FOTOGRAFÍA, TIEMPO Y DESAPARICIÓN:

LA IMAGEN DE LA BARBARIE EN LA GUERRA DE CANUDOS

 

PHOTOGRAPHY, TIME AND DISAPPEARANCE: THE IMAGE OF BARBARITY IN THE WAR OF CANUDOS

 

Antonio Rivera García

Universidad Complutense de Madrid, España

antonio.rivera@pdi.ucm.es

 

Resumen:

El artículo parte de las fotos históricas que muestran la destrucción y las víctimas de la ciudad de Canudos. Estas imágenes demuestran que las fotografías históricas sólo adquieren significación plena dentro del contexto discursivo proporcionado por el historiador. Las fotos de Canudos, que contradicen el objetivo último pretendido por el ejército al encargarlas (la defensa de la división entre civilización y barbarie), permiten comprender que la singularidad de la fotografía se encuentra en el hecho de elaborar un pasado exterior a la conciencia. Se utiliza en el análisis de las fotos el concepto de punctum. Esta categoría barthesiana no sólo sirve para pensar la dolorosa sensación de paso del tiempo que se experimenta al contemplar la fotografía histórica, sino también para reflexionar sobre el campo ciego que otorga a las imágenes fotográficas el estatuto de incompletas. Finalmente se defiende que la fotografía se corresponde con una peculiar estética de la desaparición. Se trata de una estética que, en primer lugar, identifica la imagen fotográfica con una huella dejada por algo ausente o desaparecido; y que, en segundo lugar, responde a la cuestión de cómo mostrar lo desaparecido –las víctimas de Canudos– sin crear una imagen idólatra.

 

Abstract:

This paper is based on the historical photos that show the destruction and the victims of Canudos settlement. These images are used to showcase the fact that historical or old photos only acquire full meaning within a discursive context provided by the historian or by the images of memory. The photographs of Canudos -which contradict the ultimate aim of the Army in commissioning them (the defence of the division between civilization and barbarism)– enable to understand that the singularity of photography lies in the fact that it elaborates a past exterior to conscience. The concept of punctum is also used in the analysis of the photographs. This Barthesian category is used not only to think of the painful feeling of time going by one experiences when contemplating historical photography, but also to reflect on the blind field that conveys photographs the status of incomplete. Finally, this paper argues that photography corresponds to a particular aesthetic of disappearance. Firstly, this aesthetics identifies the photographic image with the trace left by something missing or that has disappeared; and, secondly, it answers to the question of how to showcase the disappeared -the victims of Canudos– without creating an idolatrous image.

 

Palabras clave:

Barbarie; inconsciente óptico; campo ciego; tiempo; imagen idólatra; desaparición.

 

Keywords:

Barbarity; Optical Unconscious; Blind Field; Time; Idolatrous Image; Disappearance.

 

1. Introducción

Este artículo pretende, tomando como ejemplo las fotos realizadas por Flávio de Barros en la guerra de Canudos, contribuir en primer lugar a la reflexión sobre la diferencia entre las imágenes fotográficas y la imagen de la memoria que, elaborada por los testigos e historiadores, se conserva en forma discursiva, ya sea oral o escrita. Argumentaremos que la fotografía, en contraste con esta imagen de la memoria, permite el acceso al inconsciente óptico, a un espacio que, en afinidad con el inconsciente pulsional, el hombre no ha tramado en su conciencia (Benjamin, 1987, p. 48). Las fotos de Canudos son muy adecuadas para este propósito porque hoy el historiador y el espectador que conoce la historia de Brasil pueden encontrar en ellas lo contrario de lo que conscientemente pretendían quienes encargaron las fotos.

En segundo lugar, se parte en las siguientes páginas de la principal enseñanza que podemos extraer del último gran libro publicado por Barthes: la percepción del paso del tiempo –la desaparición de las cosas– constituye uno de los efectos más dolorosos o punzantes que se puede experimentar al contemplar cualquier fotografía. Efecto aún más agudo si se trata de fotos del pasado como las de Canudos.

En tercer lugar, conviene advertir que el artículo comenta sólo aquellas fotos de Barros, un fotógrafo al servicio del ejército nacional brasileño, que muestran la destrucción y las víctimas de Canudos. Ello permite tratar una cuestión para la cual es central el problema del tiempo: la estrecha relación que existe entre la fotografía entendida como huella de un hecho pasado y el concepto de desaparición. Este vínculo lleva a pensar la fotografía en el marco de una estética de la desaparición, dentro del cual tienen cabida tanto el tema de la fotografía convertida en documento histórico o prueba de existencia de determinados hechos pasados, como la cuestión de las implicaciones éticas, políticas y estéticas de las fotos que muestran a los desaparecidos, a las víctimas de la violencia política.

 

2. Un marco teórico para iluminar las fotos del pasado: de Kracauer a Barthes

Las fotografías sobre un acontecimiento real como la guerra de Canudos confirman la teoría expuesta por Siegfried Kracauer en su ensayo de los años veinte: la de que es necesario acudir a la historia o a la imagen de la memoria para saber realmente qué muestran las fotos del pasado. La imagen fotográfica aislada se caracteriza por su pobreza o carácter precario: sola nos dice muy poco.

Sostenía Kracauer (2008, p. 27)  que la fotografía se relaciona esencialmente con el momento de su surgimiento, y por este motivo se convierte en “una función del tiempo fluyente”, cuyo significado se modifica según pertenezca al presente o al pasado. En las fotografías antiguas, en las que los objetos –o sujetos– originales pertenecen al pasado, su valor de signo –a diferencia de lo ocurrido con las fotos del presente y las imágenes de la memoria– va disminuyendo de año en año. Kracauer (2008, p. 28) añadía que “el contenido de verdad del original permanece en su historia”, y que “la fotografía contiene el resto que la historia ha segregado”. Cabe preguntarse entonces cuál es este resto.

Lo inmortalizado por una foto, como cualquiera de las tomadas en la guerra de Canudos, no tiene que ver con los rasgos característicos de las personas fotografiadas –la comprensión de lo que han sido sólo nos la puede ofrecer el discurso de la historia o la memoria del testigo–, sino con el continuo espacial dado en un instante. Por eso, la fotografía se ha limitado a cumplir la función –aparentemente modesta– de suministrar un “inventario general de la naturaleza” o un catálogo de todos los fenómenos que se presentan en el espacio. La tarea de la foto, agrega Kracauer (2008, pp. 36-37), es del orden del inconsciente, del sueño, porque reúne “elementos de la naturaleza enajenada de significado”, y rememora de este modo “el mundo de los muertos al margen del hombre”, al margen de su intencionalidad consciente.

En contraste con la subjetividad del recuerdo o de la imagen de la memoria, la cámara fotográfica nos proporciona, al igual que la teoría freudiana sobre el inconsciente pulsional, la imagen de “un pasado objetivo exterior a nuestra conciencia” (Rohmer, 2000, p. 141). A este respecto tanto Kracauer y Benjamin como el cineasta Vertov (1974, p. 24) insistían en sus ensayos sobre la técnica fotográfica y cinematográfica en la gran diferencia que existe entre la naturaleza capturada por la cámara y la aprehendida por el ojo humano.

