CLAVES DE LA PINTURA BARROCA EN EL CINE EN BLANCO Y NEGRO DE AKIRA KUROSAWA
KEYS OF BAROQUE PAINTING IN AKIRA KUROSAWA’S BLACK AND WHITE CINEMA
Raúl Álvarez Gómez
Universidad Rey Juan Carlos, España
raul.alvarez@urjc.es
Resumen:
En los estudios académicos que abordan la filmografía de Akira Kurosawa (1910-1998) prevalecen los acercamientos literarios y sociológicos. Dos razones fundamentales explican este tipo de propuestas, como son la admiración del cineasta por el dramaturgo inglés, y su afán por indagar en las luces y sombras de la sociedad japonesa en la que vivió. Este artículo se desmarca de esas perspectivas para acercarse a la obra de Kurosawa desde un punto de vista pictórico, en un intento por identificar y explicar algunas de las claves visuales que desde esta disciplina se incorporan a sus imágenes. En concreto, se presta atención a la influencia de la pintura barroca en su producción en blanco y negro, que suma 24 películas realizadas entre 1943 y 1965. Se han seleccionado cinco claves definitorias del estilo narrativo de Kurosawa en estos años: el claroscuro, la composición triangular, la intensificación del tiempo narrativo, el empleo de la naturaleza como metáfora emocional y la tensión de las formas.
Abstract:
In the academic studies that approach the films of Akira Kurosawa (1910-1998) prevail the literary and sociological perspectives. Two fundamental reasons explain such proposals, such as the admiration of the filmmaker for the English playwright, and his eagerness to investigate the light and shadow of the Japanese society in which he lived. This article detaches itself from those perspectives to approach Kurosawa's work from a pictorial point of view, in an attempt to identify and explain some of the visual cues that from this discipline are incorporated into his images. In particular, attention is paid to the influence of baroque painting in its black and white production, which adds up to 24 films made between 1943 and 1970. Five defining keys of Kurosawa's narrative style have been identified in these years: chiaroscuro, triangular composition, the intensification of narrative time, the use of nature as an emotional metaphor, and the tension of forms.
Palabras clave:
Akira Kurosawa; intertextualidad; narrativa; clave visual; pintura barroca; claroscuro.
Keywords: Akira Kurosawa; Intertextuality; Narrative; Visual Key; Baroque Painting; Chiaroscuro.
Cómo citar: Álvarez Gómez, R. (2018). Claves de la pintura barroca en el cine en blanco y negro de Akira Kurosawa. Fotocinema. Revista científica de cine y fotografía, nº 16, pp. 127-151. Disponible: http://www.revistas.uma.es/index.php/fotocinema/ DOI: http://dx.doi.org/10.24310/Fotocinema.2017.v0i16 |
1. Introducción: montañas rojas, montañas en movimiento
El éxito de Rashomon, el bosque ensangrentado (Rashōmon, Akira Kurosawa, 1950) empañó un tanto la importancia y el significado del segundo film que el cineasta estrenó ese mismo año. Escándalo (Sukyandaru), un modesto drama romántico protagonizado por un pintor (Aoye) y una cantante (Saijo), pasó desapercibido tanto en Japón como en Europa y Estados Unidos. La crítica japonesa desdeñó la producción calificándola como un “panfleto contra los abusos de la prensa sensacionalista” (Tassone, 2011, p. 36), por cuanto la trama presenta a Aoye y a Saijo como víctimas de una persecución mediática.
La película, sin embargo, contiene una escena clave para apreciar la mirada artística de Kurosawa. Al inicio del film, Aoye, interpretado por Toshiro Mifune, se encuentra pintando un lienzo au plein air (al aire libre, en castellano), según la tradición impresionista que tanto admira. Unos campesinos locales que contemplan atónitos el proceso creativo muestran su sorpresa cuando Aoye decide colorear de rojo la cima de una montaña; porque la “montaña no es roja” y porque “parece que las montañas se mueven”, afirman asombrados.
Aoye, no sin cierta ironía, les contesta que esa es su visión del paisaje, y añade que se siente un “pintor con estilo propio”, un artista que “no imita”. La escena, rodada por Kurosawa con su ejemplar sobriedad estilística, sería una anécdota folclórica en manos de cualquier otro cineasta. Pero en su caso es quizá una de las más contundentes declaraciones de principios artísticos que realizó en su carrera.
Mediante Aoye, el director parece presentarse ante el público como un artista singular, que se reafirma en su estilo, sin copiar a nadie, entregado de manera obsesiva a una visión interior que lo empuja a interpretar el mundo exterior empleando una poderosa paleta cromática. Escándalo se rodó en blanco y negro, pero la minuciosa dirección de fotografía de Toshio Ubukata alumbró una rica gama de grises que simulan el estilo fauvista de Aoye (Yoshimoto, 2000, p. 180).
Pocas veces más en su trayectoria Kurosawa volvió a hablar en primera persona de su pasión por la pintura. La más notable fue, quizá, en Cuervos (Crows), uno de los ocho capítulos que componen Los sueños de Akira Kurosawa (Yume, 1990), dedicado a Van Gogh.
Sí lo hizo de manera habitual en el ámbito estético, articulando las imágenes de sus películas a partir de numerosos recursos pictóricos aprendidos de sus artistas favoritos, japoneses y europeos. Porque Akira Kurosawa –es de sobra conocido– quiso ser pintor antes de convertirse en cineasta. Por esta razón, a menudo expresaba sus primeras ideas sobre una película en forma de bocetos, dibujos y storyboards (Prince, 1999, p. 32). Es en esa primera inclinación pictórica, por tanto, donde cabe buscar algunas claves visuales que definen su estilo narrativo.
