Aquí un amigo.

Francisco García Gómez (1/07/1968-6/05/2019) In Memoriam

Gonzalo M. Pavés

Universidad de La Laguna

Nos quedaron tantas conversaciones pendientes. Su vida se apagó de un modo tan imprevisto que resulta todavía difícil creer que Pancho, nuestro amigo, ya no esté aquí con nosotros. Digo Pancho, y no Francisco, porque creo que él mismo me hubiera corregido. Por eso me cuesta escribir estas líneas, existe algo dentro de mí que, todavía hoy, se resiste a digerir este golpe, este desenlace injusto para una persona que todavía tenía tanto por hacer y por aportar. Cuando recibí la noticia iba de camino a la playa, recuerdo que me apoyé como pude contra un muro cercano para poder tomar aire y recomponerme un poco. Más tarde, junto a la orilla, fue inevitable que sobre el fondo de las olas comenzaran a sucederse, como en una película de destellante montaje, muchos de los momentos que Pancho y yo habíamos compartido en los últimos catorce años. Durante este tiempo y a pesar de la distancia habíamos forjado no sólo una sólida amistad, sino también una estrecha y fraternal relación profesional. Una relación que nos había llevado a organizar seminarios, coordinar obras y monográficos a cuatro manos. La complicidad era tanta entre los dos que ya, cuando coincidíamos en algún acto público habíamos adoptado la costumbre de presentarnos medio en broma, medio en serio, como una pareja académica de hecho.

Nos conocimos por azar, gracias a la intermediación de otro compañero de su departamento, otra pérdida irreparable acaecida hace unos meses, Juan María Montijano. Montijano y yo habíamos coincidido en el tumultuoso proceso de redacción del Libro Blanco de nuestra disciplina en el que habíamos participado los directores de los departamentos de Historia del Arte de toda la universidad española. En aquellas maratonianas sesiones, donde se debatió la estructura y los contenidos de los futuros grados, no todo el mundo comprendía la necesidad de que materias como el cine y la fotografía fuesen imprescindibles en la formación de los historiadores del arte. En ese sentido, Montijano, a pesar de que sus líneas de investigación estaban muy alejadas del campo audiovisual, siempre se mostró firme defendiendo la presencia, como asignatura troncal, de Historia del Cine dentro de nuestra carrera. Fue a raíz de esta experiencia compartida que Montijano decidió invitarme en 2005 a dar una conferencia a la Universidad de Málaga y fue Pancho, como profesor de cine en el departamento, quién actuó como anfitrión durante toda mi estancia por aquellas tierras malagueñas.

Enseguida nos entendimos bien. Compartíamos muchas cosas. Los dos habíamos sido niños durante el tardofranquismo, una época gris que habíamos coloreado en la oscuridad de las salas cinematográficas. Gracias a la programación televisiva de entonces, cuando sólo existían dos canales, conocimos y disfrutamos del mejor cine clásico. Las imágenes creadas por Hitchcock, Ford o Wilder, los actores y actrices que pululaban en sus relatos, nos resultaban tan familiares que era extraño que en nuestras conversaciones o en los correos que intercambiábamos habitualmente no dejáramos caer un guiño a todas esas obras que habían conformado nuestra educación sentimental. Prueba del amor que Pancho profesaba por el cine de este periodo son los libros que dedicó a la figura del productor Val Lewton (El miedo sugerente. Val Lewton y el cine fantástico y de terror de la RKO, 2007) o la deliciosa monografía donde hacía un brillante estudio del filme de Vincente Minnelli El loco del pelo rojo (Van Gogh según Hollywood, 2007). Sin lugar a dudas, el cine americano era uno de sus principales referentes, recuerdo todavía la magistral clase que impartió a mis alumnos sobre el melodrama de los cincuenta a través de uno de sus realizadores favoritos, Douglas Sirk. Pero Pancho también tenía una particular pasión por el cine italiano. Disfrutaba de sus comedias costumbristas, tenía especial debilidad por la variante terrorífica del giallio, pero amaba sobre todo el neorrealismo como lo testimonian el capítulo que le dedicó a la película de Rossellini Te querré siempre, en el libro Cine, Arte y Rupturas (2009) coordinado por Agustín Gómez, y el volumen publicado apenas unas semanas antes de morir, donde había hecho un concienzudo análisis de la obra maestra de Vittorio de Sica, El ladrón de bicicletas (2019).

     

Pronto descubrimos que nuestra forma de entender la investigación y la docencia en la Universidad era muy parecida. Lejos de fundamentalismos metodológicos y planteamientos dogmáticos, Pancho fue en sus trabajos un profesional integrador, flexible. Huía de la pedantería, de las lecturas simplistas y maniqueas, y no hacía distingos entre el cine de autor y el de género. Poco amante de establecer jerarquías, sentía la misma curiosidad por los objetos más excelsos del arte cinematográfico como sus productos más humildes. Para él, el buen cine se podía abrir paso también dentro de la “malvada” industria de Hollywood. Por esa razón, en el número que coordinó junto a Carmen Guiralt para la revista L’Atalante (nº 27, 2019) se proponía una acertada revisión del cine de los Grandes Estudios evidenciando como, en el seno mismo del clasicismo, las normas estuvieron siempre sujetas a la transgresión, la desviación y la experimentación. En ese sentido, fue coherente hasta el final en su reivindicación de los valores artísticos del cine de género cultivado por la cinematografía americana durante su etapa más esplendorosa.

