Postransición, humor y autoficción en el cine musical de Hombres G: una mirada sobre la (des)politización fílmica

 

Postransition, humour and self-fiction in Hombres G’s musical cinema: a look at film (de)politicization

 

Iván Gómez García

Universidad Ramon Llull

ivangg@blanquerna.url.edu

 

Resumen:

Las dos películas protagonizadas por el grupo musical Hombres G en los años ochenta fueron muy poco reconocidas por la crítica de su momento. Esas ficciones quedaron atrapadas entre las obras asociadas a la movida madrileña y un cine realizado bajo los auspicios del sistema de subvenciones de la época, que ha ocupado mucho espacio en el imaginario de críticos y académicos. Pero las películas de Hombres G ¡Sufre, mamón! (Manuel Summers, 1987) y Suéltate el pelo (Manuel Summers, 1988) fueron un éxito de público incontestable. El propósito del artículo es analizar cómo estas dos cintas construyeron, a través de un humor grueso y el uso de la parodia, la sátira, la intertextualidad y hasta la autoficción, un retrato deformado de la época, que en modo alguno puede ser tachado de despolitizado. Estudiaremos cómo estas dos películas excedieron su función de vehículos comerciales al servicio de un grupo musical para acabar ofreciendo un entretenimiento irreverente que se burlaba tanto de sus mayores y de las instituciones por ellos controladas, como de sus coetáneos, los jóvenes completamente volcados en una cultura de consumo que marcó en gran manera aquella época.

 

Abstract:

The two films starring the musical group Hombres G in the eighties were very little recognized by critics at the time. These fictions were caught between the works associated with the movida and a cinema made under the auspices of the subsidy system of the time, which has occupied much space in the imaginary of critics and academics. But the films of the Hombres G ¡Sufre, mamón! (Manuel Summers, 1987) y Suéltate el pelo (Manuel Summers, 1988) were an undisputed public success. The purpose of the article is to analyze how these two tapes built, through thick humour and the use of parody, satire, intertextuality and even self-mutilation, a deformed portrait of the time, which in no way can be branded as depoliticized. We will study how these two films exceeded their role as commercial vehicles at the service of a musical group to end up offering irreverent entertainment that mocked both their elders and the institutions controlled by them, as well as their contemporaries, young people completely invested in a consumer culture that greatly marked that time.

 

Palabras clave:

Hombres G; postransición; cine español; cine de los ochenta; sátira; parodia.

 

Keywords:

Hombres G; Postransition; Spanish Cinema; Cinema of the Eighties; Satire; Parody.

                

1. El cine olvidado de los ochenta

 

La obra cinematográfica del director Manuel Summers ha sido objeto de valoraciones muy dispares por parte de críticos e historiadores del cine español. Algunas opiniones destacan los resultados artísticos de sus inicios, ligados al conocido como Nuevo Cine Español, y recuerdan su papel de protegido del que fuera, en dos periodos diferentes, director general de Cinematografía y Teatro, José María García Escudero. Durante el segundo mandato de García Escudero, Summers estrenó Del rosa al amarillo (1963), comedia que ha gozado de críticas positivas, y el interesante documental Juguetes rotos (1966), que repasa en una serie de entrevistas la vida de toreros, boxeadores, un futbolista y una actriz una vez que todos ellos han abandonado, o han visto truncadas, sus carreras profesionales. Esta película fue objeto de controversia entre García Escudero y el director por la cantidad de cortes de censura a la que fue sometida. Una disputa posterior entre los dos por unas acusaciones de Summers sobre favoritismo en la concesión de subvenciones por parte de las autoridades franquistas certificó la ruptura entre ambos, que puede leerse de manera simbólica como síntoma de algo más general, por cuanto el aperturismo que intentó desarrollar García Escudero empezaba a encontrar enormes dificultades ya en 1966[1].

Los inicios de Summers están estrechamente vinculados al género de la comedia y los resultados de sus primeras cintas fueron alentadores, pero, a la altura de 1969, el escritor, guionista y crítico Jesús García de Dueñas ya cargaba contra las películas del director por, según él, reforzar la represión sexual y confirmar las peores actitudes de los españoles frente a la sexualidad (1969, p. 11; véase también Fernández de Alba, 2021, p. 97). Summers, como tantos otros, se apuntó a la moda de las películas de destape y siempre tuvo olfato comercial. De hecho, antes de lograrlo con Hombres G, el director ya había intentado levantar otros proyectos con grupos musicales españoles, en concreto con Los Bravos y Los Brincos. Pero sería con el grupo de su hijo David con quien finalmente lograría llevar a cabo la empresa, pensada como una operación comercial, siguiendo el ejemplo de otros grupos de pop que ya antes habían utilizado el cine como parte de su estrategia de mercadotecnia.

Cuenta una crónica de la época publicada en El País que, durante el rodaje de la primera cinta que nos ocupa, Manuel Summers fue a ver a Fernando Méndez-Leite, en aquellos tiempos director general del Instituto de Cine y Artes Audiovisuales del Ministerio de Cultura, para solicitarle una subvención destinada a rodar ¡Sufre, mamón! (cuyo coste ascendía a 104 millones de pesetas), ya que la coproducción con la discográfica del grupo, el propio Summers y el productor Paco Lara cubría, aproximadamente, la mitad del coste, pero no más. El director explicaba con humor que le dijo a Méndez-Leite: “De verdad, Fernando, lo juro. Yo no maté a Lorca”[2]. La frase, propia de alguien irreverente como Summers, no es inocente. En ese momento ya se podían apreciar los efectos del nuevo sistema de subvenciones y ayudas puesto en marcha por el gobierno del PSOE, y no era poco el cine que se estrenaba con las casi imprescindibles credenciales del antiautoritarismo, como dice Paul Julian Smith (1996, p. 25), insertas en varias producciones financiadas con dinero público. Este cine antiautoritario revisaba el pasado del país o bien proponía universos ficcionales que nunca habrían tenido cabida en la España franquista. Por el contrario, el tipo de cine comercial que hacía Summers, o había hecho en mayor medida, y el aire de producto de masas adolescente que tenía ¡Sufre, mamón! (1987) no encajaban bien con los productos más favorecidos por el sistema de subvenciones socialista y que, a su vez, se inspiraba en la fórmula ya puesta en marcha por el gobierno de la UCD en 1979 (Faulkner, 2017, p. 265).

Por ello, la valoración del díptico musical de Hombres G no puede hacerse al margen del panorama dibujado por la conocida como ley Miró (en realidad, un decreto ministerial que regulaba el sistema de subvenciones). Aunque las leyes llevan una declaración de intenciones y una justificación en su preámbulo, no siempre es sencillo entender qué pretenden ni tampoco valorar sus efectos. Las opiniones más repetidas sobre dicha normativa sostienen que su pretensión original era promover un cine de autor de calidad y arrinconar géneros populares por ser considerados, en esos tiempos de cambios políticos en España, como atrasados o impropios de un país democrático y pretendidamente moderno. Puede que ese arrinconamiento fuera más un efecto del Real Decreto de 1983 que un objetivo, pero lo cierto es que algunos géneros populares y variantes industriales que habían funcionado en años anteriores fueron desapareciendo[3].

