeza de los números, la objetividad de los números. “¿Un cualitativo interpretado por números? ¡Joder, pero si nosotros estamos hechos de palabras!”, nos dijimos.

De cualquier manera, no había de qué preocuparse. Tu paso por el hospital iba a ser efímero. Teníamos demasiados planes, inquietudes y esperanzas como para que estuvieras allí retenido mucho tiempo. Nuestras ilusiones eran tan grandes que no hay máquina que hubiera sido capaz de interpretarlas. Nuestras pretensiones no eran precisamente humildes, ¿eh? Medio en broma, medio en serio, coqueteábamos con la idea de ponernos a trabajar en cuanto salieras del hospital para que nuestro primer artículo internacional viera la luz en una revista de esas buenas, de las que están indexadas, esas en las que escriben los mejores. ¡Ya iba siendo hora de que nos conocieran más allá de nuestras fronteras!, pensábamos. “Que se entere todo el mundo: ¡llegan los nuevos Sparkes y Fernández-Balboa a poner la investigación cualitativa donde se merece!”, decíamos.

Por aquel entonces eras uno de mis mejores amigos y mi colega más cercano, el más próximo a mis inquietudes. Uno al lado del otro habíamos ido aprendiendo a escribir de forma crítica sobre diferentes cuestiones educativas. ¡Qué celo, ilusión e idealismo tan exquisitos le poníamos a nuestro trabajo! Todavía no éramos víctimas de la perversa dinámica que nos trata como se utiliza un mando a distancia falto de pilas: cuantas menos energías quedan, más aprieta.

Aunque el hecho de formar parte del sistema hace que sea más difícil de asumir, estoy convencido de que no te hicieron bien, como no hacen bien a nadie, el estrés y la presión laborales. Trabajabas demasiado por nutrir al sistema universitario, ese mismo sistema de corta memoria que no entiende de lealtad; ese sistema que promueve el desamparo, la fatiga, la soledad. El mismo que nos empuja a no pensar demasiado en nada, excepto en uno mismo. Habitabas un contexto contradictorio, complejo y dañino, y lo hacías comprendiendo esa contradicción y esa complejidad.

Fuiste siempre generoso, nunca pensaste exclusivamente en ti, pero acabaste (como acabamos haciendo todos) formando parte de un modelo que obliga a aceptar de forma acrítica lo que hay y a someterse a las condiciones de explotación y alienación del entorno socioeconómico y cultural. Como digo, los que pretendemos hacer carrera en la universidad aceptamos ese modelo. No hay alternativa posible: o te sometes, o quedas fuera. O compites, o te destierra. Nos absorbe; le pertenecemos. Quizá sí haya alternativa; quizá sea más fácil dejar que asfixie hasta que derrote. Pero eso es justo lo que el sistema quiere de nosotros: que asumamos que somos responsables de elegir si queremos pertenecer al grupo de vencedores o al de vencidos. Nosotros somos de los que nos resistimos a la derrota.

Afortunadamente, he empezado a vislumbrar con claridad lo que antes, quizá debido a la neblina de mi vanidad, no pude ver: que el sistema neoliberal del que formamos parte entroniza el interés propio, la competitividad, el triunfo y el juego sucio; que las relaciones humanas son una lucha constante en las que, al igual que en una feroz pelea, solo uno puede quedar en pie. Y he empezado a comprender que no es eso lo que quiero para mí. No quiero competir con nadie. No quiero medir a las personas en términos numéricos (¿cuántos artículos has publicado?, ¿cuál es tu índice h?, ¿en qué cuartil se sitúa tu última publicación?). No quiero pensar que hay personas productivas y, otras, una carga inútil para el sistema. No quiero despuntar gracias al fracaso de los demás. Ese tipo de vida lo observo a diario, lo escucho en los pasillos, lo percibo en las miradas recelosas. No quiero formar parte de este sistema. El mundo universitario se ha convertido en un reflejo de las políticas neoliberales salvajes, las convicciones del capitalismo y un nicho para la avaricia, la especulación, la codicia. Todo son indicios de discriminación, depredación, rivalidad.

Estarás de acuerdo conmigo en que ha llegado la hora de luchar, entre otras muchas cosas, por intentar que la universidad sea un espacio abierto y sostenido en las conversaciones amables, las colaboraciones sinceras, la confianza recíproca. Quizá me haya convertido en un eterno soñador, pero ese es el encanto de los sueños: te hacen desconectar de la realidad. Además, hay margen para lo utópico, para seguir caminando. Sin ir más lejos, en los últimos años me he rodeado de gente que me ha ayudado inmensamente y de manera desinteresada: Juan Miguel Fernández-Balboa —nunca le he contado que decías que te recordaba a él, el cumplido se me queda muy grande—, uno de los más grandes, alguien que académicamente ha conseguido todo dispuesto a ayudar a quien no ha conseguido nada; Valeria Varea, con una enorme paciencia para enseñarme y tratarme como a un igual, a pesar de que estoy a años luz de todo lo que ella sabe; Nacho Rivas, a quien me descubriste y quien siempre me trata con cercanía y generosidad; Eduardo Sierra, quien me recuerda a mí, igual que tú me recordabas a mí mismo; Nicolás Bores, Alfonso García, Víctor López, Lucio Martínez, Luis Torrego y otros compañeros de profesión, quienes confían y entienden las trabas que va poniendo el sistema y ayudan para intentar superarlas; y tantas otras personas estupendas que voy conociendo por el camino. Como ves, hay momentos en que la dificultad, la indignación, la precariedad, la vergüenza son tan grandes que conducen a lo único que se puede hacer: actuar. Pero no hay por qué hacerlo solo. Quedan recovecos de solidaridad, de comunidad, de humanidad.

