Ecología visual para galerías y museos: Antonio Guerra y la renovación de la fotografía de paisaje
Visual ecology for galleries and museums: Antonio Guerra and the renewal of landscape photography.
Jorge Latorre
Universidad Rey Juan Carlos, España
jorge.latorre@urjc.es
Ana Santamaría
Universidad Rey Juan Carlos, España
ana.santamaria@urjc.es
Resumen:
Antonio Guerra (Zamora, 1983) es un joven fotógrafo con una trayectoria de admirable coherencia en su variedad de propuestas temáticas, que combinan magistralmente la contemplación estética con una aguda indagación conceptual. Formado en la era de la postfotogr@fía (Joan Fontcuberta), sus instalaciones artísticas multidisciplinares invitan al espectador a reflexionar sobre el paisaje como construcción ideológica a la vez que estimulan un acercamiento respetuoso a la naturaleza. A través de un lenguaje tradicionalmente vinculado a la reproducción masiva y a la ubicuidad, según las famosas teorías de Walter Benjamin, se consiguen efectos de experiencia “aurática” en galerías y museos, que recuerdan al estímulo conceptual y contemplativo provocado por el Land Art. Para mostrar la tradición y la novedad de este artista, se analiza tanto la evolución del paisaje en las artes tradicionales como la integración de la fotografía en el contexto de otras creaciones artísticas contemporáneas.
Abstract:
Antonio Guerra (Zamora, 1983) is a young photographer with a career of admirable coherence in his variety of thematic proposals, which masterfully combine aesthetic contemplation with a sharp conceptual inquiry. Trained in the era of post-photogr@phy (Joan Fontcuberta), his multidisciplinary artistic installations invite the viewer to reflect on the landscape as an ideological construction while stimulating a respectful approach to nature. Through a language traditionally linked to mass reproduction and ubiquity, according to Walter Benjamin's theories, “auratic” experience effects are achieved in galleries and museums, in a similar way to the conceptual and contemplative stimulus provoked by Land Art. To show the tradition and novelty of this artist, both the evolution of landscape in the traditional arts and the integration of photography in the context of other contemporary artistic creations are analyzed.
Palabras clave:
Postfotografía; instalaciones; land art; museos y galerías; aura; paisaje
Keywords:
Post-photography; installations; land art; museums and galleries; aura; landscape
1. Introducción
1.1 Propósito y metodología
Aunque el punto de partida de este artículo es mostrar la obra del artista-fotógrafo Antonio Guerra, la metodología de este artículo se basa en una revisión crítica del concepto mismo de paisaje en la historia del arte occidental, buscando una síntesis que permita entender mejor las aportaciones de esta obra reciente de Antonio Guerra, y también, retrospectivamente, algunos aspectos claves que explican la evolución del género paisaje en el periodo moderno. Esta evolución tiene que ver tanto con las aportaciones de las vanguardias históricas como con los cambios tecnológicos y culturales más recientes, que inspiran a los fotógrafos hacia terrenos conceptuales y multidisciplinares, expandiendo también el campo de la fotografía.
1.2. El arte del paisaje
Una de las aportaciones teóricas más importantes de la modernidad y posmodernidad ha tenido lugar en el género de paisaje, que no solamente afecta al campo de la crítica y de la historia del arte o las representaciones simbólicas, sino que ocupa un lugar central en la reflexión filosófica y en todos los ámbitos de la vida social y del debate político actual.
Pero ya mucho antes de que la conciencia medioambiental pasara a ocupar un primer plano, se daba por hecho, al menos en el mundo occidental, que el género de paisaje implicaba una posición activa frente a la naturaleza, tanto a la hora de observar como de representar esa idea humana que llamamos paisaje. En el mismo origen filosófico del concepto, tanto la noción Chóra-χώρα (el material espacial del demiurgo, según Platón) como Hyle-ὕλη (la articulación del espacio desde la experiencia humana, según Aristóteles[1]) presuponen que el paisaje implica una visión subjetiva y transformadora de la naturaleza contemplada, o recreada en una imagen.
No podemos hablar con certeza de las representaciones de paisaje que dejaron los griegos, por lo que está aceptado en el mundo académico que la visualización pictórica del paisaje en el arte occidental surgió como género autónomo en la Holanda del siglo XVII (Berque, A. 1995, pp. 34-35)[2]. Gombrich equipara con este descubrimiento nórdico a los pintores de la campiña romana que, como Poussin y Claudio de Lorena, contribuyeron a configurar el imaginario colectivo del paisaje pintoresco en Occidente, llegando a influir incluso en la configuración de los jardines románticos ingleses, aparentemente naturales, que han sido tan imitados después en todo el mundo (Gombrich, 1997, p.397).
Esa visión del paisaje como patrón que reduce la naturaleza a los paradigmas mentales y culturales dominantes fue puesta en tela de juicio por la pretensión inicial de la fotografía de convertirse en un “espejo con memoria” de la realidad, como la definió el propio Daguerre (Lemagny, 1992). La fotografía, a diferencia de otras formas de representar la realidad, era técnicamente objetiva, científica, y por tanto verdadera. Paisaje y naturaleza parecían identificarse, en un fraudulento artificio que se instaló en la cultura popular, contagiada del prestigio de la ciencia, durante décadas.
