La fotografía digital en perspectiva

 

Digital Photography in Perspective

 

Enric Mira

Universidad de Alicante, España

enric.mira@ua.es

Resumen:

El presente artículo aborda el desarrollo de la fotografía digital como fenómeno social y cultural, desde su irrupción hasta la aparición de los teléfonos móviles como dispositivos fotográficos conectados a la Web 2.0. Un recorrido que lleva a través de la fotografía como representación y de su consideración como agente performativo. Se analizan los temas que, desde diferentes puntos de vista, han sido objeto de debate teórico: la quiebra de la relación de la postfotografía con lo real y sus consecuencias sobre la fotografía documental; el peso del factor tecnológico como agente de cambio cultural y la continuidad de la cultura fotográfica tras la fotografía analógica; la emergencia de procesos de coproducción y compartición como nuevas formas de la práctica fotográfica; y, por último, la ubicuidad de la fotografía digital y la exigencia de una ecología de las imágenes. En paralelo, se relacionan algunas de las orientaciones más significativas surgidas como propuestas artísticas en la fotografía contemporánea.

 

Abstract:

This paper addresses the development of digital photography as a social and cultural phenomenon, from its irruption to the appearance of mobile phones as photographic devices connected to Web 2.0. A journey that leads through photography as representation and its consideration as a performative agent. The themes that, from different points of view, have been object of theoretical debate are analyzed: the dismantling of the relationship of post-photography with reality and its consequences on documentary photography; the weight of the technological factor as an agent of cultural change and the continuity of photographic culture after analog photography; the emergence of co-production and sharing processes as new forms of photographic practice; and finally, the ubiquity of digital photography and the demand for an ecology of images. In parallel, some of the most significant orientations that have arisen as artistic proposals in contemporary photography are related.

 

Palabras clave:

Postfotografía; ansiedad ontológica; ubicuidad; ecología de imágenes.

 

Keywords:

Postphotography; Ontological Anxiety; Ubiquity; Ecology of Images.

 

 

 

 

1. Introducción

El objeto de estudio de este trabajo se ha centrado en la fotografía digital y los debates teóricos que la envolvieron desde su irrupción a finales del siglo XX, bajo el signo de la postfotografía, hasta su incorporación a las nuevas pautas de relación social y de consumo cultural con la llegada de las redes sociales a internet. Para ello hemos adoptado una metodología de análisis teórico y de elaboración de marcos conceptuales que permita comprender de forma relacional el complejo fenómeno de lo digital y su impacto en la fotografía a largo de estos años.

Como objetivo principal se ha propuesto poner en perspectiva ese breve, pero intenso, periodo histórico de cambios donde en poco más de tres décadas la fotografía ha visto transformados sus usos sociales, así como ampliadas las posibilidades de su producción artística. Cambios que han sido objeto de reflexiones teóricas –algunas apremiadas por la urgencia del momento, otras con una mirada de largo alcance– que han replanteado cuestiones relativas a la ontología de la fotografía, a su especificidad como medio y su condición sígnica, o sobre el realismo fotográfico y su valor como documento (Marzal, 2008). A la vez que han servido para abrir nuevos debates postfográficos sobre la virtualidad, la conectividad y la ubicuidad de las imágenes.

En relación con dicho objetivo general se han perfilado cuatro objetivos específicos. El primero pretende dar razón de la gran expansión vivida por la fotografía en los últimos tiempos cuando la aparición de la imagen digital había sentenciado su inexorable final. El segundo se dirige a enfocar la quiebra de la relación de la postfotografía con lo real, sus consecuencias sobre la fotografía documental y efectos colaterales sobre el fotoperiodismo. El tercero consiste en analizar el peso del factor tecnológico como agente de cambio cultural y la continuidad de la cultura fotográfica tras la fotografía analógica. Y el último en dibujar una aproximación a los procesos de coproducción y compartición como nuevas formas de la práctica fotográfica, como procedimientos en estrecha relación con la ubicuidad de las imágenes, la sobreabundancia icónica y la discusión sobre la necesidad de una ecología de las imágenes.

2. Momentos de la imagen digital como expresión artística y práctica social

El acta de defunción de la fotografía, anunciada a comienzos de los años 90 del siglo XX, fue simultánea a la inauguración de la era postfográfica que propició la tecnología de la imagen digital (Mitchell, 1994). Paradójicamente, desde entonces, la imagen fotográfica ha conocido una expansión social y cultural sin precedentes. Para dar razón de este fenómeno, se pueden identificar dos momentos centrales en la modulación del desarrollo de la imagen digital como expresión artística y como práctica social. Los avances en la tecnología digital que venían produciéndose desde los años 50 se completaron en las décadas de los 80 y 90. En un primer momento estuvieron restringidos al ámbito profesional para poco después entrar en el mercado de consumo con las cámaras digitales para el gran público (Riego, 2021; Blanco, 2021)[1]. Un fenómeno que pronto encontró su asociación con la expansión de los ordenadores personales que venían a servir como sistema de visualización, almacenamiento y edición de imágenes (Mitchell, 1994, pp. 3-15). El siguiente salto cualitativo de los medios digitales tuvo lugar en el cambio de siglo con la adopción del teléfono móvil como dispositivo dominante para la toma y compartición de imágenes en su convergencia con la aparición de la Web 2.0 y las redes sociales (Gustavson, 2011; Stmith y Lefley, 2016, pp. 141-158). A medida que la fotografía digital –con todas sus potencialidades al alcance del usuario doméstico– sumó la conectividad global en red, comenzaron a tomar protagonismo cuestiones relacionadas con la comunicación y el papel de las imágenes en internet. El primer momento se podría resumir en la vinculación de la cámara con el ordenador como dispositivos de producción fotográfica; el segundo quedaría definido por la fusión de la producción, edición y distribución como elementos constitutivos de un mismo acto. Si inicialmente se incidió sobre cuestiones relativas a los modos de representación y percepción de las fotografías, después se hizo sobre los usos y contextos de las imágenes en los dominios de internet. Es decir, se dejó de ver en la fotografía un mero medio técnico de producción de imágenes para concebirlo más como un “sistema sociotécnico” en el que las prácticas fotográficas ensamblan elementos tecnológicos con otros de carácter discursivo y social (Gómez, 2012; Okabe e Ito, 2006; Van House, 2011). Desde otra perspectiva, Ramón Esparza (2021) ha subrayado con agudeza la idea de “dos muertes de la fotografía”. La primera estaría cifrada en la muerte de la verdad de la imagen fotográfica, al romperse la necesaria conexión con el referente real propio de la fotografía analógica. Mientras que la segunda consistiría en la completa desmaterialización de la imagen con la llegada del iponhe y del ecosistema icónico constituido por las posibilidades de edición y compartición de imágenes. Fenómeno que dimensiona a la fotografía digital al nivel de una “fotografía computacional” –en tanto que resultado de los algoritmos inscritos en el software del dispositivo, más que de las intenciones del fotógrafo– que finalmente redundaría en esa segunda muerte de la fotografía como “la muerte del fotógrafo” (p. 26), cuestión que retomaremos más adelante.

