La revolución ausente. Fantasmas y ecos de Mayo del 68 en el cine documental de Jean-Luc Godard y el grupo Dziga Vertov

 

The absent revolution. Ghosts and echoes from May 68 in Jean-Luc Godard and Dziga Vertov´s cinema

 

Iván Gómez

Universidad Ramon Llull

ivangg@blanquerna.url.edu

 

Resumen:

¿Cuánto duró mayo del 68? ¿Un mes entero o apenas una semana? Los historiadores no acaban de ponerse de acuerdo sobre la duración del mayo francés, pero tampoco sobre sus efectos, y ni siquiera sobre el alcance real que tuvieron los movimientos de protesta y revolucionarios que sacudieron Europa y EE.UU. a finales de los 60 y principios de los 70. El director franco-suizo Jean-Luc Godard, como muchos de sus contemporáneos no pudo, ni quiso, permanecer al margen del proceso y junto al grupo Dziga Vertov se lanzaría a la realización de una serie de películas documentales poco ortodoxas que suponen una extraordinaria contranarración de los hechos acontecidos en aquellos importantes meses de finales de los 60. El director y sus colaboradores evitaron construir una imagen documental directa y explicativa sobre los hechos, y con profética lucidez, prefirieron indagar sobre la imagen ausente, siempre esquiva, oculta, a través de exploraciones que tendrían como punta de lanza experimentos técnicos de montaje sonoro y de imagen. El 68 deja un rastro en los documentales de Godard pero también en varias de sus producciones posteriores. Se diría que el director franco-suizo ya no podría huir nunca más de la imagen de la revolución, o de su valor ontológico y comunicativo. El objetivo del presente artículo es contextualizar adecuadamente la participación de Godard y el grupo Dziga Vertov en el debate político generado por Mayo del 68 y estudiar los motivos que llevaron a estos creadores a realizar determinadas elecciones narrativas y estéticas en las películas que se ocuparon de esos meses de debates, manifestaciones y revueltas.

 

Abstract:

How long lasted May 68? A whole month or just a week? Historians do not quite agree on the duration of French May, but neither on its effects, nor even on the real reach of the protest movements and revolutionaries that shook Europe and the US. in the late 60's and early 70's. Franco-Swiss director Jean-Luc Godard, like many of his contemporaries could not, nor wanted, to remain outside the process and together with the group Dziga Vertov would be launched to the realization of a series of unorthodox documentary films that suppose an extraordinary counter-narration of the events that occurred in those important months of the late 60's. The director and his collaborators shied away from a direct and explanatory documentary image, and with prophetic lucidity, preferred to investigate the absent image, always elusive, hidden, through explorations that would have as spearhead complex technical explorations of sound and image montage. The 68 leaves a trail in the documentaries of Godard but also in several of his later productions. It seems that the Franco-Swiss director could no longer escape the image of the revolution, or its ontological and communicative value. The objective of this article is to adequately contextualize the participation of Godard and the Dziga Vertov group in the political debate generated by May 68 and study the reasons that led these creators to make certain narrative and aesthetic choices in the films that dealt with those months of debates, demonstrations and revolts.

 

Palabras Clave:

Godard; documental; Grupo Dziga Vertov; revolución; Mayo del 68.

Keywords:

Godard; Documentary; Dziga Vertov´s Group; Revolution; May 68.

1. Godard ante la revolución. Un precursor insatisfecho

El historiador Richard Vinen habla del 68 como “ubicuo y remoto a la vez” (2018, p.21). Con ello expresa su carácter esquivo y poliédrico. Con la expresión “el 68” cubrimos un amplio espectro de movimientos sociales y de protesta que cambiaron el panorama político de numerosos países a finales de los sesenta y de los que todavía hoy discutimos su importancia y efectos reales.  A partir de los sucesos de aquel año surgieron innumerables preguntas, tales como: ¿Desde dónde se hace una revolución? ¿En las calles de las ciudades o en las fábricas? ¿En las casas de la gente o en los parlamentos? ¿Cómo se conceptualiza un levantamiento? ¿Cómo se define? ¿Quién está legitimado a participar en él? En aquel momento no sólo los teóricos o los historiadores participaron en esa discusión, sino también quienes más directamente estuvieron implicados en las revueltas. La gente de a pie debatía sobre cuestiones políticas. Los estudiantes tomaban las universidades y los conservadores reaccionaban tildando las revueltas de comunismo barato o de actitudes simplemente antisociales. El británico Enoch Powell, conservador atrabiliario y siempre polémico, clamaba contra la inmigración no blanca al mismo tiempo que era antiestadounidense y contrario a la guerra de Vietnam (Vinen, 2018, p.29). Este tipo de contradicciones parecen definir el espíritu de la época, un momento en el que tantas cosas estaban por decidir y en el que los partidos políticos eran ideológicamente menos homogéneos de lo que cabría pensar.