El propósito de estas páginas es abordar la filmografía del director de Yojimbo (Yōjinbō, 1961) a partir del estudio de una selección de los recursos pictóricos que definen su cine; en concreto, cinco claves características de la pintura barroca europea. Y, en un marco más amplio, reflexionar sobre la influencia de lo pictórico en la obra de un artista para quien el cine tiene la capacidad de combinar todas las demás disciplinas. “En el cine, la pintura y la literatura, el teatro y la música se unen. Pero una película sigue siendo una película” . (Kurosawa, 2000, p. 125).
Dada la magnitud de la obra de Akira Kurosawa, este análisis se ha acotado a su producción en blanco y negro, que suma 24 películas estrenadas entre 1943 y 1965. El motivo de esta elección es doble. Por un lado, se pretende contribuir a la investigación iniciada por James Goodwin sobre la adaptación en el cine de Kurosawa de algunas claves de la pintura barroca. Unas constantes que este autor observa principalmente en las películas en blanco y negro del maestro japonés.
Y por otro, aunque ligado al anterior, se intenta complementar los numerosos estudios que analizan las películas de Kurosawa atendiendo casi exclusivamente a la influencia de los movimientos postimpresionistas en su concepción fílmica de la luz y el color. Estos enfoques suelen circunscribirse a las siete películas en color realizadas por el cineasta desde 1970 hasta 1993. En particular, a sus dos tragedias épicas ambientadas en el Japón feudal, Kagemusha, la sombra del guerrero (Kagemusha, 1980) y Ran (1985).
2. Marco teórico: aproximaciones a la obra de Kurosawa
La bibliografía dedicada a Akira Kurosawa es tan abundante como heterogéneas son las perspectivas que han adoptado los autores que han estudiado su cine. Las memorias del director, Autobiografía (o algo parecido) (2000), son un punto de partida ameno para conocer su iniciación en la pintura, sus gustos artísticos y su fracaso al tratar de convertirse en pintor profesional.
En el ámbito biográfico es preciso mencionar Papa Kurosawa Akira (2000), de Kazuko Kurosawa, la única hija del director, que relata numerosas anécdotas personales sobre los intereses artísticos de su padre. Otro título indispensable es el libro de entrevistas Akira Kurosawa. Interviews (2008), editado por Bert Cardullo, que recopila una serie de entrevistas realizadas al director por figuras como la periodista Lillian Ross, el escritor Gabriel García Márquez y el propio Cardullo. Además, El emperador y el lobo. La vida y películas de Kurosawa y Mifune (2005), de Stuart Galbraith IV, es un relato imprescindible sobre la amistad y los logros artísticos que obtuvieron el director y su actor fetiche.
Desde un punto de vista académico, historiadores, críticos e investigadores se han acercado tradicionalmente a la obra de Akira Kurosawa desde dos posturas. A saber: el diálogo cultural entre Japón y Occidente, que explicaría la naturaleza de los personajes, temas y motivos estéticos desarrollados por el director; y la visión de la sociedad japonesa que ofrece el cineasta en sus películas.
La literatura ocupa un lugar privilegiado en el primer enfoque, puesto que Kurosawa adaptó al cine algunas obras de Shakespeare, Gorki y Dostoievski. Trono de sangre (Kumonosu-jô, 1957), inspirada en Macbeth, y Ran, basada libremente en El rey Lear, son dos títulos sobresalientes en su filmografía shakesperiana. El idiota (Hakuchi, 1951), basada en la novela homónima de Dostoievski, y Los bajos fondos (Donzoko, 1957), a partir de la obra de teatro del mismo título de Gorki, constituyen dos de sus mejores aproximaciones a las letras rusas del siglo XIX y principios del XX.
En Akira Kurosawa: A guide to references and resources (1979), Patricia Erens propone uno de los primeros acercamientos que consideran la obra del director apoyándose en la estrecha relación entre cine y literatura que forja buena parte de sus películas. Por un camino similar transitan Donald Richie, en The Films of Akira Kurosawa (1986), que aporta también claves de lectura política, social y cultural; James Goodwin, en Akira Kurosawa and Intertextual Cinema (1993), con alusiones pictóricas al barroco y al postimpresionismo; y Stephen Prince, en The Warrior’s Camera: the Cinema of Akira Kurosawa (1999), con apuntes sociológicos.
El segundo acercamiento tradicional al cine de Kurosawa se desarrolla en títulos como Time Frames: Japanese Cinema and the Unfolding of History (2007), de Scott Nygren, y Kurosawa: Film Studies and Japanese Cinema (2000), de Mitsuhiro Yoshimoto. Los dos autores abordan su filmografía desde una perspectiva sociológica que identifica, en las historias y personajes de sus películas, las ideas de Kurosawa sobre la sociedad japonesa de su época. Con una particularidad interesante. Nygren y Yoshimoto coinciden en observar ese subtexto tanto en las películas situadas en el Japón del siglo XX como en las cintas que recrean la era feudal del país.
Más infrecuentes son los estudios que adoptan una postura multidisciplinar. Akira Kurosawa (2008), de Aldo Tassone, es una buena aproximación a la obra del maestro desde coordenadas políticas, sociales y culturales tanto de Oriente como de Occidente. Destaca también la aportación de autores españoles. Es ya un clásico el número de la revista Nosferatu (2003) dedicado al maestro japonés, con artículos de José Enrique Monterde, Alberto Elena, Santos Zunzunegui, Sara Torres, Antonio José Navarro o Zigor Etxebeste. Este último es autor de Un pintor de celuloide, texto que ha enriquecido algunos puntos desarrollados en este estudio.
Otras referencias ineludibles son las de Manuel Vidal Estévez, en Akira Kurosawa (2010); Andrés Expósito, Carlos Soria Giménez y Jordi Puigdomènech, en Akira Kurosawa. La mirada del samurái (2010); y Dolores Martínez, en Remaking Kurosawa: Translations and Permutations in Global Cinema (2009).
