Berlanga, Fernán Gómez y el camino hacia una popular, crispada y grotesca modernidad ibérica

 

Berlanga, Fernán Gómez and the Road to a Popular, Tense and Grotesque Iberian Modernity

 

José Luis Castro de Paz

Universidade de Santiago de Compostela (GEA, CEFILMUS)

Fundación Wenceslao Fernández Flórez

joseluis.castro@usc.es

https://orcid.org/0000-0001-9061-429X

 

Héctor Paz Otero

Fundación Wenceslao Fernández Flórez

hectorpazotero@gmail.com

https://orcid.org/0000-0003-2787-9126

Resumen:

La revisitación del cine español republicano, así como la del producido en las primeras décadas posbélicas, llevada a cabo desde finales del siglo pasado por una nueva historiografía que cuenta con el análisis fílmico como ineludible arma metodológica, constituye el punto de partida para ahondar en los profundos paralelismos y entrecruzamientos de las trayectorias de dos de los más relevantes maestros del cinema hispano: Luis García Berlanga y Fernando Fernán Gómez, nacidos ambos en 1921. En esa línea, este trabajo ofrece vías analíticas que permiten comprender mejor el dificultoso pero decisivo camino que emprenden —cada uno a su modo— del sainete al esperpento y que, partiendo del cómico “espejo ligeramente curvado” de Wenceslao Fernández Flórez, llegará a alcanzar la extrema concavidad del valleinclanesco Callejón del Gato en sus grandes filmes de la década de los años 60. En este trayecto, las obras literarias de Carlos Arniches y del citado escritor gallego constituirán algunos de los pilares sobre los que poner en pie en pie un fértil realismo hispano y cotidiano, a la vez cómico, oscuro y veraz sobre la miserabilidad de la vida de la “pobre gente española”, sacando a la luz las lacras y atrasos seculares de nuestro país.

 Abstract:

Since the end of the last century, a new historiography, whose methodology is based on film analysis, has revisited Republican Spanish cinema and that of the first post-war decades. This trend constitutes the best starting point to rigorously delve into the deep parallels and intersections of the trajectories of two of the most relevant masters of Hispanic cinema: Luis García Berlanga and Fernando Fernán Gómez. According to that, this article analyzes the determined but difficult career path undertaken by both authors from the sainete (starting from the comic "slightly curved mirror" by Wenceslao Fernández Flórez) to the grotesque (with the extreme concavity of the vallenclanesco Callejón del Gato in their great films of early 1960s). In this trajectory, the literary works of Carlos Arniches and the aforementioned Fernández Flórez will constitute some of the pillars on which a fertile Hispanic and everyday realism will be built; a comic, dark and truthful realism about the miserability of the life of the por Spanish people, bringing to light the scourges and secular backwardness of our country.

Palabras clave: Cine español; Luis García Berlanga; Fernando Fernán Gómez; costumbrismo; esperpento; modernidad.

Keywords: Spanish Cinema; Luis García Berlanga; Fernando Fernán Gómez; costumbrism; esperpento; Modernity.

Como si se mirase en el cristal de un espejo ligeramente curvado, he querido que la Verdad tenga (…)  [en mi obra] trazos de caricatura. (Fernández Flórez, 1921, p. 9).

El encuentro con una comedia como fue El destino se disculpa [1945, basada en un relato y con diálogos de Wenceslao Fernández Flórez y dirigida por José Luis Sáenz de Heredia], que me marcó muy profundamente en aquel momento, me hizo pensar que quizá lo que a mí me gustaría, y lo que yo debería decir a partir de entonces, tenía que partir de ahí… (García Berlanga, declaraciones a TVE).

