Carmen Guiralt (2017). Clarence Brown. Madrid: Cátedra, Colección Signo e Imagen / Cineastas, 401 pp. Reseña de Pedro Gutiérrez Recacha.

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Viene siendo habitual que cuando algún estudioso de nuestro país firma una nueva monografía sobre un realizador norteamericano, esta acabe planteándose como una suerte de recopilación bibliográfica de las publicaciones más importantes aparecidas sobre el cineasta en cuestión tanto en España como en el panorama internacional, aderezado todo con apuntes particulares del autor sembrados aquí y allá (opiniones, críticas, análisis fílmico de escenas destacadas) que en la mayoría de los casos sirven como amalgama para engarzar las consabidas citas, inexcusables, de los expertos universalmente reconocidos en la materia, dando al conjunto, de paso, un toque personal. Es una fórmula que se diría inevitable, impuesta por los condicionantes externos, más allá de la buena disposición del autor. La investigación de una filmografía ajena al propio país desde luego no es una tarea fácil. La consulta de fuentes primarias, la inclusión de entrevistas personales con colaboradores del propio realizador o la búsqueda de datos objetivos en archivos parece un expediente reservado a las investigaciones sobre cine patrio, y casi un imposible metafísico cuando hablamos de aproximaciones españolas al cine norteamericano. Máxime, si de lo que hablamos es del cine clásico.

Pues bien, el volumen dedicado por Carmen Guiralt a Clarence Brown, publicado como número 111 de la reconocida colección Signo e Imagen / Cineastas de Cátedra, constituye una fresca y meritoria excepción al tópico que comentaba en las líneas anteriores. Basta un dato objetivo para justificar esta afirmación. Un dato que habla por sí mismo. Se trata de la primera monografía publicada sobre el realizador. No la primera monografía publicada en español, sino la primera monografía aparecida en el panorama internacional. Por una vez, es una autora española la que nos abre el camino hasta un realizador clásico norteamericano. Por una vez, es una autora española la que se convierte en clásico inapelable que, todos los que vengan después, deberán citar inexcusablemente, incluidos los autores norteamericanos.

La primera singularidad del libro, por tanto, puede cifrarse en la elección del realizador objeto de estudio. Hay cineastas norteamericanos que, pese a haber desarrollado un estilo fílmico personal, pese a ser precursores de innovaciones que luego serían incorporadas o desarrolladas por otros directores más favorecidos por la memoria cinéfila, pese a haber sido auténticas referencias para los profesionales de su tiempo, hoy en día no gozan de la atención crítica o académica que merecieran. Las causas de este injusto abandono pueden ser variables. En algunos casos, la propia modestia de unos cineastas que siempre se consideraron como profesionales que valoraban en mayor o menor medida el resultado de su trabajo en función de la respuesta del público, y que se negaban a considerarlo como algo artístico y personal aunque, efectivamente, lo fuera. La política de autores se mostró muy eficaz a la hora de rehabilitar a realizadores que hablaban sin parar de su obra y su visión del mundo. Pero, habitualmente, le pasaron desapercibidos aquellos otros directores, algunos con sobrados méritos ‘autorales’, que guardaron silencio sobre sus películas y su estilo. En otros casos, el nombre del cineasta ha quedado como un verso suelto, de difícil adscripción a un género clásico en concreto o a unas coordenadas específicas (escapando, por tanto, a las revisitaciones críticas que wetsern, noir, melodrama, comedia o musical suelen recibir periódicamente). Y, en algunas ocasiones, el nombre del cineasta correspondiente ha permanecido tan vinculado al de alguna estrella que esta ha terminado por fagocitarlo, de modo que sus películas han acabado por ser consideradas ‘de tal o cual actor’ o ‘de tal o cual actriz’ más que del propio director. En el caso de Clarence Brown, se dan los tres supuestos anteriores a la vez. Merece la pena que dediquemos unas palabras a la relación de Brown con Greta Garbo —con la que compartió siete películas de su filmografía— pues, sin duda, la estrella sueca es el principal motivo por el que el cinéfilo medio recuerda al realizador. Abordar la relación Brown-Garbo, por tanto, se torna en un deber casi inevitable en cualquier monografía sobre el director de El demonio y la carne (Flesh and the Devil, 1926). Guiralt no elude la cuestión y profundiza en la materia en el primer capítulo del volumen.

