Fotografía, violencia de Estado y legibilidad de la historia. Notas acerca del síntoma y el anacronismo de las imágenes fotográficas

 

Photography, state violence and legibility of history. Notes on the symptom and anachronism of photographic images

 

 

Juan Pablo Silva-Escobar

Centro de Investigación en Artes y Humanidades (CIAH), Universidad Mayor, Chile / Centro de Estudios Históricos (CEH), Universidad Bernardo O´Higgins, Chile

juan.silvae@umayor.cl 

 

Resumen:

En este trabajo se analiza la fotografía y su posibilidad como dispositivo para la legibilidad de la historia. Para ello se recurre a los conceptos de síntoma, anacronismo (Didi-Huberman) e imagen dialéctica (Benjamin). A partir de estas nociones, se analizan dos fotografías que nos dan a ver las consecuencias de la violencia de Estado en Chile. Específicamente se trata de fotografías que nos muestran a los muertos de la huelga portuaria de Valparaíso en 1903 y a los obreros del salitre asesinados en la Escuela de Santa María de Iquique en 1907. Se parte de la idea de que aquellas imágenes que consiguen traspasar la ingenuidad de las esencias son aquellas construcciones visuales que logran establecer relaciones entre lo visible y lo enunciable desde un punto de vista crítico y, por lo tanto, consiguen configurarse como índice histórico. Es decir, son imágenes que no solo entrelazan un tiempo histórico determinado al cual pertenecen y que pueden arrojar luz sobre el pasado, sino que al mismo tiempo son capaces de exhibir y enunciar un régimen de historicidad, en el cual las imágenes manifiestan un vínculo entre lo social y el tiempo histórico del cual son parte.

Abstract:

This paper analyzes photography and its possibility as a device for the legibility of history. To do so, we resort to the concepts of symptom, anachronism (Didi-Huberman) and dialectical image (Benjamin). From these notions we analyze two photographs that show us the consequences of State violence in Chile. Specifically, the photographs show the dead of the Valparaíso port strike in 1903 and the saltpeter workers murdered at the Santa María School in Iquique in 1907. The starting point is the idea that those images that manage to go beyond the naivety of essences are those visual constructions that manage to establish relations between the visible and the enunciable from a critical point of view and, therefore, manage to configure themselves as a historical index. That is to say, they are images that not only interweave a certain historical time to which they belong and that can shed light on the past, but at the same time are capable of exhibiting and enunciating a regime of historicity, in which the images manifest a link between the social and the historical time of which they are a part.

 

Palabras clave: Anacronismo; síntoma; imagen dialéctica; Georges Didi-Huberman; Walter Benjamin.

 

Keywords: Anachronism; Symptom; Dialectical Image; Georges Didi-Huberman; Walter Benjamin.

1. Introducción

Las imágenes guardan directa relación con lo que Jacques Rancière (2005; 2009) llamó régimen estético del arte y su participación en la distribución de lo sensible, idea que refiere a los distintos posicionamientos y relaciones que tienen los/as sujetos dentro del “sistema de evidencias sensibles que al mismo tiempo hace visible la existencia de lo común” (Rancière, 2009, p. 9). De este modo, las imágenes no solo se constituyen como dispositivos estéticos que tienen efectos sobre las sensibilidades, sino que, a partir de esas sensibilidades, se articula un régimen de lo visible y lo enunciable, de modos de ver y formas de hacer que hacen visible, es decir, entendible, la problemática de la política como ese territorio de lo común y como forma de experiencia. La política, nos dice Rancière, “trata de lo que vemos y de lo que podemos decir al respecto, sobre quién tiene la competencia para ver y la cualidad para decir, sobre la propiedad de los espacios y los posibles del tiempo” (2009, p. 10).  Las imágenes, entonces, son un espacio en disputa y nos permiten pensar acerca de los distintos usos sociales, culturales y políticos en que estas se inscriben, en tanto representaciones de lo sensible que exhibe no solo formas que se materializan como una representación de las palabras y las cosas, sino que al mismo tiempo se constituyen como correlato en la construcción de lo común.

Desde esta perspectiva, la imagen –como ha observado Georges Didi-Huberman– no es solo “la imitación de las cosas, sino [también] el intervalo hecho visible, la línea de fractura entre las cosas” (2015a, p. 166). Es decir, en la imagen convive una sobredeterminación en la que convergen varios caminos a la vez (Didi-Huberman, 2015a). Uno de estos caminos es la relación que las imágenes mantienen con el tiempo y más precisamente con la legibilidad histórica que ellas pueden evocar como memoria, recuerdo o toma de posición. Siguiendo algunos de los planteamientos teóricos de Walter Benjamin (2016) y Georges Didi-Huberman (2015a; 2015b) respecto de la legibilidad histórica de las imágenes y su articulación como visibilidad inmanente, en este trabajo se buscará reflexionar acerca de la historicidad de aquellas imágenes fotográficas que nos dan a ver algunas de las consecuencias de la violencia de Estado en Chile. Para ello, se analizarán dos fotografías tomadas a principios del siglo veinte en las que es posible reconocer en la inscripción fotográfica la violencia de Estado. Específicamente, se trata de fotografías que nos muestran los muertos de la huelga portuaria en Valparaíso (1903) y los muertos de la matanza de la Escuela de Santa María de Iquique (1907). Se han seleccionado estas dos matanzas porque ellas ilustran de manera elocuente el modo en que la violencia de Estado se ha configurado en Chile como “paradigma de gobierno (…) [que] se presenta (…) como un umbral de indeterminación entre democracia y absolutismo” (Agamben, 2010, p. 11), que ha funcionado a lo largo de la historia chilena como una necropolítica, es decir, como una forma de regular, gestionar y encauzar una suerte de “soberanía [que] reside ampliamente en el poder y la capacidad de decidir quién puede vivir y quién debe morir” (Mbembe, 2011, p. 19).

