Ceci n’est pas un tas de pavés. De la imagen como resistencia a la documentalidad

 

Ceci n’est pas un tas de pavés. Image as resistance to documentality

 

Pilar Carrera

Universidad Carlos III de Madrid, España

pilar.carrera@uc3m.es 

Resumen:

El análisis de la dimensión documental de la fotografía se ha centrado esencialmente en su capacidad para constituirse en “huella del pasado” o ilustrar determinados acontecimientos históricos. Esta dimensión funcional, vinculada a un supuesto valor veredictorio, ha ocultado el abundante uso dogmático y la dimensión política de la noción de documento fotográfico. Pero, en realidad, una fotografía solo se documenta a sí misma. Y es precisamente en esta dimensión autorreferencial donde se inscribe su valor histórico y político. A través del análisis de una fotografía de Gustave Le Gray (1820-1884), abordamos esa resistencia de la imagen a la documentalidad entendida ésta en su acepción común y normativa.

Abstract:

The analysis of the documentary dimension of photography has focused essentially on its capacity to become a "trace of the past" or to illustrate certain historical events. This functional dimension, linked to an alleged verdictive value, has concealed the dogmatic use and political dimension of the notion of photographic document. But, in reality, a photograph only documents itself. And it is precisely in this self-referential dimension that its historical and political value is inscribed. Through the analysis of a photograph by Gustave Le Gray (1820-1884), we deal with this resistance of the image to the documentary understood in its common and normative meaning.

 

Palabras clave:

Fotografía, documentalidad, representación, historia, política.

 

Keywords:

Photography, documentality, representation, history, politics.

Sueños son estos que si se duerme V. Excelencia sobre ellos, verá que por ver las cosas como las veo las esperará como las digo.

 Francisco de Quevedo

 

[Si] alguien dice, por ejemplo, que Pedro existe, pero no sabe que Pedro existe, ese pensamiento, respecto a ese tal, es falso o, si se prefiere, no es verdadero, aunque Pedro exista realmente. El enunciado “Pedro existe” tan solo es verdadero respecto a aquel que sabe con certeza que Pedro existe.

Baruch Spinoza

 

Gustave le Gray, hacia 1849.

 

1.    “Un tas de pavés”

Lo que vemos en esta fotografía datada en torno a 1849 y atribuida a Gustave Le Gray parece un muro o barricada hecho apresuradamente. La leyenda descriptiva en la web de la Biblioteca Nacional de Francia reza: “L’atelier de la barrière de Clichy: détail d’un tas de pavés devant l’atelier. Gustave le Gray, vers 1849”[1] (El taller de la barrière de Clichy: detalle de una pila de adoquines delante del taller. Gustave le Gray, hacia 1849). El taller al que se refiere es el del propio Le Gray, y eran tiempos convulsos y de insurrección popular en la Francia de la Segunda República.

Karl Marx en su escrito La lucha de clases en Francia de 1848 a 1850 describía cómo se había pasado de la República a la Revolución entendida como subversión de la sociedad burguesa y no sólo como subversión de la forma de gobierno.

La imagen fue tomada, por tanto, en tiempos “subversivos”, pero, en este caso, lo que es subversivo es la propia imagen. Veamos a qué nos referimos retornando a las piedras apiladas de Le Gray. Ese improvisado muro se situaba, al parecer, en las inmediaciones de su taller en la Barrière de Clichy. Dichas barreras que crean el París intramuros son, al mismo tiempo, límite y limbo, estrechamente vinculadas a la circulación de mercancías y su tasación y a cuestiones fiscales. En el caso concreto de la de Clichy, remite también al trasfondo histórico de la defensa de París frente a los cosacos el 30 de marzo de 1814, como reza el título del cuadro de Horace Vernet La barrière de Clichy. Défense de Paris, le 30 mars 1814 [1820]” (La barrera de Clichy. Defensa de París, el 30 de marzo de 1814). Tenemos, por tanto, un muro (“tas de pavés”) en una barrera (“Barrière de Clichy”). Se amalgaman estos dos límites, siempre precarios en términos puramente físicos, pero que pueden ir acompañados de formas de violencia, sistematizadas y legitimadas o no, que les dotan de eficacia. En cualquier caso, Le Gray vive, en cuanto artista, en la barrera y decide fotografiar un destartalado y precario muro. Habla aquí el fotógrafo, representándose a sí mismo a través de este doble signo de interdicción que habita en cuanto artista. Ahora bien, ese límite fotografiado ya no cumple la misma función que su pariente físico, y Le Gray ha querido dejar claro este cambio de estatuto limitando al máximo en la imagen la información sobre la razón de ser de dicha estructura, a la que muestra desnuda, en una especie de paz indiferente, evitando conformar rápidos asideros informativos que propicien una lectura histórica al uso, es decir, la conversión de la fotografía en documento. A la vis documental se superpone otra que reivindica formas autónomas y productivas de existencia de la imagen más allá de la duplicación o preservación supuestas de presuntos momentos del pasado, del carácter informativo o pretendidamente probatorio. Esta imagen no testimonia nada en los términos funcionales habitualmente asociados al documento. La definición, la proliferación de detalles y las huellas de la actualidad que se consideran propias del documento fotográfico al que se le atribuye un valor esencialmente informativo, están expresamente mermadas y en esa merma se abre un espacio mucho más rico de sentido. El vínculo con una determinada época, inevitable (nada que no esté datado hasta cierto punto puede “hacer camino”, empleando una expresión machadiana, nada que no coquetee con lo temporal de forma explícita, cruda, puede evitar ser anulado por esa misma temporalidad que teme e, ingenuamente, cree rehuir), sirve como punto de partida para documentar otro tipo de realidad que trasciende la coyuntura histórica. Esa realidad “otra” es la de la “república de las imágenes”, por decirlo así. ¿Qué era, por otra parte, la República de Platón, sino la de las imágenes? El texto platónico, monótonamente traído a colación en relación con el tópico de la imagen como engaño o falsificación de la realidad, no es de orden mítico o metafórico, sino una teoría de la imagen, simple y llanamente, es decir, una teoría estrictamente política.