Los primeros escritos sobre la aparición de la fotografía digital estuvieron centrados en torno a su naturaleza técnica y las formas de representación visual que socavaban el realismo fotográfico. Qué hacen, qué y cómo representan las imágenes digitales y cómo afecta a lo que se puede hacer con ellas –documentar la realidad o simularla– constituían los temas de reflexión, estrechamente unidos a sus consecuencias sobre el valor informativo del fotoperiodismo y el concepto de documento en general, pero también sobre las nuevas posibilidades creativas que se abrían en la práctica artística. El discurso teórico se enmarcaba fundamentalmente en el horizonte de la relación de la fotografía con la realidad. La posterior concurrencia de la imagen digital con la expansión de internet y la circulación global de las imágenes cambió el foco de la representación fotográfica a la imagen como experiencia (Van Dijck, 2007, pp. 112-115) y como reflejo de una inmediatez vivencial (Palmer, 2013, p. 186). La fotografía se contempla como un elemento incrustado en el flujo de la vida: no solo la representa, sino que participa de forma activa en ella. No es que nuestras vidas sean más fotografiadas que nunca (Sontag, 1980, pp. 188-189) sino que cada vez son más fotográficas (Rubinstein y Sluis, 2008). A partir de este momento se empieza a pensar sobre qué es lo que hacen las imágenes con nosotros y qué hacen entre nosotros. Se coloca en primer plano la performatividad de lo fotográfico, trenzando factores emocionales, identitarios y de relación social, pero también políticos e ideológicos. La preocupación por la ontología de la fotografía y su valor epistemológico se reorienta hacia una comprensión pragmática de las imágenes, asociada con problemas como la sobreabundancia en la producción y circulación de fotografías. Dicho con otras palabras, se produce un viraje desde la realidad que está ahí, y que la fotografía documenta o reconstruye, a la subjetividad que está allí y que la fotografía comunica, en un ecosistema mediático que especula con una bifurcación cada vez más acusada entre lo real y lo virtual (Rubinstein et al., 2013, p. 8).

En los siguientes apartados veremos cómo ambos momentos trenzan las discusiones teóricas surgidas con la aparición de fotografía digital en relación con la crisis de lo real en la postfotografía y la cuestión ontológica de la imagen, con el determinismo del factor tecnológico y la continuidad de una cultura fotográfica después de la muerte de la fotografía, así como con los procesos de coproducción y compartición fotográficas en el contexto de una ecología de las imágenes.

 

3. Crisis de lo real en la era postfotográfica: ansiedad ontológica

La fotografía digital fue vista como una ruptura radical con el anterior modelo analógico de producción de imágenes. Se asumió que nada volvería a ser igual para la fotografía. La tecnología digital la separó del régimen de la verdad y la objetividad que la acreditaban en su función documental, para dejar paso a formas de representación que ya no estaban sometidas necesariamente a la correspondencia con la realidad en tanto que eran susceptibles de ser modificadas mediante procesos técnicos de edición. Casi de repente, tras años de reflexión teórica sobre la indicialidad como fundamento ontológico y epistemológico de la fotografía analógica, especialmente intensa en los 80 y 90 (Elkins, 2007; Dubois, 1986; Schaeffer, 1990; Van Lier, 1983), la conexión física de la fotografía como huella de lo real se desvanece. La fotografía tocaba a su fin, o al menos en la forma de imágenes sobre un soporte material de sales de plata con la que había sido conocida y utilizada hasta el momento, dejando paso a una nueva postfotografía de imágenes inmateriales codificadas en una retícula de píxeles. Las fotografías dejan de ser objetos y de ser signos de la realidad: se convierten en “signos de signos… representaciones de representaciones” (Batchen, 2004, p. 324). La cualidad perceptiva propia de la fotografía analógica se vio sustituida por la capacidad para la representación de lo conceptual de las imágenes digitales (Ritchin, 1990, p. 146).

El documentalismo y el fotoperiodismo, expresiones medulares de la relación de la fotografía con realidad, se señalaron como los primeros damnificados de la postfotografía a causa de las dificultades para discernir con seguridad las imágenes verdaderas de las falsas, pero también para distinguir entre lo natural de lo artificial, para deslindar lo real de lo ficticio (Batchen, 2004; Ritchin, 1990). Las consecuencias políticas, éticas y deontológicas de esta crisis epistemológica amenazaban el crédito de la fotografía, envuelta en un discurso distópico sobre su futuro. Desde entonces, la viabilidad y continuidad de la fotografía como documento ha sido objeto de reflexión y discusión permanente, con diferentes propuestas dirigidas a confrontar aquellas primeras posiciones desesperanzadas. Fred Ritchin (2010, 2013), pionero en la denuncia del impacto negativo de la fotografía digital en el fotoperiodismo, propuso la adopción de las redes sociales y otros recursos interactivos de internet como oportunidad estratégica para afrontar las debilidades de la fotografía documental mediante la recuperación de su conexión con la realidad en una suerte de fotografía extendida. Pedro Meyer (1995) con la noción de “ficciones documentales”, vio en la propia ficción una forma de documentación fotográfica, en la manipulación de la imagen un recurso para hablar con verdad sobre lo real. Mientras que Joan Fontcuberta (1999), con una estrategia de ficcionalización de la realidad, ha parodiado críticamente en sus series fotográficas los patrones epistemológicos de verdad y objetividad asumidos en los discursos de la ciencia, la historia o la información. Otros autores como Martha Rosler (1991) y Jorge Ribalta (2008), por el contrario, tanto en su obra como en sus textos, han reivindicado la necesidad histórica del realismo fotográfico y su función documental sobre las bases de una renegociación de las relaciones entre el autor y el espectador y, sobre todo, la materialización de la dimensión social y política de la fotografía documental.