Si se atiende a una mirada exclusivamente pictórica, la bibliografía se constriñe a unos pocos estudios colectivos. Un título ejemplar es Kurosawa: The Art in his film (1985), editado por Gakushū Kenkyūsh. Pero, principalmente, abundan los catálogos publicados con motivo de las distintas exposiciones que, desde la muerte del director, se han dedicado a sus dibujos y pinturas. Una de la más recientes, Los dibujos de Akira Kurosawa. La mirada del samurái, pudo verse en el Museo ABC de Madrid en 2011. Su correspondiente catálogo, con artículos de James Goodwin, Aldo Tassone, Juan Pablo Ballester, y Andrés Expósito, Carlos Giménez Soria y Jordi Puigdomènech constituyó otra fuente de inspiración para este artículo.
3. Metodología: intertextualidad y claves de la pintura barroca
James Goodwin aprecia en el cine de Kurosawa la mirada de un artista para quien no existen fronteras entre las distintas disciplinas que avivan el impulso creativo (2011, p. 24). El autor analiza las películas del cineasta desde una perspectiva intertextual, esto es, considerando cada film como un intertexto que conecta una fuente disciplinaria de referencia –fundamentalmente la literatura y la pintura– con la visión estética del director y su contexto cultural. Así, Goodwin habla de “texturas visuales” (2011, p. 22) en el cine de Kurosawa para referirse al rico entramado de influencias artísticas que inspiran su imaginario formal y técnico:
En los dibujos y storyboards, en el decorado, el vestuario, el maquillaje, en las localizaciones y escenarios, en el diseño de la imagen, la composición de la pantalla, la dirección de los actores y las cámaras, en el montaje y la edición. La historia de la pintura europea le sirve de precedente y tiene una poderosa influencia en la creatividad de Kurosawa, y nos provee de un vocabulario para entender su obra (2011, p. 22).
En las películas de Akira Kurosawa se destila la sensibilidad de un pintor, pero también la de un escritor, un arquitecto, un escultor y un director de cine. De ahí que Aldo Tassone lo califique como el “emperador humanista” (2011, p. 31).
Esta actitud le acerca a los postulados teóricos de Carl Einstein, pues parece concebir la creación artística como un acto individual de juicio y conocimiento; como el modo definitivo de cambiar la idea del mundo. “El motivo del arte no son los objetos, sino la visión configurada” (2008, p. 30). Esa visión o “percepción interna” (2008, p. 30) traslada el peso del hecho artístico desde la creación y la observación hasta la propia obra, sugiriendo que el arte es, ante todo, un ejercicio íntimo de expresión y libertad. Así lo practica el pintor Aoye.
La visión “configurada” de Kurosawa, formada intelectualmente a través del conocimiento de otros artistas y de la propia intuición creadora, cristaliza en un torrente audiovisual donde confluyen las miradas de los pintores Paolo Ucello, Leonardo da Vinci, Caravaggio, Rembrandt, Renoir, Cézanne, Van Gogh, Maurice de Vlaminck, Grosz y Utagawa Kuniyoshi (Prince, 1999, p. 18). También se suman, desde la literatura, las imágenes trágicas que emanan de los versos de Shakespeare y de la prosa de Dostoievski y Gorki. Y desde el cine, el estilo narrativo del cine mudo centroeuropeo y ruso, y el de la primera hornada de cineastas norteamericanos que trabajaron con el sonido, entre los que John Ford ocupa una posición privilegiada (Richie, 1986, p. 35).
Esta investigación toma como punto de partida metodológico la aproximación intertextual de Goodwin para proponer un acercamiento al cine en blanco y negro de Kurosawa atendiendo a cinco constantes definitorias de la pintura barroca europea. Goodwin hace hincapié en la técnica del claroscuro y en la intensificación del tiempo narrativo (2011, p. 21-24). El presente estudio profundiza en tres claves más: la composición triangular, la naturaleza como metáfora expresiva de las emociones y la tensión de las formas geométricas, de entre el conjunto de claves de lectura que sugiere Gombrich para interpretar la pintura barroca europea (2008, p. 390-402).
Para explicar la adaptación de estas cinco claves por parte de Kurosawa en su cine en blanco y negro, se han elegido películas que las incorporan en sus imágenes de una manera clara y diáfana, seleccionando en cada film una o varias escenas significativas de su empleo. Con la identificación y comprensión de estas constantes, se pretende ampliar el alcance intertextual del término painterly (pictórico), que se utiliza con frecuencia para describir una de las cualidades más representativas del cine de Kurosawa, como es la adaptación al lenguaje cinematográfico de técnicas y recursos propios de la pintura (Goodwin, 1993). Painterly se acuñó precisamente en el periodo barroco para señalar la relevancia de la pincelada, la masa, la luz y el color (Gombrich, 2008, p. 388).
4. Exposición: de la pintura al cine
La afición de Kurosawa por la pintura se la debe a su primer maestro de escuela, Tachikawa, con quien aprendió caligrafía y dibujo antes de iniciar los estudios de Bellas Artes. En 1927, decidido a ser pintor profesional, Kurosawa hizo el examen de ingreso en la Academia de Arte de Tokio, pero fue rechazado. Entonces, se marchó a vivir con su hermano mayor, Heigo, bajo cuya tutela vivió un periodo de formación autodidacta durante el cual devoró toda clase de películas, novelas, pinturas y obras musicales, sin importar su nacionalidad o procedencia (Kurosawa, 2000, p. 117).
De la mano de Heigo, que trabajaba como narrador de películas mudas, Akira acudió al cine en una época, la década de los años veinte, que alumbró las grandes obras maestras del cine mudo. Se trataba de un cine en blanco y negro que se forjó en el seno de corrientes cinematográficas de inspiración pictórica, como el expresionismo alemán, el realismo francés o el constructivismo soviético. “Yo mismo estoy sorprendido por el número de películas que vi en mi juventud y que han marcado la historia del cine, y eso se lo debo a mi hermano” (2000, p. 115).
