La forma fílmica y la alteridad: hacia una lectura ética de la obra de Stanley Kubrick
Filmic form and otherness: towards an ethical reading of the Stanley Kubrick´s works
Aarón Rodríguez Serrano
Universitat Jaume I, España
serranoa@uji.es
Resumen:
El presente trabajo pretende analizar las implicaciones éticas de la forma fílmica en la obra del director Stanley Kubrick. Para ello, se utiliza una metodología de análisis textual narratológico sobre varias películas –especialmente Lolita, Espartaco y La naranja mecánica- que permite comprender cómo el director se vale de los mecanismos de empatía y de la gestión del punto de vista para plantear complejos debates sobre la naturaleza del mundo. La estructura de nuestra discusión se centra principalmente en su uso del encuadre, del plano-contraplano, del montaje y de la disposición estructural de sus relatos en busca de esta posible posición ética en su escritura fílmica. Nos permite concluir que, frente a las acusaciones habituales de “pesimismo” y “nihilismo”, el cine de Kubrick es totalmente consciente de la alteridad y muestra un decidido cuidado y rigor en su mostración de la complejidad de las relaciones emocionales entre seres humanos.
Abstract:
Our work tries to analyze the ethical implications of the filmic form in the movies directed by Stanley Kubrick. In order to achive our goal, we use a methodology of textual and narratological analyse over different movies –specially, Lolita, Spartacus and The Clockwork Orange-, trying to understand how the director uses the flows of empathy and the management of the “point of view” to rise complex debates about the nature of the world. The structure of our discussion is focused on his uses of the framing, the shot/reverse-shot filming, the edition and the structural disposition of his stories, looking for an ethical bet in his filmic writing. Finally, we conclude that against the common acussations of “pesismism” or even “nihilism”, Kubrick´s cinema is totally awar of the otherness and takes a decided care and rigour when it shows the complexity of the relations between human beings.
Palabras clave:
Stanley Kubrick; Análisis fílmico; Narrativa Audiovisual; Ética; Forma fílmica
Keywords:
Stanley Kubrick; Filmic analyse; Audiovisual Narrative; Ethics; Filmic form.
1. Introducción: contra el sentido tutor
Uno de los hallazgos teóricos más interesantes de la obra de Jesús González Requena es, precisamente su conceptualización del “sentido tutor” que se trenza alrededor de ciertos directores (1992). Por mucho que en las siguientes páginas no recurriremos a su célebre sistema de análisis textual, sí que nos parece una buena idea colocar en nuestro frontispicio esa sana advertencia que nos lleva a desconfiar de las “postales de pensamiento” y los lugares comunes que, década tras década, se van sedimentando alrededor de ciertas firmas y que comparten, al fin y a la postre, críticos, analistas, espectadores e historiadores.
Stanley Kubrick, por supuesto, tiene su propio “sentido tutor”. De su cine se suele afirmar que es un proyecto fatalista (Feldmann, 1976), teñido de un inevitable “pesimismo existencial” (Freixas & Bassa, 2017, p. 158) que nos arroja a una profunda experiencia de la soledad (Kolker, 2011; Nelson, 2000). De ahí que la inmensa mayoría de los trabajos que analizan su obra desde una perspectiva filosófica se puedan situar más bien en la esfera de un cierto “existencialismo” –y manejamos la etiqueta más bien como un significante vulgarizado que cada vez corre más el riesgo de quedar completamente vacío- que le convertiría en una suerte de interlocutor fílmico de Albert Camus (F. Cooke, 2007) o de Martin Heidegger (Rodríguez Serrano, 2015). Todavía más problemático es la categoría de Kubrick como “director nihilista” o, en el límite, como “director nietzscheano” que, principalmente alrededor de 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968), han propuesto una notable nómina de análisis cruzando los textos de ambos creadores (Roaro, 2015; Walter Bruno & Lupo, 2004). Ciertamente, este “sentido tutor” de la obra de Kubrick –el que sitúa su escritura en el territorio de la desesperanza- también parece venir refrendado por sus contadas intervenciones públicas –en las que solía jugar el rol de una suerte de oráculo escéptico (Kagan, 1976)-, así como por la incontable colección de anécdotas biográficas que han ido tejiendo una suerte de mito monstruoso en torno a sus modos de dirigir y de relacionarse, en general, con sus contemporáneos (Herr, 2006).
Nuestra propuesta pretende poner en cuestión este “sentido tutor” sugiriendo, a la contra, que la obra de Kubrick también puede ser leída como una profunda apuesta ética y una exploración bien delimitada de los compromisos frente a los que nos sitúa la alteridad. Ciertamente, no se trata de una apuesta aislada ni de un planteamiento nuevo. Algunos autores (Shaw, 2005, p. 296; Zepke, 2007) han apostado por una lectura de su cine más cercana a la “afirmación de la vida”, si bien siempre desde perspectivas directamente inspiradas en los filósofos de la sospecha o del estoicismo. Otros (Chion, 2002; D. Hoffman, 2007) son capaces de rastrear ciertas creaciones de sentido a partir de la obra del director. Recientemente, también se han propuesto algunas estimulantes lecturas a propósito de la circularidad de su tiempo fílmico (Finol, 2016) tras las que se podría construir, de nuevo en una dirección nietzscheana, una suerte de postura ética. Las próximas páginas son deudoras de dichos enfoques si bien, en cierto sentido, intentan proponer un cierto matiz diferencial en esta apuesta.
