LOS CIENTÍFICOS DEL CINE

THE SCIENTISTS OF CINEMA

 

José Luis López Fernández

Universidad de Granada, España

jllopez@ugr.es

 Resumen:

La ciencia ha estado presente en el hecho cinematográfico desde sus orígenes, ya como impulsora de la invención misma del cinematógrafo en el ocaso del siglo XIX, ya como promotora del continuo desarrollo técnico que los soportes audiovisuales han ido experimentando y garante de la calidad de la imagen y el sonido, a la vez que elemento propiciador de la reciente apertura del cine hacia la digitalización. En este artículo nos proponemos hacer un breve recorrido por los insignos científicos que han sido protagonistas de la historia del medio en un contexto amplio, desde aquellos primeros inventores y pioneros de los efectos especiales y el trucaje hasta los crudos estereotipos sociológicos que el ámbito audiovisual nos ha ofrecido durante décadas, deteniéndonos a analizar el rol propagandístico o admonitorio que la imagen en movimiento ha desempeñado a la hora de reflejar las bienandanzas o adversidades que el progreso tecno-científico puede llegar a acarrear.

 

Abstract:

It is an undisputed fact that scientific discovery has been notably present in cinema since its early origins, either as a precursor of the Cinématographe's invention in the twilight of the nineteenth century or even as a tool intended for the technical improvement of the audiovisual aids and the progressive quality of image and sound, as well as a driving force in the opening-up to modern digitalization nowadays. Our aim in this article is to have a short tour around the most prominent scientists that have led the history of film in a wide sense, from the early inventors and the pioneers of special effects and trick photography to the on-screen sociologically stereotypes that audiovisual means have provided for decades. Finally, we also discuss the advertising or warning role that motion pictures have carried out to mainly reflect the prosperities and adversities that techno-scientific progress may entail.

 

Palabras clave:

Innovación tecnológica; cinematógrafo; documental científico; cine de animación; estereotipos; biopic.

 

Keywords:

Technological Innovation; Cinématographe; Scientific Documentary; Animated Films; Stereotypes; Biopic.

1. Introducción y objetivos

 

Veinticuatro imágenes proyectadas cada segundo y el defectuoso mecanismo ocular del ser humano son los ingredientes fundamentales que hacen de la percepción visual un fenómeno inmediato e ininterrumpido, sin saltos ni intermitencias: la sustancia, en suma, que transforma lo discreto en continuo por certero arte de birlibirloque. Es esta la base sobre la que ciencia, industria y tecnología (al alimón con la magia) conforman el esqueleto de las artes y del cine –la séptima de ellas, según el rito bautismal auspiciado por Riccioto Canudo–, y de este modo es también como el crítico y escritor cubano Guillermo Cabrera Infante nos lo dio a entender en el ensayo El hombre que nació con una pantalla de plata en la boca que abre la recopilación Cine o sardina, un recorrido a través de la cultivada cinefilia del autor:

Para mí el cine es una lección de moral a 24 cuadros por segundo, que es lo que hace la ilusión de movimiento. Debida, como se sabe, a un defecto del ojo: la persistencia de la imagen en la retina. Como en la magia de salón, donde la mano es más rápida que el ojo, para el cine el ojo es más lento que la imagen. La pantalla además tiene una desproporcionada proporción: 1.33:1. Nunca desde que la manzana le cayó a Newton en la cabeza una ecuación ha dado tanto que hablar […]. (Cabrera Infante, 1997, p.13).

Fue el físico belga Joseph-Antoine Ferdinand Plateau (1801-1883) quien, involucrado en una serie de estudios y experimentos científicos relacionados con la fisiología ocular, alcanzase a describir por vez primera el mecanismo a través del cual persisten las imágenes en la retina, y asentase con ello el principio fundamental de la percepción ininterrumpida de la imagen en movimiento, ergo el cimiento de la futura cinematografía. Desde aquel entonces hasta nuestros días, casi dos siglos de lluvias después, el cine ha experimentado una revolución científica y tecnológica deslumbrante.

La irrupción del ordenador personal en nuestras vidas ha marcado un antes y un después en el quehacer cotidiano e incluso en el devenir de las pautas sociales. Nada es como antes en lo que a lenguaje y comunicación se refiere: basta con asomarse al asombroso mundo de lo que hoy representa el gran imperio de la transferencia de la información y la imagen en movimiento, léase Internet, los foros de opinión en red o los canales de diálogo on line; los blogs y las redes sociales; no hay más que acercarse a Messenger, Skype y a tanto software gratuito que permite ponernos en contacto de múltiples formas distintas con los semejantes que habitan el otro lado de las autopistas de la información; o al mundo virtual en tres dimensiones de Second Life; basta con caminar de puntillas por el viciado mundo de la prestación SMS (Short Message Service, hoy desbancada por concurridas aplicaciones de mensajería instantánea que encuentran soporte en todos los sistemas operativos para Smartphone) o videográfica de la telefonía móvil, o incluso por los vericuetos de la domótica, el correo electrónico (e-mail) y la videoconferencia, para constatar las conquistas que el progreso va dejando a su paso.

Esta entusiástica cirugía (en ocasiones sin anestesia) a que se han visto sometidas la imagen y la palabra en absoluto ha sido ajena al cine, como puede apreciarse, sin ir más lejos, en la apertura a la digitalización lo que ha repercutido en una mejora sustancial en la calidad de la imagen y el sonido—,  o en la revolución a que asiste de continuo el diseño de los efectos especiales y la tecnología de filmación y proyección en 3D. Esta nueva estética de la imagen está incluso comenzando a marcar la pauta de una forma diferente, entre semidocumental e hiperrealista, de hacer cine. El crítico cinematográfico Jordi Costa lo describía del siguiente modo (Costa, 2007): “[...] en las pantallas de ordenador (y, cada vez más, en las de móvil) se aceleran los capítulos de una microhistoria de la nueva imagen poscinematográfica que ya ha visto nacer, crecer y envejecer géneros y subgéneros [...]”. Buena prueba de ello podemos encontrarla hoy día en el proyecto experimental #littlesecretfilm, construido en torno a un decálogo normativo que regula el rodaje, la producción y la distribución no comercial del producto cinematográfico. Mientras que Peter Weibel, experto en los nuevos medios de comunicación y director del Center for Art and Media de Karlsruhe, afirmaba recientemente (Weibel, 2007): “Cuando llegó la fotografía los pintores perdieron el monopolio de la imagen; con la llegada de Internet, la televisión y el cine han perdido el de la imagen en movimiento: Internet es una nueva Arca de Noé, una plataforma y un modelo. Sin embargo, en la historia de la Biblia se salvan sólo los elegidos, mientras que con la tecnología  se salvan todos”.