A partir de ese punto, el libro se sumerge en la carrera de Brown, dividida en varias etapas cronológico-temáticas (sus años de formación con Maurice Tourneur, sus primeros films firmados con su nombre, su paso por la Universal y por las producciones de Joseph M. Schenck, hasta recalar en la Metro-Goldwyn-Mayer). La escasez de información publicada sobre nuestro hombre, así como la dificultad para encontrar buena parte de su filmografía, a priori podrían verse como posibles impedimentos que dificultaran cualquier aproximación al tema. Sin embargo, el texto de Guiralt supera tales dificultades sobradamente. En las páginas del volumen, la autora nos ofrece un análisis pormenorizado de algunos de los recursos técnicos y estilísticos de Brown (desde sus famosos ‘planos de tres’ hasta sus composiciones encuadradas en un vano, desde su obsesión por los largos y enrevesados travellings que siempre suponían un desafío para su notable talento técnico, hasta su predilección por dotar a los objetos en pantalla de un uso simbólico), rastreando, de paso, la reaparición de algunas soluciones típicamente brownianas en la filmografía posterior de otros maestros de Hollywood. Además, nos ofrece una cuidada disección de temas y obsesiones narrativas presentes en su filmografía (desde su visión de la mujer trabajadora hasta su gusto por retratar la vida sencilla y rural norteamericana, desde sus conflictos amorosos triangulares hasta su condena perpetua e inapelable al alcoholismo…). Elementos que, por sí mismos, ya bastarían para considerar a Brown como un director con personalidad propia y, si se me permite decirlo, un autor. Pero, además, el repaso que propone Guiralt a la filmografía browniana es, asimismo, un breve paseo por la propia historia del cine clásico norteamericano, arrojando luz sobre alguna de sus etapas más primigenias y desconocidas. Uno estaría tentado a escribir que el texto de Guiralt también nos muestra un fresco de los primeros tiempos de Hollywood… pero es que, en realidad, se remonta hasta los tiempos previos a Hollywood, cuando Fort Lee, en Nueva Jersey, constituía una auténtica meca del cine, y cuando los directores norteamericanos todavía no se habían planteado emigrar a la costa oeste. En este sentido, merece destacarse especialmente el análisis que la autora nos ofrece sobre el que sería maestro e introductor en el mundo del cine de Brown, Maurice Tourneur. Las notas que Guiralt incluye sobre el mismo constituyen, en sí, un estudio detallado sobre el realizador francés emigrado a Norteamérica. Y, por tanto, también suponen una razón adicional para leer el libro.

Siendo importante todo lo mencionado anteriormente, quizá la nota más singular del presente volumen sean los fuertes y trabajados cimientos sobre los que la autora edifica su investigación. Cada vez que se ofrece un dato sobre Brown, o que se pone en cuestión, de forma crítica, algún otro dado tradicionalmente por bueno, se nos justifica la afirmación en función de los materiales conservados en algún archivo norteamericano. Cada vez que se analiza una película aparentemente ignota, la autora incluye su pequeña nota de agradecimiento a la institución norteamericana correspondiente que le permitió su visionado. Cada vez que se comenta una anécdota personal sobre Brown, se cita a alguien que conoció al realizador (no me resisto, en este sentido, a destacar las entrevistas personales que ha mantenido la autora con el actor Claude Jarman Jr. —protagonista de dos obras maestras brownianas: El despertar (The Yearling, 1946) e Intruder in the Dust (1949)— y con el renombrado historiador cinematográfico Kevin Brownlow, a quien, por su ayuda en la investigación, está dedicado el libro). Estos fuertes pilares, marcas de una investigación rigurosa, aparecen y reaparecen a lo largo del volumen casi a modo de subtexto. Un subtexto que nos habla de años de laborioso trabajo, de persecución incansable de información por bibliotecas, filmotecas, universidades y otras instituciones norteamericanas hasta dar con el dato concreto o con la película aparentemente inaccesible. Un subtexto que revela que ninguna de las afirmaciones que encontramos en el libro es arbitraria, y que todas ellas cuentan con un esfuerzo investigador de años de duración sosteniéndola. Un subtexto que, casi al modo de marca de agua, me atrevería a decir que introduce un matiz épico que se superpone al ensayo. Se trata de esa épica de todo investigador que, por grandes que sean las dificultades y por remota que se halle la información, no renuncia a llevar a cabo la idea que bulle en su interior y que, finalmente, obtiene la recompensa del trabajo bien hecho.