Pero es interesante descubrir que la pretensión de “verdad” fotográfica que Joan Fontcuberta ha desenmascarado en muchos de sus ensayos (El beso de Judas, 1997; Ciencia y fricción, 1998; Orogénesis, 2007[3]) antes de que lo hiciera la digitalización y la creación fotográfica por inteligencia artificial, no se daba en los fotógrafos pioneros del paisaje que, como Gustave Le Gray o Carleton E. Watkins, accedían a la naturaleza de modo conscientemente subjetivo, porque lo hacían inspirándose en la tradición pictórica del momento, a medio camino entre el romanticismo y el realismo (Naef, Stuffman, Christadler, 1993).
A finales del siglo XIX, con los movimientos que preceden a la Vanguardia fotográfica, esta visión subjetiva del paisaje fotográfico se generalizó, asimilándose con el conjunto de las otras artes de representación, que ya venían dando más importancia a la expresión personal y al valor estético de la imagen resultante que al referente natural representado. Por ejemplo, los fotógrafos pictorialistas (pictorialismo viene de picture, imagen en inglés), imitaban el modo formalista y subjetivo de acceder a la representación de la naturaleza que caracterizaba a los pintores impresionistas y simbolistas[4].
Sin embargo, a pesar de la importancia y el protagonismo conceptual que el paisaje como género autónomo tuvo en el siglo XIX tanto en pintura como en fotografía, dejó de ser relevante en el periodo de las vanguardias históricas que llena la primera mitad del siglo XX. El interés por la naturaleza se desplazó a un segundo plano, cuando no se consideraba un reducto decorativo propio del viejo régimen al que había que superar e incluso “combatir con la máquina” (Maderuelo, 2008: 12). Duchamp hablaba despectivamente del “tonto pintor de paisajes”, y esta misma visión condescendiente se extendía a los fotógrafos del denostado pictorialismo. La ciudad y la producción industrial se erigían en protagonistas absolutos de los temas de pintores, fotógrafos y cineastas de la vanguardia más influyente (Latorre y Jiménez, 2021).
La recuperación del paisaje natural en el arte occidental fue lenta; podríamos decir que solo regresó a primera línea de la escena artística a finales de los años sesenta. No era ya un paraje enmarcado, pues fueron los escultores, antes que los pintores o fotógrafos, los que protagonizaron este regreso del arte a la naturaleza, después de haber experimentado la escultura una transformación radical en sus preceptos postfigurativos[5].
En octubre de 1968, Robert Smithson organizó en la galería Dwan de Nueva York una exposición que tituló Earthworks, en la que participaron también Walter de María, Robert Morris, Claes Oldemburg, Michael Heizer y Dennis Oppenheim, entre otros. Allí se mostraron tanto fotografías de las intervenciones que se habían realizado directamente sobre la tierra, como proyectos y maquetas de obras a realizar. Glueck, desde el New York Times, dijo que comenzaba “una vuelta al paisaje”, aunque lo hiciera con unos presupuestos bastante alejados de los que impulsaron a los pintores realistas de la Escuela de Barbizón o los mencionados fotógrafos artistas descubridores del paisaje Gustave Le Gray o Carleton E. Watkins y sus continuadores en el pictorialismo del cambio de siglo.
1.3. Instalaciones y ready mades
Javier Maderuelo, en El espacio raptado (1990), estudió en profundidad estos cambios que se produjeron en la escultura desde 1960, entrando en competencia con la arquitectura, a la que anteriormente había estado sometida. Uno de los cambios más significativos que hacían que esta disciplina pudiera compararse con la arquitectura, era la modificación de la escala; otro cambio fue la libertad de elección de materiales y técnicas que había traído la modernidad: hierro, hormigón, resinas sintéticas u polímeros, etc.; y también el roblonado e encolado, la soldadura para ensamblages, y otras técnicas de fabricación industrial que habían llegado para quedarse. El aumento en la escala era también una demanda que surgía de las nuevas necesidades del arte urbano y sobre todo de la reinvención del arte del paisaje con el land art.
Las posibilidades de la escultura se multiplicaban en este campo que, aunque expandido, no era ilimitado. Y los artistas de la postmodernidad comenzaron a poblar todo el nuevo campo al tiempo que ponían en práctica una enorme libertad en el uso de los medios (fotografías, libros, líneas de paredes, espejos o la misma escultura). Podríamos añadir que esta evolución de la escultura, además de en movimientos abstractos como el constructivismo o De Stijl, tuvo mucho de inspiración en el ready-made, que a su vez es un concepto muy fotógráfico, indicial, como estudió Rosalind Krauss en Lo fotográfico, por una teoría de los desplazamientos (Krauss, 2002: 76). Así como las artes imitaban “lo fotográfico”, también la fotografía de los nuevos paisajistas topográficos[6], que tanto han influido hasta la actualidad, parecía seguir esta estela del ready-made, puesto que reivindicaba los “no lugares”, ruinas de la era industrial, paisajes humanizados o simplemente olvidados, descuidados por la tradición del paisajismo anterior a las vanguardias.