Se parte de la idea de que las imágenes que consiguen traspasar la ingenuidad de las esencias son aquellas construcciones visuales que logran establecer relaciones entre lo visible y lo enunciable desde un punto de vista crítico y, por lo tanto, consiguen configurarse como índice histórico (Benjamin, 2016; Didi-Huberman, 2015b). Es decir, son imágenes que no solo entrelazan un tiempo histórico determinado al cual pertenecen y que pueden arrojar luz sobre el pasado, sino que, al mismo tiempo, son capaces de exhibir y enunciar un régimen de historicidad, en el cual las imágenes articulan y manifiestan un vínculo entre lo social y el tiempo histórico del cual son parte. De ahí que el índice histórico de las imágenes, tal como observó Benjamin, “no solo dice a qué tiempo determinado pertenecen, dice sobre todo que solo en un tiempo determinado alcanzan legibilidad” (2016, p. 465). Por ende, ese alcanzar legibilidad de las imágenes fotográficas estaría condicionado a esa capacidad que tiene una determinada construcción visual de generar índices (estéticos, históricos, culturales, sociales o políticos), que permitan producir distintas lecturas y sentidos a lo largo de un tiempo que nos toca. Se trata, siguiendo a Aby Warburg (2019), de interrogar a las imágenes en tanto documentos, huellas o indicios visuales que tienen una pervivencia (nachleben), es decir, una temporalidad que trasciende al momento histórico de su aparición y que deja traslucir una fórmula expresiva (pathosformel) que puede, eventualmente, permitirnos penetrar en la compleja relación entre memoria e imagen, entre estética y política, entre representación y visibilidad.

Por consiguiente, abordar algunas de las imágenes que nos dan a ver las consecuencias de la violencia de Estado en Chile significa preguntarnos acerca de cómo esas fotografías están contribuyendo (o no) a la legibilidad de esa historia de horror y destrucción de la condición humana y, desde ese lugar de estremecimiento, intentar comprender lo que esas imágenes están exponiendo, qué aspecto están privilegiando resaltar y qué cosas podrían estar negando u ocultando. Por lo tanto, se hace necesario interrogar, en cada caso, si la manera en que se exponen determinados acontecimientos encierra o cosifica la violencia, vale decir, la expone a desaparecer bajo el simulacro y el espectáculo de la cultura visual o bien la desenclaustra, es decir, hace emerger una crítica que tiene un poder de aparición, en donde las imágenes se constituyen como operaciones que establecen un distanciamiento y una alteración de la semejanza desde un punto de vista que consigue instituir una crítica de la violencia (Didi-Huberman, 2014; Rancière, 2011).

 

2. Síntoma, anacronismo e imagen dialéctica

Si algunas de las imágenes que se han fabricado para significar el horror de la violencia de Estado en Chile se articulan como síntomas es porque ellas, genealógicamente, nos invitan a pensar la historicidad de las imágenes como documentos, huellas o indicios visuales de un tiempo que nos toca y, por lo mismo, nos implican. De ahí que las imágenes de la violencia de Estado como síntoma es algo que emerge como una aparición espectral que “jamás sobreviene en el momento correcto, aparece siempre a destiempo, como una vieja enfermedad que vuelve a importunar nuestro presente” (Didi-Huberman, 2015a, p. 64). Sin embargo, cuando esta imagen-síntoma hace su aparición lleva inscrita no solo la carga espectral del destiempo que viene a asediar nuestro presente, sino que también en ella se conjuga “una mirada que supone la implicación, el ente afectado que se reconoce, en esta misma implicación, como sujeto” (Didi-Huberman, 2012, p. 33). El vernos implicados por las imágenes significa, de alguna u otra manera, entender las construcciones visuales como dispositivos culturales de orden simbólico, que establecen una doble distancia entre lo representado y lo significado, vale decir, la imagen como síntoma se establece como un significante que, eventualmente, puede darnos a ver a través de la expresión visual, una legibilidad histórica de un tiempo que se encuentra suspendido entre significaciones que circulan y circundan los contextos históricos, positivados como tramas, narrativas y relaciones mediatizadas entre pasado y presente, entre el recuerdo y el ahora.

Por otro lado, si las imágenes como síntomas conllevan un momento de aparición en el que la imagen se constituye en un significante que asalta e interrumpe en la cronología de la historia, también es posible advertir que en ese aparecer de las imágenes que nos llegan del pasado y que nos muestran algunas de las consecuencias de la violencia de Estado, pueden ser leídas a la luz de lo que Didi-Huberman (2015a) llamó anacronismo de las imágenes, idea que refiere al posicionamiento histórico de las construcciones visuales como temporalidades a destiempo y de doble faz. Por una parte, el anacronismo sería “el modo de expresar la exuberancia, la complejidad, la sobredeterminación de las imágenes” (Didi-Huberman, 2015a, pp. 38-39). Por otro lado, la vertiente temporal del anacronismo tiende a “surgir en el pliegue exacto de la relación entre imagen e historia: las imágenes desde luego, tienen una historia; pero lo que ellas son, su movimiento propio, su poder específico, no aparece en la historia más que como un síntoma” (Didi-Huberman, 2015a, p. 48). De este modo, la temporalidad de las representaciones visuales de la violencia de Estado, “no será reconocida como tal en tanto el elemento histórico que la produce no se vea dialectizado por el elemento anacrónico que la atraviesa” (Didi-Huberman, 2015a, p. 49).