De la reflexión de Kracauer es preciso retener, en primer lugar, que lo más característico de esta técnica de origen decimonónico no tiene tanto que ver con signos que leer o interpretar, cuanto con el acceso al inconsciente óptico, esto es, con el hecho de que muestre aquello que a menudo pasa desapercibido para el ojo intencional del testigo o del espectador.

Esta posición nos parece compatible con la teoría indicial de Schaeffer sobre la imagen fotográfica como signo no convencional. Se trata de un pensamiento dirigido tanto contra Eco (1974), que reduce esta imagen a mero signo convencional, como contra Vanlier (1983), que, por el contrario, le niega incluso su estatuto de signo. Para Schaeffer (1990, p. 43), la imagen fotográfica constituye un “indicio no codificado que funciona como signo de existencia” porque sabemos que es el resultado de irradiaciones procedentes de un objeto. Originariamente, la fotografía analógica no es más que un recorte del haz luminoso emitido por objetos reales ubicados en un sector espacial determinado (Farocki, 2013, p. 179). El aspecto salvaje o intermitente de este signo indicial se debe a que no es el mismo signo lo que circula de un espectador a otro, sino la señal visual físico-química que le sirve de soporte (Schaeffer, 1990, p. 77). También se debe a que, a diferencia de otras artes, en la génesis de la imagen fotográfica puede adquirir una gran importancia el azar y la contingencia. Todo ello “deja al signo ampliamente indeterminado”, y explica que el espectador contemporáneo pueda encontrar en las fotos de Canudos un sentido insospechado para el autor y para el cliente –el Estado brasileño– que las encargó.

En realidad, el acceso al inconsciente óptico es propio de un arte estrechamente relacionado con la contingencia y con el mundo de lo sobreentendido y no examinado, que no es otra cosa que el mundo de la vida (Lebenswelt). No hay que olvidar a este respecto que la imagen fotográfica, como la misma historia, parte de algo ya dado, el mundo de la vida, que es anterior a toda interpretación. Desde el punto de vista estético, “el puro azar objetivo”, esto es, la adopción por el fotógrafo de una actitud pasiva que le lleve a intervenir lo menos posible sobre la realidad para dejar ser las cosas, puede entregarnos una foto tan valiosa como la que resulta de una meditada intervención artística del fotógrafo (Schaeffer, 1990, p. 118). El mismo Kracauer (1996, p. 62; 2010, p. 97) extrae de esta reflexión el principio estético básico de la fotografía y el cine. Según este principio, fotógrafo y cineasta deben realizar lo que su cámara les permite hacer mejor que cualquier otra cosa: “registrar y revelar la realidad física”. Ahora bien, este principio no debe confundirse con el realismo ingenuo que piensa en la cámara como en un espejo capaz de ofrecer una reproducción impersonal de la naturaleza. La intervención del fotógrafo sobre la materia prima captada en el acto de ver y fotografiar no puede ser despreciada. Por eso Kracauer (1996, p. 64) alude a un necesario equilibrio entre la tendencia realista y la formativa; aunque, desde luego, se trata de un equilibrio muy peculiar porque la primera tendencia debe ser igual o mayor que la segunda. O en otras palabras, los elementos formativos, los relacionados con la intervención consciente o intencional del artista, deben seguir las pautas de la tendencia realista.

En segundo lugar autores como Kracauer y Schaeffer (1990, p. 64) nos ayudan a comprender la pobreza o precariedad de la fotografía. Por su inmovilidad y por carecer de memoria, la fotografía resulta inadecuada para comprender situaciones complejas. De ahí que fotografías como las de Barros sobre Canudos sólo adquieran significación para el espectador si se analizan en relación con el discurso o contexto histórico. Esto también supone que la imagen fotográfica aislada resulte siempre incompleta, y que, para empezar a cobrar sentido, deba ser puesta en relación –montada– con otras.

Las fotos históricas de la guerra de Canudos pueden ser comprendidas aún mejor si se complementa el pensamiento de Siegfried Kracauer con el de Roland Barthes, otro autor asociado a la teoría indicial. Hoy las fotos de Barros pueden impactar sobre todo por ese suplemento incorporado por el espectador que Barthes denominó punctum. Un concepto que es completamente opuesto a lo que se entiende por procesamiento de imágenes, esto es, al análisis y clasificación que hace un hombre o una máquina de acuerdo con determinados criterios preestablecidos (Farocki, 2013, p. 191). Por el contrario, el punctum se halla más próximo a la estética moderna desarrollada por Kant y Schiller que prescinde de los criterios, principios o reglas que proporcionaban las poéticas clásicas para juzgar las obras de arte. El barthesiano punctum se relaciona así con la subjetividad, la sensibilidad y la apertura estética a la multiplicidad y heterogeneidad natural. Se trata de aquello que me punza o impacta, y que, a diferencia de lo que el pensador francés llama studium, no depende de la información que encontramos en la misma foto (Barthes, 1990, p. 63). Lo importante a este respecto es que el punctum no implica tratar los elementos de la foto como signos que leer o claves que desencriptar.

En las imágenes de Barros, el punctum permite tanto descubrir el campo ciego de la foto como ser plenamente consciente del tiempo. Sirve esta categoría barthesiana para experimentar la existencia de un campo ciego o –como lo denomina Serge Daney en relación con la imagen cinematográfica[1]– de un contraplano que conduce al espectador más allá del estrecho marco de la fotografía. El campo ciego pone de relieve la pobreza de una imagen que no se basta a sí misma. Cuando nos impacta nos conduce afuera y nos obliga a vincularla con otras imágenes, como, por lo demás, hace el mismo historiador con las evidencias o vestigios del pasado que encuentra. Para hacernos comprender mejor lo que significa una imagen con punctum, Barthes (1990, pp. 108-109) distingue entre las fotos que, como las pornográficas, carecen de campo ciego porque dan la impresión de que contienen todo lo necesario para comprenderlas, y aquellas otras, las eróticas, que despiertan el deseo de ver más allá de lo mostrado en la imagen.

El punctum también está relacionado con el énfasis –y esto es lo que sucede en las fotografías de Barros tomadas a los yagunzos prisioneros– en el tiempo o en el desgarrador “va a morir”. Este último punctum se siente “en carne viva en la fotografía histórica: en ella siempre hay un aplastamiento del tiempo: esto ha muerto y esto va a morir” (Barthes (1990, pp. 165-167). Desde luego, este efecto, que obliga a pensar la fotografía dentro del marco de una estética de la desaparición, aún se acentúa más en las fotos tomadas durante una guerra como la de Canudos. Pero quizá puede desaparecer cuando se trata de las fotografías tomadas a las víctimas, o cuando, a semejanza de lo que sucede con la imagen pornográfica, las fotos producen la impresión de que en ellas no falta nada, y de que no es preciso buscar aquel campo ciego que es un campo de deseo o de búsqueda de sentido con el cual iluminar la imagen.