¿Cuánto duró realmente mayo del 68? ¿Una semana? ¿Un mes? Su duración ha sido siempre motivo de gran polémica. El mayo francés fue, sin duda, corto en el tiempo. Pero no está tan claro que sus efectos no se hayan prolongado mucho más de lo que se puede intuir tras un vistazo rápido y algo despreocupado. Si nos atenemos a lo que sucedió en París, pensemos que las revoluciones del 68 fueron más largas en otros países, puede que estemos ante el levantamiento que tuvo los efectos inmediatos más limitados, pero también el que mayor capital cultural acumuló con el paso de los años. Y ello puede deberse a que el mayo francés fue una revolución, también, de la imagen. La televisión estuvo allí. La prensa cubrió masivamente los sucesos de aquellos días. El cine acudió a la cita sin dilación. Algunas viejas glorias del panteón francés, como Sartre, no pudieron vivir al margen de los acontecimientos. Le pasó lo mismo a Pasolini en Italia. No tenía por qué ser su revolución, pero también lo fue. Todo ello ha suscitado muchas preguntas. ¿Fue una revolución de la imaginación? ¿Acaso fue una protesta más mediática que política? ¿Construida más que fielmente documentada?

Tenemos muchas imágenes sobre el mayo del 68 en París. De manifestaciones, declaraciones, ruedas de prensa, conferencias a pie de calle o en el aula, ocupaciones de fábricas; imágenes televisivas y documentales. Sin embargo, el público general sabía más bien poco de las personas captadas por esas cámaras. Los sujetos anónimos que aparecían en ellas, y que en ocasiones ni estaban identificados, permanecieron en el anonimato (Vinen, 2018, p.39). De la misma manera que no hubo una única manera de entender la protesta[1], tampoco existió uniformidad en la manera de acometer cinematográficamente los eventos que se sucedían. Alrededor de mayo del 68 confluyen diferentes maneras de entender la práctica cinematográfica. De las aproximaciones etnográficas a lo Jean Rouch a las estrategias de combate de un Godard que ya flirteaba desde hacía tiempo con la revolución, por lo menos desde la concepción y el rodaje de La Chinoise (1967).

Es, precisamente, la actitud de Godard la que nos interesa aquí y la que resulta, vista con el tiempo, extraña y profética a la vez. De los trabajos documentales que el director francés realizó para el grupo Dziga Vertov se puede deducir que Godard rápidamente entendió que la pretendida revolución francesa había nacido fracasada, o al menos que había tardado demasiado poco en fracasar. Por ello, en esos documentales que examinaremos a continuación Godard pone el acento en la imagen que falta, en el detalle ausente, esquivo, que la cámara busca inútilmente. Profético o no, el profundo desencanto y la amargura de algunas de esas imágenes contrastan con los documentales de estilo vérité que otros autores reivindicaron como la auténtica imagen del 68.

Sea como fuere, lo que sí sabemos es que la resaca del 68 fue larga y duradera. Jean-Luc Godard constituye un ejemplo extraño dentro de la miríada de cineastas que, de una forma u otra, se han encargado de retratar las revoluciones, las suyas y las de otros. Alguien diría que con su película La Chinoise (1967) Godard detecta hábilmente una serie de tendencias revolucionarias que cristalizarían un tiempo después en el Mayo francés. Esa película, que abraza de maneras algo erráticas la influencia de Althusser y un maoísmo poco convencido, no tendría la continuidad deseada por algunos, ni la que se habría supuesto lógica analizando la trayectoria de Godard[2].

El director vivió, como tantos otros, los sucesos de Mayo del 68 en primera persona. Godard era algo mayor que algunos de sus correligionarios más devotos. Había nacido en 1930 y cuando París ardió ya contaba con casi 40 años. Además, el director ya había acometido su particular revolución contra el establishment con sus compañeros del Cahiers du cinéma, como Truffaut, cuando cargaron frontalmente contra el cine francés más academicista y se lanzaron a hacer películas como Los cuatrocientos golpes o Al final de la escapada. En cierta forma estos conocidos directores ya habían hecho su particular revolución cultural y ahora se encontraban con una explosión imprevista que amenazaba con acabar con la República francesa.

Pero el objetivo del presente artículo es centrarnos en las películas que Godard realizó para el grupo Dziga Vertov. Estas cintas constituyen la particular visión de Godard sobre la revolución que se estaba produciendo y deberíamos preguntarnos qué imagen ofrecen de la misma y a qué obedece dicha representación. Mayo del 68 generó muchas imágenes altamente pregnantes y perdurables, que han excitado la imaginación de generaciones posteriores. Fotógrafos, cineastas, profesionales y amateurs, y lo que es más importante, cámaras de televisión, documentaron las explosiones revolucionarias que se estaban produciendo en diferentes países y ciudades como Estados Unidos, Checoslovaquia o París.