Las nuevas normas ministeriales y las políticas públicas de apoyo al cine español tuvieron como efecto la disminución de largometrajes producidos y de las coproducciones con otros países. En el año 1982 se estrenaron 146 filmes, de los cuales 28 eran coproducciones internacionales. En 1986 la cifra había bajado a 60, con sólo 11 coproducciones (Riambau, 2015, p. 402). Estos números más modestos se mantuvieron durante unos años, aunque no todo se debe a los efectos de las normas aprobadas y la política de subvenciones asociada. El cine español fue perdiendo público a lo largo de los años ochenta y noventa, como ocurrió en otros países con sus respectivos cines nacionales. El cine norteamericano ganó cuota de pantalla y logró acumular, desde su internacionalización masiva en los ochenta, un gran capital simbólico. Luchar contra eso fue difícil para los cines nacionales europeos como el el español. Pero, si bien seguían existiendo tanto una producción variada como numerosos francotiradores ajenos al sistema institucional de subvenciones, lo cierto es que, de formas directas e indirectas, se promocionó desde las instituciones un tipo de cine de “calidad”, asociado al patrimonio histórico y literario español, que pretendía identificarse con posturas más o menos izquierdistas a la hora de valorar el inmediato pasado del país.

Dejando de lado lo difícil que resulta definir el término “calidad”, no es menos cierto que la discusión sobre la orientación de las películas y su factura industrial se insertaba en otra mayor sobre el propio devenir de la política española. Como bien dice Sally Faulkner “los relatos de cambio y continuidad también resultan tentadores (y frustrantes) en la historiografía del cine español. Quienes insisten en el cambio, la ruptura y la innovación tienden a hacer piña en torno a la figura de Pedro Almodóvar” (Faulkner, 2017, p. 244). Mientras que los partidarios de una lectura reformista se quedan con ese cine de continuidad, historicista, académico y literario, que trató de poner imágenes a la historia reciente del país.

Si este esquema es razonable, y no hay motivos para contradecir la afirmación de Faulkner, es fácil entender que casi cualquier película cayera rápidamente en las complejas redes de dicho esquema, originando asociaciones directas entre la actitud supuestamente política de la película y su calidad, así como juicios sobre su lugar dentro del continuo historiográfico del cine español. Ello explicaría que películas aparentemente más convencionales y despolitizadas como las comedias musicales de Hombres G fueran desatendidas o despreciadas por la crítica, al no encajar bien en los tiempos del supuesto cambio, y sí parecer una suerte de visión rebozada de las comedias musicales del franquismo al estilo de las de Marisol. Muchos críticos e intelectuales estaban empeñados en dejar atrás o censurar casi casi cualquier cosa que pudiera asociarse a tiempos anteriores. Durante el franquismo las películas musicales fueron muy populares, y artistas como Carmen Sevilla, Sara Montiel o Marisol tuvieron mucho éxito. Pero aquel cine se veía en los años ochenta como algo propio del pasado no democrático, una suerte de entretenimiento inane para las masas[4]. La actitud de la propia Marisol, abandonando su pseudónimo, pasando a ser de nuevo Pepa Flores, interpretando papeles serios, y apareciendo desnuda en la revista Interviú, era más acorde a la lógica de la democratización forzosa decretada por algunos críticos culturales del país (por mucho que el tema del desnudo tampoco pasara el filtro de una cierta crítica de izquierda, minoritaria, que asociaba esa práctica a la mercantilización del cuerpo de la mujer).

Además, los Hombres G no eran músicos radicalizados, no tocaban punk ni rock duro, no formaban parte de la movida madrileña, y gastaban una estética de gente bien y una masculinidad algo trasnochada que, cinematográficamente hablando, los situaba en terreno de nadie. Esos factores no parecieron influir en un público que sí se interesó por las películas, pero las condenó desde un punto de vista crítico a la irrelevancia o al rechazo. ¿Dónde deberíamos, pues, buscar la filiación artística de las dos películas musicales de Hombres G? Despacharlas como simples vehículos al servicio del grupo y sus ventas de discos es demasiado simple.

Nuestra aproximación sigue la línea propuesta por Fernández de Alba en Antes de ser modernos. Se trata no sólo de reconstruir el contexto cultural en el que se mueve la cinta y analizar las interacciones con el mismo, sino de entender los productos como auténticos agentes de su tiempo, como señales claras de los debates sociales insoslayables del momento e identificando, si ello es posible, su intervención en los mismos. Esta postura, que bien podría encajar en una metodología deudora de los estudios culturales, fue bien resumida por el profesor Celestino Deleyto cuando comentó que, al lidiar con determinadas expresiones de la cultura popular expresada en el cine, “no se trata tanto de buscar la complejidad narrativa o estética de la que muchas veces los filmes carecen, sino de observar los mecanismos a través de los cuales proporcionan placer al público y de examinar su importancia cultural” (2003, p. 17)[5]. Aquí es donde mejor pueden funcionar categorías teóricas como entretenimiento, placer, poder, ideología, control, hegemonía o resistencia, todas ellas utilizadas en mayor o menor medida por autores identificados con los estudios culturales de orientación posmarxista. Huyendo siempre del determinismo teórico, los filmes analizados deben ser entendidos como un espacio textual de negociación, en donde jóvenes espectadores de la época encontraban una propuesta con la que podían reconocerse. Propuesta, eso sí, alejada del universo simbólico de la movida madrileña y de la cultura oficialista que el PSOE se aprestó a respaldar y promocionar una vez en el poder tras las elecciones de 1982. Esos jóvenes espectadores encontraron en estas cintas un discurso que celebraba el gran consumo, la música pop, la cita cinematográfica (muy propia de la producción musical de Hombres G), el cine adolescente, la pose del rebelde, el éxito musical y el fenómeno fan, y que, en modo alguno, resultaba una defensa de la marginalidad creativa ni de la postura antiautoritaria y anticomercial de algunos artistas asociados a la movida o pertenecientes a ese posfranquismo cultural de imposible asimilación mercantil.

A las películas de Hombres G les fue muy bien en taquilla. ¡Sufre, mamón! recaudó más de 250 millones de pesetas. La recaudación de Suéltate el pelo (1988) fue inferior, sobre los 215 millones y en torno a los 815.000 espectadores, lo que posiblemente llevó a los productores y al propio Summers a entender que el negocio ya estaba hecho y que no se podía extender más la popularidad cinematográfica del grupo (Rodríguez Centeno, 2014, p. 673). En cualquier caso, los números son excelentes y más teniendo en cuenta que, entre 1982 y 1988, los espectadores de películas españolas pasaron de los 36 millones a poco más de 8. El descenso entre espectadores de películas extranjeras fue también pronunciado, si bien algo menor, por lo que no todas las causas tienen que ver con la deserción de los espectadores hacia películas más vistosas o con estándares de producción más altos (Riambau, 2015, p. 408).

Es obvio que las películas de Hombres G supieron pulsar los gustos de un público joven, al tiempo que previeron los movimientos que se iban a producir en la industria del entretenimiento. La disminución de espectadores mencionada tiene que ver con diversos factores; entre ellos, la extensión de la televisión como forma de entretenimiento (esos años ochenta son los años de la implementación de la televisión en color en los hogares españoles, la aparición de autonómicas como TV3, la ampliación del horario televisivo y la expansión del vídeo doméstico), pero también con un relevo generacional que dejó a los jóvenes como moradores preferentes de las salas de cine y a sus padres los convirtió en visitantes más ocasionales.