En general, la lectura ética de las películas de Kubrick se ha realizado casi exclusivamente desde los personajes y sus acciones. Obviando casi de continuo que la gran mayoría de la obra del director consiste en una notable colección de adaptaciones literarias, se ha pretendido tomar como referencia no tanto la forma fílmica como la pura naturaleza de los hechos mostrados. Ni siquiera es necesario volver a las (parciales) teorías de la interpretación de Bordwell (1995) para plantear que la lectura del texto fílmico queda herida de muerte cuando no se atiende a aquello que es, en esencia, lo más característico de su sistema de producción de sentido (Zumalde, 2006, 2011): el uso concreto de la forma, de los estilemas y de los recursos propios de la escritura audiovisual. Más urgente es todavía, si cabe, en un caso como el de Kubrick que no ha escatimado la mostración de gestos profundamente perturbadores –asesinatos, violaciones, mutilaciones-, o la construcción de personajes profundamente perturbadores. Sin embargo, como muy bien supieron ver Javier Marzal y Salvador Rubio en su estudio sobre La naranja mecánica (1999), el uso de la violencia en la obra del director “no suele ofrecer una dimensión apologética o hueca, sino reflexiva (incluso provocativamente reflexiva)” (Marzal Felici & Rubio Marco, 1999, p. 9).
Nuestra hipótesis de partida es que la forma fílmica de Kubrick es portadora de una cierta apuesta ética que tiene que ver directamente con la mostración del Otro en relación con los procesos de empatía del espectador. Al contrario que en otros directores, veremos cómo el acto de la mirada queda problematizado dentro de la disposición estructural de los diferentes planos, generando territorios resbaladizos y de alta complejidad emocional y filosófica que no admiten una lectura “moral”, sino antes bien, una duda “ética”. Para ello, dividiremos nuestra investigación en un recorrido que tenga en cuenta los diferentes niveles narratológicos de significación (Gómez Tarín, 2011): en primer lugar, los elementos referidos a la puesta en escena y puesta en cuadro –con especial interés en los procesos significantes del primer plano-, y posteriormente, los mecanismos relacionados con la puesta en serie.
2. Gestionar la mirada
2.1 A propósito del encuadre
Hay una cierta tensión inicial en la concepción de la imagen de Kubrick y su particular manejo de lo real. Podría pensarse que su estilema principal, por lo menos a nivel compositivo, es esa escala de plano deudora de la perspectiva artificialis en la que se utiliza una ordenación en profundidad del espacio que privilegia un único punto de fuga central.
Tensión, sin duda, entre el aparente control desmedido de la imagen –se privilegia la simetría, la ordenación casi milimétrica- y los elementos dramáticos que recoge. Tensión también entre el programa humanístico inherente a la conquista pictórica de la perspectiva renacentista (Palao Errando, 2004) frente a la brutalidad o la angustia de los acontecimientos mostrados. Podríamos sugerir, en primer lugar, que Kubrick intenta ordenar una forma que sea capaz de contener y gestionar el desorden propio del mundo que retrata.
Tomemos dos ejemplos concretos. El primero de ellos corresponde al sueño del protagonista de la segunda película del director, El beso del asesino (Killer´s kiss, 1955) y el segundo al viaje lisérgico en el interior del monolito en 2001. En ambos casos se trata de planos subjetivos que se construyen en un movimiento frenético de cámara que se abisma en la profundidad de la imagen. Ambos, además, modifican la percepción de lo cotidiano del espectador mediante virados o luces psicotrópicas. El primero de ellos (F. 1) dura apenas unos segundos y se vale de las calles desérticas de la ciudad de Nueva York para proponer una metáfora de la angustia que atraviesa a Dave Gordon (Jamie Smith). El segundo (F. 2) deviene interminable y se arroja hacia el profundo problema de la mostración cinematográfica de lo infinito a partir de la mirada del astronauta Dave Bowman (Keir Dullea).