El objetivo principal de este artículo es hermanar cinematografía con ciencia a lo largo del (poco más de un) siglo de vida de la primera, atendiendo a todos aquellos aspectos en los que en ese tiempo la segunda se ha revelado esencial para llegar a alcanzar lo que hoy se concibe como cine: el diseño de efectos especiales asombrosos, el desarrollo de modernas técnicas de corrección y restauración de imágenes, la realización de potentes efectos de animación o la difusión de avanzados soportes videográficos y dispositivos de reproducción, por citar solo algunos de ellos. De ahí deriva, de la forma más natural posible, el otro gran objetivo que nos proponemos abarcar en este trabajo, consistente en analizar y discutir en qué grado la estrecha relación que vincula a ambas disciplinas puede considerarse satisfactoria desde el punto de vista de la reciprocidad entre sus agentes. Desgraciadamente, el camino de vuelta que va del cine a la ciencia no es tan gratamente transitable como el de ida.         

 

2. Marco teórico y metodología: mutualismos y antagonismos en el binomio cine-ciencia

“Amigo mío, deme usted las gracias. El aparato no está a la venta, afortunadamente para usted, pues le llevaría a la ruina. Podrá ser explotado como curiosidad científica, pero fuera de esto, no tiene ningún porvenir comercial”. Así se dirigió el progenitor de los Lumière a George Méliès cuando este quiso comprar la patente del recién nacido cinematógrafo; sin embargo, tan ingentes fueron los esfuerzos y el progreso tecnológico que habían conducido a lo largo de los años a la llegada del mismo –los cuales involucraban significantes avances paralelos en los ámbitos de la anatomía ocular, la química, la fotografía, la electricidad o la óptica- que el espectador no pudo por menos que rendirse a las emociones que el nuevo invento le ofrecía, quedando este definitivamente arraigado en una sociedad amenazada y cambiante que saludaba con mano temblorosa al siglo XX. Hablo de la época en que, aún en pañales, el cine no era más que unos obreros saliendo de la fábrica en la que trabajaban, un tren que parecía haber rebasado los confines de la pantalla para llegar a su estación de destino o un jardinero en ciernes que accidentalmente instaura el noble arte de la comedia al regarse sin oficio ni beneficio. 28 de diciembre de 1895. Los hermanos Lumiére, benditos culpables de buena parte de esta barahúnda al perfeccionar el artefacto primitivo de Edison y adaptarlo para hacer posibles las proyecciones colectivas, organizan la primera exhibición pública de cinema en el Salon Indien del Gran Café de París, 14 del Boulevard des Capucines, dando el pistoletazo de salida a una carrera de fondo cuyos participantes apenas han virado en la primera curva del circuito. Pura evasión. Entretenimiento y diversión a raudales. Fantasía y deseo hechos uno en el cuarto oscuro de las enajenaciones. Cine para todas las filosofías, ideologías, edades y doctrinas. Acababa de nacer el medio de comunicación más importante de todos los tiempos, tal lo calificaría el esclarecido mago de Menlo Park. Grover Cleveland presidía entonces la nación que vio cómo súbitamente sus sueños tomaban forma de duelos entre luces y sombras, en fulgente blanco y negro, accionados por el interruptor que la imagen en movimiento y su persistencia en la retina reservaban a la fantasmagoría. Comenzaron a frecuentarse los programas de actos de los teatros de vodevil, más tarde vinieron los nickelodeons y en un plazo de escasos años empezaron a proliferar por el mundo entero las salas de proyección.

De ahí al cine de nuestros días (incluso en su concepción doméstica) la revolución científico-tecnológica que ha vapuleado el orden establecido ha sido apabullante. O, en otras palabras, el vasto imperio cinematográfico que hoy conocemos nace y progresa a raíz de la conjunción de múltiples y variopintos factores íntimamente relacionados con el espectáculo, el entretenimiento, la comunicación, el arte, el negocio, la industria, la ciencia y los avances tecnológicos.

Fijado el marco teórico en que nos desenvolveremos, lo que nos ocupa a continuación es un análisis pormenorizado de los dos últimos aspectos citados en la enumeración anterior. Desde una perspectiva metodológica, abordaremos nuestro estudio siguiendo tres vertientes concretas de pensamiento: en primer lugar pondremos el foco sobre el boom tecnológico que desembocó más de cien años atrás en la patente definitiva de los hermanos Lumière, de resultas de una venturosa confluencia de múltiples contribuciones científicas. La segunda sección indaga en el mundo de los cineastas que, desde su posición tras la cámara, aprovecharon los adelantos técnicos del momento para inaugurar una etapa de exploración en el terreno de los efectos visuales y el trucaje, o bien contribuyeron a acercar al pueblo el ámbito científico a través de sus filmaciones. El legado de aquellos pioneros de las luces y las sombras se ha convertido actualmente en imagen computarizada. Sin ir más lejos, hoy en día el progreso del cine de animación está íntimamente ligado al desarrollo de la tecnología informática. El tercer aspecto a tratar invierte el orden de los factores y sitúa al agente delante de la cámara. Nos referimos al modo en que el medio audiovisual ha presentado tradicionalmente a los científicos ante la sociedad, en un rango estético y moral que oscila desde el estereotipo chabacano hasta la brillantez de algunos esmerados biopics. Finalmente, el último planteamiento que acometemos concierne a la labor mediática del cine como vehículo divulgador de elementos científicos (o pseudocientíficos en demasiadas ocasiones) que son empleados para advertir, atemorizar, infundir esperanza, prevenir o, en términos generales, informar o manipular emocionalmente al espectador.         