En gran medida, este escenario de espectadores juveniles casaba mal con la filosofía de fondo de ministerios, ministros y directores generales de cinematografía (pensemos en Pilar Miró, el mencionado Fernando Méndez-Leite o el escritor Jorge Semprún, entre otros), que apuntaban al fomento de otro tipo de cine: cine de autor, películas de prestigio, cintas middlebrow, pero que, por término medio, recelaban de las tradicionales comedias hispanas, las películas adolescentes, los productos populares o el cine quinqui. No era el cine que habían hecho, ni el que harían como creadores, y no era lo que pretendían respaldar como responsables políticos. Recordemos que, en tiempos del triunfo comercial inicial de Hombres G, las películas que había apoyado el ministerio eran, por ejemplo, Mambrú se fue a la guerra (Fernando Fernán-Gómez, 1986) o La mitad del cielo (Manuel Gutiérrez Aragón, 1986), cinta muy cara esta última, y perfectos ejemplos ambas del cine middlebrow, según Sally Faulkner.

No es sencillo definir con total exactitud lo middlebrow, puesto que el concepto parece mutar parcialmente según la época a la que lo apliquemos, pero en esencia sería un cine pensado para la clase media, con contenidos emparentados de alguna manera con la alta cultura, pero reformulados de manera accesible; el reconocimiento de esos elementos por parte del público, a modo de referencias o esquemas identificables que provienen de productos de prestigio, actuaría así como una suerte de halago para un espectador que se sentiría reconfortado al reconocerlos (Faulkner, 2017, pp. 34-35). Se verá que este esquema interpretativo, brillante por otro lado y que da cuenta de un buen número de productos que han utilizado de maneras harto productivas la cultura española literaria e histórica, no encaja con una cultura juvenil que demandaba paso en los ochenta. En ese momento fueron los hijos jóvenes, muy jóvenes en algunos casos, de la clase media los que engrosaron las filas de seguidores de Hombres G y constituyeron el grueso de sus espectadores. Y estos jóvenes querían disfrutar de algo que crecía rápidamente en España: el consumo. Los hijos consumistas de una clase media en formación y progresivamente acomodada serán los fans de Hombres G, y no querrán saber nada de la actitud desdeñosa y crítica con la sociedad de masas que una parte de la crítica de izquierdas había desarrollado a lo largo de los años[6].

 

 

2. La postransición en la pantalla: la política que no se ve

 

Cuando Francisco Franco murió, David Summers tenía 11 años. Los Hombres G no pertenecieron a la generación de aquellos jóvenes “vitalmente comprometidos con la destrucción ritual de ese franquismo cotidiano en sus propias vidas y en sus propios cuerpos” (Labrador, 2017, p. 39). No pretendieron dejar el cadáver propio como prueba de su compromiso. Su lejanía de las drogas duras, como han declarado en más de una ocasión, les salvó de la quema. Pero otros jóvenes de más edad habían vivido el tiempo suficiente bajo el franquismo para sentir que algo se les había robado. Habían luchado contra el régimen, cada uno a su manera, y habían sobrevivido para dar testimonio de ello y comprobar cómo, finalmente, las ansias comerciales de una democracia capitalista lo devoraban todo. Ese choque con una realidad económica y sociológica ya muy visible a mediados de los ochenta, con un país en crecimiento y sometido a una fuerte ola especulativa, obligó a muchos a replantearse su papel durante los últimos años de franquismo. Ver un país modernizándose a marchas forzadas y corrompiéndose de igual manera desencantó a no pocos de aquellos jóvenes combativos e idealistas:

A comienzos de los años ochenta, con la entrada de los socialistas en las instituciones, la contracultura comenzará un proceso de descapitalización, no sólo por el reconocimiento que van a obtener algunas de sus manifestaciones, sino también por la desestructuración correlativa del espacio social que la hizo posible. (Labrador, 2017, p. 322)

Puede que así se entiendan mejor las palabras de Haro Ibars: “Una revolución soñada pone bombillas en el carro de la antigua farsa” (1986, p. 47). De una forma más explícita, Manolo Tena comentó en una entrevista televisiva, poco antes de morir: “Confundí droga con revolución; emborracharme con antifranquismo y esas cosas”[7]. En cierta manera, Hombres G fueron perfectamente conscientes de esa realidad. Cuando se incorporaron al mundo de la música, el mercado ya había devorado a algunos de sus predecesores. Hombres G eran el rostro aparentemente amable y juvenil de la nueva democracia española, si bien supieron distanciarse con una cierta ironía y humor de ese papel que la industria les asignaba. Como veremos, en sus películas supieron reírse de sí mismos, al tiempo que demostraban ser conscientes de que una parte de la cultura estaba siendo cooptada por el mercado, comprada por la política de subvenciones y silenciada entre el ruido mediático y la proliferación de ofertas. La movida de los ochenta fue un gesto colectivo joven, aunque no exclusivamente juvenil. Muchos de sus miembros fueron acusados de vivir de espaldas a la política, preocupados únicamente por el disfrute, el deseo, el hedonismo y la construcción de una identidad cultural ajena a los problemas sociales. Como dice Labrador: “la vida que la España posfranquista habrá de institucionalizar después de 1978 con el nombre de democracia poco tendría que ver con aquellas lecturas y vivencias atesoradas en cuartos juveniles, pensiones, celdas, bares, ateneos y playas” (2017, p. 41).

En esencia, a muchos de los protagonistas de la movida, especialmente en su versión madrileña, y a los jóvenes de los ochenta que ya no conocieron con detalle el franquismo, se les ha calificado en numerosas ocasiones como miembros de una generación despolitizada y desmemoriada. La ausencia de temas históricos en sus creaciones, la necesidad de vivir el presente o pensar el futuro, pero no directamente el pasado, ha provocado esta catalogación apresurada. A veces estas ideas se han visto reforzadas por las declaraciones de algunos de los protagonistas de esa época. El propio Almodóvar dijo en una ocasión: “no teníamos memoria” (citado en Vilarós, 2018, p. 233).

Pero todo esto no significa que una parte importante de la cultura transicional y postransicional no tuviera algún tipo de vinculación con la política. Así lo planteó de manera brillante la profesora Teresa Vilarós en su libro de 1998 El mono del desencanto. La autora utilizó la metáfora del síndrome de abstinencia para explicar cómo una parte importante de esa producción cultural transicional (que en su estudio de extiende desde 1973 a 1993) genera una sombra. En esa zona de semioscuridad habitan los fantasmas de un franquismo que se resiste a desaparecer: “Si el pasado de la España franquista se escribe (o mejor dicho se borra) apelando no a la memoria sino a su olvido, el proceso que tal actividad genera remite al concepto freudiano de represión” (Vilarós, 2018, p. 277). Al estirar del hilo de esta perspectiva psicológica, y recuperando a Freud como apoyo teórico, ya podemos intuir qué sucede cuando alguien intenta esconder, olvidar y desatender esos fantasmas tan molestos. Lo reprimido siempre vuelve, y lo hace de formas y maneras imprevistas. Aunque el ensayo de Vilarós es extenso y contiene muchísimos más puntos de interés, nos quedaremos con esta idea simple porque permite, cuando menos, contestar las críticas que sitúan muchos productos culturales postransicionales en la órbita del pacto de olvido.

Emiliano Labrador Méndez también cuestiona que la ausencia de temas expresamente políticos en algunos productos signifique automáticamente una apuesta por el olvido del pasado. Como dice: “no se trata de un pacto de olvido sino de una lucha por la hegemonía: en la calle, en las casas, en los escasos espacios culturales que le eran propios, la ciudadanía no dejó de recordar en ningún momento. Tenemos los documentos que lo demuestran” (2017, p. 61) [8]. Como vemos, se trata de volver a evaluar los productos de un periodo plagado de posturas artísticas y políticas ambiguas, crípticas en ocasiones, pero no por ello imposibles de asociar a una actitud comprometida con el recuerdo histórico. La aplicación automática de un esquema interpretativo que opone ruptura y reforma, memoria y olvido, franquismo y revolución, se ha ido prolongando en el tiempo y para mediados de los ochenta era una realidad teórica que, de manera indubitada, excluía productos como las películas de Hombres G del ámbito de la crítica seria.

