LA PRÓDIGA (RAFAEL GIL, 1946): PASIÓN, ALEGORÍA E INFLUENCIA DE LA ESCUELA PICTÓRICA ROMÁNTICA

 

LA PRÓDIGA (RAFAEL GIL, 1946): PASSION, ALLEGORY AND PICTORIAL ROMANTIC SCHOOL’S INFLUENCE

 

Juan Ignacio Valenzuela Moreno

Universidad de Córdoba, España

alleong75@hotmail.com

http://orcid.org/0000-0001-9541-641X

 

Resumen:

La obra literaria de Pedro Antonio de Alarcón fue una fuente de inspiración para muchos cineastas españoles de los años cuarenta, incluido Rafael Gil, que hizo de La pródiga (1946) una de sus películas más acabadas en ese período. Considerando las dificultades de un sistema cinematográfico que resurgía de las cenizas de una incruenta Guerra Civil, la película de Gil supone una inteligente creación al hacer uso de simbología de índole narrativa mediante el uso de la luz y decorados inspirados en la tradición pictórica romántica, que hacen de La pródiga un modelo del cine realizado en esos años de la posguerra.

 

Abstract:

The literary work of Pedro Antonio de Alarcón was a source of inspiration for many Spanish filmmakers forties, including Rafael Gil, who made La pródiga (1946) one of its most accomplished during this period films. Considering the difficulties of a system resurfaced from the ashes of a bloodless Civil War, the film is a clever creation Gil to make use of narrative symbolism of nature through the use of light and scenery inspired by the romantic pictorial tradition, La pródiga make a model of the films made in those postwar years.

Palabras clave: Rafael Gil; Pedro Antonio de Alarcón; fotografía narrativa; pintura romántica; simbolismo.

 

Keywords: Rafael Gil; Pedro Antonio de Alarcón; narrative photography; Romantic painting; symbolism.

 

Cómo citar: Valenzuela Moreno, J. I. (2017). “La pródiga (Rafael Gil, 1946): pasión, alegoría e influencia de la escuela pictórica romántica”. Fotocinema. Revista científica de cine y fotografía, nº 15, pp. 301-320. Disponible: http://www.revistafotocinema.com/

 

 

1. Introducción

En los años cuarenta, el interés que despertó la obra literaria de Pedro Antonio de Alarcón fue inusitado no solo en España, sino en países de habla hispana como México o Argentina. En ese período, varios de los trabajos señeros del escritor accitano fueron trasladados a la gran pantalla: El sombrero de tres picos (Juan Bustillo Oro, 1944), El escándalo (José Luis Sáenz de Heredia, 1943), El clavo (Rafael Gil, 1944), El capitán veneno (Luis Marquina, 1950) y La pródiga – que aparte de la versión de Gil que analizaremos, también conoció una adaptación argentina de manos de Mario Soffici en 1945 –, son solo algunos ejemplos. Diversas razones justifican esta predilección en la sociedad nacida de las cenizas de la guerra. En primer lugar, la propia trayectoria vital de Alarcón: en el devenir de su existencia, había pasado de ser un reaccionario, republicano y antimonárquico a abrazar la religión católica e ideas de corte tradicionalista en sus años de madurez, llegando a renegar, incluso, de la actitud revolucionaria que presidió su juventud. Su mutación ideológica hasta convertirse en adalid del conservadurismo y moralismo más trasnochado fue estimada ejemplar en relación a los cambios que se pretendían acometer en la nueva sociedad franquista, que pugnaba por transformar los desvalores propios de su reciente adscripción republicana en valores católicos y morales que sustentaran el nuevo entramado social, eliminando así las “impurezas” de la anterior forma de gobierno.

En segundo lugar, la mayoría de sus personajes son burgueses que, sometidos inconscientemente, en un momento de sus vidas, a las bajezas de las pasiones humanas, son capaces de rebelarse contra sí mismos y aceptar los valores supraindividuales que rigen el mundo, valores inmutables y absolutos que, para un perfecto funcionamiento de la sociedad, han de absorber y propagar: la vida ha de tener un significado, un propósito relevante y estar henchida de espiritualidad.

No es casualidad, pues, que las primeras películas que recibieron el primer premio del Sindicato Nacional del Espectáculo fueran dos adaptaciones alarconianas, amén de ser impresionantes éxitos de taquilla: El escándalo y El clavo. Se trata de dos proposiciones cinematográficas adecuadas para el adoctrinamiento de una sociedad que, desde el pensamiento de los gerifaltes franquistas, no podía valerse por sí misma; películas de intenciones moralistas diáfanas, con tipos humanos lejanos en el tiempo, pero cercanos y adecuados en cuanto a pretensiones.

