La mirada incómoda. Entrevista a Ignacio Pardo

The uncomfortable look. An interview with Ignacio Pardo

Sara Donoso

Universidad de Santiago de Compostela, España

saradonosocalvo@gmail.com

 

Palabras clave: videoarte, videocreación gallega, cine, pintura, museos, exposiciones

 

Ignacio Pardo (Lugo, 1947) forma parte del elenco de creadores gallegos que durante de década de los ochenta comienza a emplear nuevos equipos de producción de vídeo, abandonando el súper 8 y conformando un universo creativo que nace de manera autónoma y experimental. Es en este contexto de búsquedas cuando tendrá lugar el boom de la videocreación en Galicia, asomando un espacio de diálogo entre las artes que permitirá al vídeo esquivar los patrones establecidos y revisar anteriores modelos de producción. Ignacio Pardo es, además, uno de los artistas pioneros en emplear la imagen en movimiento a modo de extensión del lienzo y el primero también en atreverse a explorar el incipiente universo tecnológico de los noventa a través de la infografía y la animación digital. Tras iniciarse como pintor, pronto comienza a investigar el formato electrónico para crear piezas de una potente carga experimental, estableciendo una reflexión en torno al cuerpo, el ser humano y sus diferentes experiencias vitales. Sus vídeos componen una imaginería visual de marcado carácter erótico, llevando en ocasiones al extremo la revisión de las pulsiones corporales. Ignacio Pardo se expresa en vídeo, pero también en pintura, escultura, instalación o creación digital comprendiendo que el medio es un recurso para proyectar el mensaje, el concepto, y no a la inversa. Sus imágenes son incómodas, incorrectas, buscan revisar todos aquellos códigos éticos, políticos y morales que nos han sido impuestos para mostrar su otra versión.

          

Su trabajo ha recorrido diversas ferias y festivales como ARCO (1988 y 1989); el Certamen de Cádiz (1987); el Certamen Nacional de Vídeo de Vitoria (1988) o el Panorama Europeo de Videoarte del Centro Cultural Conde Duque (1992), entre otros. Ha participado en exposiciones tanto a nivel internacional como nacional, destacando espacios como el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, la Documenta de Kassel, el CGAC de Santiago de Compostela o la Fundación Luis Seoane de A Coruña, que actualmente acoge su última exposición individual: Ignacio Pardo. Exhumación. Con motivo de esta muestra, inscrita dentro del proyecto INTERSECCIÓN. Encontro Internacional de Arte Audiovisual da Coruña (Fundación Luis Seoane, del 9 al 11 de noviembre de 2018), dirigida por Gonzalo E. Veloso, me encuentro con Ignacio Pardo para charlar sobre su trayectoria, las hibridaciones entre el audiovisual y las artes plásticas, su mirada creativa y los desafíos del sistema artístico.

 

Tu obra persigue lo incómodo, explora la carne, el sexo, las pulsiones… De alguna manera, nos hace revisar nuestros códigos éticos, políticos y morales. ¿Qué tipo de experiencias buscas transmitir al público?

No tengo ninguna intención de agradar con mi obra. En este sentido soy bastante terrorista, me gusta la provocación, lo descarnado. Tampoco busco trasmitir algo concreto al espectador, sino que se trata más bien de una necesidad propia, un desahogo.

¿Algo así como expulsar tus fantasmas a través del arte?

Sí. También hay que tener en cuenta el contexto. Nosotros vivimos una represión religiosa, sexual y ética muy profunda. Nuestra infancia en ese sentido fue terrible. Yo nací en Lugo, que era la ciudad del sacramento, recuerdo aquella Semana Santa y aquella catedral… eran todo martirios. Esto me penetró y quedó ahí un bagaje horrible. Por eso, para mí el arte servía de liberación de todas esas imposiciones.

Un día, para uno de los vídeos, necesitaba imágenes de carne, de las reses, y fui a grabar cuando descargaban las vacas en el mercado. Me detuvo un municipal, me llevó a comisaría y me preguntó si tenía permiso para rodar en la calle. Eran los tiempos duros del franquismo. Pero bueno, yo ya tenía ese material y finalmente lo utilicé. Estábamos muy vigilados.

Tus trabajos de la década de los ochenta van más allá de la narratividad, buscan la relación formal entre imágenes y aparece la atracción por los objetos, por el movimiento. En cierto modo se aprecian tintes surrealistas y dadaístas.