Prueba de la enorme ambivalencia que recorre el periodo transicional (entendido éste con la cronología que ofrece Vilarós) es la tan diferente evaluación que, según quien comente, se realiza de una película como Asignatura pendiente (José Luis Garci, 1977). Uno de los mejores comentarios sobre la misma está en Labrador Méndez (2017), cuando la califica como la historia en la que los personajes creen posible finalmente, tras la muerte de Franco, vivir una vida robada por el régimen. No obstante, también cree que la película, como otras del periodo, cae en la melancolía y que eso fue un rasgo común para creadores de más de treinta años, para quienes “el franquismo los había vivido a ellos” (2017, p. 63). Labrador Méndez sabe ver que Asignatura pendiente tiene múltiples lecturas, algo que también destaca, por ejemplo, Gustrán Loscos (2022, p. 103), y que no puede despacharse la película haciendo referencia a su envoltorio nostálgico y que ello impida ver su potencial político, que lo tiene.

Los Hombres G, a diferencia de los protagonistas de Asignatura pendiente y tantas otras cintas similares de los setenta y ochenta, eran muy jóvenes cuando murió Franco, tanto que pudieron emprender un viaje sin la mochila sentimental de la generación más mayor, la que, pretendidamente, había logrado hacer estallar el franquismo y su herencia política. Si estos adolescentes de revista de quiosco y fenómeno fan construyeron algo o no por debajo del envoltorio aparentemente despolitizado de sus dos películas es cuestión que discutiremos a continuación.

 

3. Dos películas sobre un grupo de éxito

 

Nunca es sencillo identificar el modelo narrativo que adoptan algunas películas absolutamente centradas y dedicadas a un grupo musical. Muchas de ellas están concebidas como meros vehículos promocionales, lo que explicaría, en el fondo, que los relatos sean más bien débiles o incluso que presenten una factura global, más allá de lo musical, algo apresurada. Ha sucedido así a veces, como en Kiss Meets the Phantom in the Park (Gordon Hessler, 1978), vehículo para el lucimiento del grupo de rock Kiss y película floja, o Purple Rain (Albert Magnoli, 1984), sobre Prince, entre muchas otras. Estas películas son hoy obras de culto, pero no están reconocidas como grandes obras. Y aunque muchas de estas cintas querrían asumir una filiación más noble, como la que supondría seguir la estela de las pioneras Help! (Richard Lester, 1965) o Yellow Submarine (George Dunning, 1968), lo cierto es que no han tenido tanta repercusión. Pero esa cuestión no es tan relevante, porque las cintas de Hombres G, o la citada de Kiss, son meras diversiones, plagadas de citas y alusiones a géneros populares, nada pretenciosas pero interesantes como productos de su época. En España este subgénero musical había dado, más que otra cosa, historias sobre estrellas infantiles o adolescentes. Marisol o el grupo Parchís protagonizaron películas de éxito. Marisol llegó a los nueve títulos, mientras que Parchís apareció en cuatro, dos cintas argentinas y dos españolas, firmadas estas últimas por Javier Aguirre (eso fue en 1982 y 1983). Por tanto, no puede sorprender que Manuel Summers pensara en estrenar alguna cinta como vehículo de promoción del grupo de su hijo David y, a un tiempo, como producto ligero diseñado para su éxito inmediato en taquilla.

Los Hombres G contaban con varios elementos a su favor. Eran chicos muy jóvenes que no estaban emparentados con las postrimerías del franquismo, tocaban un pop-rock pegadizo, divertido y repleto de citas, muchas de ellas cinematográficas, estaban en el centro de una nueva cultura juvenil que irrumpía con fuerza en la televisión, los medios escritos e incluso en el cine y, en resumen, encajaban bien con una nueva orientación que dejaba de lado las discusiones políticas sobre la herencia del franquismo para centrarse en cuestiones de orden sentimental. Esa suerte de hedonismo superficial no era tan inocente, como veremos, porque en la negación de ese inmediato pasado y la búsqueda de un presente autosuficiente y ajeno a la sombra transicional, habita una especie de rastro oculto que no puede huir por completo de la tradición y lo acontecido.

El arranque de ¡Sufre, mamón! resulta ilustrativo. La película empieza con un montaje alterno de un concierto de Hombres G (en donde tocan la canción que contiene el estribillo que da título a la cinta) y escenas de David Summers y Javier Molina en el colegio religioso en el que cursan el bachillerato. Los músicos realizan toda suerte de trastadas a sus profesores, que son sacerdotes, se burlan de ellos, les tienden trampas, y se meten en la capilla del colegio para inundar un confesionario con espuma antiincendios, entre otras cosas. Al final, los expulsan del colegio, pero a nadie se le escapa que esos religiosos son los restos de una educación religiosa todopoderosa durante el franquismo. Muchos de esos profesores quedaron como un vestigio, intercalado entre profesorado laico que ocupaba centros concertados e incluso privados, pero con sus antiguos poderes muy disminuidos. Summers y Molina contestan la autoridad de una religión que había constituido una parte importante del aparato moralmente represor del Estado, se ríen de los sacerdotes y cifran ya el tono humorístico de la cinta desde el inicio. Se nota, por esa irreverencia contra la religión y por el desafío constante de los miembros del grupo contra cualquier tipo de autoridad (familiar, educativa, empresarial, incluso legal), que los tiempos habían cambiado y que esa cultura juvenil en desarrollo tenía un componente antiautoritario marcado por la tradición del rock y los modelos que servían de referencia al grupo.

¡Sufre, mamón! construye su propuesta sobre el modelo de las películas clásicas de instituto, las comedias adolescentes, y sobre la historia de la canción que da título a la cinta. Parodian las películas protagonizadas por un músico joven de pose chulesca (un poco a lo Elvis Presley), o por un joven de buena familia a lo Risky Business (Paul Brickman, 1983), que necesita demostrarle al mundo (y a las chicas) una hombría que hoy sancionaríamos como algo completamente fuera de lugar[9].

La historia de la canción “Devuélveme a mi chica” es conocida. La compone David Summers contra un chico que le había robado la novia con el objetivo de cantarla en directo ante los protagonistas de esta historia de amoríos adolescentes (que debían acudir a un concierto de la banda). La canción tuvo un éxito tal que acabó conociéndose popularmente como ¡Sufre, mamón! y dio título a la primera película del grupo. En esencia la canción permite explicar el relato de esa primera película. Un trío amoroso adolescente, mucha testosterona y una pose de masculinidad muy propia de los ochenta del protagonista de la canción (que luego en la película se identifica mediante una suerte de autoficción paródica con el propio David Summers) son los elementos del cóctel. Y esos componentes no son azarosos, sino el resultado de una (auto)exclusión más o menos consciente. Cuando se publica el primer LP de Hombres G, en 1985, la movida madrileña estaba agotándose. El grupo de David Summers nunca formó parte de esa escena musical, que había aglutinado a formaciones como Nacha Pop, Radio Futura o Los Secretos. Hombres G eran más jóvenes, llegaron algo más tarde (no mucho, pero sí unos cinco o siete años después), vestían ropa de marca (o, cuando menos, no la misma ropa que tantos grupos de finales de los setenta y principios de los ochenta) y no vivían sus vidas de manera marginal o extrema. No usaban, podemos decir, sus propios cuerpos como el lienzo sobre el que pintar la rebeldía, como sí habían hecho otros ilustres sujetos de la Transición, como Ocaña, Nazario o varios músicos, como Antonio Vega, Carlos Berlanga o Fabio McNamara.