Antes de terminar este apartado sobre el marco teórico, es preciso comentar que, contra la tesis indicial que subyace al pensamiento de Kracauer y Barthes, se han dirigido toda una serie de teóricos, entre los cuales puede destacarse a Tagg (1988), Edwards (1992) o Pinney (1992), que han reflexionado sobre el  imaginario colonial. Se trata de autores que debemos mencionar en este artículo porque ofrecen valiosos estudios para comprender fotos parecidas a las tomadas en la guerra de Canudos. Todos ellos insisten en que las imágenes fotográficas son producciones culturales y no ventanas abiertas al mundo. Critican con razón la transparencia realista de la fotografía o la idea de que la realidad es como muestra la imagen. Se oponen de este modo a que el énfasis en lo indicial desemboque en el mito de la verdad fotográfica. Tagg (1988, p. 63) explica en concreto que la imagen nunca es un testimonio neutro, y que más bien tiene una apariencia camaleónica porque su significado depende del contexto ideológico dentro del cual se interpreta. Pinney (2006, p. 283) llega a hablar de “ideología de la indicialidad” para referirse a la misma interpretación realista –la “práctica autóptica del estar allí”– de la fotografía. Y, en efecto, la creencia de que la imagen muestra la verdad conduce, en el caso de las fotos coloniales, a sancionar la racionalidad colonial, y, por consiguiente, a considerar que las jerarquías raciales o sociales mostradas en la imagen son naturales. Para evitar esta errónea creencia, tales pensadores se centran sobre todo en las prácticas sociales e históricas de consumo del arte fotográfico. Se trata, como dice Pinney (2006, p. 282), de aproximarse a este arte desde la superficie de la imagen, y no desde la profundidad indicial que pretende decirnos la verdad sobre las cosas fotografiadas. O dicho en los términos de Edwards (2006, p. 271), el principal reto consiste en invitar al público a reconocer “la naturaleza arbitraria de todas las representaciones”, y de esta manera combatir los regímenes dominantes de “producción de la verdad”.

A esta crítica debemos, en primer lugar, replicar que la tesis indicial, tal como se expone aquí, a partir de Kracauer y Barthes, dice exactamente lo contrario de lo expresado por aquellos autores poscoloniales: la pobre o precaria imagen fotográfica resulta impotente para decir la verdad sobre el original. Cuando se trata de mostrar sujetos o hechos –como la guerra de Canudos– pertenecientes al pasado, la verdad sólo puede ser alcanzada por el discurso histórico, y no por el saber sobre el arché de dicha imagen, el cual se limita a que veamos la fotografía como un indicio o una huella físico-química dejada por algo existente. Lo que sea ese algo escapa a la tesis indicial sobre la existencia de la foto. Como máximo, el saber sobre el origen de la fotografía sirve para evitar el error denunciado por los teóricos de la convencionalidad: el de juzgar que la imagen fotográfica se basta a sí misma.

El contacto material de la fotografía con la realidad explica que el espectador tenga a menudo la errónea impresión de que esa imagen es idéntica al original, y de que por ello contiene la verdad del objeto fotografiado. Para evitar esta equivocación, se precisa un pensamiento o una estética que acentúe el carácter inacabado de la imagen fotográfica (o cinematográfica). De ahí que este artículo distinga entre dos modalidades –o mejor, dos interpretaciones– de imagen: por un lado, tenemos las fotos pobres o precarias, que, como las eróticas (si seguimos la analogía utilizada por Barthes o Daney), invitan al espectador a buscar su sentido más allá o fuera de ellas; y, por otro, las fotos idólatras que, como las pornográficas, son interpretadas en el sentido (imposible) de que contienen toda la verdad sobre el original o sobre el referente del signo indicial[2]. La ideología de la indicialidad que critica Pinney sólo debería atribuirse a esta (mala) interpretación de lo que es la imagen fotográfica.

En el fondo, en estas páginas se pretende hacer uso de una estética que distinga entre imágenes con imaginación y sin ella. La imaginación –sostenía Daney (1991, p. 54)– es el “fantasma de la imagen”, es decir, constituye una actio per distans que, al hacer presente lo ausente, no sólo permite reconocer la distancia de la imagen con el original, sino que también nos lleva a querer relacionarla, vincularla, con otras imágenes para reconstruir o hacer presente de alguna manera lo siempre ausente. Esta operación de montaje blando está marcada, no obstante, por la provisionalidad, pues, cuando nos movemos en la esfera de la imaginación, carecemos de la objetividad o de la determinación causal propia del conocimiento científico (Didi-Huberman, 2015, pp. 142-144). El ejercicio interpretativo de este artículo consistirá, precisamente, en separar las fotos de Canudos del estereotipo colonial y conectarlas con otras imágenes y discursos para comprender lo que realmente supuso esta guerra.

La afirmación de la naturaleza arbitraria o convencional de la fotografía, tiene, finalmente, dos grandes inconvenientes. En primer lugar, descarta radicalmente la imagen fotográfica como testimonio de la historia. Es verdad que muchas fotos documentales son una impostura, pero este inconveniente puede evitarse si, como sostenía ya en el siglo XIX John Ruskin, se somete a las fotos a un “careo severo” (Burke, 2005, pp. 28-30). Y, en segundo lugar, la tesis convencional impide reconocer que lo más singular del arte fotográfico, el énfasis en lo indicial, se desdobla en un énfasis en el paso del tiempo o en la desaparición –el punctum de Barthes–, pues la huella, el vestigio o indicio fotográfico es simplemente el resto presente de una ausencia, de algo desaparecido. La fotografía se convierte así en el mejor instrumento contra las prácticas que quieren hacer olvidar la existencia de algo que ha acontecido en el pasado. Quizá sea suficiente citar el film La imagen perdida (2013) del camboyano Rithy Panh para que seamos conscientes de la importancia que en ocasiones puede desempeñar una imagen fotográfica para rendir justicia a los desaparecidos.

 

3. La significación histórica de la guerra de Canudos (1896-1897)

Las fotos que se comentan en este artículo pretenden ser, sin conseguirlo, las imágenes tomadas por los civilizados para documentar una campaña militar dirigida contra un supuesto foco de barbarie surgido en el sertão brasileño. Lo cierto es que la historia de la América Latina del siglo XIX estuvo marcada por la positivista consigna del Facundo de Sarmiento: “civilización o barbarie”. La misma guerra de Canudos fue apreciada por la mayoría de sus contemporáneos como un episodio más de esta oposición entre los partidarios del progreso y los bárbaros enemigos de la civilización.

El levantamiento de esta ciudad milenarista, y sobre todo la guerra que la destruyó, constituye un acontecimiento histórico que ha sido de gran importancia para comprender el Brasil del “orden y progreso”. Esta relevancia explica por qué desde el final de la campaña de Canudos hasta la actualidad ha merecido la atención de numerosos artistas. Hoy sobre todo se conoce el film de Glauber Rocha, Deus e o diabo na terra do sol (1964), y la novela de Vargas Llosa, La guerra del fin del mundo (1981). Este artículo parte, en cambio, de otro tipo de imágenes y de palabras: aborda sólo aquellas que son contemporáneas a los sucesos históricos, esto es, aquellas que, cuando se tomaron o escribieron, formaban parte de la actualidad. Las imágenes fotográficas de la guerra de Canudos que se comentan aquí son imágenes reales, tomadas en el mismo espacio donde se desarrolló la campaña. En sí mismas o aisladas, dicen muy poco al espectador actual sobre este conflicto. Sólo si se colocan dentro de un determinado contexto discursivo o interpretativo podrán empezar a adquirir sentido. De ahí la necesidad de comenzar con un breve comentario sobre dicho contexto histórico.