En esa época mi trabajo se volvió muy intenso. Imágenes borrosas pasando unas tras otras, sinsentido, que comunicaban una sensación con mucha violencia y con un sonido que torturaba los oídos. Esto me daba pie para crear espacios imaginarios, buscaba elementos que se iban transformando en otra cosa. No había un guion previo, una imagen me llevaba a la otra. La adicción de elementos y la superposición de capas eran muy surrealistas, más cerca de Un perro andaluz que de un guion correcto.

Hablas de Un perro andaluz y me acuerdo de tu pieza Parpadeo (1986) y de la continua alusión al ojo, un ojo que sufre alteraciones y se diluye en una continua correlación entre los párpados y los labios desplegando un universo surrealista en el que se van superponiendo imágenes. Recuerdo aquella famosa secuencia de Un perro andaluz en la que el filo de la navaja divide el ojo en dos y casi nos parece sentir la punzada. En este sentido, el cine tiene la capacidad de superar la frontalidad de su formato, de sacarnos de la zona de confort para remitirnos a las pulsiones y al tacto.

Claro. Es lo que decía Buñuel “para ver esto no vale la mirada que tenéis, hay que segarla”. Cuando presentó la película iba pensando que iba a escandalizar al público, ¡llevaba el bolsillo lleno de piedras por si le agredían y tenía que defenderse! Pero al final la gente lo aceptó. Es una cuchillada. Es como decir “esos ojos ya no te valen, te voy a enseñar otra cosa y no intentes entenderla porque no sigue un guion ni unos protocolos establecidos”. A mí eso me encantaba. De Buñuel me encantaba el carnuzo, las moscas… Toda esa parte oscura también la transmitía en mis imágenes.

           

Pienso que toda esa oscuridad viene también de mi educación religiosa en la infancia. Nos metían en la catedral de Lugo y nos decían que éramos como los tarsicios (San Tarsicio fue un joven que murió martirizado), nos contaron historias tremebundas. Esa es la España que yo viví, el olor a muerte en la sotana del cura, el miedo que nos metían, los primeros entierros que ves de niño… Todo eso acaba impregnando tu imaginario plástico.

Te formas como pintor y más tarde inicias una etapa como cineasta en la que podemos apreciar una clara actitud pictórica. Desde el nacimiento del medio audiovisual, entre la pintura y el cine existe una relación recíproca que ha logrado producir nuevos modelos de construcción de la imagen en movimiento. ¿Cómo entiendes estas relaciones en tu obra?

Mi formación pictórica ha influido claramente en mi obra. En el cine de guion predomina la literatura, existen unos parámetros en los que deben solucionarse ciertos conflictos. A mí eso nunca me ha importado, me interesan más las sensaciones y las percepciones que las historias. Por eso, la visión del lienzo está presente. Mis piezas son como cuadros con pequeños movimientos internos que, si estuvieran congelados, se convertirían en fotografías o pinturas. La imagen se mueve y eso es lo que marca la diferencia con la pintura. Sin embargo, la pintura también encierra su propio movimiento a través del relato. La propia Capilla Sixtina, por ejemplo, es como una película. Para mí son dos formas fronterizas de narrar que al final acaban conectando.

En los años noventa comienzas a trabajar la infografía, siendo pionero en emplear la técnica en Galicia. ¿Qué te llevó a explorar este formato?

Fui de los primeros en tener un ordenador también. Yo empecé justo cuando empezó el vídeo, hacía súper 8 en los años setenta y la irrupción del vídeo fue una tentación. El súper 8 era muy lento y tardabas varios días en obtener los resultados, era complicado montar, editar... Por eso, cuando llegó el vídeo me pareció una maravilla. Su inmediatez me daba mucha frescura para trabajar y en ese momento empezó a cambiar un poco mi método creativo.

Al principio combinaba cosas de vídeo con el aprendizaje tecnológico de esa máquina que era espantosamente lenta. Ahora un programa de 3D es inmediato, pero antes para construir un espacio, una escalera, por ejemplo, tenías que generar las coordenadas de cada vértice. Parecía un funcionario de hacienda, tenía una lista de números que iba metiendo a través del teclado para ir componiendo la escena. Para mí era un desafío y me parecía maravilloso el poder recrear un espacio aparentemente real pero falso. Fue un aprendizaje muy importante, pero a la vez era muy lento y desesperante. Tenías el ordenador funcionando toda la noche para conseguir resultados mínimos.