El humor de Hombres G es muy autorreferencial, desacralizador, gamberro, grueso en muchas ocasiones, y algo alejado de una buena parte del humor que podemos encontrar en algunas propuestas de la movida madrileña. Pero, por grosero que pueda resultar en ocasiones, el humor sigue siendo un arma poderosa. Vemos en la película un uso constante de la sátira contra instituciones como la educativa, e incluso contra la familia o los grupos de amigos.

Tras ser expulsados, David y Javier pasan a otro colegio, donde siguen provocando los mismos líos. Porque ¡Sufre, mamón! cuenta la historia (ficticia) de la formación del grupo, al tiempo que rescata algunos datos reales para dar forma a esta suerte de falsa autobiografía o autoficción paródica. Decimos esto con todas las precauciones posibles, puesto que el díptico de Hombres G no está planteado como una reflexión metateórica sobre la capacidad especular del cine ni como una indagación autobiográfica, sino como más bien como un vehículo de promoción comercial, construido, eso sí, con abundantes mimbres intertextuales. En las autoficciones necesitamos la

presencia de un autor proyectado ficcionalmente en la obra (ya sea como personaje de la diégesis, protagonista o no, o como figura de la ficción que irrumpe en la historia a través de la metalepsis o la mise en abyme), así como la conjunción de elementos factuales y ficcionales, refrendado por el paratexto. (Casas, 2012, p. 11)

Si partimos de esta definición de la profesora Ana Casas, en las películas de Hombres G encontraremos un grupo musical en la vida real proyectado en la ficción, y un director de cine (Manuel Summers) que es el padre del líder de la banda, David Summers. Este entramado activa una lectura que podemos situar en algún punto entre la autobiografía deformada y paródica y la pura ficción. De lo que sí estamos seguros es que tal planteamiento busca activamente fomentar, por motivos humorísticos, una confusión que, lejos de molestar al receptor, le permite aceptar la doble condición de los protagonistas como sus ídolos musicales reales y como personajes de ficción construidos a partir de una conocida (para esos mismos espectadores) base referencial[10]. Ese juego especular se ve reforzado por la coincidencia entre el argumento del film ¡Sufre, mamón! y la historia que cuenta la canción “Devuélveme a mi chica”.

No encontraremos en el díptico fílmico de Hombres G un fino humor autorreferencial, sino unos pocos chistes gruesos y un tono zafio en ocasiones: expresiones (hoy muchos más complicadas de integrar en una trama) como “qué tía más cerda” (obra de David), “que te folle un guardia” (obra de la némesis del protagonista, el macarra Ricki Lacoste; curiosos personajes como un chimpancé en los ensayos; el dueño del chimpancé (un punk trasnochado) que, tras la muerte de tan noble animal por ingesta de tinte para el pelo, duda sobre si tirarlo al Manzanares o llevarlo al Valle de los Caídos; las poses chulescas de ese rival tan bien interpretado por Gerardo Ortega, las de David Summers y sus invectivas contra el mítico Ford Fiesta blanco. Todo ello construye una mitología de corto alcance destinada a servir de soporte estructural de un conjunto de ensayos y actuaciones del grupo musical.

Pero dicho tono grueso no debe llevarnos a engaño. Ese humor se corresponde con una época de liberación, que había dejado atrás el franquismo y que ya no obligaba a medir cuestiones como el chiste sexual. Encontramos ejemplos de humoristas de trazo grueso en bastantes programas televisivos de la época. Pero la cuestión es el valor de dicho humor, que aquí se asocia a la propia actitud juvenil de los protagonistas. Se aprecia en ¡Sufre, mamón!, como también en Suéltate el pelo, una actitud, por parte de los jóvenes que aparecen en la historia, contestataria y crítica con sus mayores. En el fondo, no dejan de ser los herederos, a su pesar, de la movida madrileña, de la que recuperan esa actitud antiautoritaria, si bien ésta aparece mezclada con una aproximación a la masculinidad diferente. Si los jóvenes de la movida se beneficiaron del boom económico de los años sesenta, que era el vivido originalmente por sus padres, y de la cultura de consumo asociada a ese crecimiento del país, los jóvenes de la posmovida siguieron esa estela, haciendo del consumo un centro sobre el que construir sus identidades (Valencia-García, 2020, p. 176).

Estos jóvenes devoradores de marcas endurecieron la pose como forma de reacción ante un movimiento que a mediados y finales de los ochenta no sólo era historia, sino que se había vuelto una especie de sello exclusivo. El haber participado en aquella explosión de autenticidad otorgaba un prestigio cultural que los más jóvenes como Hombres G no podían conseguir por no haber estado allí. Así que les quedaba librar la batalla en otro frente, el del consumo y el de la definición de una masculinidad algo más dura, de tintes chulescos, acorde a la estética de los nuevos tiempos, promovida por un cine norteamericano plagado de testosterona y acción. El hecho de que el grupo se ría un poco de esta pose, y que opten por potenciar algunos elementos autoficcionales en sus dos películas, demuestra no solo inteligencia comercial, sino un buen conocimiento de los nuevos mecanismos del mercado. Si varios participantes de aquella movida madrileña (explosión creativa, no lo olvidemos, también presente en otras ciudades) criticaron el mercado y el ansia comercial de no pocos artistas, Hombres G abrazaron el mercado sin reservas. Si en una película como Laberinto de pasiones (Pedro Almodóvar, 1982) los jóvenes se rebelan contra sus padres a través del desarrollo de actitudes sexuales no convencionales para la época (Valencia-García, 2020, p. 188), en las películas de Hombres G, los jóvenes (representados en gran medida por los músicos del grupo) se rebelan abrazando el mercado y disfrutando el éxito. Lo demás, los combates de boxeo, la pelea por la chica, el sabotaje de conciertos ajenos, emparenta la cinta con una parte de la producción de teen movies, tan de moda en los ochenta[11]. La película contiene incluso su propia parodia de Rocky (John G. Avildsen, 1976), lo que demuestra el gusto del grupo por los referentes de la cultura popular.

Como sabemos, Linda Hutcheon calificó la parodia como la forma artística más característica del posmodernismo. La parodia sería, en esencia, una figura ambivalente y contradictoria, que mira al pasado y al presente a un mismo tiempo, que combina ironía y una cierta distancia con una actitud desenfadada y más positiva, que plantea una conexión con el tiempo anterior, pero también una actitud transgresora frente al mismo (Hutcheon, 1985, pp. 35-38). Tiene mucha razón Deleyto (2003, p. 88) cuando dice que, para Hutcheon, la ironía está más cerca de una actitud radical, por su capacidad de desestabilización de las formas imitadas, que del conformismo derivado de una mera repetición de estructuras o estilos visuales. Por su parte, Harries (2000) pone el foco en el receptor, explicando que el potencial de la parodia está en las estrategias de lectura, indicativas de un ambiente propicio a la reflexión cultural[12]. Si juntamos estas ideas, veremos que el díptico cinematográfico de Hombres G utiliza abundantes referentes con el objetivo de parodiarlos y desacralizarlos, tanto a un micronivel (alusiones, citas, intertextos en las canciones, personajes), como a un nivel estructural (las teen movies de instituto en ¡Sufre, mamón! y las cintas sobre grupos musicales de éxito, al estilo de las protagonizadas por los Beatles, en Suéltate el pelo).