La adaptación que Rafael Gil hace de la última novela de Alarcón La pródiga no deja de ser un jalón más de esta lógica pasión por el escritor. Podría decirse que las trayectorias vitales de cineasta y escritor son paralelas: ambos gozaron de una juventud repleta de inquietudes, rechazos al orden establecido, intensas preocupaciones –más en Alarcón que en Gil–; los conflictos bélicos marcaron sus destinos –la guerra de África en el escritor; la Guerra Civil en el director– hasta el punto de profesar un acendrado catolicismo y una ideología conservadora, llegando a sufrir ambos lo que Alarcón denominaría “conjuración del silencio”, actitud que tomaban sus detractores ante la publicación de sus obras de madurez. No es de extrañar, pues, que Gil sintiera un manifiesto aprecio a la figura alarconiana que intentó honrar en dos de sus mejores películas, aparte de proyectos del calado de El sombrero de tres picos y El niño de la bola, que, por unos u otros motivos, quedaron sepultados entre la ingente pila de guiones no rodados.

El propósito de este artículo es demostrar la relevancia de La pródiga en el inventario cinematográfico español de la posguerra –y, por ende, en la obra de su autor–, a través de un análisis textual de la película, en conjunción con el estudio del marco histórico y social en el que esta se integra y el estudio comparativo con el referente literario para alumbrar las intenciones del director en su traslación a la gran pantalla. Indagaremos en la obsesión de Gil por el acabado formal de la obra, heredera de su amor reverencial al cine de Hollywood, como la mejor manera de acercarse al público, dentro de un panorama fílmico que aún tardaría varios años en recuperarse de las secuelas de la guerra. Aun sin ostentar la estimación crítica de otros filmes más célebres como Huella de luz o El clavo y pese a la escasa atención que ha recibido de los estudiosos cinematográficos, La pródiga es en un ejemplo diáfano de ese cine de qualité que ambicionaba, que se centrara no solo en las vehementes emociones de los personajes, sino en la grandilocuencia de la puesta en escena (Benet, 2012, p. 208).

En paralelo, otro objetivo que se pretende conseguir es constatar la función narrativa y simbólica de los decorados y la fotografía, resultado de la cercana colaboración del cineasta con Enrique Alarcón y Alfredo Fraile, así como la inusual influencia de la pintura romántica de Caspar David Friedrich en el diseño del concepto visual de algunas de las secuencias del filme, en esencia aquellas relacionadas con la muerte. Si frecuente es el influjo de maestros como Goya, los pintores historicistas españoles (Francisco Pradilla, Eduardo Rosales) o artistas coetáneos como José Gutiérrez-Solana (Castro de Paz, 2008, pp. 7-22) en la concepción de algunas de las producciones del primer decenio posbélico, menos ortodoxo resulta el modelo de Friedrich como fuente de inspiración en el diseño de la imagen cinematográfica. Como veremos, algunas obras pictóricas del romántico alemán se erigen en referentes ineludibles de la creación de la puesta en escena fílmica.

 

2. Dando vida a La pródiga: Gestación del proyecto. Consideraciones de la censura y críticas

Dada la gran aceptación de las películas que Rafael Gil había realizado para la valenciana CIFESA, el gallego Cesáreo González, un advenedizo en el ámbito de la producción que pugnaba por hacerse un hueco en una cinematografía dominada por la productora de Vicente Casanova, contrata los servicios del director madrileño para poner en marcha varios proyectos de enjundia –ambos trabajarían con cierta frecuencia hasta 1965–.

El éxito de El clavo llevó a Rafael Gil a elegir la última novela escrita por Pedro Antonio de Alarcón, La pródiga, para su nueva película. Apasionado del escritor accitano, cuyas obras estimaba muy cinematográficas, y de la época en que las ambientaba, Gil acomete la versión fílmica de una manera fidedigna al relato, a excepción del preámbulo y el epílogo que, no obstante, vienen sugeridos por la propia narración literaria. En comparación a El clavo, la traslación de La pródiga a la gran pantalla le resultó menos dificultosa, pues señalaba que «La pródiga es una novela completa, en tanto que El clavo es un verdadero cuento. En la novela, el mayor inconveniente está en conseguir el ambiente»[1].

El 26 de abril de 1945, Rafael Gil envió como productor peticionario un primer dossier al Departamento de Cinematografía, que sería autorizado el 30 de abril. En él se especificaban datos como que Gil ganaría 45.000 pesetas por el guion técnico, 30.000 por el guion literario y 50.000 por la dirección. Por su parte, el caché de Rafael Durán sería de 100.000 pesetas, mientras que Amparito Rivelles, inicialmente prevista para el papel de Julia, ganaría igual cantidad que Durán.

En la Dirección General de Cinematografía y Teatro, una vez analizado el guion de La pródiga, se puso de manifiesto que no ofrecía interés dramático, aunque sí estaban seguros de las virtudes técnicas que habría de tener la película, apreciando el oficio del joven director para empeños basados en obras literarias, como ya había demostrado. Sí se preocupó la sección de censura, sin embargo, en que los amores ilícitos de los protagonistas no fueran vistos en pantalla como algo jovial, desenfadado y que pudieran dar una falsa sensación de felicidad. En una sociedad pacata como la que se pretendía construir, mostrar alegremente unos amores pecaminosos vividos en convivencia como un modelo al que se podría aspirar preocupó especialmente a los censores. Aunque Gil seguía con fidelidad el texto alarconiano, la pretensión censora era que no se explayara en esas secuencias de falsa felicidad, como se desprende de las observaciones contenidas en el informe de 11 de mayo de 1945[2]:

1º Reducir las escenas de vida íntima de los protagonistas en lo que afecta a su extensión y a su crudeza.