F.1: El beso del asesino (Killer´s kiss, 1955)
F.2: 2001: Una odisea del espacio (2001: A space Odyssey, 1968)
Ambos planos –ambas miradas de dos personajes curiosamente llamados “Dave”- sugieren territorios visuales que el cine, en su registro de pura máquina reproductora de lo real, no puede retratar con facilidad. El primero apunta hacia una cierta experiencia del inconsciente, convertido aquí no tanto en una narración “descifrable” al estilo de los célebres One Dollar Freuds de la época, sino en pura experiencia sensorial, física. La pura interioridad es difícilmente reducible al orden del lenguaje: ¿la cámara cae, o avanza, o se trata quizá de una inversión de la mirada que pudiera no proyectarse hacia fuera, sino hacia dentro? El segundo, al contrario, intenta que el espectador experimente la absoluta exterioridad, la lejanía definitiva, la frontera misma en la que la dimensión humana (terrestre, familiar, sometida a nuestra concepción del tiempo y el espacio) quede reducida al absurdo cognitivo. No es de extrañar que el fragmento fílmico se titule, muy pertinentemente, Jupiter and Beyond the Infinite (Júpiter y más allá del infinito), título que parece remitir al célebre “Infinito nada” de Pascal y al “silencio eterno de los espacios infinitos” que le aterraba (2012, p. 92).
La misma concepción del plano, como vemos, puede tener usos diametralmente opuestos que soportan, a su vez, dos lecturas éticas opuestas. Del gesto indescifrable del inconsciente –y no está de más recordar aquí que Lacan hablaba del impulso de muerte como “un punto de fuga de toda realidad posible de alcanzar” (Lacan, 2011, p. 31)- hacia la idea posthumana de la superación donde la redención se encarna físicamente en el “niño universo” (F. Wheat, 2000).
Ahora bien, entre estos dos puntos –el interior y el exterior, el inconsciente y el cosmos- se escribe el problema concreto de la alteridad, y con él, la relevancia significante del primer plano.
2.2 El primer plano
En el espacio comprendido entre la radical interioridad y la exterioridad absoluta se encuentra, lógicamente, el Otro y su mostración. Problema visual de primer orden que atravesará toda la obra de Kubrick: ¿cómo incorporar correctamente un rostro en plano dentro de ese universo de encuadres primorosamente compuestos manteniendo al mismo tiempo su potencia visual y su importancia ética? Mientras que autores como Baxter (2005) han tendido a infravalorar la importancia de los primeros planos en el cine del director, estudios como el de Jason Sperb (2006), e incluso en menor medida, el de Mario Falsetto (2001), ponen de relevancia esta complejidad incluso en un sentido más básico: el proceso de humanización de Kubrick –en el caso, por ejemplo, de los planos cerrados sobre el ojo de HAL en 2001- parece moverse en una delgada línea narrativa en la que no podemos escindir con precisión entre el “primer plano” y el “plano detalle” –los propios manuscritos conservados de los diferente rodajes mantienen esta misma ambigüedad usando el genérico close-up inglés.
Lo cierto es que una lectura detenida de su aplicación concreta nos muestra rápidamente cómo el uso del primer plano siempre queda extraordinariamente justificada por un interés específicamente narrativo que o bien mantiene una estimulante ambigüedad o bien opta sin ambages por una visión humanística de ese Otro retratado. Prácticamente desde Fear and Desire (1953) podemos comprobar que los primeros planos no sirven únicamente para manejar los flujos empáticos del público, sino más bien para dar cuenta de subjetividades convulsas en su devenir. Recordemos, por ejemplo, el arranque de La chaqueta metálica (Full Metal Jacket, 1987), con su colección de rostros humanos siendo mecánicamente rapados por esas manos anónimas que podrían pertenecer a cualquier funcionario del ejército. Esos rostros se captan en el momento en el que dejan de ser hombres y comienzan su proceso en devenir-soldados, devenir-máquinas (de matar, que no de desear). El primer plano es la herramienta precisa para que emerja el rostro pero también para captar aquello que se pierde, aquello que pende de la lógica individual del hombre –la inocencia confusa del Recluta Patoso (Vincent D´Onofrio), la sonrisa torpe del Recluta Bufón (Matthew Modine)- y que será convenientemente unificado para que la maquinaria militar cumpla su propósito. Kubrick cierra ese montaje inicial con un gélido plano picado en el que los trozos de pelo, dolorosa fisicidad, quedan aleatoriamente dispuestos en el suelo componiendo una estampa demencial.
El devenir es un tema mayor en el cine de Kubrick que se encuentra, además, en el centro de los problemas éticos de la filosofía continental de finales del siglo pasado. Películas como La naranja mecánica plantean explícitamente el enfrentamiento entre determinismo y libre albedrío: ¿Hacia dónde deviene Álex (Malcolm McDowell) tras someterse a la técnica Ludovico? Y de hecho, ¿tendría sentido utilizar la palabra devenir para referirse a su proceso de castración ética? Lo que aquí nos interesa es sugerir la idea de que Kubrick utiliza generalmente el primer plano como la herramienta clave para explorar este proceso en sus protagonistas. Sin embargo, para someter al espectador a esa pregunta concreta por lo radicalmente Otro se vale de un recurso de montaje –lo que nos permite, de entrada, anticipar el problema de la puesta en serie: el plano-contraplano. Para comenzar a desbrozar este territorio, nos valdremos de un ejemplo concreto: el proceso de (doloroso y violento) devenir que experimenta el personaje femenino principal de Lolita.