Y aún podemos citar otro detalle en el que Godard fue un absoluto pionero. A saber; en la comprensión de que nada de lo que estaba sucediendo iba a ser contado de manera fiable por sus protagonistas. Al menos se puede entrever una manifiesta desconfianza frente a los métodos documentales más directos y “objetivos”, aparentemente más fiables, pero plagados igualmente de trampas ideológicas. La actitud de algunos participantes activos en las protestas del 68, auténticos “observadores participantes”, que luego han contado su experiencia en forma de memorias y autobiografías, muchas de ellas con inexactitudes e interpretaciones muy discutidas por historiadores e incluso por compañeros de armas, ha generado muchas críticas y reinterpretaciones. Y parece darle la razón a Godard en su búsqueda de aproximaciones menos personalistas a la protesta y el disenso como forma de acceder a una verdad oculta bajo toneladas de imágenes demasiado directas[3].  

 

2. El grupo Dziga Vertov

La televisión estuvo allí. A su manera, todavía con una sensación de insuficiencia provocada por la imposibilidad de emitir toda la revolución en estricto directo y por las presiones y censuras que se recibían diariamente. La televisión había sido decisiva en Francia, hasta el punto de jugar un papel central durante la década anterior al estallido de mayo del 68 (Cascajosa, 2016, p.41). El 13 y el 27 de junio de 1958 Charles De Gaulle había realizado sendas intervenciones televisivas para transmitir a los franceses sus propuestas para resolver el conflicto en Argelia. El 23 de abril de 1961 el mismo De Gaulle realizó una intervención televisiva decisiva para intentar paralizar el golpe de estado de los militares conjurados contra el gobierno de la República (Cascajosa, 2016, p.41). Argelia seguía sobre la mesa.

Los políticos estaban aprendiendo la importancia de la televisión a marchas forzadas. Se producía una indisimulada lucha por el control del medio, hasta el punto de que los profesionales de la televisión se declararon en huelga justo entre el 17 de mayo y el 23 de junio de 1968, en una sonora protesta contra los intentos de censurar la información que se emitía (Cascajosa, 2016, p.41). En varios países europeos podía constatarse que la televisión estaba adquiriendo importancia y que ésta se había convertido también en un agente productor de contenidos, capaz de hacer encargos a profesionales muy diversos. Y así es como Jean-Luc Godard llega a la revolución televisada. Diferentes emisoras de televisión de Europa le encargaron productos documentales para intentar captar los sucesos de la época. Se diría que los restos del mayo del 68. Godard realizó las películas y luego las diferentes cadenas toparon con un material que no era el esperado y que en muchos casos rechazaron. Godard, lejos de intentar captar la imagen de la revolución o la imagen de su después, de su consecuencia, se adentra en reflexiones metalingüísticas sobre el poder de la imagen y de la cámara. En palabras de MacCabe, esas películas, inadmisibles para los directivos de las emisoras, partían de la premisa de que “la imagen resulta incapaz de aportar el conocimiento que proclama; que la cámara no es un captador neutral de la realidad sino un elemento esencial en la realidad que está siendo representada” (2005, p. 241).

La primera película de esta etapa es British Sounds, y está más próxima a un estudio sobre las interrelaciones de la imagen y el sonido que a cualquier otra cosa. Se suponía que sería una película sobre la revolución en Inglaterra, un país que vivía un relativo bienestar y en donde la cultura obrera seguía teniendo peso y presencia pública[4]. La cinta está compuesta por seis secuencias que, en teoría, son un reflejo de las condiciones de sometimiento de la clase obrera.

La idea que Godard parecía tener para retratar la revolución podría resumirse con la secuencia de la cadena de montaje. Mientras nos paseamos por la cadena vamos oyendo pasajes del Manifiesto Comunista de Marx y Engels. Los sonidos llegan entremezclados. El barullo de la cadena de montaje acrecienta la autenticidad del momento. El Manifiesto Comunista no es más que un eco lejano de una revolución que en Inglaterra nunca se produjo, ni ya se la esperaba en 1968 (Vinen, 2018, p.258)[5]. En otra de las secuencias asistimos a una discusión política de los trabajadores de una fábrica de automóviles de Cowley, que se encuentra cerca de Oxford. Pero aquí Godard pretende también decepcionar y romper con las expectativas de los televidentes. Enfoca recurrentemente a quien escucha y no a quien habla. Sus indagaciones sobre la sincronización del sonido y de la imagen parecen ser mucho más importantes para él que la revolución y sus dogmas.

British Sounds fue producida por Kestrel Productions, una empresa creada por realizadores cinematográficos de izquierdas que intentaban aprovechar el nuevo mapa de televisiones británico surgido a partir de la concesión de licencias para canales privados. Estos canales necesitaban productos con cierta urgencia para completar su programación (MacCabe, 2005, p. 242)[6].