 

2.   Relatos ultraprocesados

Lo que Le Gray testimonia es, precisamente, la dimensión política intrínseca y estructural de las imágenes, no su función anecdótica o ilustrativa de episodios vinculados a “acontecimientos” variopintos. La dimensión histórica de la fotografía no se limita, por tanto, a ser un fragmento congelado del pasado por obra y gracia de la reproductibilidad técnica. En este sentido, debemos entender también “historia” como “territorio de imágenes”. Estamos, por tanto, en un orden no meramente arqueológico; no se trata de sacar a la luz documentos o evidencias para refrendar o refutar una presunta realidad extra-documental acaecida de una vez por todas. Se trata de considerar las imágenes no como documentos en el sentido corriente, como testimonios y evidencias, sino, acaso, como incursión “cargada de futuro”. Es decir, considerarlas per se, no como indicio de otra cosa externa a ellas mismas, sino como proyectadas sobre una realidad siempre en ciernes. Esas imágenes no son documentos o huellas de un pasado concluso y convertido en material de archivo; son, en primer lugar, inquisiciones sobre el acto mismo de fotografiar. Ese giro súbito, ese descarrilar referencial por el que la imagen se abre y convoca otra realidad muy distinta a la que supuestamente documenta lo ilustraba bien el cineasta Jean Eustache en su corto Les photos d’Alix (Las fotografías de Alix, 1980). Por eso puede decirse que ese muro sin demasiado anclaje referencial en términos documentales, articula, al igual que las célebres marinas de Le Gray, precisamente, una forma de “república de las imágenes”, posee una dimensión política intrínseca más allá de los avatares de una época concreta y, por supuesto, más allá de la función ilustrativa de sucesos diversos, más o menos relevantes.

Es importante, llegados a este punto, clarificar un aspecto de este asunto para evitar malentendidos. No estamos contraponiendo a la supuesta realidad factual una “realidad de la imagen” que constituiría una especie de mundo paralelo a lo que se entiende por “mundo real” frente al que el mundo de la representación suele calificarse de tendencioso, falso, mendaz, manipulador, derivado o sucedáneo, etc., salvo que se proceda a asumir la falacia de que la imagen es una inocente y literal duplicación de un referente no mediado que la precede. Así, de acuerdo con esta asunción totalmente refutable, se pretende que hay imágenes o representaciones, por citar un célebre slogan publicitario, de “mujeres reales”, frente a las que no lo son. Sin embargo, no hay nada más “irreal” que esa supuesta “mujer real”. No estamos, por tanto, sosteniendo que las imágenes sean capaces de crear alguna realidad subrogada o paralela, siempre deficitaria o coja en términos de “realidad” o “verdad” (en este sentido, una imagen no es ni más ni menos mentirosa que la supuesta realidad que “indocumenta”[2]). Desde el momento en que se asume que la imagen fotográfica no es testimonio de ninguna realidad preexistente que contribuiría a preservar apartándola del flujo del tiempo, sino que se sitúa en una dimensión constituyente (en el mejor de los casos) o (en la mayoría de las ocasiones) venal, ya no tiene sentido esa especie de escisión del mundo entre las imágenes y la realidad de la que se dice que son imágenes. Por otra parte, es dudoso que nuestros discursos y valores, incluso los supuestamente más “personales”, sean más espontáneos que una imagen planificada. No deberíamos dar por sentada cierta autenticidad más allá de la representación, más allá de la palabra y de la imagen. En cualquier caso, solo puede alcanzarse dicha autenticidad en la representación y esto al margen de la evidente proliferación del cliché, el lugar común y el discurso promocional esclerotizado. Quizás la libertad de relato debería convertirse en un derecho constitucional. Libertad que implica “libertad de expresión”, pero no se confunde con ella. No hay libertad posible en un entorno discursivo gobernado por las leyes del monopolio, máxime cuando este se hace pasar exitosamente por el “estado natural” de las cosas y opera bajo la apariencia de una “libertad de expresión” irrestricta, sólo socavada por las habituales salidas de tono penadas por ley, algún bulo y algún fake. La cuestión, es obvio, no está ni en los bulos ni en los fakes.        

Se habla de alimentos ultraprocesados y se conviene que son nocivos para la salud. Estos alimentos se fabrican en serie según fórmulas estandarizadas y se venden. Lo mismo podría decirse de la mayoría de las imágenes y relatos de corte audiovisual o literarios: se fabrican en serie y la fórmula vende porque antes se ha publicitado adecuadamente. Igual que difícilmente podría describirse un ultraprocesado como “alimento”, aunque sirva para saciar el apetito, lo mismo debería aplicarse a ese tumulto de imágenes aparentemente diversas (igual que pretendidamente diverso y atractivo es el packaging de un producto que solo se puede preparar de acuerdo con un manual de instrucciones y sobre el que difícilmente se pueden introducir desviaciones de textura, sabor, etc.) que pueblan, por ejemplo, los mass media, pero no sólo[3]. Digamos, en un rapto de apocalipticismo, que dichas imágenes y los relatos que las articulan y aglutinan van intoxicando progresivamente las neuronas hasta el punto de que ya no se concibe que la carne de merluza no sepa como un palito de merluza y admita multitud de elaboraciones, es decir, que sea susceptible de adoptar múltiples formas e integrarse en combinaciones variopintas sin necesidad de delegar esta misión en algún “chef genial”. Como decía irónicamente el cineasta Michael Cimino, a fuerza de ver westerns, se ha acabado por confundir el Oeste con el Western. Esta reflexión apunta a algo relevante: toda representación que se enquista y se naturaliza (se “documentaliza”), hasta el punto de parecer la única y verdadera, proyecta su luz mezquina sobre la riqueza de la historia, la convierte en un álbum trillado y pretencioso, eliminando el interrogante y la apertura consustanciales y convirtiéndola en un cliché narrativo, eso que se denomina storytelling. Este proceso de domesticación histórica por la vía de un anquilosamiento del relato derivado, a su vez, de cierta lógica económica tiene evidentes implicaciones políticas (es decir, afecta tanto a la configuración del espacio de lo privado como de lo público). También debería parecer evidente que el único antídoto posible a este empobrecimiento del espacio político (del relato) es la emergencia de representaciones concurrentes. Los relatos solo se “combaten” con relatos. La historia es un terreno de juego en el que “se hace presente” (se re-presenta), no una colección de documentos muertos que, en ningún caso, cuentan exentos, sino siempre integrados en un relato que los dota de sentido con sus propuestas de interpretación y lectura, sino, en el caso que nos ocupa, de imágenes en las que el presunto efecto referencial es sólo el punto de partida. Si la estructura de ese relato está anquilosada y sometida por completo a una lógica de coyuntura venal, el sentido se verá más y más mermado y tendremos un gueto plagado de consignas. Esa progresiva restricción del campo de juego del relato (y de la historia) es muy peligrosa y puede efectuarse bajo una apariencia de pluralidad de discursos que, en el fondo, comparten la misma lógica y, por ende, son el mismo. Un terreno sometido a un monocultivo intensivo acaba empobreciéndose hasta ya no dar fruto. Retomando una acerada expresión de Hervé Guibert, de difícil traducción, estamos en la era del “faire mousser” proliferante.