 

2.1. Los orígenes

 

Es difícil, si no imposible, establecer con precisión en qué momento arranca la competición de fondo que habría de culminar con el feliz nacimiento del cine. El concepto estético de la acción se remonta a las pinturas rupestres, acaso las primeras imágenes en ser plasmadas en movimiento: «Esta caza de sombras, que se inicia en las lejanas tinieblas de Altamira, concluye en París, en el ocaso del siglo XIX, gracias al arrollador progreso científico y técnico de la centuria» (Gubern, 2005, p. 20). En efecto, el cinematógrafo derivó del desarrollo de una amplia variedad de mecanismos ópticos que explotaron técnicamente el fenómeno de la persistencia retiniana hasta conseguir materializar la ilusión del movimiento. Desde la linterna mágica de Kircher hasta el kinetoscopio de Edison, muchos fueron los talentos depositados al servicio de una causa que acabaría por transformar la idiosincrasia y las costumbres de una sociedad decadente. En particular, las obras Nouvelles récréations physiques et mathématiques (Gilles Guyot, 1769-70) y Dictionnaire encyclopédique des amusements des sciences (Panckoucke, 1792) son destacadas en (Mannonni, 2013, p. 18) como las principales fuentes bibliográficas en lo que a trucos relacionados con el ilusionismo y la prestidigitación se refiere, los cuales serían inmediatamente adaptados al ámbito de la proyección.

De Emile Reynaud podría decirse que fue el primer científico del cine.[1] De formación autodidacta, el amplio bagaje científico que adquirió en su juventud lo llevó a obtener un puesto de profesor de Mecánica y Física en Ecolles Industrielles de Puy. Reynaud inventó el praxinoscopio en 1877, un ingenioso juego de espejos capaz de reproducir cíclicamente una decena de dibujos rotativos. Años después perfeccionó el artilugio, lo que le valió el reconocimiento de «padre del cine de animación». A diferencia del anterior, el nuevo aparato podía exhibir sin interrupción cientos de imágenes sobre escenarios proyectados por medio de una linterna fija, avanzando así el efecto de sobreimpresión.

Paralelamente, Eadweard Muybridge se había erigido como el más importante analista del movimiento de la época, además de pionero en su registro y proyección. Para llegar a este punto hubieron de confluir múltiples dispositivos fotográficos basados en distintas emulsiones de sales de plata, desde el primigenio daguerrotipo hasta las cada vez más sofisticadas cámaras. Las investigaciones dinámicas de Muybridge, principalmente la fragmentación del movimiento a raíz de la elevación de la velocidad de obturación –lo que vino a llamarse cronofotografía, que permitió descomponer el movimiento en «parámetros medibles y calculables» (Wellmann, 2011, p. 317)–, influyeron sustancialmente en el desarrollo de las técnicas que conducirían al cinematógrafo. Junto a Muybridge, el fisiólogo francés Etienne Jules Marey destacó también en el análisis fotográfico de la locomoción humana y animal, impulsando notablemente la cinematografía como instrumento para la divulgación de la cultura científica.

Con Thomas Edison el concepto de cine comienza a consolidarse. En colaboración con William K. L. Dickson ideó el kinetoscopio, un visor capaz de exhibir imágenes dispuestas en varios metros de película. El kinetoscopio evolucionó rápidamente hacia el kinetógrafo, primera cámara en incorporar un motor eléctrico y película de celuloide de 35 mm. Una vez superadas las dificultades prácticas para llevar a cabo su fabricación, los hermanos Lumière hicieron gala de su apellido y, tras presentarlo en privado a la comunidad científica en La Sorbona, alumbraron el cinematógrafo el 23 de febrero de 1895. El 28 de diciembre de ese mismo año organizaron la primera exhibición pública en París, por lo que muchas fuentes señalan esta como la gloriosa fecha en que la ciencia se hizo cine y habitó entre nosotros. En las crónicas periodísticas posteriores al evento pudieron leerse eslóganes del siguiente jaez: «El día que se logren fotografiar los colores y añadir un fonógrafo al conjunto, la ciencia habrá logrado darnos la ilusión absoluta de la vida» (García Martín, 2006, p. 161). Y a fe que lo hizo, cuando en 1907 Lee de Forest inventa el triodo, la válvula electrónica que permitió la amplificación del sonido al espacio de una sala de proyección; al tiempo que Eugène Lauste logra incorporar al rollo de película una banda musical paralela a los fotogramas.

Las primeras utilidades técnicas de estos avances abarcaron la microcinematografía (que se valió de las capacidades ópticas del microscopio) y la cinerradiografía (a través de los rayos X), con aplicaciones directas en fisiología, botánica y medicina; entre las más relevantes cabe citar el papel principal que las imágenes en movimiento desempeñaron a principios del siglo XX en la investigación sobre el crecimiento de fibras nerviosas, y desde entonces en la comprensión de aspectos generales relacionados con cultivos tisulares y biología celular (Curtis, 2013, p. 53). Asimismo prosperaron las animaciones en matemáticas, que permitían visualizar estructuras geométricas y dinámicas complejas. Estas aplicaciones, potenciadas por las nuevas posibilidades fílmicas, siguen proporcionando hoy un alto rendimiento en cada una de sus disciplinas y progresan técnicamente al ritmo de las tecnologías nacientes. Incluso como vehículo de educación científica el cine ha hecho una labor encomiable a través de documentales sobre naturaleza, cosmos o tecnología; sin olvidar el auge del cine experimental y los ensayos de abstracción geométrica animada, empecinados deudores de los avances científicos y técnicos del momento (López Fernández, 2012, pp. 164-169).