Suéltate el pelo plantea qué sucede cuando un grupo juvenil alcanza el éxito y empieza a generar dinero a través de la venta de discos y las giras de conciertos. Aquí los miembros del grupo se interpretan de nuevo a sí mismos, en una suerte de continuación de la autoficción paródica que ya formaba parte de la cinta anterior. David y su grupo se encuentran grabando un disco, iniciando una gira y haciendo conciertos. Acapulco es la siguiente parada de su calendario. Una chica muy joven llamada Sonia (supuestamente tiene 14 años) les sigue hasta México y se pega al grupo porque, según dice, está muy enamorada de David. Pero las cosas no son lo que parecen. Sonia es una estafadora profesional, que junto a un fotógrafo (su pareja real), un tipo que dice ser su padre y un abogado sin escrúpulos forman una asociación criminal que tiene por objetivo extorsionar a los Hombres G. Para ello Sonia logra llevar a David a una playa de Acapulco por la noche, se desnuda y le salta encima, al tiempo que el fotógrafo toma unas instantáneas que dan a entender lo que realmente nunca sucedió, ya que David la rechaza.

Cuando vuelven a Madrid, el grupo criminal chantajea a los Hombres G. Tras sacarles un millón de pesetas y reclamarles otro más, las fotografías aparecen finalmente en la revista Interviú, vendidas por la banda criminal. Tras la publicación, el padre y el abogado, conscientes de todo y artífices de tal plan, se personan en la casa de David Summers para extorsionarlo otra vez y amenazarle por haberse acostado con una menor (algo que no ocurrió, como sabemos). Esto genera una de las mejores escenas cómicas de la cinta. El abogado entra a la voz de “soy pequeño, pero tengo más mala leche que un marica cojo”. El padre mira a David y le espeta: “¿tú eres el cantante mamón de los polvos pica-pica?”, lo que revela una cierta comicidad autorreflexiva (la canción “Devuélveme a mi chica” fue una de las más exitosas de los años ochenta, y les abrió muchas puertas, como sabemos). Los chistes y los diálogos son sencillos y hay mucha sal gruesa. Pero los personajes, en su histrionismo descarado, quedan al descubierto. En un momento en el que el padre de Sonia y David están a punto de llegar a las manos, el abogado le espeta a su compinche: “Tranquilo, Federico, que éste no es el camino para ser rico”.

En esta España de los ochenta todo se compra y se vende, el dinero lo ha corrompido todo hasta el punto de que ni una chica joven se salva de la quema, ya que se ha convertido en una estafadora profesional. Y este punto es importante porque, por debajo de este relato fílmico bastante absurdo y muy obvio, late una descripción ácida de la sociedad de los ochenta, que en 1987 se encontraba saturada de imágenes sobre una nueva cultura económica y empresarial que pretendía equiparar el país a otros europeos y vender una imagen de éxito. Los banqueros eran gente envidiada, el PSOE estaba bien asentado en el poder y los Juegos Olímpicos de Barcelona estaban en el horizonte (la decisión del COI se anunció en octubre de 1986). Eran tiempos de excesos, solo que estos ya no los pagaban exclusivamente los cuerpos magullados de quienes habían confundido la droga con la revolución, sino que los pagarían todos los españoles con sus impuestos. De ahí que esta escena de chantaje sea la clave de la película: ya no estamos ante el relato de las luchas juveniles entre rivales de instituto, que tratan de reafirmar su yo a través de expresiones culturales como la música o de su forma de vestir, sino que hemos pasado a una historia de oposición entre jóvenes perseguidos por el éxito y sus mayores, convertidos en aprovechados y estafadores.

Mediada Suéltate el pelo, David Summers es finalmente procesado y acaba en un juzgado (denunciado por los estafadores, que pretenden así sacar mayor tajada). Aquí se podrá apreciar una confusión en el guion entre demanda y querella, y entre aspectos civiles y criminales del caso. La película ofrece un retrato poco ajustado sobre los mecanismos e instituciones legales, pero eso tiene escasa relevancia. Prima el tono ácido y el retrato deformado de la justicia por encima de la coherencia o cualquier esfuerzo realista.

Tras un juicio risible, David es condenado a un año de prisión y una multa millonaria por abusos deshonestos. No encaja nada, ni la pena, ni la calificación de los hechos, ni la vista oral. Pero eso es lo de menos. El objetivo de la película es ridiculizar los mecanismos de una justicia que es burlada por los estafadores, y cuyo representante máximo en la sala, el magistrado que la preside, está haciendo la Primitiva durante los interrogatorios. A finales de los ochenta, la justicia ya estaba bastante desprestigiada en nuestro país y la película es perfectamente consciente de ese hecho.

A partir de la condena de David, la película se convierte en una parodia de las películas de detectives. Encontramos así una coherencia en la propuesta humorística, muy basada en las dos cintas examinadas en el uso y transformación de fórmulas narrativas previas y su reconversión paródica a la búsqueda siempre de un reconocimiento por parte del espectador que facilite la conexión con la propuesta. Decíamos que los Hombres G se convierten en ese punto de la historia en investigadores dispuestos a desvelar el misterio y probar así que David es inocente. La acción se acelera. Y los protagonistas cuentan con la ayuda de todo un grupo de fans, esencialmente chicas, que participarán en la investigación. En cierta forma, la película también ironiza con la posición que ostentan Hombres G como grupo juvenil con un gran número de seguidoras femeninas, cuestión que, por otro lado, es lo que les ha metido en problemas (recordemos que los estafadores de esta historia pretenden repetir el número del chantaje con el actor Toni Cantó, personaje famoso en los ochenta y con muchas seguidoras también, y que Cantó se presta a ayudar a los Hombres G en la cinta: el actor aparece con su propio nombre y se interpreta a sí mismo).

En la última parte de ¡Suéltate el pelo! el director usa recursos de género cómico para agilizar la acción, conectar con el espectador y ofrecer una puesta en escena más convincente: prueba de ello es el uso paródico de una música de sintetizador en los momentos más tensos (al estilo de una película de Dario Argento), el montaje alterno para acrecentar la tensión en varios puntos, la administración cambiante de información buscando un cierto suspense (sin obviar el punto cómico) e incluso la aceleración de la acción al final al más puro estilo slapstick.

Para solventar la trama, los Hombres G elaboran una estratagema y así engañar a su vez a los estafadores. Y para ello, decíamos, cuentan con la ayuda de Toni Cantó. El final es previsible. Persecuciones a toda velocidad por Madrid, una legión de fans con las motocicletas ayudando a los Hombres G, accidente con componente cómico y David Summers emergiendo de las aguas tras caer la ambulancia que lo llevaba retenido a un lago. Un delirio compositivo desarrollado con acción acelerada, mamporros a discreción y los estafadores finalmente detenidos. La película concluye con la inevitable escena de concierto. Y todo ello nos ha llevado a un final que recuerda a una película de los Beatles, modelo cinematográfico que, salvando las distancias entre la calidad de las películas de Richard Lester y de las de Summers, bien puede detectarse detrás de la operación comercial que supone el díptico aquí analizado.

Resulta innegable que en España se estaba desarrollando una nueva cultura juvenil a mediados de los ochenta que había dejado atrás, de manera consciente o no, la apuesta de la cultura postransicional tantas veces resumida en la movida, pero que tenía más caras. Esa cultura juvenil recogía algo de esa apuesta postransicional, y era el gusto por el consumo. Si antes esa suerte de relación con el mercado había generado ciertos problemas de aceptación entre algunos artistas, los jóvenes de mediados de los ochenta se entregan a la cultura de masas y el consumo sin remordimiento alguno. Su identidad, como la de Hombres G, pasaba por la música, la moda, el fenómeno fan y el acceso a una comunicación que se masificaba y ocupaba espacios cada vez más significativos (como programas de música en Televisión Española con un perfil de público muy joven o publicaciones como Súper Pop)[13].

