DOS INTERPRETACIONES DEL (MISMO) ESPACIO. EL PAISAJE MÍTICO NORTEAMERICANO EN EL CINE (MALAS TIERRAS, BADLANDS, TERRENCE MALICK, 1973) Y EN EL FOTOLIBRO (REDHEADED PECKERWOOD, CHRISTIAN PATTERSON, 2011)

 

TWO INTERPRETATIONS OF (THE SAME) SPACE. MYTHIC NORTH AMERICAN LANDSCAPE IN FILM (BADLANDS, TERRENCE MALICK 1973) AND PHOTOBOOK (REDHEADED PECKERWOOD, CHRISTIAN PATTERSON, 2011)

 

Marta García Sahagún

Universidad Complutense de Madrid, España

mgsahagun@ucm.es

 

Celia Vega Pérez

Universidad Complutense de Madrid, España

cevega@ucm.es

 

Resumen:

El presente artículo analiza el tratamiento del paisaje mítico norteamericano en la película de Terrence Malick Malas tierras (Badlands, 1973) y en el fotolibro de Christian Patterson Redheaded Peckerwood (2011); dos interpretaciones de un caso real: los asesinatos cometidos por Charles Starkweather y Caril Ann Fugate y su huida por el Medio Oeste americano. Se establece un diálogo comparativo entre el cine, la fotografía y el libro, reflexionando sobre las especifidades de cada medio.

 

Abstract:

This article analyzes North American landscape in Terrence Malick's Badlands (1973) film and Christian Patterson’s Redheaded Peckerwood (2011) photobook. These are two interpretations of a real case: the murders committed by Charles Starkweather and Caril Ann Fugate and their getaway through the American Midwest. A comparative dialogue between cinema, photography and the book reflecting the specificity of each medium is established.

 

Palabras clave:

Malas tierras; Terrence Malick; Redheaded Peckerwood; Christian Patterson; fotolibro; paisaje mítico, espacio.

 

Keywords:

Badlands; Terrence Malick; Redheaded Peckerwood; Christian Patterson; Photobook; Mythic Landscape, Space.

 

 

Este artículo se encuentra dentro del Proyecto de investigación PERLAD.

 

Cómo citar: García Sahagún, M. & Vega Pérez, C. (2017). Dos interpretaciones del (mismo) espacio. El paisaje mítico norteamericano en el cine (Malas tierras, Badlands, Terrence Malick, 1973) y en el fotolibro (Redheaded Peckerwood, Christian Patterson, 2011). Fotocinema. Revista científica de cine y fotografía, nº 15, pp. 350-379.

Disponible: http://www.revistas.uma.es/index.php/fotocinema/

DOI: http://dx.doi.org/10.24310/Fotocinema.2018.v0i16

 

 

1. Introducción

A principios de 1958, dos jóvenes norteamericanos, Charles Starkweather y Caril Ann Fugate, emprendieron una huida por los estados de Nebraska y Wyoming que dejó tras de sí alrededor de una decena de muertos. Entre ellos se encontraba la madre de Fugate, su padrastro y su hermanastra. El origen del viaje fue Lincoln, su lugar de residencia, donde la pareja se había conocido hacía ya más de un año. Tras pasar unos días en la casa de ella —y con los cuerpos de sus familiares asesinados—, comenzaron un viaje por el territorio estadounidense que duró aproximadamente dos meses. Finalmente, la policía detuvo a la pareja en Douglas. Él tenía diecinueve años; ella, catorce. Starkweather fue condenado a morir en la silla eléctrica. Fugate fue a prisión, donde pasó diecisiete años hasta ser puesta en libertad condicional por conducta modélica (Newton, 1998; McArthur, 2012).

La historia cuenta con una combinación perfecta de elementos propios del imaginario romántico-criminal estadounidense del siglo XX: la pareja de jóvenes, el coche y el arma. La narración de la huida a través del paraje desértico nos remite a otros recorridos célebres como los que emprendieron Bonnie Parker y Clyde Barrow o Raymond Fernández y Martha Beck[1]. Al igual que éstas, la historia de Charles Starkweather y Caril Ann Fugate también ha servido de inspiración para: la creación de varios libros —Waste Land: The Savage Odyssey Of Charles Starkweather And Caril Ann Fugate (Newton, 1998), Pro Bono: The 18 Year Defense of Caril Ann Fugate (McArthur, 2012), Outside Valentine: A Novel (Ward, 2014)—; canciones —Nebraska (Bruce Springsteen, 1982), Badlands (Church of Misery, 2009)—, cómics —Psycho Killers (Palacios, 2001)—; películas —The Sadist (James Landis, 1963), Stark Raving Mad (George F. Hood, 1983), Malas tierras (Badlands, Terrence Malick, 1973), Kalifornia (Dominique Sena, 1993), Asesinos natos (Natural Born Killers, Oliver Stone, 1994) o Starkweather (Byron Werner, 2004)—; miniseries televisivas como Murder in the Heartland (1993) y el fotolibro Redheaded Peckerwood (Christian Patterson, 2011).

En este artículo se analizan las adaptaciones libres del caso Fugate-Starkweather que hacen Terrence Malick y Christian Patterson en la película Malas tierras y en el fotolibro Redheaded Peckerwood. La selección de estas obras se debe a que son ejemplos paradigmáticos del uso del espacio como elemento narrativo vertebrador del relato. Además, Malas Tierras influyó de manera directa en Patterson, que conoció la historia de los asesinatos –con la que se obsesionó– después de ver por primera vez en 2004 la película de Malick (O’Hagan, 2011).

La comparación de la película y el fotolibro servirá para mostrar la contribución que ambos medios han hecho a la creación y consolidación del paisaje mítico norteamericano. Se analizará el rol del espacio —como elemento microtextual no humano— en la construcción narrativa y estética de la historia por la importancia que tiene conceptualmente este territorio como espacio simbólico tanto en la película como en el fotolibro. En este sentido cabe destacar el viaje físico y metafórico que experimentan, en el caso de Malas Tierras, los protagonistas, y en el caso de Redheaded Peckerwood, el autor, que recorre el mismo camino que años atrás trazaron Charles Starkweather y Caril Ann Fugate en su huida.

En el análisis también se tendrán en cuenta las características físicas y materiales de ambas obras y la manera en la que éstas afectan al relato. Lejos de promover un determinismo tecnológico, lo que se busca con este enfoque es, siguiendo los planteamientos de N. Katherine Hayles, reivindicar la importancia de la materialidad entendida como “the interplay between a text's physical characteristics and its signifying strategies, a move that entwines instantiation and signification at the outset” (Hayles, 2004: 67).

