Genealogía de nuevas subjetividades en el cine documental español durante la Transición: Lola Herrera en Función de noche (1981)
Genealogy of new subjectivities in the Spanish Documentary Cinema during the Transition: Lola Herrera in Función de noche (1981)
Gonzalo de Lucas
Universidad Pompeu Fabra, España
Resumen:
Los cines de los periodos de transición política son un terreno fértil para analizar las formas en que la historia y la educación cultural se inscriben en la memoria personal y corporal, a través de gestos, emociones y nuevas formas de expresión de los deseos. El artículo investiga el trabajo interpretativo de la actriz Lola Herrera en el documental Función de noche (1981) dirigida por Josefina Molina. Esta película se origina en la crisis personal y creativa que sufre la actriz cuando interpreta el papel de Carmen Sotillo en la obra Cinco horas con Mario de Miguel Delibes, y es una obra fundamental del documental feminista durante la Transición española. El análisis se centra en el montaje como forma de trabajar las imágenes de la subjetividad múltiple y compleja de la actriz. Mediante la resistencia micropolítica, las imágenes performativa y la genealogía como método crítico, el ensayo muestra cómo el montaje relaciona gestos de la vida y el trabajo de Lola Herrera en una forma de documental terapéutico, confesional y recuperativo.
Abstract:
Films made during periods of political transition provide fertile ground for analysing how history and cultural education become inscribed in the personal and corporeal memory, through gestures, emotions and new ways of expressing desires. The article investigates the interpretive work of actress Lola Herrera in the documentary Función de noche (1981) by Josefina Molina. This film begins with the personal and creative crisis that the actress suffers when she plays the role of Carmen Sotillo in the play Five Hours with Mario by Miguel Delibes, and is a fundamental work of feminist documentary during the Spanish Transition. The analysis focuses on montage as a way of working with the images of the multiple and complex subjectivity of the actress. Through micropolitical resistance, performative images and genealogy as a critical method, the essay shows how the montage relates gestures from the life and work of Lola Herrera in a form of therapeutic, confessional and recuperative documentary.
Palabras clave:
Documental feminista; Montaje; Estudios actorales; Genealogía; Micropolítica.
Keywords:
Feminist Documentary; Film Editing; Star Studies; Genealogy; Micropolitics.
1. Introducción
El 26 de noviembre de 1979 se estrena en Madrid la adaptación teatral de Cinco horas con Mario de Miguel de Delibes, con dirección de Josefina Molina e interpretación de Lola Herrera. La obra obtiene un éxito instantáneo y se traslada a Barcelona. En el estreno en esa ciudad, el 4 de marzo de 1980, Lola Herrera se desmaya a los quince minutos de representación, fruto de la tensión y el cansancio según los médicos. El productor, José Sámano, añade que la actriz está inmersa en una crisis de identidad en la que se le están revelando las semejanzas entre el personaje, Carmen Sotillo, y su propia vida (Molina, 2000, pp.86-87). Sobre esta experiencia del desmayo gravita Función de noche (1981), la película documental que Josefina Molina, con producción de Sámano, filma sobre el proceso que vive la actriz. El productor anota: “El efecto de espejo que pretendíamos fuera Carmen Sotillo para los espectadores y espectadoras teatrales ha operado más profundamente, y antes que nadie, en su intérprete” (Molina, 2000, p. 99).
Este artículo propone estudiar la micropolítica gestual y creativa (Rolnik, 2019) de Lola Herrera en su trabajo de subjetivación y autorrepresentación, por su potencial originario para las tendencias documentales feministas de hoy y la performatividad de las imágenes. En la medida que surge de una crisis de identidad personal, vinculada o sincronizada con un proceso de transición política (que acaso se encarna también en el cuerpo y la vivencia de la actriz), reflexiona sobre la asociación entre ese doble proceso personal y colectivo. Siguiendo la línea de investigación de Andrea Soto Calderón (2019, 2020, 2022 y 2023), se efectúa un análisis desde el montaje —en particular en su dimensión o capacidad asociativa y comparativa—, ligado a la genealogía como método crítico, y valorando que “las imágenes son centrales en los procesos de subjetivación, por eso es tan importante desarrollar funciones curativas de las imágenes” (Soto Calderón, 2023, p. 67). En ese sentido, y partiendo de esa primera imagen desencadenante, el desmayo de una actriz en escena que origina después una película confesional, se indaga en las brechas y potenciales que abre el documental “recuperativo en el sentido de cura”, tal como señala Sophie Mayer: “El documental feminista nació con el objetivo de hacer historia: hacer visibles las historias de las mujeres, por un lado; y, por otro, cambiar las circunstancias de la opresión que habían silenciado esas historias y las circunstancias que habían hecho que tantas de esas historias fueran traumáticas” (2011, pp. 19-20).