Así, las imágenes sobre las consecuencias de la violencia de Estado en Chile dejan entrever lo que Rancière (2005) llamó inconsciente estético, es decir, a través de las imágenes es posible distinguir un cierto orden de relaciones entre lo visible y lo decible, donde las imágenes no son solo un reflejo de algún acontecimiento del pasado, sino también una resignificación o actualización en el presente, en tanto temporalidades de doble faz, lo que Benjamin llamó “imagen dialéctica” (2016, p. 466)[1] y cuyos correlatos serían el síntoma y el anacronismo. Es decir, el síntoma y el anacronismo en tanto elemento y función de la imagen dialéctica conlleva concebir las construcciones visuales como ese territorio simbólico en que tiene lugar una dialéctica en el que “imagen es aquello en donde lo que ha sido se une como un relámpago al ahora en una constelación” (Benjamin, 2016, p. 465). El relámpago dice relación tanto con la potencia lumínica de las imágenes  –un fulgor que resplandece sobre el espacio–, como de su lasitud –la fragilidad de la imagen en tanto aparición en el tiempo que es necesario atrapar al vuelo–. Así, “la verdadera imagen del pasado solo aparece en un relampagueo” (Benjamin, 2012, p. 389), pues las imágenes –nos dice Benjamin (2002; 2012)– pasan de manera vertiginosa y fugaz en el instante de su cognoscibilidad en la que se vuelven, por un momento, reconocibles, vale decir, legibles. Sin embargo, esa legibilidad choca con la idea de “una imagen [única] irrecuperable del pasado que amenaza desaparecer con cada presente que no se reconozca aludido en ella” (Benjamin, 2002, p. 50). De este modo, el núcleo temporal de las imágenes se encuentra atravesado por una temporalidad de doble faz: de un lado, el síntoma se vuelve políticamente cargado, mientras que, del otro lado, el anacronismo se articula dialécticamente polarizado, de ahí que la imagen dialéctica se constituya como “un campo de fuerzas en el que tiene lugar el conflicto entre su historia previa y su historia posterior” (Benjamin, 2016, p. 472).

Por consiguiente, las imágenes nunca son inmediatas ni fáciles de comprender, son una suerte de laberinto que “exige siempre de nosotros un arte de funámbulo” (Didi-Huberman, 2012, p. 34), puesto que las imágenes “y el archivo que ella[s] conforma[n] (…), [se ha] impuesto con tanta fuerza en nuestro universo estético, técnico, cotidiano, político, histórico” (Didi-Huberman, 2012, p. 10), que hace de las construcciones visuales “una constelación plena de tensiones con el presente” (Buck-Morss, 2001, p. 244). De ahí que la legibilidad histórica de las imágenes deja entrever la idea benjaminiana que “articular históricamente el pasado no significa conocerlo como verdaderamente ha sido. Significa apoderarse de un recuerdo tal como éste relampaguea en un instante de peligro” (Benjamin, 2002, p. 51). Así, tal como observó Gilles Deleuze, las imágenes ni siquiera están en el presente. Lo que está en el presente es “aquello que la imagen representa, pero no la imagen en cuanto tal. La propia imagen es un conjunto de relaciones de tiempo de las cuales el presente solamente se deriva, (…) como mínimo común múltiplo o como mínimo común divisor” (2007, p. 260). Mientras que el conocimiento de la historia siempre está en el presente, pues “la historia es objeto de una construcción cuyo lugar no es el tiempo homogéneo y vacío, sino aquel pletórico de tiempo-ahora” (Benjamin, 2002, p. 61). Esta paradoja, de la imagen fuera del presente y del conocimiento histórico situado en presente es, de alguna manera, lo que contribuye a que una imagen, en tanto imagen dialéctica, adquiera una cierta legibilidad histórica, en la medida en que su índice evidencia la relación mediatizada entre estética y política, entre contexto histórico y estructura social.

 

3. La ineluctable modalidad de lo visible fotográfico

La fotografía gozó, desde su invención hasta bien entrado el siglo XX, ser considerada el primer medio de registro de la realidad que había sido capaz de erradicar la intervención humana en la producción de imágenes, lo cual significó que se le atribuyera ser comprendida como espejo de lo real (Dubois, 1986, Collingwood-Selby, 2012). Este primer discurso que consideraba a la fotografía “como una imitación perfecta de la realidad” (Dubois, 1986, p. 22) tenía su sustento teórico en la facultad mimética que las imágenes fotográficas eran capaces de producir. De ahí que una cuestión central del poder que se le otorgó a la fotografía era su capacidad para representar lo real, condición que “la obtiene de su misma naturaleza técnica, de su procedimiento mecánico, que permite hacer aparecer una imagen de forma ‘automática’, ‘objetiva’, casi ‘natural’ (…) sin que intervenga directamente la mano del artista” (Dubois, 1986, p. 22). A este discurso que descansa en la virtud irreductible de la imagen fotográfica en tanto documento objetivo de la realidad visible ha tenido, de acuerdo con Philippe Dubois (1986), al menos otros dos discursos que han discutido la idea de la fotografía como mímesis de lo real.  