2. Un espacio en dos medios. El paisaje mítico norteamericano en el cine y la fotografía

Como plantea Federico López Silvestre, el paisaje como conjunto es una construcción visual y mental que necesita estudios culturales capaces de “ilustrar su naturaleza conceptual” (2003, p. 287). La idea del mismo es, por tanto, reciente si consideramos este enfoque cultural (López Silvestre, 2004: 16)[1], y de este dependemos para otorgarle una simbología específica. Según Alexander Wilson, la idea del paisaje —que el mundo físico es algo que podemos conocer, disfrutar y controlar—, está históricamente ligado al desarrollo de la ciencia en Europa durante el siglo XVI y XVII:  

The task of that science (initially called “natural) was to establish that a world of fact existed quite apart from human value and intention. During the rise of industrial capitalism in eighteenth-and nineteenth-century Europe, landscape as a cultural practice —particularly in painting— came into its own, only to become devaluated and mystified for much of the twentieth century (Wilson, 1992, p. 14).

Sin duda, con la llegada del cine la estructuración del espacio cobró un nuevo significado. Gracias a las películas ciertos territorios adquirieron una simbología particular para el público al relacionarse con historias concretas o, directamente, con un género en particular. Este es el caso del paisaje del Oeste y Medio Oeste norteamericano, que gozó de gran popularidad a partir a mitad del siglo XX gracias al auge del western. El territorio se cargó de significados, siempre amparando la figura de uno o varios héroes cuya travesía se mezclaba con la dureza de esa extensión desértica, solitaria e inmensa. La importancia de este género no se limita a aspectos como “las cabalgadas, las peleas, los hombres fuertes e intrépidos en un paisaje de salvaje austeridad” (Bazin, 1990, p. 245) sino que:

Estos atributos formales, en los que se reconoce de ordinario el western, no son más que los signos o los símbolos de su realidad profunda, que es el mito. El western ha nacido del encuentro de una mitología con un medio de expresión: la Saga del Oeste existía antes del cine bajo formas literarias y folklóricas, y la multiplicación de los films no ha hecho desaparecer la literatura western, que continúa teniendo su público y proporciona a los guionistas sus mejores asuntos (Bazin, 1990, p. 245).

Para Bazin, una lectura más profunda de los westerns revela que están compuesto de “mitos en estado puro” (1990, p. 247). Así, las historias de este género construyen la propia mitología americana y, en esta línea, configuran los elementos que en ellas se encuentran. Sucede que, como apunta José Félix González Sánchez, “los Estados Unidos han forjado a través del western ese pasado mítico del que carecían” (2010, p. 120). Como afirma Straehle Porras basándose en Gluksman (1964), el género llegó a establecer “una relación con la leyenda próxima a la de la tragedia griega con su propia mitología” (2012, p. 217). Según el autor, lo que siempre aporta este relato son los valores norteamericanos. Y es precisamente en esta creación de sus historias míticas donde se entiende que las características se han extrapolado, lógicamente, al espacio. Thomas Elsaesser y Malte Hagener señalan que “El western, como género americano por antonomasia, tiende a cargar con significados mitológicos distintos tipos de marcadores espaciales y puntos de cruce (…)” (2015, p. 52). Los autores remiten precisamente, a Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956) para introducirnos la noción de puerta como umbral que separa la realidad y la ficción en la historia. Esta es también, a su vez, un símbolo de la frontera como elemento esencial del territorio norteamericano[2] (Elsaesser y Hagener, 2010, p. 52). Esa puerta que enmarca el paisaje americano en el film tanto al principio como al final nos sitúa fuera de él y a la vez lo enmarca. El paisaje cumple la función de contenido dentro del “cuadro” y mitifica el espacio como elemento de la pantalla desde esa posición oscura que es el interior de la casa, que no es sino una representación del interior de la sala de cine.

El impacto cultural que conllevó este tipo de películas hizo que directores de diferentes nacionalidades reinterpretaran este espacio como el paisaje “típicamente americano” desde su visión foránea. El western sirvió para mitificar ese espacio, que dejó de ser propiedad exclusiva del género para utilizarse en todo tipo de films, marcado para siempre por la huella del mito. La evolución de este territorio se expandió, por tanto, a otros géneros, sin dejar de reafirmar esa identidad americana que le había otorgado características simbólicas nacionales. De este modo nos encontramos con dramas como Paris, Texas (Wim Wenders, 1984) o American Beauty (Sam Mendes, 1999) herederos de la simbología de este espacio. Mendes aseguró que para las imágenes del suburbio en el que vivían los protagonistas de su film se inspiró en el paisaje de la película de Wenders donde los personajes deambulaban perdidos. El director inglés, tras el visionado de Paris, Texas, tuvo una importante revelación para su carrera: se podía hacer “a contemporary film that feels like a mythic landscape” (BFIEvents, 2014). El paisaje norteamericano podía reinterpretarse:

It was an european viewing America as an outsider (…) The way Wim Wenders uses the shifting landscapes of America… to me is the mythic West. It is in touch backwords to the work of people like John Ford. You know the image of Travis leaving at the end, the Harry Dean Staton character going back to… well, you don’t know where, but going back to wondering again (…). It’s kind of and somehow related to John Wayne leaving at the end of The Searchers (BFIEvent, 2014).

Este espacio se convierte en un referente norteamericano que hilvana el mito a través de todo tipo de films, desde el cine clásico al contemporáneo. Las road movies se adueñaron de esta tradición para narrar los largos viajes de sus protagonistas por estos parajes. Giampiero Frasca considera que transforman la carretera en un texto que es capaz de:

Contar el espacio mismo y sus contradicciones internas, espejo fiel de una cultura norteamericana que ha asumido el tema del viaje y del movimiento como metáfora de su propia existencia, como si el desplazamiento constante, la disposición sistemática al dinamismo, fuera el gesto característico de una nación entera (2001, p.3)

Según el autor, existen tres niveles de atribución de sentido al espacio en la road movie: una dimensión denotativa —corresponde al espacio diegético—, una dimensión arquetípica —resultado de la construcción cultural— y una dimensión simbólica, basada en la confrontación entre las dos primeras, que relaciona los grandes espacios del continente con las significaciones culturales dentro del contexto de un relato particular (2001).