Aunque la alianza de la fotografía y el land art es casi necesaria para dejar constancia de esas intervenciones, las fotografías documentales no se consideraban como propiamente artísticas o paisajísticas, con la excepción de Smithson, qué sí consideraba importante el “non site”, como espacio museístico complementario al “site” natural (Holt, 1979). Como estudió Simón Marchán (1988, p.217), sin el intermedio audiovisual, la obra no podría existir para los espectadores, pero la documentación que ofrecían estos medios de registro era muy fragmentaria, con lo que dejaba parte de la información sin resolver y obligaba al espectador a terminar la experiencia artística en contacto con el propio territorio, al cual la pieza pasaba a pertenecer mientras durara. El arte estaba en la intervención sobre el terreno, por eso el termino land o earth art.
Al alejarse de los lugares de exposición habituales, en busca de la naturaleza, muchos artistas del land art reivindicaban una actitud contraria al consumismo, dentro de las manifestaciones que surgieron en ese tiempo en la vanguardia como reacción al arte pop. En este sentido, el land art se oponía al sistema capitalista que colocaba a la obra de arte en esos espacios de mercadeo o de culto al “aura”, según las conocidas ideas de Walter Benjamin.
Solo a finales del siglo XX, las fotografías, videos y mapas que mostraban el proceso de elaboración de la obra land art, o el testimonio de su existencia cuando estaba ya perdida, se han comercializado y expuesto en galerías y museos, en ese curioso proceso de entrada de lo fotográfico y cinematográfico “banal” en los lugares de exposición tradicional, como describió proféticamente Borys Groys a finales del milenio (1999: 85):
Así la única oportunidad para el arte que muestra lo normal es el museo. Fuera todo es excitante y exitoso desde el punto de vista visual, atrayendo a las masas con los mitos de siempre (ataques de alienígenas, historias de Apocalipsis y redención, héroes con poderes sobrehumanos, etc.), fascinantes e instructivos, pero que no aportan nada nuevo que no figurara ya en las colecciones y archivos de arte tradicional. Para encontrar lo banal, no recogido en los Media por falta de interés para la gente, debemos ir a los museos de arte contemporáneo. Y la presencia de la fotografía en los museos es muy esclarecedora al respecto; cuanto más orientado está un museo de cara a la colección de arte moderno, más se suele permitir exponer fotografías de temas cotidianos sin ningún valor estético formal explícito.[7]
Veremos a continuación que la obra de Antonio Guerra, aunque entronca con esta tradición paisajística intervencionista del land art, está muy lejos de esos principios de huida a la naturaleza para escapar del museo y del mercado. Por el contrario, lo que hace es llevar esa naturaleza intervenida a las galerías, y no por razones meramente comerciales, sino fundamentalmente estéticas, además de ecológicas. Antes de continuar, conviene hacer una breve presentación del artista que nos sirve como referente paradigmático.
2. Las instalaciones fotográficas de Antonio Guerra
Nacido en Zamora en 1983, Antonio Guerra es un joven artista de admirable coherencia en su variedad de propuestas temáticas y multidisciplinares. Sin obsesionarse por mostrar la fragilidad del medio ambiente, la obra de Antonio Guerra nos descubre que el paisaje está lleno de artificios y que las transformaciones que la actividad humana ejerce en el medio natural se han visto recientemente multiplicadas por la digitalización y el consumo masivo de imágenes, también paisajes, en la red. A contracorriente de este proceso, la obra fotográfica de Antonio Guerra invita a un ejercicio de ecología visual a través de instalaciones fotográficas que recuerdan al land art. Veamos por encima algunos ejemplos de sus trabajos más recientes, especialmente desde 2015, cuando expuso su serie paisajística Less time than place en el museo Domus Artium DA2 de Salamanca. Toda esta obra puede verse en la página web del fotógrafo[8].
En Ninguna ruta marcada (2016-2020), Guerra reflexiona sobe el mito del viaje por carretera como experiencia de libertad y exploración inédita en contraste con las nuevas experiencias próximas al simulacro que proporcionan las tecnologías de localización. Parte del imaginario de los fotógrafos descubridores del Lejano Oeste en torno a 1860 o de las “road movies” de la cultura popular surgida tras la segunda Guerra Mundial, para completar con nuevas perspectivas y experiencias tecnológicas esos relatos míticos, actualizados a la reflexión postfotográfica. Con palabras del propio artista:
El proyecto pretende hacer visibles una serie de preguntas: ¿Cómo la tecnología influye en el modo de viajar y en la forma de representar el entorno? ¿Cómo abordamos la idea de viaje y su imaginario en la actualidad? ¿Cómo expresamos esta nueva relación con el lugar y el territorio? ¿Hasta qué punto la pantalla ha convertido ‘un nuevo territorio disponible’, en un único ‘destino marcado’? (Guerra, 2023).