2º Presentar las relaciones amorosas ilícitas sin esa sensación de felicidad y alegría que no pueden tener o no debe atribuírseles. La habilidad del director debe buscar los momentos en que la voz de la conciencia recta quiebre la felicidad de un amor ilícito y pecaminoso.

3º El personaje del sacerdote del pueblo debe cuidarse con mucho esmero. Su actuación debe ser enérgicamente apostólica, pero al propio tiempo cordial y simpática. Es el señor que tiene la razón, que dice las verdades y que convence al espectador de su razón y de su intransigencia.

4º El duelo debe desaparecer (planos 185 al 210).

5º Se han verificado tachaduras en los planos 279 y 318.

Aunque el filme deja constancia de las permanentes dudas que manchan el alma de Doña Julia, aun en los momentos de plenitud de su relación, coincidente con la primavera, así como la actitud enérgica y ejemplar del párroco interpretado por José María Lado, Gil rodará e incluirá en el montaje definitivo el duelo a espada entre Guillermo de Loja y el Conde de Zuera (José Jaspe), surgido por la pretensión de aquel de defender la honra mancillada de Doña Julia, episodio que no aparece en la novela y que Gil consideró interesante insertar como prueba de la pasión amorosa del diputado, rayana en la obsesión.

La comunicación se produjo entre la Dirección General de Cinematografía y Teatro y Rafael Gil, pero el día 29 de octubre la Dirección observa que es la casa productora Suevia Films la que comunica el rodaje de La Pródiga. Como no tenía conocimiento de este cambio solicitaron a Gil que le confirmaran si se habían transferido los derechos sobre la obra a Suevia, adjuntándole los estadillos técnico y artístico para que fueran cumplimentados nuevamente, con la amenaza, en caso contrario, de tomar medidas «que ellos serían los primeros en lamentar»[3]. El 22 de mayo de 1946 se recibió el cuadro, pero parece ser que se había extraviado en un principio[4], porque enviaron un nuevo escrito el 24 de junio, dándose nueva notificación para cumplimentarlo, so pena de anular el permiso de rodaje concedido a la productora. Ante ello, Rafael Gil remitió nueva misiva en la que exponía que

en el mes de julio del pasado año me presenté en ese Departamento Nacional de Cinematografía en compañía de Don Cesáreo González para comunicar y solicitar el traspaso de todos mis derechos a dicho señor para la ejecución por la firma Suevia Films de la película La pródiga.

Posteriormente se ha hecho en el Sindicato Nacional del Espectáculo el oportuno cambio para la obtención del crédito y los mismos en la Subcomisión de Cinematografía para la concesión de película virgen.

Su oficio 11 de mayo fue contestado, según me comunican, por la casa productora en el mismo sentido que yo lo hago ahora en estas líneas[5].

En el expediente original presentado por Rafael Gil, el rodaje iba a ser realizado en los Estudios Sevilla Films –con quien había firmado un contrato el 25 de abril de 1945 que especificaba el pago de 6.000 pesetas diarias por el alquiler de sus instalaciones– y su presupuesto ascendería a 3.000.000 pesetas. El nuevo expediente[6] producto de la cesión de derechos a Suevia Films presentaba algunos cambios: el presupuesto reconocido por el Sindicato Nacional del Espectáculo sería de 2.700.000 pesetas, aunque una vez terminada la producción, existió un pequeño incremento de 50.000 pesetas. Por otra parte, el personaje de Doña Julia sería interpretado por la actriz italiana Paola Bárbara, esposa del director Primo Zeglio, que ya había trabajado en varias producciones españolas a las órdenes de directores como Carlos Arévalo o Luis Marquina, y cuya edad a la sazón (34 años) era más acorde a la del personaje de Alarcón que la inicialmente considerada Amparito Rivelles. El 30 de abril de 1945, Suevia Films obtuvo el pertinente permiso de rodaje, pero no sería hasta el 1 de noviembre cuando este comenzó en los Estudios Chamartín, extendiéndose hasta el 31 de agosto de 1946.

El 4 de septiembre le es concedido el Interés Nacional por la Dirección General de Cinematografía y Teatro y el 27 se estrena en el cine Avenida de Madrid, constituyendo un rotundo éxito de público y crítica, demostrando así el interés que Alarcón tenía sobre los espectadores de la España de los cuarenta, aunque bien fuera por aprovechar la onda expansiva que habían provocado los tsunamis de El escándalo y El clavo dos años antes. Como impagable publicidad, Mario Moreno “Cantinflas” señaló que «una dirección acertadísima, unos intérpretes de primerísima categoría y una fotografía espléndida hacen de La pródiga una película magnífica, capaz de ponerse al lado de las mejores extranjeras»[7].