A veces me pregunto por qué nadie nos avisó de que la vida académica iba a ser dura, llena de contratiempos, ni de que pudiéramos llegar a sentirnos desconcertados y aislados. Vista desde fuera, parecía algo idílico, ¿verdad? Nadie nos dijo nada de eso y, sin embargo, hasta hace poco tiempo hubiéramos dado todo por hacer carrera en la universidad. En mi caso, es cierto que en la decisión juega un papel importante la soberbia. ¡Qué bien sonaba eso de ser alguien reconocido en un ámbito, eso de trabajar en la universidad! A alguien como yo, con sus miedos y su falta de confianza, le sonaba todavía mejor. Pero, si algo aprendí de tu marcha, fue a relativizar, a confiar en la vida, a dejar fluir. Ahora comprendo que es normal tener dudas y sentirse perdido; que hay momentos en los que es necesario descansar y disfrutar; que no siempre es necesario marcarse metas; y que, por muy difícil que nos lo pongan, hay que quererse, cuidarse, protegerse, amarse y, al tiempo, querer, cuidar, proteger, amar.

Para aprender estas lecciones a raíz de tu marcha pagué un altísimo precio, de modo que intentaré tenerlas presentes y no olvidarlas. También intentaré enseñárselas a quien venga detrás. En este sentido, y aunque sabes que no me gusta dar consejos y pienso que no soy quién para darlos, hice una excepción con Raúl. Defendió su tesis doctoral hace un par de años. El pequeño ya vuela solo, y lo hace muy bien. Mi consejo fue precisamente ese: que, aunque sea capaz de volar solo, procure hacerlo rodeado de amigos, de amigas, porque es la manera de disfrutar más del camino y de llegar más lejos.

Raúl y yo sí hemos llegado a publicar artículos en revistas de esas buenas, de las soñadas. El logro siempre nos ha tenido un sabor agridulce, te hemos echado en falta en todo lo que hemos escrito. Él, como yo, está teniendo suerte y se está rodeando de buena gente con quien recorrer el camino. Espero que también piense que la ilusión puede vencer al desaliento, el compañerismo a la disputa, la comunidad al individualismo.

Estas mismas son las enseñanzas que intento transmitir a Marcos, mi niño, mi vida, mi inspiración. Y, cuando tenga la oportunidad, se las diré también a Juan. ¿Sabes que nuestros dos pequeños se conocen y hacen buenas migas? Montse, Raúl y yo intentamos vernos al menos una vez al año. Aunque no es mucho y tendríamos que vernos más (a la falta de tiempo de siempre se le ha unido, ni más ni menos, una pandemia mundial que nos ha tenido confinados y alejados), cuando nos vemos disfrutamos mucho. Te veo en Juan y, cuando veo que él y Marcos juegan juntos, hablan y ríen, siento que hay un poco de ti y un poco de mí en ellos. Siento que la historia continúa.

Hace poco te volví a ver en sueños. A diferencia de otros sueños, este no era incoherente, fragmentario, destellos que vuelven de repente según avanza el día. Esta vez no fue necesario tener que hilvanar jirones remotos para reconstruir el sueño entero. Estabas tan guapo como siempre: pelo largo, barba, sonrisa radiante y tu sensata inteligencia. Hablamos durante un buen rato. Me dio tiempo a explicarte que ahora poco me importan los artículos, las tesis, la universidad, todos esos atrezos en el camino de la vida. Tuve tiempo para decirte que mis mejores momentos son aquellos en los que Marta y yo vamos de la mano mientras Marcos corre delante, aprovechando los rayos de sol que se demoran en el cielo. A revelarte que Marcos me ha enseñado a ver, con ojos de niño, lo que de verdad es importante. A explicarte que mi pequeño me ayuda a distanciarme de lo urgente y lo superficial, y que es al verles a él y a Marta cuando deseo que no se esfumen en el atardecer nuestras vidas sin haber aprovechado cada instante juntos. Te hablé de mi necesidad de dejar de ser esclavo de la vanidad, del estatus y del individualismo feroz que nos engulle. Me dejabas hablar, atento a mis palabras, sonriendo, asintiendo con la cabeza.

Justo antes de que despertara me susurraste que, al morir, no nos vamos del todo, sino que pasamos a estar en todas partes. Que nos convertimos en historias.

Un abrazo enorme, Josito. Te espero en el próximo sueño.

***

Agradecimientos: A Eduardo Sierra Nieto. Por ofrecer un espacio para esta historia. A Raúl Barba Martín. Por sus valiosos comentarios a una versión previa de este escrito.

 


Márgenes, Revista de Educación de la Universidad de Málaga