Aunque siempre es difícil determinar en cada momento de su vida qué ideología seguía Godard y a qué se debía, más allá de su recurrente desprecio por casi todo lo que no fuera la creación cinematográfica, durante el rodaje de British Sounds se podría decir que era maoísta. Según Mo Teitelbaum, esposa de Irving Teitelbaum, uno de los socios de Kestrel Productions, el rodaje de la película estuvo presidido por “la frustración y la desilusión que 1968 había provocado en Francia, y por un desesperado deseo de recrearlo y reencontrarlo” (en MacCabe, 2005, p.243). Es quizás ésta una de razones por las que Godard opta por una representación más elusiva que explícita, más fantasmal que apegada a una realidad pretendidamente revolucionaria. Como tantos otros, Godard había caminado junto a los jóvenes en mayo del 68 en París, y más allá de que creyese posible o no que el gobierno cayera o que incluso la revolución triunfase, lo cierto es que había asistido en primera persona a la desilusión posterior al levantamiento. De ello se deduce que más que un intento de recreación de la revolución, como describe Mo Teitelbaum, Godard indagaba en las causas del fracaso y las razones de esa desilusión posterior. Su insistencia en las ausencias, los cruces sonoros, los solapamientos y las incongruencias aparecen en British Sounds como algo más que la mera búsqueda de una revolución que, por otro lado, no parecía poder producirse en Inglaterra[7].

Finalmente, London Weekend Television se negó a enseñar la película. El problema no estaba en la lectura del Manifiesto Comunista, ni en las discusiones fabriles. Estaba en la imagen de una mujer desnuda caminando por una casa y recitando fragmentos de un texto feminista de Sheila Rowbotham. Por mucho que queramos ver en el desnudo una actitud moralmente ambigua de Godard, por intentar explicar cómo se produce una revolución mientras cosifica a la mujer revolucionaria, no vamos a encontrar en el director rastro alguno de espectacularización. Godard reniega de la imagen de la mujer como cuerpo erótico u objeto erotizado y lo acaba convirtiendo en un mero agente de una revolución que tiene todas las connotaciones del levantamiento personal, pero no del estallido social. Las críticas vertidas en su momento contra este desnudo no nos parecen justas; se desprende de la puesta en escena que usa el director la voluntad de no espectacularizar ese desnudo.

Godard politizó más sus posteriores producciones. British Sounds no contiene un posicionamiento político muy evidente, más bien parece una enumeración de cuestiones que sociológicamente parecen relevantes en la época (Cesiruelo, 2014, p. 306). Y ello a pesar de la declaración inicial de la película: “La burguesía crea el mundo a su imagen y semejanza. Así que, camaradas, destruyamos esa imagen”. Y de paso también la bandera inglesa, que también aparece en la película como símbolo de la represión y de la libertad ausente.

Godard no encontró la revolución en Inglaterra, así que se marchó a Checoslovaquia. La primavera de Praga había empezado en enero de 1968. Cuando Godard llegó al país centroeuropeo los soviéticos ya habían impuesto sus condiciones, invadido el país y acabado con las esperanzas de renovación de Alexander Dubcek y de otros reformistas. Unos seis meses después de la invasión, la televisión de Alemania Occidental le encargó a Godard un documental sobre el país. La película se tituló Pravda. Aquí la actitud de Godard es más inflexible y desencantada si cabe. Los planos iniciales de la película son un fiel reflejo de su persistente negativa a encontrar verdad alguna a través de la práctica documental. El director traza unas panorámicas sin objetivo claro que, desde la más evidente distancia, nos impiden acceder a la imagen que muestre el efecto de la revolución. La voz en off no ayuda a situarse. Godard, una vez más, desatiende las convenciones que rigen el lenguaje del reportaje televisivo –recordemos que era un encargo para una cadena alemana- y prefiere jugar al despiste o incluso desatender al espectador. Se niega a traducir conversaciones entre los trabajadores checos. En otras ocasiones nos acerca y nos aleja de la imagen sin un propósito claro. Colin MacCabe concluye que “los problemas de la película son los problemas de la tortuosa línea maoísta en Checoslovaquia, que estaba en contra de la invasión rusa pero aún más contra la liberalización checa que la había precedido, siendo ambas cosas ejemplos del pecado mortal del revisionismo” (2005, p. 246).

Pero la experimentación de Godard no se limitó a la cuestión del lenguaje visual y sonoro, sino que alcanzó también a los propios métodos de trabajo de grupo Dziga Vertov. La siguiente película, Vent d´Est (1970), se rodó en Italia y, en este caso, fue financiada por un millonario de izquierdas italiano. Godard pretendía rodar la película tomando decisiones sobre la marcha en asambleas en las que participaran todos los involucrados en el rodaje. En las reuniones anarquistas y maoístas se enfrentaban. Daniel Cohn-Bendit participó en el guion, junto a Sergio Bazzini y el propio Godard. Cohn-Bendit encarnaba al sector anarquista del rodaje, pero al final Godard y su amigo y colaborador maoísta, Jean-Pierre Gorin, se impusieron. De lo planeado por Cohn-Bendit apenas quedó nada en la película (MacCabe, 2005, p. 249), que acabó convertida en una historia sobre cómo y por qué debe representarse la revolución. Aquí la idea expresada por Godard y Gorin no tiene que ver tanto con la imagen que falta, sino que la revolución merece una aguda y tensa discusión sobre qué tipo de imágenes pueden llegar a usarse para representarla y entenderla. Se entabla una discusión a propósito de una imagen de Stalin y sobre los usos que se le dan, desde diferentes opciones políticas, a la imagen del líder soviético. MacCabe define esta película como “la más coherente en su aplicación de la política althusseriana” (MacCabe, 2005, p. 251), y también como un campo de batalla entre las posturas, a la postre irreconciliables, del movimiento 22 de marzo y las de los maoístas franceses (Cesiruelo, 2014, p. 307).