La incorporación de la fotografía al arte contemporáneo en las últimas décadas del siglo XX estuvo vinculada a estrategias deconstructivas. El potencial crítico de los procedimientos de apropiación y montaje, introducidos desde las vanguardias históricas como crítica de la representación artística y como medio para desvelar la arquitectura oculta en la construcción de la realidad, se vieron potenciados con la tecnología digital. Las mismas razones por las que se cuestionaba la credibilidad de la fotografía documental sirvieron de promesa para la creatividad y la imaginación artísticas.  Algunas distinciones categoriales que tan caras habían resultado a la fotografía desde su invención acaban por difuminarse: la oposición entre lo real y lo imaginario, entre la causalidad del dispositivo fotográfico y la intencionalidad del fotógrafo, o entre lo mecánico y lo manufacturado. Las capacidades del “electrobricologe” digital (Mitchell, 1994) han permitido crear imágenes con plena apariencia de organicidad, con una perfecta sutura –imperceptible al ojo humano– de los fragmentos, a diferencia de las toscas costuras de los montajes vanguardistas (Druckrey, 1994)[2]. Posibilitando también la fabricación de espacios y entes virtuales, simulaciones de la realidad que tienen su origen en el propio programa informático y no en la realidad; o incluso difuminar la oposición entre imagen fija y en movimiento como dos formas excluyentes de representación del tiempo y de armar la temporalidad interna de las imágenes (Campany, 2007; Mira, 2013)[3].

Si la fotografía ha dejado de embalsamar el tiempo (Bazin, 2001) y de ser su memoria, si ya no retiene la necesidad de un “esto ha sido” (Barthes, 1990), en suma, si ha visto socavado su realismo cuando no invertido por las eventuales manipulaciones a las que puede ser sometida ¿cuál es la entidad ontológica que le resta a la fotografía? La pregunta sobre la naturaleza del medio fotográfico persiste y se reinventa desde los orígenes de la fotografía (Degirmenci, 2017). Sarah Kember (1998) apuntó la idea de una “ansiedad virtual” resultado de la incertidumbre ontológica relacionada con este momento de crisis de realidad –esto es, de nuestra creencia en la validez del mundo material– asociada a las imágenes digitales, pero también a las estructuras de conocimiento, poder y subjetividad implicada en estas nuevas tecnologías de visión. En este sentido, Jonathan Crary (2007, pp. 15-17) ya adelantó que la imagen digital involucra cambios en la posición del observador que ha perdido la referencia a un mundo “real” ópticamente percibido. Cambios en el concepto de cuerpo entendido como parte de un complejo de mecanismos no solo tecnológicos sino sociales y libidinales. Y también modificaciones en la subjetividad, plasmada como interfaz en los sistemas de intercambio y redes de información. La profundidad de estas transformaciones afecta a la naturaleza de la visualidad, reconfiguran las relaciones entre el sujeto, el mundo y los modos de representación, y vienen a acotar la dimensión de esa fragilidad ontoepistémica que desliza la fotografía digital. Para Crary la ruptura de un modelo de visión, como la que en su momento supuso la aparición de la fotografía analógica en el siglo XIX y en el XX la de la imagen digital, va más allá “de un simple cambio en la apariencia de las imágenes y las obras de arte”, es un fenómeno inseparable de una reorganización del conocimiento y de las prácticas sociales que modifica “las capacidades cognitivas y deseantes del sujeto humano” (Crary, 2007, p. 18).

Esta inquietud ontológica, directamente relacionada con la verdad documental de la fotografía tuvo su antesala durante los años previos a la irrupción de los medios digitales, en el marco de la posmodernidad[4] cuando la fotografía precisamente adquiere un marcado protagonismo dentro de la transformación de la producción artística (Ribalta, 2004). Las aportaciones de la semiótica barthesiana, los estudios culturales, el psicoanálisis y el postestructuralismo foucaultiano (Sekulla, 2004; Tagg, 2005) venían a incidir en la codificación ideológica del significado fotográfico y en las formas de poder que, desde el saber y las instituciones, operan como sistemas de control y vigilancia a través de su función documental y de los sistemas de archivo. Toda una serie de convicciones ideológicas y convenciones culturales sobre la objetividad de la fotografía que han prosperado históricamente desde su invención arropada por las ideas del positivismo en el siglo XIX. Como telón de fondo, la “actividad fotográfica de la posmodernidad” (Crimp, 2004) fue una crítica mordaz a la aspiración esencialista de la modernidad (Greenberg, 2006) y su búsqueda obsesiva de la especificidad del medio fotográfico en términos históricos y estéticos (Szarkowski, 2010). La preocupación ontológica se desdibujaba en la posmodernidad al activar la sospecha sobre una naturaleza inmanente de lo fotográfico: la fotografía no tiene otra esencia que aquella que le viene dada por sus usos y los factores económicos, culturales y políticos que los condicionan (Bolton, 1992).

En el contexto de la cultura digital, Joanna Zilynska (2010) ha replanteado la cuestión ontológica de la imagen digital con la redefinición de la fotografía en términos de su “liquidez inherente”, esto es, como un objeto cultural de naturaleza cambiante y no estable [5]. La artista y teórica británica propone ir más allá de las preocupaciones ontológicas que han ocupado a los estudiosos de la fotografía desde los inicios del medio hacia “los actos, afectos y efectos temporales de la fotografía”. Lo que permite otro modo de abordar y comprender la fotografía digital sin la ansiedad ni la tecnofobia que en ocasiones han acompañado las discusiones sobre el futuro del medio fotográfico.

 

4. Fotografía después de la fotografía: determinismo tecnológico y cultura fotográfica

Los análisis puestos en juego sobre la irrupción de la fotografía digital y la subsiguiente liquidación de la fotografía analógica descansan en el poder del factor tecnológico para provocar por sí mismo un cambio de paradigma visual. Tanto Fred Ritchin (1990) como William J. Mitchell (1994) son ejemplo del convencimiento del poder de transformación cultural de la tecnología digital de la imagen. El primero lo hizo desde una posición pesimista que advertía de los riesgos que suponía la nueva tecnología de la imagen para la credibilidad del fotoperiodismo –y la fotografía documental en general– y la situación de vulnerabilidad en que queda el lector/consumidor de fotografías; el segundo aplaudía sus potencialidades como un medio para deconstruir la ideas de objetividad y verdad asociadas tradicionalmente a la fotografía, pero sobre todo como una oportunidad para que la fotografía establezca otras formas de relación con la realidad gracias a las nuevas posibilidades de representación que se le ofrecían.

