El sombrero caído. Correspondencias cómico-grotescas entre Miguel Mihura, Luis García Berlanga y Rafael Azcona
The fallen hat. Comical-grotesque correspondences between Miguel Mihura, Luis García Berlanga y Rafael Azcona
Álvaro López Fernández[1]
Universidad Complutense de Madrid / Universitat Autònoma de Barcelona, España
https://orcid.org/0000-0002-1930-9150
Elios Mendieta[2]
Universidad Complutense de Madrid / Universidad de Granada, España
https://orcid.org/0000-0001-8753-9102
Resumen:
El propósito de este artículo es rastrear hasta qué punto pudo estar presente el humor y el imaginario de Miguel Mihura y, más concretamente, de su obra teatral Tres sombreros de copa (1932), en la concepción de una de las secuencias más relevantes de la película El verdugo (1963), dirigida por Luis García Berlanga y guionizada por Rafael Azcona. Nos referimos a aquella en la que el protagonista es llevado a rastras por la autoridad para que ejecute al condenado. En el ecuador del siglo pasado fueron muchos los autores cómicos de diversas disciplinas que colaboraron en producciones comunes. El propio dramaturgo fue uno de los guionistas de Bienvenido, Mr. Marshall (1953), dirigida por el cineasta valenciano. En esta investigación tratamos de establecer un análisis cotejado entre el final de la pieza teatral y la aludida secuencia y, para ello, se estudia la relevancia del humor de la revista La Codorniz, los recursos cómico-grotescos y los elementos simbólicos empleados, especialmente el sombrero caído, que actúa como nexo y enlace visual entre las dos obras.
Abstract:
The purpose of this article is to trace to what extent the humour and imaginary of Miguel Mihura and, more specifically, of his play Tres sombreros de copa (1932), may have been present in the conception of one of the most relevant sequences of the film El verdugo (1963), directed by Luis García Berlanga and scripted by Rafael Azcona. We are referring to the sequence in which which the protagonist is dragged away by the authorities to execute the condemned man. In the middle of the last century, many comical authors from different disciplines collaborated in joint creations. The playwright himself was one of the scriptwriters of Bienvenido, Mr. Marshall (1953), also directed by the Valencian filmmaker. In this research we try to establish a comparative analysis between the end of the play and the aforementioned sequence, studying the relevance of the humour of the magazine La Codorniz, the comic-grotesque resources and the symbolic elements used, especially the fallen hat, which acts as a nexus and visual link between the two works.
Palabras clave: Luis García Berlanga; Miguel Mihura; grotesco; memoria estética; humor; análisis comparado.
Keywords: Luis García Berlanga; Miguel Mihura; Grotesque; Aesthetic Memory; Humour; Comparative Analysi.
1. Introducción
Tres sombreros son arrojados en una habitación de hotel en las horas previas a la celebración de una boda. Más de tres décadas después, otro sombrero cae en la antesala de un patio de ejecuciones. Los dueños de ambos sombreros son llevados a rastras en muy distintas circunstancias para cumplir un destino infeliz que, como repiten sin cesar, no quieren adoptar y que se hace irreversible cuando ambos traspasan los respectivos umbrales de salida de sus espacios de transición. Los momentos descritos remiten al final de dos de las tragicomedias más oscuramente lúcidas y reconocidas estrenadas durante el franquismo, que sirvieron como verdaderos catalizadores del humor en la escena dramática y cinematográfica españolas. A priori, los recursos y las peripecias de ambas obras parecen poco conectados, sin embargo, como se pretende demostrar en este estudio, existen interesantes concomitancias formales en el desgraciado ritual que asumirán los dos protagonistas. El primero de los textos aludidos es Tres sombreros de copa, escrito por Miguel Mihura en 1932, aunque estrenado veinte años después. El segundo remite a la película El verdugo, dirigida por Luis García Berlanga, con guion de Rafael Azcona (y colaboración de Ennio Flaiano), estrenada en 1963.
Esta terna de grandes nombres ha de incluirse en cualquier antología sobre cultura cómica popular durante la segunda mitad del siglo XX, más si cabe aún cuando, hasta cierto punto, la cimentaron en común. No en vano, todos ellos colaboraron puntualmente entre sí en proyectos de muy distinta naturaleza y su andadura no resultó independiente a los demás. Así, Rafael Azcona, antes de formar su exitosa dupla con Berlanga, fue un inestimable colaborador de la revista La Codorniz, fundada y dirigida hasta 1944 por Miguel Mihura. A su vez, Mihura colaboró en el guion de Bienvenido, Mr. Marshall (1953), primera película dirigida en solitario por el cineasta valenciano. A pesar de ello, y de la necesaria coincidencia puntual de motivos entre los creadores, no se ha insistido demasiado en un cotejo detallado entre las obras más supuestamente alejadas (por tiempo de creación, por disciplina o por ámbito de influencia) entre sí.
En este marco, las páginas que siguen se proponen desvelar puntos en común especialmente relevantes entre las escenas finales de Tres sombreros de copa y las de El verdugo. Esto incluye el análisis de los resortes y los rasgos cómico-grotescos, la simbología en ambas producciones, la secuencia de la narración, los paralelismos entre la plasmación de la frustración existencial de sus protagonistas o algunas influencias, entre otros aspectos de estudio. Todos ellos elementos que ayudan a configurar la inequívoca modernidad de ambas secuencias. Para poder sostener con garantías esta comparación temática y formal y profundizar en sus postulados, se examina, primero, la colaboración del dramaturgo en el guion de Bienvenido, Mr. Marshall a través de una somera revisión bibliográfica, con el fin de ofrecer una muestra del diálogo y la coexistencia del humor de ambos autores y especular en qué medida y dónde resulta distinguible la labor de Mihura. A continuación, se realiza una revisión teórica en torno a la tragedia y la caricatura grotescas y el peso que tuvieron en el humor español desde los años treinta, para poder calibrar, así, la importancia de algunos hallazgos de la llamada “Otra Generación del 27” −de entre las cuales Mihura fue uno de sus máximos exponentes− en el quehacer cinematográfico de la dupla Berlanga-Azcona. Después, se analiza en profundidad la secuencia clave en nuestro estudio de El verdugo, aquella en que su protagonista es arrastrado por el patio de la cárcel para que ejecute su oficio, y se pone el foco en aquellos realizadores e influencias, con Mihura a la cabeza, que pudieron tener en mente Azcona, Flaiano y, en último término, Luis García Berlanga, para concebir esta destacada secuencia.
2. Mihura como revisor de diálogos de Bienvenido, Mr. Marshall
Bienvenido, Mr. Marshall supuso el gran impulso nacional y también internacional del director. Obtuvo el Premio a la “Mejor película de humor” del Festival de Cannes de 1953, además de la Mención especial de la FIPRESCI al “Mejor guion”. En un principio este fue redactado por el propio Berlanga y Juan Antonio Bardem, con quien ya había codirigido el cortometraje Paseo por una guerra antigua (1948) y el largometraje Esa pareja feliz (1951). Sin embargo, después de entregar el texto a la Junta de Censura en 1952, Berlanga se lo cedió a Mihura (que en noviembre de ese mismo año estrenaría Tres sombreros de copa), ya que, en palabras del valenciano: “He creído siempre que como mejor sale un guión es pasándolo de uno a otro, como hacen los italianos” (en Sojo Gil, 1997). Al volver de Cannes se mostró parco, pero complacido con las aportaciones del dramaturgo en el libreto, aunque deslizase que a Mihura la propuesta “al principio no le hacía gracia; después, quince días antes de empezar a rodar, le dio un repaso, le hizo una serie de modificaciones y planteó algunas escenas nuevas. A mi juicio, mejoró la idea” (en Sojo Gil, 1997).