Pero el encargo más arriesgado estaba por llegar. Las olas revolucionarias populares que habían sacudido medio mundo a finales de los sesenta se habían calmado en parte. Tras comprender las enormes dificultades que existen para derrocar un gobierno democrático en un país occidental, algunos miembros de la izquierda radical optaron por la lucha armada. Así surgieron organizaciones terroristas como The Weather Underground, Angry Brigade, RAF, o las Brigadas Rojas. En Rusia, China o Cuba la revolución había triunfado por la fuerza. Con reuniones y discusiones no parecía posible derrocar un gobierno en Francia o Alemania.

En Oriente Medio la situación era muy tensa, y los palestinos se habían radicalizado mucho tras la guerra árabe-israelí de 1967. La Liga Árabe solicitó a Godard y Gorin que filmaran una película sobre la situación de los palestinos. Aquí los dos directores trabajaron directamente sin imágenes de la revolución. Querían palabras, declaraciones, proclamas. De febrero a abril de 1970 filmaron en Jordania y Palestina, pero ni siquiera pudieron acabar la película. Jusqu´à la victoire, así se titula, quedó inacabada. Los fondos de la Liga Árabe se agotaron y Godard y Gorin aceptaron el encargo de rodar una película sobre el procesamiento por conspiración en EE.UU. de ocho manifestantes que habían participado en los disturbios ocurridos en Chicago durante la Convención Demócrata de 1968 –entre ellos figuraban los ilustres Abbie Hoffman y Jerry Rubin-. El film se titularía Vladimir et Rosa y es menos experimental que los anteriores, si bien vemos algunos elementos curiosos, como las interpretaciones de Gorin y Godard en los papeles de Karl Rosa y Vladimir Lenin, respectivamente. El objetivo era ganar algo de dinero a través del nuevo encargo de la televisión alemana y volver a la película sobre la revolución de los palestinos. La situación política en Jordania empeoró y el rey Hussein, amenazado por un posible golpe de estado, decidió reprimir a los palestinos que vivían en el país e inició la campaña el 6 de septiembre de 1970. Los hechos se conocerían como Septiembre Negro, nombre que poco después adoptaría un conocido grupo terrorista palestino en homenaje a las víctimas de Hussein I.

La violencia desatada les impidió acabar la película. Imágenes del film se incorporaron posteriormente a Ici et ailleurs (1974). Es difícil saber qué habría pasado si hubiesen concluido la cinta, pero previsiblemente no habrían encontrado público para ella, como tampoco lo habían encontrado para las películas anteriores del grupo. El grupo siempre vivió al margen de la distribución comercial, al menos en lo que se refiere a los documentales. Cineclubs y universidades constituían su circuito de distribución habitual, en un intento por reciclar incluso los productos rechazados por los canales de televisión.

Puede que eso tuviese incidencia en su decisión de filmar Tout va bien (1972), una ficción financiada por Gaumont que hablaba de la lucha de clases. Y lo hacía con Yves Montand y Jane Fonda en el reparto. Interpretan a un matrimonio, Montand es un director cinematográfico y Fonda una periodista radiofónica; ella recibe el encargo de elaborar un informe sobre la situación política y laboral de Francia. Visitan una fábrica y mientras se encuentran allí, los trabajadores la ocupan, de tal manera que asisten como testigos privilegiados a la lucha de clases, versión “secuestro” de los patronos. El film utiliza los procedimientos de distanciamiento que Godard venía ensayando y que mantendrá en películas posteriores. La secuencia final de la cinta, con el saqueo de un supermercado por parte de los militantes de izquierda, es más la constatación de un fracaso que una glorificación de la violencia como tal. El acto es desesperado en su propia inutilidad y deja al descubierto lo que maoístas desencantados, trotskistas confusos y althusserianos discursivos podían intuir: que la revolución se moría si es que alguna vez llegó a nacer de verdad.

 

3. El encargo nunca realizado: presencias y ausencias en la revolución de Godard

Ese nivel de experimentación en lo formal está muy vinculado al elemento tecnológico. En British Sounds, Pravda y Vent d´Est, pero también en la ficción posterior Tout va bien, se observa una gran preocupación por el tema del sonido, y por las correspondencias o disonancias entre éste y la imagen. Durante esa época el papel que la tecnología jugaba en la imagen cinematográfica o televisiva era una preocupación central, como demuestra la producción teórica y crítica de la revista Cahiers du cinéma. Godard había sido un crítico militante y atento al efecto que la técnica cinematográfica tenía sobre la narración fílmica. Y sus experimentaciones formales con el sonido están estrechamente vinculadas con su visión del montaje como un proceso dialéctico que dota de auténtico sentido a la película[8]. No en vano Godard y sus compañeros durante esta etapa usaron el nombre del director soviético Dziga Vertov, conocido por sus innovadores montajes y su gusto por la realidad documental, para firmar Vent d´Est. La elección de Vertov no es casual. El director soviético cantó las excelencias de la revolución en películas que, como El hombre de la cámara (1929), resultan hoy día imprescindibles por sus hallazgos en materia de montaje.