F1. Ninguna Ruta Marcada, 2019-2020. Conquistas: 6 fotografías de 24 x 33 cm c/u. Impresión sobre papel + Impresión sobre metacrilato. https://www.antonioguerra.eu/conquistas.html © Antonio Guerra.
Como escribió la comisaria de la exposición, Nerea Ubieto (2023), con el título macluhiano “El medio es el paisaje”, son propuestas que mezclan el mundo analógico y el digital, el pasado y el presente, lo virtual y lo material, la producción y la apropiación, la imagen directa y la traducción técnica de la misma.
Además de reflexión conceptual, en la serie de collages paisajísticos titulada Conquistas, que reproduce en metacrilato histogramas de fotografías digitalizadas de Timothy Osullivan o William Bell superpuestas a tomas propias inspiradas en este tipo de paisajes [F1], hay una belleza que recuerda a los proyectos de Joan Fontcuberta sobre el paisaje, como por ejemplo el de Orogénesis ya comentado. También el video y las fotografías de fotogramas borrosos de películas clásicas sobre road movies, remiten a esta misma experiencia del viaje iniciático, propio de una época heroica que ya parece superada por la proliferación tecnológica y los geolocalizadores [F2]:
Durante varios viajes por carreteras secundarias, he fotografiado el paisaje que aparecía frente a la ventana de mi coche, con el GPS delante, obstaculizando la visión y presentando una nueva perspectiva en la lectura del territorio. De un solo vistazo aparece el entorno real y su representación tecnológica. El paisaje aparece desenfocado mostrando el predominio del dispositivo tecnológico sobre el medio natural (Guerra, 2023).
F2. Ninguna Ruta Marcada, 2019-2020. La obra está formada por 48 fotografías. Se compone de 2 murales de 24 fotografías cada uno. Medidas fotografía: 110x55 cm c/u. https://www.antonioguerra.eu/territorios.html © Antonio Guerra.
Estas reflexiones recuerdan a trabajos previos suyos como Comportamiento para un simulacro [F8], que planteaban un conflicto que parte de la propia imagen fotográfica; cuestión que René Magritte trató, desde la pintura, en La llave de los campos (1936), que abunda en la idea de que el paisaje solo existe como copia de su representación. En el caso de Antonio Guerra, la vieja reflexión surrealista se adapta a las nuevas situaciones de la era postfotográfica, en la que como escribe Fontcuberta (2020, p. 6):
Lo crucial no es que la fotografía se desmaterialice convertida en bits de información sino cómo esos bits de información propician su transmisión y circulación vertiginosa. Google, Yahoo, Wikipedia, YouTube, Flickr, Facebook, MySpace, Second Life, eBay, PayPal, Skype, etcétera. han cambiado nuestras vidas y la vida de la fotografía. De hecho, la postfotogr@fía no es más que la fotografía adaptada a nuestra vida on line.
El Mapa Borgesiano [F3] de Antonio Guerra nos transporta, de hecho, a muchas de las reflexiones que el propio Fontcuberta expuso en su libros y trabajos fotográficos, que están también inspirados en buena medida por el escritor filósofo argentino, como ha estudiado Laura Bravo (2003).
F3. Ninguna Ruta Marcada, 2019-2020. Mapas: https://www.antonioguerra.eu/mapas.html Imagen expandida. Mapa Borgesiano. Corte láser sobre metal y pintura de coche. 120 X 75 c/u. © Antonio Guerra.
En Comportamiento para un simulacro (2017-2018), una instalación de fotoesculturas que pone de relieve las diferentes capas del concepto ruina (históricas y de estratos), Antonio Guerra nos invitaba a reflexionar sobre los modelos de construcción del paisaje contemporáneo, sus procesos de transformación y la percepción que tenemos de ellos a través de la imagen fotográfica [F7]. En esta misma línea irían también los trabajos más recientes expuestos al público: De continuo lo inestable (2021- 2023) y Elevar la tierra, desaparecer (2022-2023). El primero está realizado en las minas de ocre del Sabinar (Alicante), actualmente abandonadas. Con palabras del artista:
(…) en ellas se pueden ver las ruinas de algunas edificaciones, los movimientos de tierra y las huellas de sus excavaciones. Varios de sus pozos están cubiertos de árboles que trepan buscando la luz. Este suceso me permite comprender la importancia de la luz que entra por esas cavidades y comienzo a trabajar con esta idea asociada a la configuración de la mina. A modo de acción que activa el paisaje, suspendo varios metros por las cavidades bandejas con papeles fotográficos donde coloco rocas, pigmentos ocres y otros elementos. De este modo los pozos se convierten en una especie de “cámara oscura” que captura la luz positivando el papel, donde las propias condiciones del lugar: su morfología, tamaño, los rayos del sol, va a determinar cómo se generan las imágenes. He denominado al proceso de creación de estas imágenes Ochralumen. La obra se completa con una pieza que muestra el proceso y acciones llevadas a cabo para generar las imágenes (Guerra, 2023).
F4. De continuo lo inestable, 2023. Ochralumen transferido por tintas pigmentadas a papel Hahnemühle y acero. Medidas: 140 x 42 x 6 cm cada una. Fotografía que muestra el proceso. Medidas: 80 x 60 cm. © Antonio Guerra.