Más adelante, en 1980, a lo largo de la conocida entrevista sobre su filmografía que le hicieron Manuel Hidalgo y Juan Hernández Les, El último austro-húngaro. Conversaciones con Berlanga, recientemente ampliada y revisada, Berlanga especificó (y disminuyó) el grado de innovación de Mihura:
Una vez que Juan Antonio y yo terminamos el guion, Mihura, con la aquiescencia nuestra, pule los diálogos y escribe las letras de las canciones, aunque hace poco alguien me ha dicho que las letras eran del maestro Solano. No recuerdo bien. Mihura hizo un estupendo trabajo como dialoguista. (2020, p. 52)
En las últimas aproximaciones bibliográficas todavía hay controversia sobre si la letra de la mítica canción que el pueblo de Villar del Río, epítome de una España que espera en vano, quiere dedicar a la comitiva estadounidense (“Americanos,/ os recibimos con alegría…”) responde a la autoría de Mihura (Peña Acuña, 2012, p. 129) o al popular trío de Ochaíta, Valerio y Solano (Sojo Gil, 2009, p. 246; Arbide, 2022, p. 68). Al margen de la coplilla, hace unos meses Manuel Hidalgo, al hilo de la publicación de su libro Berlanga y Fernán Gómez en diálogo (2022), insistía en que “respecto a Bienvenido, Míster Marshall, sostengo que el papel de Mihura en esa película es mayor que el que nos dijo Berlanga a Juan Hernández Les y a mí” (Pardo y Martín Díaz, 2022). La afirmación de Hidalgo venía motivada, como él mismo confesaba, por las conclusiones del volumen Miguel Mihura en el infierno del cine (1990), plasmación en papel de un ciclo de la SEMINCI de ese año dedicado a las aportaciones cinematográficas de Mihura. En sus páginas, Fernando Lara y Eduardo Rodríguez Merchán incluyeron pruebas cotejadas de cambios de guion y defendieron que la comicidad final de escenas cruciales de la película se debía a Mihura. Con ello aunaban algunos reclamos previos, como el del humorista Evaristo Acevedo, que en 1966 afirmó que “la originalidad, la audacia y el ingenio” del filme respondían en buena parte a la labor del dramaturgo, y los ligaban con juicios contemporáneos, como el de Caparrós-Lera y Esteve, que juzgaron la participación de Mihura como “fundamental” (1991, p. 187).
Es sabido que a Berlanga le importunaron estas revalorizaciones del dramaturgo, como si no hubiese sido reconocido en los créditos. “Nunca hemos negado la participación de Mihura”, insistía a Carlos Cañeque y Maite Grau, pero apostillaba sobre su función: “Mihura escribe algunos diálogos de un par de escenas que no sé si seré capaz de recordar” (1993, p. 20). Más allá de alimentar la polémica, la progresiva rebaja por parte del director sobre el rol de Mihura en el único trabajo que hicieron juntos, sumada a la indiferencia en torno a la película de la que hizo gala el dramaturgo hasta su muerte, pudo desalentar la búsqueda de puntos en común entre la larga obra de ambos. Con todo, Agustín Tena, en un profuso volumen publicado por el quincuagésimo aniversario de la película, recogía uno de los últimos testimonios de Berlanga sobre su relación con el dramaturgo, en el que reiteraba: “Cómo voy a negar la intervención de Mihura, si fui yo quien se lo pidió… Yo le admiraba y aprendí mucho de él, y de Tono y de Neville” (2002, p. 78). La confesión conciliadora se alargó hasta el punto de que Berlanga afirmó que aquella había sido “la mejor época de mi vida… Nos veíamos todas las noches en la tertulia de la Zamorana, y Miguel, Tono y Edgar Neville comentaban cualquier asunto provocando tal regocijo y diversión que aquellas cenas despertaban los celos de nuestras esposas” (2002, p. 79).
El propio Agustín Tena intentó esclarecer las aportaciones al guion del filme de cada uno de sus autores, para lo que contaba con privilegiadas fuentes primarias como el cuaderno de rodaje de Berlanga. Pudo comprobar de esta forma que la mano de Mihura estuvo presente en la revisión y estiramiento del diálogo de las “fuerzas vivas” o “la secuencia de los ‘jozú’ de Lolita Sevilla” (2002, p. 77). Asimismo, el profesor Kepa Sojo, que revisó con detenimiento todo el debate y rastreó también estas huellas de intervención del guion de Bienvenido, Mr. Marshall, concluyó su estudio (primero en 1997 y luego en 2009) señalando que las aportaciones más sobresalientes de Mihura residieron, en efecto, en la mejora humorística de parlamentos clave como los discursos del alcalde y Manolo Morán desde el balcón, o la conversación entre ambos con motivo de la preparación de la campaña de bienvenida de los americanos, así como la procedencia castellana, y no andaluza, del pueblo. A su vez, ponderaba el cuidado y la agilidad de las réplicas en las secuencias más teatrales que jalonan la película y que se debían en parte a la formación escénica de Mihura. En palabras coincidentes de Agustín Tena: “Ese tono de comedia teatral inequívocamente español, que ya había triunfado en la República, es una de las claves del éxito de Bienvenido” (2002, p. 69). Aun así, tanto Tena como Sojo sentenciaron que la esencia del relato estaba ya en el original de Berlanga y Bardem, lo que, lejos de ser un freno para esta investigación, refuerza su principal pretensión. Esto es, demostrar que había un fondo común en cierto humorismo y en el sentido farsesco de Mihura y Berlanga (y más adelante en Azcona), especialmente visible en la subversión de las expectativas, la crítica a los convencionalismos, la entrada de un irracionalismo ingenuo pero feroz en las respuestas de los personajes, la orientación al sainete de multitudes o la trascendencia del objeto ridículo.
Por ejemplo, el “chorrito” luminoso y multicolor que Emiliano, el médico aficionado a la física recreativa, propone instalar en la fuente del pueblo gracias a sus “nociones científicas adquiridas en la Laguna” (García Berlanga, 1953) y que tanto agrada al alcalde. La noción ya aparecía en el guion original, pero en el diálogo alrededor del “chorrito” y todo lo que lo rodea (la mezcla de registros, la deformación de la información repetida, el titubeo, la audacia adjetival y la ternura a pesar de toda la petulancia de Emiliano) se ha percibido de forma unánime la mano de Mihura. La sugerencia no es aceptada e instalada en el filme a pesar de las réplicas de Emiliano (“No tolero ironías con lo del chorrito… Un mínimum de conocimiento científicos les serviría para comprender que los rayos solares incidiendo…” [García Berlanga, 1953]), hecho del que llegaría a lamentarse el profesor Juan Antonio Ríos Carratalá en su monografía La memoria del humor:
Una lástima, pues el chorrito en medio de la plaza habría introducido el humor de Mihura de manera más rotunda que los trajes de andaluces. (...) Miguel Mihura sabía mucho, como buen humorista, del poder evocador de los objetos vulgares y cotidianos. El humor absurdo en sus obras no es un choque entre lo ordinario y lo extraordinario, sino entre dos series donde la cotidianidad tiene cabida. Y en ese marco, sin necesidad de recurrir a lo rebuscado, todo puede revestirse de un significado imprevisto y, por supuesto, más rico. Los “huevos fritos” y el “pan con mantequilla”, por ejemplo, no son alimentos en Tres sombreros de copa (1932), sino metáforas de dos concepciones vitales entre las que debe optar el atribulado Dionisio. (2005, pp. 101-102)
En esas latitudes se mueven los tres sombreros de copa del título o el sombrero de fiesta de Dionisio en el texto teatral, pero también el sombrero vacacional de José Luis, el protagonista de El verdugo. Curiosamente, Luis García Berlanga había recurrido ya al uso significativo del sombrero en Bienvenido, Mr. Marshall cuando compone, en sus palabras, un “homenaje a Pudovkin” (Hidalgo y Hernández Les, 2020, p. 54) en el plano frente al Ayuntamiento de los sombreros cordobeses, a un tiempo verdadero e impostado atributo de Villar del Río, aunque quizás la idea se deba más a Bardem, obsesionado con el Film Technique de Pudovkin, que al valenciano. Como sea, si el objeto se multiplica en dicha escena como sinécdoque, el objeto también puede llegar a ocupar y concentrarlo todo como una obsesión. Es el caso de las aspiraciones de medrar, aunque condensadas en su mínima expresión, con ese diminutivo que esconde y expone su miseria, que reflejarán los títulos de los guiones de Rafael Azcona de El pisito (1958) o El cochecito (1960).