“[Después, cuando] Bardem y Berlanga con Esa pareja feliz, ¡Bienvenido, Mister Marshall! y Calabuch, renovaron el cine español, [lo hicieron], precisamente, desde el sainete, una de las fuentes más castizas del humor teatral nacional. (…). Y renovaron no sólo el cine español, sino también el concepto de sainete como género dramático. Podría decirse que en su versión cinematográfica el género se hacía más culto, más irónico, con un propósito no de servicio a la supuesta moral convencional del público, sino a la moral de los autores. Y lo que el género perdía en popularidad, lo ganaba en riqueza de intenciones. (Fernán Gómez, 1995, p. 37).

 

1. Introducción. Metodología y Estado de la Cuestión

La revisitación de la Historia del cine español, pero muy especialmente del producido en la II República y en la turbia y oscura primera década posbélica, llevada a cabo desde finales del  siglo pasado por una nueva historiografía que cuenta con el análisis fílmico como ineludible mecanismo a la hora de historiar las formas cinematográficas, constituye el punto de partida idóneo para ahondar con rigor en los profundos paralelismos y entrecruzamientos de las trayectorias de dos de nuestros más destacados cineastas: Luis García Berlanga y Fernando Fernán Gómez (Castro de Paz, 2010; Castro de Paz y Zunzunegui, 2021), nacidos ambos en 1921. Dicha relectura ha sido capaz de abrir nuevas y más afinadas vías para comprender y resituar histórica y formalmente el decidido pero alambicado y bien modulado inicio del camino trazado a partir de sus operas primas (Esa pareja feliz, 1951, Juan Antonio Bardem y Luis García Berlanga; Manicomio, 1953, Fernando Fernán Gómez y Luis María Delgado, que incluye la adaptación de un cuento de Ramón Gómez de la Serna). Un proceso —en el que tendrán destacados compañeros de viaje, como el José Antonio Nieves Conde de El inquilino (1957), protagonizada esta última por el propio Fernán Gómez y producida por una cooperativa de la que forma parte Berlanga— de progresiva crispación y distanciamiento de las miradas de unos cineastas que subiendo a duras penas una atalaya de complicado acceso observarán iracundos desde ella la triste realidad española.

Habitado desde el periodo mudo por personajes sainetescos y zarzueleros, nuestro cine más arriesgado y violento se encaminará así hacia una intransferiblemente ibérica y reflexiva modernidad fílmica popular, grotesca y esperpéntica, similar en ciertos aspectos y salvando las distancias de todo tipo, a las fracturas, resultantes en parte de los cruentos avatares históricos de España, surgidas en determinado momento en las obras de Francisco de Goya o Ramón María del Valle-Inclán a partir de materiales de partida igualmente costumbristas y populares, pero motivadas ahora por la barbarie franquista y la consiguiente gangrena moral y política de la posguerra, que volvía a enturbiar las verbenas y a desencajar los rostros de sus humildes y antaño festivos protagonistas.

Pues bien, este trayecto del sainete al esperpento (Castro de Paz y Cerdán, 2011), crucial transformación ética y estética de cierto cine español, virulentamente rechazada y arrinconada por el Régimen franquista, no puede entenderse sin el eslabón con el mejor cine nacional-popular republicano que supone la obra en la posguerra de Edgar Neville —destacado miembro, con “Tono”, Miguel Mihura o Jardiel Poncela, de la “Otra Generación del 27”, la de los humoristas, la de La Codorniz fundada por el propio Mihura en 1941 (Aguilar & Cabrerizo, 2019)— y nos referimos tanto a sus hoy ya bien conocidos “sainetes criminales” (el cortometraje Verbena, 1941; La torre de los siete jorobados, 1944; Domingo de carnaval, 1945; El crimen de la calle de Bordadores, 1946) como a la relevante comedia El último caballo (1951), que suele situarse como precursora del Neorrealismo en España, quizás por estar parcialmente rodada en las calles del Madrid popular (plazas de Callao y la de Cortes, Gran Vía, calles de Alcalá y de Cruzada); así como tampoco sin tener en cuenta las destacadas adaptaciones del propio Fernández Flórez en los años 40, a las que enseguida habremos de referirnos.