Este trabajo [F4, 5 y 6] recuerda a otro anterior, Cielo Abierto realizado entre 2019-2020 en la mina a cielo abierto de Corta Pastora en Santa Lucía de Gordón (León), y en el que analizaba el impacto de la industria minera en el paisaje y la sociedad, puesto que fue una de las últimas minas a cielo abierto en España y estaba a punto de cerrarse. Piezas como De Continuo lo inestable remiten a esta realidad social compleja que afecta al paisaje:
Tras una investigación en el fondo documental minero de León, Asturias y Huelva recojo cientos de archivos y fotografías pertenecientes a la vida en las minas (trabajo, paisajes, fotos de grupo...). Estos negativos de 35 mm y de 6x9 son utilizados para cerrar las grietas del tornillo y someter las imágenes a un proceso de invisibilidad similar al que actualmente acontece en el paisaje minero. La vida de estas personas presente en las imágenes sirve para cerrar las grietas de la máquina de extracción (Guerra, 2023).
F5. De continuo lo inestable, 2021-2022. Tornillo de Arquímedes de extracción (madera) de uso ancestral. Negativos de 35 mm provenientes de archivo y documentación minera de León, Asturias y Huelva, acetatos e impresión sobre sarga. © Antonio Guerra.
F6. Elevar la tierra, desaparecer. 2021-2022. 6 dispositivos de producción e impresión, pigmentos y polvos de impresión. Tintas UV sobre metacrilato. Fotografía de estructuras arborescentes tomadas en el embalse de residuos Gossan-Cobre de Huelva. Metacrilato y líquido. Tamaño: 47 x 26 x 25 cm. © Antonio Guerra.
Es interesante señalar que muchas de estas piezas se estaban realizando a la vez que Antonio Guerra exponía su obra anterior en una exposición que, con el título Horizonte de Sucesos, tuvo lugar en el Instituto Leonés de Cultura en el fatídico año de 2020, en el que la interactividad reclamada por la exposición se vio limitada por la pandemia COVID-19. En este caso la limitación no viene de la lejanía o inaccesibilidad, como ocurre con el land art que huye de las ciudades y los espacios museísticos, sino por la imposibilidad misma de salir de casa.
Aunque se detuvo bruscamente la movilidad física, al menos en los países más desarrollados se multiplicó la interconexión virtual que hacía que lo “cercano” y lo “lejano” se volvieran irrelevantes. Esta interconexión ha creado tanto oportunidades nuevas como tensiones, pues nos ha hecho más conscientes del impacto que determinadas decisiones políticas, económicas, ideológicas, científicas, tecnológicas, socioculturales y medioambientales pueden tener a gran escala sobre las personas y la naturaleza.
En este contexto, la obra de Antonio Guerra parecía una invitación a la toma de conciencia de la transformación vertiginosa de la realidad que implican nuestros hábitos consumistas físicos y/o hiperconectados. Y anunciaba también el añorado momento de volver a pisar los museos y galerías para encontrar en ellos la ecología visual que da el contacto físico con las obras y las demás personas que disfrutan de ellas en estos espacios.
3. Antonio Guerra en el contexto paisajístico clásico y moderno
3.1. Nostalgia de la ruina
En relación con el deterioro de la naturaleza, la mirada de Guerra aborda cuestiones como la ruina reinterpretada en el mundo contemporáneo. Así, la montaña y el bosque funcionan como símbolos del pasado que invitan a recordar lo que fueron y ya no son. La fotografía refuerza su condición de documento no exento de nostalgia, como decía Susan Sontag (2006: 32):
Esta es una época nostálgica, y las fotografías promueven la nostalgia activamente. La fotografía es un arte elegíaco, un arte crepuscular. Casi todo lo que se fotografía, por ese mero hecho, está impregnado de patetismo. Algo feo o grotesco puede ser conmovedor porque la atención del fotógrafo lo ha dignificado. Algo bello puede ser objeto de sentimientos tristes porque ha envejecido o decaído o ya no existe. Todas las fotografías son memento mori.
La nostalgia estaría en el dolor por no poder regresar a aquellos lugares que ofrecían una vida mejor a los seres humanos. En este sentido, la crisis ecológica también ha encontrado en el arte una herramienta potente de concienciación.
F7. Instalación exposición Comportamiento para un simulacro. © Antonio Guerra.
En Comportamiento para un simulacro [F7] trae al espacio del museo la imagen de unas estructuras superpuestas que podrían ser tanto arquitecturas del mundo clásico como derrumbes de cualquier estructura actual. Monumentos desmoronados, esas ruinas remiten a las fotografías de los primeros viajeros como Francis Frith, cuyos álbumes de Egipto y Palestina llevaban a los de las personas más pudientes del momento la nostalgia de la que escribe Sontag. Y al mismo tiempo, la ruina nos lleva a conectar con la memoria de los paisajes de tiempos pasados. Por eso en las fotografías de Antonio Guerra, las ruinas se muestran al lado de imágenes de canteras —abandonadas o en uso — y de montañas y bosques, que a su vez son piedra y madera, materiales usados por el arte para componer el simulacro—.