En cierta forma estas películas del grupo Dziga Vertov suponen un posicionamiento de Godard y sus compañeros de andadura, particularmente Gorin, en el debate sobre la figura del autor que sacudía la teoría francesa en aquellos años. Roland Barthes y Michel Foucault desafiaron las teorías individualistas sobre la autoría. En el caso de Barthes el acento se ponía en los códigos lingüísticos, o los lenguajes que el autor utiliza pero que no son creación de él. Foucault, por su parte, recurría a una idea algo más sistémica, hablando del autor como de una entidad en absoluto estática y que se transformaba por prácticas definidas por ámbitos diversos, como el sistema legal o el editorial[9].

Bien puede decirse que el grupo Dziga Vertov carecía de un ánimo antropológico ortodoxo. Su observación no pretendía ser neutra y ni siquiera se preocupaban mucho de la observación como tal, sino de tejer una red de relaciones visuales y sonoras que concienciaran al espectador sobre la imposibilidad de aprehender esa revolución tan deseada. El dispositivo se hace tan presente que primero vemos la intervención tecnológica y luego su efecto sobre lo real. En otra de las películas del grupo, Luttes en Italie (1970), la protagonista asume los presupuestos revolucionarios no por acceder a una imagen global de la revolución, sino por ver con insistencia una serie de imágenes sobre las que reflexionará para llegar a la conclusión de que su subjetividad es un producto del sistema social y de la lucha de clases (MacCabe, 254). El problema de la representación se resuelve aquí con una gran economía de medios, con signos que nos acercan a los postulados y teorías referidos en el film, y unas pocas imágenes del entorno italiano. La idea es enseñarnos cómo Paola, la protagonista, acaba asumiendo los presupuestos de una teoría que le enseña su posición frente a los mecanismos de dominación del entorno capitalista (Cesiruelo, 2014, pp. 309-10).

¿Qué tipo de revolución defendía el grupo? Se ha analizado en numerosas ocasiones la posición maoísta de Godard. Lo que una parte de la izquierda radical francesa entendía por maoísmo puede hallarse tanto en la organización del trabajo del propio grupo Vertov, como en los fotogramas de algunas de estas películas. La insistencia por la lucha popular, que en las mentes de la izquierda francesa tenía el rostro de los estudiantes blandiendo El libro rojo de Mao (1964) frente a los burgueses recalcitrantes y contrarrevolucionarios, les llevó a abrazar una variante populista del radicalismo de izquierdas que tuvo más peso simbólico que real. Los excesos de la “Guardia Roja” del presidente Mao, así se autodenominaron los estudiantes más radicales de la Universidad de Qinghua en mayo del 66, no quisieron analizarse y se pasaron por alto (Kurlansky, 2004, p.227). La revolución tenía un precio y había que pagarlo. La reacción de Louis Althusser ante el levantamiento parisino del 68 es ilustrativa. En su ensayo Ideología y aparatos ideológicos del Estado (1969-70) dejaba poco espacio para la esperanza, ya que el Estado es un agente represor omnipotente que reproduce sus esquemas de dominación en un conjunto de estructuras que acaban condicionando la ideología de los individuos. Nada escapa al dominio ideológico. La rebelión más auténtica frente a eso no puede más que surgir de la misma base social, del individuo que despierta y se da cuenta de su posición como dominado.    

Se intuye igualmente que aquello que el cineasta da por perdido tiene que ver igualmente con el dispositivo de filmación. Una vez más Godard demuestra una gran previsión al anticiparse a los debates que durante los años 70 cobrarán tanta importancia y que se centrarán en la valoración ontológica del dispositivo cinematográfico. Godard se sumará al debate, pero lo hará de una manera elusiva, reflexionando en este caso sobre el vídeo y su capacidad para captar una imagen; lo veremos en su film Numéro Deux, en donde la imagen se convierte en una incrustación o en un pasaje, reencuadrado, en la que el propio Godard puede aparecer y desaparecer a voluntad (Dubois, 2004, pp. 125-126).

 

4. La herencia

Ya hemos visto que Godard no era ningún niño cuando estallaron las revoluciones del 68. Puede que La Chinoise sea una película en gran medida fallida, pero retrata bien el espíritu de una época en la que ser maoísta significaba confiar en una forma de contrapoder que surgiría de la base popular. Como si de una moda se tratara, el maoísmo recorrió facultades, publicaciones, editoriales y hasta platós de televisión. El verdadero rostro de la Revolución Cultural o los desastres del Gran Salto Adelante se mostraría algo después. Había que estar bien informado y hacer un buen esfuerzo crítico para entender la horrible dimensión de lo ocurrido en China. Como tantos otros comunistas y revolucionarios de izquierda, los maoístas occidentales no estaban interesados en saber lo que ocurría en China, sino que miraban con envidia el triunfo de la revolución, ya fuese en el país de Mao o en la Cuba de Castro.