Recursos como este parecen reforzar aquel postulado −que matizamos en el siguiente punto− del historiador Félix Fanés, según el cual uno de los grandes méritos de la filmografía del director a partir de Bienvenido, Mr. Marshall era haber logrado entroncar con “una de las pocas corrientes culturales serias que habían conseguido sobrevivir en el interior al desastre de la guerra. Me refiero a la literatura de humor de los Jardiel Poncela, Mihura, Tono, etc.” (1986, p. 126). José Luis Castro de Paz y Josetxo Cerdán, en el interesantísimo volumen Del sainete al esperpento. Relecturas del cine español de los años cincuenta (2011), refuerzan esta correlación y sostienen que, si hablamos de una tradición cultural nacional, el cine español posterior a la Guerra Civil parte:
no solo de los modelos archinescos activados por el cine republicano (Filmófono, Neville, Perojo, Marquina), sino también de la compleja conjunción de la influencia de tales modelos con la crispación posbélica que sobre ellos fueron situando, más o menos virulenta, voluntaria y muy dificultosamente, los cineastas-humoristas de la conocida como “Otra Generación del 27”, de directa colaboración y reconocida influencia en Berlanga. (2011, p. 56)
3. La relevancia del humor de la “Otra Generación del 27” en el trabajo de Berlanga y Azcona
Todo lo dicho arriba ha de servir como muestra de que el humor más agudo durante el franquismo hubo de canalizarse en caminos estrechos, llenos de confluencias entre autores de distintas generaciones que se conocían y que, hasta cierto punto, practicaron una lógica de continuidad con las comedias más celebradas de los años treinta, especialmente en lo relativo al humorismo costumbrista de inspiración grotesca. En otras palabras, la farsesca comicidad de Miguel Mihura, Edgar Neville, Rafael Azcona o Luis García Berlanga, entre otros, parte de un contexto y de una tradición nacional asentada, que ya había estilizado viñetas caricaturescas, cuadros zarzueleros, marionetas o el primer cine cómico. Y lo había hecho en su deformación más esperpéntica y abstracta (Valle-Inclán), alejada de estos derroteros, o como “tragedia grotesca” (Carlos Arniches), de inspiración más figurativa y cercana.
En este sentido, conviene recordar que durante los años treinta los principales exponentes de la llamada “Otra Generación del 27” mantuvieron “una buena relación con autores como Carlos Arniches y los hermanos Álvarez Quintero” (Ríos Carratalá, 2005, p. 52), de quienes valoran su humorismo “festivo-realista” (González Grano de Oro, 2004, p. 57). Es más, aunque Edgar Neville, Enrique Jardiel Poncela o Miguel Mihura introdujeron un claro aliento de modernidad en sus obras, sus objetivos cómicos estaban lejos de la perplejidad vanguardista, como repetía siempre el propio Mihura ante la incomprensión que suscitó hasta su estreno Tres sombreros de copa (más en Tordera, 2007; Martínez de Miguel, 1998). Estos autores buscaban la risa mordaz o descabellada a partir de la síntesis de la representación de la cotidianidad española y durante los años cuarenta y cincuenta acertaron esa intención en numerosas incursiones cinematográficas. El guion de Bienvenido, Mr. Marshall, no en vano, responde a la lógica de un “sainete” (Caparrós-Lera y Esteve, 1991; Ríos Carratalá, 2007; Partearroyo, 2020), desplegado en torno a las caricaturas sucesivas de los más poderosos y humildes, todos engañados, habitantes de Villar del Río.
La investigadora Manuela Partearroyo propuso hablar de “grotesco necesario” para referirse a las estrategias de distorsión comunes de todas estas películas estrenadas “entre el negro de una guerra que nos ha dejado sin lírica y el tecnicolor de los locos años sesenta” (2020, p. 16), que hicieron del resurgimiento del grotesco costumbrista una herramienta catártica para reflejar y poder aguantar y hasta reír de los infortunios cotidianos de la España franquista mostrados en pantalla. En esta tesitura se entiende lo grotesco, siguiendo las incursiones teóricas de Iehl (1997), Roas (2008) o López Fernández (2020), como un ejercicio de degradación de una realidad o su expectativa por medio de la combinación de lo ridículo y lo doloroso. Entre todas ellas se alza la negrura de El verdugo, catalogada como “esperpéntica” por Santos Zunzunegui (2002) y también por José Luis Castro de Paz y Josetxo Cerdán, que entendían Bienvenido, Mr. Marshall como un “texto-crisol” (2011, p. 50) de tal veta corrosiva.
De igual modo, la formulación grotesca abarcaría también el pesimismo indeleble de los derrotados personajes de unas comedias donde la muerte, a través de múltiples representaciones (la citada pena de ejecución, el crimen en las incursiones de Neville…), acecha “cuando el humor desaparece” como apunta Ríos Carratalá (2005, p. 127) hablando no de cine, sino de la obra literaria de Rafael Azcona, Carlos Arniches y Miguel Mihura.
3.1 Del sainete a la tragedia grotesca. Primeras aproximaciones formales entre El verdugo y Tres sombreros de copa
Para constatar estas confluencias es interesante detenerse en el caso de Edgar Neville, otro exponente destacado de la Otra Generación del 27, que adapta al cine, en uno de sus primeros trabajos como director, La señorita de Trevélez, de Carlos Arniches, en el año 1936. La obra fílmica del joven director −que apenas ha debutado en el séptimo arte tras su periplo de aprendizaje y desenfreno en Hollywood− rezuma el humor desenfadado escrito por el alicantino veinte años antes. Curiosamente, pasarán otros veinte desde el trabajo de Neville para que otro director vuelva a llevar a la gran pantalla el texto de Arniches, aunque con otro título y estética diferente al original, Calle Mayor (1956). Nos referimos a Juan Antonio Bardem, cuyo primer largometraje, junto a Berlanga, Esa pareja feliz (1951), fue calificado precisamente como una combinación de “Carlos Arniches y René Clair” (García Serrano, 2011, p. 15).