Dentro del estudio de la genealogía, quizás no concierne tanto la idea de hacer visible aquello que no se puede ver, como el trabajo de las imágenes para mostrar cómo se transforma una experiencia sensible por otra. La genealogía, al analizar las relaciones de poder, recupera memorias y saberes desde minucias desatendidas y conlleva un “acercamiento que atiende a los relatos, pero sobre todo a los gestos, a los movimientos menores, el modo de posarse una mano, de arreglarse el cabello, un pasado alargado, el perfil de una pared, de ser sensible a las cosas, de percibir las relaciones” (Soto Calderón, 2023, p. 62). Esta atención gestual es la que se requiere aquí, para ver cómo Lola Herrera trabaja a partir de aquello que la atormenta o desgarra como actriz y como persona, y cómo se deja afectar por una situación crítica o traumática para que surjan imágenes que no puede predeterminar y que quizás supongan un deslizamiento respecto a la opresión previa.
Este tipo de configuración y encarnación distingue, por ejemplo, esta película de otra aproximación documental del mismo año a las actrices, Sois belle et tais-toi (1981), de Delphine Seyrig, estructurada a partir de entrevistas a veintitrés intérpretes que exponen los problemas de sexismo que encuentran en su trabajo, desde el testimonio oral. Sin embargo, los numerosos análisis que se han efectuado sobre Función de noche, entre los que destacan textos muy valiosos como los de Martin-Márquez (1999), Ballesteros (2001), Donapetry (2001) o Rincón (2013), suelen centrarse en los diálogos, en las temáticas, aspectos de estilo, categorización, recepción o intertextualidad, pero no investigan o apenas los gestos de la actriz ni las decisiones precisas —cortes, encadenados— de montaje que interesan aquí.
La experiencia sensible que conforma Función de noche a través de la actriz suele pasar desapercibida, como puede revelar el siguiente ejemplo: en alguna ocasión, Lola Herrera ha evocado una experiencia que nada o apenas se ha analizado, el hecho de que sintiera un intenso y creciente frío durante el rodaje de la conversación en el camerino, pese a que hacía mucho calor en ese espacio, como manifiesta Daniel Dicenta secándose con una toalla en varias ocasiones. De este modo, en una mesa redonda sobre la película señalaba: “yo no sé a dónde fui a parar, yo no sé qué pasó, todavía no lo sé ni lo sabré nunca, Daniel sudaba y se secaba el sudor con una toalla, y yo estaba helada de frío, y tenía una bata de terciopelo, pero me fui quedando helada, helada, y al final no tenía una noción clara de lo que habíamos hablado tampoco”[1] (22:33-23:06). Lola Herrera respondía así a un comentario con el que Josefina Molina aludía a la diferencia entre el desgarro dramático controlado con que se trabaja con una actriz (y sus gestos y expresiones) en una obra de teatro, y el hecho de que Herrera hubiera estado casi inmóvil, sentada en su butaca, durante toda la conversación. De forma paradójica y reveladora, pese a que su cuerpo experimenta ese frío, Lola Herrera, al ver acalorado a Daniel, siente empatía con él y comenta en un momento de la película: “es que hace mucho calor aquí, no hay respiración en estos camerinos, no hay ninguna ventana”. Es significativo que en los análisis críticos no se repare en este hecho sensible, en el quedarse helada y cómo se manifiesta en el cuerpo de la actriz, y en cómo marca la complejidad de su autorrepresentación: Lola Herrera está sintiendo, en efecto, una especie de intensidad emocional claustrofóbica, pero su cuerpo en realidad frío, mientras discurre sobre su necesidad de dejar de fingir y a la vez sigue actuando hacia o por Daniel. Este tipo de experiencia compleja es la que se activa en estas situaciones intersticiales: el cuerpo de Lola Herrera se desliza entre su figuración de Carmen Sotillo y su efecto especular sobre su propia vida, entre la intimidad confesional y emocional, y la exposición pública y ante el registro de las cámaras (por bien que estén ocultas detrás de los espejos del camerino-decorado, como más adelante se señala).
Tal entrega a una situación no controlada lleva a la actriz a un lugar o experiencia de incertidumbre —en sus memorias aún recuerda la película como una “idea sin forma” (Herrera, 2013, p. 204)—, a un trance de algún modo, por el que pierde el control o dominio de sí misma, pero a la vez se libera o extrae imágenes inesperadas y desde ellas la fuerza del cambio que reclamaba: “Fue algo muy duro lo que pasó allí, algo que cambió mi vida. Esa película fue, sin duda, lo mejor que he hecho por mí. La necesidad me llevó a un terreno de arenas movedizas en el que me vacié y me quedé desnuda, totalmente vulnerable” (Herrera, 2013, p. 205).
2. Cuerpos en transición
Dentro de la historiografía del cine español se ha tendido a vincular los estudios de género con las cineastas. Sin embargo, la escasa representación proporcional de las directoras en esa historia comporta restringir mucho el campo de estudio. Los estudios aludidos sobre Función de noche suelen centrarse así en la labor de Josefina Molina, pero apenas en el trabajo concreto de Lola Herrera, o también en la comparación con otras dos directoras de la época, como Pilar Miró y Cecilia Bartolomé (Vernon, 2011). En cambio, la focalización en figuras de tal importancia en la experiencia cinematográfica como son las actrices estimula otras muchas lecturas posibles sobre las formas en que las mujeres asumen funciones creadoras en el cine. En este punto, siguiendo estudios pioneros dentro de los star studies como el de Gaylin Studlar (1988) sobre Marlene Dietrich como sujeto dominador de la representación y su aplicación al star system del cine español (Bou y Pérez, 2018, 2021, 2022), se reivindica el papel activo de las actrices —vistas desde su trabajo creativo— en la edificación y defensa de un intrínseco imaginario femenino alternativo y a veces disidente. En lo que aquí concierne, interesa en particular (en una época proclive a autofilmaciones de todo tipo y a la autoficción) rastrear las tensiones entre la representación y la autorrepresentación desde el cuerpo actoral.