A finales del siglo XIX, en el nordeste del Brasil, en el sertão de Bahia, el profeta Antônio Conselheiro atrajo hasta la aldea de Canudos a numerosos adeptos, casi todos ellos campesinos empobrecidos de esta árida región. La aldea se transformó en poco tiempo en una populosa ciudad mesiánica, milenarista, que se negó a seguir las normas de las instituciones –Estado e Iglesia– brasileñas. Durante unos años se instauró en la ciudad un régimen milenarista que suprimió la propiedad privada y la familia.

Una buena parte de los actuales historiadores y filósofos, y muy especialmente los relacionados con la filosofía subalternista y populista de la izquierda latinoamericana[3], tiende a pensar que esta ciudad se constituyó como respuesta a la pobreza de esta región y a los abusos de los coroneles o latifundistas. Los sertanejos estimaron que el discurso milenarista de Conselheiro era el único capaz de responder a sus demandas de emancipación, el único capaz de luchar contra la pobreza. La joven república brasileña vio, sin embargo, algo muy distinto en este acontecimiento: una reaccionaria conspiración monárquica impulsada por un sector de la población brasileña que se oponía al progreso. Después de una heroica defensa de Canudos, que hizo posible derrotar a tres expediciones del ejército republicano, casi todos sus habitantes, salvo las mujeres y niños hechos prisioneros, terminaron pereciendo a manos de los soldados.

La guerra de Canudos fue uno de los sucesos históricos de mayor repercusión en el fin de siglo brasileño. La prensa dio un amplio eco a esta guerra, sobre todo a la última expedición, la cuarta. Para casi todos los periodistas, los habitantes de la ciudad milenarista eran bárbaros campesinos que se oponían al desarrollo de la república. De todas las crónicas contemporáneas o inmediatamente posteriores al suceso, destaca uno de los clásicos de la literatura brasileña: Los sertones de Euclides da Cunha. En este libro, su autor, aun cercano al socialismo, empleaba –como Sarmiento o Ingenieros en Argentina– la teoría de las razas para explicar la barbarie de la ciudad milenarista. Inspirado en parte por la obra de Raimundo Nina Rodrigues, A loucura Epidêmica de Canudos (1897), pensaba que la raza mestiza del sertanejo era la causa última de la rebelión que la ciudad había emprendido contra el progreso de la república. Por ser mestizo –aclaraba Da Cunha (1980, pp. 91-92)– el habitante del sertón estaba atrasado orgánica y psíquicamente, se dejaba arrastrar por las más absurdas supersticiones y era incapaz de adaptarse a los cambios introducidos por el nuevo régimen. Basándose en supuestos criterios científicos, predecía el literato que con el tiempo desaparecería esta raza por no encajar con el proyecto emancipador de la modernidad.

Da Cunha juzgaba asimismo que las predicaciones de Conselheiro habían tenido tanto éxito en este medio rural porque eran propias de una religión mestiza que se ajustaba al natural atrasado de los habitantes del sertão. Dicha religión constituía, en su opinión, una aberrante mezcla de monoteísmo incomprensible y misticismo extravagante, de fetichismo indígena y animismo africano. El líder de la ciudad santa fundió todos estos elementos y acabó engendrando –siempre según un Euclides da Cunha (1980, p. 112) influenciado por el Renan del Marco Aurelio– una religión atrasada similar al gnosticismo de los antiguos.

En resumen, desde el enfoque positivista que imperaba en el Brasil finisecular, la biología y la religión mestizas de los canudenses fueron, en última instancia, las responsables de convertir al sertón en un medio propicio para el error y la superstición, y, por tanto, en un medio favorable para el triunfo de las predicaciones apocalípticas de Antônio Conselheiro.

 

4. La fotos de Barros: la igualdad de civilizados y jagunços

La primera edición de Los sertones (1902) contiene tres fotos (Divisão Canet, Acampamento dentro de Canudos, As prisioneras) tomadas en Canudos por el fotógrafo Flávio de Barros. El resto de las fotos fueron conocidas a través de una exposición. Barros fue contratado por el general Artur Oscar de Andrade Guimarães pocas semanas antes de que cayera Canudos, y se marchó de allí una semana después de ser asolada la ciudad. En realidad fue la primera vez que el ejército brasileño decidió documentar fotográficamente una guerra (Zilly, 1999, p. 107).

Las sesenta y nueve fotos que se conservan de Canudos responden a las consignas dadas por las fuerzas armadas: no muestran los cadáveres del bando de la civilización, ni los excesos cometidos por el ejército en el exterminio de la ciudad, ni el maltrato dado a los prisioneros. Como después ha sucedido en numerosas ocasiones con las imágenes suministradas por los ejércitos en las guerras del siglo veinte y veintiuno, las de Canudos eran fotos planeadas y censuradas. En la mayoría de ellas se ve diferentes aspectos del campamento y de la tropa, siempre con el objetivo de mostrar su buena organización y eficiencia (Mailhe, 2010, p. 51). Las fotos se hallaban así al servicio de la construcción del estereotipo colonial que dividía la humanidad entre civilizados y bárbaros, entre los racionales soldados republicanos y los bárbaros enemigos del progreso.

Para lograr esta visión distorsionada y reficada del Otro, la imagen colonial se sirve tanto del discurso de la ciencia como de la retórica del exotismo (Edwards, 2004, p. 328). La ciencia positivista proporcionaba, como se acaba de comentar en el apartado anterior, una teoría racial que pretendía demostrar la inferioridad de los bárbaros mestizos que habitaban Canudos. Por otro lado, la cultura del exotismo romántico se puede apreciar en artículos que, como los escritos por Machado de Assis, consideraban análoga la actitud de Consejero y de sus hombres a la de los piratas y corsarios descritos por Victor Hugo, esto es, a hombres que infringían los valores burgueses (Mailhe, 2010, p. 46). Exotismo que se aleja tanto como la ciencia positivista de las auténticas razones sociales y culturales que dieron origen a la ciudad mesiánica.

Si sólo se reconoce en las fotos de Barros las intenciones del fotógrafo y de su cliente, tales imágenes no son un buen testimonio para comprender el acontecimiento histórico de la guerra de Canudos. En este caso, las fotografías pueden ayudar al menos a documentar, como hacen todas aquellas imágenes que distorsionan o falsifican la realidad, la ideología o mentalidad de los sujetos que las han creado y encargado (Burke, 2005, pp. 37, 175). No obstante, algunas de las instantáneas tomadas por Barros al terminar la guerra de Canudos sirven también para probar la existencia de un terrible suceso histórico: la desaparición violenta, la destrucción apocalíptica, de toda una ciudad. Desde este último punto de vista, las fotos más importantes son aquellas –las únicas que vamos a comentar y mostrar en este artículo– que proporcionan una imagen (incompleta) de la destrucción de la ciudad y de sus víctimas. Se trata, desde luego, de un asunto con profundas implicaciones estéticas, éticas y políticas.