 

3.    Baja definición

Evidentemente, como se ha dicho, es posible una lectura “contextual” de ese “montón de adoquines” en la imagen de Le Gray, alusiva a las barricadas y a la lucha de clases del momento en Francia, por ejemplo; esa sería la opción más habitual para desembarazarse de la incómoda falta de asideros informativos que proporciona la imagen tomada en su proliferación de ausencias. Es obvio que esta fotografía omite expresamente indicadores claros de dichas circunstancias, compareciendo ante el espectador como un enclenque y al mismo tiempo inexpugnable ensamblaje de piedras. La imagen revela poco del conflicto o los acontecimientos de la época en términos estrictamente de contenido manifiesto. Su “pobreza” de detalle, su, sin duda, expresamente buscada, “baja definición”, debe llevarnos a transitar otras vías en pos de una interpretación más ajustada al objeto que nos ocupa.

En un primer momento, nuestra percepción de la imagen, en un by default cultural, busca, quizás, hacerla oscilar entre el documento y lo “artístico”. Partiendo de la superficialidad aparentemente insignificante de una pila de piedras, buscamos una potencial ampliación del campo del sentido a través de lo histórico, lo simbólico y lo alegórico y fuera de campo, intentando cargar, en todos los casos, la imagen de “profundidad”, intentando “espumarla” (“la faire mousser”), defendiéndonos de esa apariencia opaca y perseverante haciendo proliferar el sentido. Por ese camino, por supuesto, se puede llegar a cualquier parte y a ninguna. La imagen puede significar todo o nada, dependiendo de la literatura que la rodee y de la finura del trabajo arqueológico o archivístico. Pero hay algo que la imagen insinúa (y hablamos, en efecto, de “sinuosidad”[4]), y es que apunta a un espacio de sentido más allá de lo metafórico y de lo literal, más allá de lo documental y lo alegórico. Toda tentativa de derribo de ese muro para acceder a otro espacio significante nos devuelve al lugar de partida, igual que el muro del filme de los Lumière que, a golpe de manivela, se erguía de nuevo después de derruido. Y ese lugar de partida es el hecho de que la imagen en cuestión apunta a un “fuera de sí” que no se identifica con lo que se suele denominar fuera de cuadro, es decir, el “mundo”, la actualidad excluida del enfoque. No se trata de ampliar el acto (fotográfico) recurriendo a la potencia (en profundidad, a través de sentidos alegórico-metafóricos o simbólicos) o a un fuera de campo que sería continuidad física de lo fotografiado. Esta idea, muy vigente, omite una cuestión relevante: el fuera de campo en una imagen no es la colección de acciones u objetos que rodeaban lo fotografiado pero no han sido captados. El “fuera de campo” pertenece ya al mundo que la fotografía crea. Es un espacio que empieza a existir al mismo tiempo que el cuerpo de la imagen cobra vida, no antes.

La fotografía de Le Gray apela directamente al orden, a lo normativo, al tabú. Su objeto (diana) es el poder, y no precisamente aquel contra el que las barricadas se construyen para forjar un nuevo orden. Tampoco es el poder (o su subversión) que se insinúa en las barricadas. Más se parece este muro improvisado a una especie de mordaza que convierte en inarticulable la proliferación interpretativa de orden metafórico/simbólico. En cierta forma, Le Gray ha conseguido hacer enmudecer la imagen desde el punto de vista de un cierto orden argumental o glosa basados en el contenido manifiesto de la imagen como prueba de “verdad” histórica, es decir, en el contenido informativo de la imagen. Poca información hay aquí. El contenido manifiesto es un muro de piedras apiladas con premura.

Por otra parte, si prestamos atención, el fondo de la imagen, supuesto muro o pared delante del que se sitúa el montón de piedras, evoca una especie de decorado artificial, formas estriadas que remiten a algún motivo decorativo, igual que aquella planta detrás del Kafka niño en la fotografía que fascinaba a Walter Benjamin. En cualquier caso, ese fondo o parte superior de la imagen convoca asociaciones poco “naturalistas”. Sitúa el montón de piedras, por decirlo así, en el centro de un escenario. Es conocido el procedimiento que Le Gray utilizaba en sus marinas en las que la imagen solía integrar dos negativos con tiempos de pose diferentes, el del mar y el del cielo. Esa integración de dos elementos de distinta naturaleza, el hecho de combinar dos negativos unidos por la línea del horizonte, no respondía, probablemente, sólo a una búsqueda de mayor definición. Este proceder introduce un extrañamiento en el cuerpo mismo de la imagen, que es una, sin estridencias, pero al mismo tiempo dos. No hay una sensación de collage, de ensamblaje de fragmentos. Es una unidad inconciliable y, al mismo tiempo, bien avenida. Le Gray ha abandonado toda mixtificación referencial en pos de una forma acerada de realismo que nace de la potencia misma del trampantojo. Poco importa, en el caso del muro, la naturaleza de esas marcas del fondo, ni siquiera sería relevante si fuesen fruto del deterioro de la imagen fotográfica y en modo alguno un elemento intencionalmente introducido. La imagen no tiene original en sentido estricto, algo que la noción de “restauración” o “limpieza” intenta ocultar. La huella del tiempo es parte esencial de la imagen, forma parte de su naturaleza, no es un elemento perturbador o añadido sobre una esencia fechada en el momento de su concepción. La eterna juventud de las imágenes digitales tiene su contrapartida en el hecho de que nada más nacer son arrojadas ya al gran vertedero de las imágenes. Ni siquiera se puede decir que estén destinadas al olvido, porque para eso tendrían que haber sido antes materia del recuerdo, tendrían que haber empezado a envejecer.  