Como la ruina, el cuerpo es otro de los grandes temas de investigación en el arte contemporáneo que tiene profundas conexiones con el tema del paisaje (Santamaría, 2015). Guerra exige un compromiso corporal entre espectador y obra, en la recepción de esta. Además, en algunas de sus series como Ver de acción o Less time than place[9], alude expresamente a la imagen del cuerpo colocada en entornos naturales. Un cuerpo femenino en posición fetal rodeado de piedras nos retrotrae a la imagen primigenia del nido como útero; o de regreso, después de la muerte, a la madre tierra.
En otra imagen, una mano sostiene lo que parece la cima de una montaña; después, una persona pasea por un camino que se abre en mitad del campo y, en otra fotografía, vemos un bosque que funciona como fondo de un primer plano en el que una mujer camina descalza entre unos postes hechos de pedazos de troncos de árboles, que quieren recordar la idea del bosque perdido. En todas estas imágenes hay un claro reclamo a los sentidos y a la idea de poner el cuerpo “en” el paisaje. Porque, aunque tradicionalmente el paisaje como género era eminentemente visual, en la actualidad ha devenido en un encuentro eminentemente corporal entre el ser humano y el territorio (Breton, 2014).
Entre otras muchas instalaciones, podemos ver en la galería varias pilas de reproducciones fotográficas[10] que pueden ser tomadas y llevadas por el visitante, pues simulan el proceso de vaciamiento que acontece por la propia erosión de la naturaleza, representada en esas fotografías. Se trata, por tanto, de una instalación simbólica de la misma acción presencial, visual y consumista, del ser humano en el paisaje. Se pueden plantear en estas instalaciones consideraciones similares a las que hizo Perejaume en 1991 con su pieza Desescultura, que ha dado nombre a todo un género dentro de la escultura. Perejaume hizo un vaciado de una oquedad existente en una cantera. Le encargó a un marmolista que sacase la pieza en mármol y grabó sobre ella el nombre de “Desescultura” y la colocó en el lugar de la oquedad, como una devolución por parte del artista a la naturaleza. Aludía así al mismo tiempo al génesis escultórico y al exceso de manipulación humana del paisaje, escultórica en su caso, fotográfica en el de las propuestas de Antonio Guerra.
F8. Comportamiento para un simulacro 8, 2017-2018. Técnica: Fotografía color. Medidas: 100x140 cm. Instalación mural realizada en embalse del Porma (León,) durante la sequía que sufrió la zona en 2017. © Antonio Guerra.
3.2. El paisaje imita al arte como el viajero sigue el mapa
En la obra de Guerra hay un constante cuestionamiento a la lógica del reconocimiento en la percepción del paisaje que enarbolaban algunos teóricos como Milani, Berger o Roger a finales del siglo pasado. Este último afirmó que el territorio o “país” deviene “paisaje” por mediación de la mirada artística, en un proceso de artealización que funciona en dos fases: la primera, in situ, cuando el código artístico se instala directamente sobre el propio terreno físico; y la segunda, in visu cuando se ofrecen modelos visuales desde lo artístico a la mirada colectiva (Roger, 2007: 21-22; cf. también Arroyo, 2018). El espectador ante estas imágenes, lejos de experimentar una emoción estética se ve conducido a lo que el sociólogo francés Bernard Kalaora (1993) llamó consumación cultural.
En la serie “Mapas” de Ninguna ruta marcada, Guerra utilizaría la fotografía para, como Perejaume en sus “desesculturas”, plantear un concepto de “desfotografía” que devuelva al paisaje su verdad desde la hendidura; esto es, desde una mirada que cuestiona la propia imagen fotográfica para restituir el asombro al espectador y cuestionar la mera consumación cultural que viene asociada al concepto de paisaje o del viaje iniciático (serie mapa borgiano).
Muchas de estas piezas de Antonio Guerra ponen de manifiesto lo que podríamos denominar “la imposibilidad del ver”. Antes de proponer un mero juego intelectual al espectador en el que este elabore un discurso a partir de la pieza, sus obras funcionan como un reto sensorial que aborta ese juego del decir, tan aceptado en el marco del arte actual. Se rompe, por tanto, el pensamiento lógico y se desplaza el acto de comprender (el análisis etimológico de comprender contiene también la idea de “atrapar”) a la acción de contemplar, que es sobre todo respetar, liberar o “dejar ser” a aquello que se observa. Así el ojo se ve obligado a abandonar su dimensión intelectual para centrarse en la sensorial. Porque no es solo la palabra sino también la mirada la que juega una baza importante en la apreciación de estas obras. Una mirada que atesora aquella verdad que desaparece al ser nombrada.
Pues no es solo el decir sino el ver lo que arma la propuesta de Guerra al desarmar al que mira: “la verdad está en algo tan inestable como la mirada” apunta Josep Quetglas (2021, p. 11). Ver supone un posicionamiento —físico y militante—del espectador ante la obra; y entre éste y la pieza siempre existe una ineluctable distancia que también ha de ser vista pues “ver significa aceptar lo que separa” (Quetglas, 2021, p. 17). Esta es la clave del asombro.