2.2.1 El devenir de Lolita (1962)
El primer encuentro entre Lolita y Humbert Humbert es de una importancia narrativa capital para entender la naturaleza seductora de la primera y la caída en desgracia del segundo. Si bien ya había encarado un reto similar a propósito del general enemigo en Fear and desire (1953), aquí el director se enfrenta por primera vez ante la posibilidad de que su público consiga empatizar abiertamente con un personaje moralmente rechazable. La película debe hacerse cargo de la mirada del pedófilo, de su gesto depredador y, al mismo tiempo, mantener una cierta distancia dramática que permita que el público no rechace a Humbert explícitamente. En principio, parecería que la opción más obvia en montaje sería, simple y llanamente, hacer colisionar dos primeros planos de los protagonistas en estructura A-B (Humbert mira a Lolita, Lolita mira a Humbert), si bien, eso implicaría implícitamente situar en el mismo plano de igualdad a los dos personajes, traicionando así la disposición ética básica –no olvidemos que Lolita, después de todo, pese a su aparente carácter seductor y su naciente sexualidad, será la víctima de toda clase de abusos físicos y psicológicos por parte de Humbert.
Por el contrario, Kubrick retrasa y pone en duda el encuentro de ambas miradas mediante una brillante estructura del montaje:
Nº de plano | Descripción |
01 | Plano general de Lolita leyendo en el jardín |
02 | Plano de conjunto desde la hierba que muestra a Humbert y Charlotte a la madre de Lolita (Shelley Winters) saliendo al exterior. |
03 | Primer plano de Humbert contemplando a la adolescente (F.3) |
04 | Plano general de Lolita bajo el sol |
05 | Plano medio de Humbert y Charlotte |
06 | Repetición de Plano 04 |
07 | Repetición de escala de Plano 05 |
08 | Primer plano de Lolita |
09 | Mediante montaje directo al corte, introducción de un plano de La maldición de Frankenstein (Terence Fisher, 1958) |
Tabla 01: Primer encuentro entre Lolita y Humbert. Fuente: Elaboración propia.
En primer lugar, vemos cómo la focalización está situada durante gran parte del lado de Humbert. El plano 03 (F.3) resulta clave para poder enhebrar el resto de la secuencia. Kubrick se detiene en primer lugar sobre el rostro y, mediante un cambio de iluminación que juega con el tejado de la casa, le ilumina en su gesto de mirar a la adolescente. El primer plano de Mason, en un nivel significante, resulta además ambiguo: su expresión no es de placer, ni de sorpresa, ni muestra la crueldad que desatará contra la joven varios minutos de metraje después. Es un hombre perdido, súbitamente atravesado por un tipo de dolor que se mueve peligrosamente en la linde del amor romántico pero que no corresponde con sus normas éticas.
Fig. 03: Lolita (íd., Stanley Kubrick, 1962)
Desde él –desde esa mirada entre la fascinación y la conciencia del desastre que se avecina- podemos entender los planos 04 y 06, que responden no tanto a la creación de un personaje autónomo sino a la mostración visual de esa fantasía que su ensoñación está creando. Incluso en los planos 05 y 07, convenientemente atravesados sobre el cuerpo de Lolita, la sombra de su fascinación reverbera desde el espacio off. Charlotte, la tercera en discordia, es mostrada como ese espantajo ingenuo que queda fuera del juego de miradas entre Humbert y su hija. De hecho, mientras el protagonista masculino realiza auténticos esfuerzos para no mirar a Lolita, la pequeña mantiene su mirada estática sobre el hombre. Sin embargo, la cinta no mostrará aquí explícitamente un primer plano de Humbert siendo mirado por Lolita, sino que antes bien, cerrará irónicamente al contraponer dos primeros planos (08 y 09): el de la pequeña y, acto seguido, el de Christopher Lee con el rostro desfigurado mirando directamente a cámara en una proyección de La maldición de Frankenstein.
Esta colisión final de dos rostros (Lolita-Frankenstein) muestra las dos caras del deseo siempre desde el interior de Humbert. La Otredad queda de alguna manera cortocircuitada y la película abraza abiertamente la perspectiva del pedófilo al reducir a la niña a simple objeto de deseo. Sin embargo, la gran mayoría de comentaristas que detienen su análisis en esta escena se olvidan de pararse a pensar, en paralelo, el último encuentro de Humbert y Lolita. Se trata de una escena inquietantemente compuesta como un juego de espejos que se pliega sobre la anterior. Si allí era el hombre el que salía a la parte trasera de una casa para encontrarse con la niña, aquí la acción se sitúa en el porche frontal y es Lolita la que sale de su interior. De nuevo, Kubrick juega a generar un deseo de anticipación en la mirada del espectador: de la curiosidad morbosa por descubrir a la “nínfula” de Nabokov encarnada a la curiosidad –no menos morbosa- por constatar cómo ha envejecido y cómo la magia de su erotismo ha sido aniquilada.