Sería el primer éxito de una larga serie de su productor Cesáreo González, quien en las páginas de Radiocinema sostuvo que los logros del filme se basaban en un argumento, que

tenía pasión, fuerza dramática y ese sabor crudo, casi violento, de lo español. Pero sobre todo tenía lo más importante: un director inteligente, Rafael Gil, enamorado del tema desde hacía mucho tiempo y decidido a poner en su realización todo su entusiasmo. Con todo esto me decidí a hacer La pródiga, seguro de que cuando hay un argumento con nervio y un director inteligente, el productor puede poner todos sus recursos en juego, seguro del éxito. Y ahí tiene usted La pródiga, resultado de los tres puntales fundamentales de todo éxito cinematográfico: un tema sólido y bello, un director laborioso y capaz y un productor que conoce la cicatería[8].

Más tarde, el productor firmaría un contrato con la distribuidora LAIS para la explotación de la película en Italia, Argentina, Uruguay, Paraguay y Chile.

En su estreno en provincias, las posiciones, tanto de público como de los Delegados Provinciales, fueron encontradas, si atendemos a lo que se desprende del contenido de los informes de estos últimos. Así, por ejemplo, el Delegado Provincial de Albacete señaló que «los sectores más escrupulosos bajo el punto de vista moral oponen el reparo de que no se condena debidamente el suicidio, que en el guion ha podido sustituirse por un accidente casual al intentar huir de él para no truncar su carrera o, al menos, presentarlos de manera dudosa (aunque el director ha tenido el cuidado de velar la escena). Así resulta que el espectador se encuentra entre dos sentimientos opuestos, la repulsa al suicidio y la simpatía por la abnegación, entre los que indudablemente triunfa el último»[9]. En Lugo, sin embargo, su Delegado escribió que «por lo que se refiere a la reacción de cierta parte del público al tacharla de inmoral, no se cree así por esta Delegación, sino que viene más de argumento “fuerte” y hasta cierto punto edificante, pues al fin y al cabo se demuestra en la película lo del refrán “que los que mal andan, mal acaban”, no habiéndose observado cuadro alguno de visión inmoral»[10]. Delegados Provinciales que se erigen, así, en añadidos defensores de la moralidad, sumándose a las filas de los vigilantes miembros de la Junta Superior de Orientación Cinematográfica y de la Iglesia Católica.

 

3. De la novela al cine: Concomitancias y divergencias

La primera decisión que toma el cineasta es su fidelidad al texto alarconiano. La mejor forma de aprehender el espíritu de una obra literaria era, para Gil, no ir contra lo escrito por el autor. Su mayor aspiración era «realizar la obra de un escritor y tener conciencia de que no se la traiciona»[11], con lo que respetar la letra era respetar la intención del autor. Ello no era óbice para que, siendo consciente de la diferencia entre el lenguaje cinematográfico y el literario, introdujera elementos que enriquecieran la diégesis fílmica. Sí se mostró contrario, empero, a una utilización caprichosa de la base literaria para realizar otro producto que aprovechara el título de la obra para crear engañosas expectativas en el público. Así, fue detractor de la versión del Quijote de Pabst y lo hubiera sido, en caso de que la pudiera haber visto, de la versión de La pródiga pergeñada por Mario Soffici desde tierras argentinas. Efectivamente, en 1945 estaba previsto que se estrenara la visión de Soffici de la obra alarconiana protagonizada por una ascendente Eva Duarte, en el cine y en la sociedad argentina, fruto de su relación con el por aquel entonces vicepresidente Juan Domingo Perón. Pero, una vez convertido en presidente en 1945, el Consejo privado señaló la conveniencia de que no se estrenara la cinta, con el fin, entre otras razones, de que sus compatriotas no asistieran al amargo final en la ficción del personaje protagonizado por su querida Primera Dama. Cuarenta años después, el descubrimiento de una copia en manos de un coleccionista nos ha permitido analizar y cotejar las versiones de Gil y Soffici, descubriendo en esta última múltiples desvíos de la obra de Alarcón, como la ubicación de la historia en un país innominado, la construcción de un embalse como pretexto de la presencia de Guillermo de Loja, ahora solo ingeniero y no prometedor político, en las tierras de Doña Julia, y, consecuentemente, la eliminación de las veleidades parlamentarias que acompañan las dudas de Guillermo y que son germen de su decisión de abandonar la vida activa y caer en los brazos redentores de la pródiga. Al mismo tiempo, la aséptica y desapasionada dirección de Soffici, cuya cámara –distante y ubicua– no se implica en las motivaciones psicológicas de los personajes, la excesiva teatralidad de sus intérpretes y el desaprovechamiento del aura de la futura señora de Perón hacen de este filme un trabajo olvidable.