Como buen historiador del arte, su mirada era desprejuiciada y siempre quiso abordar sus investigaciones desde una perspectiva humanística. Entendía que el cine no era más que uno de los últimos eslabones dentro de la historia de las imágenes, que era necesario integrarlo en el discurso general de las artes, que formaba parte del arte contemporáneo. En eso estaba más cerca de Juan Antonio Ramírez y Umberto Eco, que de ciertos planteamientos elitistas que menudean tanto en los estudios artísticos como cinematográficos. De lo contrario no se entendería la novedosa y original aportación que hizo, junto a Juan Antonio Sánchez, dedicando un volumen a la Historia, estética e iconografía del video clip (2009). Tampoco se podría comprender el volumen que coordinamos juntos para Cátedra titulado Ciudades de cine (2014) sin tener en cuenta a sus otros amores: el arte del siglo XIX, el urbanismo y la arquitectura. Porque Pancho comenzó su intensa y fructífera carrera como investigador lejos del cine. Algunas de sus aportaciones en estos otros campos fueron Los orígenes del urbanismo moderno en Málaga: el Paseo de la Alameda (1995), La vivienda malagueña del siglo XIX. Arquitectura y sociedad (2000), La Concepción, testigo del tiempo (2004), El nacimiento de la modernidad: Conceptos de arte del siglo XIX (2005) y La ciudad de la burguesía. Urbanismo y arquitectura en el siglo XIX (2011). En una ocasión, visitando juntos el coqueto y poco conocido museo del Romanticismo en Madrid, mientras nos adentrábamos en las salas donde reproducían el aspecto del interior de las viviendas de aquel intenso período, me confesó que, de haber podido elegir otro momento para vivir, sin lugar a dudas hubiera escogido el siglo XIX. Admiraba, y conocía muy bien, la historia, la sociedad, la pintura y la literatura de aquel momento. Por esta razón, la última ocasión que tuvimos de vernos, fue con motivo del seminario que organizamos en mi centro para conmemorar el bicentenario de la primera edición de la novela Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Shelley. Fue en noviembre de 2018, hace tan solo unos meses atrás. El tema que presentó se ajustaba a sus intereses como un traje hecho a medida. Disertó con la brillantez acostumbrada sobre el romanticismo, la literatura gótica y la pintura de Friedrich en relación con la que para él era una de sus novelas favoritas. Se le notaba a gusto, que aquel tema le apasionaba y creo que disfrutó con la oportunidad de reencontrarse con uno de los períodos históricos que más le fascinaban. Afortunadamente, sus ideas quedaron también plasmadas en el volumen colectivo que se publicó a raíz de esta celebración y que lleva por título Frankenstein. Un mito literario en diálogo con la filosofía, las ciencias y las artes (2018).

Poseía una memoria prodigiosa que le permitía, no sólo recordar datos, títulos de películas, nombres de cineastas y cronologías, sino establecer rápidas y jugosas conexiones que resultaban siempre sugerentes. En más de una ocasión, sus aportaciones fueron decisivas en algunos de mis trabajos. Era además un escritor elegante, preciso y ameno. Nunca buscó la oscuridad en sus discursos, entendía que, cualquier idea, por ardua y difícil que fuera, podía ser explicada con claridad. Como conferenciante sabía combinar muy bien el rigor, la meticulosidad y la profundidad de su exposición, con el ingenio y el sentido del humor. Aunque no lo pude conocer en su faceta como docente en la Universidad de Málaga, sí puedo dar fe del efecto que sus intervenciones tuvieron entre mis alumnos en La Laguna en las diversas ocasiones que lo invité para dar una clase en una de mis asignaturas. Disfrutaba con lo que hacía, por eso le resultaba tan fácil llevarse al público a su bolsillo. Era amable, cercano y respetuoso. Pero es que Pancho era así siempre. Dentro y fuera del aula.

Confieso que, todavía hoy, me siento desarbolado. Pienso en su familia, en su esposa Vicky, en sus hijos de los que tanto me hablaba y de los que hablaba con un indisimulado orgullo paternal. Agradezco la oportunidad que me ha dado la revista Fotocinema para escribir este pequeño texto que, espero y deseo, sirva como entrañable homenaje a Pancho García Gómez. Su fallecimiento ha sido como un inesperado fundido a negro que nos ha dejado a todos sin un brillante e ingenioso interlocutor, un compañero y un amigo inolvidable. Tan sólo unos días antes habíamos intercambiado algunos cariñosos mensajes después que su corazón le hubiera dado un primer aviso. Con ese humor que le caracterizaba, me decía que todavía se cansaba mucho, pero que, en el hospital, mientras estaba convaleciente en la UVI, una de las enfermeras le había llevado en su tablet el tercer episodio de la última temporada de Juego de Tronos. Quién sabe, quizá el sorpresivo vuelo que describió Arya Stark para acabar con el señor de los caminantes de ojos azules fue la última imagen que guardó en su memoria. No pudo conocer el verdadero final de la historia, pero al menos supo que el largo invierno estaba concluyendo en la tierra de los Siete Reinos.

Conocí la noticia, como he dicho al principio, junto al océano, una tarde que pronto se volvió desapacible. Recuerdo que, a lo lejos, en uno de los chiringuitos comenzaron a escucharse los primeros acordes de I Want to Break Free, uno de los temas de Queen, su grupo favorito. “¡Qué extraña coincidencia!”, pensé. Y mientras la inconfundible voz de Freddie Mercury se entremezclaba con el rumor de las olas, algo hizo que rememorase, no sé muy bien por qué, el hermoso plano final de Los cuatrocientos golpes de Francois Truffaut, aquel en el que el rostro del joven Antoine Doinel, congelado en un primer plano, nos interroga desde la pantalla. Para muchas culturas, el mar ha sido considerado como fuente de la vida y también nuestro destino final. Todos, más tarde o más temprano, volveremos a él. Pancho se nos ha adelantado. Buen viaje amigo, te echaremos todos de menos.