Las revoluciones del 68, todas ellas de izquierda con la salvedad, podría decirse, de la Primavera de Praga, fracasaron en el orden práctico. Los gobiernos no cayeron en Checoslovaquia, tampoco en Francia, México, Alemania, EE.UU. o Italia. Por no hablar de lugares como España, en donde mayo del 68 no adquirió la dimensión que tuvo en Francia o Alemania. Pero no fue un hecho exento de efectos. En Francia, Charles de Gaulle acabó perdiendo un referéndum de reforma institucional y marchándose; en Alemania el poder fue a parar a un renovado y liberal Willy Brandt; en México, Díaz Ordaz se ganaría muchos enemigos tras las matanzas del 68 y eso a pesar de la organización de los JJ.OO., que le dio visibilidad al país[10]. El 68 tuvo muchos efectos, pero no logró el cambio político e institucional que se había fijado como meta y que, en algún momento, pareció factible. Y este extremo se pulsa bien en los documentales que Godard filmó con el grupo Dziga Vertov. Sea porque se iniciaron tras la ola más fuerte de protestas, o bien porque Godard, desde la perspectiva que le otorgaba una carrera consolidada, fue capaz de pulsar rápidamente el fracaso y el desencanto, esos documentales son la crónica de un fracaso. Por ello insisten en la búsqueda de la imagen ausente, del fuera de campo, de lo que siempre falta, pero el sonido sugiere, como si las imágenes preguntasen una y otra vez cómo puede triunfar una revolución hecha de palabras y sonidos, de discusiones y alusiones, más que de acciones directas.

La imagen directa e icónica de mayo del 68 es la que muestra William Klein al inicio de su estupendo Grands soirs et petits matins (1978). Una discusión en medio de una manifestación. Los participantes discuten si necesitan o no un partido revolucionario para lograr sus objetivos, aludiendo a las diferencias entre Petrogrado 1917 y París 1968. Es una discusión de manual sobre cómo acometer el pretendido y siempre incómodo asalto al poder, y sobre si los estudiantes son hijos de burgueses o no. Klein utiliza técnicas del vérité, coloca la cámara lo más cerca posible de los participantes, busca sus rostros, se mueve buscando un ángulo adecuado. En apenas dos años las discusiones darían paso a un escenario completamente distinto: una crisis económica generalizada que ayudó a desmantelar el consenso socialdemócrata de posguerra en numerosos países occidentales y que trajo de nuevo la inseguridad y la recesión como elementos de un paisaje nuevo, el de la progresiva desindustrialización. Por otro lado, una pequeña parte de los otrora aguerridos revolucionarios urbanos se pasaron a la lucha armada en Europa y EE.UU.

El terrorismo adquiriría también otra cara, algo que ya podía intuirse en el inacabado trabajo de Godard sobre los palestinos, y las acciones de la OLP o de Septiembre Negro sembrarían el terror a lo largo de los 70. El terrorismo asociado a la descolonización no se había enterrado en Argelia, ni muchísimo menos.

Este escenario era adecuado para otra de las constantes del cine de Godard, al menos uno de los rasgos que consolidaría en sus trabajos posteriores; a saber, su desconfianza frente a la imagen entendida como verdad transparente. Es decir, su idea de que la imagen siempre oculta, incluso más de lo que muestra. La imagen, por su propia naturaleza, cuenta una historia oculta que debe saber leerse. La tendencia a la reflexividad y los juegos metaficcionales de numerosas obras de ficción posteriores de Godard indagan sobre este particular. Pero también lo hacen sus numerosos trabajos documentales, que incluyen sus celebradas Histoire(s) du cinéma (1988-98).    

En cierta forma, las imágenes documentales más directas, las de las manifestaciones y sus participantes, nos han permitido guardar un testimonio de la reivindicación, de los lemas, del clima que se respiraba históricamente. Así sabemos, lo oímos, que algunas consignas pedían “libertad de expresión”, que en la manifestación de la estación de Lyon del viernes 24 de mayo de 1968 se pedía a gritos la dimisión de De Gaulle o se clamaba contra el capitalismo que todo lo había inundado. También que el pueblo pedía el poder. La noche del 24 al 25 de mayo fue la “noche más caliente” y las imágenes que conservamos de aquellos momentos han moldeado, también, nuestra percepción de lo que ocurrió (Baynac, 2016, p.290). Pero la imagen documental no lo es todo y, para Godard, ni siquiera es lo más relevante. Es la paradoja que el director exhibe sin complejos. La narración histórica no es únicamente una memoria recuperada, es también una creación. La memoria es creación. Es siempre menos relevante la recreación memorística de un pasado que nunca fue, que la imaginación sobre un futuro que nos aguarda y que puede rastrearse en esas esquivas imágenes de sus documentales para el grupo Dziga Vertov (Durham, 2014, p. 442)[11].  