En su visión cinematográfica, Rafael Gil decide sobre el punto de vista desde el que va a fluir la narración, relegando la omnisciencia de Alarcón en el texto literario, que se erige en narrador de unos acontecimientos que acaecieron «hace quince o veinte años» y cuyos pormenores conoce, para partir de un largo racconto, que inicia desde un enfoque subjetivo, pero que devendrá objetivo en el transcurso de la diégesis, en aquellos momentos, los menos, en los que Guillermo de Loja no ocupa el encuadre. Esa mirada al pasado principiará cuando un valetudinario Guillermo, elegido Presidente del Consejo de Ministros, recibe en su casa, tras la apoteosis que acaba de vivir en el Parlamento por su discurso de presentación del nuevo Gobierno, a sus antiguos compañeros de correrías electorales, Miguel (Ángel de Andrés) y Enrique (Guillermo Marín), prestos a conseguir prebendas personales. Su presencia allí, su interés y los manejos y corruptelas que les acompañan no hacen sino confirmarle en su creencia de la falsedad que le rodea y, tras su salida, le refrescan un doloroso pasado que quiere olvidar, cuyo último resquicio es el cuadro de un viejo árbol que reposa sobre un estante, signo del amargor de tiempos pretéritos. Esa pintura es lo único que aún le ata, siquiera levemente, a Julia, un obsesivo amor que marcaría su existencia. Como veremos, cuando Julia halle la ansiada muerte y Guillermo caiga en la cuenta del error que fue haber intentado forzar la libertad que, en su enclaustramiento, “la pródiga” había escogido para huir de la hipocresía e ignominia que la habían perseguido, retomará Gil el presente del relato, un presente donde Guillermo ha hallado la felicidad junto a su esposa (Maruchi Fresno) –“la Verdad”, en palabras del nuevo Presidente, en contraposición de la falsedad circundante–. Una felicidad que ciertamente no hubiera conocido fuera del matrimonio.

Rafael Gil vuelve a hacer uso de su recurrida estructura circular para el aspecto formal, pero esta vez se observa una duplicidad concéntrica. Como hemos visto, la película comienza con un Guillermo maduro que ha alcanzado las más altas cotas del éxito personal, social y profesional: ha sido elegido Presidente, se ha casado con una mujer encantadora de la que está muy enamorado y recibe el cálido respeto de sus paisanos. No obstante, un amargo recuerdo ha quedado encerrado en su alma para siempre: un amor de sus tiempos de juventud, idealizado, que le hizo desprenderse de todo e intentar cambiar su destino, hacia una bella mujer, viuda, mayor que él, que, voluntariamente, ante las desdichas que le ha tocado sufrir en la vida, se ha apartado de un mundo que no soporta, dilapidando casi todos los bienes que ha recibido de su difunto marido, por el que ha recibido el apelativo de “la pródiga”. La vacía mirada de Guillermo, herida por la pérdida del objeto amoroso, y el recuerdo indeleble que ha marcado su existencia desde entonces, se consolidan como notas dominantes de  lo que Castro de Paz ha venido en llamar modelo de estilización obsesivo-delirante (2013, p. 52). El nuevo Presidente evocará cómo, junto a sus compañeros Enrique y Miguel, arribó a las tierras pertenecientes a la Villa del Abencerraje, con el propósito de hacer proselitismo entre sus habitantes y ganar el escaño de diputado en Cortes en las próximas elecciones. Guillermo conoce a Julia y, con un flechazo instantáneo, se enamora de ella y le jura amor eterno, pero esta, decidida a permanecer únicamente con los colonos de sus tierras, que la adoran, le rechaza y el joven político opta por volver a Madrid. En un mundo donde las corruptelas, las envidias y las luchas por el poder están a la orden del día[12], Guillermo acaba renunciando a un futuro prometedor en la política y, abandonando todo, vuelve en busca de Julia.

A su cortijo llega empapado en un día lluvioso, gris, con una Julia alborozada por su regreso. Los primeros momentos son dichosos, pero el paso del tiempo, la creciente hostilidad de los colonos hacia él, su soledad… harán su estancia allí más difícil, hasta el punto de que Julia, temerosa desde el principio de que la abandonara en cuanto sintiera la llamada de la civilización, querrá terminar con la relación e instará a Guillermo a que continúe con su prometedora carrera. No siendo permitido por este, ella huye de su lado y acaba suicidándose, como un último acto de amor, para que Guillermo pueda volver a un mundo del que no debió salir. Simbólicamente, en esa confrontación entre intereses particulares –en este caso, el amor pecaminoso de la pareja– y obligaciones de índole superior, como es el servicio a la comunidad desde la poltrona política, es evidente cuál es el valor que ha de ser sacrificado, más en el duro período inmediatamente posterior a la Guerra Civil, donde todos han de coadyuvar en la reconstrucción del país (Gubern, 1981, p. 103).