Sin embargo, los propósitos de la fotografía digital para romper con lo que Mitchell había llamado las “reglas de la ortodoxia de la comunicación fotográfica” (Mitchell, 1994, pp. 222-223) sucumbieron ante unas prácticas sociales que encubrían la especificidad de la fotografía digital y su anunciada fractura con la fotografía analógica. En este sentido, Martin Lister (1997), Kevin Robins (1996, 1997) y Michelle Henning (1997) propusieron una reorientación del enfoque determinista sobre la fotografía digital –que llevaba implícito una creciente racionalización de la visión– hacia una consideración de carácter pragmático. Sobre la base de elementos de continuidad entre la fotografía analógica y la digital, estos autores han destacado los aspectos afectivos presentes en los procesos de producción y percepción de las fotografías que propiciaban “otros contextos significativos en los que dar sentido y utilizar las imágenes” (Robins, 1997, p. 67). Más que un momento de substitución de formas técnicas de producción de imagen y de la cultura visual asociada, se trataba de un momento de paralaje entre ambas donde la visión combina, sin privilegios, distintos órdenes de imágenes y modos de percepción (Robins, 1997, p. 69)[6]. Así, Lev Manovich (1996) calificaba como “paradójica” la lógica de desarrollo de la imagen digital en la medida que su intento por romper con los viejos modos de representación visual en realidad los reforzaba. Es decir, las nuevas tecnologías de la imagen irrumpen adoptando las formas fotográficas a las que estaban destinadas a superar. La cámara digital emula el sonido del obturador, su pantalla opera a modo de plano focal y nos da las fotografías en color, en blanco y negro, solarizadas o tamizadas con muchos de los filtros a disposición del usuario. Las imágenes sintetizadas digitalmente, limpias de ruidos visuales y de una calidad hiperreal, se hacen creíbles enmascarando su exceso de perfección bajo las trazas de la fotografía analógica. La hiperrealidad de las imágenes generadas por ordenador fue el atisbo de una visualidad radicalmente postfotográfica. Esta es la singular dialéctica de “la fotografía después de la fotografía”[7].  Unos años después, el mismo autor amplió la perspectiva a la lógica que rige el lenguaje de los nuevos medios para elucidar cómo el desarrollo de la digitalización conduce históricamente a la aparición de nuevas formas culturales que en esencia “redefinen las que ya existían” (Manovich, 2005, p. 52). El análisis de los nuevos medios no solo involucra al futuro sino también al presente y al pasado. Al elaborar una arqueología que vincula las nuevas técnicas de creación digital con antiguas técnicas de representación y simulación –ya presentes en la fotografía y el cine–, Manovich relativiza la idea de una fractura entre sus lenguajes y formas culturales apuntalando una continuidad entre ellas.

Desde otra posición, Pierre Barboza (1996) propuso una particular interpretación acerca del factor tecnológico a partir de la evolución histórica de las imágenes. Una posición que apenas tuvo eco en la literatura especializada de aquellos años, pero que traemos a colación por su singularidad no exenta de interés. La hipótesis del teórico francés es que las imágenes indiciales constituyeron un momento relativamente corto y excepcional, una especia de digresión en la historia de las imágenes. La fotografía analógica que, en virtud de su relación directa con el referente, reproduce la realidad de forma automática y sin mediación, supuso un paréntesis de poco más de 150 años en una secuencia milenaria dominada por las imágenes de representación –desde el dibujo y la pintura hasta la fotografía digital– que no están mediadas por la presencia activa y necesaria del referente en su proceso de producción. Un periodo visual corto pero vigoroso, cuya dominancia en el modelo de conocimiento del mundo y en las formas de la apariencia estética ha dejado una huella cultural que se proyecta en la nueva era de la imagen digital (Barboza, 1966, p. 20). La fotografía analógica ha cerrado su paréntesis, pero lo fotográfico, como paradigma visual, permanece.

El núcleo de estos planteamientos críticos desafía la idea de una especificidad propia de los nuevos medios, así como la de progreso teleológico de las tecnologías de la imagen como motores de cambio en los usos sociales de las imágenes (Lister, 2006, p. 47). En esta línea, el concepto de “remediación” de Jay David Bolter y Robert Grusin (1999) viene a poner en claro que todo medio envuelve en su novedad a otros medios –no solo a los viejos– que transforma dándoles una nueva presencia tanto en la forma como en el contenido. Aún más, se pone al descubierto que ningún medio actúa culturalmente de forma separada de otros medios como tampoco lo hace aislado de fuerzas sociales y económicas (Bolter y Grusin, 1999, p. 15). La fotografía –analógica y digital– nunca opera como un medio autónomo, está sujeta a lo que hacemos con sus imágenes y esto está en relación con lo que hacemos con otras tecnologías de la imagen: la definición de la fotografía como medio no depende tanto de lo que es desde el punto de vista tecnológico como del cultural (Campany, 2003, p. 75).