Estas notas biográficas son pertinentes porque en los años veinte y treinta, cuando Kurosawa empezó a interesarse por la pintura y el cine, lo hizo observando una estética en blanco y negro que influyó decisivamente en su mirada artística. En el caso del cine, esa circunstancia era obligada por el grado de desarrollo de la técnica cinematográfica; rodar en color requería de un sistema complejo y costoso, así que la mayor parte de películas se producían en blanco y negro. En el caso de la pintura, como apunta Goodwin, en los catálogos y manuales de arte de esa época, las reproducciones de lienzos y grabados eran generalmente fotografías en blanco y negro (2011, p. 22-23).
En ausencia del color, la mirada se dirige primero a los elementos compositivos básicos: la línea, la textura de la pincelada, la perspectiva, el espacio y las relaciones compositivas. En definitiva, a las formas que generan masas y a su distribución en una superficie (Leborg, 2005, p. 5). Como quiera que Kurosawa rodó en blanco y negro todas sus películas hasta 1965, parece pertinente atender a estos recursos, estrechamente ligados con los principios estéticos del barroco, para entender la cualidad pictórica de sus primeras producciones.
El color, o más bien su expresión a través de la masa, es también decisivo en estos años de aprendizaje. Se sabe que Kurosawa era aficionado al teatro noh
–de gran riqueza cromática– y que coleccionaba coloridas estampas del género ukiyo-e; en especial, xilografías de batallas creadas por Utagawa Kuniyoshi (Prince, 1999, p. 34). Pero al filmar en blanco y negro, el director de Los siete samuráis (Shichinin no samurai, 1954) solo podía adaptar en sus imágenes la cualidad teatral (barroca) del color, no su expresividad estética.
A continuación se propone un análisis de las cinco claves de la pintura barroca que se han identificado como características visuales del cine en blanco y negro de Kurosawa, y que están vinculadas a los elementos básicos de composición que aprendió el cineasta durante sus años de iniciación a las Bellas Artes.
4.1. La técnica del claroscuro
Una buena piedra de toque para medir la influencia de la técnica del claroscuro es Rashomon. Rompedora desde un punto de vista narrativo, la película es tan o más apasionante como ejercicio de representación simbólica de la naturaleza humana a través de la luz y las sombras (McDonald, 1982, p. 125). La escena de la violación, planteada como una serie de imágenes ora iluminadas ora oscuras, y montadas de manera abrupta, es un caso modélico de traslación al celuloide de la esencia formal del claroscuro. La tensión y el horror del terrible suceso son recreados a partir de formas casi abstractas, violentas en su exposición en las imágenes, que se contraponen mediante fogonazos y apagones de luz.
Otra escena ejemplar es la protagonizada por Kanazawa (Masayuki Mori), solo y de rodillas en la penumbra del bosque. La luz del sol, filtrada a través de las hojas de los árboles, ilumina de forma irregular su rostro mientras el personaje, al borde del llanto, pronuncia en off uno de los monólogos más memorables de la película: “Escucho. Alguien llora. ¿Quién es? Mi propio llanto”. Cuando Kanazawa finalmente se levanta y se dirige hacia el tronco de un árbol, la luz le abandona por completo, sumiendo su figura en la oscuridad.
Esta escena es significativa también por la manera en que se presenta el bosque donde se desarrolla parte de la acción. Tan pronto aparece bañado en luz como sumido en profundas sombras o azotado por lluvias torrenciales, lo que indica que la mirada de Kurosawa encuentra inspiración en el claroscuro barroco. En su análisis de la película, María del Mar Grandío observa que el claroscuro, además de aportar un valor estético incuestionable, es además un recurso clave para “el tratamiento del tiempo y de la subjetividad de las perspectivas, dos aspectos que se consideran claves en la filmografía de Kurosawa” (2010, p. 88).
Hay otros ejemplos valiosos del empleo del claroscuro en la trilogía de dramas criminales formada por El ángel ebrio (Yoidore tenshi, 1948), Duelo silencioso (Shizukanaru kettô, 1949) y El perro rabioso (Nora inu, 1949). Kurosawa, admirador del cine negro americano, filmó tres frescos urbanos ambientados en Tokio y protagonizados por personajes atormentados por su pasado. Para recrear esos escenarios y caracteres, Kurosawa recurrió a contrastes de luces y sombras a los que, además, atribuyó una función simbólica.
En El ángel ebrio, la escena del sueño de Matsunaga (Toshiro Mifune) plantea un diálogo entre la infancia y la edad adulta del personaje a partir de un juego de claroscuros que resaltan el volumen de las figuras y objetos que hay en cada plano (Cho, 2015). Así, la luz ilumina los recuerdos del niño Matsunaga mientras que la sombra oscurece las estampas del Matsunaga adulto, un borracho irredento (F1). El ágil montaje entre ambos recuerdos, intensificado por la música de Fumio Hayasaka, aporta a las imágenes una calidad volumétrica fuera de lo común en el cine en blanco y negro (Harris, 2013).
F1. El ángel ebrio, 1948.
En Duelo silencioso, Kurosawa desarrolla un ejercicio similar en la escena en la que el doctor Kyoji Fujisaki (Toshiro Mifune) confiesa que padece sífilis a su enfermera, enamorada en secreto de él. El médico se encuentra en una sala iluminada levemente por la luz del sol que entra por una ventana lateral. Al principio, está sentado en la zona más clara, pero a medida que relata cómo contrajo la enfermedad y cuáles son los efectos emocionales de la misma, el personaje se desplaza hacia la zona más oscura. En esta transición, luces y sombras simbolizan el tormento interior de Fujisaki.