Al igual que para sus compañeros de la Otra Generación del 27, el humor se encuentra en las costuras de su creación artística desde los primeros trabajos de Edgar Neville. Lo considera como una parte indispensable de su trabajo, y lo define como “la manera de entenderse entre sí las personas civilizadas”, y añade que “solo personas inteligentes y con una educación desarrollada son capaces de captar el humor” (Burguera, 1999, p. 229). De entre todas las formas en que se manifiesta la carcajada, prefiere el sainete que bebe del teatro de Arniches y otros cómicos de las primeras décadas del siglo, lo que se debe, como analiza Rafael Utrera Macías, a que Neville entiende que lo sainetesco “sabe a verdad y vida real, con esa clase media donde se da el costumbrismo más auténtico” (2007, p. 62). De hecho, su trío de filmes más conocido −el formado por La torre de los siete jorobados (1944), Domingo de carnaval (1945) y El crimen de la calle Bordadores (1946)− conforma lo que se conoce como “los tres sainetes criminales madrileños” (Aguilar, 2002), en los que Castro de Paz ha visto trazas de un “aunténtico programa formal de medi(ta)da disidencia cultural” (2002, p. 152), con continuas reminiscencias goyescas.
Por su parte, la adaptación de Bardem, Calle Mayor, protagonizada por la actriz estadounidense Betsy Blair, es uno de los trabajos más reconocidos del director, convertido ya en uno de los grandes nombres de la industria cinematográfica española, tras su papel activo en las Conversaciones de Salamanca de 1955, y con un peso relevante en el cine que queda en los márgenes del franquismo (lo que le acarreó no pocos problemas de rodaje). Significativamente, Bardem obvió en el filme los presupuestos de degradación grotesca del texto original de Arniches y apostó por una versión realista mucho más cruda y dramática, cuyas escasas notas de humor se basaban en la ironía narrativa. Con ello Bardem tomaba distancia del sainete festivo y de ese “grotesco necesario”, lo que supuso, a posteriori, el alejamiento del tono tragicómico que perfilarían más tarde Berlanga y Azcona.
En lo que respecta a la relación de Berlanga y de Azcona con esta tradición, en un artículo fundamental para este estudio el profesor Ríos Carratalá (2007) cotejó minuciosamente los esquemas formales de El verdugo con los planteamientos teóricos de la “tragedia grotesca”. Después de todo, la fórmula no solo implicaba la mezcla entre categorías cómicas y dramáticas, sino la aparición de antihéroes atrapados y desbordados por una realidad que les impide ser ellos mismos. Así, las obras fundamentales de Arniches desarrollaban su comicidad en la necesidad de aparentar (juventud en La señorita de Trevélez, locura en La locura de Juan…). Ahora bien, donde el humor de este era esperanzador en las peripecias de esos personajes transformados, chaplinescos en su aparente fragilidad y simpatía, que son capaces de superar sus limitaciones y que, pasada la acción, solucionan sus conflictos con renovada confianza; en el caso de Berlanga y Azcona concluía Ríos Carratalá que “no cabe el desenlace feliz” (2007, p. 221). Sus personajes, especialmente José Luis en El verdugo, inician un proceso irreversible de “miserabilización”, su transformación es trágica y no incluye un arco de aprendizaje. Sí lo habría para el espectador. Al hilo, Bernardo Sánchez Salas hablaba con lucidez de El verdugo como una “fábula negra” con su correspondiente valor de enseñanza, “no al modo dogmático de tantas fábulas, sino con el relativismo de los entremeses cervantinos, siempre propicios para una duda que nos concierne” (Sánchez Salas, 2000, p. 45).
Tal deriva, sin embargo, no es exclusiva de la dupla Berlanga-Azcona. Estas mismas características podrían aplicarse a la fortuna del personaje de Dionisio en Tres sombreros de copa de Miguel Mihura, quien, como José Luis, no logra eludir su futuro aciago, también encarnado por su suegro, y es consciente de haber empeorado moral y vitalmente, de estar atrapado y culpable al término de la peripecia. Al fin y al cabo, el personaje es forzado a casarse y a abandonar a la mujer de quien se ha enamorado, Paula, así como a la vida circense que le ha cautivado por seguir una convención burguesa tan ridiculizada como inquebrantable. Haciendo nuestras, de nuevo, las palabras de Ríos Carratalá en torno a El verdugo, no sería una exageración aplicarlas también a la obra de Mihura, entendida como:
[la tragedia] de un sujeto incapaz de decir no, que bordea lo irrisorio al modo de las tragedias coetáneas de Alfonso Sastre, ya que se encuentra atrapado por las circunstancias de la vida hasta verse abocado a un destino contrario a su tambaleante voluntad. Pero en su caso el destino carece de un origen metafísico, superior o inextricable. No produce terror por lo desconocido, sino por lo contrario: por su proximidad en un ámbito reconocible y cotidiano. (2007, p. 231)
En contrapartida, el humor de ambas obras radica también en la ternura de los personajes secundarios, incluso los más terribles, como Don Sacramento y El Odioso Señor en el caso de Tres sombreros de copa, y, por encima de todos, Amadeo −nombre también parlante, de oscurísima ironía− interpretado por Pepe Isbert en El verdugo. Una figura tan temiblemente convincente como entrañable. Berlanga decía que “Isbert no podía hacer otra cosa que personajes entrañables” (Hidalgo y Hernández Les, 2020, p. 131), rasgo especialmente afín a la estética de Mihura, que en su momento se afanó en revisar los diálogos del alcalde encarnado por Isbert en Bienvenido, Mr. Marshall.
Las coincidencias en el tono tragicómico que plantean Tres sombreros de copa y El verdugo no concluyen ahí. Ambos textos evitan igualmente el apoteósico desenlace fatalista, es decir, no terminan con la desaparición del protagonista por el espacio de donde han sido llevados a rastras. El director Alexander Mackendrick se equivocaba al rememorar esta escena de El verdugo como uno de los mejores finales de la historia del cine (Aranzubía Cob, 2011), pues el filme se cierra realmente con la imagen festiva de un barco que se aleja, ocupado por burgueses presumiblemente extranjeros vestidos de gala y bailando twist, ajenos al desasosiego de José Luis. En Tres sombreros de copa, la burguesía de gala ya ha salido de la estancia con cornetas y carracas y queda la abandonada Paula sola, sosteniendo los sombreros de copa, pero “cuando parece que se va a poner sentimental, tira los sombreros al aire y lanza el alegre grito de la pista: ‘¡Hoop!’, sonríe, saluda y cae el telón” (Mihura, 1999, p. 152). Es decir, en ambos casos sigue la vida, como una fiesta macabra y desigual con los perdedores.
Hay diferencias radicales, no obstante, entre los dos planteamientos, más allá de las imposiciones de cada disciplina, la cinematográfica y la teatral (decía Rodríguez Padrón que lo importante en Mihura era, de hecho, la adecuación entre “el lenguaje y las situaciones creadas en el escenario” [1999, 42]) o de los matices de cada humor: el de Berlanga y Azcona toca simas más corrosivas y el de Mihura puede resultar más naíf, episódico y atropellado, como veremos. Así las cosas, José Luis es, ante todo, un superviviente, hay un hálito de picaresca en las tramas tanto de El verdugo como de Plácido (1961), también dirigida por Berlanga y guionizada por Azcona. Dionisio, por su parte, es un ser abúlico, burgués, a medio camino entre aquellos “tontos” adorables del primer cine cómico y los personajes atribulados de Niebla, de Unamuno, o las novelas de Benjamín Jarnés.