Tanto Berlanga como Fernán Gómez, amigos personales de Neville, ocasionalmente partícipes[1] y en todo caso buenos conocedores de su obra fílmica y literaria —tan heredera del sainete arnichesco como del humor ternurista del propio Fernández Flórez y del vanguardismo de Ramón Gómez de la Serna—, habían visto poco antes de la Guerra Civil sus dos primeros largometrajes (El malvado Carabel, 1935, a partir de la crítica y muy exitosa novela humorística de Fernández Flórez publicada en 1931, y La señorita de Trevélez, 1936, basada en la tragedia grotesca de Carlos Arniches estrenada en 1916) y charlarían a menudo Hidalgo, 2021), casi dos décadas después, trágico conflicto bélico mediante y tras tomar contacto con el Neorrealismo en buena medida gracias a las sesiones organizadas por el propio Fernán Gómez en el Instituto Italiano de Cultura, sobre aquellos filmes y sobre la obra de los escritores de los que partían. Estaban convencidos de que se trataba en los dos casos de materia prima idónea para la puesta en pie de un posible realismo hispano y cotidiano —Fernán Gómez aseguraba incluso que el movimiento italiano había utilizado elementos temáticos del propio Fernández Flórez, “viceversa no, porque, [añadía irónico], cuando escribía Wenceslao no había neorrealismo” (Fernán Gómez, 1998, p. 538)— y de que lo que era útil importar a nuestra cinematografía era la idea de un cine que tratase de los problemas cotidianos de la “pobre gente española”, que fuese capaz de ofrecer un discurso a la vez cómico, oscuro y veraz sobre la miserabilidad de sus vidas, pero buscando siempre sus más profundos referentes de partida en las más populares tradiciones culturales españolas.

 

2. Esa pareja feliz

Cuenta también Fernán Gómez en El tiempo amarillo cómo Juan Antonio Bardem y Luis García Berlanga le pidieron en su momento que hablase con el afamado escritor gallego[2] —al parecer con influencias ante algunos miembros de la Comisión censora que había de aprobar Esa pareja feliz (1951)— para que mediara a favor de la película, a lo que este habría respondido que no podía asegurárselo, porque el filme “olía demasiado a cocido”. A Fernán Gómez le sorprendió la respuesta, pues —en su opinión— ese era el olor que debía tener el cine español y era también, de hecho, el de las novelas del propio autor, al que tanto admiraba (Fernán Gómez, 1998, p. 537).

Berlanga y  Fernán Gómez eran plenamente conscientes de cómo el cine español de la inmediata posguerra había utilizado los relatos breves y las novelas del coruñés y los sainetes del alicantino a la vez como colchón (ante la censura) y disparadero (para hablar de ciertos temas de un modo, más o menos, “verista”), y el director valenciano, por ejemplo, iba a tener  muy presente el uso de la tempranísima voice-over que inaugurara la oscura comicidad de la temprana versión posbélica de El hombre que se quiso matar (Rafael Gil, 1941, adaptación de un cuento Fernández Flórez publicado en 1929) y partiría de aquella a la hora de modelar las poderosas y a su modo moderadamente “deformantes” voces narradoras de ¡Bienvenido, Mister Marshall! (1952), Calabuch (1956) y (la versión española de) Los jueves, milagro (1957), del mismo modo que Fernán Gómez habría de recurrir a ella desde el comienzo mismo de su propia versión de El malvado Carabel (1955, muy influenciada a su vez por la ya citada versión republicana de Neville) (F1). Pero, sobre todo, ambos se habían sentido profundamente impactados por El destino se disculpa (José Luis Sáenz de Heredia, 1945, a partir de otro relato breve de Fernández Flórez y coprotagonizada por el propio Fernán Gómez) (F2), película en la que el narrador (el “Destino”, encarnado por Nicolás Díaz Perchicot) posee un llamativo poder sobre el universo representado (incluido el de detener las imágenes), anticipando conocidas soluciones berlanguianas, y que nos ofrece, además y de manera inequívoca, un nítido esbozo del célebre discurso de José Isbert y Manolo Morán en el balcón municipal de la película de 1952. Es en el filme de Sáenz de Heredia y no en el de Berlanga, pese a lo que suele creerse, la primera vez que un manipulador y pícaro Morán toma la palabra, sacándosela a un incapaz alcalde, para pronunciar, ante la credulidad de un pueblo igualmente “inteligente y despejao”, populistas y engañosas arengas en este caso durante la fraudulenta inauguración de una fuente a la que, visto lo visto, también iba a ser difícil incorporar “chorritos” de colores si, a la vuelta de pocos años, llegasen a visitarnos los amigos americanos…