Fuiste profesor y secretario de la Escola de Imaxe e Son de A Coruña desde su inicio en 1991, cuando se inaugura después de un tiempo reivindicando un espacio de creación y aprendizaje del audiovisual hasta entonces inexistente en Galicia. Impartiste clase a varias generaciones de artistas que actualmente están formulando un trabajo fílmico muy interesante y que están situando Galicia en el foco internacional. ¿Cómo fueron esos primeros años de la Escola?

Recuerdo que cuando se abrió la escuela estaba con Manuel González, que fue su primer director, ayudando a colocar los pupitres y los muebles que nos mandaba la Xunta porque no había ni bedel. Éramos unos doce profesores que parecíamos los doce apóstoles. Aquello hervía, parecía la Bauhaus, había un clima de emoción y motivación tanto en el profesorado como en el alumnado. No cerrábamos ni de noche. Teníamos una mesa de montar de Betamax y como solo había una se hacían turnos de trabajo y guardias nocturnas. Eran unas guardias voluntarias, por pura pasión, no querían irse a dormir. Fue un periodo muy efervescente.

Yo estuve diez años en la escuela y de allí salió la primera generación de profesionales que encontraron trabajo en el audiovisual. Algunos como Juan Lesta & Belén Montero, Tomás y Virginia Curiá o Paco Cuesta montaron productoras, Sandra Sánchez, Paco Rañal, Beatriz del Monte y Toño López se centraron en la realización y otros como Ana Míguez o Pablo Atienza en la producción, además de un centenar de ellos que se me olvidan.

En los años ochenta la videocreación gallega vivió un momento de esplendor con autores como Manuel Abad, Xavier Villaverde o Antón Reixa, entre los cuales también te encontrabas. Os sumaréis entonces a las tendencias internacionales para reivindicar el espacio audiovisual como lugar de experimentación plástica, muy motivado por el cambio de soporte de la producción en súper 8 al vídeo y por el contexto aperturista que se fue generando al término de la dictadura. ¿Existió realmente un espíritu de grupo como sucedió con Atlántica?

No. Yo diría que éramos lobos esteparios. Conocí a Xavier Villaverde y a Antón Reixa en unas proyecciones en las Xornadas de Cine de Galicia (Carballiño). Veíamos nuestras cosas allí. Fue una coincidencia que generó un estado de ánimo generalizado de libertad, pero no había un espíritu grupal, ni reuniones, ni realmente amistad. Se llamó la atención en Madrid porque nos empezaron a pedir obra y a través del programa Metrópolis nos dieron bastante difusión. Pero estábamos en la periferia.

Fue un movimiento que además no se continuó...

Es cierto. Muchos se pasaron al cine, a la televisión, montaron productoras…

¿Qué supuso esta etapa para la difusión y visibilización de tu obra?

Yo siempre estuve al margen de subvenciones o de un trabajo más institucional. Pancho Casal, de la productora Continental, de vez en cuando me pedía vídeos para distribuir y una vez me llevaron a ARCO. Cuando llegué vi un stand con unos diez televisores donde se proyectaban mis piezas. La gente me decía que cuánto dinero había cobrado por ello, pero era todo gratis. En ese sentido siempre he estado fuera del mercado. La sorpresa fue cuando me invitaron a hacer la exposición retrospectiva de mi obra en el CGAC en el año 2007 que llevó por título Senescencia. Me dieron una planta entera y me dijeron que tenía tres meses para armarlo todo. Fue complicado porque estaba trabajando a la vez, pero quedé muy satisfecho. Esto me dio la oportunidad de instalar obra de gran formato, de hacer una maqueta y pensar la distribución espacial de las piezas entendiéndolas como un conjunto. Es algo que fuera del museo, en casa, no hubiera sido posible.

En los últimos años has vuelto a coger los pinceles. ¿Es una forma de cerrar el ciclo?

Sí. Al trabajar en la Escola de Imaxe e Son me empeñé en aprender a manejar toda la maquinaria, los programas de ordenador, etc. Entonces comencé a buscar una historia, un hilo conductor. En ese momento creo que perdí algo de la frescura de los trabajos anteriores en analógico, que eran más sensoriales. A partir de los años noventa hasta el 2007 trabajé todo en infografía, pero después comencé a cansarme del píxel. Ahora esos trabajos se quedan tan naif como las películas de Georges Méliès o los Lumière. A mí me asustó que la tecnología iba más deprisa que mi cabeza y mis manos, que de alguna manera me podía. Esa fue una de las razones por las que lo dejé de hacer. También noté una necesidad de experimentar de nuevo con las manos y volver a pintar al óleo. Venía de la pintura y volví a la pintura, pero todavía trabajo con herramientas digitales. No me importa tanto la técnica como la necesidad de crear.