Sin embargo, la solución del momento dramático es mucho más directa, generando una sensación mucho más asfixiante: Kubrick dispone el diálogo mediante seis primeros planos/contraplanos directos que arrancan con el gesto casi indescifrable de Humbert tras la apertura de la puerta. El hombre ya no “atraviesa ninguna luz”, sino que se queda aplastado en una posición grisácea, bajo un cielo nublado, casi estático. Ella, por el contrario, ha conquistado el don de la palabra y las gafas de sol de la infancia han sido sustituidas por unas notables gafas de pasta que recuerdan, difusamente, a las de su antiguo amante y enemigo de Humbert, el dramaturgo Clare Quilty (Peter Sellers).
Los seis planos que componen el prólogo, anudados en dos únicas escalas –la de Humbert en primer plano y con mayor peso visual a la izquierda, la de Lolita en plano medio reencuadrada por los marcos de la puerta del primer y el último término- son, finalmente, primeros planos que reescriben la escena de seducción a través del tiempo y el dolor vivido. Kubrick se vale de ellos manteniendo un estimulante y difuso margen ético en el que, sin embargo, es la escritura fílmica la que desata el potencial significante. Contra el lugar común, el primer plano de Humbert, pese a su cercanía con la cámara y su mayor peso visual, no transmite sino su “aplastamiento personal”. Al contrario, el de Lolita nos permite aprehender hasta qué punto su personaje ha cobrado una importancia absoluta en el relato y es ella la que, desde entonces, es capaz de tomar las riendas de su vida y zafarse de la trampa del deseo del pedófilo. Se ha roto el icono sexual y emerge el dramatismo de sus consecuencias: el embarazo –cuidadosamente oculto por la blusa holgada de la mujer-, la pobreza –remarcada por las letras sucias y el buzón desvencijado de la casucha en la que vive- y finalmente, el abandono explícito de Humbert, convertido en un saco de dinero lloroso.
Ciertamente, Kubrick está muy lejos de ofrecer una visión edulcorada de la relación sentimental, y sin embargo, sobre la cinta quedará flotando la idea de que Lolita ha sobrevivido mientras que Claire muere tiroteado y Humbert, como nos informa el genérico de cierre, fallece en prisión.
Como hemos podido ver en el breve análisis de estas dos secuencias, lo relevante no es simplemente el uso de un recurso más o menos habitual como el plano-contraplano, sino la complicada disposición de los elementos emocionales –difusa, inconcreta- que implica cada segmento visual. La apuesta de Lolita es, finalmente, una apuesta que requiere una ética: ¿dónde residen las categorías de víctima y verdugo y en qué momento se intercambian? ¿Tiene sentido hablar de justicia o simplemente de tragedia en la última escena? Veremos cómo esta misma idea reaparece, dentro de unas páginas, a propósito de La naranja mecánica.
3. La puesta en serie
Dentro de los recursos narratológicos vinculados con la puesta en serie, Kubrick demostró tener una especial sensibilidad por el uso de las modificaciones y las disposiciones temporales. Más allá de la colección de declaraciones personales en las que señalaba el montaje como “el único aspecto realmente constitutivo del arte cinematográfico” (cit. en Falsetto, 2001, p. XVI), lo relevante fue su capacidad para trabajar la edición tanto a nivel estrictamente microanalítico para generar efectos significantes más allá de los mecanismos clásicos –por ejemplo, en el estimulante y contradictorio recorrido por los salones de la orgía en Eyes wide shut (1999)-, como su capacidad para desplegar complejos juegos macroestructurales en el diseño general de sus películas. Para pensar esta idea, volveremos a recuperar la estructura del epígrafe anterior y desarrollaremos el problema del Otro y el problema del devenir a partir del montaje tomando como base Espartaco (Spartacus, 1960) y La naranja mecánica, respectivamente.
3.1 Espartaco o el montaje hacia el Otro
Es bien sabido que Espartaco fue, antes que nada, un “film de encargo” que Kubrick retomó, in extremis, tras una serie de sonados conflictos entre Anthony Mann y Kirk Douglas por las inevitables luchas de poder durante el rodaje (M. Winkler, 2007). El texto de partida, para más señas, contaba con el trabajo previo de dos destacados marxistas norteamericanos: Howard Fast (escritor de la novela original) y Dalton Trumbo (guionista principal, víctima de la célebre caza de brujas). Sin embargo, el hecho de que el segundo mostrara una y otra vez su desagrado ante las libertades que Kubrick se tomó sobre su texto original muestra, en primer lugar, que el producto final está muy lejos de ser el panfleto nada disimulado que Trumbo había trazado para su flamante retorno a la luz tras los años de prisión y ostracismo profesional (Davis, 2002).