 

2.2. Tras la cámara: trucajes, maquinaria y tecnología

El primer tecnólogo de la imagen fue George Méliès. Precursor del trucaje e introductor del paso de manivela, la sobreimpresión y el fundido encadenado, llegó a filmar más de quinientas películas en menos de dos décadas, algunas de ellas coloreadas manualmente fotograma a fotograma. Sin ir más lejos, su celebérrimo Viaje a la Luna (Le voyage dans la Lune, 1902) (F1) supuso el despertar a la pantalla de los efectos especiales y de la concepción del cine como espectáculo. A pesar de todo ello sucede que el gusto y los patrones estéticos cambian, y el realismo épico del western terminó por imponerse y relegar al olvido las composiciones teatrales de Méliès, a quien –según narran las crónicas de Léon Druhot– se vio por última vez al frente de un pequeño puesto de juguetes en la estación parisina de Montparnasse, envejecido y arruinado, tal como se recrea en la reciente La invención de Hugo (Hugo, M. Scorsese, 2011).

De Jean Painlevé podría decirse que fue el gran precursor del documental científico. Autor de más de doscientos cortometrajes vanguardistas especializados en la vida marina, el realizador Jean Vigo escribía lo siguiente:

sobre la base de un sólido conocimiento científico, Jean Painlevé baja los humos a nuestro apelmazado antropomorfismo y presenta filmes que combinan la excelencia técnica (iluminación, angulación de las tomas, montaje) con la poesía visual, haciendo justicia al misterio o al milagro. (Information, 2004, p. 26).

También cabe destacar en este terreno las aportaciones llevadas a cabo por el naturalista Francis Martin Duncan, en los primeros años del siglo XX, en torno a una secuencia de imágenes arrojadas por el microscopio. Quien hoy porta el testigo de la filmación submarina, pasado ya el tiempo del comandante del Calypso en El mundo submarino de Jacques Cousteau (The Jacques Cousteau odyssey, 1968-1976) y de las zambullidas que Leni Riefenstahl se dio en Papúa para filmar Impresiones bajo el agua (Impressionen unter wasser, 2002), es el cineasta James Cameron, quien recientemente protagonizó una inmersión de once kilómetros en la Fosa de las Marianas, en un batiscafo de invención propia, para tomar imágenes de los organismos abisales.

Y, si hablamos de ingenieros, uno de los más ilustres de la industria cinematográfica fue sin género de dudas el aragonés Segundo de Chomón, a quien se debe el primer documental de astronomía conocido: Eclipse de sol (1905), y quien urdió un fantástico espectáculo de objetos animados en su obra más celebrada: El hotel eléctrico (1908). Contratado por los estudios Pathé para competir con Méliès, realizó en este periodo más de ciento cincuenta películas en las que plasmó adelantos técnicos como el sistema pochoir de coloreado a mano y el empleo de transparencias y animaciones, llegando incluso a colaborar en la realización de secuencias para filmes tan relevantes como Cabiria (G. Pastrone, 1914) o Napoleón (A. Gance, 1927).

Pero el gran ingeniero en los sets de rodaje y en la pantalla, artífice de máquinas animadas tan protagonistas incluso como los propios actores, fue Buster Keaton: “Todos los gags están extraídos de las leyes del espacio y el tiempo [...] Una buena escena cómica conlleva más cálculos matemáticos que una construcción mecánica”, llegó a afirmar (Shérer, 1948, p. 13). De ese modo Pamplinas se circunscribe al ámbito del movimiento Dadá, que se había mostrado aperturista ante la ciencia y había elevado la maquinaria a la categoría de elemento artístico. Los artilugios mecánicos se revelaban filme a filme como sus partenaires favoritos, haciéndose rodear a menudo de cañones, locomotoras, grúas o cámaras que no constituían más que extensiones de sí mismo en la pantalla (F2). Es admirable cómo, con indomeñable espíritu de geómetra del gag, Keaton elaboraba cada secuencia con asombrosa precisión:

Ingeniero, dueño de la técnica, sus obras están concebidas como perfectos mecanismos, donde todas las piezas ajustan a modo, sin que falle un resorte, sin que una rueda quede –lírica e inútil– girando en el aire. El mismo Buster –él mismo, con su cara inmóvil– ¿no aspira también a ser un mecanismo perfecto?. (Ayala, 1929, p. 114).

 El progreso tecnológico ha desempeñado también un papel crucial en la cronología del cine. En 1960 John Whitney fundó Motion Graphics Inc., una compañía dedicada a la realización computarizada de secuencias. De esta época data Simulation of a two-giro gravity attitude control system (E. Zajac, 1963), el que para algunas fuentes es el primer filme diseñado íntegramente por ordenador, realizado en los laboratorios de Bell Telephone y en el que se simula el movimiento de un satétite artificial. No obstante, Whitney ya había realizado con un ordenador analógico Catalog, un cortometraje experimental del que se dice inspiró a Douglas Trumbull algunos efectos visuales de 2001: Una odisea del espacio (2001: A space odyssey, S. Kubrick, 1968).

También datan de esta época otras producciones abstractas basadas en las investigaciones que se llevaban a cabo en prestigiosos laboratorios tecnológicos como Boeing, IBM o NASA. Los adelantos técnicos del momento influyeron no solamente en el terreno de la comunicación sino en el propiamente científico, inaugurando una relación nutricia sin precedentes en ambas direcciones: «El uso de las imágenes es hoy día una realidad técnica y mañana será un imperativo para el conocimiento» (McCormick, DeFanti y Brown, 1987, p. 7). Recíprocamente, es obvio que el progreso científico ha influido notablemente en la tecnología de los ordenadores, involucrando a la industria cinematográfica en una pertinaz carrera hacia la digitalización.