Para algunos autores, ese paso hacia una cultura de masas supuso una enorme pérdida, el abandono de la contracultura como expresión crítica, y la asunción definitiva de las normas capitalistas que habrían de acabar con la contestación y la conciencia de clase[14]. Pero la movida madrileña nunca fue un fenómeno de clase, no de manera principal. Visto de manera retrospectiva, la cultura juvenil de los ochenta fue el inicio de un largo proceso de desclasamiento y resignificación (reificación) mercadotécnico que llevaría a los trabajadores (en aquel momento los hijos de esos trabajadores) hacia los dominios de la clase media (hoy fenómeno tan amplio que incluye a la llamada clase media trabajadora, sea eso lo que sea).

Esta idea sobre la transformación de significados, de la que no discutimos el componente sociológico que hay detrás, considera que el potencial crítico de esa cultura es bajo o inexistente. No obstante, a nuestro entender, esa cultura juvenil, en constante renovación por cuestiones biológicas, funcionó en los ochenta como un reverso de la cara más amable de una cultura que se institucionalizó, convenientemente regada por la subvención y al agasajo, en manos de artistas que pasaron a engrosar las listas de lo moralmente aceptable (como Ana Belén, Víctor Manuel, Miguel Ríos, y una larga nómina de gente que se convirtió en políticamente inofensiva)[15].

La cultura juvenil, por su propia naturaleza, no es fácil de dominar y someter. Adquiere en ocasiones formas indomesticables y suele utilizar la mercancía como un mecanismo identitario altamente mutable. La cultura juvenil de los ochenta era poco dada a convertir el consumo en una finalidad en sí misma, sino que éste se entendía como una puerta de acceso hacia un terreno de significados construidos (muchos de los cuales tienen un valor político)[16].

Esa cultura juvenil española evolucionó por dos caminos diferentes. Con el tiempo y el tránsito a los noventa y primerísimos dos mil, una parte se volvió inofensiva, se identificó con la clase media, se adocenó y perdió el interés en lo que había sido. Pero otra parte se endureció mucho, y se renegoció a sí misma en las rutas comerciales de las drogas de síntesis, en esos caminos que llevaban al extrarradio de las grandes ciudades, a los polígonos situados lejos del control ciudadano e incluso policial. Allí todo era de síntesis, la droga y la música. Atrás habían quedado, o se irían en breve, un buen número de cadáveres jóvenes quemados por la droga o el fuego, a veces literalmente (Tino Casal, Haro Ibars, Ocaña, algunos protagonistas de El Pico, Antonio Flores, Enrique Urquijo, entre otros), mientras que otros supervivientes nos recordaban con sus cuerpos que la revolución tuvo un precio alto (Antonio Vega, Iván Zulueta, Manolo Tena, Carlos Berlanga).

Hombres G se situaron un paso por delante de todos los nombres citados, tanto por ser más jóvenes, como por no haber sucumbido al encanto que años atrás tuvo convertir el propio cuerpo en una obra de arte revolucionario. Ellos mismos han explicado que no se acercaron a las drogas duras y que tampoco fueron aceptados en las filas de la movida por quienes todavía se identificaban con ella cuando empezaron su carrera. Puede que, por ese motivo, el humor de sus películas tenga, de un lado, una cierta inocencia indisimulada (ese humor más grueso que hemos comentado), pero, de otro, mantenga una distancia irónica y autorreflexiva, especialmente cuando se habla del precio de la fama. Hombres G no se tomaron a sí mismos muy en serio, no al menos en estas dos películas, pero Manuel Summers supo reproducir bien esos momentos en los que un joven se lo juega todo y apuesta fuerte porque cree que una canción, o aquella chica o chico del que se ha enamorado, marcará para siempre su vida posterior. Y ese detalle está en el corazón de las teen movies que el díptico aquí comentado utiliza como indisimulado modelo narrativo.

 

4. Conclusiones

No es una opinión azarosa la de Sánchez León cuando dice que de la Transición “casi nadie entró y salió con una y la misma escala de valores” (2004, p. 167). Algunos de esos sujetos transicionales fueron los que, poco después, engrosarían las filas de una cultura diferente, más domesticada a juicio de no pocos, y que se desarrollaría a lo largo de las legislaturas del PSOE[17]. Otros sujetos más jóvenes, como los Hombres G, no sintieron el peso de esa historia transicional de la misma manera que sus predecesores, aunque no se libraron de vivir en una España aquejada sin remedio por la sombra de ese posfranquismo tan resistente y difícil de maquillar. Su respuesta fue contundente: mediante un humor de trazo grueso y una aceptación total de esa cultura del consumo juvenil que los situó en la cima de la popularidad durante años, se rieron de sí mismos y también del país que los había encumbrado. De ahí que en sus dos películas utilicen su propia historia (deformada y adaptada), sus nombres y una serie de situaciones que rayan en la más pura astracanada para construir relatos trufados de intertextos, citas, alusiones, canciones de sus discos y mucho chiste fácil. Su gusto por la parodia, tan visible en éxitos musicales como su canción “Venezia”, se trasladó de manera natural a su universo fílmico (Rodríguez Centeno, 2014).

Las películas de Hombres G gozaron de una buena taquilla y un desinterés casi total por parte de la crítica profesional, tanto de derechas como de izquierdas. Ángel Fernández-Santos, crítico de cabecera de El País durante muchos años, tituló su texto sobre la película “Mamonada”, en alusión, según él, a un comentario de una espectadora joven de Madrid, proferido al acabar la película, que estuvo a punto de provocar un altercado en el cine donde se proyectó. Fernández-Santos reconoce que a Manuel Summers se le había tratado en ocasiones de forma injusta, aunque, a su juicio, ¡Sufre, mamón! no es más que una promoción musical del grupo llena de “resultonería” y “superficialidad” (Fernández Santos, 1987). Por nuestra parte, siguiendo la propuesta metodológica de Francisco Fernández de Alba (2021, p. 89), así como las aportaciones de Deleyto, Hutcheon, Harries o Hebdige, consideramos más interesante leer estas dos obras como un breve catálogo de modas, actitudes e inquietudes de los jóvenes de mediados de los ochenta[18]. Este díptico se puede leer en continuidad, como una parodia de la vida de instituto, adaptada al entorno de un Madrid postransición en el caso de ¡Sufre, mamón!, y como una crítica, con mucha sal gruesa, eso sí, del precio pagado por la fama juvenil en una España abocada irremediablemente al mundo del consumo desenfrenado en el caso de Suéltate el pelo. Esos dos universos narrativos en conexión, y correlativos desde un punto de vista cronológico, están siempre vigilados por unos adultos mal adaptados a ese universo de modernidad juvenil.

Las películas oscilan entre la parodia y la sátira, usando la primera para la construcción narrativa y dramática de las cintas (incluido el perfil de los personajes), mientras que la segunda queda reservada para la crítica a casi cualquier institución social con la que topan los Hombres G en su periplo vital. La actitud irreverente y desprejuiciada de los guiones, un puro mecanismo para hacer avanzar la acción, queda reflejado en numerosas escenas que satirizan a la policía, la justicia, el periodismo o, incluso, el mundo de los fans incontrolados y que siempre son preferibles, dentro de la lógica de los Hombres G, a tener que escuchar discursos serios sobre el “cachondeo” de la justicia, por poner un caso[19].