Aun así, dados todos estos reflejos, podríamos preguntarnos por qué no se ha profundizado más en los ecos compartidos entre las dos obras. Conviene recordar aquí que la amargura tierna de Tres sombreros de copa, escrita en 1932, es en su conjunto una rara avis en la trayectoria escénica de Mihura, que durante los años cincuenta desarrolló una comedia más optimista (y acomodada) en sus desenlaces. Además, en ocasiones el análisis del humor de Tres sombreros de copa y de El verdugo ha podido quedar lastrado por su excesiva identificación con dos conceptos comodín: el “humor absurdo” y el “humor negro”. Ambas etiquetas fueron rechazadas en múltiples ocasiones por los escritores de sus textos, Miguel Mihura y Rafael Azcona, a quienes también atraviesa una relación previa en el marco ineludible de la revista La Codorniz.
3.2 El humor gráfico de La Codorniz
Tras la experiencia que supone para Mihura la dirección de la revista propagandística La Ametralladora durante la Guerra Civil para el bando sublevado, y junto a su inseparable Tono −también miembro de la Otra Generación del 27−, funda y dirige en 1941 La Codorniz, insignia del humor gráfico español por la que pasaron algunos de los autores más talentosos del pasado siglo, desde los miembros de la referida generación literaria hasta el futuro guionista Rafael Azcona. La aventura de la revista se extiende más de tres décadas, hasta 1978, pero la etapa como director del dramaturgo concluye pronto, en 1944, donde toma el mando definitivo Álvaro de la Iglesia. Así define Mihura el humor tras la fundación de la revista:
El humor es un capricho, un lujo, una pluma de perdiz que se pone uno en el sombrero; un modo de pasar el tiempo. El humor verdadero no se propone enseñar o corregir; porque no es esta su misión. Lo único que pretende el humor es que, por un instante, nos salgamos de nosotros mismos, nos marchemos de puntillas a unos veinte metros y demos una vuelta a nuestro alrededor contemplándonos por un lado y por otro, por detrás y por delante, como ante los tres espejos de una sastrería y descubramos nuevos rasgos y perfiles que no nos conocíamos. (Mihura, 1948, pp. 304-305)
La revista agrupa desde sus orígenes a creadores de muy diversas disciplinas, procedentes tanto de la literatura, del arte, del teatro o del cine. Al igual que ocurre en países como Italia con autores como Ennio Flaiano o Federico Fellini (Partearroyo, 2020), las revistas cómicas españolas −y, en los cuarenta y cincuenta, sobre todo, La Codorniz− aparecen como plataformas en las que el ingenio de sus colaboradores actúa como un trampolín para darse a conocer, previo al éxito y reconocimiento que cosecharán en sus futuros oficios. Es lo que ocurre con Rafael Azcona, ejemplo paradigmático de cómo el humor legado de la revista traspasa la publicación a la pantalla (Aguilar y Cabrerizo, 2019), y cuya llegada dio un soplo de aire fresco a la redacción de La Codorniz a inicio de los cincuenta. Azcona renovó la ácida crítica de la revista a través de una serie de personajes caricaturescos en las antípodas de su ideario de quienes se desmarcaba irónicamente. En tal marco, José Antonio Llera Ruiz ha analizado la notable influencia que el estilo de Mihura tuvo en el del joven Azcona, cuyas huellas alcanzaron incluso a sus habituales “microestructuras absurdistas, como la conjunción pero estableciendo atenuaciones anómalas” (2010). “¿Te casas, Dionisio?”, preguntaba Paula en Tres sombreros de copa. Y Dioniso respondía: “Sí. Me caso, pero poco” (1999, p. 142). Por su parte, Azcona escribe en La Codorniz: “Y, es evidente, a los cincuenta años un huérfano es un huérfano, sí, pero poco” (26-II-1956).
El logroñés abandona la revista en 1958, y enseguida comienza su inmersión en la industria cinematográfica nacional. Adapta, primero, un relato propio para el guion de la película El pisito (1958), de Marco Ferreri y, el año siguiente, repite fórmula con otro de sus breves textos, El cochecito (1960), para el mismo director. Esta comicidad de tintes farsescos que había desarrollado en La Codorniz, y que tomaba parte del Nuevo Humor de la Otra Generación del 27 y del quehacer de Mihura, llama la atención de Luis García Berlanga. En 1961 empieza la fecunda colaboración entre director y guionista en Plácido (1961), la cual se prolongará hasta la década de los ochenta con La vaquilla (1985), y que tiene como una de sus grandes cotas El verdugo (1963). En el texto de la película también quedan unas pocas pinceladas de Ennio Flaiano, guionista fetiche de Fellini, que ya había colaborado con el cineasta valenciano en la escritura de Calabuch (1956). Por ejemplo, Flaiano parece haber sido el responsable de quitar cinismo a la tragedia de José Luis cuando regresa con su familia al término del filme, según testimonio del propio Berlanga (Balagué, 1998, pp. 93-94).
Todo ello demuestra que, como han analizado Aguilar y Cabrerizo (2019), la esencia del humor gráfico de La Codorniz (como ocurrió en revistas italianas como Marc’Aurelio) se incrusta en varios de los más destacados productos artísticos de los años cincuenta y sesenta, siendo el cine un claro ejemplo de ello y El verdugo un caso paradigmático. ¿No compone acaso José Luis en su vía crucis, figura derrumbada en aquel espacio blanco, una suerte de viñeta grotesca? ¿No es en sí una caricatura con ese estrafalario sombrero vacacional? También Dionisio se casará finalmente con un sombrero impropio, en este caso de fiesta, con el que compone su propia caricatura de novio a la fuerza. Los citados investigadores, Aguilar y Cabrerizo, recalcan que el cine en sí mismo fue un tema de reflexión constante de la revista, desde el inserto publicitario al tratamiento irónico que se le aplicó a todos sus aspectos (2019, p. 16). En cuanto al papel del propio Mihura en clave cinematográfica, su estudiada colaboración con Berlanga y Bardem en Bienvenido, Mr. Marshall no fue una actividad aislada. Al contrario, estableció una relación con el medio
prolongada, intensa y, en ocasiones polémica. Varias de sus obras fueron adaptadas con notable éxito y compaginó sus tareas como comediógrafo con las de guionista y dialoguista. (...) Su presencia en el cine es la de un profesional que conocía su oficio. (Ríos Carratalá, 1999, p. 134)
Para empezar, durante los años cuarenta Miguel Mihura había sido el co-autor de los celebrados guiones de La calle sin sol (1948) y Una mujer cualquiera (1949), de Rafael Gil, en los que se exploran oscuros crímenes con fondo costumbrista. A su vez, se había encargado del guion de siete películas de variado género dirigidas por su hermano, Jerónimo Mihura, algunas de ellas hoy perdidas: Aventura y Castillo de naipes (ambas de 1942), Confidencia y Vidas confusas (1947) Siempre vuelven de madrugada (1948), Mi adorado Juan y Me quiero casar contigo (1950). No solo eso, el dramaturgo estuvo presente en los rodajes y se encargó personalmente de la dirección de actores de la mayoría de ellas. El investigador Javier López Izquierdo llegaría a hablar por ello de un “cine Mihura”, con un talante propio, en el que destacaban los inicios sorprendentes, las profundas elipsis, los juegos de metaficción o los contrapuntos argumentales, reflejos de un humor “cruel” en las contradicciones a las que se abocaban sus personajes (2001).