Las dudas de Julia renacen cuando Guillermo lee las andanzas políticas de su amigo Enrique en el diario La época, que habla a continuación del “malogrado diputado Guillermo de Loja”, llamado a ostentar la cartera de Fomento por la voz del pueblo. La lluvia arrecia y un intenso viento acaba entrando por la chimenea y apaga el fuego encendido. La llama que ardía, que mantenía vivo el amor, ha desaparecido, y Julia, con su grito ahogado, ha sentido que así era y ha tenido la visión definitiva del final de su relación, la llegada del tan temido invierno.

Como el propio Alarcón incluye en su novela, el agua existe en el filme como un elemento de perdición. Si la lluvia ha enmarcado el principio y el fin del amor, el sueño conjunto de la construcción de un embalse para enriquecer la finca se ve cercenado cuando unas lluvias torrenciales provocan la crecida incontrolada del río y hacen desbordar la presa recién construida, desapareciendo asimismo la isla que se había creado y el puente diseñado para su acceso.

En paralelo, Gil se vale de elipsis temporales para resumir el paso de las estaciones con carteles alusivos e imágenes propias de cada una de ellas. La llegada del otoño y la caída de una hoja directamente hacia la cámara cerrarán esa etapa de felicidad de la pareja, una etapa que culminará el 1 de octubre, justamente un año después del inicio de su romance.

Importante es también el punto religioso, que planea sobre toda la trama. “La pródiga” no quiere contraer matrimonio con Guillermo, para que este no se sienta atado definitivamente a ella. Ello es objeto de comentarios en la comarca y el propio párroco se ve en la obligación moral de hacerles ver la inconveniencia de su situación, de su convivencia extraconyugal. Julia confiesa su falta de piedad y, convencida como está de no casarse y sin arrepentimiento alguno, decide no ir a la iglesia para evitar ser tachada de hipócrita. Su forma de obrar es consecuente con su pensamiento, como contiene la misma novela. Gil, paradójicamente, sí quiere destacar una cierta religiosidad en ella en el uso de símbolos cristianos: durante la celebración de la boda entre José y Brígida –de la que no puede ser madrina por no atender los requerimientos del párroco– ella está disfrutando de una merienda en el campo con Guillermo en la que aparece ataviada con un gran crucifijo al cuello. Es una manera de significar el origen de la gran bondad con la que trata a todos sus colonos. Solo su interés en no perjudicar a Guillermo contrayendo matrimonio y despojándole de toda libertad, le lleva a ese acto de sacrificio ante Dios y los hombres. Un sacrificio que, con su suicidio, tendrá consecuencias nefastas añadidas al no poder ser enterrada en tierra sagrada y ser oficiado su funeral por un sacerdote.

La película terminará en el punto donde empezó, con Guillermo sentado en el sofá, apurando sus recuerdos, entrelazados entre el árbol que cobija el sepulcro de Julia y el cuadro que pintó uno de esos días felices y que él ha conservado. Su mujer, que se le supone desinformada, se acerca a él para llevarle a la cama y de paso felicitarle por su nuevo cargo de Presidente. El destino le ha llevado irremediablemente al punto de partida del que un día huyó.

 

4. La fotografía de La pródiga como elemento narrativo

La fotografía en blanco y negro que concibe Alfredo Fraile para el filme tiene una funcionalidad eminentemente narrativa y simbólica, resultado de la influencia de la labor de directores de fotografía de Hollywood como Arthur C. Miller o Joe MacDonald y de su propio maestro, el austriaco Heinrich Gärtner –que se nacionalizaría español con el nombre de Enrique Guerner–. A tal fin, hace uso del esbatimento o sombra esbatimentada, que «se produciría cuando de forma consciente el director de fotografía diseñara o controlara la iluminación, ya fuera ésta natural o artificial, de manera que la sombra de cualquier objeto o personaje se proyectara sobre otro objeto, personaje o superficie» (Rubio Munt, 2001, pp. 137-156). En el filme se manifiesta en diversas escenas que remiten a lecturas más profundas de la psicología de los personajes. Como sabemos, “la pródiga” ha decidido recluirse para el resto de sus días en un cortijo, cansada de la maledicencia y la envidia de sus semejantes. Allí espera hallar la paz, que se ve constreñida desde el momento en que Guillermo irrumpe en su vida. Eso no la lleva a buscar la libertad fuera de los muros del caserón, a atravesar las rejas que ella se ha autoimpuesto. Muchas serán las imágenes que a lo largo de la película insistan en esta idea: así, una secuencia en la que el tío Antonio conversa con Doña Julia es realzada con unas sombras que figuran ser rejas de los ventanales (F1). Un enclaustramiento que tendrá justa contrapartida en la añoranza de libertad que va renaciendo en Guillermo cuando, a través de la ventana, observa pensativo la potente luminosidad que llega del exterior (F2).