 

F1                                                                                                           F2

Los títulos dirigidos por Luis García Berlanga y Fernando Fernán Gómez pueden verse de hecho, como adelantábamos y a lo largo de los años cincuenta, como las piezas claves del inicio de ese decisivo proceso histórico de crispación y distanciamiento de la mirada que va a caracterizar el cine español más arriesgado, iracundo y violento. Pese a que la culminación de tan crucial transformación ética y estética —insistimos— solo se alcanzará en la década siguiente, su embrionario despegue puede aislarse casi literalmente en una secuencia clave de la Esa pareja feliz, el extraño y deformado flashback que narra el comienzo de la relación de la angustiada pareja proletaria protagonista (Carmen y Juan; Elvira Quintillá y el propio Fernán Gómez) hacia 1945 en una castiza verbena madrileña. Extraño flashback, decíamos, sobre todo porque —en el interior de la diégesis— parece “puesto en escena” por la mirada actual de los protagonistas (en 1951) desde la azotea de su vivienda sobre el recuerdo de los inicios de su noviazgo (más o menos, insistimos, hacia mediados de la década anterior) (F3). Una especie de incipiente y absolutamente experimental “estructura de figuración” (Font, 1978, pp. 15-16) que toma el propio medio fílmico como referente —la pareja ve su pasado como una película, y se refiere explícitamente a sus actitudes y movimientos en la misma (“...mira, estamos llegando...”)— y sobre la que se coloca un “doblaje” ¾unos diálogos que no se corresponden al presente de las imágenes que vemos, sino que las comentan y “reverberan” sobre ellas¾ que distorsiona, enturbia, complejiza y convierte en definitivamente reflexivo el entonces ya convencional mecanismo narrativo del “retorno al pasado”.[3] En otras palabras, que aquello que en 1945 o 1946 sólo podía narrarse en presente como una sainetesca verbena madrileña —pese a que ya en 1942 Neville había estrenado su magistral, excéntrico y oscurísimo cortometraje de idéntico título— debía ahora ser mirado todavía, pero desde una distancia crítica —posibilitada por un cúmulo de circunstancias, cinematográficas algunas, políticas, sociales y económicas otras que propicia la (sin duda cada vez más crispada) reflexión, aun sin modificar los esenciales (y ahora amargos) componentes costumbristas y populares de la materia prima, objeto de la mirada.