El Espartaco de Kubrick es, sin duda, una cinta mucho más compleja de lo que se intuye a primera vista: péplum desmesurado situado un paso más allá de los territorios manieristas que exploraban los grandes directores del clasicismo en sus respectivos cantos de cisne, la película se cuestiona sobre los agujeros significantes de la Historia y sobre los ciudadanos situados en sus márgenes. No es únicamente una reflexión sobre el poder y sus corruptelas: también realiza un extraordinario retrato de sus víctimas y de sus consecuencias.
A nivel de montaje, Kubrick pone en marcha un diseño narrativo que después será copiado hasta la saciedad: contraponer temporalmente dos mundos en dos tiempos: por un lado, la dialéctica Espartaco/Esclavos, esto es, justificar la función mesiánica y liberadora del protagonista –centro narrativo central y figura privilegiada del punto de vista- gracias a la presentación de su “ejército lumpenproletario”. A su vez, este modelo es presentado en dos tiempos: inicialmente bajo la luz de la redención -la fiesta que celebra la llegada a la playa en la que piensan embarcar para huir del Imperio- y bajo la luz de la catástrofe –tras la masacre inminente que espera en la batalla final.
Ahora bien, el problema que Kubrick encara es, precisamente, cómo dotar de peso narrativo a todos los esclavos, cómo esbozar una cantidad mínima de rostros –niños, ancianos, viudas, mutilados…- que sirvan para ser tomados por el público como portadores coherentes de la idea misma de humanidad – y cómo les vincula, concretamente, con la posibilidad de la liberación encarnada en el héroe. El problema ético de las imágenes es, volviendo a Lévinas, el problema de la justicia histórica con el Otro.
Bien, comparemos en paralelo el montaje de ambas secuencias.
SECUENCIA DE REDENCIÓN: La fiesta en la playa | SECUENCIA DE CONDENA: La noche antes de la masacre | ||
A01 | Plano general diurno del campamento de los esclavos a orilla del mar | B01 | Plano general nocturno del campamento de los esclavos a orillas del mar |
A02 | Plano general de los esclavos danzando alrededor de una hoguera | B02 | Plano general de Espartaco paseándose entre los esclavos que descansan |
A03 | Plano medio de una pareja joven bailando en círculos | B03 | Plano subjetivo de Espartaco mirando al enano que acaricia a un niño que duerme |
A04 | Plano general de tres hombres embriagándose junto a la hoguera | B04 | Plano medio de Espartaco observando a los esclavos |
A05 | Plano medio corto de dos ancianos bailando en círculos | B05 | Plano subjetivo de Espartaco mirando a los ancianos dormidos |
A06 | Plano medio de un niño dando palmas al son de la música | B06 | Plano subjetivo de Espartaco mirando a los hombres que cocinan junto a una pequeña hoguera |
A07 | Plano general de un enano bailando con un perro | B07 | Misma escala que B04 |
A08 | Plano general de la tienda de Espartaco, con los soldados preparando la estrategia para zarpar rumbo a la libertad | B08 | Plano subjetivo de Espartaco mirando a una niña que alimenta a un bebé |
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| B09 | Misma escala que B04 |
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| B10 | Plano subjetivo de Espartaco mirando a una mujer que acuna a su niño |
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| B11 | Misma escala que B04 |
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| B12 | Plano subjetivo de Espartaco mirando a otro grupo de hombres que cocinan junto a una hoguera |
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| B13 | Plano subjetivo de Espartaco mirando a sus soldados trazar la estrategia para la batalla en un mapa |
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| B14 | Misma escala que B04 |
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| B15 | Plano subjetivo de Espartaco mirando dormir a Antonino (Tony Curtis) |
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| B16 | Primer plano de Espartaco |
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| B17 | Plano general de una niña preguntándole a su madre: “¿Cuándo nos vamos a casa?” |
Tabla 02: Comparación de la puesta en serie de la mostración de los esclavos en Espartaco. Fuente: Elaboración propia.
Lo primero que salta a la vista es que tenemos sólidas razones para considerar ambas escenas vinculadas. Las dos cuentan con la misma apertura (Planos B01 y B02), marcada por un punto de vista aéreo. Las dos se construyen en torno a los mismos motivos visuales para representar al Otro: un enano (A07 – B03), una pareja de ancianos (A05 – B05), hombres que comen y beben (A04 – B06 y B12), y por supuesto, niños pequeños (A06 – B03, B08, B10, B17).
Ahora bien, es precisamente en la gestión del punto de vista la que modifica completamente el significado ético de la escena. La primera está construida en torno a un núcleo compositivo circular (la hoguera) y discursivamente funciona mediante la mostración de serie de retratos “populares” que desemboca, mediante montaje, en la mesa de los generales (A08). Hay dos mundos separados: el de los ciudadanos –que gozan-, y el de los gobernantes –que se hacen responsables del bienestar de los demás y aparecen, además, “unidos” dentro del mismo encuadre (F.4).