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                                       F1                                                                      F2

Pero es en el tratamiento de la lluvia donde la técnica del esbatimento alcanza su máximo esplendor en manos de la experta cámara de Fraile. El amor empezó un día de lluvia y tuvo su amargo final otra jornada lluviosa. Las grises nubes siempre han presidido, cual elementos de desdichada fortuna, el amor imposible que existía entre los dos. De la importancia de este elemento en la historia nos quiere participar el director madrileño cuando muestra en pantalla no solo el elemento físico que ya está en la novela, sino el psicológico, al valerse de la fotografía para expresar estados de ánimo, en este caso una tristeza asociada a un destino fatal: mediante el inteligente uso de la luz, la lluvia va a remarcar los rostros de la desdichada pareja, muy especialmente el de doña Julia, en la mayor parte de las secuencias de interiores del cortijo. Dicha solución se opera como resultado de la palmaria influencia del espléndido trabajo de George Barnes en la fotografía de Rebeca (Alfred Hitchcock, 1940), que proyectaba las sombras de la lluvia sobre el reloj y las paredes de la mítica Manderley, aumentando la sensación de desasosiego de los personajes.  Influencias foráneas estas que Fraile hará suyas e implementará en sus trabajos, obsesionado por dotar de sentido narrativo a su fotografía. De esta forma, el rodaje en estudio le permitía hacer una labor más acorde a dicha pretensión, pues le daba la posibilidad a Fraile de «controlar la luz, dominarla» (Llinás, 1989, p.173), en aras de conseguir un óptimo subrayado simbólico.

 

5. Influencia de Friedrich en el tratamiento paisajístico de La pródiga

Aunque Alarcón hace alusión a Carlos de Haes con el propósito de que el lector imagine los paisajes que circundan el Cortijo del Abencerraje, Rafael Gil no tomará al pintor español de origen belga ni a ningún artista de su círculo de plenairistas como influencia para su concepción del paisaje fílmico. Aun rodada en estudio, el cineasta sustentará su concepto visual, sobre todo en las escenas finales, en la pintura romántica de Caspar David Friedrich. Icono del romanticismo pictórico del siglo XIX, Friedrich había conocido una revisión de su obra durante el nazismo, como adalid del nacionalismo germánico. En connivencia con su decorador habitual, Enrique Alarcón, el director acudió al pintor alemán para dar el tono preciso de algunas secuencias del filme; en particular, el entierro de Doña Julia. En la secuencia campestre en la que la pareja goza de sus fugaces momentos de felicidad, doña Julia se entretiene pintando un árbol yermo, cuyas hojas han sido arrancadas por el crudo otoño que comienza a enseñorearse por la comarca y por el corazón de los enamorados. Pronto será el árbol que servirá de centinela a su innominada y profana tumba (F3) cuando “la pródiga” decida poner fin a su vida y cuya reproducción pictórica, como símbolo de la memoria y del lejano recuerdo, presidirá igualmente el salón del hogar de Guillermo de Loja en el atardecer de su vida, con una fuerte carga metafórica que se asocia con la melancolía del político (Castro de Paz, 2013, p.54). La pintura supone una remisión al Árbol de los cuervos que Friedrich pintó en 1822, un viejo roble que se erige en alegoría de la muerte (F4).

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                                      F3                                                                               F4           

Para la secuencia del entierro de Doña Julia, Gil aprehende el espíritu romántico de esta deidad terrenal (al menos para los habitantes del cortijo) recurriendo de nuevo a Friedrich y a dos de sus obras cumbres: La abadía en el robledal (Abtei in Eichwald, 1810) y Dos hombres contemplando la luna (Zwei Männer in Betrachtung des Mondes, 1819)[13]. En la primera, alegoría de la muerte con la que siempre estuvo obsesionado el pintor, se observa en la parte inferior cómo un cortejo de monjes porta un féretro hacia la puerta de una abadía en ruinas (F5). En la película de Gil, el grupo de monjes es sustituido por los lugareños que tanta devoción tuvieron por la señora, tristes no solo por su muerte, sino por enterrarla en suelo no consagrado (F6). Por su parte, la escena en la que Guillermo observa desolado la tierra bajo la que yace su amada (F7) es una transposición de Dos hombres contemplando la luna (F8). El estado contemplativo une los personajes de ambos niveles: unos desde el sosiego y el espíritu de ánimo sereno; otro, desde el sufrimiento y la culpa.

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                              F5                                                                                                   F6

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                                F7                                                                                       F8

6. Conclusiones y coda final

En tiempos de carestía económica, en los que la puesta en funcionamiento de cualquier actividad industrial no estaba exenta de obstáculos, la cinematografía española atravesaba la lógica situación derivada de un país que luchaba por su supervivencia. A la escasez de medios se unía el encorsetamiento temático, la obligatoriedad de un contenido que debía ser caro al Régimen salido de las ruinas de la Guerra Civil. Ante esa situación, es comprensible la preocupación de ciertos cineastas hispanos por el continente, por la forma, como condición ineludible para apuntalar los cimientos de un cine digno. Muy pocos, sin embargo, alcanzarían un dominio pleno de la técnica. Rafael Gil, como estudioso, hombre culto y amante del cine de Hollywood, se impuso el deber de realizar un cine sincero, acorde a su formación conservadora y católica. Es lo que intenta con esta historia de amour fou, de pasiones desbordadas, con la que, mediante una sobria puesta en escena, propone un relato moralizante en la España ultracatólica de aquellos difíciles años. Aunque el director abogaba por una continuidad espacial y temporal que llevase a la coherencia de la propuesta cinematográfica y a una perfecta interpretación de la historia, de tal manera que todos los elementos fílmicos estuvieran integrados en una ordenación causal, estos poseen, no obstante, un acentuado contenido alegórico que no escapaba al censor ni al espectador de aquel tiempo en aras a dotar al filme de cierta coherencia moral de acuerdo a los postulados franquistas.