Jaime Correa afirma que “la sensibilidad antigenérica se manifiesta en los primeros road movies a través de una exacerbación de los marcadores de algunos géneros clásicos de Hollywood, en especial (pero no exclusivamente) de la película de gánsters (Bonnie & Clyde [Arthur Penn, 1967]) y el western (Easy Rider [Dennis Hopper, 1969])” (2006, p. 273). Esto nos conduce al interés del pueblo estadounidense por idealizar la figura del criminal, lo que no es sino el resultado de lo que Douglass denominó la “tragedia americana”: “This is the American tragedy. The American ideal of success allows the audience to identify with the gangster’s ambitions while the inevitablity of his death eases their conscience as they participate vicariously in the brutal means he uses to reach the top” (1981, p. 30). Así, como apuntaba Bauman, históricamente la figura de referencia social pasa de ser un mártir a un héroe, y de este a celebridad (2010, pp. 57-71). El criminal estadounidense pasa a formar parte vital de este escenario que protagoniza: “El automóvil, la carretera, la pareja en fuga se han convertido en algunas de las imágenes más duraderas del cine norteamericano, una semiología del escape, la seguridad, el aislamiento y la muerte violenta” (Kolker, 2000: p.42). El espacio norteamericano se convirtió, por ende, en el lugar de representación de esas historias.

Además del desarrollo de los medios de transporte, la conquista del mundo salvaje, de la wilderness, implicó el desarrollo de una tecnología de la representación que permitiera también apoderarse del espacio, pero de una manera simbólica en este caso. El país fue considerado como un gran paisaje virgen del que había que apoderarse, y fueron las artes visuales las que debieron aceptar gran parte de este desafío (Correa, 2006, p. 280).

El cine no hizo sino recoger el testigo de otras artes que ya habían tomado en la representación del espacio norteamericano:

Fue así como a la pintura de paisaje y, a partir de la segunda mitad del siglo diecinueve, a la fotografía, les fue encomendada la misión de ser testigo del avance de los colonizadores en su viaje hacia lo desconocido. El progreso vertiginoso de la técnica fotográfica llevó con relativa rapidez a la invención del cine, y éste no tardó en convertirse también en un elemento esencial en la prolongación del mito de la frontera en el siglo veinte (Correa, 2006, p. 280).

La fotografía, por tanto, contribuyó también a la creación de un paisaje mítico norteamericano. Desde sus inicios, que coincidieron en el tiempo con el periodo de expansión de la frontera de los Estados Unidos de América hacia la costa del océano Pacífico, se vio el potencial del nuevo medio, “un proceso químico y físico que le proporciona [a la naturaleza] el poder de reproducirse a sí misma” (citado en Batchen, 2004, p. 70). A mediados del siglo XIX los fotógrafos, con la participación activa del gobierno, encargado de financiar las expediciones, comenzaron a registrar con sus cámaras el Oeste americano, documentando desde las montañas más altas hasta los cañones más profundos. Sus fotografías promovían la imagen de un territorio de una naturaleza sublime —en consonancia con la estética de los pintores de la Escuela del río Hudson— y suponían una evidencia visual de la bendición divina otorgada a la nación americana (Sandweiss, 2002: 2). De este modo, el paisaje mostrado en esas primeras fotografías del Oeste —realizadas por Carleton Watkins, William Henry Jackson, Timothy O’Sullivan, John K. Hillers y William Bell, entre otros—, cargado de connotaciones religiosas que lo vinculaban a lo que podría considerarse como la tierra prometida, servía como justificación para la colonización.

Una vez terminada la conquista del Oeste, en las primeras décadas del siglo XX, las fotografías de paisaje fueron empleadas para promocionar un turismo incipiente vinculado a la creación de los Parques Nacionales. Estas imágenes muestran un paisaje pintoresco, una naturaleza domesticada y adaptada a las necesidades de la sociedad de consumo:

Nature was redesigned, we might say, for middle-class convenience and efficiency. With the active participation of government and private enterprise, wilderness scenery became good business. In this enterprise, photography rapidly surpassed other modes of graphic illustration to play a central role in merchandizing landscapes for public consumption (Bright, 1985).

Durante la primera mitad del siglo XX, los fotógrafos se aproximan al paisaje desde un formalismo que ve, en la naturaleza, la expresión de las emociones del fotógrafo en el instante de la toma (Bright, 1985). Los principales representantes de esta corriente —fundamentalmente Ansel Adams y Edward Weston—, aunque con una intención distinta, centrada en las posibilidades de la fotografía como medio artístico autónomo, reflejaban en sus imágenes una estetización del territorio que también mostraban el cine y la televisión.

Popular Sierra Club publications illustrated with images by Adams, Eliot Porter, and others celebrated this same sanitized and spectacularized conception of the natural world also promoted by Walt Disney in his wildlife films and which served as the setting for the period’s ubiquitous TV westerns (Bright, 1985).

Las fotografías de paisaje de Adams y Weston contribuyeron así a reforzar la idea del Oeste Americano como un espacio virgen, salvaje, grandioso y sublime, de nuevo con connotaciones religiosas que vinculan este territorio con el Jardín del Edén, en consonancia con las políticas conservadoras norteamericanas de los años cuarenta y cincuenta (Bright, 1985; Dennis, 2005).

Paralelamente y en contraste con la belleza intemporal y la grandiosidad de estas obras, en la década de los treinta una serie de fotógrafos, por encargo del gobierno, se dedicaron a documentar las condiciones de vida de los habitantes de las zonas rurales de Estados Unidos durante la Gran Depresión. Los fotógrafos de la Farm Security Administration (FSA), organismo destinado a combatir la pobreza rural, viajaron a lo largo del país fotografiando las consecuencias de la crisis económica. El paisaje ya solo interesa como fondo en el que se desarrollan las historias de las personas que lo habitan y en las raras ocasiones en las que el territorio se convierte en el protagonista de una fotografía, como en Skull, Badlands, South Dakota de Arthur Rothstein lo hace con la intención de reforzar ese mensaje de pobreza y de muerte. Las cascadas, las montañas nevadas y la naturaleza exuberante de las fotografías de los paisajistas dan paso a calaveras, tierras baldías y chozas de madera, pero sobre todo a rostros demacrados por el duro trabajo en el campo.    