El primero de estos discursos es el que, desde una perspectiva estructuralista, plantea que la fotografía se constituye como una transformación de lo real, lo que Dubois llama “el discurso del código y la deconstrucción” (1986, p. 20). Aquí la idea de la transparencia del medio es sustituida por la idea de que “la foto está eminentemente codificada (desde todos los puntos de vista: técnico, cultural, sociológico, estético, etcétera)” (Dubois, 1986, p. 33). Esta codificación conlleva entender la fotografía como un efecto de realidad que descansa, como observó Pierre Bourdieu, dentro de un sistema de convenciones sociales, culturales e incluso ideológicas que hacen posible su transparencia objetiva. “Si la fotografía es considerada como un registro perfectamente realista y objetivo del mundo visible es porque se le asignó (desde el origen) usos sociales considerados como 'realistas' y 'objetivos'” (2003, p. 136). Esta impresión de realidad que envuelve a las imágenes fotográficas no sería más que una ilusión de “naturalidad”, pues “la significación de los mensajes fotográficos está de hecho culturalmente determinada, no se impone como una evidencia para todo receptor, que su recepción requiere un aprendizaje de los códigos de lectura” (Dubois, 1986, p. 39). En tal sentido, las fotos se constituyen como operaciones de codificación y decodificación de las apariencias, esto es, la capacidad que tiene el medio fotográfico para hacer figurable una suerte de dicotomía entre realidad aparente (el referente representado en la imagen) y realidad interna (lo verosímil y su pertenencia con la realidad construida dentro de la foto). De este modo, “es en el artificio mismo que la foto se volverá verdadera y alcanzará su propia realidad interna” (Dubois, 1986, p. 40).

El otro discurso que detecta Dubois (1986) es aquel que concibe la fotografía como huella de lo real. Aquí las nociones claves son índice y referencia, las cuales abren la posibilidad de elaborar una crítica ideológica a la imagen fotográfica entendida como depositaria de una reproducción exacta e instantánea de la realidad visible. Al plantear que la foto pertenece al orden del índice y la referencia, se nos introduce en “una nueva concepción del realismo fotográfico; su antigua soporte mimético se ve desplazado y reemplazado aquí por la concepción de la fotografía como huella material del referente” (Collingwood-Selby, 2012, p. 199). Con este discurso, la imagen fotográfica, tal como observó Roland Barthes, “es literalmente una emanación del referente” (2003, p. 126). Para Barthes, la fotografía se configura como una marca, una huella e incluso un gesto que se inscribe en la materialidad visible de la placa fotográfica, de ahí que su potencia “constativa, y que lo constativo de la Fotografía ataña no al objeto, sino al tiempo” (2003, p. 137). Esta perspectiva –marcadamente fenomenológica– deja al descubierto que, “en la Fotografía el poder de autentificación prima sobre el poder de representación” (Barthes, 2003, p. 137). De esto se deduce no solo la importancia que adquiere el índice en tanto huella física o emanación de un referente, sino también deja entrever que esa huella indicial se constituye como algo único (Dubois, 1986; Yacavone, 2017).

Por consiguiente, el principio de singularidad pareciera ser clave a la hora de entender las implicancias denotativas (el referente fotográfico como resultado de una relación entre el objeto fotografiado y su inscripción como imagen) y el sentido connotativo (los códigos culturales e ideológicos inscritos en las imágenes fotográficas). De este modo, la imagen fotográfica como huella material del referente “no puede ser, en el fondo, más que singular, tan singular como el referente mismo” (Dubois, 1986, p. 65).  Sin embargo, esta singularidad acarrea con ella la idea de que el índice fotográfico se constituye también como testimonio y designación. En tanto testimonio, la imagen fotográfica “atestigua ontológicamente la existencia de lo que da a ver” (Dubois, 1986, p. 67). De ahí que la idea de la imagen como testimonio está directamente relacionada con lo que Barthes (2003) identificó como noema de la fotografía: “Esto ha sido”. En cuanto a la designación, el índice como emanación del referente no solo atestigua la existencia de un haber estado allí, sino que también designa y, por lo tanto, tiene un poder de señalización, “pura fuerza designadora 'vacía' de todo contenido” (Dubois, 1986, p. 70). El poder de designación de la fotografía tiene como centro retórico aquello que Barthes (2003) llamó expansión metonímica de la imagen fotográfica. Así, tanto la singularidad como el testimonio y la designación se constituyen como el núcleo del discurso de la fotografía como huella de lo real.

Por lo tanto, si las imágenes fotográficas suelen ser entendidas “como un fragmento que la cámara arrancó al mundo, o bien como el resultado de una técnica aplicada al aparato fotográfico de acuerdo con un determinado método” (Belting, 2007, p. 263), ello implica entender que la imagen fotográfica es concebida, por un lado, como un rastro del mundo, una huella del tiempo fijada en la imagen, mientras que, del otro lado, la imagen se constituye como un producto, una expresión del medio que la produce (Belting, 2007). Para salir de este binarismo, Hans Belting propone hablar de las imágenes en un sentido antropológico, es decir, entender las fotografías “como imágenes del recuerdo y de la imaginación con las cuales interpretamos el mundo. (…) Esto se debe, precisamente, a que la fotografía no es ‘contingencia pura’, y a que tampoco capta solamente lo que encuentra en el mundo” (2007, p. 263). En ese sentido, como señaló Susan Sontag (2006), las imágenes fotográficas son representaciones e interpretaciones del mundo en las que también actúa nuestra propia imaginería.