Uno de los principales depositarios del beneficio tecnocientífico ha sido el cine de animación. Toy story (J. Lasseter, 1995) fue el primer largometraje animado realizado por ordenador. La segunda colaboración Pixar-Disney dio como resultado Bichos (A bug's life, J. Lasseter, 1998), para la que se empleó una técnica matemática de modelización, basada en las llamadas transformaciones wavelet, que finalmente se tradujo en un potente método de animación computarizada (Mackenzie, 2001). Las wavelets constituyen la base, por ejemplo, del formato digital de compresión de imágenes JPEG, así como del sistema de compresión de huellas digitales del FBI. No debe sorprendernos, pues, que la empresa que más matemáticos ha contratado en los últimos años haya sido Pixar Animations, fundada por el científico de la computación Edwin Catmull y el matemático y economista Alvy Ray Smith, para quien el gran reto de futuro en comunicación audiovisual consiste en «mostrar el significado artístico de la calculabilidad». En 1986 Pixar se independizó de la mano de Steve Jobs, orientando su actividad hacia el desarrollo de software para la realización de películas. De ahí que sus empleados no solamente manipulen gráficos o storyboards, sino que incluso publiquen artículos de investigación explicando, por ejemplo, cómo algunas ecuaciones proporcionan una descripción correcta de las interacciones entre la luz y los objetos, y proponiendo simultáneamente algoritmos eficientes para su resolución. Pixar dispone además de varios miles de CPUs en su Render Farm para resolver numéricamente las ecuaciones relacionadas con el proceso de rendering, el más costoso a nivel computacional de entre los que componen la producción de una película de animación, dado que los factores relacionados con la luminosidad o el sombreado son primordiales en la elaboración del producto final. Sin ir más lejos, para diseñar un solo fotograma de Buscando a Nemo (Finding Nemo, A. Stanton y L. Unkrich,  2003) hubo que recurrir a la actividad de dos mil procesadores durante diez horas.

Una de las técnicas más empleadas en la actualidad para diseñar imágenes animadas es la de subdivisión de superficies, que permite suavizar a cada paso el contorno de las mismas mediante la introducción de mallas poliédricas que van refinándose sucesivamente (DeRose, Kass y Truong, 1998). Grosso modo, para pasar de una malla a la siguiente los vértices son desplazados conforme a un algoritmo que produce vértices nuevos, de modo que los perfiles así generados van pareciéndose cada vez más a la imagen final. Además, la superficie última obtenida es topológicamente equivalente a la malla inicial, lo que viene a significar que ambas son idénticas salvo deformaciones elásticas; o, en otras palabras, que no es preciso perforar ninguna malla intermedia para obtener la siguiente. Actualmente es la transformada wavelet la herramienta preferida para poner en práctica este método, que vino a reemplazar al algoritmo NURBS (Non-Uniform Rational B-Splines) introducido en Toy story (F3). Ambos métodos convivieron, no obstante, en Toy story 2 (J. Lasseter y A. Brannon, 1999): NURBS para los personajes ya existentes y subdivisión de superficies para los nuevos.

2.3. Ante la cámara: biopics versus estereotipos

Muchos son los clichés y muchos también los lugares comunes de los que el cine se ha nutrido a lo largo de la Historia para retratar a la indómita estirpe de los científicos. Ya pudiera tratarse de meros diletantes del oficio tanto como de comprometidos profesionales del contador Geiger, el telescopio, el matraz, la placa Petri o las integrales trigonométricas, que de todo ha habido en la gran pantalla, (casi) ninguno ha conseguido escapar al trazo grueso, el ingenio (las menos veces), la vulgaridad, la ignorancia o la mala baba de los guionistas de Hollywood, a menudo a pesar de la ardua labor desarrollada por el asesor científico (Kirby, 2010, pp. 41-63). Lo cierto es que, salvo muy respetables excepciones, este noble gremio ha resultado más vilipendiado que los villanos del noir y que los extraterrestres del scifi. Más incluso, lo juro por Monument Valley, que las tribus de pieles rojas que en el far west han sido.

Es así que podemos recorrer ampliamente el camino que lleva del estereotipo puramente paródico al boceto de carácter biográfico, convocando a lo largo del itinerario un abundante catálogo de imágenes para el recuerdo (o, en el más patético de los casos, para el olvido) rara vez ventajosas para la profesión. Escribe lo siguiente William Evans, profesor de Comunicación en Georgia State University:

Los medios de entretenimiento popular han retratado desde antiguo a los científicos como individuos locos, malos y peligrosos […] La programación cinematográfica y televisiva presenta a la ciencia y la razón como herramientas cada vez más inapropiadas para entender nuestro mundo en una nueva era de credulidad […] Los científicos locos únicamente se ven superados por los psicópatas cuando se trata de establecer las fuentes principales de problemas en las películas de terror. Es más, en los filmes de terror los científicos locos representan un porcentaje más alto de antagonistas que zombies, hombres lobo y momias juntos […] Los productores de los medios de entretenimiento harían bien en reconocer más a menudo y con mayor explicitud en su programación los papeles tan importantes que la ciencia y la razón desempeñan a la hora de sostener nuestra civilización. (Evans, 1996).