Como es bien sabido, la dictadura franquista configuró un molde ideológico muy restrictivo para las mujeres, reforzado con una férrea legislación, dentro del cual debían cumplir una serie de códigos de comportamiento maternales o conyugales tales como la virginidad previa al matrimonio y someterse al patriarcado (Graham, 1995; Roca i Girona, 2003; Morcillo Gómez, 2015). Sin embargo, las citadas investigaciones dirigidas por Núria Bou y Xavier Pérez (2018 y 2022) abordan las formas en que las estrellas españolas, en este contexto histórico en que ni el deseo ni la sexualidad podían potenciarse, transmitieron un erotismo que transgredía ese sistema patriarcal y su ideología moralizante. Las películas durante el franquismo no podían dar cuenta de una subversión a la normativa moral establecida en torno al género femenino y sus funciones, pero el cine, como medio de expresión de las emociones y conductas psicológicas y sentimentales acogió deseos que tal vez no se podían pronunciar, pero sí quedar inscritos en la gestualidad de las actrices como elementos de mediación entre la pantalla y la sociedad española. De este modo, dentro de películas articuladas desde la mirada masculina se pueden detectar formas en que las actrices consiguen transgredir su función de objetos del erotismo, y actúan como sujetos de deseos. Esta cuestión es primordial para ver cómo el documental de Josefina Molina, que profundiza en las consecuencias de la represión sexual, se interroga sobre la transformación que se está originando sobre el cuerpo de las actrices en el periodo de la Transición española, es decir, en los ecos y continuidades con el modelo previo y las rupturas que empiezan a manifestarse.
Esta época es un terreno muy fértil para ser interpretada hoy ya que nos interpela por documentar cómo la historia y la educación cultural se inscriben en la memoria personal y corporal, a través de los gestos y las formas de expresión de los deseos. En este periodo se produce un contraste formal específico entre los cuerpos actorales que atravesaron al franquismo y aquellos que se gestan en el tránsito del tardofranquismo a la democracia, en un tensión que manifiesta la compleja relación entre amnesia y memoria histórica. Las políticas culturales del Estado durante esta etapa asignaron a la cultura una función muy relevante en la transformación democrática, promoviendo nuevos hábitos y formas de socialización ciudadana, y rediseñando la identidad colectiva española a partir de nuevos referentes y símbolos —heredados en gran medida de la tradición cultural antifranquista— con el fin de proyectar en el exterior la imagen de un país adaptado a la democracia y moderno. Este proceso político implicó, sin embargo, la mayoritaria exclusión de las mujeres en las instancias de decisión y poder. Dentro del discurso historiográfico y cultural de la Transición, no ha sido frecuente así la incorporación del “espíritu revolucionario” del movimiento feminista y de las escritoras y artistas que, en palabras de Ramón Buckley (1996), evidenciaron “el carácter masculino de la Transición misma, de aquella patriarquía que continuaba vigente a pesar de haber muerto el patriarca”, tal como manifiesta Peña-Ardid (2015) a propósito de los textos de la revista Vindicación feminista.
3. La génesis de la obra
En sus memorias, Lola Herrera (2013) cuenta la génesis del montaje teatral de Cinco horas con Mario, que empezó cuando un director de teatro desconocido —y al que no menciona por el nombre— le propuso interpretarlo. Ella acepta “dispuesta a correr el riesgo”, pese a los muchos “inconvenientes” que encuentra en la propuesta, en una época de dudas y descontento consigo misma y en el que siente que ha disminuido su pasión por el trabajo. En el proceso de preparación empieza a dudar del director, que había trabajado en el teatro vanguardista francés y hablaba con frecuencia de la simbología del montaje (“algo no me encajaba, y empecé a notar que el director no encuentra respuestas a mis interrogantes”), hasta que “en un ensayo, en vísperas del estreno, tuvimos un fuerte encontronazo. Lo dejé con la palabra en la boca, estaba harta de oír tanta memeces. (…) El montaje iba en contra del texto y de la interpretación” (Herrera, 2013, p. 191). Antes del estreno, la actriz le comunica que haría las tres funciones inaugurales en El Escorial y después dejaría la obra. A continuación evoca su experiencia durante ese estreno:
Mi sensación —a pesar de los años pasados, la recuerdo perfectamente— fue como si me arrojase a un pozo sin fondo. Mis herramientas eran la concentración para meterme en el alma de aquella mujer, sentir lo que pasaba por su interior y decir el maravilloso texto de Delibes con sus distintos ritmos y su música, que la tiene, mientras iba saltando por encima de todos los obstáculos que me había puesto el director. Llegué al final. Salí del pozo donde estuve metida toda la representación y empecé a oír los aplausos y los bravos. Terminamos de saludar y el director, completamente eufórico, me dijo: «¿Ves como esto es un éxito?». Yo le respondí que si era un éxito tan mal hecho, podía ser apoteósico si se hacía bien. No entendió nada, nunca entendía nada, estaba encantado de haberse conocido. (Herrera, 2013, pp. 193-194).