En el clímax de El perro rabioso, cuando el detective Murakami (Toshiro Mifune) persigue y detiene a Yusa (Isao Kimura), Kurosawa despliega su talento para el claroscuro situando a ambos personajes en un campo fangoso minutos antes del amanecer. La incipiente luz del día sustituye gradualmente a la oscuridad de la noche, creando un efecto de contraste en el que las dos figuras se confunden entre los matorrales del paisaje. Yusa se rinde cuando por fin es de día, recurso que sugiere el triunfo del bien (la luz) sobre el mal (las sombras).
En definitiva, Kurosawa se revela en estas cuatro películas, rodadas en un corto periodo de dos años, como un director que emplea la técnica del claroscuro para sugerir, como hacía Rembrandt en algunas de sus figuraciones religiosas –El descendimiento de la cruz (1634) brinda un ejemplo notable– que la vida y la muerte están separadas por “un cálido halo de luz” (Van de Wetering, 1997, p. 76). El mismo que primero ilumina y luego abandona al personaje de Kanazawa en el bosque de Rashomon.
4.2. La composición triangular
La fortaleza escondida (Kakushi-toride no san-akunin, 1958) y Los siete samuráis son dos de las cintas más influyentes de Kurosawa en el género de aventuras contemporáneo. Fundamentalmente por la estructura de sus tramas: el reclutamiento de un grupo de antihéroes que se disponen a luchar por una causa perdida. Y también, particularmente en Los siete samuráis, por una visión teatral de la violencia en cuya puesta en escena destaca un hábil manejo del tiempo y el espacio narrativos, así como de las composiciones triangulares para distribuir a los personajes en cada escena (Cardullo, 1985, pp. 112-117).
Es preciso volver a Goodwin para enfocar de manera adecuada este punto, pues al hablar del carácter de los personajes, en su análisis intertextual de la obra de Kurosawa, indica que el dominio de las emociones sobre la razón es un indicio de la influencia barroca en el cine del maestro japonés (2011, p. 24). Gombrich apunta también en esta dirección al afirmar que el barroco es un movimiento de afirmación individual y, por consiguiente, con una fuerte carga emotiva y subjetiva (2008, p. 390).
Los personajes de Kurosawa, y en ambas películas hay un rico catálogo, son figuras dominadas por la pasión y los sentimientos. El público se enfrenta a unos individuos impulsivos y viscerales; una rica cualidad teatral que los dota de pasados traumáticos y los aboca a destinos trágicos (Richie, 1986, p. 256). Se trata en ambos casos de relatos heroicos con un final dramático, y Kurosawa expresa visualmente ese tono mediante la “contundencia de la composición barroca” (Goodwin, 2011, p. 22-23).
El director articula numerosas escenas de Los siete samuráis mediante composiciones triangulares que parecen evocar una serie de tableaux vivants barrocos. Este orden estructural es una clave recurrente en la pintura occidental desde el Renacimiento, pero alcanzó su máximo esplendor durante el Barroco de la mano de los maestros italianos, holandeses y españoles, que gustaban de crear complejas imágenes corales inspiradas en episodios bíblicos (Gombrich, 2008, p. 392). La composición triangular les permitía ordenar de manera clara y equilibrada las figuras dispuestas en el lienzo, a menudo más de seis o siete.
Atención especial merecen las escenas que comparten los siete samuráis del título. Kurosawa dispone con frecuencia a sus personajes en órdenes concebidos a partir de líneas diagonales que confluyen en un centro de intensidad visual, generalmente más iluminado que el resto del plano. En esa colocación precisa, cada personaje clava de manera enfática sus gestos, en particular su mirada, para acentuar las emociones pertinentes en cada escena, a la manera de una representación teatral (Etxebeste, 2003).
Por su eficacia y sutileza cabe mencionar la última escena del film, en la que Kurosawa establece un diálogo visual entre los tres samuráis supervivientes –alineados en el ángulo inferior del plano, sobre la tierra– y las tumbas de sus cuatro compañeros caídos –alineadas en el ángulo superior, mirando al cielo–. Como si de un escenario teatral se tratara, la composición triangular resultante sitúa al público en el lugar de los guerreros vivos y proyecta su mirada, con la de estos, hacia las tumbas de los héroes muertos en combate, simbolizando así la altura moral y la nobleza de su sacrificio. En definitiva, la inmortalidad.
En La fortaleza escondida, Kurosawa da una lección magistral de composición triangular para establecer las jerarquías sociales que gobiernan la relación entre los cuatro personajes principales: la princesa Yuki (Misa Uehara), el general Rokurota (Toshiro Mifune) y la pareja de campesinos formada por Tahei (Minoru Chiaki) y Matashichi (Kamatari Fujiwara).
En las escenas que comparten Rokurota y los campesinos, el aguerrido militar ocupa siempre el vértice superior del triángulo imaginario en el que Kurosawa distribuye a sus personajes. Es una manera sutil de sugerir que su figura domina a las demás. Cuando Yuki irrumpe en la historia, en cambio, Rokurota desciende al mismo nivel que Tahei y Matashichi, pues la princesa pasa a ser la figura de mayor rango social (F2).
Estos y otros ejemplos permiten concluir que las composiciones triangulares de Los siete samuráis y La fortaleza escondida se erigen en un tropo compositivo que aporta equilibrio, dinamismo y teatralidad. Con un propósito dramático por encima del meramente estético: subrayar la emoción y la fuerza del individuo en el cine de Akira Kurosawa.
F2. La fortaleza escondida, 1958.