Geoffrey Batchen (2004b) ha dirigido su crítica al determinismo tecnológico desde una reflexión de calado antropológico combinando la idea de fotografía con los impulsos del deseo. Durante años la fotografía ha proporcionado información sobre la naturaleza, conocimiento de otros seres humanos, sirviendo para documentar y recordar, para acercar lo distante. La fotografía nos ha asegurado como observadores de objetos y eventos de nuestro interés, proporcionándonos una imagen tranquilizadora del mundo, por lo que un cambio tecnológico no es motivo suficiente para la desaparición de la fotografía y la cultura que la sustenta. Para Batchen la fotografía se explicita fundamentalmente en “el deseo, consciente o no, de orquestar un determinado entramado de relaciones” entre conceptos como “la naturaleza, el conocimiento, la representación, el espacio, el tiempo, el subjeto que observa y el objeto observado” (Batchen, 2004b, p. 325). La cultura fotográfica configura así una “economía de deseos y conceptos fotográficos”. Mientras el ser humano dé curso a esos deseos e intereses, algún tipo de cultura fotográfica permanecerá porque “también lo harán los valores y la cultura humana” (Batchen, 2004b, p. 325). Por el contrario, si desaparece el deseo de fotografiar (Batchen, 2004a) porque lo que llamamos humano ya no se puede conceptualizar de la misma manera debido a la irrupción de tecnologías como la clonación, la ingeniería genética, la inteligencia artificial o la realidad virtual, entonces la fotografía dejará de ser un elemento dominante de la vida y esto será indicativo de “la inscripción de otro modo de ver, y de ser” (Batchen, 2004b, p. 329). Como observa Lister (2007, p. 253), el argumento de Batchen conduce al pensamiento sobre lo posthumano y, en particular, a cómo se podría constituir una visualidad posthumana después de la fotografía. La ambiciosa línea de reflexión abierta por el historiador de la fotografía venía a incidir con otras propuestas de análisis que, en el marco del pensamiento crítico sobre la tecnocultura, dirigieron su atención más allá de los modos de representación y de percepción de las imágenes digitales hacia cuestiones que afectan al núcleo de los conceptos de cognición, identidad y vida (Druckrey, 1996, p. 15; Kember y Zylinska, 2012). En esta línea, Chantal Pontbriand, en el texto introductorio a la exposición Mutations. Perspectives on Photograhy (2011), escribe que “la imagen se vuelve flexible, polimorfa, más que nunca temporal, pero también corpórea” (p. 13). Una observación que nos llevaría a la integración cada vez más íntima de medios y tecnologías en nuestras vidas biológicas y sociales hasta el punto, como proponen Kember y Zylinska (2012, p. xv), de que la mediación tecnológica implica una “teoría de la vida”, un modo de “comprender nuestro ser y llegar a ser con el mundo tecnológico” a través de nuestras interacciones con él.

 

5. Capturar, editar y compartir fotografías

A partir de los primeros años del siglo XXI, la plataforma colaborativa para la generación y compartición de contenidos de la Web 2.0 y la fotografía convergieron gracias a la expansión de los smartphones como dispositivos de captura y transmisión de imágenes en línea, marcando un punto de inflexión en la adopción de nuevos usos de las imágenes[8]. La expansión de los nuevos terminales, convertidos en objeto de consumo prácticamente universal, ha permitido poner más cámaras fotográficas a disposición de los usuarios como nunca antes había sucedido y, por tanto, dando la posibilidad de tomar fotografías en cualquier momento, en cualquier lugar y de cualquier cosa: la fotografía convertida en elemento omnipresente en la vida diaria. Las redes sociales conforman los entornos virtuales donde compartir la ingente producción de esas instantáneas fotográficas, casi siempre realizadas con un ánimo puramente lúdico (Fontcuberta, 2010, p. 29). De una actividad individual ceñida al ámbito privado y familiar[9], la instantánea se ha convertido en otra de carácter comunitario, público y global. Del álbum tradicional como espacio reservado de una selección de fotografías, a los sitios web donde las imágenes están accesibles de forma abierta. De registrar los momentos y actos que convencionalmente consagraban la institución familiar –bautizos, bodas, aniversarios, viajes, etc.– (Bourdieu, 2003) a otros usos menos convencionales, de una motivación autobiográfica sin trascendencia, dirigidos a compartir experiencias y promover las relaciones sociales, a cuidar de la autorrepresentación mediante los selfis, y construir una presencia corporeizada del yo y/o del nosotros. La imagen digital ha convertido a la fotografía en una práctica performativa (Sandbye, 2016, p. 97). Performatividad reforzada por la interrelación entre capturar, editar y compartir imágenes fotográficas como momentos integrados de un mismo proceso de comunicación permanentemente accesible al usuario. El “estar en línea” como sinónimo de estar en el mundo. Como precisa Claudia Gianetti (2008, pp. 278-280), ya no se vive en la realidad del mundo sino en la de la interfaz virtual: la pantalla como dispositivo central de comunicación, conocimiento y experiencia estética.

Este escenario, constituido de forma simultánea por la conectividad, la edición y la interacción social, ha alterado por completo las pautas que habían definido los usos y roles de las imágenes en la cultura fotográfica tradicional. La ubicuidad de las imágenes que constituye uno de los rasgos distintivos de la imagen digital, ha sido fruto de diferentes factores. En primer lugar, de unas condiciones de producción fotográfica que facilitan la accesibilidad de los dispositivos a infinidad de situaciones mediante teléfonos móviles, wearables, webcam o GoPro. En segundo lugar, la creciente accesibilidad de los usuarios a aplicaciones de software complejas ha impulsado un imparable proceso de amateurización de prácticas antes exclusivas del mundo del arte, la fotografía profesional o el fotoperiodismo (Keen, 2007; Martín Prada, 2012, pp. 39-41). La omnipresente visibilidad online de la fotografía está, por tanto, estrechamente asociada al fenómeno de su amateurización en masa (Rubinstein y Sluis, 2008, p. 11). Ya no solo somos fotógrafos sino también archiveros, distribuidores y curadores[10]. Por último, también ha sido consecuencia de las condiciones de almacenamiento virtual casi ilimitado que constituye internet como gran archivo y repositorio icónico, una especie de memoria colectiva, etiquetada, geolocalizada y permanentemente accesible a través de las redes sociales (Facebook, Instagram, Youtube, Pinterest, Flickr…). En relación con esta idea, Ingrid Hoelzl y Rémi Marie (2015) han analizado la funcionalidad de la imagen en el entorno digital como resultante de una interrelación entre estructura interna de datos, visualización en pantallas y acceso a través de internet. Para estos investigadores la imagen digital se define básicamente como un momento de acceso a bases de datos en red[11]. Dicho de otro modo, una imagen digital consiste en una “vista”, programada mediante software, del contenido de bases de datos online que se actualizan y sincronizan en tiempo real sobre pantallas: de aquí su concepto de la fotografía como softimage. La imagen se revela “ubicua, infinitamente adaptable y adaptativa” porque está internamente asociada con un software preparado para su acceso y visualización (Hoelzl y Marie, 2015, p. 132).