Es interesante remitirse a esas piezas más conocidas y publicitadas de Le Gray como son sus marinas, marinas “sublimes”, como se las ha descrito. Frente a ellas, este muro opera desde lo anti-sublime y, sin embargo, van apareciendo en él grietas que dejan entrever un territorio de enorme riqueza y una continuidad con esas marinas, en las que lo natural se abre directamente a lo político, al orden del discurso. En ellas se representa, precisamente, ese terreno expectante, de espera, de aparente calma bajo el que intuimos que se está gestando alguna forma de acción. La presencia del elemento humano o animal en las marinas no funciona desde la fragilidad frente a la naturaleza desatada o inconmovible. La diferencia de escala hace que animales o personas, a veces difíciles de identificar, veleros, postes o rocas comparezcan como signos casi escriturales sobre un fondo de cielo y mar que despliega su grandeza para acoger esos elementos, de apariencia anodina, metamorfoseados en signos de una lengua desconocida. El paisaje da paso a los vestigios de un códex ignoto.  

Gustave le Gray, 1856.

 

Retomando el muro que nos ocupa, opera este fragmento de pared destartalada, expresamente sacado de contexto, en su tensa inmovilidad inaparente, a la manera de un haiku, desde la falta de énfasis, pero la pulcritud del haiku está ausente. Detectamos aquí cierto desaliño, piedras apiladas con premura, celeridad. No nos queda más remedio que desprendernos de la apariencia documental más restrictiva, más infructuosa: ese montón de piedras no es documento (al menos, no en el sentido habitual, esperado), lo verdaderamente documentado está apostado más allá de esa improvisada barricada, pero sólo ella es llave para acceder a él[5]. No hay posibilidad de sublimar la imagen por la vía estetizante. Se resiste a ser “elevada” a través de la tan conocida estratagema argumental. Pero tenemos aquí, como contrapartida, un maravilloso documento del “proceso fotográfico” y la palabra proceso no está utilizada al azar: decurso, transcurso, sí, pero también causa, encausamiento. ¿Qué batalla, por tanto, se libra? ¿Qué protegen esas piedras apiladas en desorden, con prisa, con cierto desaliño? ¿Acaso no ocultan nada? ¿Acaso su fuerza reside en ser meras piedras fotografiadas, en su aparente falta de intención? Es muy difícil fotografiar “meras” piedras. Hay que ser, sin embargo, extremadamente cuidadoso para no convocar de inmediato todos los trascendentales posibles. La mera presencia de la imagen es casi insoportable. Hay que hacer un ejercicio de verdadero contorsionismo para situar el ojo/objetivo en el lugar preciso. Pero ahí, en el “mero” obstinado, que no hay manera de sacudirse, radica precisamente la fuerza de esta imagen. En general, las fotografías de Le Gray representan un límite, una cesura incómoda en la que estamos obligados a instalarnos si queremos, por decirlo así, permanecer en la imagen.

En esa cesura nos damos de bruces por exceso con la noción de documento al uso, en el que la imagen se convierte en mera exudación de un acontecimiento externo del que da cuenta con mayor o menor éxito o fidelidad. Oscilamos entre lo in-significante y la salida de socorro de lo alegórico o lo estetizante. Pero, si optamos por asumir que desde esas categorías la imagen en cuestión se nos escurre entre los dedos, quizás habría que buscar otro tipo de abordaje.

En primer lugar, solo un exhaustivo pie de foto, con datación y explicaciones históricas podría devolver esa imagen al territorio del cliché narrativo, engarzarla, aunque fuese de un modo forzado y necesariamente alusivo, con el drama de las barricadas y hacer desparecer su obstinada superficie detrás de una magra carga informativa, y aún así de manera extremadamente inestable. Es aquí donde empezamos a atisbar cierta forma de hiperrealismo que roza directamente lo abstracto. Del “¡A las barricadas!” sólo quedaría en la imagen, en cualquier caso, un hacinamiento desmañado de piedras (que podrían muy bien ser “recicladas” para ilustrar la pared de un huerto cualquiera, por ejemplo, como se ven en tantas aldeas) en el que es difícil inscribir el pathos de “los trágicos acontecimientos” de la Francia de la Segunda República. Este efecto no puede sino ser intencionalmente buscado por Le Gray. El elemento patético, algún atisbo de lo personal, jirones de una camisa desgarrada, alguna calle de París, un rostro doliente o exaltado, etc., que permitiera devolver esa imagen al en apariencia calmo y estable territorio del documento, aunque se trate del documento post facto, brillan por su ausencia (literalmente, es la fuerza de esa ausencia la que hace resurgir de las llamas una y otra vez dicha imagen, incombustible). Si la comparamos con, por ejemplo, la fotografía Barricade de la rue de la Roquette, entenderemos perfectamente de qué estamos hablando.

Barricada de la Rue de la Roquette, Place de la Bastille. Autor desconocido (1871).

4.   La caverna y el cerdo

Bien podría el pie de la fotografía de Le Gray rezar “Ceci n’est pas un tas de pavés”. Pero aún eso no bastaría. En cualquier caso, el radicalismo de la imagen es mayor. Hay una forma de lo inmóvil inscrita en el seno mismo del movimiento que ha dado lugar a su objeto (la acción de apilar piedras, su frágil equilibrio) que sobrepasa con mucho, aunque sea solidario con ella, la inevitable “fijación” que comporta la imagen fotográfica (y que no es en modo alguno menor en la llamada “imagen en movimiento” por mucho que aparente lo contrario). Dista también esa forma de lo inmóvil a la que nos referimos del efecto de “movimiento congelado” característico de tantas fotografías. Esta inmovilidad no es la factualista de una supuesta verdad del instante captado y preservado destinado a ser alimento de archivo. Es una inmovilidad de otro orden, que no procede de un referente capturado en un momento determinado y aislado del flujo del tiempo, sino que surge exclusivamente del relato, de la representación en su interacción con el mundo y no es de orden factualista. Es la aparente inmovilidad de la espera. No procede de la imagen capturada (como suele decirse, cual si se tratase de una presa) ni del punto de vista del que la toma, sino de la dialéctica entre la imagen y lo experiencial que se manifiesta muy raramente en una representación: es por ello por lo que esa especie de realidad “extática” (por contraposición a “estática”) que emana del muro (y de las marinas) de Le Gray es de orden estrictamente político. La realidad pre-imagen ha quedado “suspendida” en la imagen y ésta hace su entrada en un tiempo que es el de lo político y lo histórico que, como bien sabía Platón, está íntimamente relacionado con el territorio de la representación y de las imágenes, tomado en un sentido amplio.