Parece claro que ambas historias aprovechan el potencial subversivo que tienen las películas adolescentes, incorporan un humor que no por grueso es menos irreverente, y todo ello se hace desde una cierta, y posiblemente sana, distancia frente a la movida madrileña y los escenarios postransicionales. Hombres G fueron mayoritarios, su música y su cine lo fueron, pero nunca lograron ser hegemónicos. Su actitud es política en el mismo sentido en el que lo es una cultura juvenil rebelde e inconformista, opuesta a un mundo de adultos supuestamente responsables. El grupo se rio de los restos de esa Transición sacralizada o denostada, según quien la cuente, lo que llevaría a pensar que, tras la fachada de dos películas promocionales, late también una voluntad crítica con el tiempo que les tocó vivir, mediada por una cierta distancia irónica. Y esa actitud es lo que les sacó definitivamente del canon del cine de los ochenta, donde no había cabida para productos de consumo como los analizados, por mucho que las taquillas les hubieran dado la razón.

 

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[1] Antes de esa fecha, Summers estrena también La niña de luto (1964) y El juego de la oca (1965), que fueron seleccionadas para competir en el festival de Cannes (Torreiro, 2015, p. 336).

[2] Esa información figura en la pequeña crónica de El País publicada por Gabriela Cañas el 24 de noviembre de 1986 (“Manuel Summers rueda una película sobre Hombres G”). Accesible en: https://elpais.com/diario/1986/11/24/cultura/533170811_850215.html

[3] Sobre esta cuestión cabe consultar, entre otros, Benet (2012) y Gómez (2018, pp. 279-300); estos textos contienen una valoración de los efectos del decreto Miró sobre las producciones en general y sobre la realización de películas pertenecientes a géneros como el fantástico, muchas de ellas rodadas en años anteriores en régimen de coproducción. Para una valoración de la situación de un género como la ciencia ficción en esos mismos años, véase Sánchez Trigos (2018, pp. 301-326).

[4] Esta actitud ya hace tiempo que está siendo revisada. Una de las aportaciones más relevantes sobre esta cuestión puede encontrarse en la mencionada Faulkner (2017). La autora revisita diferentes géneros populares y realiza lecturas de gran interés de películas habitualmente muy maltratadas por la crítica y la academia.

[5] Estas palabras de Deleyto son una explicación sobre las teorías del historiador cultural y teórico del Richard Maltby, quien comentaba que el entretenimiento era algo demasiado complejo como para desatenderlo u obviarlo con un simple gesto de superioridad cultural (1995).

[6] Esta actitud crítica frente a los modos de vida favorecidos por una sociedad de consumo se puede apreciar, entre otras, en algunas cintas hoy clasificadas bajo la etiqueta de Tercera Vía, como pueda ser el caso de la película Libertad provisional (Roberto Bodegas, 1976). El director militaba en el Partido Comunista y su actividad cinematográfica estuvo muy ligada al productor José Luis Dibildos (Asión Suñer, 2022, p. 165).

[7] Entrevista de Iñaki López en la Sexta Noche (10 de octubre de 2015). Accesible en: https://www.youtube.com/watch?v=kMaR3EF0jqk

[8] Algunas cuestiones de gran interés y que justifican este tipo de lectura pueden encontrarse en Labrador Méndez (2016).

[9] Si algo podemos afirmar del díptico de Hombres G es que nadie parece tomarse en serio lo que cuentan ni cómo lo cuentan. De hecho, los miembros del grupo se parodian a sí mismos en gran medida y, de paso, ironizan sobre esa sociedad de consumo que les ha llevado, siendo tan jóvenes y con poco recorrido artístico a sus espaldas, a un lugar prominente. Seguimos aquí las definiciones de parodia que dan Linda Hutcheon (1985) y Dan Harries (2000).

[10] Para una mejor comprensión de los límites de la autoficción, es recomendable consultar a Casas (2012 y 2014). Para un examen de la potencialidad metafílmica en el cine español contemporáneo, es de gran interés la lectura de Sánchez Noriega (2013).

[11] Sobre el potencial subversivo de las teen movies cabe consultar Shary (2005). En el fondo, estamos hablando de culturas en colisión, y ese hecho constituye buena parte del material narrativo de las historias.

[12] En este caso, también Hutcheon (2000, p. 19) opina que la parodia suele prosperar en tiempos de cierta sofisticación cultural, por cuanto la recepción de este tipo de productos requiere un cierto nivel de reconocimiento por parte de los lectores.

[13] En la revista Súper Pop aparecieron varias veces los Hombres G. Valga como ejemplo el reportaje del número 251 titulado “Hombres G. Terremoto en Perú”, o el del número 283, “Hombres G en la bañera. Fotos exclusivas”. En la portada de ese número 283 (enero del 89) podíamos encontrar a Tom Cruise, y en la revista reportajes sobre Rob Lowe, George Michael, Jovanotti, Rick Astley, Eros Ramazotti, Kirk Cameron y Glenn Medeiros.

[14] Esta idea se podía encontrar, con matices según quién la formulara, en autores de la Escuela de Frankfurt, tanto de la fase inicial (como Adorno y Horkheimer) como de la relectura hecha a partir de los sesenta por pensadores como Herbert Marcuse. No obstante, con el paso del tiempo, estas posiciones críticas se fueron matizando y el análisis se desplazó más hacia la comprensión del significado de estas actitudes de consumo juvenil.

[15] La periodista Margarita Rivière conoció bien esa época, y de forma muy gráfica escribió en Lo cursi y el poder de la moda (1992): “Ser siempre jóvenes, ser siempre niños, consumir y gustar, he aquí el programa de la seducción total. Un programa verdaderamente político, en el cual el poder asume todas las competencias, desde inventarse la realidad en aras de que el sueño angélico sea posible, hasta inventarse los fantasmas que han de mantenerle en el poder, como guardián del sueño de los justos”. Citado en Lenore (2018, p. 18).

[16] Este argumento es rastreable en diferentes puntos del clásico Subcultura, del sociólogo Dick Hebdige.

[17] Ese debate es largo y cuenta con abundante bibliografía. Destacar únicamente que esa especie de domesticación cultural ha sido explorada muy ampliamente y desde una perspectiva de gran interés por Gregorio Morán (2014), quien habla de “institucionalización” de la cultura.

[18] Francisco Fernández de Alba articula esa lectura a propósito de las películas del destape estrenadas durante la Transición española. Estas películas, nos recuerda, fueron repudiadas tanto por la crítica de derechas como de izquierdas, sin que se viera en ellas más que una merca operación comercial en el mejor de los casos. Pero Fernández de Alba relaciona esas películas con los discursos críticos que, ya desde una década antes del final de la dictadura, se podían encontrar en el escenario público y que trataban del papel de la mujer en la sociedad española, de la liberación sexual y de las formas no heteronormativas de vivir la sexualidad (2021, pp. 81-126).

[19] Recordemos que en 1985 el alcalde de Jerez, Pedro Pacheco, del Partido Andalucista, pronunció la conocidísima frase “La justicia es un cachondeo”, a raíz de un pleito que tenía como parte demandante al ayuntamiento de Jerez y que no fue como él esperaba (la parte demandada era el conocido cantante Bertín Osborne y la cuestión tenía que ver con unas obras en la vivienda del mismo). Véase El País, “Diligencias contra el alcalde de Jerez por decir la justicia es un cachondeo” (3 de febrero de 1985). En realidad, el titular es engañoso porque las diligencias no se abrieron por esa declaración, sino por afirmar que el cantante y el juez que le dio provisionalmente la razón estaban en connivencia. Por esas declaraciones fue condenado a una pena de arresto de dos meses y seis años de inhabilitación por calumnias.