Por lo tanto, si se tiene en cuenta esta madeja de medios y relaciones, la colaboración pretérita de Mihura con Berlanga y, al mismo tiempo, la influencia y el peso que el estilo del dramaturgo tuvo en el quehacer de Azcona, se empieza a entender que, aunque de un modo indirecto, el talento y la imaginación del dramaturgo parece sobrevolar en la concepción creativa del tándem Azcona-Berlanga.
4. De Tres sombreros de copa a El verdugo. Paralelismos entre las escenas finales
El estreno de Tres sombreros de copa, en el año 1952, supuso un punto de inflexión en el rumbo del teatro de humor durante el franquismo. La obra de teatro a posteriori más conocida y celebrada del fundador de La Codorniz cosechó un éxito institucional y crítico (cristalizado en la concesión del Premio Nacional de Teatro de ese año) sin precedentes en la comedia española desde 1939. Pronto Mihura fue erigido como uno de los impulsores del “teatro del absurdo” que, de forma muy personalista −pues cada absurdo lo es a su manera−, estaba empezado a destacar en la escena europea posterior a la Segunda Guerra Mundial, con Ionesco y Beckett a la cabeza. A pesar de esas marcadas individualidades, se puede concretar que el absurdo como corriente se caracterizó por experimentar con lo irracional y lo infantil como prisma para constituir una trama supuestamente ilógica y reiterativa, y recrear a partir de ahí el sinsentido, la desigualdad y la parálisis existencial del momento, no sin ahondar también en las arbitrarias convenciones sociales (el gran blanco de Tres sombreros de copa) que las ocultan y sostienen.
Ante este éxito y adecuación al contexto, llama poderosamente la atención que la obra fuera escrita, en realidad, por un Mihura de 27 años en 1932, y que hasta su estreno dos décadas después constituyera el gran fracaso del autor. Su identificación, pues, con la corriente del “teatro del absurdo” responde a una resignificación contextual y temporal, pero no sigue sus preceptos, siempre domina una lógica interna en el desarrollo de la trama. En todo caso, como sugería Martínez de Miguel se podría hablar de un puntual “realismo imposible” (1998, p. 140). No obstante, en 1932 el absurdo de continua ocurrencia ágil y el humor disparatado, lleno de apelotonamientos y sorpresas, que propone Mihura estaba más cerca del Nuevo Humor propugnado por Ramón Gómez de la Serna, de las screwball comedy de Hollywood y de las calculadas réplicas y multitudes de las películas de los hermanos Marx. ¿Por qué no triunfó entonces entre los conocidos a quienes Mihura mostraba el texto? La bibliografía ha aducido múltiples respuestas que, paradójicamente, apuntan las razones de su modernidad: el comportamiento exagerado e irrepresentable de los personajes, la incomprensión ante la función rehumanizadora del humor en escena, o su descarnado final, demasiado doloroso e incongruente para el clima entusiasta y político de la España de los años treinta.
Por contra, el espectador de 1952, en medio de un ambiente de censura, posguerra y estancamiento, comprende de forma más cercana la hipocresía total que planteaba el texto, la imposibilidad de medrar o escapar de su vigilante microcosmos en esa España de provincias, y la necesidad de la risa disparatada para reflejarlo. En otras palabras, la obra adquirió una carga de mordiente social, más acorde también a la caricatura codornicesca con la que se asociaba a Mihura; y esta fue la interpretación que caló en el imaginario colectivo de la España de 1952 y a partir de la cual podemos establecer mejor el correlato con Berlanga y Azcona.
El protagonista de Tres sombreros de copa, llamado irónicamente Dionisio, es un personaje anodino de veintisiete años que pasa la noche previa a su boda en un hotel de provincias, porque así lo “marca la tradición” (Mihura, 1999, p. 130). Los tres sombreros de copa a los que alude el título son los que ha de probarse para su traje nupcial. Esa noche irrumpe en su habitación Paula, bailarina representante del mundo de la bohemia y del circo, que le muestra a Dionisio una vida de estímulos y, sobre todo, de supuesta libertad, pero que esconde una correosa cara oculta: la miseria que le acompaña y la sumisión al dinero ocasional de la burguesía, que el propio Dionisio encarna. En este sentido, el humor de respuesta veloz y dislocada sirve como símbolo de incomunicación, pero también como anestésico para suavizar las situaciones más controvertidas y melodramáticas, no exentas de doble fondo moral. De hecho, tanto Paula como Dionisio, aunque se caracterizan fundamentalmente por su inocencia (tan cotizada en sus mundos), se van a engañar. Paula acude a la habitación de Dionisio para estafarlo y, a su vez, él se hace pasar de inmediato por artista de circo y niega tener cualquier novia. Durante la noche que dura la acción ambos fantasean ilusionados con los planes que podrían realizar juntos, redundando en la soledad en la que se encuentran en sus respectivos marcos, haciéndose creer que no son como los demás, hasta que, con la madrugada, irrumpe en la habitación el sistema moral y el deber social personificados, desde su nombre, en la figura del suegro de Dionisio, Don Sacramento, personaje que podría aparecer perfectamente en la novela de Azcona El repelente niño Vicente (1955). Juan Antonio Ríos Carratalá exponía, de hecho, que los padres de este niño Vicente “imaginan para su retoño un futuro que, en su caótica formulación y coherente significado, nos recuerda al mejor Miguel Mihura en sus irónicas descripciones de los convencionalismos” (2009, p. 42).
La referencia se ajusta como un guante a la escena de Tres sombreros de copa donde se produce la anagnórisis final: Paula descubre que Dionisio se va a casar, con la primera chica que vio, aunque no la quiera, aunque nunca la haya podido besar, “porque todos se casan siempre a los veintisiete años” (Mihura, 1999, p. 143), y debe cumplir con las normas, hasta la extravagancia, que dicta su posición (en la que se incluye, si quiere darse algún placer, la hipocresía moral de frecuentar y pagar a alguna bailarina). Así, cuando llega el momento de prepararse para la boda, Dionisio no para de repetir, con deje infantil mientras la besa: “¡Yo no me caso, Paula! ¡Yo no puedo tomar huevos fritos a las seis y media de la mañana!” (1999, p. 143). Al principio parece una decisión concluyente, cargada de ironía dramática en la siguiente variante: “¡Yo no me caso, Paula! Yo me marcharé contigo y aprenderé a hacer juegos malabares con tres sombreros de copa” (1999, pp. 143-144). Más adelante, su fuerza disminuye hasta reducirse a la verbalización de un deseo: “¡Yo no me quiero casar! Tendré unos niños horribles y criaré el ácido úrico!” (1999, p. 147) o “¡Yo no me quiero casar! ¡Es una tontería! ¡Ya nunca será feliz!” (1999, p. 147). La negativa finalmente se diluye y no surte efecto: el futuro del protagonista parece inamovible. Es precisamente Paula, que ha entendido antes que él la imposibilidad de estar juntos, quien le viste para la ocasión y le prueba los sombreros de copa seleccionados. Ninguno funciona y termina saliendo de escena con el “sombrero de baile” que Paula elige (aunque “también le queda mal”). “¡Así, mientras que lo tengas puesto, pensarás cosas alegres!” (1999, p. 150), le dice la bailarina, que acaba la obra tirando al aire, en un último gesto circense, los tres sombreros descartados. Antes, irrumpen Don Sacramento y el gerente del hotel para llevarse a Dionisio, que se aleja definitivamente “sin dejar de mirar el biombo” (1999, p. 152) donde se esconde Paula.