Tu última exposición Exhumación, celebrada en la Fundación Luis Seoane entre el 31 octubre y el 14 de noviembre de 2018, recogió desde tus primeras videoinstalaciones hasta trabajos más recientes donde se combinaron objetos, esculturas e imágenes digitales. Algunos de ellos fueron creados ex profeso para la muestra. ¿Cómo fue el proceso de conceptualización y montaje y de qué manera dialogaban las piezas?

En principio valoramos la idea de hacer una retrospectiva de las piezas para ser proyectadas, pero finalmente entendimos que era una fórmula un poco antigua. Además, mis primeros trabajos tienen una duración muy corta y mis piezas a partir del 2007 son sobre todo loops, no son trabajos para sentarse en la sala y verlos como si fueran películas, tienen otra carga. Entonces pensamos en hacer alguna instalación jugando con el espacio disponible. Hemos reutilizado algunas piezas y otras han cambiado de aspecto. Fuimos improvisando un poco en función del espacio. Es lo que a mí me gusta llamar el “efecto Kuleshov”. Lev Kuleshov mostró al público una secuencia de un mismo actor con rostro neutral y sin significado aparente. Esto lo intercaló con tres planos diferentes: un plato de sopa, un ataúd y una niña jugando. Entonces la gente interpretó que el personaje cambiaba de expresión. Se transmitía sensación de hambre, de pena, de felicidad… cuando era exactamente la misma imagen, pero construida de forma diferente según lo que tuviera al lado. Esa fue un poco mi intención con la exposición, que obras anteriores pudieran adquirir un nuevo significado al asociarlas a otras piezas o al añadir algún elemento. Todo varía en función del contexto.

La exposición se inscribía en el proyecto Intersección. Encontro Internacional de Arte Audiovisual da Coruña. Esta propuesta es un buen ejemplo de la necesidad de visibilizar el trabajo de creadores que emplean el vídeo como forma de expresión y que amplían sus posibilidades al hibridarlo con fórmulas propias de la pintura, la escultura o la instalación. Desde la crítica y la teoría muchas veces se ha tratado de definir y diferenciar estas fronteras, cuando lo interesante es trabajar en un espacio integrador.

Antes los espacios estaban muy divididos. Recuerdo que Tránsito llevó un premio en el Certamen Nacional de Vídeo de Vitoria (1988) y la gente se sentaba en las butacas, apagaban las luces y proyectaban el corto. Yo me di cuenta de que eso no funcionaba, prefería incluso exponer en una discoteca o en un bar porque son vídeos que te acompañan pero que no requieren atención constante. Cuando ves un cuadro estás paseando por un museo y vas encontrándote con las piezas, pero aquí partimos de la sala oscura del cine. Esos terrenos fronterizos siempre han existido. Cuando se inventó la fotografía se imitaban la composición y la luz de los retratos pictóricos y se hacía fotografía pictoricista hasta que ésta tomó autonomía y consciencia de que era un lenguaje diferente. Aquí pasa lo mismo. Al videoarte le costó encontrar su sitio. Los museos empezaron a intentar integrarlo en sus salas, el Reina Sofía fue pionero en España con exposiciones como La imagen sublime. Vídeo de creación en España (1970-1987). Entonces se empezó a encontrar que los museos podían ser un contenedor para este tipo de obras.

¿Están realmente preparados los museos para exponer audiovisual?

Yo creo que no. En sus inicios fueron pensados para exponer solo artes plásticas y eso acaba repercutiendo todavía a día de hoy, sobre todo en espacios con menos recursos que siguen sin estar preparados. No hay suficientes proyectores, los aparatos son muy antiguos y terminan fallando… Tendría que haber un equipo técnico y una inversión real que permita unas condiciones óptimas de exposición, pero no hay interés. Las instituciones van por detrás de los artistas. En el caso de Galicia, para los pocos museos que pueden funcionar, como el MAC de A Coruña, los cierran dejándonos cada vez menos opciones. No hay derecho.