Volviendo al ámbito de la fotografía artística y al tema de la representación del paisaje norteamericano, resulta inevitable hacer referencia a la exposición “New Topographics: Photographs of a Man-Altered Landscape” comisariada por William Jenkins y que tuvo lugar en 1975. En ella se mostró el trabajo de una nueva generación de fotógrafos —Robert Adams, Lewis Baltz, Joe Deal, Nicholas Nixon, Frank Gohlke, John Schott, Henry Wessel Jr. y Stephen Shore—, cuya influencia será decisiva en el posterior desarrollo de la fotografía norteamericana. Estos artistas se alejan de las convenciones tanto del paisaje sublime de los fotógrafos del grupo f/64 como del dramatismo documental de los fotógrafos de la FSA al tiempo que sientan las bases de una estética basada en la objetividad, en el “no estilo” y en la inexpresividad deudora de la obra de Edward Ruscha. En este tipo de imágenes, la naturaleza inalterada y poderosa que aparecía en las fotografías decimonónicas de Tim O’Sullivan y en las instantáneas de Ansel Adams es sustituida por una naturaleza humanizada en la que empiezan a aparecer símbolos de la decadencia de un sueño americano que toca a su fin:

Yet much of the western “expansion” pictured by the New Topographics photographs consists of mobile homes, impoverished former boomtowns, lower-middleclass housing tracts, and other signs of the lost American Dream still conventionally signified by the West. While far from overt or obvious, the images also neither sentimentalize “nature” nor simply condemn these interlopers on the Western landscape (Dennis, 2005).

En la segunda mitad del siglo XX, el paisaje mítico norteamericano se transforma en un espacio urbano o semiurbano dominado por elementos característicos de la cultura popular estadounidense —neones, coches, gasolineras, moteles de carretera, diners y bungalows— en el que es evidente la influencia de pintores como Edward Hopper. A partir de entonces se abandona la distinción polarizada entre naturaleza y cultura, que dominó las artes visuales estadounidenses de las primeras décadas del siglo —y que en parte había sido resuelta en la obra de Charles Sheeler (Schulz, 2009)—, y los fotógrafos comienzan a interesarse por lo banal y lo cotidiano que, capturado por la cámara, se vuelve extraordinario y relevante.

El interés de Christian Patterson por la cultura y el territorio estadounidense aparece ya en su primer libro, Sound Affects, una serie de fotografías de Memphis, la cuna del rock y el hogar del blues en las que el color tiene un papel fundamental y en las que se aprecia la influencia de William Eggleston, de quien fue asistente. En el libro aparecen numerosos elementos que el lector identifica con Estados Unidos: letreros, coches, una jukebox, entre otros. En Redheaded Peckerwood, su segundo fotolibro, explora otro tema propio de la mitología norteamericana, la pareja de criminales adolescentes, un tópico muy explotado en el cine. La carretera y el mapa son los ejes sobre los que se construye el relato que comienza con la confesión de los asesinos y termina con su juicio y condena. La parte central del libro funciona como una road movie en la que la pareja cede su protagonismo al fotógrafo que recrea su huida de Lincoln a Douglas más de medio siglo después.

4. Una lectura idealizada del paisaje norteamericano. La interpretación del espacio en Malas tierras

Malas tierras, el primer largometraje que realizó como director Terrence Malick, hace referencia al espacio desde su propio título. Estas malas tierras se caracterizan por conformar un paisaje árido y desértico que podemos encontrar, entre otras zonas, en los estados de Dakota del Sur, Dakota del Norte o Nebraska. También Redheaded Peckerwood, el fotolibro de Christian Patterson, incluye en su título una referencia espacial y social. “Redheaded peckerwood” era el mote que los compañeros de colegio pusieron a Charles Starkweather, y es que la palabra “peckerwood” se utilizaba como un insulto para designar a los campesinos blancos de escasos recursos económicos que vivían en las zonas rurales de los Estados Unidos. El hecho de que ambos autores hayan decidido emplear términos —con connotaciones peyorativas— ligados a un determinado territorio en el título de sus obras refleja la importancia que otorgan al espacio real y metafórico.         

El espacio tiene un papel fundamental en la película de Malick. No solo se hacen continuas referencias a él y a su belleza, sino que se convierte en un elemento repleto de simbolismo que recoge la esencia de la historia: la soledad de dos jóvenes que persiguen, de algún modo, el sueño americano (Kenyon, 2014). Bignell entiende Malas tierras como el traslado de un espacio a otro donde se equipara el viaje interior con el exterior y, por tanto, a la trascendencia:

Badlands can be regarded as constituted by a movement from one space to another (from town to prairie to airport, or from home to nature to sky) where the narrative journey of the road movie as a journey to the inside of the self contrasts with the journey from contained spaces to open spaces of transcendence (Bignell, 2005, p. 49).

En esta dirección se produce la huida de la civilización de unos personajes marginales —por dos motivos: por soñadores y por criminales— y la identificación con las tierras solitarias donde se adentran. El territorio conforma un paisaje-identidad, ese que “por los signos que presenta permite a los grupos humanos situarse en el tiempo y en el espacio e identificarse con una cultura y con una sociedad” (Giménez & Lambert, 2007, p.21 sobre Bonnemaison, 2004, pp. 60-61)[1]. El paisaje presentado por Malick permite esta contextualización: es propiamente norteamericano y la historia que sostiene se desarrolla en torno al mito romántico de la huida. Como apunta Michaels: “The sad mystery of Badlands emanates from Kit’s and Holly’s limited self-awareness and arrested responsiveness, conveyed through the vacancy of the vast landscape that so often surrounds them” (2009, p.30). El paisaje-identidad les rodea, les envuelve con toda su vacuidad. Las imágenes de esos lugares son epifanías de la esencia de la película: serenas y evocadoras. Y esta es una de las características esenciales del cine de este director. Como señaló Bill Paxton sobre Malick:

He knew how to set his characters against the landscape. There's this wonderful sequence where the couple have been cut adrift from civilisation. They know the noose is tightening and they've gone off the road, across the Badlands. You hear Sissy narrating various stories, and she's talking about visiting faraway places. There's this strange piece of classical music [an ethereal orchestration of Eric Satie's Trois Morceaux en forme de Poire], and a very long-lens shot. You see something in the distance —I think it's a train moving— and it looks like a shot of an Arabian caravan moving across the desert. These are moments that have nothing to do with the story, and yet everything to do with it. They're not plot-orientated, but they have to do with the longing or the dreams of these characters. And they're the kind of moments you never forget, a certain kind of lyricism that just strikes some deep part of you and that you hold on to (Monahan, 2003).