Al final, fue el propio Delibes quien, tras dejar Lola Herrera la obra, le dijo que compartía sus motivos y que “que buscase a alguien que yo creyera adecuado para hacerlo, que el texto era mío. Utilizó exactamente estas palabras.” (Herrera, 2013, p. 195). Fue ahí cuando la actriz pensó en el productor José Sámano.
Esta experiencia previa apenas se tiene en cuenta en los estudios sobre la película, y sin embargo es reveladora del compromiso y papel activo y creativo que Lola Herrera adquiere con la obra, y de la forma en que la trabaja desde la experiencia sensible. Esa posición y la recurrencia a la imagen del pozo, en relación tanto a su vida como a sus sensaciones durante ese primer trabajo de interpretación, serán trasfondos y estratos en el montaje de Función de noche.
Mucho más conocida y relatada es la historia del encuentro entre Lola Herrera y Sámano, y cómo piensan en Josefina Molina —que nunca había dirigido teatro profesional— para que sea la directora (Molina, 2000, pp. 85-107). Tras una conversación de doce horas con Lola, grabada con un magnetofón, Sámano y Molina empiezan a pensar en la película, pero no encuentran el “lenguaje apropiado” y sienten que los métodos narrativos que emplean rechazan los “puntos vitales” (Molina, 2000, p. 100). Al final acaban decidiendo organizar una conversación entre Lola y Daniel, y para ello montan un decorado que simula un camerino y que está construido para filmar con cuatro cámaras escondidas detrás de dos espejos —y otras cuatro de repuesto para poder rodar en continuidad— para que tenga lugar la conversación sin la presencia de nadie más ni de la cámara (sólo Josefina Molina y el técnico de sonido la podrían escuchar). Esta técnica de registro experimental y novedosa dentro del cine español, dado que entre otras cosas el cinéma vérité y técnicas similares eran imposible durante el franquismo por el control que había sobre las producciones, obedece al deseo de procurar un espacio de privacidad e intimidad, cercano a la experiencia femenina que se quería reflejar; pero acaso pueda verse también como una forma de atenuar el poder de la cámara vinculada a la mirada masculina, según ha quedado inscrita en la historia del cine y de sus técnicas, en la línea de las prácticas del cine de mujeres que, siguiendo a Ballesteros (2001) en su ensayo sobre la película, abogan por filmaciones autobiográficas, documentales o autorreflexivas, borran los procesos de significación clásicos (Kuhn, 1971), destruyen el placer voyeurista masculino tradicional (de Lauretis, 1992) y originan estrategias desmitificadoras para desligar el cuerpo femenino de sus representaciones tradicionales (Doane, 1988).
Este dispositivo es el que proporciona la performatividad de las imágenes y es esencial para entender el posterior trabajo con sus imágenes. Parte de un riesgo y de una fragilidad —si Lola y Daniel no están conformes con el resultado, acuerdan no montar la película, pese al coste económico que implica el rodaje— y de una apertura hacia una situación imprevisible que exige un compromiso intenso con la misma. Según sostiene Soto Calderón (2023, p.80), hay que reparar que en la imagen performativa la idea se forma en el contacto con los materiales. Es lo contrario a la tabula rasa (la página en blanco que se llena de ideas), por lo que hay que preparar mucho el lienzo —aquí el decorado del camerino, con toda su configuración técnica y el diálogo e implicación personal de los actores— para predisponerse a que surjan esas formas que son siempre materiales y esas ideas que están siempre entrelazadas: para que las imágenes acontezcan.
En el bloque inicial de la película se muestra, por otra parte, el artificio, la tramoya o los elementos que componen la representación y que con frecuencia quedan ocultos: el camerino, los pasillos, el escenario desde el backstage, desde vemos cómo baja el telón, la platea llena de público y panorámicas sobre los espectadores, etc. Dentro del montaje asociativo y dialéctico que conforma la película, se recrea entonces una escena en que un cura lee la demanda de divorcio que ha presentado Lola Herrera; el contraplano sobre ella, sin embargo, es un plano en el camerino, de modo que se sugiere la idea de que esa sala es otro espacio de representación. La película relaciona y aproxima así los diferentes rostros de la actriz: el de Carmen (la actuación teatral), Lola en el camerino, Lola en escenas de la vida ordinaria (con el cura, un médico, una adivina y paseando con su amiga Juani), y algunas fotografías familiares. Como comenta Sámano: “Es realmente en la moviola donde se empieza a ordenar la película, donde se da sentido y ritmo a los diálogos, donde se escribe la voz en off, donde se desarrolla el trabajo de guion, si así puede llamarse” (Molina, 2000, pp. 104-105).
4. Estrategias de montaje
Foucault empieza Nietzsche, la Genealogía, la Historia, con esta frase: “La genealogía es gris, meticulosa y pacientemente documental” (2008, p. 11). De entrada, puede sorprender que no señale el negro, que se tiende a pensar como el lugar de las cosas escondidas o inexistentes. El gris es el color de la ceniza o del polvo que se acumula en un lugar, de aquello que ha sido olvidado, pero que contiene historias y relatos.
