Pedro Vallín (2019). ¡Me cago en Godard! Barcelona: Arpa, 304 pp. Reseña de José María Galindo Pérez (Centro Superior de Estudios Universitarios La Salle de Madrid - UAM).
Lo primero que merece la pena destacarse del libro de Pedro Vallín es la ocupación de su autor. Lejos de la academia (que no de la erudición), Vallín, actual cronista político, ejerció durante muchos años el periodismo cultural. El bagaje como reportero le hace mucho bien al texto en cuestión, dotándole de un estilo narrativo ágil y atractivo, y alejando la exposición de hermetismos y opacidades demasiado frecuentes en el ensayo cinematográfico de raigambre universitaria.
A lo agradable de su lectura se une lo sugestivo de sus ideas. Empezando por la central: que, contra lo que dicta el tópico, el cine producido en Hollywood es social y políticamente más progresista que el cine de autor, a pesar de la tradicional vinculación de este último con el lado izquierdo del espectro ideológico. A partir de esta premisa básica, Vallín plantea una estructura en la que, por un lado, explora las posibles razones (históricas, sociales, culturales) que sustentan su hipótesis, y por otro, analiza diferentes manifestaciones fílmicas con las que ilustrar su aserto.
De entrada, todo lo que suponga desarmar cualquier discurso tutor, afortunada expresión cuya filiación hay que buscarla en González Requena (2006), merece una cálida bienvenida. Vallín pone en cuestión un tópico bien asentado que señala al cine de Hollywood como representante de una ideología conservadora, mientras que ubica al cine de autor como encarnación fílmica del progresismo. Contra este lugar común, el autor afirma que el “cine americano” (tal y como lo denomina en el subtítulo del libro) porta en su esencia una atención a la realidad circundante que lo convierte en (casi) inevitablemente progresista en su conjunto. Y, a la inversa, califica el cine de autor como una manifestación cinematográfica tan ensimismada en el universo personal de sus creadores que difícilmente puede intervenir en los problemas de la sociedad.
Conviene hacer una aclaración, que el propio Vallín aporta en su libro: no se trata de un reajuste desde el punto de vista estético, sino uno emprendido desde una perspectiva ideológica. No se trata de revisar los criterios formales, sino los imaginarios que determinados modelos cinematográficos construyen. Y aquí podría ponerse un primer reparo a la propuesta de Vallín, no por errónea, sino, quizá, por incompleta. Se trata de la exclusión del análisis expresivo en el ensayo: la atención del autor se dirige a desentrañar los mecanismos narrativos que le ayudan a sostener su premisa, pero obvia que la propia naturaleza formal de las películas contribuye a modelar esos imaginarios que, tras la lectura del libro, podría pensarse que se edifican exclusivamente sobre los contenidos. Y eso daría validez a la falacia crítica que separa el contenido de la expresión, o del “estilo”, empleando los términos esgrimidos por Sontag (2014).
Un ensayo cinematográfico que no hace referencia en sus análisis a las formas fílmicas ha de quedar incompleto, en tanto en cuanto no alude a la materialidad de su objeto de estudio. El ojo crítico de Vallín es afinado y afilado, pero restringido: las formas de representación visual son elementos ineludibles que deben ser tenidos en cuenta a la hora de hablar sobre lo que las películas significan. Las películas, de Hollywood o de autor, no construyen sentido también a través de imágenes y sonidos, sino fundamentalmente a través de ellas, y eso es algo que el ensayo de Vallín, lamentablemente, orilla.