Entre todas estas imágenes cabe destacar las que han venido ligadas a personajes que hoy forman parte de la más selecta galería de frikis del séptimo arte, del terror a la comedia y del thriller al scifi. He aquí un breve anticipo: El doctor Mabuse (Dr. Mabuse, der spieler, F. Lang, 1922) y sus secuelas; el excéntrico profesor Strangelove de ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (Dr. Strangelove, S. Kubrick, 1964); el pintoresco químico que sintetizó la pócima de la eterna juventud, ora versión screwball en Me siento rejuvenecer (Monkey business, H. Hawks, 1952) ora enredijo bipolar en El profesor chiflado (The nutty professor, J. Lewis, 1963); el apocado zoólogo ofidista al que dio vida Henry Fonda en Las tres noches de Eva (The lady Eve, P. Sturges, 1941); el indolente ingeniero del gobierno que fue Spencer Tracy en Sin amor (Without Love, H. S. Bucquet, 1945); el despeluznado profesor Brown, que materializó un vehículo prodigioso con la capacidad de traspasar las barreras del tiempo en Regreso al futuro (Back to the future, R. Zemeckis, 1985); el brillante científico que interpreta Jeff Hunter en Desafío al destino (Brainstorm, W. Conrad, 1965), arrastrado al crimen y la locura por causa de una pasión desenfrenada, tal sucediese al ingeniero encarnado por Humphrey Bogart en Retorno al abismo (Conflict, C. Bernhardt, 1945); el desalmado biólogo que experimenta con su propio hijo las reacciones del sistema nervioso frente al miedo en El fotógrafo del pánico (Peeping Tom, M. Powell, 1960); el enigmático doctor Moreau, paterfamilias de una cosecha de singulares criaturas fruto de sus elaboradas manipulaciones genéticas en La isla de las almas perdidas (Island of lost souls, E. C. Kenton, 1932) y sus remakes; Rotwang, «el mago de la tecnología biónica» (Trías, 2013, p. 28) en Metrópolis (Fritz Lang, 1926); el ingeniero monomaniaco interpretado por Van Heflin en Amor que mata (Possessed, C. Bernhardt, 1947), que tan a mal traer trajo a Joan Crawford en asuntos de amores; o el reputado médico que, a buen seguro (de mala vida), el doctor Orloff (encarnado por un Bela Lugosi capaz de sembrar miedo entre el miedo) habría sido en Los ojos misteriosos de Londres (The dark eyes of London, W. Summers, 1939), de no haberse dejado arrastrar por un arrebato de avaricia y megalomanía; y así hasta completar una extensa nómina de perfectos atolondrados, desequilibrados de manual o tercos inquilinos de laboratorio, cuando no de intrépidos experimentalistas que rara vez titubean si se trata de proteger a toda costa los resultados de sus ensayos aun a riesgo de poner en peligro a la humanidad entera; o guardianes de una valiosa fórmula secreta que son siempre objeto de contumaces persecuciones, sembrando el desasosiego allá por donde pisan: recuérdese al físico atómico encarnado por Paul Newman en Cortina rasgada (Torn curtain, A. Hitchcock, 1966); al obcecado (y enfermo) matemático de Pi, fe en el caos (Pi, D. Aronofsky, 1998); o las tribulaciones padecidas por Jeff Goldblum, primero en La mosca (The fly, D. Cronenberg, 1986) y después en Parque jurásico (Jurassic park, S. Spielberg, 1993), por Leslie Howard en Siempre Eva (Stand-in, T. Garnett, 1937), por Gary Cooper en Clandestino y caballero (Cloak and dagger, F. Lang, 1946), por Alec Guinnes en El hombre del traje blanco (The man in the white suit, A. Mackendrick, 1951), por Edward G. Robinson en El premio (The prize, M. Robson, 1963), por George Dolenz en El regreso del gangster (A bullet for Joey, L. Allen, 1955), o por Dustin Hoffman en Perros de paja (Straw dogs, S. Peckinpah, 1971).

Es también un hecho fácilmente constatable que, al abrigo de dioses y superhéroes (o de monstruos y supervillanos, salvando posibles redundancias), reside típicamente un hálito de intención filosófica o un trasfondo o desencadenante científico (incluso ambas circunstancias en muchas ocasiones) que articulan por lo común las fábulas protagonizadas por estos personajes en torno a un interesante (y recurrente) conflicto maniqueo. Valga, a modo de primer refrendo, un esbozo sobre algunos de los atributos a este respecto visitados hasta la saciedad por cine, cómic y literatura, que sitúan al científico en una posición predominantemente antagonista: quién no recuerda al doctor Victor Frankenstein consumando el estereotipo del investigador tenaz y jactancioso, entregado a un programa de turbias experimentaciones encaminadas a engendrar vida a partir de la muerte, a reanimar electroquímicamente la materia inerte para lograr la recuperación de la actividad vital de órganos y tejidos, a hacer del ser humano una semilla inmortal y potencialmente peligrosa; o al profesor Abraham Van Helsing –inmortalizado en la pantalla por el actor británico Peter Cushing–, un estudioso acérrimo del vampirismo en todas las sagas que han alimentado en distintas épocas y culturas la leyenda de Drácula, encargado de poner el contrapunto científico a los rituales de ultratumba asociados al mito; quién duda acaso de que la picadura de una araña radiactiva pueda desencadenar una panoplia de poderes sobrehumanos en el inocente bioquímico Peter Parker –Spiderman luego del accidente–; o de que Bruce Banner, un abnegado experimentalista, pueda padecer transformaciones físicas extremas hasta convertirse (cual sofisticada actualización del mito de Jekyll y Hyde) en Hulk, un ser monstruoso dotado de poderes sobrenaturales tras resultar irradiado por la explosión de un proyecto de bomba gamma; o, ahondando en los contratiempos de laboratorio, cómo negar que la inoportuna presencia de una mosca de cabeza blanca en una cabina de teletransportación pueda ocasionar severas mutaciones en el código molecular del organismo humano, tal sucede a los científicos Andre Delambre (David Hedison) primero y Seth Brundle (Jeff Golblum) más tarde en cada una de las dos versiones de La mosca (The fly, K. Neumann, 1958; D. Cronenberg, 1986), secuelas aparte.

Las nuevas tendencias no son, por lo demás, mucho más alentadoras:

La ciencia pública se ha visto minuciosamente institucionalizada –por el mundo de los grandes negocios, el gobierno o las fuerzas armadas– y los nuevos héroes científicos son aquellos que tienen esa clarividencia especial para impedir que las instituciones consigan distorsionar la ciencia […] Enfrentados al reto de tener que alentar nuestra simpatía para con los científicos, los guionistas han recurrido en su lugar a cambiar el perfil del villano: políticos, soldados, gente de negocios o administradores que abusan de la ciencia. (Frayling, 2005).

A pesar, incluso, de que el llamamiento a una divulgación adecuada del hecho científico es cada vez más unánime:

Los críticos y teóricos del cine han de incorporar a sus análisis los descubrimientos de la ciencia moderna de forma precisa, o de lo contrario Hollywood continuará propagando informaciones erróneas [...] Las maravillas de la naturaleza se tornan comprensibles y fascinantes para un público general que esté convenientemente informado sobre el pensamiento científico. (Daggett, 2004, p. 13).        