El montaje muchas veces opera en ese tránsito. Función de noche empieza, de hecho, sobre una pantalla en negro en la que, de forma lenta y graduada, emerge una imagen estática de Lola Herrera, vestida de luto, preparada para interpretar el papel de Carmen Sotillo en la obra teatral, con el fondo grisáceo del camerino, en cuya mesa tiene fotografías familiares y recuerdos personales; al final, cuando aparece el último nombre de los créditos, el de la directora Josefina Molina, la imagen congelada de la actriz se pone en movimiento. Este doble gesto de montaje, la transición desde el negro y desde la imagen fija al rostro en movimiento podrían verse como una prefiguración estética, una suerte de desvelamiento de la idea y la historia emocional de la película: el tránsito por parte de Lola Herrera desde su propia oscuridad, trauma estancado o bloqueo, que le llevo al desmayo, hacia el potencial de liberación personal como mujer y artista, o por lo menos hacia un cambio a partir de la confrontación y reflexión que afronta sobre su pasado y el paso del tiempo desde la necesidad de transformar su propia imagen.
No obstante, no es solo contra el negro (o la muerte o el abismo del ataúd) que se confronta Lola Herrera, sino contra el cúmulo de imágenes que se activan y le vienen a la cabeza mientras interpreta la obra de teatro: “me surgían imágenes… que corresponden a mi vida, a nuestra vida. O sea, a veces esa cosa que representa una caja de muerto,… a veces te veo. El Mario que yo reconozco en esa caja es la cara tuya”, confiesa a Daniel Dicenta. La película opera, desde este proceso de identificación entre la actriz y su personaje, para sugerir la formación de una imagen mental compleja en ella, propia del montaje asociativo. El montaje conlleva poder mostrar una imagen activa y en movimiento, que no se puede fijar o que se sitúa entre dos formas, mediante la posibilidad de unir el fragmento de una cosa con otra lejana que, en apariencia, no tenía que ver; muestra vínculos rotos o desligados, pero a la vez la fuerza o energía para recomponerlos o reconstruirlos. La vindicación política aquí es que esta forma de montaje posibilita tejer comunidades (no en vano Josefina Molina o Lola Herrera han señalado a menudo que sentían una necesidad generacional al hacer esa película), y que lo que desempolva son las historias femeninas y domésticas condenadas al cúmulo de polvo en una Transición que se promocionaba como lavado, tabula rasa. Valdría la pena recuperar la frase de Sámano con la que aludía a que pretendían que la obra fuera un espejo para los espectadores, pero que había ido más lejos (es decir, se había descontrolado) y afectado, más que nadie, a Lola Herrera.
Importa recordar que después de esa experiencia del desmayo sintieron la necesidad de hacer la película, es decir, de un suplemento en esa carga de intensidad emocional. El cuerpo de la actriz, mientras percibe cada vez más frío durante el rodaje, participa con toda su fuerza en una situación (la conversación con su ex marido en la película) y se entrega a sí misma a esa realidad: a cambio, encuentra la imagen.
Con esta película, Lola Herrera se sitúa en un espacio intersticial tal como reclama Godard en su película Changer d'image - Lettre à la bien-aimée (1982): “hay que mostrar la resistencia de una imagen al cambio (…) uno puede cambiar entre las imágenes y lo que se debe mostrar es ese entre”. Es decir, en el deseo o la necesidad de hacer una imagen para deshacerse de una imagen previa que la bloquea.
4.1. Fronteras y vínculos: el encadenado
Una forma menor, en principio, dentro del montaje de la película y tampoco analizada son los encadenados, que sin embargo materializan algunas de las principales tensiones y aproximaciones que trabajan las imágenes. Uno de los primeros encadenados es el que vincula el rostro de Lola Herrera (F1), interpretando a Carmen Sotillo, en un gesto dramático de pesadumbre y dolor, con la casa medio ruinosa que la actriz compró en esas fechas en Galicia (y que menciona también al final de la película).
F1. Función de noche (Josefina Molina, 1981)
Lola recita unas frase de la obra sobre este encadenado: “Quiero tener paz, mi vida ha sido una guerra… Quiero tener paz, mi vida ha sido una guerra”. La dualidad y la repetición (con variaciones, a veces de tono o intensidad, tanto de palabras como de motivos visuales) es otro elemento importante en la composición de la película (aunque aquí no se pueda analizar en detalle), ligadas también al eco o la resonancia. De este modo, esta imagen, apenas percibida como una transición en la película, contiene esa tensión entre erosión y reconstrucción, o destrucción y vida, pero también el roce o fricción entre el sustrato histórico y personal (las ruinas de la Guerra que atraviesan la dictadura, y las ruinas de una relación amorosa), representación artística y vida íntima en la experiencia sensible (en este caso sobre el paso del franquismo a la transición), que está en el desplazamiento del montaje y la imagen activa. Pero, ante todo, manifiesta la posibilidad de alumbrar o configurar una nueva imagen (una casa por construir, una nueva subjetividad) o su posibilidad.