Fig. 04: Espartaco (Spartacus, 1960)
En contraposición, la segunda está claramente dirigida por la mirada de Espartaco, y funciona como una suerte de inmenso plano-contraplano entre el líder y los suyos. Por un lado, la composición del movimiento mediante montaje es horizontal (Espartaco atraviesa el campamento en dirección a su tienda), y se hilvana gracias a la introducción de nada menos que ocho planos subjetivos (B03, B05, B06, B08, B10, B12, B13, B15). La tragedia inminente se traduce, además, en dos rupturas sobre las normas de la enunciación clásica: dos saltos sobre el eje óptico (B05-B06 y B12-B13) y la constante mirada a cámara de las futuras víctimas. Al contrario de lo que ocurría en la anterior escena, la acción no se clausura tanto en el “diseño” de los “líderes”, sino que reposa más bien en la naturaleza de la víctima. El hecho de que la única “esclava” a la que Kubrick le otorga la palabra esté retratada mediante un plano frontal que no corresponde a la mirada de Espartaco (Fig. 05) genera una quiebra narrativa que pone en primer lugar la tremenda línea de diálogo: “¿Cuándo nos vamos a casa?”.
Fig. 05: Espartaco (Spartacus, 1960)
El diseño de puesta en serie está primorosamente meditado: Kubrick está poniendo en juego la responsabilidad íntima del líder en el fracaso inminente, depositando sobre sus hombros su incapacidad para salvar a ese Otro que se ha conjurado frente a él y que acabará rubricando las lindes de los caminos con forma de cuerpos crucificados. Paradójicamente, de todos esos niños sin nombre que esperan a la muerte y que ocupan nada menos que cuatro planos (B03, B08, B10, B17) no sobrevivirá ninguno: únicamente el propio hijo de Espartaco, todavía nonato, y gracias a un ardid que ni siquiera dependerá de su utópica misión, sino de la conjura entre un esclavista (Peter Ustinov) y un gobernante romano (Charles Laughton). El devenir queda trágicamente arrancado de raíz: el esclavo, incluso cuando parece formar parte de una gesta épica, únicamente puede devenir cadáver.
3.2 La naranja mecánica: A propósito del diseño estructural
En su muy pertinente reflexión al hilo de la estructura de La naranja mecánica, Esteve Rimbau señalaba que la película podía ser leída como una suerte de “ciclo biológico” que –en paralelo al David Bowman de 2001-, concluía con una suerte de hombre nuevo en el que culminaba el diseño simétrico (Rimbau, 1990). Ciertamente, esta idea puede encararse también desde el problema principal que representa la alteridad dentro de la película: ¿quién es el Otro y cómo ejerce, en la segunda parte de la película, su violencia contra el protagonista? La turba de mendigos que se arrojan contra Álex, o el escritor que le tortura hasta llevarle al suicidio… ¿no son, en el fondo, tan demoledoramente humanos que ponen en crisis casi la naturaleza pasiva –esto es, domesticada- con la que muchas veces se quiere revestir la categoría simbólica de la víctima?
De nuevo, volviendo nuestra atención hacia Lévinas, lo que la segunda parte de la Naranja Mecánica pone en juego es aquel momento espeluznante en el que el filósofo, al ser preguntado si podría perdonar a Klaus Barbie, el “carnicero de Lyon”, afirmó: “Si alguien, en su alma y en su conciencia puede perdonarlo, que lo haga. Yo no puedo” (Lévinas, 2006, p. 195). De hecho, lo que Kubrick propone –y muy especialmente, tras traicionar el capítulo final de la novela de Burguess- es darle la vuelta como un calcetín a la base del sistema ontoteológico de Lévinas (2003) para proponer que ciertas existencias, antes incluso de tener opción a elegir moralmente, han sido escogidas por el mal.
La idea es revolucionaria y pone en serios aprietos nuestra concepción –y nuestra tranquilidad- a la hora de trazar los contornos de lo humano. En realidad, la estructura de La naranja mecánica es una estricta inversión del proceso emancipador de 2001. Allí una serie de fuerza superior garantizaba, con su cuidadoso proceso de guía de lo humano, el gesto por el que el bien podía guiarnos hacia una suerte de emancipación cósmica. Al contrario, aquí Kubrick bloquea la idea y pone de relieve que el puro gesto violento de goce es lo que nos preexiste, lo que nos lleva a desarrollar de manera malvada los actos más sencillos de nuestra existencia: de la contemplación (pasiva) a la destrucción total (activa).