4.3. La intensificación del tiempo narrativo
A finales de la Edad Media (s. XV) la representación pictórica deja de ser intemporal y abstracta para pasar a constituir una escena situada en unas coordenadas espaciales y temporales (García Landa, 1998, p. 194). La narrativa, pues, se convierte en un recurso plástico que permite, primero al artista y luego al espectador, relacionar la imagen pintada de un instante concreto con la temporalidad completa de un tema conocido, en particular, en el ámbito de la pintura mítica y religiosa. Esto explica, por ejemplo, la efectividad de representar la Última Cena mediante el momento en que Cristo bendice el pan eucarístico. Esa situación resume la temporalidad de toda una secuencia. “El tiempo se somete al espacio en la pintura” (García Landa, 1998, p. 194).
La capacidad de sintetizar un relato en una imagen esencial y significativa continúa desarrollándose hasta el barroco, hasta el punto de convertirse en una de sus claves compositivas más importantes. En este periodo, Goodwin aprecia en pintores como Caravaggio una habilidad especial para acentuar el tiempo narrativo eligiendo momentos que implican “alguna forma de movimiento físico extremo congelado en un instante brutal” (2011, p. 28). La negación de San Pedro (1610) y David con la cabeza de Goliat (1609-1610) son ejemplos notables de esta técnica.
Goodwin observa esta misma cualidad en el cine de Kurosawa, lo que le lleva a hablar de la intensificación del tiempo narrativo como agente dramático de la historia (2011, p. 28-29). Esta noción no tiene tanto que ver con el ritmo general de la película, que viene pautado por el montaje, cuanto con el ritmo interno de cada escena, incluso de cada plano, que Kurosawa concibe como una pintura. Así, el autor aprecia en el cineasta una capacidad extraordinaria para distender o contraer el tiempo alternando momentos contemplativos y momentos de acción violenta. Con esta fórmula, según Grandío, se pretende provocar en el público un inquietante estado de ansiedad y una desorientación respecto al discurrir común del tiempo, dentro y fuera de la pantalla (2010, p. 90).
Goodwin cita como ejemplo el duelo a espada entre Kyūzō (Seiji Miyaguchi) y un imprudente samurái, en los primeros compases de Los siete samuráis. Tras un tiempo indefinido de duda y cautela, en el que ambos hombres se miran a los ojos estudiándose mutuamente, el duelo se resuelve con un tajo fulgurante de Kyūzō. El cuerpo sin vida de su rival cae a plomo, como un fardo. Pero no lo hace rápidamente, sino que al ágil sablazo de Kyūzō, Kurosawa contrapone una caída filmada a cámara lenta. En esta oposición de tiempos, que podría sugerir el contraste entre la vida y la muerte, el movimiento físico se antoja esencial; un movimiento que debe ser preciso e inequívoco.
Como buen aficionado al teatro noh y, en menor medida, al teatro kabuki, Kurosawa conocía el repertorio de gestos y movimientos del teatro tradicional japonés; sugeridos y minimalistas en el caso del noh, y más exagerados en el caso del kabuki (Kane, 1997, p. 148). Además, cabe suponer que sus estudios artísticos le habrían enseñado una lección fundamental de la pintura barroca: el enfrentamiento dramático, en el mismo plano, de dos fuerzas antagónicas.
En Judit y Holofernes (1599), de Caravaggio, se aprecia este efecto en las dos figuras principales. Mientras el general traicionado grita a causa de su decapitación, retorcido en un movimiento agónico, su falsa amante le pasa a cuchillo con un rictus imperturbable. El cegamiento de Sansón (1636), de Rembrandt, ofrece otro ejemplo ilustrativo de esta cuestión. Al mismo tiempo que el héroe bíblico se retuerce en el suelo, los soldados que lo someten parecen ajenos a su sufrimiento, aplicando el martirio con rigor marcial.
F3. Barbarroja, 1965.
Kurosawa adapta con frecuencia este recurso plástico, que enriquece con la galería gestual del teatro tradicional japonés, en muchas escenas de acción para sus películas de samuráis. También se ve, de forma brillante, en Barbarroja (Akahige, 1965), en la que el médico interpretado por Toshiro Mifune aplica su ciencia con la misma meticulosidad gestual y física con la que un samurái se bate en duelo. En las escenas que describen operaciones quirúrgicas (F3), además, resulta inevitable recordar hitos estéticos del barroco como La lección de anatomía del doctor Nicolaes Tulp (1632), de Rembrandt.
4.4. La naturaleza como metáfora emocional
El paisaje se afirmó como género pictórico con entidad propia en el Barroco, con una difusión notable en los Países Bajos y en Francia durante las primeras décadas del siglo XVII. La floreciente burguesía de las ciudades sustituyó parcialmente a la nobleza como mecenas y coleccionista de arte, pero sus intereses temáticos diferían mucho de las historias bíblicas y las alegorías míticas que adornaban los palacios nobiliarios. Los ricos comerciantes preferían escenas de la vida cotidiana, lo que explica, según Gombrich, la difusión del bodegón y el paisaje de la mano de artistas como Jacob Ruysdael, Meindert Hobbema, Nicolás Poussin y Claudio Lorena (2008, p. 401).
La mayor parte de los estudios clásicos sobre Kurosawa apuntan al paisaje impresionista –una fiesta de luz y color– como referente estético en su filmografía en color, a partir de 1970. Pocos son, en cambio, los análisis que reflexionan acerca de la posible influencia del paisaje barroco –más tenebroso y amenazante– en su cine en blanco y negro. Este es un campo a explorar por cuanto en estas películas, y de manera notable en sus contribuciones al género del jidaigeki, hay numerosas escenas cuya acción sucede en el marco de tormentas y aguaceros que condicionan paisajes de carácter violento.
La batalla final de Los siete samuráis, por ejemplo, se desarrolla bajo un monzón cuya ferocidad otorga a la escena un componente dramático de primer orden (F4). Bert Cardullo ha analizado al detalle esta pieza fílmica, apuntando la eficacia de la lluvia como elemento narrativo que acentúa el tiempo de la acción y “el drama emocional que viven los personajes” (1985, p. 115). El agua, el barro y la sangre se mezclan y confunden sobre un campo de batalla que la cámara recorre en fulgurantes barridos, moviéndose alternativamente de los bandidos al ejército de campesinos liderado por los samuráis.