En sus memorias, Lola Herrera habla de la casa en el mismo capítulo en que se ocupa con brevedad de Función de noche, y escribe:
Aquella casa y yo nos ayudamos mutuamente. Cuando nos encontramos, las dos estábamos en muy mal estado. Luego nos reconstruimos juntos. Los pilares de ambas eran sólidos, y sobre ellos nos levantamos con fuerza, con calidez y rodeadas de flores por todas partes (Herrera, 2013, p. 208).
Después del plano de la casa, por encadenado se vuelve al rostro de Lola/Carmen de luto (F2), y por corte se muestra un plano de Lola en el camerino (F3), en el que se ve por primera vez, al fondo, y de improviso para el espectador, a Daniel Dicenta en el camerino. No solo actúan como reflejo especular o imagen invertida —el rostro y el dolor de la actriz, y el de la mujer, el uno lleva al otro—, ya que importan las diferencias o matices.
F2. Lola/Carmen F3. Lola / Daniel
Ambas con los ojos cerrados, en un proceso en apariencia introspectivo, de pensamiento interior, pero con una variación de tono expresivo: uno más expansivo y dramatizado en la obra, otro más concentrado e intensivo en el camerino (esta diferencia es a la que aludía Josefina Molina cuando señalaba que en el teatro podía modular y controlar más la expresividad actoral). En su cursos sobre cine en la Universidad de Vincennes, Gilles Deleuze se preguntaba: “¿Qué es un rostro? Un rostro es la complementariedad de una unidad reflejante y reflexiva y de un micromovimiento que determina una intensidad. (…) Y es evidente que esos son los dos aspectos del rostro, pues ¿qué hace un rostro? Dos cosas, no puede hacer más que eso. Un rostro siente y un rostro piensa en. ¿Qué quiere decir «un rostro siente»? Quiere decir que desea o, lo que es igual, que ama y odia (Deleuze, 2009, pp. 256-257). Pues bien, lo que va a trabajar el montaje en el contraste entre las imágenes de la representación actoral y las del camerino son las diferencias entre ese registro afectivo y otro reflexivo; en la conversación con Daniel, a Lola la vemos sobre todo en procesos de duda, de pensamiento, de búsqueda de palabras y de imágenes interiores, sin la protección o amparo de un guión o un espacio escénico que encapsule sus heridas.
En conjunto, entre esos tres planos (Carmen, Lola, la casa) se hilvana el tejido sensible entre proyecto personal, solitario y familiar (la casa y vida por reconstruir), el trabajo actoral del que la actriz en crisis necesita volver a sentir la pulsión, y los lazos o vínculos rotos del fracaso matrimonial y el duelo mal gestionado o postergado, pero también la zona indefinida entre actuación pública y privada, aquello que la película no puede suturar ni resolver. La película, en cambio, se sitúa en esos umbrales o lugares fronterizos para anular o entrelazar posibilidades de encuentro; esa potencialidad creadora está totalmente configurada en los gestos y el trabajo de la actriz.
4.2. El ojo oye: montar desde la escucha
El carácter documental y en particular el encaje de Función de noche dentro de la tradición cinéma vérité ha sido analizado por autoras como Donapetry (2001, pp.199-200) y Ballesteros (2001, pp. 29-56), y discutido o matizado por Martín-Márquez (1999, pp. 202-217). En la aproximación que se efectúa aquí, se concibe el montaje documental no como el destilado de una realidad captada en bruto, sin apenas intervenirla a fin de adquirir una forma sintética, única y acabada, que borra, depura y esconde las partes previas, sino como una forma acumulativa, llena de trazos rugosos y estratos de su proceso, abierta a las permutaciones, combinaciones y a otras películas posibles.
El montaje comporta en sí mismo una distancia crítica, es el lugar y el momento en que las imágenes se pueden contemplar como imágenes, liberadas o desprovistas de las experiencias personales que suelen proyectar en ellas las personas que han participado del rodaje. Parte de la finalidad del montador es unir o poner en común elementos diversos o dispersos en una forma cohesionada. El trabajo de montaje de Función de noche, en este sentido, implica asociar la filmación en el camerino con la representación de la obra, y los breves fragmentos recreados de la vida cotidiana de Lola para aproximar y tejer esos materiales poniendo en valor y tensión justamente la dificultad y la potencia de esa misma puesta en común.
La película parte una posibilidad (acaso ideal) de puesta en escena que deriva —de forma materialista— en puesta en situación, a través de la filmación de la conversación en el camerino que organiza todo el metraje. Los conflictos de Lola Herrera son inscritos en fuerte conexión con el otro, Daniel Dicenta. Y la forma de lograrlo al capturar la imagen es capturar la palabra, o como proponía el teórico y cineasta Jean-Louis Comolli, la toma de imágenes como toma de lenguaje (Comolli, 2004, pp. 90-103). Si bien el empeño del cine suele ser mostrar lo que permanece oculto o invisible, en Función de noche importa sobre todo crear el espacio para el otro a través de la palabra, esa palabra que suele quedar silenciada o a la que no se le concede tiempo de escucha: “pensar consiste en escuchar los afectos” (Rolnik, 81), y el ojo oye, que señalaba Paul Claudel. El dispositivo performativo de las imágenes contiene aquí la espera y la temporalidad para que la palabra ahogada, dubitativa, silenciada de Lola Herrera emerja: “yo tengo que confesarte algo”, tras más de una hora de conversación, ese tiempo de formación es el que puede sobrevenir también a cada persona que ve la escena. En esa herida se entremezcla también el conflicto más profundo acaso de la obra de Delibes y el de Lola Herrera: “Carmen Sotillo tiene sed atrasada de interlocución con su marido” (Martín Gaite, 1993, p. 388). O, como sostiene Manuel Alvar, la propia Carmen es quien convierte el monólogo en diálogo: “se desdobla dramáticamente y habla consigo misma, convertido el yo en una necesaria interpretación dual de sí misma” (1987, p. 96).