Así, las imágenes fotográficas no son solo una ventana transparente que, eventualmente, puede capturar el mundo como imagen y representación, sino que son una manera de mirar y descifrar el mundo; las imágenes, como observó Vilém Flusser (1990), se constituyen como mediaciones entre el mundo y los seres humanos. De ahí que las fotografías no solo (re)presenten el mundo, sino que lo hacen aparecer de manera dislocada entre el inconsciente óptico y el consciente fotográfico, pues “la naturaleza que habla la cámara es distinta de la que habla el ojo; distinta sobre todo porque, gracias a ella, un espacio constituido inconscientemente sustituye al espacio constituido por la conciencia humana” (Benjamin, 2005, p. 26). Por esta razón, las imágenes fotográficas en lugar de representar el mundo como una cuestión que simplemente ha sido capturada de la realidad objetiva lo muestran de forma disociada, una disociación que se manifiesta a través de una aparente sincronización entre aquello que vemos reflejado en la imagen fotográfica y la realidad del mundo objetivado en la cámara. Así, la fotografía es, al mismo tiempo, un signo indicial y una manera de observar nuestro entorno social, puesto que, “la fotografía es nuestra mirada cambiante del mundo, y a veces también una mirada a nuestra propia mirada” (Belting, 2007, p. 266).

Situar las imágenes fotográficas como dispositivos culturales a través de los cuales buscar interpretar el mundo, conlleva entender que las interpretaciones que hacemos de una imagen fotográfica se encuentran ancladas al hecho de que ellas son, principalmente, un recorte de ese mundo y, por lo tanto, siempre son una mirada parcial, subjetiva respecto de esa fracción del mundo representada en la foto. Se trata de un fragmento visual que tiene directa relación con lo que John Berger (2006) llamó “modos de ver” y, más específicamente, con unos modos de ver modernos, que dan cuenta tanto de una manera de mirar el mundo como de una forma de mirada al mundo, pues “la percepción simbólica que empleamos cuando estamos frente a fotografías consiste en un intercambio de miradas” (Belting, 2007, p. 276). Este intercambio se produce a partir del hecho de que “el mundo no posee imágenes de sí mismo, que simplemente se le pueden arrancar. Las imágenes surgen a partir de una mirada. (…) Son las imágenes de quien mira el mundo” (Belting, 2007, p. 283). De este modo, las fotografías son, al mismo tiempo, un fragmento construido por la mirada de un/a fotógrafo/a y por la mirada de quien mira la foto, produciendo de esta manera un encuentro de miradas, una dialéctica de la mirada en donde “en ella está escondido el tiempo” (Benjamin, 2016, p. 860).

 

4. Imágenes pese a todo

Las dos fotografías que se analizarán en este apartado nos dan a ver la muerte como consecuencia de la violencia de Estado. La primera fotografía se enmarca en el contexto de la huelga de los obreros portuarios de Valparaíso, que tuvo su día sangriento el 13 de mayo de 1903, cuando miles de personas se concentraron en la zona portuaria de Valparaíso y estalló una huelga general que paralizó completamente las actividades del puerto (Garcés, 2003). La segunda fotografía se enmarca en el contexto de la matanza de los obreros del salitre en la Escuela de Santa María de Iquique ocurrida el 21 de diciembre de 1907. Esta matanza, según Eduardo Devés (1997), no solo se originó producto de la lucha por las condiciones materiales, mostrando de esta manera una incompatibilidad entre los intereses de los obreros, de un lado y de los empresarios del salitre y del fisco del otro, sino que la masacre también se llevó a cabo porque las autoridades tenían la convicción de que los miles de obreros “constituían una amenaza real o potencial para la seguridad de la ciudadanía, para sus vidas y propiedades” (Devés, 1997, p. 185). Al negarse los huelguistas a desalojar la Escuela de Santa María, ese acto de rebeldía se constituyó ante los ojos del poder político y del poder empresarial como la confirmación de que los obreros eran una amenaza real y que no iban a subordinarse a las exigencias del poder empresarial ni a los requerimientos y llamados al orden del gobierno (Devés, 1997; Grez, 2007).  

Al respecto, preguntarnos por las imágenes de una masacre es introducirnos de lleno en la pregunta por la muerte y la sepultura de quienes fueron víctimas, pero también es interrogarnos acerca del ejercicio de la violencia como dispositivo de poder político. Examinar las imágenes de una masacre es pensar acerca de los peligros de la muerte y todo aquello que la rodea, es pensar acerca de las consecuencias de la muerte producto de  la violencia de Estado y cómo estas quedaron inscritas en las imágenes fotográficas, es pensar acerca del modo en que las imágenes, las palabras y las cosas se conjugan como peligro de muerte que, tal como observó Didi-Huberman (2014, p. 16), “se fomentan, se anticipan o fermentan en el uso de las palabras” y las imágenes.

En la primera fotografía (F1), la que hace referencia a la matanza de los obreros portuarios de Valparaíso en 1903, es posible reconocer el studium barthesiano como una evidencia que nos llega de manera clara, casi transparente.[2] En esta foto, se pude reconocer la codificación de la violencia como terror y espanto que no se resigna solo a destruir al sujeto, sino que también lo banaliza (Arendt, 2014). Esta fotografía nos muestra los cadáveres expuestos de manera desprolija sobre los adoquines, hay también un aire de triunfalismo en los militares que caminan sin mirar las consecuencias de su actuar. En la parte superior a la izquierda se ve a un grupo de personas que dialogan entre sí, mientras que un hombre con sombrero, traje y corbata mira los cuerpos con las manos en los bolsillos. El studium ofrece una imagen de indolencia frente al horror de la masacre. Por otro lado, hay dos elementos que me llegan por la vía del punctum.[3]  El primero son los pies de uno de los obreros que están encima de las líneas del tranvía, esos pies puestos de manera descuidada y desprolija sobre esos rieles hacen significar el descuido y el despojo de humanidad que se inscribió en esta masacre. Si, como observó Maurice Blanchot (2002, p. 227), “la muerte suspende la relación con el lugar, aunque el muerto se apoye pesadamente como si fuese la única base que le queda”, entonces, en esta foto, vemos que es esa base la que falta, falta el lugar, porque los cadáveres de esos dos obreros asesinados no están en ningún sitio, están completamente desechados, abandonados a una suerte de semejanza cadavérica desprovista de una imagen significante, es decir, expresiva.