La cuestión de “cómo mirar o mostrar a las víctimas” ha sido uno de los grandes temas de debate en el pensamiento contemporáneo. Ciertamente, las fotos de Barros no se parecen a las del exiliado republicano Agustí Centelles: no son la obra del “humillado que mira a los humillados”, de la víctima que mira a la víctima y que pretende “devolver, de retrato en retrato, la dignidad a una comunidad de hombres” (Didi-Huberman, 2015, pp. 196, 199). Las fotos de la guerra de Canudos tienen otro objetivo por ajustarse a las exigencias del ejército victorioso: el de mostrar la destrucción de la barbarie por las fuerzas civilizadas. Y, sin embargo, también apuntan, pero sin mostrarla explícitamente, la doble verdad de este acontecimiento histórico: la guerra se sustentó sobre el absurdo y deleznable prejuicio del atraso racial de los canudenses; y los habitantes de la ciudad santa recibieron un trato cruel y criminal.

Las imágenes fotográficas de Barros adquieren nueva significación, se iluminan, cuando no las dejamos solas y las miramos como complemento, e incluso ilustración, de la última parte del contradictorio libro de Euclides da Cunha. Seguramente, esta parte es la más justa del libro porque, a pesar de mirar los sucesos bajo un prisma o una representación teórica equivocada, da testimonio del bárbaro crimen cometido en Canudos por el ejército.

La primera fotografía que va a ser comentada se titula “Um jagunço preso” (F1). En el centro de ella se aprecia a un canudense con la misma actitud de dignidad que tienen los soldados en las demás fotos tomadas por Barros. Estamos muy lejos de la estereotipada foto colonial. Por su mera apariencia externa, su altura y complexión, no puede decirse de ninguna manera que sea racialmente inferior a los soldados que le flanquean. Las escasas fotografías en las cuales aparecen los canudenses no sirven de apoyo al racista y positivista discurso de Nina Rodrigues y de muchas páginas del propio Euclides da Cunha.

En realidad, el dispositivo fotográfico se convirtió, desde su mismo origen, en un invento incapaz de reconocer o establecer desigualdades jerárquicas –raciales, sociales, políticas o de cualquier otro tipo– entre los sujetos o las cosas: igualaba a todos porque la cámara se limitaba a captar cualquier cosa que apareciera en el espacio fotografiado. El filósofo Rancière opina a este respecto que la fotografía triunfa enseguida porque nace en un siglo, el XIX, en el que se asiste a la revolución democrática que convierte en sujeto de la política a los seres anónimos, a los cualquiera. El proletario, la mujer o el enfermo mental empiezan en este siglo a reclamar el derecho a una imagen que siempre había sido reservada a los privilegiados. Ya antes de que triunfara el invento de la foto, la misma literatura había suspendido las distinciones jerárquicas, las diferencias de dignidad. El XIX es también el siglo en el que la pasividad de las cosas no queridas, lo inconsciente, adquiere una gran relevancia. Nuevas disciplinas, como la economía, la sociología o el psicoanálisis, enseñaron un mundo compuesto por hechos juzgados hasta entonces invisibles e insignificantes. Teniendo ello en cuenta, Rancière (2005, p. 82) sostiene que el éxito político y artístico de la fotografía y del cinematógrafo se debió en buena medida a que estas técnicas ejemplificaban el lugar privilegiado que el nuevo pensamiento decimonónico otorgaba a la imagen de lo anónimo y de lo inconsciente.

F1. Um jagunço preso, Canudos, 1897. Fotografía de Flávios de Barros.

En las mismas fotografías históricas de Canudos se puede apreciar la tensión o el conflicto entre, por un lado, un dispositivo artístico que iguala a todos los sujetos que comparten la misma luz o configuración espacial, y, por otro, un mundo aún jerarquizado, pues, como ya se ha indicado, los habitantes de la ciudad del sertão eran considerados biológica y socialmente inferiores a los ciudadanos civilizados, a los soldados de la república. En cambio, la máquina fotográfica no establecía diferencias de jerarquía: se limitaba a registrar a todos por igual, a tomarlos conjuntamente. Aquel que no tenía derecho a ocupar el mismo lugar en el discurso político o científico ocupaba, sin embargo, la misma imagen (Rancière, 1997, p. 51). La foto del yagunzo preso era además una clara muestra del acceso al inconsciente óptico antes comentado, ya que en ella se mostraba sin querer lo que las supuestas fuerzas del progreso no podían ni siquiera imaginar: la igualdad de civilizados y jagunços, o lo que es lo mismo, la absurda oposición entre civilización y barbarie.

 

5. Tiempo y campo ciego: el contraplano de las fotografías de Canudos

En la fotografía histórica del jagunço preso nos conmueve especialmente el punctum del tiempo. Este efecto punzante se acrecienta cuando imaginamos el campo ciego o el contraplano de esta foto: el hecho de que poco después de ser captada la imagen el hombre será degollado. La impresión en el espectador es tanto más dolorosa cuanto mayor contraste se produce entre lo que muestra la foto y el destino –el campo ciego o contraplano– que depara a esos hombres inmortalizados en un instante de sus vidas.

Al igual que sucedió con la Shoah, no tenemos las siniestras fotos de la barbarie cometida en Canudos por el ejército supuestamente civilizado. Estas fotos nunca se tomaron. Los actos criminales que devolvían a los soldados y a sus jefes a los tiempos de la barbarie, permanecieron invisibles para la cámara. Sin embargo, tales actos fueron relatados por Euclides da Cunha (1980, p. 354), por el mismo literato que, en otras páginas de Los sertones, se había quejado del estadio evolutivo inferior en el que vivían los campesinos y jagunços del sertão. El hecho de que aquello no fuera una campaña sino una carnicería, de que se impusiera finalmente la venganza –“diente por diente”– sobre “la acción severa de las leyes” (Cunha, 1980, p. 357), hacía que dudara de la clara división que antes había establecido entre civilización y barbarie. Por este motivo, Euclides da Cunha (1980, p. 354) terminaba reconociendo que, “a pesar de tres siglos de atraso, los sertanejos no les llevaban ventaja en la realización de idénticas barbaries”.

El literato brasileño llegaba a sugerir que la barbarie de degollar a todos los prisioneros varones hizo más feroz la resistencia de los canudenses y retrasó su rendición, pues temían que al morir por arma blanca “no salvarían su alma” (Cunha, 1980, p. 355). Pero sobre todo remarcaba que este “salvajismo sin piedad” se practicaba con la tranquilidad de que “no había por qué temer el juicio terrible de la historia. La historia no iría allí”  (Cunha, 1980, p. 357). De ahí la importancia de la frase de una sola palabra que escribe antes de empezar a relatar los actos de barbarie del bando civilizado: “Testimoniemos”. Lo más admirable, rescatable, de este libro, Os sertões, se halla en este testimonio sobre aquello que vieron sus ojos y que, sin embargo, no mostró ninguna fotografía. Testimonio que además contradecía su teoría positivista que separaba por tres siglos a los bárbaros canundenses de los civilizados republicanos.