De hecho, el asombro o el descubrimiento son partes necesarias para que se pueda acceder a una verdadera experiencia estética, tal como lo entendió Lyotad (1998: 185-186), asociando esta experiencia a la idea de paisaje como “lo otro” descubierto después del viaje:
Habría paisaje cada vez que el espíritu se deporta de una materia sensible a otra, conservando en esta la organización sensorial conveniente para aquella, o al menos su recuerdo. La tierra vista desde la luna por el terrícola. El campo para el habitante de la ciudad, la ciudad para el agricultor… El destierro [dépaysement] sería una condición del paisaje.
El exceso de simulacros y reproducciones del paisaje en la actualidad, del mismo modo que la rotundidad del discurso escrito que constata lo ya sabido sobre esos paisajes, nublan la espontaneidad de la mirada, necesariamente inestable, que posibilita el descubrimiento y al asombro del viajero “desterrado” ante un nuevo paisaje.
Johann Wolfgang von Goethe decía que el asombro es el punto más alto al que puede llegar el ser humano viajero. Sin embargo, en nuestro tiempo de geolocalización cerrada al descubrimiento, que tan bien describe Antonio Guerra, parece reproducirse la locura del proyecto imaginario que ideó Albert Speer en la prisión de Spandau, desde que lo encerraran tras los juicios de Nürenberg hasta 1966. Utilizando mapas y guías de viaje enviadas por benefactores, Speer caminaba por el patio de la prisión, tomando notas, como si estuviera recorriendo el mundo. Este proyecto, quizás tan lunático como la propia lunática capital nazi diseñada por él con el nombre de Germania, parece hacerse hoy realidad en la experiencia del paisaje que vivimos una gran mayoría de interconectados.
Antonio Guerra parte de esta situación del viajero actual e invita a otras posibles alternativas. En Ninguna ruta marcada, dentro del apartado “II Territorios”, expone una serie de fotografías tomadas desde el interior del vehículo en las que el mapa del geolocalizador no marca ninguna ruta determinada y el paisaje de fondo es borroso. No se trata sólo de mostrar cómo las nuevas tecnologías condicionan nuestra experiencia de acceso al paisaje, sino también de crear un non-site smithsoniano que no requiere ya de un site o lugar de referencia en el paisaje. Esto es, Antonio Guerra invita a reflexionar sobre el olvido de la experiencia del viaje y del paisaje real por la distracción tecnológica; pero, al mismo tiempo, crea una propuesta de fotografía-instalación plenamente autónoma del referente paisajístico. Como en las demás series suyas, esta autonomía está justificada no tanto por los compromisos del mercado de un arte para museos, como por su propia naturaleza de instalación al servicio de lo que hemos llamado “ecología visual”:
(…) intento que la función que desempeñan estos soportes esté justificada. No me produce ningún interés cuando el paso a las tres dimensiones es forzado, no corresponde a una necesidad clara del discurso y se basa simplemente en juegos formales que solo acentúan la literalidad de la obra (Guerra, 2022).
En definitiva, las propuestas creativas multidisciplinares de Antonio Guerra nos invitan a una presencia contemplativa física, en el sentido tradicional del término contemplar (cum templum: estar como en un templo, en actitud reverente y reflexiva) en estos espacios peculiares que son los museos y galerías. Sus instalaciones son más que ventanas al paisaje, el mismo paisaje que asombra, sin dejar de ser también una reflexión sobre la artificialidad conceptual y cultural implícita en el ese concepto de paisaje.
4. Conclusiones
La obra de Antonio Guerra se sitúa en un ámbito que Joan Fontcuberta definió magistralmente como posfotográfico, que no sólo afecta a las tecnologías -que en vez de registrar o inscribir la realidad la reescriben con pixeles- sino también, y sobre todo, a las actitudes de los artistas y su público con respecto a esta realidad visual que compartimos y recreamos en una comunidad global de usuarios. La admiración reflexiva que provoca la obra de Antonio Guerra es, en primer lugar, una invitación a la toma de distancia del ruido o la polución dominante en un mundo virtual y superconectado. Es lo que hemos llamado ecología visual, a la que el espacio museístico contribuye proporcionando el entorno más adecuado para disfrutar en plenitud de la complejidad de este nuevo concepto de fotografía-instalación.
Al mismo tiempo que continúa la tradición del land art y el ready made, Antonio Guerra experimenta con procedimientos y estéticas que se remontan a los mismos orígenes de la fotografía. De hecho, la definición de postfotogr@fía que hace Fontcuberta (La Cámara de Pandora, 2011) para referirse a un tipo de fotografía que se escribe en vez de inscribirse o registrarse en un soporte (como ocurría supuestamente en la era analógica), remite al concepto original de fotografía, cuya traducción del griego significa escritura con luz; una definición que propició tan interesantes títulos como el famoso álbum The pencil of Nature de William Henry Fox Talbot[11], que hace tanto referencia a la naturaleza observada como a la representación pictórica de ésta. No habría por tanto mucha diferencia entre pintar o fotografiar el paisaje cuando, a la hora de acceder a la naturaleza, lo que predomina es una actitud artística, conscientemente subjetiva y reflexiva; esto es, que presupone la manipulación que el ser humano ejerce en la materia creativa y el medio natural, desde el mismo momento en el que lo observado es objetivado como paisaje.