En Malas tierras, Kit y Holly son los jóvenes que huyen desde Fort Dupree (Dakota del Sur) hasta Montana[2]. En el camino, dejan la civilización de lado para adentrarse en paraje salvaje norteamericano. La película fue rodada en el verano de 1972 en el sureste de Colorado, los sitios del Dust Bowl y el sur de Dakota (Michaels, 2009, p.107). Estos lugares no coinciden con el recorrido de los personajes ficticios y, mucho menos, con el de Starkweather y Fugate. Tampoco la época del año se corresponde con la de la matanza perpetrada por la pareja (enero de 1958). De hecho, la película se aleja de la representación de lo real al sentenciar en los títulos de crédito: “This motion picture is fictional and is not intended to depict real events or persons. Living or dead”.

A diferencia de la película, el fotolibro tiene una vocación documental —aunque como se verá más adelante se trate de un documental apoyado en una visión subjetiva que a veces se aleja de la realidad de los hechos—. El modo de trabajar el espacio de Patterson difiere mucho del que empleó Malick. El fotógrafo viajó por los estados de Nebraska y Wyoming siguiendo los pasos de Fugate y Starkweather en intervalos de dos semanas del mes de enero durante cinco años seguidos. Así, fotografió la casa de unos vecinos de la familia de Caril Ann-Fugate —la suya se demolió hace años— (O’Hagan, 2011) al lado de la cual aparece una señal de tráfico que reza “dead end”, un juego de palabras que alude metafóricamente a los hechos trágicos que allí ocurrieron y a la huida de la pareja. También registró el paisaje nevado del medio oeste que recrea el invierno de 1958 en el que se cometieron los asesinatos. Este tipo de representación contrasta con la imagen idealizada que ofrece la película, ambientada en la época estival.

Al contrario que Patterson, Malick no tenía interés en contar una historia real, sino una desde un punto de vista mágico. De hecho, concibió Malas tierras como un cuento de hadas:

I wanted the picture to set up like a fairy tale, outside time, like Treasure Island. I hoped this would, among other things, take a little of the sharpness out of the violence but still keep its dreamy quality. Children's books are full of violence. Long John Silver slits the throats of the faithful crew. Kit and Holly even think of themselves as living in a fairy tale. Holly says, "Sometimes I wished I could fall asleep and be taken off to some magical land, but this never happened." (Walker, 1975, pp. 82-83)

Esta magia impregna la pantalla de una textura de ensueño y conforma una imagen idealizada de esa tierra árida e inmensa. El territorio se entiende precisamente como esa tierra mágica cargada de significados cuyos valores identificamos con los de los protagonistas. Para la consecución de estos contrastes Malick incorpora la estética propia de los cuentos de hadas al paisaje violento del Oeste y a la acción rebelde de las road movies:

[Badlands] is a hybrid mix of youth rebellion text, road movie, and western, drawing upon and interrogating these traditional forms to construct and ambiguous and provocative film that resists comforting resolutions or moral closure. (…) Badlands is about re-expreriencing the formative frontier dream of the West though the eyes of disconnected, alienated youth in 1959 (…) (Campbell, 2012, p. 40).

Uno de los gestos fundamentales que utiliza el director, y que evidencia su dominio del lenguaje cinematográfico es el movimiento envolvente de la cámara, que utiliza desde el primer plano de la película. En esta escena, Holly juega con su perro en la cama mientras la cámara la rodea formando una semicircunferencia. Interpretado de distintos modos[3], lo realmente curioso de esta secuencia inicial es que la voz en off que acompaña la película resume los puntos clave de la vida de la chica: su madre muerta, el traslado desde Texas y la relación con su padre. El contraste entre lo que dice la voz y lo que muestran las imágenes se sucede durante gran parte de la película.

De este modo, también resulta irónico cómo al final de la película Holly habla sobre su matrimonio con otro hombre denostando cierta domesticidad y falta de pasión mientras el avión eleva a los jóvenes hacia el cielo (Bignell, 2005, p.49), ese que los ha acompañado prácticamente durante todo su viaje; símbolo último de libertad y protagonista del plano final de la película. Y precisamente acaba cuando observan por la ventana al mismo sol que iluminaba los parajes de la América que han recorrido y se encuentran, como los soñadores, por encima de las nubes (F1).

F1. Escena final de Malas tierras.

F2. Christian Patterson. “Landscape on Fire” de la serie Redheaded Peckerwood.

El movimiento de cámara no solo acompaña a los personajes en sus paseos o en sus viajes en coche, sino que también se desplaza por el paisaje, e introduce al espectador en el mismo. El umbral al que se referían Elsaesser y Hagener permite la diferenciación entre realidad y ficción, pero la experiencia del espectador cambia. Da la sensación de que nos movemos por el paisaje, de que nos desplazamos por él.

A su vez, los personajes entran y salen de los planos desde distintos ángulos y se posicionan en lugares estratégicos que permiten a Malick crear la perspectiva suficiente como para que se aprecie la profundidad de las imágenes. Esto, de nuevo, incide en la introducción del espectador en la historia y, por supuesto, en el espacio. La composición de la línea del horizonte tiene la una proporción típica del western norteamericano, en especial el de John Ford, que poseía dos tercios de tierra frente a uno de aire. El espacio, en estas imágenes, apela a un universo muy concreto (F3). En el caso del fotolibro, estas proporciones de tierra aumentan, dejando un lugar mucho más pequeño al cielo (F4).

El espacio en el film se encuentra también representado a través de planos detalle que enfocan nubes, animales, ramas o insectos. La cámara de Malick capta lo general y lo particular para establecer un dominio absoluto del territorio y de la naturaleza que también demuestra en sus en films posteriores. Lo más impactante es que, habiendo trabajado con tres directores de fotografía para esta película (Brian Probyn, Tak Fujimoto y Stevan Larner), tenga tanta unidad y coherencia estilística (Gilbey, 2008).

F3. La perspectiva de Malick a través de la línea del cine y la posición de los dos personajes.

F4. Christian Patterson. Página del fotolibro Redheaded Peckerwood.

Sin embargo, no todas las referencias parecen remitir a la cultura cinematográfica y norteamericana. Existen ciertos planos y secuencias en donde Malick parece haberse inspirado en obras clásicas de la pintura, como cuando prenden un fuego en la llanura desértica donde es inevitable recordar El Ángelus (1857-1859) de Jean F. Millet (F5).

F5. Escena de Malas tierras que remite a El Ángelus de Millet.