 

6. De la co-producción artística al autor como prescriptor. Una ecología de las imágenes

El cambio de la vieja economía de la imagen producido por la Web 2.0, con su accesibilidad abierta a la producción de contenidos por parte del usuario, trajo consigo dos consecuencias sucesivas en el ámbito de la intervención artística. En un primer momento destacó el hecho de que, al quedar las posibilidades de edición de las imágenes tanto en manos del artista como del espectador, se abría el camino para una interacción consciente entre ambos como nueva forma de creación del significado de la obra. Si con el advenimiento de la fotografía el artista perdió el monopolio sobre la imagen a causa de su reproductibilidad, ahora, con la imagen digital y los nuevos medios, el artista ya no tiene el monopolio de la creatividad (Weibel, 2011, p. 142). La configuración inmaterial y dinámica de la imagen digital, frente a la delimitación objetual y estática de la fotografía analógica, permitió que la pantalla se convirtiese no solo en lugar de experiencia comunicativa sino también de experiencia estética. En el escenario virtual de una instalación, en la plataforma hipermedia de un sitio web en línea o en un sistema prefigurado en el ordenador, el papel tradicionalmente pasivo del espectador queda resuelto en favor de un intercambio mutuo y simultáneo de acciones y reacciones entre la imagen/dispositivo y el espectador, como forma de relación entre este y el artista. Instado por una interfaz a presionar teclas o escribir textos, a accionar o detener imágenes, estimulado a desplazarse por el espacio de la instalación, el receptor se convierte en parte activa de la obra como generador de las múltiples actualizaciones formales y semánticas, concediendo a la obra un carácter performativo. Mientras que en la fotografía clásica “absorbemos” contenidos representados, ahora, de acuerdo con el profesor y artista Roy Ascott (1996, p. 167), experimentamos una “inmersión” en la obra de arte electrónica. O dicho en otros términos, de una posición del espectador externa se pasa a una ubicación integrada en la gramática cambiante de la representación visual digital. El sistema dinámico de las nuevas tecnologías digitales genera una nueva fenomenología de la obra arte que invita a repensar las dualidades estructurales de producción y recepción artísticas, de creación e interpretación, propias de la concepción clásica de la obra de arte (Weibel, 1996).

En una coyuntura posterior, acuciada por la sobreabundancia de imágenes que habitan y parasitan internet, el artista ya no ve tanto en ese caudal icónico una vía de posible interacción intencional sino un vasto material en crudo con el que trabajar en términos artísticos y conceptuales para producir nuevos significados. Ubicuidad y exceso de imágenes son fenómenos paralelos en la era postfotográfica. Fotografiar y difundir se han convertido en actos compulsivos, sin espesor reflexivo como meras réplicas de experiencias perceptivas inmediatas. Dando lugar a una infinidad de imágenes repetitivas, estética y técnicamente anodinas, sin valor icónico alguno: indiferentes e indiferenciadas. Imágenes que habitan ubicuamente internet como un ruido blanco de la cultura visual contemporánea pero también como una amenaza de efectos descontrolados (Fontcuberta, 2010, 2016). La presencia y la circulación masivas de fotografías en las economías de la comunicación y la información nos deja una iconosfera saturada, un pico de contaminación icónica desconocido hasta ahora (Caujolle et al., 2009; Berger, 2011; Greenfield, 2006; Lister, 2011; Kember, 2012).

El reto que se plantea es cómo afrontar este exceso de imágenes, cómo analizarlo y comprenderlo, pero también cómo gestionarlo e intentar dominarlo, en particular, desde prácticas artísticas vinculadas con la imagen fotográfica[12]. En los años 70 del siglo XX, ante la omnipresencia de la fotografía y su efecto anestésico sobre nuestra sensibilidad ética y política, Susan Sontag (1980, pp. 189-190) propuso una “ecología de las imágenes”, deslizando la posibilidad de regular socialmente su difusión mediática con el fin de reconectar a las imágenes con la realidad y sacar al espectador de la “caverna platónica” en la que vive atrapado por la sociedad de consumo[13]. En la actualidad, la idea de una ecología de las imágenes ha sido retomada en diferentes iniciativas, como la exposición From Here On. Postphotography in the Age of the Internet and Mobile Phone en Les Rencontres d’Arles de 2011 que presentaba una panorámica de las posibilidades casi ilimitadas de inspiración ofrecidas por el vasto imaginario fotográfico. Clémet Cheroux, uno de sus comisarios, concebía la muestra como una apuesta por la ecología de las imágenes donde los artistas hacen uso de procedimientos de apropiación –de adopción– y reciclaje de imágenes para la creación artística, en lugar de producir más imágenes que contribuyen a la polución visual existente (Cheroux, 2013b, p. 103; Fontcuberta, 2010, pp. 172-176)[14]. Sobre la base de esta ecología visual, y ante la inevitabilidad de que la producción fotográfica continúe, Fontcuberta (2016, pp. 53-55) ponía el foco en la revisión del concepto tradicional de autor para perfilarlo como una especie de editor que corta y pega, combina y recicla todo tipo de imágenes circulantes por internet. Según sus propias palabras, el fotógrafo se convierte en “prescriptor” de significados, alguien que adopta imágenes ajenas como material de un trabajo de resignificación de las mismas[15]. En paralelo, autores como Elio Ugenti (2016, pp. 80-103) han adoptado metafóricamente el sentido de ecología del ámbito de las ciencias naturales para analizar cómo las imágenes operan y se relacionan en ciertos entornos visuales, de forma análoga al estudio de las interrelaciones entre los diversos organismos que habitan un ecosistema natural. Para el investigador italiano el análisis de las imágenes desde la perspectiva ecológica aspira a ofrecer una nueva modalidad de existencia en términos cualitativos de los contenidos visuales en internet, estableciendo formas de interacción y de uso, recontextualización y montaje de las imágenes en el ecosistema medial que los acoge.