Una vez más, como ocurría con Espartaco, Kubrick se vale de la función del plano subjetivo para gestionar el punto de vista proponiendo una amplísima gama significante. Tomemos únicamente dos ejemplos. A propósito de la contemplación (pasiva), baste con recordar ese terrorífico plano en el que Álex, antes de violar a una mujer, le espeta directamente a la cámara “Vidéalo bien, amiguito (Viddy well, little brother” (F.6). Aquí nuestro punto de vista coincide con el de un personaje totalmente inocente y desarmado –el escritor al que acaban de asaltar-, si bien no cabe la menor duda de que el propio director se está refiriendo irónicamente al propio espectador. Este plano cierra el primer bloque de la película –la presentación de la ultraviolencia-, y puede ser tomado también como una cierta anticipación de ese otro plano (F.7) que servirá para cerrar el transcurso inicial y marcar el momento de descenso narrativo del personaje. En esta ocasión, miraremos desde un indefenso Álex cómo las fuerzas de la ley le envían directamente a prisión.
F.6 y 7: La naranja mecánica (A clockwork orange, 1971)
En los dos casos, y al igual que ocurría con Espartaco, nos encontramos con aparentes similitudes significantes: dos personajes masculinos, en el suelo, recibiendo una agresión física, retratados en contrapicado y con ópticas que aberran los cuerpos más cercanos a la cámara generando una impresión de pura pesadilla. Sin embargo, los papeles víctima/verdugo, Yo/Otro, Ultraviolencia/Justica generan una complejísima dialéctica que desactiva la aproximación apresurada. El espectador –y es, en este caso, lo que nos interesa- ocupa esa posición oscilante, en la que tan pronto recibe una suerte de imperativo siniestro (Vidéalo bien) como es directamente acusado (Será tu propia tortura: Le pido a Dios que te torture hasta la locura). La referencia al acto de mirar, en conexión con un Dios lo suficientemente loco como para disfrutar torturando a sus víctimas es una precisa descripción de la propia disposición de las imágenes, de la naturaleza del meganarrador que se esconde detrás de La naranja mecánica. Pero también es una importantísima piedra de toque para que cada espectador se obligue a repensar su propia relación de deseo con las imágenes que consume. Es decir, sobre lo que estamos intentando proponer en el presente artículo: las implicaciones éticas del punto de vista.
4. Conclusiones
Como brevemente hemos creído demostrar, hay una posición ética en el cine de Kubrick que pende del lado de la forma fílmica y no tanto de las peripecias de sus personajes concretos. Esta idea carga contra el sentido tutor que suele deshacerse de las implicaciones y las apuestas humanas de su cine, desechando su filmografía como un gesto puerilmente “nihilista” o “desesperado”. Antes bien: en Kubrick hay una inteligente pregunta por el Otro que se responde desde el interior de la cámara y que podría incorporar, además de los ejemplos ya citados, la secuencia final de Senderos de gloria (Paths of Glory, 1957) –con su plano/contraplano entre las masas de soldados y la cantante alemana- o el estremecedor diálogo final de Eyes wide Shut como el acercamiento posible de un nuevo régimen amoroso. No son ejemplos aislados ni excepciones: a los ejemplos analizados a lo largo del texto podríamos también añadir la crudeza y la precisión en la mostración de un secuestro bélico tal y como aparece en Fear and desire (1953), la pregunta por la violencia en los bajos fondos que retrata El beso del asesino, el retorno de la violencia reprimida en cada una de las escenas clave de El resplandor… Kubrick es consciente de que la única manera de desbloquear una opción ética realista pasa directamente por no aceptar una posición maniquea ni el tono forzado de un “predicador de valores”. Muy al contrario: cuando se toma con una distancia aparentemente cínica un objeto de reflexión –incluyendo la propia naturaleza del mundo en su totalidad en ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú-, se consigue también hacer que en esas costuras sobre lo real emerja la extraordinaria dificultad del acto humano –vivir, habitar la tierra con los Otros. Al arrancar la tranquilidad que parece otorgar una fundamentación de lo ético sobre una base religiosa o política, somos testigos de la fragilidad –y por eso mismo, del valor- de nuestras construcciones éticas.
El modelo que hemos querido proponer parte de una dialéctica: la que se establece entre su composición privilegiada de plano (simétrico, construido con un punto de fuga mayor) y la presencia del rostro del Otro como material fundamental de la expresión fílmica. Es una paradoja que el primer Lévinas reconoció de refilón (2000: 73) y que posteriormente acabaría configurando la célebre imagen-afección deleuziana (1984). En esta tensión emerge una concepción personal de los niveles narratológicos, que hemos intentado sintetizar de la siguiente manera:
a) La evolución de los dos personajes principales de Lolita nos ha permitido comparar cómo el uso del plano-contraplano en su primer y último encuentro propone todo tipo de dificultades activas en el campo de la empatía que no permiten sistematizar con comodidad los lugares de la víctima y el verdugo.
b) En Espartaco hemos comprobado cómo un texto aparentemente “normativo” se vale tanto de dislocaciones formales (saltos sobre el eje óptico, miradas a cámara) para poner en duda la claridad en las relaciones salvador-salvado, líder-ejército.
c) Finalmente, en La naranja mecánica hemos podido trazar cómo el plano subjetivo puede ser utilizado para problematizar éticamente la posición del espectador, sus motivos o sus deseos reprimidos.
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