F4. Los siete samuráis, 1954.
En su sensibilidad barroca, Kurosawa considera que el conjunto escenográfico está por encima de las acciones individuales de los personajes —ocurre lo contrario en la versión norteamericana, Los siete magníficos (The Magnificent Seven, John Sturges, 1960), más clásica que barroca—. Esto determina que, por momentos, la secuencia final de Los siete samuráis, saturada de elementos compositivos, parezca un lienzo abstracto o un ejercicio de action painting, en el que los esfuerzos individuales de los guerreros componen un retablo barroco salpicado de emociones extremas.
Rashomon ofrece otro ejemplo sobresaliente de este empleo de la naturaleza y los elementos climatológicos para expresar la carga emocional de una escena concreta. La historia, de hecho, se desarrolla durante una tormenta que se abate con fuerza sobre un bosque y las ruinas de un templo. En este paraje, bajo olas y olas de lluvia, los tres personajes principales discuten la oscura naturaleza del asesinato de un samurái. El tratamiento de la lluvia y el bosque, fotografiados en claroscuro para intensificar la idea de una naturaleza agresiva, recuerda la técnica del pintor alemán Adam Elsheimer, autor de paisajes tan sugerentes como Aurora (1606-1607) y Huida a Egipto (1609).
4.5. La tensión de las formas
La intensidad volumétrica que distingue la pintura barroca se sostiene, en buena medida, en la distribución de las formas en estructuras geométricas que están conectadas entre sí mediante diagonales. Importa el carácter general de la imagen, la idea de un conjunto sólido pintado en un momento esencial (Zuffi, 1999). Es la terribilitá de Miguel Ángel llevada al extremo de la pasión barroca. La carne, concebida como expresión torturada de la vida, ocupa el centro de interés de numerosos cuadros religiosos. La tensión de las formas, en este planteamiento, sugiere las emociones que salpican, literalmente, cada imagen.
El Kurosawa de Trono de sangre se aplica en la tarea de dotar a sus planos de esa misma cualidad estética, que produce estampas de enorme gravedad trágica (Ramos Arteaga, 2010, p. 207). Las escenas que se desarrollan en el castillo de Taketoki Washizu, y en concreto las protagonizadas por el general y su mujer (la dama Asaji), aportan varios ejemplos. Como si de una representación de teatro noh se tratara, el director muestra al matrimonio de frente, a veces en soledad y a veces escoltados por samuráis. Ambas figuras aparecen dispuestas, entre luces y sombras, en el marco de composiciones geométricas de cubos y esferas.
La jerarquía de las miradas —de ella, figura poderosa, hacia él, figura débil— establece agresivas diagonales que confluyen en una expresividad gestual de enorme intensidad. Asaji, una suerte de Judit del Japón feudal, parece siempre a punto de sacar la daga; Taketoki, un Holofernes sentenciado, tiene la mirada de un cadáver. El maquillaje pálido de los actores enfatiza la rigurosidad de sus gestos hasta convertirlos en fantasmas que deambulan por los rincones del castillo. En sus apuntes sobre el teatro japonés, años más tarde, Roland Barthes dirá:
La blancura del rostro, de ninguna manera cándida, sino pesada, densa hasta la repugnancia, como el azúcar, significa al mismo tiempo dos movimientos contradictorios: la inmovilidad (a la que llamaríamos “moralmente”: impasibilidad) y la fragilidad (que llamaríamos de la misma manera, pero sin mayor éxito: emotividad) (1991, p. 124).
Kurosawa maneja hábilmente este recurso expresivo de la caracterización facial de los actores del teatro noh, pero en su plasmación cinematográfica lo envuelve en la arquitectura pictórica del barroco más opresivo. Es una lección brillante, por la síntesis de referencias formales y, de manera notable, por la alegoría que sugiere acerca de la sumisión del hombre a las leyes naturales, aquí recreadas en geometrías de trazo asfixiante. Taketoki y la dama Asaji están destinados a morir, y no cabe otra forma que bajo la violencia extrema; es la justa venganza del orden cósmico.
La escena de la muerte del general lleva hasta el extremo la fascinación barroca de Kurosawa (F5). Acorralado en su castillo y abandonado por todos, Taketoki muere asaeteado bajo una lluvia torrencial de flechas. En el plano pictórico en el que se mueve Kurosawa, parece inevitable recordar los martirologios creados por pintores como Ribera y Rembrandt.
La carne castigada con flechas es una de las metáforas visuales más logradas en el cine de Kurosawa (Parker, 1997, p. 510). En el ámbito formal constituye una adaptación de parte del imaginario barroco (el martirologio) y en el ámbito temático es una alegoría de la fugacidad de la ostentación del poder. En Ran y en Kagemusha, el cineasta explora este concepto en el marco de lo que parecen sendas óperas filmadas. Pero en Trono de sangre ofrece, quizá, su formulación más pura y esencial. El drama del hombre se desarrolla bajo el cielo geométrico del universo.
F5. Trono de sangre, 1957.
4.6. Pinceladas impresionistas
En 1970 Kurosawa se abrió al color con Dodes'ka-den (Dodesukaden, 1970). La cinta inauguró una nueva etapa en la carrera del cineasta, sostenida en claves formales distintas a las que empleó en su etapa en blanco y negro. El universo teatral y geométrico de la pintura barroca cedió parcialmente su espacio al mundo luminoso y fugaz de la pintura impresionista. En consecuencia, claves como el claroscuro y la tensión de las formas perdieron protagonismo frente a conceptos relacionados con la pincelada ligera y la composición libre. Esta tendencia se acentuó a medida que el director incorporó apuntes del fauvismo y del expresionismo al discurso estético de sus siguientes filmes.