De hecho, sería interesante releer el mencionado “mito de la caverna” bajo esta luz. Ese texto ha sido sistemáticamente interpretado entendiendo la imagen como falsedad y pseudo-realidad. Esa perspectiva merma considerablemente el interés de lo que dice Platón. De hecho, vayamos al texto platónico. La interpretación más común opone el mundo sensible y engañoso de la caverna al mundo inteligible. Pero esa caverna, tal como Platón la describe, no es el mundo sensible, sino sólo una parte de ese mundo, la morada de las imágenes. Ahí sólo se proyectan imágenes de imágenes. En dicho texto dice Sócrates a Glaucón a propósito de la educación del hombre de estado (“conductores y reyes de los enjambres”), que éste necesariamente debe descender de las alturas filosóficas y enfrentarse al mundo y a los hombres (política). Así, debe, en primer lugar, saber interpretar las imágenes. En suma, el reino de los hombres, eso que se denomina realidad, es para Platón el reino de las imágenes. La realidad, por tanto, de esas imágenes es manifiesta, son la materia de eso que se denomina mundo real en términos políticos. El espacio social e histórico es el espacio de las imágenes. No se plantea realmente en Platón una contraposición imagen/original o imagen/ realidad en los términos en que habitualmente se hace. Lo político en Platón se relaciona directamente con el territorio de la representación. De hecho, el ideal de político sabio se caracteriza por una forma de conocimiento que le permitiría leer o descifrar las imágenes. Nos remitimos a lo dicho antes. Lo que tradicionalmente se denomina “realidad” por oposición a la “imagen” no es considerado así por Platón. La realidad platónica sería el terreno de la Idea, que poco tiene que ver con el “directo” o con el “original”. La postura de Platón es radical en este sentido y la distinción tradicional entre copia y original en el terreno de la representación y entre representación y lo que habitualmente se entiende por realidad, pierde su razón de ser. La puesta en abismo de la representación nunca se detiene. Tan representación, es decir, tan imagen, es la cama que hace el carpintero como la pintura de una cama en relación a la Idea de “cama”. Si se afirmase que la obra del que fabrica camas o de otro trabajador manual es completamente real, no se estaría diciendo la verdad, afirma el filósofo. El conocimiento, en lo que a los asuntos terrenos se refiere, es el conocimiento de la lógica de la representación, de la lógica de las imágenes, por tanto. Si nos remontamos a la etimología, entre los derivados del término encontramos uno que nos parece especialmente significativo, la noción de “remedar”, que se suma a las de “imitar” o “imaginar”. ¿Por qué nos parece sustanciosa esta noción cuando hablamos de imagen? Porque el remedo introduce en la idea de imitación la mueca, el rictus que desvía la representación de una supuesta “duplicación” del mundo, para introducir las ideas de intervención, de fingimiento, de espectáculo, de extrañamiento. Se trata de adulterar la realidad para hacerla parecer no tanto lo que no es, sino para revelar en ella el rictus de lo posible. En la idea de la imagen como trampantojo (todo lo contrario a la imagen como “documento” que se reclama “fiel” representación del mundo) radica su valor político. Por eso decíamos que la inmovilidad del muro de Le Gray no es la de las cenizas de un mundo desaparecido que habría sido inmortalizado por la imagen, sino la inmovilidad danzante de la llama, “lengua de fuego”. Esa imagen, por decirlo así, “inflama” (del lat. flamma) la realidad que supuestamente representa, genera en ella una especie de proceso inflamatorio que la desestabiliza. La relación de la imagen con lo representado no es de delegación ni de huella ni de sublimación, sino propiamente experiencial. La imagen procura formas de experiencia que no se darían en el “directo” y la diferencia no está en la “autenticidad” ni en ningún orden jerárquico.

Quizás con un ejemplo se entienda mejor: En un documental del mencionado Jean Eustache titulado Le Cochon (El cerdo, 1970) se filma la matanza de un cerdo. Los espectadores que están frente a la pantalla tienden a apartar sistemáticamente la vista en el momento del sacrificio. ¿Por qué? Ese gesto contradice la interpretación al uso, según la cual el espectador estaría acostumbrado a recibir regularmente su dosis de violencia audiovisual y, de acuerdo con una teoría muy popular, se habría habituado ya, hasta el punto de la insensibilidad, a ver todo tipo de catástrofes, con la consiguiente merma de sensibilidad. ¿Qué ocurre entonces con estas imágenes? ¿Por qué se vuelven insoportables? Quizás no sea tanto la violencia en sí, como el relato de la violencia, una forma estereotipada de representar la violencia, lo que ha generado ya una suerte de “callo” en el espectador, hasta el punto de resultarle indiferente. Sin embargo, la opción de Eustache es no mover la cámara mientras capturan al animal, de una luminosa blancura agorera, mientras le clavan el cuchillo y se desangra... Ese “ojo sin párpado” de la cámara de Eustache no da tregua al del espectador, que es “obligado a ver”, sin efectos sonoros, de montaje u otros que le den respiro. En primer lugar, la violencia en este caso no es solo la del hecho (matanza del cerdo), sino la del relato, la de la imagen. Hay, por tanto, otra forma de violencia que se acopla a la primera y que da pie a un tipo de experiencia que sería inviable en el directo: el espectador que asiste a una matanza in situ puede siempre apartar la vista, desplazarse, escudarse en la acción, en el ruido ambiente. Por tanto, esta experiencia de la representación es radicalmente nueva respecto al hecho “real” que pretendidamente documenta y a sus posibilidades experienciales y, añadiríamos, de conocimiento.

Volvemos a la idea antes explicitada: la imagen documental solo se documenta a sí misma, es decir, a las formas de experiencia que produce y que no están dadas en lo que habitualmente se entiende como “mundo real” por oposición al filmado o fotografiado. Decía Walter Benjamin que a la pregunta de qué comunica el lenguaje habría que responder que “cada lenguaje se comunica a sí mismo”. Quizás debería abandonarse la coletilla del “mundo real”, salvo que por “real” nos refiramos a estructuras abstractas que determinan el funcionamiento de ciertos sistemas (económico, político, cultural, etc.) y que desde luego no nos vamos a encontrar de frente como encontramos un perro cuando salimos a la calle. No es más real la experiencia in situ mediada por códigos culturales, normas y ritos, que la experiencia derivada de la representación. En ambos casos el nivel de realidad viene determinado no tanto por la capacidad de extrañamiento respecto a una situación o una imagen, por su “desnaturalización”, sino por la experiencia de las relaciones de poder que entraña. No ejerce menor violencia un sofá diseñado de acuerdo con una determinada lógica, que integra, incorpora e impone al cuerpo (y al espíritu), que una imagen creada para generar determinados efectos. Lo menos importante en el documental de Eustache es el folclore de la matanza del cerdo y los usos y costumbres del pueblo en cuestión. Eso es totalmente anecdótico frente a la experiencia espectatorial (el “malestar” de orden casi físico al que siguen otros malestares de los afectos) que el “tempo” de sus imágenes produce.