Del desarrollo del artículo se puede colegir que La pródiga sigue la estela de El clavo dentro de la obra de Rafael Gil, no solo por adaptar otra obra de Pedro Antonio de Alarcón, sino por consolidar el melodrama en la filmografía de un cineasta que tendía a escorar, temática y estilísticamente, hacia el género de la pérdida y la melancolía (Castro de Paz, 2012, p. 155). En la diégesis, las pulsiones del deseo y la muerte –la dicotomía Eros/Thánatos– son claramente mostradas con una fotografía de fuertes contrastes lumínicos, una escenografía abigarrada y en ocasiones ominosa con influencias pictóricas románticas y unas notables interpretaciones, en especial la de un Rafael Durán que compone el retrato de un político decimonónico que acabará mutando la racionalidad consustancial al ejercicio de su función por la pasión desenfrenada hacia una mujer, desarraigada y asocial.

 

7. Referencias bibliográficas

Alarcón, P. A. (1880). La pródiga. Madrid: Castalia (Ed. 2001).

Benet, V. (2012). El cine español. Una historia cultural. Barcelona: Paidós Comunicación.

Castro de Paz, J.L. (ed.) (2005a). La nueva memoria: Historia(s) del cine español (1939-2000). A Coruña: Vía Láctea.

Castro de Paz, J.L. (ed.) (2005b). Suevia Films - Cesáreo González: Treinta años del cine español. A Coruña: Xunta de Galicia.

Castro de Paz, J.L. (2008). La huella de la pintura en el cine español tras la Guerra Civil. Secuencias: Revista de Historia del Cine, 27, 7-22. https://revistas.uam.es/secuencias/article/view/4060/4329

Castro de Paz, J.L. (2012). Sombras desoladas. Costumbrismo, humor, melancolía y reflexividad  en el cine español de los años cuarenta. Santander: Shangrila.

Castro de Paz, J.L. (2013). De miradas y heridas. Hacia la definición de unos modelos de estilización en el cine español de la posguerra (1939-1950). Quintana. Revista de Estudios do Departamento de Historia da Arte, 12, 47-65. http://www.usc.es/revistas/index.php/quintana/article/viewFile/2279/2365

Gil, R. (1945). Justificación del cinema español. Zaragoza: Departamento de Cultura de Educación Nacional.

Gubern, R. (1981). La censura. Función política y ordenamiento jurídico bajo el franquismo (1936-1975). Barcelona: Península.

Hueso Montón, A. L. (1999). Catálogo del cine español. Películas de ficción 1941-1950. Madrid: Cátedra.

Llinás, F. (1989). Directores de fotografía del cine español. Madrid: Filmoteca Española.

Pérez Bowie, J. A. (2004). Cine, literatura y poder. La adaptación cinematográfica durante el primer franquismo (1939-1950). Salamanca: Cervantes.

Pérez Bowie, J. A. (ed.) (2010). El mercado vigilado. La adaptación en el cine español de los cincuenta. Murcia: Tres Fronteras.

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[1] Radiocinema, nº 119, 1 de enero de 1946.

[2] A.G.A.M.C. 36/04677.

[3] Carta de la Dirección General de Cinematografía y Teatro a Rafael Gil de 11 de mayo de 1946, contenida en A.G.A.M.C. 36/04677.

[4] Sí está contenido dentro de la documentación depositada en el Archivo General de la Administración.

[5] Carta de Rafael Gil a la Dirección General de Cinematografía y Teatro de 15 de julio de 1946 contenida en A.G.A.M.C. 36/04677.

[6] A.G.A.M.C. 36/03261.

[7] ABC, 10 de octubre de 1946.

[8] Radiocinema, nº 129, 1 de noviembre de 1946.

[9] A.G.A.M.C. 36/03261.

[10] A.G.A.M.C. 36/03261.

[11] ABC, 29 de enero de 1966.

[12] Las oscuras maledicencias, agrias disputas y veladas corruptelas parlamentarias disfrutaron, ocasionalmente, de protagonismo en algunas de las obras de Gil, como forma subliminal de criticar las deficiencias democráticas. Si en El gran galeoto (1951) se erigen en centro nuclear de la narración, en otras como La casa de la Troya (1959) tienen un carácter más humorístico.

[13] Y la posterior Mujer y hombre contemplando la luna (1830-1835), un cuadro que difiere del original en la sustitución de las dos personas por un hombre y una mujer, posiblemente el artista y su mujer Caroline.