Mención aparte merecen los apuntes biográficos que, con mayor o menor suerte, el cine ha tenido a bien abordar. Algunos de los filmes que se han ocupado de la vida y obra de grandes científicos son Galileo (L. Cavani, 1968; J. Losey, 1975); Freud, pasión secreta (Freud, J. Huston, 1962); Madame Curie (M. LeRoy, 1943) y Los méritos de Madame Curie (Les palmes de M. Schult, C. Pinoteau, 1997), sobre los logros de la científica polaca Maria Sklodowska; los biopics (televisivos) de Roberto Rossellini: Blaise Pascal (1972) y Cartesius (1974), este último centrado en la figura de René Descartes; y los de William Dieterle: La tragedia de Louis Pasteur (The story of Louis Pasteur, 1935), que le valió el Oscar a Paul Muni por su interpretación del químico francés que introdujo las técnicas de eliminación de agentes patógenos, y La bala mágica (Dr. Ehrlich's magic bullett, 1940), que relata las investigaciones que condujeron al bacteriólogo alemán Paul Ehrlich a descubrir el tratamiento contra la sífilis (F4); Ágora (A. Amenábar, 2009), drama centrado en el personaje de la matemática y astrónoma del mundo antiguo Hipatia de Alejandría; Robert Koch, el vencedor de la muerte (Robert Koch, der bekämpfer des Todes, H. Steinhoff, 1939), en que se narran los episodios que culminaron con el descubrimiento del bacilo de la tuberculosis; las más recientes Una mente maravillosa (A beautiful mind, R. Howard, 2001), sobre el matemático y Premio Nobel de Economía John Nash, y Enigma (M. Apted, 2001), que recrea la figura del matemático inglés Alan Turing, pionero en el desarrollo de máquinas electrónicas para el desciframiento de códigos de comunicación; o El joven Edison (Young Tom Edison, N. Taurog, 1940) y Edison el hombre (Edison the man, C. Brown, 1940), que retratan la vida del famoso inventor en los pellejos de Mickey Rooney y Spencer Tracy, respectivamente. Sin olvidar la notable ejemplaridad de los médicos retratados por John Ford, dueños de un espíritu deontológico y humanista sin par (López Fernández, 2013), de entre quienes cabe destacar a El doctor Arrowsmith (Arrowsmith, 1931), el Doctor Bull (1933), el doctor Mudd de Prisionero del odio (The prisoner of Shark Island, 1935), el mayor Kendall de Misión de audaces (The horse soldiers, 1959) o la doctora Cartwright de Siete mujeres (Seven women, 1966).

                                       

2.4. Divulgación, propagandismo y visiones del futuro

En semejantes caldos de cultivo, parece lo más natural que hubiese descollado la presencia de uno o más personajes dedicados al concienzudo (y, por qué no decirlo, arriesgado) ejercicio de la ciencia; o tal vez a la defensa o refutación, más o menos velada, de las teorías científicas en boga y de sus futuribles aplicaciones y posibles consecuencias. La Segunda Guerra Mundial, sin ir más lejos, propició el advenimiento de una cinematografía de índole catastrofista articulada en torno a horribles criaturas que evocaban el desastre humano provocado por las explosiones atómicas que devastaron Hiroshima y Nagasaki. Tal fue el caso de los conocidos kaiju-eiga japoneses encabezados por Godzilla, un gigantesco dinosaurio mutante que asomó a las pantallas comerciales apenas una década después de que la antedicha contienda tocara a su fin, de que los tres líderes más visibles de las potencias aliadas se repartieran los jirones del territorio europeo y de que las tensiones latentes entre USA y URSS se materializaran en una suerte de conflicto hegemónico bautizado con el nombre de Guerra Fría. Así cumplen también los insertos documentales que recorren el montaje de Hiroshima, mon amour (A. Resnais, 1959), tanto como los delirios paranoicos que consumen a Albert Einstein (Emil Jannings) en Insignificance (N. Roeg, 1985), acechado por el alcance y la trascendencia que sus investigaciones –y las de sus colegas en el Proyecto Manhattan– llegaron a tener en la fabricación de la primera bomba atómica y su uso ulterior.

El cine exhibió algunos episodios de este proceso en ¿Principio o fin? (The beginning or the end, N. Taurog, 1947) y Creadores de sombras (Fat Man and Little Boy, R. Joffe, 1989), en los que se refleja el nacimiento de la era atómica a raíz del desarrollo científico experimentado en el estudio de reacciones en cadena y ondas de choque. El primero de estos filmes contó con el rechazo de algunos de los científicos implicados en el diseño de la bomba (Niels Böhr, sin ir más lejos, o Lisa Meitner) acerca de que sus identidades fuesen empleadas en la dramatización de los acontecimientos. En el segundo de ellos Paul Newman interpreta al general Groves, el líder militar del Proyecto Manhattan (del que Robert Oppenheimer fue el responsable científico), que culminó con Fat Man y Little Boy apuntando a suelo japonés. Por su parte, las dos teatralizaciones científicas más representativas del periodo de Guerra Fría sean probablemente las llevadas a cabo por Walter Matthau y Peter Sellers para encarnar, respectivamente, al belicoso profesor Groeteschele de Punto límite (Fail-Safe, S. Lumet, 1964) y al excéntrico doctor Strangelove de ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (Dr. Strangelove or: How I learned to stop worrying and love the bomb, S. Kubrick, 1964), filmes estos que guardan entre sí una manifiesta resemblanza antibelicista.

Es esta también la época en que las ambiciones de soviéticos y norteamericanos, dioses y monstruos intercambiables y reversibles, lejos de conformarse con los despojos de la tierra prometida sitúan el punto de mira en la conquista de la galaxia, más allá de las estrellas –y del infinito, si hubiera estado de su mano emular a los cándidos personajes de Toy story–, inaugurando de este modo la que durante décadas fue conocida como carrera espacial y de la que, cómo no, el cine volvió a ser fiel reflejo, ya desde un punto de vista ideológico o propagandístico, ya como vehículo para la reflexión sobre los parabienes y, con mayor abundancia, las amenazas que el progreso tecnocientífico era capaz de entrañar para la humanidad. Buena prueba de ello la podemos encontrar en cintas tan representativas como la antes referida 2001: Una odisea del espacio o en Solaris (Solyaris, A. Tarkovsky, 1972), amén de otras empresas siderales en que la rivalidad entre ambas superpotencias acostumbraba manifestarse en pantalla a través de una marcada proclividad a combatir al agente extranjero, que en este ambiente solía venir representado por la inquietante presencia alienígena, tal es el caso de Ultimátum a la Tierra (The day the Earth stood still, R. Wise, 1951); o en la peripecia de contrarrestar sabotajes y demás estrategias enemigas de vigilancia o espionaje, como sucede de forma destacada en el filme Con destino a la Luna (Destination Moon, I. Pichel, 1950). Por su parte, es digna de mención la experiencia científica sugerida en La guerra de los mundos (The war of the worlds, B. Haskin, 1953), la cual se evidencia altamente frustrante pues fracasan tanto los intentos por combatir la fotofobia de los alienígenas como las investigaciones biológicas que revelan la vulnerabilidad de su sangre frente a la humana; más aún cuando el protagonista, tras refugiarse de los ataques extraterrestres en una iglesia, admite el fracaso de la ciencia al calificar de «milagroso» el desenlace favorable de los acontecimientos: el milagro, si cabe, del poder redentor de la polución atmosférica, que acabará aireando las limitaciones del progreso frente a la magnitud de lo desconocido.