Volvamos, por tanto, al ¿qué es eso?, ¿qué hacer con ese muro de Le Gray? ¿cómo hablar de él? Si acordamos que el estatuto de documento histórico difícilmente hace justicia al desasosiego que esta imagen introduce en la relación espectatorial, por decirlo así, sería bastante forzado también intentar ponerle el salvavidas de “fotografía artística”. Es complicado acomodarla en ninguna de las dos categorías. Hemos hablado antes de la “vía del haiku”, de la poética de lo inaparente, pero, en el fondo, el haiku, es más bien la poética de la ausencia. El recurso a lo inaparente, a lo cotidiano y su exaltación son una manera de protegernos y, al mismo tiempo, de ponernos a merced de una lacerante ausencia que se evoca cuando tales asuntos entran dentro de los dominios de lo poético. Y no se trata, como podría pensarse, de subvertir un relato cultural atragantado de cimas y acontecimientos que se opondrían al eterno retorno y la supuesta banalidad de lo cotidiano. En el fondo, lo único que conseguiría ese relato que rechazase las categorías de lo noticiable, el acontecimiento, lo inusual, etc. sería exaltar, por ausencia, su supuesto objeto de rechazo. Esto es, por otra parte, lo que ocurre en la mayoría de las representaciones documentales de la “cotidianeidad anodina” que, en el fondo, son incapaces de aceptar lo banal como asunto de trascendental importancia (el más “profundo” de los asuntos, valga la paradoja) e intentan exorcizarlo por varias vías: victimista, exótica, patética, paternalista, conformista…). Escribía John Myers: “La fotógrafa Eve Arnold dijo que ‘lo más difícil del mundo es documentar lo mundano y tratar de mostrar lo especial que es’. Yo creo que Eve Arnold estaba equivocada y que lo más difícil del mundo es documentar lo mundano y tratar de demostrar lo aburrido que es” (2021, p, 58). Podríamos decir que superados lo especial y lo aburrido, empieza verdaderamente el juego de la imagen que se documenta a sí misma y sólo en tal medida al mundo. Pues bien, en Le Gray encontramos lo banal en todo su esplendor, por mucho que nos empeñemos en buscar metáforas o alegorías de algún acontecimiento histórico detrás de sus imágenes. De ese muro aparentemente insignificante no podemos librarnos a través de ninguna de las operaciones de sublimación habituales. Difícilmente se le puede catalogar como huella documental de los acontecimientos de la Francia del XIX, aunque no rechaza, por supuesto, el coqueteo; y difícilmente se le puede catalogar como exudación de una cotidianeidad ritualizada.

Es, en cualquier caso, una presencia (una “permanencia”) perturbadora en términos textuales y semióticos, perturbadora como el “no estoy …. sino que permanezco” de Hildegard von Bingen: “Y yo, criatura, que no estoy ni enardecida por la fuerza de los leones ni instruida por su aliento, sino que permanezco en la debilidad de la frágil costilla” (von Bingen, 2023, p. 206).

Pero, por otra parte, abre una interesante vía de abordaje no sólo a la cuestión del “documento” fotográfico, sino a la cuestión del “realismo” fotográfico (y del “realismo” tout court). Como punto de partida podemos decir que lo primero que representa esta imagen es una ausencia, pero no la ausencia de ese supuesto acontecimiento de la Francia del siglo XIX que evoca (y que, por otra parte, aprovecha como cápsula epocal para transportar un sentido que poco tiene que ver con los acontecimientos concretos, igual que el principio activo de un medicamento encapsulado poco tiene que ver con el contenedor de gelatina que lo alberga). Lo documental-histórico funciona en este caso como recubrimiento que permite que circule un sentido que se aleja de la noción referencial o funcional al uso e insinúa que lo radical de la fotografía consiste en documentarse a sí misma y sólo documentándose a sí misma se inscribe de lleno en lo histórico y lo político.

 

5. Conclusiones

La fotografía (incluida la documental) no da fe de nada ni es prueba de nada, en el sentido de “probar” que algo históricamente “ha sido” porque supuestamente comparece o deja su huella en el cuerpo de la imagen. Lo que comparece puede ser al sumo una imagen (“real”, por tanto, como hemos dicho), nunca una “imagen de la realidad”. Y esto por la sencilla razón de que la relación entre la imagen y su supuesto objeto nunca es subordinada. No está la realidad por un lado y la representación por el otro. Si tomamos las pinturas de la Sainte Victoire de Cézanne entendemos que quien ha dotado de realidad histórica y cultural, política a la montaña en cuestión ha sido Cézanne. Sin sus variaciones sobre la misma, esta seguiría siendo un mero accidente geográfico, sin más. Cézanne la convierte en una presencia mutante y potencialmente inagotable. La dota de historia empujándola hacia la abstracción. La fotografía de Le Gray es, en este sentido, especialmente significativa: su interdicción de ver (lo que hay detrás de ese montón de piedras), de transformar esa pila en rastro de algún acontecimiento recurriendo a diversas figuras del lenguaje, no es de orden cósmico, del orden de la Ley, es una interdicción de apariencia desaliñada, frágil y, al mismo tiempo, contundente, cuyo equilibrio, en la historia extra fotográfica, podría romperse con un leve empujón, pero, precisamente, para eso está la fotografía, para convertir esa fragilidad en resistencia y la pequeña anécdota de actualidad venal  (sumisa a una coyuntura específica) en elemento del infinito relato de la historia. Ese muro que fácilmente se derribaría sobre el terreno, es todopoderoso en la representación, se perpetúa en su fragilidad y en su precario equilibrio, es indestructible. Ese “salto”, ese cambio de plano es lo que documenta la imagen. No tanto un “así son (han sido) los hechos”, cuanto un devenir hecho de imagen. Entre el muro y su supuesto referente ya no hay más que una filiación muy tenue. No mantienen, en cualquier caso, una relación de dependencia. Se han creado un nuevo muro y una nueva legalidad: la frágil barricada que en el contexto de la acción y de la fuerza sería inútil, enclenque, derribada al instante, se convierte en una fortaleza inexpugnable. Ahí se revela, precisamente, la naturaleza política de la imagen. Esa metamorfosis de lo visible no es nunca la de la duplicación y la imagen no rinde cuentas a ninguna factualidad que no sea la suya propia. Y esto no tiene nada de solipsismo. La imagen puede convertirse en reificación de una determinada coyuntura convirtiéndola en documento o, todo lo contrario, puede generar espacios políticos y de resistencia a salvo de la lógica de poder imperante. Esa es su función netamente política: mantener erguido a perpetuidad un muro enclenque al que la lógica funcional y burocrática solo habría concedido unos minutos de existencia. En ese sentido escribía Hannah Arendt que el sentido de la política es la libertad y que sólo históricamente y a partir de circunstancias específicamente modernas han llegado a oponerse ambas (política y libertad).