Desde un enfoque textual, el guion de la película incide en la belleza de los parajes que los protagonistas atraviesan. Esto se aprecia de modo directo en los diálogos, donde no extraña oír a Holly decir que ha aprendido a amar al bosque o a Kit exclamar “¡qué maravilla!” frente a una gran planicie. La primera vez que se acuestan juntos, en la orilla del río, Kit interrumpe a Holly para señalarle cómo ha caído al río un árbol, lo que molesta a la joven. Él, como recuerdo de ese momento, se lleva una piedra. En otra ocasión ella tiene hambre y él sugiere que coma raíces. La relación de los jóvenes con la tierra, en concreto la de Kit, es cuanto menos curiosa. El chico manda sus recuerdos en una caja al cielo, que eleva gracias a un gran globo. En otra escena, los entierra en el suelo. Así, dice, cuando los desentierren podrán escribir una novela sobre ellos. La trascendencia de la tierra, el contacto con ese territorio casi inmutable y la relación que mantienen con ella hacen que surja una consciencia de historia, mito o leyenda en la mente del joven. La leyenda prevalece así sobre los hechos, lo que realza el carácter heroico e idealizado tanto del espacio como de los hechos que se producen sobre él. Como apunta la célebre frase con la que finaliza El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, John Ford, 1962): “When the legend becomes fact, print the legend”.

En Malas tierras la identificación entre personajes y paisaje es constante, incluso en el plano moral. Los protagonistas son asesinos, pero los vemos deambular por el espacio como niños, acompañados de la cándida pieza Música poética de Carl Orff y Gunild Keetman o de la ligera Trois morceaux en forme de poire de Satie. Igualmente, no podemos ver esas malas tierras a través de la óptica de Malick. Solo nos es posible captar la belleza de un paisaje voluntariamente idealizado. El director despliega la magia de un cuento de hadas entre criminales que huyen por la geografía americana. Muestra un espacio donde es fácil adentrarse gracias a diversos elementos formales y textuales propiamente cinematográficos.

 

5. Fragmentos, símbolos y materialidad en Redheaded Peckerwood

En 2011 Christian Patterson publicó con la editorial Mack su segundo fotolibro, Redheaded Peckerwood, basado en la truculenta historia de Charles Starkweather y Caril Ann Fugate. Patterson dedicó cinco años a este proyecto, tiempo que consagró a investigar el caso de los adolescentes criminales, a recorrer Nebraska y Wyoming siguiendo los pasos de la pareja, a fotografiar objetos y paisajes y a recopilar documentos con la intención de reconstruir, más de cincuenta años después, la historia de los asesinatos y de la fuga protagonizada por los jóvenes. El resultado es un relato fragmentado en el que se mezclan realidad y ficción, pasado y presente, blanco y negro y color, imagen y texto. A diferencia de la película, en la que hay dos claros personajes protagonistas, el fotolibro se vale de documentos, objetos y paisajes cargados de simbolismo para contar la historia de una pareja ausente —el único espacio que comparten Charles Starkweather y Caril Ann Fugate es la fotografía de la portada y de la contraportada; una imagen desvaída de dos jóvenes aparentemente felices cuyos rasgos apenas pueden distinguirse y que contrasta con la brutalidad, no exenta de cierto humor, que el lector se encuentra en el interior—.

El interés documental del trabajo de Patterson aparece en las primeras páginas del libro, que reproducen lo que parece ser una confesión, llena de faltas de ortografía, de los autores de unos terribles crímenes. A esta le sigue un mapa en el que está trazado el camino que siguió la joven pareja desde Lincoln (Nebraska) hasta Douglas (Wyoming) donde fueron atrapados un mes después de que iniciaran su sangrienta huida. Una vez contextualizados los hechos en este preludio, necesario desde el punto de vista narrativo, da comienzo un relato estructurado cronológica y espacialmente en el que se suceden imágenes contemporáneas tomadas por el autor —algunas registran escenarios en los que sucedieron acontecimientos relevantes para la historia, mientras otras son puro artificio—, fotografías en blanco y negro de archivo, bodegones con objetos cargados de elementos simbólicos, paisajes nocturnos, planos detalle o insertos de documentos que se encontraron en la ropa de alguna de las víctimas y que sitúan al lector en el contexto de la época en la que tuvieron lugar los crímenes.

Estéticamente puede apreciarse la influencia de la fotografía forense y policial, especialmente en imágenes que muestran lo que el lector identifica como pruebas y que funcionan como piezas fundamentales para entender el rompecabezas que constituye la totalidad del fotolibro. Sin embargo, no todo lo que se muestra tiene un trasfondo real. En ocasiones, Patterson hace referencia no a los hechos que sucedieron en 1958 sino a interpretaciones que la cultura popular y los artistas han creado a partir de esos acontecimientos, ficcionándolos. En este sentido destacan las alusiones a Malas tierras (F6) en fotografías como House on Fire (F7). Caril Ann Fugate y Charles Starkweather nunca incendiaron ninguna casa, sin embargo, tanto Malick como Patterson emplean el fuego como elemento plástico y simbólico de la destrucción que la pareja dejaba a su paso. También Landscape on Fire (F2) una imagen protagonizada por un atardecer en el que parece que el cielo, nuboso, está en llamas, se asemeja formalmente al plano final de la película de Malick, si bien no comparte, en este caso, su simbología (en el libro la imagen del cielo, por su título, parece aludir más al infierno que a la libertad).         

En esta mezcla de documental y ficción, el autor saca provecho de la indicialidad característica de la fotografía, que supuestamente la imbuye de cierta autenticidad, para confundir al lector y obligarle a cuestionarse lo que está viendo, demostrando así la subjetividad del medio fotográfico —algo que ya habían hecho antes Larry Sultan y Mike Mandel en su célebre Evidence a través de la descontextualización de fotografías de archivos de instituciones públicas y privadas—. También pone de manifiesto que, como afirmaba Sekula, el artefacto central del archivo, sobre el que recae el reconocimiento de la fotografía como prueba, no es la cámara sino el archivador (Sekula, 1986, p. 16). Es el sistema archivístico el que convierte a una fotografía en una evidencia. En este caso, el hecho de que el libro se presente como una suerte de expediente en el que se suceden imágenes contemporáneas y reproducciones de material de archivo (fotografías y documentos) de la época de los asesinatos contribuye a generar la idea de que el espectador se encuentra ante un caso real. Al mismo, la ambigüedad propia de la imagen fotográfica, la descontextualización de los materiales que presenta el autor, y los elementos humorísticos que se encuentran repartidos a lo largo del fotolibro alertan al lector de que la fotografía miente, o al menos es capaz de hacerlo.