F1. Muertos de la huelga portuaria Valparaíso 1903. © Patrimonio cultural común.

El segundo, que es posible distinguir como un detalle sobreañadido de significación, corresponde a la imagen del sujeto que está a la derecha del cuadro; es como si él estuviese alejándose del horror de la violencia y de la muerte y, sin embargo, gira su cuerpo en una media vuelta para mirar los cadáveres. En el gesto de voltearse y mirar emerge lo que Arendt (2008, p. 34) llamó la aparición de “una pizca de humanidad en un mundo inhumano”, pues hay en ese gesto y en ese mirar un reconocimiento explícito de las consecuencias de la violencia y de la muerte; se trata de un gesto humilde que hace florecer una forma singular de humanidad, pese a toda la opresión, la ruina y la destrucción de la humanidad contenida en esta foto. Así, la imagen de este sujeto se presenta como una resignificación del ángel de la historia de Benjamin (2002, p. 54)[4]  pues la imagen de esta persona aparece “como si estuviese a punto de alejarse de algo que mira atónitamente”. Si nosotros vemos en esta foto una encadenación de figuras, hechos y formas que pueden ser interpretados de diversa manera, “él ve una sola catástrofe, que incesantemente apila ruina sobre ruina. Bien quisiera demorarse, despertar a los muertos y volver a juntar lo destrozado” (Benjamin, 2002, p. 54).

La segunda fotografía (F2), la que hace referencia a la masacre de los obreros del salitre en la Escuela Santa María de Iquique en 1907, nos ofrece una imagen aun más cruda de las consecuencias de la violencia de Estado. Los cadáveres están apilados como si fueran un desecho más junto a los otros desechos que aparecen en la foto: tablas, catre, muebles. No sabemos muy bien dónde están apilados estos cuerpos, sin embargo, en esta foto hay contingencia pura: cadáveres asesinados que denotan no solo la pobreza material de los obreros del salitre (sucios, vestidos con harapos), sino también nos muestra cómo los cadáveres de estos dos obreros son expuestos a desaparecer, a desvanecerse en el encuadre de una imagen que amenaza con destituir el horror de la violencia bajo la mirada de una representación que despersonaliza la memoria. En tal sentido, el studium de esta foto ofrece una imagen de los muertos como residuo de lo que no puede ser nombrado y, por lo tanto, se niega la singularidad irreductible de cada rostro, de cada muerto. Si el studium de esta foto nos transmite un conjunto de informaciones más o menos codificadas a través de la cual es posible “establecer una relación directa entre la naturaleza indicial de la imagen fotográfica y el modo sensible mediante el cual nos afecta” (Rancière, 2011, p. 31), es porque en ella la violencia y la muerte se presentan como una expresión de lo visible por descifrar.

 

F2. Obreros asesinados en la matanza de la Escuela de Santa María de Iquique, 1907. Anónimo © Patrimonio cultural común.

 

Con respecto al punctum barthesiano, este nos llega a través de la imagen del saco que está encima de uno de los cadáveres. Ese saco se constituye como una evidencia doblemente desgarrada: la desgarradura material de las ropas y del saco hecho girones y la desgarradura simbólica que acarrea la desprolijidad y la negación con la que esos cuerpos fueron tratados. Por consiguiente, ese saco, en tanto detalle sobreañadido de significación, nos da a ver y a entender la cosificación a la que fueron sometidos los cuerpos de los obreros masacrados. Al cosificarlos, es decir, al desprenderlos de su singularidad, esta imagen muestra la incapacidad de los vencedores de exponer los rostros de los asesinados como señas de un fragmento íntimo de humanidad. En consecuencia, la legibilidad histórica que nos da a ver esta fotografía nos sitúa no necesariamente en el plano de la historicidad de los hechos, sino más bien en el plano en donde lo visible se estructura como evidencia de una doble crueldad cometida en contra de los huelguistas: la crueldad de asesinarlos a sangre fría primero; la crueldad de desprenderlos de su singularidad después. Entonces, siguiendo a Didi-Huberman, podríamos preguntarnos:

¿Dónde hallar la palabra de los sin nombre, la escritura de los sin papeles, el lugar de los sin techo (…), la dignidad de los sin imágenes?  ¿Dónde hallar el archivo de aquellos de quienes no se quiere consignar nada, aquellos cuya memoria misma, a veces, se quiere matar? (2014, pp. 29-30)

Estas dos fotografías tienen el común denominador de mostrar de manera explícita la muerte de los obreros asesinados. En ambas fotos vemos cuerpos inertes transformados en imágenes en las que la semejanza del cadáver con el cuerpo vivo se ha transformado en un efecto de realidad o, como diría Blanchot (2002, p. 229), “el cadáver es su propia imagen”. Ya no es un cuerpo con posición existencial, ha dejado de serlo para devenir en imagen de un cuerpo. La confrontación con la muerte que nos dan a ver estas dos fotografías es directa, no hay metáfora ni alegoría, son imágenes literales de la muerte: cadáveres tirados en la calle, acribillados, inertes, abandonados, completamente ausentes y, por lo mismo, en estas fotografías entramos en lo que Barthes (2003, p. 143) denominó como “la Muerte llana”. Esto nos lleva, siguiendo a Blanchot (2002), a preguntarnos acerca de qué podemos averiguar cuando confrontamos la muerte de manera directa. Al respecto, Hans Belting señala:

En ella, de manera paradójica, logramos ver algo que sin embargo no está ahí. De manera similar, una imagen encuentra su verdadero sentido en representar algo que está ausente, por lo que solo puede estar ahí en la imagen. (…) En consecuencia, la imagen de un muerto no es una anomalía, sino que señala el sentido arcaico de lo que la imagen es de todos modos. El muerto será siempre un ausente, y la muerte una ausencia insoportable, que, para sobrellevarla, se pretendió llenar con una imagen. Por eso las sociedades han ligado a sus muertos, que no se encuentran en ninguna parte, con un lugar determinado (la tumba), y los han provisto, mediante la imagen, de un cuerpo inmortal: un cuerpo simbólico con el que puedan socializarse nuevamente, en tanto que el cuerpo mortal se disuelve en la nada. (2007, pp. 178-179).

De este modo, en las fotografías de los obreros asesinados hay una suerte de indeterminación del índice histórico contenido en estas imágenes. Esto, principalmente, porque en ellas la representación de los cadáveres no es solo la imagen de lo que está ausente, sino también se constituye como un límite para lo indefinido (Blanchot, 2002). La imagen hace aparecer algo que no está ahí –los cuerpos de los obreros masacrados– y, sin embargo, estas dos fotografías solo pueden hacer aparecer la imagen de los cadáveres de los obreros (Belting, 2007). Así, estas dos imágenes –entendiendo la imagen fotográfica como concepto operatorio y no solo como soporte tecno-iconográfico– se constituyen como síntoma y anacronismo. Síntoma, porque ellas se establecen como señas o huellas de la relación entre el inconsciente óptico, la estetización (o no) de la violencia y la crítica de la representación. Anacronismo, porque estas dos imágenes tienen directa relación como el modo en que se articula la inscripción del tiempo pasado (lo ya sido) con la legibilidad histórica que acontece en un presente; es decir, el anacronismo de estas fotografías se establece como una pervivencia (nachleben) a destiempo, de modo que estas dos imágenes se encuentran despojadas del tiempo cronológico e insertadas como índice histórico que se materializa como fórmula expresiva (pathosformel) que deviene como muerte, memoria e imagen (Didi-Huberman, 2015a; Warburg, 2019).

 

5. Conclusiones

La fotografía, como apuntó Jacques Rancière, se configuró como una práctica artística cuando logró trasponer sus propios medios técnicos al servicio de una doble poética que hizo “que el rostro de los anónimos hable dos veces, como testigo mudo de una condición inscrita directamente en sus rasgos, sus costumbres y su entorno, y como poseedores de un secreto que no sabremos jamás” (2011, p. 35). Este secreto es el que le confiere a una fotografía esa aura de verdad que suele envolverlas, se trata de una suerte de verosimilitud flotando al centro o al margen de la imagen y, haciendo que con ello “se desprenda una verdad activa y un pretexto inactivo que llamamos belleza, disociación que convierte a la obra en una realidad más o menos eficaz y en un objeto estético” (Blanchot, 2002, p. 204). Por otro lado, la imagen fotográfica en tanto huella de lo real, se establece como “una trama muy especial de espacio y tiempo: la irrepetible aparición de una lejanía, por cerca que pueda encontrarse” (Benjamin, 2005, p. 40). En esta configuración aurática de la fotografía, la relación con la violencia y, más específicamente, con la posibilidad de hacerla legible se encuentra directamente relacionada con la idea de que el conocimiento y sus diversas consecuencias (morales, políticas, culturales, sociales, estéticas e históricas) se hallan moldeadas por lo que podemos ver. De este modo, “si el ver nos permite saber e, incluso, anticipar algo del estado histórico y político del mundo” (Didi-Huberman, 2013, p. 33) es porque las fotografías, en tanto índice histórico, establecen una frontera para lo indefinido y les confiere a esas indefiniciones un marco icónico de interpretación. Este marco interpretativo en ningún caso es neutro o transparente; por el contrario, se encuentra profundamente anudado al uso político y cultural de las imágenes. Ello implica entender que las imágenes se encuentran relacionadas con la representación visual del poder y la cultura y nos ayudan a interpretar el mundo.

Ahora bien, a partir del análisis que se ha realizado de las imágenes fotográficas que nos muestran las consecuencias de la violencia de Estado en Chile, se puede advertir que en ellas se inscriben dialécticamente el anacronismo y el síntoma. El anacronismo se expresa, en esas imágenes, como condición de una temporalidad que nos llega a destiempo y, por lo mismo, se constituye como una discontinuidad del tiempo padecido y como intervalos de sentido que nos llegan del pasado y que pueden adquirir un discernimiento en el ahora, pues “nuestros actos de conocimiento (…) están [siempre] en el presente” (Didi-Huberman, 2015a, p. 55). En cambio, el síntoma que expresan esas fotografías designan la dinámica interna contenida en la representación de los rostros, gestos, latencias temporales, reminiscencias y contratiempos que esas dos fotografías, en tanto latidos estructurales, nos dan a ver. De este modo, la temporalidad del anacronismo como supervivencia (nachleben) a destiempo y el síntoma como fórmula expresiva (pathosformel) materializada como expresión, indicio o seña, apuntan a la idea de que el síntoma y el anacronismo “designaría ese complejo movimiento serpentino, ese intrincamiento no resolutivo, esa no síntesis” (Didi-Huberman, 2018, p. 248).