La parte más justa de las crónicas de Machado de Assis sobre Canudos también tiene que ver con la acción propia del testigo. A comienzos de 1897, denunciaba a toda esa prensa ciega de Brasil que se limitaba a reproducir el discurso del gobierno. Al hilo de esta crítica, Machado escribía:

“Ningún periódico mandó a nadie a Canudos. Un reportero paciente y sabio, aún mejor fotógrafo o dibujante, para trazar las facciones del Consejero y de sus principales lugartenientes, podría ir al centro de la nueva secta y aprehender la verdad completa sobre ella. Sería una proeza americana.” (Mailhe, 2010, p. 49).

Lo cierto es que, al final, todos los grandes periódicos brasileños enviaron periodistas al escenario de la guerra. Pero cuando llegaron ya era tarde y se limitaron a contar la guerra de exterminio de la ciudad. Una proeza americana habría sido intentar comprender al Otro sin prejuicios. Algo que parecía imposible en una época en la cual aún estaba lejos el cultivo de un pensamiento poscolonial que fuera capaz de cuestionar la filosofía universal y unilineal de la historia moderna, así como el eurocentrismo de nuestros conceptos. Sin embargo, el ojo inconsciente de la cámara rechazó, como ya hemos comentado, la absurda teoría evolucionista o darwinista de la lucha de razas. No es otra la razón por la que hoy el democrático espectador contemporáneo puede encontrar en aquellas fotos una imagen que contradice el estereotipo colonial.

 

6. Los dos polos de la represión: el cuchillo y el incendio

Otra gran foto en la que aparecen las víctimas de Canudos fue titulada inicialmente por Barros “400 jagunços prisioneiros” (F2). La foto pasa a titularse “As prisioneras” cuando aparece impresa en la primera edición de Los sertones. El cambio de título adquiere especial relieve si lo relacionamos con esta frase escrita por Euclides da Cunha (1980, p. 356): “Se había hecho una concesión al género humano: no se mataban mujeres y niños. Pero era necesario que no se mostraran peligrosas”. La fotografía no enseña sólo a prisioneras, pues detrás de las mujeres y niños se sitúan los hombres que enseguida serán pasados a degüello, y, aún más al fondo, se puede apreciar a sus verdugos, los soldados republicanos. El nuevo título pretende hacer más inaccesible al espectador la experiencia del campo ciego, de aquello que no podemos ver en la imagen fotografiada, la degollación de los presos varones, pero que, una vez que conocemos la historia y la hacemos presente o la revivimos en nuestra mente, la misma fotografía, al situar a los prisionero varones en un segundo plano, nos invita a imaginar.

F2. 400 jagunços prisioneiros, Canudos, 1897. Fotografía de Flávios de Barros.

Una foto complementaria es la titulada “Corpo sanitário e uma jagunça ferida” (F3). En ella vemos a una joven canudense tendida sobre una camilla y rodeada del cuerpo sanitario. Con esta imagen se quiere probar el buen trato dispensado a las prisioneras, aunque sabemos, por el testimonio de Euclides y de otros, que también fueron maltratadas. El punctum de esta foto se puede sentir al percibir un detalle que quizá pase desapercibido para una mirada apresurada y que, sin embargo, cambia radicalmente la significación de la foto. El mismo Barthes (1990, p. 89) señala que “muy a menudo, el punctum es un detalle, es decir, un objeto parcial”. Precisamente, la fotografía y el cine son las artes donde los detalles alcanzan una mayor importancia (Burke, 2005, p. 41). Pues bien, el detalle, cuando hiere o impresiona al espectador, suele no ser intencional, y por ello aparece “en el campo de la cosa fotografiada como un suplemento inevitable y a la vez gratuito” (Barthes, 1990, p. 95). El misterioso detalle presente en la foto del cuerpo sanitario no es un objeto: es la anciana que aparece en el extremo inferior derecho de la fotografía. Ese detalle puede trastocar radicalmente la experiencia del espectador; y más aún si le lleva a un nuevo campo ciego o contraplano, esto es, a desear –recordemos que el punctum está relacionado con el deseo de ver más allá– conocer el destino de esta mujer. Nuestro deseo puede ser satisfecho si seguimos leyendo la mejor parte del libro Os sertões:

“Se salvaban las [mujeres] tímidas, en general consideradas escollos incómodos en el campamento que atravesaban como maletas viejas. Era el caso de una vieja que fue hecha prisionera con dos nietos de cerca de diez años”, niños raquíticos que lloraban continuamente de hambre. La abuela, infatigable, andaba de un lado para otro, mendigando un poco de pan y agua para sus nietos, “sacudida siempre por una tos persistente, de tísica, que conmovía los corazones más duros […]. Por eso, el degüello era infinitamente más práctico, se decía limpiamente.” (Cunha, 1980, pp. 356-357).

F3. Corpo sanitário e uma jagunça ferida, Canudos, 1897. Fotografía de Flávios de Barros.

                         

F4. Ruinas da Igreja Velha, 1897. F. Barros        F5. Ruinas da Igreja Nova, 1897. F. Barros

Testimonios como éste, que concluye con una nueva referencia al cuchillo, al degüello, invitan a imaginar que quizá la anciana de la foto sea una de esas abuelas que deambulaban por el campamento. La represión, según Euclides da Cunha (1980, p. 357), tenía otro polo: el incendio. No faltan tampoco las imágenes fotográficas que muestran los efectos de los incendios, y que pueden llevar a pensar en Canudos en relación con una estética de las cenizas más que de las ruinas. Se trata de las fotografías de las dos iglesias destruidas, la de Santo Antônio (“Ruinas da Igreja Velha”) (F4) y la del Bom Jesus (“Ruinas da Igreja Nova”) (F5), así como de la foto titulada “Cadáveres nas ruinas de Canudos” (F6), la única en la que podemos apreciar cuerpos muertos entre los escombros y cenizas de las casa quemadas.

                         

F6. Cadáveres nas ruinas de Canudos, 1897. Fotografía de Flávios de Barros

Con estas fotos de campaña estamos en las antípodas de las ruinas clásicas enfriadas por el tiempo. Más que las ruinas son las cenizas las que nos permiten acceder al campo ciego por excelencia de estas fotos: la terrible escena en la que los canudenses se arrojaron al fuego antes de entregarse a las fuerzas republicanas. Sabemos por la lectura de Euclides que muchos sertanejos prefirieron morir bajo las llamas antes que rendirse. Las fotos no siempre nos llevan hacia delante, hacia la muerte, hacia el barthesiano noema “esto ha sido”: nos pueden llevar hacia atrás, al momento anterior a la desaparición de las víctimas, al incendio de casas e iglesias, y entonces situarnos en la posición de imaginar su inconcebible dolor. De nuevo, el contraste entre la foto erótica y la pornográfica podría servir para comprender por analogía la diferencia entre las fotos de Barros, que “arrastran al espectador fuera de su marco” (Barthes, 1990, p. 109), y unas fotos –inexistentes– que mostraran el suplicio de las víctimas. A esta misma diferencia se refiere en cierto modo Euclides da Cunha (1980, p. 382) cuando, en el momento de dar testimonio de estos hechos criminales, vacila y compara su situación con la de aquel que llega a una montaña altísima y “siente el vértigo”… El testimonio se detiene aquí por un momento y el literato se pregunta: ¿no desafiaría la credulidad del futuro si narrara “incidentes donde se mostrasen mujeres precipitándose en las hogueras de sus propias casas, abrazadas a sus pequeños hijos?”.