Las instalaciones de Antonio Guerra remitirían, por tanto, a toda esta larga tradición fotográfica artística de paisaje, incluyendo la tradición de artistas vinculados a la nueva topografía humanizada y de los “no lugares”. Como viajeros exploradores de nuevos paisajes, experimentamos de la mano de Antonio Guerra que cualquier rincón del mundo puede convertirse en un espacio prístino, aunque se exhiba en forma de ruina y despojo industrial. Se trata de un viaje que no requiere salir de los espacios museísticos, pero que invita a recorrer con detalle cada instalación, interactuando con los diferentes soportes, texturas e interfaces.
Al final de ese viaje tenemos un concepto más inclusivo del género paisaje, somos más conscientes de los cambios que las tecnologías de representación audiovisual operan en nosotros y en la misma noción de viaje; y, sobre todo, caemos en la cuenta de que explorar supone siempre la destrucción de aquello descubierto, aunque el arte pueda, como el ave fénix, hacerlo después resurgir de sus cenizas transformado en pensamiento y belleza.
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[1] Cf. por ejemplo Georg Simmel, (2013) Filosofía del Paisaje, Madrid: Casimiro.
[2] Augustin Berque estableció en Les Raisons du paysage cuatro criterios que consideraba indispensables para poder hablar de la existencia del paisaje en una cultura. Estos son: la presencia en el lenguaje de uno o más vocablos para definir el concepto “paisaje”; la aparición de obras literarias que rememoren las cualidades estéticas de un espacio; la existencia de representaciones pictóricas de parajes y el desarrollo de la jardinería desde la perspectiva estética y no productiva. En el ámbito occidental, estos criterios no se dan hasta el Renacimiento, y solo se codificaron como paisaje autónomo en la Holanda del s. XVII, aunque en China se hicieron presentes muchos siglos antes.
[3] Cuando Joan Fontcuberta habla de paisajes sin memoria al referirse a su serie “Orogénesis” en 2007, una muestra que analizaba las relaciones entre un género tradicional como el del paisaje y el uso de las nuevas tecnologías, confirmaba su alegato contra la falsa pretensión de buscar en las fotografías ese espejo de la naturaleza con memoria que reivindicaban los primeros daguerrotipos. Pero también buscaba un poco de luz frente al desconcierto y la ceguera en esos valores que hicieron que la fotografía moldeara la mirada moderna y contribuyera a iluminar nuestro pensamiento (Martín de Madrid, 2020, pp. 96-105).
[4] Peter H. Emerson durante su conferencia de 1886, titulada “Photography; a Pictorial Art”, pronunciada en el London Camera Club, propugnaba un tipo de fotografía interesada en la visualización inmediata de lo real, sin artificios escenográficos ni montajes, muy en consonancia con las teorías de los pintores impresionistas. De ahí que este tipo de fotografía, él prefería autodenominarse “naturalista” (Emerson, 1886: 138–139).
[5] En 1979 salió a la luz el artículo de Rosalind Krauss “La escultura en el campo expandido” en el que se ponía de manifiesto el cambio de dirección de esta modalidad artística a partir de 1960 con la aparición del minimalismo y el land art. Desde entonces, es inabarcable la bibliografía que ha señalado esta vocación ampliada de la escultura abstracta y su vinculación con la naturaleza. En este artículo vamos a centrarnos especialmente en las investigaciones de Javier Maderuelo, que son un magnífico resumen de toda esta prolífica reflexión sobre el paisaje en las artes contemporáneas.
[6] “Nueva topografía: Fotografías de un paisaje alterado por el hombre” fue una innovadora exposición de fotografía paisajística contemporánea celebrada en la George Eastman House (Rochester, Nueva York) de octubre de 1975 a febrero de 1976. Cf. Jenkins, 1975.
[7] Traducido por Jorge Latorre. Con el proceso de digitalización, Groys se ocupa también de la fotografía en la era digital. Groys, (2008). Sobre fotografía y museos, cf. también Limón, N. (2011).
[8] https://www.antonioguerra.eu (consultado el 2/09/2024).
[9] https://www.antonioguerra.eu/less.html (consultado el 2/09/2024)
[10] https://www.antonioguerra.eu/simulacro.html (consultado el 2/09/2024)
[11] Publicado en facsímil entre 1844–46 con impresiones a la sal desde negativos de papel, tenía las dimensiones 15.2 x 20.3 cm. Cf. reproducción realizada desde una copia de Mathilde Fox, hija del fotógrafo, por el Metropolitan Museum de Nueva York como Credit Line: Gift of Jean Horblit, in memory of Harrison D. Horblit, 1994. https://www.metmuseum.org/art/collection/search/267022 (consultado el 2/09/2024).