El montaje moviliza y abre la multiplicidad de subjetividades posibles mediante este juego de dualidades, rimas y conexiones, que interpelan también a la memoria afectiva (y generacional o histórica) del público y de su escucha. La película propone así que el cine sea una experiencia de producción alternativa y de encuentros tanto para los que hacen la película en el rodaje como para aquellas personas que la completan como espectadores en la sala. Esa es también la fuerza del reflejo; una película no concebida por sus impactos visuales, sino por el alcance de su poder reflexivo, para repercutir, transmitir, intercambiar, pasar a la historia oral. Esta idea forma parte de la propia posición durante el rodaje —posibilitar el fluir de una conversación sin intervenirla, con la cámara y el equipo ocultos— y en la sala de montaje. Este juego de tensiones para crear el espacio colectivo desde donde ver y posicionarse ante la película, otorga a esta metodología fragilidad, incertidumbre, duda, temblor o la fuerza del cruce como el filósofo Paul B. Preciado define su pensamiento, un espacio en constante trasformación. Tal posición expresiva, que podríamos caracterizar por un estar a la escucha y que vemos aquí aparecer en el montaje de Nieves Martín, irrumpe con fuerza en el contexto del cine de la Transición, y hoy caracteriza la tarea de montadoras como Ana Pfaff, Diana Toucedo o Ariadna Ribas, figuras claves en el documental feminista en España.
4.4. Imágenes del cruce
Hacia el final de la película vuelven a surgir algunos encadenados. A lo largo de toda la conversación Daniel Dicienta se muestra nervioso, se mueve impaciente, se levanta y se sienta, se sirve un par de whiskies, se mira en el espejo, se seca con una toalla, etc. Como ha observado Martín-Márquez (1999, p. 208), cuando Lola comparte su sufrimiento por haberse sentido inculta, le vemos de pie delante suyo, en un encuadre general, en una posición profesoral. Hay una dinámica gestual muy concreta, de hecho, entre ellos, que pasan en gran medida por las manos de ella, que extiende en diferentes momentos para evitar el contacto o acercamiento (cuando viene a consolarla), o por alguna contorsión con la espalda para que aparte su mano sobre cabeza (gesto que Daniel intenta y que reitera en varios momentos, en particular en los de llanto o sollozo de ella). Esa distancia se mantiene, pero ya al final, y tras la confesión de Lola de haber fingido los orgasmos —y la rabia que eso ocasiona a Daniel—, hay un momento de proximidad y caricias en que los dos rostros están el uno delante del otro. Ahí surge un encadenado a una imagen en picado de Lola como Carmen delante del ataúd (F4): la imagen encarna figurativamente la experiencia que la actriz había compartido, la de imaginar el rostro de Daniel en el ataúd cuando recitaba las palabras de Carmen Sotillo sobre Mario, pero en una composición compleja también supone crear el encuentro intersticial del plano/contraplano entre Lola y su personaje, mediado por el rostro de él, con el ataúd cortando en diagonal, como una herida abierta, la composición. La voz de Carmen/Lola dice: “tienes que hacerte cargo, sólo quiero que me comprendas”.
Esta imagen —conviene insistir es que son deslizamientos breves del montaje, apenas percibidos en la proyección normal de la película, y en eso diría que también radica parte de su potencialidad expresiva y su belleza, en ser como un leve roce en la materia y el fluir de la película— crea un tejido de experiencias sensibles que entrelaza conexiones posibles entre las subjetividades, y no impone significado alguno. Hay un eco del tono dramático (la palabra declamada) que resuena en una pulsión vital que ha llevado a Lola Herrera a abrirse delante de su ex marido, y mostrar la herida que la conforma; frente a la imagen sepultada, se ha producido un desvelamiento, el de un malestar que sale a la luz quizás para dejarlo atrás. Tal como apunta Soto Calderón: “Si las imágenes resisten lo hacen en el sentido de mantenerse en un intersticio, no se dejan fijar como operaciones en que se les intenta hacer funcionar como el doble de la realidad, no se dejan reducir al acto de un creador, ni a una red de significados. En esta doble tensión es donde tejen su frágil resistencia” (Soto Calderón, 2023, p. 66).
F4. Lola/Daniel/Carmen/ataúd.
En esa secuencia se producen diferentes encadenados entre momentos de la interpretación de Carmen, que muestran las tensiones, contradicciones, dualidades o multiplicidades internas en que vive el personaje, por debajo de la máscara o coraza que el sistema franquista le había impuesto. Uno de ellos yuxtapone dos gestos de Lola mientras recita “todos habláis en clave como si pretendierais volverme loca” (F5), desdibujando la frontera entre el rostro reflejante y el reflexivo, entre el afecto y el pensamiento. Esta experiencia del personaje se trasvasa a la autorrepresentación de Lola Herrera abriéndose en el camerino-decorado mediante una conversación íntima y catártica que la lleva a no saber dónde fue a parar ni qué pasó; a una revelación incierta e incontrolada de sí misma.