7. La imagen sin imaginación, sin montaje: la imagen idólatra

El vértigo que siente el autor brasileño cuando debe narrar la terrible escena del incendio tiene que ver con imágenes (literarias y fotográficas) que, por ser tan intolerables, pierden toda verosimilitud. Como ha explicado Lacan, lo Real ya no se encuentra dentro del campo de lo verosímil. Este tipo de imágenes a las que se refiere Euclides, las que mostrarían los suplicios que conducen a la muerte, pueden convertirse en lo que Jean-Luc Nancy (2006) denomina imagen idólatra. A este tipo también pertenecen la imagen colonial y la nazi, esto es, cualquier imagen que pretenda mostrar la humillación y la inferioridad –racial o de cualquier otro tipo– o, por el contrario, la perfección de una raza o cultura determinada. Se trata de la imagen sin afuera, sin contraplano o campo ciego, que, en contraste con la erótica y en afinidad con la pornográfica, pretende ser total, completa y cerrada sobre sí misma. Pretende asimismo acabar con la multiplicidad del mundo de la vida, con una multiplicidad y singularidad que, sin embargo, es inabarcable para nuestros conceptos o representaciones teóricas. La crítica de esta imagen guarda cierta analogía con el interdicto bíblico que prohíbe la idolatría, esto es, que impide la fabricación de una imagen que, por considerarse erróneamente acabada y perfecta, aspira a ocupar el lugar del original.

La foto del cadáver de Antônio Consejero (F7) tiene esa condición idólatra o profanadora de la multiplicidad propia de la vida humana. Sabemos además que tras hacerse esta fotografía el cadáver fue decapitado, y su cráneo llevado a Salvador de Bahía para que el criminólogo y antropólogo Nina Rodrigues fracasara en su intento de demostrar que “allí estaban, en el relieve de las circunvoluciones, las líneas esenciales del crimen y de la locura…” (Cunha, 1980, p. 383). El autor de Los Sertones nos relata el momento en que se tomó esta foto, que, aunque no fue mostrada en la primera edición de su libro, se incluyó en el informe final del general victorioso:

Tras encontrarse “gracias a la indicación de un prisionero […], lo desenterraron cuidadosamente. Como dádiva preciosa, como único premio, únicos despojos de tal guerra […]. Después lo fotografiaron. Se labró acta rigurosa afirmándose su identidad: importaba que el país se convenciera de que, por fin, había muerto ese terrible antagonista.” (Cunha, 1980, p. 382).

F7. Antônio Conselheiro, depois de exumado. 1897. Fotografía de Flávios de Barros

Este fragmento indica que la siniestra foto tiene la función de certificar la derrota del enemigo. Como es bien conocido, desde su origen la fotografía cumplió esta función de ser certificado de presencia o prueba de existencia. Pero el fragmento citado llama sobre todo la atención por el fetichismo de los civilizados, que enseñan el cadáver como único trofeo de esta terrible guerra civil. La idólatra exhibición del cadáver quizá sea comparable al “ritual fetichista” de los canudenses, “el besado de las imágenes”, al que se había referido Euclides da Cunha (1980, p. 134) en la parte dedicada a la religión de Canudos. La foto tiene un carácter altamente metafórico porque, al tratarse de un cadáver exhumado después de ser enterrado en un lugar oculto, puede servir para expresar el carácter profanador e idólatra que poseen aquellas imágenes que pretenden contener toda la vida de un ser humano.

André Bazin, en uno de sus más célebres artículos, “Mort tous les après-midi”, abordaba esta misma cuestión, que es de orden ético y político: la de las imágenes cuya exhibición puede producir el efecto de profanar, devaluar o banalizar la singularidad del original. Bazin (1998, p. 372) pensaba que tanto la muerte como el acto sexual son instantes cualitativos en estado puro, diferentes a otros momentos de la vida, cuya exhibición puede acabar en una representación obscena o –para decirlo ahora con Nancy– idólatra.

En años pasados esta temática centró la reflexión en torno a si debían mostrarse o no imágenes de los campos de exterminio. Claude Lanzmann fue el máximo representante de la negativa a ofrecer imágenes de este tipo porque devaluaban y falseaban este terrible acontecimiento histórico. Sin embargo, Bazin, en el citado artículo, no estimaba que siempre fueran abyectas, banales o falsas las imágenes que muestran el acto de la muerte o los crímenes: no lo eran, como sucedía en el film de Pierre Braunberger Course de toureaux (1951), cuando estaban integradas –montadas en un contexto discursivo que permitía dar cuenta de la singularidad –el aura– de estos sucesos. El montaje del film de Braunberger impedía que las imágenes fueran el fruto del esfuerzo idólatra del artista por retener un instante cualitativo puro.

En contraste con Benjamin (2004, p. 31) que sólo reconocía el aura a los viejos daguerrotipos a causa de su largo tiempo de exposición, Bazin recuperaba este concepto –aunque no utilizara la misma palabra– para la fotografía y el cine. En su opinión, el valor singular –el aura– de la imagen foto-cinematográfica era inversamente proporcional a su dimensión artística o a su manipulación por el fotógrafo y cineasta (Dall’Asta, 2007, p. 196). Bazin se refería así a una “poética de la transparencia”, consistente en el difícil arte de dejar ser a la realidad y de no manipular una naturaleza que supera en poder creador al artista.

En la fotografía, el aura tiene que ver con su efecto de presencia, con el hecho de ser la huella de algo real, singular e inabarcable para nuestros instrumentos conceptuales o retóricos. En el cine, el elemento aurático se encuentra también en la duración o continuidad temporal (Bazin, 1990, p. 29) de la que carece la fotografía, la cual siempre nos devuelve, como señalaba Kracauer (2008, p. 38), una naturaleza fragmentada. El montaje realizado con las imágenes foto-cinematográficas debe ayudar a no caer en la idolatría, profanación o banalización que elimina el aura de las imágenes. Cuando se trata de fotografías, el montaje implica la búsqueda –como se ha realizado en este artículo con las imágenes de Canudos– del contraplano o campo ciego de unas fotos que, por ser consideradas inacabadas y abiertas, dejan libertad al espectador para que interprete y realice su trabajo reflexivo.