El estilo visual del libro es muy ecléctico y responde en muchos casos a necesidades narrativas. Como en un dossier policial, encontramos imágenes de todo tipo —un plano detalle de una fachada arquitectónica, una fotografía de una mancha de gasolina, un paisaje en blanco y negro en el que se muestra una gran llanura, entre otros— que, unidas, ayudan a reconstruir la historia. Predominan, no obstante, las texturas, los planos detalle y los encuadres muy cerrados en los que aparecen superficies que eliminan la ilusión de tridimensionalidad. Esa negación de la perspectiva lineal, fomentada también por las numerosas ocasiones en las que aparecen elementos textuales, es una consecuencia directa de la imagen digital, que da pie al surgimiento de nuevos tipos de visualidad (Steyerl, 2014).

Los referentes artísticos de Patterson son igualmente variados. Si las fotografías de bodegones que aparecen a lo largo del relato son deudoras de lo que Charlotte Cotton ha denominado conceptualismo lúdico (2004: 115) —y, en concreto, del trabajo de los artistas suizos Peter Fischli y David Weiss— y los insertos documentales deben mucho formalmente a las novelas de misterio de Dennis Wheatley; sus referentes paisajísticos son más diversos. Es clara la influencia de Todd Hido, muy visible en House at Night y en Dirty Bed. Patterson también bebe de la obra de los pioneros de la fotografía en color como William Eggleston y Stephen Shore, figuras capitales en la creación del imaginario estadounidense.  

 

F6. La casa de Holly ardiendo en Malas tierras.

F7. Christian Patterson. “House on Fire” de la serie Redheaded Peckerwood.

El paisaje en Redheaded Peckerwood es también un paisaje simbólico, pero presenta numerosas diferencias con respecto al tratamiento del espacio en Malas tierras. Aparecen de manera recurrente a lo largo de la narración imágenes de cielos nubosos y de praderas nevadas con un encuadre muy cerrado, y ángulos picados y contrapicados, que se alejan de la representación del paisaje mítico norteamericano a través de grandes planos generales como los que aparecen en la película de Malick. Este encuadre claustrofóbico solo nos permite ver fragmentos de cielo y de suelo, lo que equipara visualmente estas fotografías a los bodegones y las imágenes de pequeños objetos encontrados que recorren todo el fotolibro.

El territorio, al igual que los objetos, ha quedado marcado para siempre por los asesinatos que tuvieron lugar en ese espacio físico, una tierra que ya no es representada como el paraíso, ni como el escenario idílico de un cuento de hadas, sino que refleja el horror de los acontecimientos que una vez tuvieron lugar en ella y de cuya aura no puede desprenderse. El sueño americano parece haberse desvanecido junto a las vidas que quienes fueron asesinados en las tierras baldías de Nebraska.

Otra de las consecuencias que ha conllevado la popularización de Internet y de la imagen digital para el mundo de la fotografía, además de la superación de la perspectiva lineal, es la recuperación del fotolibro como medio artístico. La materialidad del libro como objeto físico se aprecia y se enfatiza en el contexto actual de inmaterialidad digital. En este sentido, el fotolibro de Patterson resulta paradigmático. Así, lejos de adaptarse a la fórmula estandarizada de catálogo fotográfico, tan popular en los años ochenta y noventa, Redheaded Peckerwood se construye desde lo táctil, aprovechando las posibilidades que el formato libro ofrece para la creación. En él son fundamentales los insertos, reproducciones a escala de documentos reales vinculados con el caso Fugate-Starkweather, que contribuyen a generar una sensación de realidad que enriquece la narración (F8).

F8. Christian Patterson. Redheaded Peckerwood.

 Además, a diferencia de los catálogos, en los que el libro funciona como un mero soporte instrumental para la difusión de las fotografías, en este caso el libro se entiende como un todo indisoluble, una obra autónoma e independiente. Las imágenes que contiene, aisladas y descontextualizadas, pierden gran parte de su valor y de su función. A diferencia de la experiencia del espectador de Malas tierras, el lector de Redheaded Peckerwood tiene una relación de proximidad casi íntima con la historia y su papel es activo, puesto que el autor le ha colocado en el lugar del detective que, reunidas las pruebas, debe reconstruir el relato a partir de los fragmentos.

 

6. Conclusiones

Terrence Malick y Christian Patterson abordan el espacio mítico norteamericano desde dos perspectivas diferentes. En Malas tierras el director construye un relato idealizado del paisaje mediante el empleo de planos generales que reflejan la grandeza de una naturaleza sublime. Si bien los personajes hacen referencia a zonas geográficas específicas de los Estados Unidos, la mirada de Malick sobre el territorio remite a un lugar ideal tan solo existente en la ficción. En la pantalla vemos una historia cercana al cuento de hadas cuyo espacio se encuentra indudablemente influenciado por la mitología estadounidense heredada del western.

Por otro lado, Patterson, en Redheaded Peckerwood, se aproxima al espacio de manera más cercana al documental; le interesa cartografiar los lugares reales donde sucedieron los hechos, aunque también incluya imágenes que recuerdan a otras interpretaciones que artistas y la cultura popular han hecho del caso Fugate-Starkweather. La construcción del espacio en el fotolibro no se realiza tan solo a través de fotografías del paisaje rural y urbano del Medio Oeste, sino también mediante imágenes de objetos con una significación especial por haber pertenecido a los asesinos o a sus víctimas. El recorrido que realiza Patterson por los estados de Nebraska y Wyoming es fundamental en el fotolibro, que comienza con la reproducción de un mapa. En este sentido, Redheaded Peckerwood se acerca a las road movies a través de los elementos que culturalmente caracterizan la carretera estadounidense —casas suburbanas, huellas de neumáticos, paisajes, neones...—.

De este modo, en Malas tierras se juega con el espacio y el tiempo para que encaje con esa visión idealizada de América. La acción sucede en verano en lugar de en invierno, por lo que es fácil representar el territorio mítico desértico del western a la vez que remite a las bondades del periodo estival. El libro, más fiel a los hechos, ofrece paisajes nevados que nos sitúan en la época del año en la que se cometieron los asesinatos.