La otra gran objeción que puede hacérsele a ¡Me cago en Godard! es el riesgo en el que incurre de querer sustituir una determinada visión hegemónica por otra. En otras palabras: cuando Vallín desarma la batería de clichés críticos que vinculan a Hollywood con lo reaccionario y al cine de autor con lo progresista, no se queda ahí, sino que parece plantear precisamente un nuevo paradigma interpretativo. A saber: que el cine de Hollywood es el progresista, y el cine de autor el conservador. Esta inversión de los términos supone un problema, principalmente, por dos razones: la primera, la evidente posibilidad (ya apuntada por el propio Vallín al incluir al final del volumen una lista de “desmentidos” a su hipótesis) de que esta visión sea igualmente desmentida, a través, por ejemplo, de análisis formales que enriquezcan, maticen o corrijan las aseveraciones vertidas en el libro; la segunda, y más importante, la equívoca dicotomía planteada por Vallín, y que merece algo más de detenimiento.
El subtítulo del libro es el siguiente: Por qué deberías adorar el cine americano (y desconfiar del cine de autor) si eres culto y progre. Más allá del evidente y saludable espíritu burlón y provocador, el problema conceptual estriba en la comparación entre una etiqueta geográfica y una etiqueta crítica. Aunque el debate que podría abrirse desborda con mucho los límites de esta reseña, sí que pueden señalarse algunas claves al respecto. Las categorías nacionales (cine americano, cine español, cine francés, cine japonés…) siempre han sido escurridizas, por englobar bajo un paraguas demasiado amplio multitud de fórmulas, propuestas y formatos que poco tienen en común, salvo el idioma y concretas circunstancias administrativas. Y, por supuesto, blandir generalizaciones culturales en base a un determinado origen geográfico requiere siempre de una gama de grises tan amplia que a menudo terminan por no ser operativas. Por no hablar de que Vallín, cuando habla de “cine americano”, se refiere a unas modalidades de producción cinematográfica muy específica y asociada al enclave californiano de Hollywood (naturalmente, esa categoría incluye a Hollywood, pero también a las producciones indie, a las propuestas de arte y ensayo o, no faltaba más, al cine canadiense, argentino, brasileño, colombiano…).
Sobre la cuestión del cine de autor, se trata de una categoría difícilmente equiparable a un cine nacional. Se trata de una construcción crítica que hace referencia a determinados usos y costumbres tanto en la creación como en la recepción de las películas. ¿Con qué otros tipos de cine podría contrastarse? Uno de los ejemplos más claros es el de “cine popular”. Clasificar la praxis fílmica desde el prisma de las categorías de “popular” o “de autor” complicaría el discurso de Vallín, porque el cine popular es una forma de praxis fílmica que pude encontrarse en cualquier cinematografía. Y, dado que el cine popular, como cultura popular que es, se encuentra en estrecha relación con las preocupaciones e inquietudes rastreables en la sociedad (algo sobre lo que se han escrito ríos de tinta, y desde posturas muy dispares, como las que podrían representar Umberto Eco o Stuart Hall). Si ese contacto con la realidad, propio, según Vallín, del cine progresista, puede encontrarse tanto en Hollywood como en otras latitudes, la comparativa entre cine americano y cine de autor se resiente.
Explicados los peros, es de justicia decir que, en cualquier caso, la lectura del ensayo de Vallín es sugerente e iluminadora, porque se atreve a cuestionar la habitual doxa y a plantear numerosas ideas propias sobre la interpretación ideológica del cine. Ideas que, por otra parte, se sostienen sobre una cultura cinematográfica amplia y sólida, y un corpus teórico pertinente. Elementos que contribuyen a que los análisis propuestos, si bien excesivamente pegados a la cuestión del relato, constituyen píldoras para el debate consistentes y, a la vez, lejanas de todo dogmatismo. Y todo ello en un estilo irónico y rico, que consigue que la solvencia de las ideas vaya asociada a la elegancia en la escritura. En definitiva, un libro que contribuye al debate sobre el fenómeno cinematográfico aspirando a abrir horizontes más que a clausurarlos. La verdad, pocos objetivos hay más valorables que este.
Referencias bibliográficas
González Requena, J. (2006). S. M. Eisenstein: lo que solicita ser escrito. Madrid: Cátedra.
Sontag, S. (2014). Contra la interpretación y otros ensayos. Barcelona: Debolsillo.