F5. Carmen Sotillo (Lola Hererra).
Otro encadenado, que relaciona una imagen dramática de Carmen con Lola y Daniel en el camerino de nuevo (F6), surge después de la escena en que justo se reconstruye la experiencia originaria o desencadenante del film, el desmayo de Lola, deslumbrada por los focos, mientras pronuncia y repite, con un tono más apagado o desvanecido: “la noche de bodas… la noche de bodas”. Ya en el camerino, la escuchamos decir: “no estoy dispuesta a fingir nunca más”. De forma significativa, la restauración de la visión de la actriz no es un recorrido hacia la luz —que aquí la ciega—, sino que pasa por desplazarse hacia la oscuridad, desde la mirada del ataúd hacia la profundidad de su pasado, es decir, hacia esos lugares de memoria gris, para que se puedan renovar: desde ahí encuentra de nuevo la pulsión o energía vital, que es la creativa, una nueva fuerza como actriz y mujer. Esta imagen de dolor posee, al fin, un deseo y una energía vital. Frente al bloqueo de la visión, el montaje, constelando imágenes de la actriz, consigue que emerja o se perciba en su rostro y su cuerpo la micropolítica de los gestos de resistencia a la expropiación de las fuerzas de creación (Rolnik, 2019).
F6. Función de noche.
5. Conclusiones
Este artículo sigue la propuesta de Teresa de Lauretis (2000) de “volver a pensar la subjetividad femenina teniendo en cuenta qué prácticas comporta y qué necesidades sostiene el deseo cuando obra desde un cuerpo de mujer”. El texto analiza la función creativa de la actriz Lola Herrera en su autorrepresentación y en la producción de una subjetividad compleja. Función de noche se origina desde una experiencia traumática o límite, el desmayo de Lola Herrera en escena, para crear un dispositivo, un decorado-camerino, que propicia para la actriz un espacio de intimidad emocional en el que vive un momento intersticial: mientras se va quedando helada de frío, libera palabras e imágenes de su pasado y de su relación amorosa con Daniel Dicenta, algunas acaso bloqueadas, que mediante el montaje se van entrelazando con su trabajo actoral (la representación de Cinco horas con Mario y del personaje de Carmen Sotillo con el que ha acabado por identificarse) y de su vida, experimentando un distanciamiento catártico y recuperativo.
Mediante la genealogía como método crítico y a través del análisis del trabajo actoral de Lola Herrara y del montaje, en particular de algunos encadenados, a fin de centrar el texto en formas concretas y materiales, se ha mostrado cómo la actriz transforma una experiencia sensible, aquella reprimida o fosilizada durante el franquismo y su matrimonio, por una nueva imagen posible o por hacer; imágenes que generan una resistencia y que se exponen de forma confesional.
Desde el apagamiento vital, encarnado en ese desmayo y en la desmotivación personal y creativa que había vivido Lola Herrera, Función de noche actúa como un dispositivo para imágenes performativas que vitaliza a la actriz a pesar de la intensidad del dolor personal. En el documental Resonating Surfaces (Manon de Boer, 2005), Suely Rolnik cuenta cómo se originó su tesis doctoral, tras una sugerencia de Deleuze y un largo proceso vital durante la dictadura brasileña, a partir de la comparativa entre dos tonos de voz de dos gritos: el de los personajes de María y de Lulú en las óperas de Alban Berg. Mientras el de María es un grito fúnebre, de entrega a la muerte sin resistencia, el de Lulú, a punto de ser asesinada, reflejada en el cuchillo de Jack el Destripador, es una reacción contra la muerte, que hace vibrar a su cuerpo más allá o desde el dolor, y es un grito que está lleno de deseo de vida. Esta diferencia de deseos es la que se refleja en los tonos de voz y las diferencias gestuales con que Lola Herrera parte del duelo de Carmen Sotillo y del bloqueo mortuorio, para reconstruirse desde su dolor y redescubrir la potencia creadora que posibilita seguir haciendo conexiones creativas. Este trabajo interpretativo afirma, desde la pulsión y desde el grito de deseo vital que expresa Lola Herrera en la película, la capacidad de la actriz para construirse como sujeto activo de su representación, y lo hace además, en un periodo de inestabilidad y cambio político, a través de un proceso de duda e intersticial en el que su experiencia sensible se sitúa entre las imágenes heredadas y el potencial de las imágenes posibles y por venir.
Esta publicación es parte del proyecto PID2021-124377NB-I00, financiado por MICIU/AEI/10.13039/501100011033 y por FEDER, UE
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[1] Función de noche. 25 Muestra Internacional de Cine y Mujeres de Pamplona. Presentación y coloquio. (Vídeo online). IPES Elkartea, 9 de junio de 2011. https://www.youtube.com/watch?app=desktop&v=rSfv3kNVa7o&embeds_referring_euri=https%3A%2F%2Fwww.love4musicals.com%2F&feature=emb_imp_woyt (Consultado marzo de 2024).