El “efecto de verdad” fotográfico, por tanto, aquel que se asocia a la idea de que la imagen documental es una duplicación de la realidad (epocal), se aplica esencialmente en el plano persuasivo, dogmático, demagógico o directamente propagandístico. Tomemos, por ejemplo, Le repas de bébé de los Lumière (La comida del bebé, 1895). Es obvio que el padre dando de comer con diligencia al bebé y la madre tomándose tranquilamente el café es una estampa que no coincide con la de la realidad sociológica de la época. Es directamente una falsedad en estos términos. La comida del bebé, como el filme que muestra la salida de los obreros de la fábrica Lumière, eran una extensión de la factoría Lumière (en sentido estricto), es decir, publicidad industrial, lo cual no le quita méritos en términos cinematográficos. Los hermanos Lumière no inventaron el documental (ni lo pretendían), pero quizás si pueda atribuírsele la invención del filme publicitario. Y bastante sofisticado, por cierto. Inventaron el branded content mucho antes de que ese nombre planeara sobre el imaginario promo-cional. Siguiendo en esta línea, tiene más “core” documental El viaje a la luna de Meliès (se supone que el hombre llegó a la luna décadas después, es decir, esa ficción se hizo realidad) que La comida del bebé (no ha habido subversión esencial en los roles nutricios de los padres).

Se abre, por otra parte, una vía mucho más “realista” (y, por tanto, más interesante) en las genealogías del documental (incluida la fotografía documental) que libera el género en cuestión de la épica de la verdad y la objetividad y lo sitúa de lleno y naturalmente en el territorio del poder como arma persuasivo-propagandística, pero también potencialmente subversiva. Numerosos documentales (y fotografías) “de autor” e “intimistas” se caracterizan por reafirmar el orden social a través de la asunción de clichés narrativo-argumentales y de roles. Sólo una minoría que tienen, en general, la lógica documental como objeto y que van más allá de una supuesta pureza enunciadora (recordemos que cada vez que se muestra una cámara, otra se oculta), se desmarcan de esta tendencia imperante.

Volvamos a lo epocal: ¿qué ocurre cuando una fotografía documental es “leída” en un momento que ya no se corresponde o no exactamente con las condiciones de existencia en las que fue tomada? Esta pregunta no es baladí. El valor documental de la imagen es siempre estrictamente futuro. Una imagen no puede contar nada del pasado y esto por una sencilla razón: el pasado no se documenta como una colección de momentos anecdóticos y la historia no es un repositorio de imágenes documentales y filmaciones varias. Reducirla a eso es convertirla en baratija.

Pongamos un ejemplo de otro orden: la imagen de un ser querido que ha muerto. En esa perseverante presencia de lo que ya no es reconocemos la misma lógica que en la imagen de Le Gray. Podríamos recurrir a la célebre acuñación: “la presencia de una ausencia”, pero eso sería, en el fondo, insuficiente. Esa imagen sigue perseverando en su ser imagen igual en la vida del retratado que tras su muerte. No sirve ni para articular el relato del recuerdo (que, en el fondo, es una forma de olvido) ni para reconstruir ningún pasado (el pasado no se “reconstruye”) o documentarlo. En suma, no sirve; no hay manera de hacerla entrar en la lógica de lo funcional o de la gestión sentimental. Actúa sin intervenir, como escribía Lao Zi. Su única lógica, como la de Antígona o Penélope en sus respectivos relatos, es la de la resistencia, la de la conversión de la espera y la demora en catalizadores de la acción futura. La espera de Penélope no es un interregno de años en balde, vacíos y vaciados por la ausencia de Ulises. Esa lectura es extremadamente ingenua (y oportunista, claro está). En ese interregno de la espera son las condiciones de posibilidad de una nueva configuración de poder las que se están gestando y Penélope no es en modo alguno la pobre fémina con muchas tragaderas que tiene que lidiar con las bravuconadas de su marido, forma en que algunas “restauraciones” han querido “hacer justicia” al personaje “más allá del mito”. Esa espera, contrariamente a todas las hazañas y aventuras de Ulises, queda esencialmente “indocumentada”. Sólo un telar y un sudario (que no es el literal de Laertes, ni siquiera el imaginario de Ulises, sino el de una Penélope que está mudando de piel como una serpiente) y algunas breves anécdotas dan cuenta de esa espera. En realidad, es esa espera indocumentada, backstage para siempre arcano, la que constituye el centro y el objeto de La Odisea. La espera es lo único tangible, lo único verdadero en ese universo plagado de fantasías y bravatas de diverso signo. Es lo único que posee dimensión, ya no mítica, sino política. Curiosamente, es en ese territorio inmóvil de lo supuestamente privado, del “puertas adentro”, donde opera y se fragua el principio de lo político en La Odisea, el resto es circunloquio. De hecho, es la resistencia de Penélope la que va a gobernar los destinos de la polis: su decisión de no contraer matrimonio con los pretendientes tiene poco que ver con la supuesta devoción a Ulises o con alguna liturgia emancipatoria estrictamente personal. Es esa espera, una demora aparentemente vacía de contenido, pero, en realidad, cargada de tensión, la que activa todos los resortes, acciones, luchas, encuentros y desencuentros. Es su silencio perseverante el que está en el origen de todos los gritos, enfrentamientos y disputas.