Los tres sombreros caídos y el sombrero de fiesta funcionan como metáfora de unión entre el texto de Mihura y el filme de Berlanga escrito por Azcona y Flaiano. En El verdugo, recordemos que el protagonista José Luis −interpretado por Nino Manfredi− comienza un idilio con Carmen −Emma Penella−, hija de Amadeo −José Isbert−. Para que la pareja pueda mantener el piso en el que reside, José Luis, antiguo enterrador, se ve impelido a heredar el oficio de su suegro: verdugo. El protagonista no está preparado para ejecutar la tarea, que le horroriza, pero, cuando llega el encargo, aflora la cobardía (de renunciar). Así se llega a la secuencia objeto de análisis. José Luis (como Dionisio), ya en la prisión, declara su intención de negarse repetidamente, primero decidido: “Yo me voy” (García Berlanga, 1963). Progresivamente más titubeante y desesperado, verbaliza solo su deseo de escapar: “Yo me quiero ir… Mi mujer… que me espera mi mujer”, “Es que no puedo… que no soy un criminal…” (García Berlanga, 1963). De camino al patíbulo, José Luis es sostenido y llevado por las autoridades (como Dionisio) en el patio blanco de la penitenciaría para que cumpla su función. La dignidad del reo que va a ser ejecutado (como la dignidad de la abandonada y ocultada Paula), que camina unos metros delante, contrasta con el pesar del protagonista. “En todo momento, el condenado parece él y no el verdadero reo al que van a aplicar la pena de muerte” (Sojo Gil, 2016, p. 92). En el tambaleante forcejeo con los guardias, se le cae su sombrero de verano; símbolo ridículo y anticlimático de un personaje que, en realidad, solo pretendía dar a su mujer la ilusión de ver el mar y pasar unos días de vacaciones en las Islas Baleares. Lejos de ser superficial, el sombrero es lo único que resta tragedia a la imagen de José Luis: como en Tres sombreros de copa, el humor que genera el patetismo esconde, en el fondo, la desolación por el destino infeliz que acabará asumiendo. Supone la gran broma visual de la escena, la que funciona como cortafuegos emocional. No en vano, el plano no corta hasta que un guardia recoge ese sombrero de veraneo blanco, completamente extraño en el suelo gris del patio, y se lo lleva a José Luis.
También, en contrapartida, tales inapropiados sombreros son los únicos elementos que dotan de sentimentalismo e inocencia a Dionisio y a José Luis, pues pertenecen al otro mundo que pudo ser y dejan atrás (simbolizado en la obra de teatro por los artistas del music-hall y en la película, por el guateque a bordo del barco). Y es que José Luis es todavía una víctima (igual que Dionisio era una “víctima del deber” [Rodríguez Padrón, 1999, p. 50]), al contrario que su suegro quien, sentencia Berlanga, “ha pasado de ser víctima a tecnócrata” (Hidalgo y Hernández Les, 2020, p. 130).
Es sabido que El verdugo nace a partir de la idea de esta escena pilar. A Berlanga le cuentan la historia de una ajusticiada y su nervioso verdugo y esta le obsesiona hasta el punto de crear una película para introducirla (más en Sojo Gil, 2016). Como ha estudiado Sánchez Salas (2006), entre otros, Azcona hizo un verdadero esfuerzo por darle contexto. Tiene sentido que en la plasmación cinematográfica −y hablamos de una escena especialmente reconocida de la historia del cine, como abordaremos− ambos creadores se sirvieran consciente o inconscientemente de toda su memoria estética, y detalles como el sombrero plantean la seria posibilidad de que uno de los finales recordados fuera el de Tres sombreros de copa. Más aún, teniendo en cuenta la demostrada proximidad entre el contexto creativo de Mihura, Berlanga y Azcona y, sobre todo, la coincidencia, tanto en el orden como en los elementos, de las dos escenas objeto de estudio.
Si se presta atención, la secuencia es gradualmente similar en sus pasos. Primero, el engalanamiento grotesco, cargado de ironía: ambos personajes van a ser formalmente vestidos para sus ceremonias. En la película, la cámara se centra en el nerviosismo de José Luis, que observa al reo que se dirige al cadalso al fondo de la imagen (como Dionisio miraba al biombo de Paula), mientras que un policía trata de ponerle, no sin dificultades, la corbata requerida para la ejecución. Se repite la negativa a cumplir con su cometido, que contrasta con la aceptación callada de sus víctimas (el ajusticiado y Paula). Luego, la comitiva de la autoridad, que en ambos textos muestra gestos amables, y saca a los protagonistas del espacio. En escena José Luis adopta, además, una rigidez física que hace que sea prácticamente arrastrado. Antes de todo, la burbuja en la que los protagonistas pasan sus últimas horas, como si las vacaciones en Mallorca, en el filme, y la noche mágica con Paula en la habitación del hotel, en la pieza teatral, actuasen como arcadia, como lugar de ensoñación previo a la pesadilla programada (y real) que acabarán afrontando. Para terminar, el pesimismo indeleble, ambos han entrado en la rueda, están al margen del alegre final de fondo (el número circense de Paula y la fiesta del barco). “No lo haré más”, llega a comentar José Luis después de ejecutar al reo, a lo que su suegro responde, lapidario, “Eso dije yo la primera vez” (García Berlanga, 1963).
En tal contexto, se podría pensar que la suerte que comparten Dionisio y José Luis es la de la falta de la libertad, la imposibilidad de decidir con garantías materiales en una sociedad ante lo que solo quedan dos vías: la renuncia, de efectos impensables, o una progresiva muerte emocional. La crítica a la hipocresía funcional es rotunda en ambas peripecias en las que la tragicomedia acaba aplicando su ley. En todo caso, los sombreros caídos, tanto en el filme como en la pieza teatral, reposan un momento como pequeños representantes de esa muerte que permanece paralela, aparentemente quieta y en segundo plano, pero constatando la desdicha que liga a Dionisio y a José Luis. Y al final esta se impone, aunque los protagonistas sigan su camino.
5. La modernidad en escena: memoria estética y relevancia del espacio
Una vez que la cámara deja las oficinas de la penitenciaría, y ya con José Luis en el patio blanco, el espectador observa el paso de una docena de hombres hacia una minúscula puerta negra situada al fondo, donde espera otro guardia más. Atendiendo al modo en que el director concibe esta secuencia, su forma cinematográfica, Berlanga opta por un efecto de elevación de la cámara para abandonar a los personajes mientras parecen engullidos por el lejano umbral. De este potente momento y del lugar en que se rueda, Santos Zunzunegui ha escrito que “se trata más bien de un desagüe que se traga a todos y cada uno de los participantes en la macabra ceremonia, condenándolos a las cloacas de la historia” (2005, p. 59). De nuevo, el tema de la muerte que se sobrepone a los vivos. ¿No es acaso esta imagen de la muerte la que predomina al final de Vertigo (1958), de Alfred Hitchcock, cuando, tras el suicidio de Madeleine −Kim Novak−, la puerta enmarca a Scottie en el campanario −James Stewart− como si fuese su ataúd (González Requena, 2006)? Lo único que parece no engullir el desagüe es el sombrero abandonado en medio del patio. Allí se queda unos segundos hasta que un guardia, cuando todos han quedado fuera de campo, retrocede, enfatizando la importancia y el peso del espacio, lo recoge y lo lleva hasta la minúscula obertura que ya se ha tragado a José Luis. Esta puerta negra configura el particular ataúd del protagonista.