En tal sentido, anacronismo y síntoma devienen imagen dialéctica en reposo, pues se trata de imágenes que contribuyen a evidenciar y temporalizar singularidades en las que brota “entre el inmenso archivo de textos, imágenes, o testimonios del pasado, un momento de legibilidad y memoria que aparece (…) como un punto crítico” (Didi-Huberman, 2015b, p. 20), que exige de nosotros una interpretación a través de la cual intentar tensionar “la inmediatez explícita de lo visible” (Rancière, 2011, p. 27). Ahora bien, es importante tener en cuenta que esa inmediatez de lo visible, si bien permite hacer de la imagen fotográfica una suerte de lo que Fredric Jameson llamó “estética de los mapas cognitivos” (1991, p. 113), a través de los cuales es factible establecer relaciones e interpretaciones que contribuyen, gracias a la mediación visual de la fotografía, a localizar la experiencia de la violencia dentro de una trama de sentido; sin embargo, también es cierto, que la imagen fotográfica se puede configurar como un recorte descontextualizado de la realidad retratada y ello implicaría la imposibilidad de establecer una representación visual que, en mayor o menor medida, pueda darnos a ver y a entender un conocimiento crítico acerca del pasado.

En suma, a la luz de lo que he analizado en este trabajo puedo concluir que la imagen fotográfica adquiere su potencia reflexiva cuando logra tomar posición, es decir, cuando consigue a través de un trabajo de montaje estético y un trabajo de desmontaje político, crear espacios y fisuras visuales que permitan una legibilidad de la historia que, en el caso de la violencia de Estado –que tiene por horizonte la aniquilación física y simbólica del otro más allá de la muerte–, supone tensionar los relatos, los flujos visuales y las singularidades de los acontecimientos, buscando traspasar el cerco terrible que la violencia impone como orden de negación que oscurece el horizonte y, por lo mismo, “no nos mantiene tanto a distancia de las cosas, como nos preserva de la presión ciega de esta distancia” (Blanchot, 2002, p. 225). En ese sentido, la imagen fotográfica abre la posibilidad de pensar la violencia cuando logra establecer una iconicidad que ofrecería un punto de vista, es decir, una toma de posición y, al mismo tiempo, un recorte a la historia padecida, esto es, cuando consigue establecer un punto focal en donde centrar la mirada. En ambos casos –el punto de vista y el recorte– se encuentran anudados por el principio de legibilidad, el cual implica no solo dar a ver la violencia y “su terrible irrupción, en que los cuerpos se transforman en las huellas de una voluntad de aniquilación que no cabe en el mundo, sino de pensar cómo es posible habitar la violencia” (Rojas, 2020, p. 3). En consecuencia, esto conlleva entender que la imagen fotográfica, al margen de su relación directa con el referente fotografiado y su cualidad indicial, tiene la posibilidad de hacer ingresar en el terreno de lo legible y concederle “a determinados estados de cosas una visibilidad que de otra manera habría sido pasada por alto” (Alloa, 2021, p 15). Las imágenes, entonces, son capaces de volver a traer a escena aquellas cosas que eventualmente pueden ser olvidadas o dejadas de lado y, a través de un trabajo de desciframiento, contribuir, por ejemplo, a poner en una relación de perturbación, de cuestionamiento y de crítica los límites de la violencia y su representación.

 

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Este artículo se enmarca en el proyecto FONDECYT Regular N°1230124 “El estallido de los signos: un estudio sobre los repertorios de comunicación multimodal de la revuelta social del 2019 en Chile”, financiado por la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo (ANID) de Chile, para el período 2023-2026.

 


[1] De acuerdo con Ansgar Hillach, el concepto de imagen dialéctica es de orden programático en la medida en que, con ese concepto, “Benjamin quiso despedirse definitivamente de todas las formas ‘contemplativas’, adialécticas del conocimiento orientado a una mera adquisición de verdades a partir de una realidad concreta de carácter procesual. A cambio, propone una unidad de la teoría y la praxis que debería estar anclada en el propio acto de la toma de conciencia. La imagen es aquí un modo de conocer por el cual el tiempo negado se convierte en impulso dialéctico de un movimiento intensivo, la integración de la vida en la percepción de la actualidad política” (2014, p. 645).

[2] Barthes categorizó el studium como ese campo ligado a la cultura, el deseo, el interés diverso, el gusto versátil del me gusta/no me gusta que es posible encontrar en una fotografía. “Reconocer el studium [nos dice Barthes] supone dar fatalmente con las intenciones del fotógrafo, entrar en armonía con ellas, aprobarlas, desaprobarlas, pero siempre comprenderlas, discutirlas en mí mismo, pues la cultura (de la que depende el studium) es un contrato firmado entre creadores y consumidores. El studium es una especie de educación (saber y cortesía) que me permite encontrar al Operator, vivir las miras que fundamentan y animan sus prácticas, pero vivirlas en cierto modo al revés, según mi querer de Spectator” (2003, p. 60).

[3] Barthes define el punctum como ese sentido sobreañadido que tiene la cualidad de afectar, golpear o pinchar, en tanto rasgo arbitrario que posee una potencia efectiva del esto ha sido. El punctum, dice Barthes, “es un ‘detalle’, es decir, un objeto parcial”.

[4] A partir del cuadro de Paul Klee titulado Angelus Novus, Benjamin (2002) realiza una metáfora sobre la secularización de la modernidad. Con esta metáfora busca realizar una crítica al ideal de progreso que la modernidad ha construido como ilusión ascendente.