Por tanto, para concluir, el muro insignificante e intransitivo de Le Gray puede ser considerado el más político de los documentos, mucho más, desde luego, que otras imágenes que supuestamente representan de manera manifiesta enfrentamientos y luchas de clase. Ese muro desordenado y enclenque es inexpugnable y no se agota en lo datado-informativo. La política, como articulación de las formas de resistencia que impregna toda la dimensión vital y que poco tiene que ver con la adscripción ideológica a determinados relatos, es la luz que baña los muros y las marinas de Le Gray. Es secundario, por lo demás, cuál fuera la “intención” del artista al fotografiar esta pila de adoquines (posiblemente no hubiese ninguna intención concreta). Bien sabía Penélope que se teje para destejer, para marcar el tempo borrando la función, no para fabricar un vestido. En la imagen que nos ocupa, la militancia cede el paso a lo político, la voz del artista a la “música callada” del texto. No se ilustra o documenta una revolución, es la imagen la que es revolucionaria. Como bien dijo el místico, “la rosa es sin porqué, florece porque florece”[6]. Algunos textos[7] (palabras, imágenes) tienen la capacidad de “cortar”, igual que determinados productos “cortan” la leche, el relato dominante, instituido y su cortejo conceptual, de volverlo grumoso, de eliminar la falsa naturalidad de lo fluido. Intentar abordar imágenes como estas en los muy usuales términos paternalistas de los “pioneros” fascinados con la nueva tecnología como niños con un juguete nuevo, generando imágenes primitivas de un “arte fotográfico” en pañales es, obviamente, insostenible. No son más sofisticadas las fotografías del siglo XXI que las del XIX. La idea de lo “primitivo” en este terreno (como en muchos otros) no funciona ni conceptual ni históricamente. Lo mismo que Artaud decía del cine, podría aplicarse a la fotografía: “Escuchamos repetir por todas partes que el cine está en la infancia y que asistimos a sus primeros balbuceos. Confieso que no entiendo esta perspectiva. El cine aparece en un estadio ya avanzado de desarrollo del pensamiento humano y se beneficia de este desarrollo. Sin duda es un medio de expresión que materialmente no está del todo afinado. Se pueden concebir progresos capaces de darle al aparato una movilidad y una estabilidad que ahora no tiene (…) Pero esto son cuestiones accesorias” (1978, p. 65). Por tanto, ni lo primitivo ni lo informativo ni lo ornamental-estetizante son llaves para acceder en términos interpretativos a esta imagen y, en general, a la así denominada “imagen documental”. Necesariamente hay que desbrozar otro camino.

 

Referencias bibliográficas

Angelus Silesius (2019). Cherubinischer Wandersmann. Reclam.

Arendt, H. (1997). Qué es la política. Paidós.

Artaud, A. (1978). Oeuvres Complétes III. Gallimard.

Barthes, R. (1995). La cámara lúcida. Paidós.

Benjamin, W. (2018). Iluminaciones. Taurus.

Carrera, P. (2021). “Based on actual facts”: Documentary Inscription in Fiction Films. Studies in Documentary Film, 15 (1), 1–19.

Carrera, P. (2022). La lógica del fragmento. Arte y subversión. Pre-Textos

Carrera, P. (2023). Antígona o la razón espectacular. Signa. Revista de la Asociación Española de Semiótica, nº 32, 289-308.

Guibert, H. (1999). La photo, inéluctablement. Gallimard.

Homero (1982). L’Odyssée. La Découverte.

Marx, K. (1994). Oeuvres IV. Gallimard-La Pléiade.

Myers, J. (2021). Home Sweet Home. EXIT 84, p. 58.

Ribalta, J. (Comisario) (2022). Documentary Genealogies, Photography 1848-1917, MNCARS, Madrid.

Philosophes taoïstes, I, (2022). Gallimard-La Pléiade.

Platón (2020), Diálogos IV. Gredos.

Sófocles (2021), Tragedias. Gredos.

von Bingen, H. (2003). Vida y visiones de Hildegard von Bingen. Siruela.


[1] https://expositions.bnf.fr/legray/grand/293.htm

[2] Cuando se dice que una imagen o representación de cualquier tipo “falsifica” una determinada realidad en pos de intereses específicos para mantener, según la clásica acuñación, narcotizados a los engañados o víctimas y hacerles más llevadera su cruz, se está dando por supuesto que esa aflicción que debe ser desvelada detrás de la fachada dulzona de la imagen es real en el sentido de una especie de maldición bíblica. Es decir, se está ratificando con el marchamo de lo verdadero una injusticia o un abuso, por ejemplo, que sólo son fruto de determinadas relaciones de poder. En este sentido, tanto la imagen como la supuesta realidad que subyace a lo representado son formas de violencia que poco tienen que ver con ninguna verdad o realidad universales. Y esto es válido tanto para imágenes de orden propagandístico o publicitario (la mayoría) como para buena parte de las supuestas imágenes “de denuncia”. Desgraciadamente esas formas de violencia no se combaten evidenciando lo engañoso de la imagen ni convirtiendo el dolor en forma de entretenimiento (ya que es consumido en un contexto de entertaining) o haciendo caer máscaras “en nombre de las víctimas” convertidas en un burdo objeto espectacular. Siempre hay otra máscara detrás de la máscara y el que es retratado como víctima está siendo humillado una vez más, borrado de un plumazo su legítimo horizonte como individuo.

[3] En este momento, la lógica del relato mediático digital (del negocio digital) impregna ya casi todo el ámbito de la representación, mediática y extramediática. Lo cual equivale a decir que una determinada forma de negocio ha capitalizado de forma casi monopolística el territorio del relato, desde el relato íntimo, por el cual nos representamos a nosotros mismos, al directamente mediático, pasando por el literario, el académico, el artístico, etc. La fórmula del best seller ha pasado a ser la fórmula generalizada, incluso en lo que respecta a la representación de uno mismo y la propia vida. Las redes sociales y su férrea disciplina han sido las guías, indudablemente eficaces, en ese entrenamiento. Temas, personajes, estructuras, tono, tempo, presupuestos, hipótesis…, sería interesante analizar las ramificaciones del tiempo (ir)real de Internet en el ámbito discursivo in extenso.

[4] La palabra tiene dos acepciones según el Diccionario de la RAE. Nos referimos aquí a ambas y, especialmente, a la que quizás es menos habitual: oquedad, hueco, concavidad, frente a ondulación, meandro, zigzag.

[5] En términos naturalistas, de hecho, tomada la imagen como documento al uso, no hay un “detrás” del muro. Este ha sido aplastado a conciencia contra el fondo, de manera que no quede ni un solo resquicio en el que puedan cobijarse formas de realismo burdo.

[6] “Die Ros’ ist ohn warumb / sie blühet weil sie blühet”. Angelus Silesius (2019, p. 69). La traducción es mía.

[7] Apelamos aquí a la etimología, texto como tejido, espacio, por tanto, de roturas, deshilachamientos y desgarros, pero, sobre todo, espacio del destejer.