 

8. Conclusión: fotografía y estética de la desaparición

Hay hechos históricos que, como los genocidios, suelen caracterizarse por la ausencia de imágenes. Téngase en cuenta que el genocidio no pretende tanto la eliminación de seres humanos cuanto la de seres a los que previamente se les ha rebajado a una categoría subhumana. Esta terrorífica operación está unida a la ocultación del crimen, al intento de hurtar cualquier imagen de los hechos genocidas. Las fotos comentadas de la ciudad de Canudos pueden ser incluidas dentro del modelo de representación del genocidio: el crimen, el bárbaro exterminio de sus habitantes, se justificó con la ayuda de una teoría racista que convertía a aquellos ciudadanos en seres inferiores. Luego se pretendió borrar todas las huellas del exterminio para que no quedara ningún recuerdo. El mismo Euclides da Cunha (1980, p. 358), el más contradictorio de los testigos, que al mismo tiempo que condenaba al mestizo a la desaparición denunciaba los actos de barbarie cometidos por el ejército republicano, relataba que los representantes de la civilización no temían nada, “ni siquiera el juicio remoto del futuro”, porque pensaban que el suceso sería olvidado. Pensaban que no habría ningún testimonio ni memoria de lo acontecido.

Cuando las fotos de Canudos son analizadas en este marco, se percibe con claridad los límites y defectos que tiene la crítica, antes referida, de la tesis indicial. Una de las principales representantes de esta crítica, Elisabeth Edwards (2006, p. 258), ha demostrado en alguno de sus relevantes textos su honestidad intelectual al admitir, en relación con el problema aquí tratado, la debilidad de su argumentación. Reconoce la gran especialista en fotografía colonial que el rastro indicial de la realidad es un importante medio para dar a conocer las historias de gentes que, como los aborígenes australianos, fueron despojados de sus bienes y exhibidos por Europa y Norteamérica. Asimismo acepta que sea fundamental la “certeza técnica de la huella fotográfica” para los museos de la memoria, como los que denuncian el Holocausto o los crímenes genocidas de Camboya. No siempre el principal problema consiste en desenmascarar aquellas imágenes que engañan o naturalizan una ideología colonial. En muchas ocasiones el problema reside en que vivimos en un mundo donde faltan o se han perdido imágenes. A este respecto, Rancière (2008, pp. 71-75) criticaba a los medios de comunicación por reducir, primero, el número de imágenes a disposición del público; y, sólo después, por montarlas de tal manera que sirvieran a la ideología o interés de la máquina informativa.

La representación fotográfica de un genocidio –y sirva de ejemplo el de Canudos– adquiere plena significación cuando es interpretada de acuerdo con una estética de la desaparición (Brossat y Déotte (2000) que se centra en la huella dejada por los acontecimientos del pasado, por lo definitivamente ausente. Esta ausencia es aún más evidente cuando se trata de una ciudad desaparecida de forma violenta que, como la de Canudos, fue literalmente borrada del mapa. De ella no quedaron ni siquiera las ruinas, ya que estas fueron ocultadas por el agua cuando el Estado brasileño construyó más tarde un pantano sobre esta zona del sertão. Las únicas huellas –cenizas– que han permanecido un siglo después de los hechos son las fotos de Barros. Tales imágenes, por su propio contenido, pueden servir mejor que otras para hacer comprender que la fotografía –como explicó a su manera Barthes– se halla estrechamente unida al concepto de desaparición. El modesto testimonio de la fotografía se refiere a algo que ya ha desaparecido, pero que alguna vez estuvo delante de la cámara que lo captó. Conviene aquí tener en cuenta que la huella o vestigio (Burke, 2005, p. 16) fotográfico de lo desaparecido sigue siendo alguna cosa: el resto de una presencia. Por este motivo, la desaparición, lejos de ser la nada, conmina a la búsqueda, a la reconstrucción, a la interrelación, al montaje antes aludido. Los hechos u objetos desaparecidos en el tiempo siempre deben tener algún tipo de presencia o latencia –como la proporcionada por las viejas fotografías– para que pongan en marcha el trabajo del historiador y de la memoria.

Se podría decir, para concluir, que a las fotografías, y aún más si son antiguas como las de Canudos, les conviene la metáfora de las cenizas. Derrida (2009, p. 29) sostenía en su breve escrito Feu la Cendre que el mejor paradigma de la huella es la ceniza: lo que permanece (reste) sin permanecer (sans rester) del incendio (l’holocauste). Una estética que tuviera como modelo las cenizas nunca podría entregar una imagen idólatra. Pues si la imagen fotográfica se considera análoga a las cenizas dejadas por un ser cuyo fuego –presencia– ya se ha extinguido, esto es, por una realidad desaparecida, nunca podrá aspirar –como, en cambio, pretendía el autor del retrato ovalado en el cuento de Allan Poe– a ser o a sustituir la naturaleza original.

Las cenizas, como las fotos de la guerra de Canudos, señalan un origen y un original, cuya identidad, singularidad o verdad ya sólo puede ser reconstruida parcial o provisionalmente con la ayuda de la historia y de las imágenes de la memoria. Las imágenes fotográficas no tienen la pregnancia y la potencia evocadora de las subjetivas imágenes de la memoria, pero pueden ayudar a reavivar la llama apagada del recuerdo. Por esta razón podríamos decir de las fotos de Canudos, y en el fondo del cualquier foto del pasado, lo mismo que escribe Derrida (2009, p. 43) sobre las cenizas: “Huella destinada, como cualquiera, a desaparecer por sí misma, tanto para extraviar el camino como para reavivar (rallumer) una memoria”.

 

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Cómo citar: Rivera García, A. (2016). “Fotografía, tiempo y desaparición: la imagen de la barbarie en la Guerra de Canudos”. Fotocinema. Revista científica de cine y fotografía, 12, pp. 9-38. Disponible: http://www.revistafotocinema.com/

 


[1] El autor de La chambre claire, a diferencia de lo que mantienen algunos estudiosos contemporáneos de la imagen (Bontemps, 2015, p. 116; Bellour, 2013, p. 133), sólo extendió el efecto del punctum a las imágenes fotográficas, y no a las cinematográficas.

[2] Serge Daney (1991, pp. 52-54) aludía en cierto modo a esta distinción cuando diferenciaba entre lo visual y la imagen. Dentro de la primera categoría –lo visual– entrarían las fotos sin contraplano, sin falta, las completas, circulares o cerradas sobre sí mismas, y cuyo modelo se podría encontrar en la pornografía que se limita a la verificación extática del funcionamiento de los órganos. A esta modalidad pertenecen las fotos que creen recoger toda la verdad y encerrar en ellas mismas –cuando es un retrato– la intimidad de una persona. Con la segunda categoría, las imágenes, se refería Daney a las fotos inacabadas, no cerradas, que provocan el deseo de conocer el contraplano, de completar con el montaje lo que les falta.

[3] En los últimos años Canudos ha sido reivindicado como una muestra de resistencia y derrota subalterna frente a una modernidad que olvida a clases sociales como los vaqueros y campesinos de la ciudad santa del sertão. La obra más relevante a este respecto es el libro de Adriana Campos (2010) sobre Canudos. Ernesto Laclau (2003, pp. 88-89) también la ha presentado como un temprano ejemplo de ciudad populista.