Cabría destacar finalmente, sin ánimo de ser exhaustivo, una serie de películas admonitorias que han contribuido a desgranar los riesgos derivados del progreso y la innovación tecnológica. La visión apocalíptica depositada en El planeta de los simios (Planet of the apes, F. J. Schaffner, 1968) sobre una civilización presuntamente evolucionada se traduce, como sucediera después en 1984 (Nineteen eighty-four, M. Radford, 1984), en toda una alegoría sobre la esclavitud generada por las políticas imperialistas. El tono filosófico y denunciante del filme queda acentuado por ese final aterrador en que la Estatua de la Libertad apenas consigue mantener la antorcha erguida sobre el nivel del suelo. El riesgo de un avance tecnológico incontrolado planea también sobre el cine de Ridley Scott, tanto en Alien, el octavo pasajero (Alien, 1979) como en Blade Runner (1982), verdaderas revoluciones estéticas del scifi moderno y de los viejos patrones de Hollywood.

Se trata de la rebelión de las masas de latas y circuitos; de la estremecedora toma de conciencia de las máquinas fabricadas por el hombre, esos nuevos frankensteins llamados a liderar la era cibernética. Esta capacidad (trans)científica para dotar de psique y voluntad al androide, en pugna con los límites de la ética sobre la condición humana, es la misma que refleja el proyecto póstumo de Stanley Kubrick A. I. Inteligencia Artificial (A. I. Artificial Intelligence, S. Spielberg, 2001). Y últimamente Primer (S. Carruth, 2004), que ofrece los viajes en el tiempo más creíbles que el cine a mi entender ha exhibido hasta la fecha, dejando en el subconsciente un poso de fiabilidad rayano con la verosimilitud física: ecuaciones, diagramas de Feynmann, circuitos, tentetiesos, minicampos... Dos amigos urden así una compleja física de garaje que culminará con el parto de esa monstruosa máquina que enseña a los relojes a mirar hacia atrás, reviviendo el pasado inmediato para poder alterar el presente que se fue. Hay además en el filme una suerte de trasfondo moralizante sobre las implicaciones cotidianas que el progreso conlleva; y un ritmo casi asfixiante que transmite una sensación permanente de desasosiego frente al advenimiento de los hechos, lo que no hace más que ahondar en el peligro que un desarrollo desorganizado de la capacidad tecnológica podría suponer para el orden social.

 

3. Conclusiones

Del tiempo del praxinoscopio a la era de Internet, del cine silente al sonoro y del b&w al Technicolor, más de un siglo de experimentación técnica con las posibilidades que ofrece la buena avenencia entre imagen y sonido ha venido a revelar, desde que floreciesen los teatros nickelodeon hasta la irrupción de la pantalla panorámica, la inmensa capacidad que el cine acapara como vehículo divulgador a todos los niveles.

En el terreno abonado por la ciencia esta capacidad deviene especialmente nutricia, dado que, por una parte, el progreso tecnológico (del que deriva, por ejemplo, la industria de los efectos especiales y del diseño gráfico computarizado) navega siempre vinculado al científico, en tanto que por otra, más allá del carácter lúdico que tradicionalmente se le atribuye, la cinematografía se ha dado en explorar los límites de la ciencia representable en imágenes a través de la cinerradiografía (rayos X), la microcinematografía (capturas microscópicas) o incluso las animaciones generadas por la mediación de software cada vez más sofisticado. Es, pues, de todo punto reseñable la influencia recíproca y sustancial que ciencia y cinematografía ejercen mutuamente, la una sobre la otra, para favorecer el feliz desarrollo de ambas.

Un punto de debate más conflictivo radica en el modo en que, aprovechando su amplia repercusión instrumental, el cine ha acercado la ciencia al público; en otras palabras, cómo ha sido históricamente la representación que el medio ha hecho del oficio del científico, de su proyección y utilidad social y de los rasgos que parecen forjar típicamente la personalidad del mismo. En torno a este aspecto se ha transitado, desgraciadamente, por peligrosas arenas movedizas. Apuntando en esta dirección, concedamos las últimas palabras a John Maddison, quien fuese presidente de la International Scientific Film Association en el periodo 1948-1953:

Para todos aquellos cuyo trabajo consiste en hacer llegar la ciencia al público, el cine ofrece grandes posibilidades. Hasta el momento, sin embargo, tales posibilidades han sido solo mínimamente explotadas. Ello se ha debido, en grado variable, a que tanto legisladores como administradores, educadores, publicistas, empresarios, hombres de negocios, industrialistas y, no en menor medida, los científicos e incluso los propios realizadores, nunca fueron capaces de comprender la potencialidad que el cine reúne para presentarnos la ciencia de una forma diferente, tan contundente como legítima. (Maddison, 1955, p. 1).                 

 

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Cómo citar:. López Fernández, J.L. (2015) “Los científicos en el cine”. Fotocinema. Revista científica de cine y fotografía, 11, pp. 261-285. Disponible: http://www.revistafotocinema.com/


[1] Esto no quita que a una amplia nómina de científicos correspondan aportes técnicos anteriores de los que habría de beneficiarse largamente el cinematógrafo, desde el prestigioso astrónomo Christiaan Huygens –precursor de la linterna mágica– hasta el matemático William Hörner –inventor del zoótropo–, pasando por las ideas alumbradas por otro matemático, Peter Mark Roget, que condujeron al doctor Paris a la invención del taumátropo, por citar solo algunos.