Como se ha expuesto a lo largo de este trabajo, la secuencia nuclear de El verdugo contiene y en ella convergen distintos finales que han podido inspirar a Berlanga y Azcona. Ello incluye el referido caso de Tres sombreros de copa, la tragedia grotesca de Arniches, Kafka, o, en clave cinematográfica, y solo por seguir con el ejemplo, el cine hitchcockiano de la época. Tal es la importancia de la memoria estética en los penúltimos compases del filme. De hecho, la obra de Hitchcock es uno de los claros precedentes de la modernidad cinematográfica, un periodo esencial para la autonomía del séptimo arte, que se inicia en los estertores de los cincuenta y principios de los sesenta, y que tiene a Jean-Luc Godard, Federico Fellini, Michelangelo Antonioni o Andrei Tarkovski como algunos de sus espoletas (Font, 2002; Losilla, 2012). En palabras de Losilla: “La modernidad busca una nueva manera de mirar, un contemplar activo e inquieto, que participe de las nuevas protestas con sus propias intervenciones en el interior del mundo representado” (2012, p. 19).
En las obras de esta decisiva escuela de creación, en la que sistemáticamente el contenido es tan significativo como la técnica cinematográfica y se imbrica en ella, se pasa de la representación estable y objetiva propia del clasicismo a una representación incierta. No en vano, “se instituye la arbitrariedad de la mirada tanto por parte de quien está detrás de la cámara, el cineasta, como de quien está delante de la pantalla, el espectador. Uno y otro, en un diálogo inconcluso” (Font, 2002, p. 31). Uno de los elementos que gana más relevancia y subjetividad es el espacio, hoy ya plenamente “tematizado” (Bal, 1985, p. 103). Las salas y localizaciones donde se filman las secuencias, al menos en los pasajes marcados del relato, son más que un decorado: se convierten en actores privilegiados, que dicen más de lo que muestran, pues, “en el devenir de la modernidad, el espacio es afectivo, onírico, cerebral y temporal” (Font, 2002, p. 300).
En esta tesitura, el espacio es un elemento cinematográfico muy destacado en la secuencia estudiada de El verdugo y sus escenas previas, en las que Berlanga evidencia que el protagonista no tiene escapatoria física (como tampoco la tenía Dionisio en el hotel). Si Palma de Mallorca es el escenario abierto que descubre José Luis frente a su acostumbrado y encerrado día a día en Madrid, la autoridad le encuentra en un emplazamiento sin salida alternativa, en las entrañas de la isla. Así, la Guardia Civil en barca, grotescos Carontes, le reclama en medio de las cuevas del Drac. Esta sensación llega a su paroxismo cuando llevan a José Luis a la penitenciaría donde espera el reo, convertida ahora también en su propia prisión, llena de vigilantes, recovecos y paredes eternas, donde ha de ejecutar su condena.
La modernidad cinematográfica es una etapa de madurez que no se manifestará con contundencia en España hasta años después, debido al control que el franquismo ejerce sobre las producciones nacionales. Y ello a pesar de que las industrias cinematográficas italiana y española en los años cincuenta y sesenta se retroalimentan y toman enseñanzas la una de la otra (Partearroyo, 2020). El verdugo, coproducción italiana y española, es muestra paradigmática de ello con la participación de Nino Manfredi, del director de fotografía, Tonino Delli Colli, o de Ennio Flaiano, guionista de películas pioneras de la modernidad en Italia y, prácticamente, en Europa, como son La dolce vita (Fellini, 1960) y La notte (Antonioni, 1961). Y aunque estrictamente no podamos considerar El verdugo como una obra moderna, la cinta incluye inequívocas señas del rompedor modo de hacer cine que estaba despuntando a inicios de la década. De hecho, como defiende Sojo Gil, la película supone un “punto de inflexión de nuestra cinematografía al servir como puente entre el cine español renovador de los cincuenta y el Nuevo Cine Español más relacionable con los nuevos cines europeos” (2020, p. 163). Ello en buena parte se debe a la secuencia analizada, una de las primeras y más incuestionables escenas “modernas” filmadas en España durante el franquismo. De ahí la relevancia de buscar y ponderar sus correspondencias.
6. Conclusiones
Decía Font que “lo moderno ha de conservar un vínculo secreto con lo clásico para no quedarse en el mero juego de la moda” (2002, p. 65). La idea, algo habermasiana, subyace en la analizada escena de El verdugo que transcurre en el patio blanco de la penitenciaría. No en vano, pese a su constatada originalidad, la secuencia incluye directa o indirectamente múltiples referencias que Luis García Berlanga y Rafael Azcona han interiorizado en sus años previos, procedentes de toda disciplina artística y que configuran su memoria estética. A tenor de lo estudiado, es más que probable que una de esas referencias sea el final de Tres sombreros de copa, de Miguel Mihura.
La comparación está plenamente justificada dado el contexto creativo compartido entre Berlanga, Azcona y Mihura durante los años cincuenta y sesenta, así como la relevancia de sus colaboraciones previas. En este sentido, se ha examinado la relevancia de Mihura en el guion de Bienvenido, Mr. Marshall, mayor de la reconocida por el director, y, sobre todo, los elementos más farsescos coincidentes en ambos. También se ha demostrado cómo el humor de la Otra Generación del 27 (de la que Mihura fue uno de sus exponentes), así como las formulaciones del sainete y la tragedia grotesca que esta adapta, se perciben en la mirada cinematográfica de Berlanga y en la escritura de Azcona. Este último, además, trabajó para la revista La Codorniz y fue influido por el estilo del dramaturgo y fundador de la publicación humorística.
Así las cosas, las dos escenas clave de Tres sombreros de copa y El verdugo presentan, como se ha analizado, relevantes paralelismos tanto en el orden y las fases de la secuencia, los recursos cómicos o la elección de los elementos que rodean a sus tambaleantes protagonistas, José Luis y Dionisio. Entre ellos sobresale el sombrero de fiesta o de veraneo, impropio en el atuendo de ambos ante la consumación de sus respectivas ceremonias. Sin embargo, el sombrero, más allá de su función humorística, opera de modo simbólico: remata la grotesca caricatura de los protagonistas, pero también representa su humanización y supone la última rémora de la vida que dejan atrás.
El pesimismo de las dos obras, así como la frustración e indecisión de los dos personajes, víctimas tragicómicas de su deber, que acaban asumiendo el destino programado por sus suegros frente a sus deseos y principios, marcan también el paralelismo argumental.
En este circuito de influencias y resonancias artísticas todavía hay, pues, elementos mínimos, como un sombrero, capaces de indicar, por un lado, nuevas vías de aproximación a una de las primeras escenas de claro influjo moderno del cine español, y, por otro lado, de constatar la pervivencia del humor, no tan ingenuo como se ha achacado, de una de las grandes piezas de teatro de la generación anterior.
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[1] Este artículo se enmarca dentro del proyecto de investigación llevado a cabo como beneficiario de un contrato postdoctoral Margarita Salas con la UCM (con estancia en la UAB), financiado por la Unión Europea – NextGenerationEU.
[2] Este artículo se enmarca dentro del proyecto de investigación llevado a cabo como beneficiario de un contrato postdoctoral Margarita Salas con la UCM (con estancia en la UGR), financiado por la Unión Europea – NextGenerationEU, y se vincula con el proyecto de investigación I+D La ficción audiovisual en la Comunidad de Madrid: lugares de rodaje y desarrollo del turismo cinematográfico (FICMATURCM. Ref: H2019/HUM5788).