Frente a los grandes planos generales de la película, Patterson propone un encuadre cerrado que solo permite al lector vislumbrar fragmentos de un todo que nunca le será mostrado. La historia en Redheaded Peckerwood se presenta, por tanto, como incompleta, y necesita del receptor y sus interpretaciones para tomar forma. Por su parte, desde un punto de vista narrativo, la película de Malick es más tradicional. La narración, guiada por la voz en off de Holy, se muestra bajo la estructura de planteamiento, nudo y desenlace, dejando poco margen al espectador para que complete el relato.

Estas diferencias entre la película y el fotolibro vienen, en parte, condicionadas por las características propias de cada medio. Mientras el cine es un flujo de imágenes que se suceden en el tiempo generando una ilusión de movimiento continuo, la fotografía captura un instante detenido. Esto afecta tanto a la manera en la que los autores cuentan la historia como al modo en la que la reciben los espectadores/lectores. El carácter indicial, de huella, de la fotografía nos sitúa por una parte en el pasado al contemplar las fotografías en blanco y negro de Caril Ann Fugate y de Charles Starkweather, y parece sugerir que lo que vemos en las imágenes efectivamente sí tuvo lugar. Esto hace que la fotografía (y el fotolibro) sean medios que encajan particularmente bien con el tipo de obra realizada por Patterson, en la que el autor plantea un juego entre realidad y ficción, entre evidencia y mentira. En el caso de la película, que además está concebida como un cuento, el espectador es más consciente de que está ante una ficción.

La lectura en el ámbito doméstico o público del fotolibro también influye en la percepción del relato. El lector tiene mayor libertad para decidir cómo será la historia que se le presenta: si quiere leer o no el texto, si verá todas las páginas en orden, si se saltará fragmentos, etc. En el cine, sin embargo, y a pesar de los nuevos modos de consumo en diversos dispositivos, la estructura está más condicionada a un modo de visionado que deja menos margen al espectador. Concretamente, en el momento en el que Malas tierras se estrenó, la película estaba destinada a ser vista en la pantalla de cine o de televisión, de principio a fin. En este sentido, Redheaded Peckerwood ofrece más lecturas posibles, explotando la ambigüedad propia de la fotografía y la versatilidad del libro.  

El intervalo temporal que existe entre las dos obras —treinta y ocho años— puede apreciarse también en el tono y en la manera de enfocar la historia. En este sentido, la obra de Patterson se caracteriza por utilizar ciertos elementos que dotan al libro de un humor macabro ausente en la película, que se aproxima a los hechos desde una perspectiva más romántica. Resulta paradigmático, a este respecto, el hecho de que el libro no incluya ninguna imagen, a excepción de la fotografía que aparece en la portada, de la pareja de adolescentes, síntoma de que nos encontramos ante un viaje en el que los protagonistas son el autor, que se ha propuesto seguir la pista de Caril Ann Fugate y Charles Starkweather, y los lectores, encargados de reconstruir su historia.        

En la película tienen más importancia la historia de amor adolescente, el paisaje mítico como elemento protagonista del relato y la idealización de los hechos. El libro, más enigmático, funciona como un puzle en el que el lector, a modo de detective, es el encargado de reconstruir una historia, más sórdida y probablemente más cercana a la realidad, a partir de fragmentos inconexos. El diálogo entre Malas tierras y Redheaded Peckerwood nos sirve, finalmente, como vehículo para abordar las distintas interpretaciones de un mismo espacio, el paisaje mítico norteamericano, y de unos mismos hechos reales, el caso Fugate-Starkweather, desde dos medios visuales distintos: el cine y el fotolibro.

 

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[1] Bonnie Parker y Clyde Barrow, ladrones, asesinos y amantes, fueron fugitivos a principios de los años treinta y finalmente abatidos a tiros en una emboscada. La historia de esta pareja cuenta con varias adaptaciones a distintos medios, desde películas —Sólo se vive una vez (You Only Live Once, Fritz Lang, 1937), Bonnie y Clyde (Bonnie and Clyde, Arthur Penn, 1967)— en canciones, publicidad e, incluso, videojuegos. La cultura popular también nos remite a otra pareja de asesinos, la formada por Raymond Fernández y Martha Beck, los Lonely Heart Killers, que mataron a varias personas en la década de los cuarenta en Norteamérica. Su historia queda reflejada en The Honeymoon Killers (Leonard Kastle, 1970), Profundo Carmesí (Deep Crimson, Arturo Ripstein, 1996), Corazones solitarios (Lonely Hearts, Todd Robinson, 2006) o Alleluia (Fabrice Du Welz, 2014).

[2] Véase: Von Humboldt, A. (2011). Cosmos. Ensayo de una descripción física del mundo. Madrid: CSIC.

[3] Recordemos que la Historia de este espacio viene marcada por el colonialismo hacia los nativos que habitaban el territorio: “Hundreds of Hollywood westerns turned history on its head by making the Native Americans appear to be intruders on what was originally their land, and provided a paradigmatic perspective through which to view the whole of the non-white world” (Stam & Spence, 1985: p. 637). La idea de la frontera como resultado de estos enfrentamientos es fundamental para comprender la mitología que se ha creado en el lugar. Como apunta Bright “the western landscape is the repository of the vestiges of the frontier with its mythical freedom from the rules and strictures of “civilization”—a place where social Darwinism and free enterprise can still operate untrammeled, where tract houses can sprout in the waterless desert. As one pundit put it, “For Americans, true freedom is not the choice at the ballot box but the opportunity to create a new world out of nothing: a Beverly Hills, a Disneyland, a Dallas, a Tranquility Base”(Bright, 1985).

[4] Según Giménez y Lambert, basándose en los escritos de Bonnemaison, existen cuatro tipos de paisajes: “el paisaje como como marco de vida, como entorno de la vida cotidiana; el paisaje-patrimonio, elemento de la memoria colectiva de los pueblos; el paisaje-recurso, valorado en términos mercantiles, como son los paisajes turísticos que se venden bien y el paisaje-identidad” (Giménez & Lambert, 2007, p.21 sobre Bonnemaison, 2004, p. 60-61).

[5] A lo largo del film se hace referencia a varios puntos de la geografía norteamericana: la Gran pradera, Cheyenne, el pantano de Grand Coulee o las refinerías de Missoula. Pero también se remite a lugares lejanos, como la foto de Egipto que ella guarda en su cajita o el tren que se les antoja de un viaje de Marco Polo.

[6] Las interpretaciones sobre esta escena van desde un romance familiar en el que la joven no puede ocupar el lugar de la madre fallecida (Bignell, 2005, p.44) a un vistazo sobre el pequeño santuario de una joven adolescente: su habitación (Emerson, 2011).