En otro orden de respuestas, el profesor Lister (2011, p. 28), en su análisis sobre el actual exceso de imágenes digitales, aboga por la recuperación de conceptos como “mirada fotográfica” –referida tanto al operador como al espectador– como forma de promover otros modos de representación y de percepción visual que destaquen entre la confusión icónica por sus cualidades expresivo-visuales, reforzando la vuelta a una idea de autoría y de experiencia estética de las imágenes. Por su parte, Kevin Robins, quien comparte con Martin Lister una posición teórica deudora de los estudios culturales, confronta críticamente la creciente racionalización de la visión que subyace al sistema digital y que se refleja en la reordenación de la vida que tiene lugar bajo su amparo, donde la sobreabundancia sería parte de su lógica de desarrollo. Para el profesor inglés la respuesta a esta racionalización de lo digital consiste en “volver a aprender a mirar el mundo”. Según Robins las fotografías solo

son significativas en términos de lo que podemos hacer con ellas y de cómo nos aportan significados (…). Las imágenes seguirán siendo importantes –no obstante ‘la revolución digital’– porque median de manera efectiva, y a menudo de forma conmovedora, entre las realidades interiores y exteriores. (Robins, 1997, p. 73)

Por esto, las imágenes fotográficas deben definir su ubicación –entre el exceso de la ubicuidad– en términos de su relevancia emocional, cultural y política.

Para finalizar, en la coyuntura de respuestas a la ubicuidad y el exceso de imágenes no podemos dejar de considerar el auge de los fotolibros como uno de los fenómenos que ha surgido con fuerza en el ecosistema fotográfico de los últimos años ha sido, estrechamente ligado a la transformación digital de la imagen. El fotolibro ha significado un refuerzo de la figura del fotógrafo como autor y ha respaldado su mirada fotográfica en un contexto de saturación icónica, mostrándose como una nueva vía para realizar imágenes significativas emocional y culturalmente, como Lister y Robins reclamaban para las fotografías en la era digital. Por otra parte, el fotolibro también ha venido a rescatar el papel del fotógrafo como editor responsable de la sintaxis narrativa y la puesta en página de sus propias imágenes, y el rol de gestor de los medios para la autoedición y la financiación de sus proyectos. El fácil acceso al software de edición y maquetación, la impresión digital y la fórmula “bajo demanda”, unida a las posibilidades de comercialización online, han sido factores determinantes de su expansión. Esta forma de edición otorga al fotógrafo independencia y control sobre los códigos de lectura de las imágenes, así como sobre la visibilidad de su obra sin la mediación del sistema de galerías de arte y museos (Neumüller et al., 2017; Martín-Nuñez y Marzal, 2021). El fotolibro, sirviéndose de las posibilidades de producción fotográfica de la era digital, se revela como otro modo de materializar una ecología de las imágenes, como manifestación de una cultura y estética fotográficas que aspira a permanecer –y destacar– bajo el signo de una nueva imagen documental.

 

7. Conclusiones

En una de las primeras compilaciones de textos sobre la cultura electrónica en sus dimensiones artística, cultural y social, Timothy Druckrey (1996), responsable de la edición, planteaba de forma premonitoria que la reflexión sobre la imagen digital no puede quedar limitada a una fenomenología de cuestiones estéticas, de memoria o de sentimiento. La asimilación e impacto de la tecnología digital no agota su potencial en la transformación del significante fotográfico. En su opinión, había que ir un paso más allá del potencial de lo digital como simulación que pone en jaque la representación de la realidad, para dar cuenta de la imagen digital como algo que sobrepasa la contingencia de lo registrado y otorga a la fotografía su carácter de imagen como “evento” y como “experiencia” (p. 25). En este sentido, cabe concluir que la capacidad de transformación de la fotografía digital, como parte del ecosistema de los nuevos medios, no solo afecta a los códigos de representación fotográfica de la realidad y su poder de simular –falsificar o ficcionalizar–, sino que sus consecuencias llevan consigo un cambio profundo en las lógicas de la imagen y, de modo particular, en la concepción de la imagen fotográfica como experiencia, como un acto que envuelve un sentido performativo y, por tanto, social y vital.

Al hilo de los objetivos concebidos de partida, también se han ido desgranando, además, una serie de ideas que completan las conclusiones de esta investigación. En primer lugar, que la crisis de lo real –como referente y fundamento de significado–, provocada por la irrupción de la postfotografía como nuevo modelo de representación, trajo consigo la revisión del concepto de documento a la vez que un renovado interés por la noción de indicialidad. En segundo lugar, que la visión determinista de la tecnología digital sobre la cultura fotográfica se ha visto relativizada con la idea de una “fotografía después de la fotografía”, así con la interpretación de la imagen digital como un entramado sociotécnico. En tercer lugar, que la creciente accesibilidad a los medios tecnológicos y la ubicuidad de las imágenes –fruto de la unidad funcional que componen los momentos de captura, edición y compartición de imágenes en la Web 2.0– se halla en relación directa con la sobreabundancia de las imágenes y la subsiguiente propuesta de una ecología de las imágenes.

El presente trabajo ha demostrado cómo la deriva de la fotografía digital ha puesto de relieve la importancia de los procesos de producción/recepción de las imágenes digitales en internet y la dimensión performativa envuelta en sus usos sociales, a la vez que se han apuntado sus consecuencias sobre ciertos planteamientos artísticos que han hecho uso de las imágenes digitales extraídas de las redes sociales.  Hecho que constata que el sistema global de la producción fotográfica digital es inseparable del contexto de la producción de lo social gestado en la era digital y de las redes sociales.

Desde una perspectiva tecnológica, histórica y cultural, se ha analizado, en suma, cómo las transformaciones inducidas por la postfotografía e internet están prefigurando un nuevo orden visual que se concibió como posmoderno y ahora se adivina en su sesgo posthumano, un cambiante sentido de lo real que conjura aquella ansiedad ontológica asociada a los primeros años de la fotografía digital y, definitivamente, otra forma de relacionarnos con las imágenes.

 

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[1] Bernardo Riego y Manuel Blanco analizan, cada uno desde un enfoque específico, el intricado proceso de aparición en el mercado, desde los años 80 del siglo XX, de los sucesivos dispositivos tecnológicos que conformaron la progresiva incorporación de la imagen digital a los sectores profesionales y de consumo, en paralelo a la extinción de los oficios, procesos y técnicas propios de la fotografía analógica.

[2] En sus inicios, la versatilidad técnica de la fotografía digital se vio como la de una pintura electrónica: el artista actúa sobre la imagen como el pintor, mediante tentativas plásticas sobre la imagen ––pinceladas en un caso, opciones del software en el otro–– hasta lograr el resultado visual buscado (Frampton, 1983). Como ha observado Ramón Esparza (2021) aceptar que “la fotografía digital se diferencia de la analógica como ésta de la pintura”, conlleva “cerrar el círculo y aproximar en cierto modo la fotografía a la pintura” (p. 22).