Como apunta Richie, es latente la mirada de Van Gogh, Cezanne o Vlaminck en su corpus fílmico en blanco y negro (1986, p. 229). Sin embargo, es abrazando el color como Kurosawa encuentra el modo definitivo de trasladar al cine las soluciones cromáticas de sus pintores favoritos. Hasta Dodes'ka-den, el blanco y negro solo le alcanza para recrear el efecto trágico del claroscuro y algunas sugerencias de masa. A partir de 1970 el color conduce el cine del maestro hacia una vía luminosa y melancólica que convierte sus historias en una gozosa experiencia estética (Yoshimoto, 2000, p. 36).
No se extingue la sensibilidad barroca. Ahí están los testimonios violentos de Ran y Kagemusha, salpicados de los mejores hallazgos de Rembrandt y Caravaggio. Pero ese espacio furioso de cuerpos retorcidos y pasiones extremas se enriquece con un impulso luminoso y un aliento poético que catapultan el cine de Kurosawa, por fin, hacia las coordenadas de la tragedia shakesperiana. El realizador de Dersu Uzala. El cazador (Dersu Uzala, 1975) es uno de los mejores adaptadores cinematográficos del bardo de Avon precisamente por ese contraste formal entre crudeza y romanticismo (Kane, 1997, 147).
5. Conclusión: un viaje de ida y vuelta
Como si de un amor frustrado se tratara, y de algún modo lo fue, Kurosawa renegó de la pintura durante muchos años. “El mero hecho de pintar me llegó a angustiar” (Kurosawa, 2000, p. 123). Sin embargo, la pintura entrenó de forma excepcional su mirada, hasta el punto que su cine no debería entenderse sin su formación pictórica, tanto en el ámbito teórico como en el técnico. Solo en sus últimos años, y con motivo de la preparación minuciosa de Ran y Kagemusha, Kurosawa retomó su afición por la pintura, legando un corpus de dibujos y bocetos que trascienden su utilidad como storyboards para erigirse en summa artística de sus inquietudes estéticas.
¿Son dignos los dibujos de mis storyboards de ser llamados arte? Yo no me proponía pintar bien. Simplemente utilicé con libertad los materiales y recursos que tenía a mano. Como mucho me ayudaron a realizar las películas (…) Es curioso que cuando de verdad intentaba pintar bien solo producía una obra mediocre, mientras que cuando solo me preocupaba de esbozar las ideas para mis películas, fue cuando produje obras que la gente considera interesantes (Goodwin, 1993, p. 221.)
En ese viaje de ida y vuelta a la disciplina de pintar, el director produjo una formidable filmografía cuyo germen es siempre una imagen, una visión; luego llega la palabra. Si toda imagen encarna una manera de mirar (Berger, 2000), en las imágenes de Kurosawa vibra el ojo de un pintor que desea poner en movimiento sus cuadros. La mirada del maestro nipón es la de un fabulista de imágenes expresivas por sí mismas, atento y dedicado a la composición de cada plano, como corresponde a un creador habituado a pensar hasta en el más mínimo detalle de sus obras. Porque el orden del mundo tiene que adaptarse —o someterse— al orden del arte; limitado en la pintura por el lienzo y en el cine por el plano.
En la evolución formal de su filmografía, Kurosawa destiló las principales claves pictóricas del barroco y del impresionismo para articular sus inquietudes acerca del ser humano. Es una elección sentimental, motivada acaso por el afecto que profesaba hacia aquellos pintores que, como él, buscaron un estilo propio. Lo extraordinario y aparentemente paradójico de esta idea es que Kurosawa encontró en estas manifestaciones artísticas, impregnadas de subjetivismo, una manera rotunda de formular una teoría humanista pretendidamente objetiva. Kurosawa no es un cineasta evangelizador, pero sí deja clara su opinión sobre los temas que aborda y, además, aspira a suscitar cierto consenso en torno a unas verdades que considera universales. Seduce y convence con la mirada, como el Aoye de Escándalo.
Otro elemento destacado de la debilidad de Kurosawa por el barroco y el impresionismo es la evolución que estos movimientos suponen respecto al punto de vista del artista y del espectador hacia el mundo. La sensibilidad barroca, pese al atrevimiento de algunos ángulos y perspectivas, mantiene un patrón frontal que sitúa a ambos al mismo nivel de los hechos que se representan. El artista y el público dominan el mundo. El impresionismo, sin embargo, experimenta con ángulos picados y contrapicados que los retan a plantearse su posición frente a la realidad. El artista y el público se asombran ante el mundo (Roe, 2008).
El cine de Kurosawa traslada ese cuestionamiento de la mirada a una planificación en la que, film a film, el director demuestra una preferencia cada vez mayor por los planos ligeramente contrapicados. Y lo hace no tanto para ennoblecer a sus personajes cuanto por situarlos en una posición de humildad frente al mundo, enmarcados en naturalezas de una belleza imponente. Los cielos, y esa es materia para otro estudio, adquieren una importancia nuclear en el cine de Kurosawa a partir de La fortaleza escondida. Con el paso de los años, el director parece asumir que la totalización artística del mundo en una sola película es una tarea imposible, de modo que, en su lugar, se decanta por relatos aparentemente ligeros y sencillos; historias comunes que aspiran a captar las pequeñas cosas de la vida.
Ran y Kagemusha fueron sus últimos intentos por filmar la película definitiva. Kurosawa transita del gran teatro del mundo típico del barroco a la anécdota singular propia del impresionismo. Con una trampa de maestro: en las historias de los Sueños y Dodes’ka-den el cineasta entiende que el sentido de la vida puede concentrarse y representarse en una sola imagen.
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