El montaje es, finalmente, la técnica que acaba revelando y (des)ocultando, yuxtaponiendo en el fondo, las imágenes de una promesa utópica, la de una revolución siempre a punto de producirse, con las de un presente desencantado y casi siempre con aspecto de pasado. Los paisajes gastados, las imágenes pobremente iluminadas, los juegos con el sonido fuera del cuadro, ayudan a desubicar a un espectador que no acaba de visualizar la revolución, ni sus causas, ni tampoco sus consecuencias. Todo se desvanece en un catálogo de imágenes y sonidos que constituyen un perfecto y eviterno archivo para que alguien, tiempo después, sea capaz de volver a discutir y utilizar esas imágenes sobre la revolución ausente.  

 

 

 

Referencias bibliográficas

Baynac, J. (2016). Mayo del 68. La revolución de la revolución. Madrid: Visor Libros.

Beckett, A. (2010). When the lights went out. Britain in the Seventies. Faber&Faber.

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Dubois, Philipe (2004). Cinema, vídeo, Godard. Sao Paulo: Cosac Naify.

Durham, S. (2014). An Accurate Description of What Has Never Occurred. History, Virtuality, and Fiction in Godard. En  Conley, T. y Jefferson Kline, T. (eds). A Companion to Jean-Luc Godard. Oxford: Wiley-Blackwell pp. 441-455.

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MacCabe, C. (2015). Godard. Retrato de un artista a los sesenta. Barcelona: Seix Barral.

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Vinen, R. (2018). 1968. El año en el que el mundo pudo cambiar. Barcelona: Crítica.


[1] A propósito de la diferencia de actitud entre los estudiantes y los obreros en los países occidentales que ha estudiado, comenta Vinen (2018, p.39) que: “La indeterminación en la militancia durante el 68 afectó de manera más evidente –en Europa, al menos- a las clases trabajadoras. Cuando en Francia, Italia y el Reino Unido los obreros iban a la huelga en 1968, a menudo formaban alianzas con otros tipos de militantes [...] los obreros raramente militaron a tiempo completo y pocas veces se consideraron a sí mismos sesentayochistas”.

[2] Colin MacCabe comenta que “resulta difícil, si no imposible, imaginar el compromiso de Godard con el maoísmo sin Althusser”, al tiempo que asegura que el filósofo francés es una de las influencias directas de La Chinoise.

[3] A este respecto cabe consultar Mai 68, un pavé dans leur histoire, 2014, de Julie Pagis. También las críticas vertidas por el intelectual Robert Linhart, antiguo militante maoísta y superviviente de aquella época, en L´établi 1978/1981. Véase el comentario crítico que realiza Vinen (2018, pp.37 y ss).

[4] Sobre el consenso de posguerra véase, entre otros, Ralph Dahrendorf (1990) y Owen Jones (2012). En el terreno audiovisual es muy recomendable el visionado del documental El espíritu del 45 (Ken Loach, 2013). Sobre la cultura obrera de la época véase E.P. Thompson (2012).

[5] Para una caracterización más ajustada del periodo, finales de lo sesenta y principios de los setenta, cabe consultar el excelente When the light went out. Britain in the Seventies, de Andy Beckett.

[6] Entre sus impulsores se encontraba Tony Garnett, productor de la película de Ken Loach, Kes (1969).

[7] Mo Titelbaum cuenta además un episodio curioso e ilustrativo que deja traslucir la actitud de Godard durante aquellos meses. Cuenta que cuando llegaron a la universidad de Essex, que por entonces estaba considerada como una de las revolucionarias, Godard quedó horrorizado ante la buena y correcta conducta de los estudiantes que allí encontró. En MacCabe (2005, pp. 243-244).

[8] Sobre esta línea de pensamiento, que relaciona el dispositivo cinematográfico con el discurso ideológico cabe consultar el excelente volumen Mayo francés. La cámara opaca. El debate cine e ideología, que contiene excelentes textos de Jean-Louis Comolli, entre otros autores.

[9] Godard ya nunca abandonaría la idea de colaboración, una de las claves artísticas de la Nouvelle Vague. Y desde mediados de los sesenta hasta finales de los setenta estuvo preocupado por el proceso de toma de decisiones en el set de rodaje. Tras las experiencias de Passion y Prénom Carmen dejaría de lado este tipo de procedimiento asambleario para centrarse en otras cuestiones (MacCabe, 2005, p. 254).

[10] Sobre los efectos del 68 cabe citar las argumentaciones finales de González Férriz (2018, pp. 241-249).

[11] Esta actitud de Godard puede compararse con la concepción que del arte y el pensamiento tienen dos filósofos importantes para los estudios cinematográficos como son Deleuze y Guattari, cuando hablan de la práctica artística como una “resistencia” frente al presente (1991, p. 108).