[3] El teórico español José Luis Brea (1996) fue pionero en apuntar, a propósito de la obra de Jeff Wall, la idea de que el ordenador, con sus capacidades de edición de la imagen, operaba como un “segundo obturador” que permitía introducir una expansión del tiempo interno de la imagen dotándola de espesor narrativo.

[4] Los cambios en lo tecnológico y lo cultural se hallan íntimamente ligados a transformaciones en las estructuras económicas y sociales. Bill Nichols (1996) sintetiza los elementos implicados en estos cambios: desde el “capitalismo empresarial” en el que aparecen los sistemas de reproducción mecánica de la imagen al “capitalismo multinacional” de la posmodernidad dominado por los simulacros, pasando por el “capitalismo monopolista” en el que prevalecen la yuxtaposición y el collage como formas de representación propias de la modernidad.

[5] En el ámbito español, Juan Miguel Aguado (2011) y Joan Fontcuberta (2017, p. 33) han adoptado la conceptualización de Zygmunt Bauman (2004) de una forma más literal para identificar una “fotografía líquida” que, por oposición a la fotografía analógica, sólida y estable, está marcada por su versatilidad y transitoriedad en el ciclo de la comunicación.

[6] Desde una consideración teórica amplia, los puntos de vista contrapuestos de Marshall McLuhan y Raymond Williams resumen las posiciones teóricas seminales que operan como trasfondo del debate que nos ocupa.  Si para el teórico canadiense los grandes cambios culturales están provocados por cambios en los medios tecnológicos, para el intelectual británico no existe condición inherente a una tecnología particular que asegure un efecto concreto. Estos efectos pueden ser diversos y cursar a través de procesos y estructuras sociales en vigor, de manera que, aunque haya una intención original de una tecnología, otros intereses o necesidades acaban adaptando, modificando e incluso subvirtiendo los usos por los que una tecnología había sido desarrollada inicialmente (Lister, 2006, pp. 72 y ss).

[7] Esta idea dio título a la exposición Photography after Photography. Memory and Representation in the Digital Age, comisariada por Hubertus v. Ameluxen, Stefan Iglhaut y Florian Rötzer en 1996. En el marco de una revisión de conceptos como referencia, realismo y representación, este proyecto abordó las diferentes estrategias creativas de la fotografía digital en torno a temas como el cuerpo, el espacio, la identidad, la autenticidad y la memoria, incluyendo una serie de destacados ensayos teóricos sobre estas cuestiones.

[8] Daniel Rubinstein (2005, p. 8) se ha referido a una “era postcámara” donde la cámara fotográfica ha quedado integrada en otros dispositivos como teléfonos móviles, tablets, complementos o wearables. Incluso, como sugiere Heidi Rae Cooley (2004), hemos entrado en una somatización de la fotografía fruto de la interrelación entre mano, dedos, pantalla y ojo que tiene lugar en el uso del dispositivo móvil.

[9] Richard Chalfen (1987) etiquetó como “cultura Kodak” esta fotografía doméstica que comenzó a finales del siglo XIX de la mano la firma comercial norteamericana y que perduró como paradigma de la fotografía popular hasta la aparición de la fotografía digital e internet (Gómez-Cruz, 2012; Mira, 2014).

[10] La exposición We Are All Photographers Now, comisariada por William Ewing en 2007 en el Musée de l’Elysée, giró en torno al impacto de la tecnología digital como herramienta de creación fotográfica al alcance de cualquiera. La exposición se diseñó para ser a la vez experimental e interactiva, invitando a aficionados de todo el mundo a mandar online sus imágenes a la web del museo para incorporarlas a la exposición de forma aleatoria durante los siguientes días. Para una discusión a fondo de las diferentes iniciativas expositivas y comisariales que han abordado la producción fotográfica amateur en la red y sus diferentes consecuencias estético-artísticas, así como sobre las dinámicas institucionales de la fotografía (McKay y Plouviez, 2013).

[11] Lev Manovich (2005, p. 283) fue quien primero destacó la “lógica de la base de datos” como propia de la era digital, frente a “la narración como principal forma de expresión cultural de la era moderna” privilegiadas por la novela y el cine. Es decir, dada la dialéctica estructural de la base de datos, “los objetos de los nuevos medios no cuentan historias; no tienen un principio ni un final; de hecho, no tienen desarrollo alguno, ni temática ni formalmente ni de ninguna otra manera que pudiera organizar sus elementos en secuencia”.

[12] Sin duda, buena parte de la producción icónica que circula por internet perdura el eco de las instantáneas de las cámaras analógicas de apuntar y disparar. Geoffrey Batchen (2008a, 2008b) ya subrayó el difícil lugar que la fotografía instantánea amateur ocupa como objeto de la historia de la fotografía y el reto metodológico que conlleva su estudio.

[13] Posición que años después, en un ejercicio de autocrítica, la autora norteamericana rechazó de forma explícita en su libro Ante el dolor de los demás (2003, p. 125). Cualquier forma de regulación o censura sobre las imágenes de la guerra difundidas diariamente en los medios de comunicación sería, según Sontag, una forma de erosionar el sufrimiento real de las víctimas y de ostentar una actitud cínica de menosprecio hacia ellas.

[14] La exposición contó con un comisariado colectivo formado por Joan Fontcuberta, Clément Chéroux, Erik Kessels, Martin Parr y Joachim Schmid. En la muestra participaron nombres como Laia Abril, Kurt Caviezel, David Crowford, Monica Haller, Mishka Henner, Roc Herms, Jon Rafman, Penelope Umbrico o Corinne Vionnet, entre otros. Poco después, la revista de fotografía holandesa Foam publicaba en el invierno de 2011 un número monográfico bajo el título “What’s Next” donde se presentan una serie de discusiones sobre el futuro de la fotografía en la era de los medios digitales, en relación con los ámbitos de la creación fotográfica, el fotolibro, la educación, los museos y comisariados, y los cambios tecnológicos.

[15] El mismo Fontcuberta (2016) había elaborado previamente un “decálogo postfotográfico” que, a modo de manual de supervivencia en una cultura visual saturada, diseñaba una línea de creación y disidencia icónica en torno a tres ejes fundamentales: reformulación del rol del artista como autor, replanteamiento de la función de las imágenes y una revisión del marco contextual del arte y sus valores (p. 39).