F3

No es de extrañar, por ello, que una de las atracciones que visitan los protagonistas sea la de los espejos deformantes, y que el diálogo señale un explícito “creí que éramos así de verdad”, en una primera y literal aparición de la estética esperpéntica directamente imbricada en el tejido diegético del texto (F4); ni que sólo se recupere el sonido “en el presente” cuando, con la noria detenida en el punto más elevado (F5), Juan se refiera como de pasada tanto a su experiencia en la Guerra Civil como a su gusto (aquí, pero sólo en cierto sentido, obligación)[4] por mirar desde lo alto —algo que, no olvidemos, está haciendo también en 1951— en una frase que recuerda en mucho el   conocido aserto de Valle-Inclán cuando explicaba el punto de vista esperpéntico sobre los personajes del sainete: “me gusta ver Madrid desde arriba, es como si fuese el amo de todo” (declaraciones de Vallé Inclán a Martínez Sierra, 1928). Doble elevación, pues (noria + azotea), que remite no sólo a la experiencia crítica y formal del mejor cine de la década anterior, sino que dobla y eleva la perspectiva (visual y discursiva) para hacer de este filme señera pieza inaugural de ese ya citada evolución formal y semántica que acabaría por estallar en las obras magnas, grotescas y esperpénticas de los años sesenta (Plácido, 1961, “La muerte y el leñador”, 1962, y El verdugo, 1963, de Berlanga, desde luego, pero no menos El mundo sigue, 1963, y El extraño viaje, 1964, dirigidas por el Fernando Fernán Gómez). Comprobamos, entonces, como en el arnichesco y carabelesco personaje “tipo” que el actor Fernán Gómez modelaba por aquellos años —cincelado asimismo en la contemporánea y ya citada El último caballo de Edgar Neville, pero también a posteriori en la desconocida, pero nada desdeñable Nadie lo sabrá dirigida por Ramón Torrado en 1953, profundamente influenciadas ambas por Arniches y Fernández Flórez— se haya uno de los elementos clave en el inicio de dicha evolución.

 

     F4                                                          F5

 

3. Fernán Gómez y Berlanga en los años 50: el “espejo ligeramente curvado” de Wenceslao Fernández Flórez

Vemos entonces como Berlanga y Fernán Gómez encuentran en ese “espejo ligeramente curvado” fórmulas de progresivamente medi[ta]da curvatura visual y discursiva, acolchadas todavía por una malévola ternura que desaparecerá en buena medida con los años. En este sentido, El malvado Carabel de Fernán Gómez bien puede ser considerada una directa probatura fernandezflorezca de sainete ennegrecido que ensaya ciertas, aunque todavía moderadas, distorsiones formales y semánticas en las que profundizará a finales de la década en comedias magistrales como La vida por delante (1958) y La vida alrededor (1959). Por su parte, Berlanga continua la senda abierta con Esa pareja feliz en Novio a la vista, Calabuch y Los jueves, milagro. Unas y otras fábulas humorísticas a la vez críticas y costumbristas, quejosas y melancólicas, que —como paso intermedio, insistimos, previo a la grotesca explosión posterior— que se apoyan a la vez, en diferentes grados  y variadas formas, en los hallazgos cómicos de la “Otra Generación del 27”, de la que Fernández Flórez era uno de los maestros; Miguel Mihura, por ejemplo, coescribe el guion de ¡Bienvenido, Mister Marshall! mientras Fernán Gómez lo adapta en Solo para hombres (1960); la influencia de Enrique Jardiel Poncela es en verdad decisiva en Calabuch, La vida por delante y La vida alrededor.

Por otro lado, según pasaban los años, y como afirmó en repetidas ocasiones, Fernando Fernán Gómez era cada vez más consciente de la importancia de Esa pareja feliz como punta de lanza para un cine propio ¾sin renunciar en absoluto, más bien al contrario, a lo que consideraba que debían ser sus fuentes primigenias¾ capaz de aunar, si ello era posible, ciertas fórmulas heredadas del Neorrealismo italiano con un tipo de comedia capaz de atraer la atención de un público mayoritario.

Aunque frustrado por el tibio recibimiento dado por crítica y público a El malvado Carabel tras su estreno en 1956, no cejaba en su empeño de continuar por una senda que consideraba la más apropiada y potencialmente fértil para el cine español. Y es sorprendente observar cómo, y mientras barruntaba la manera de “modernizar” y profundizar en el camino iniciado con su adaptación de la novela de Fernández Flórez, de aproximarlo más, en algún sentido, al inicial modelo berlanguiano, su excepcional capacidad de absorción busca y logra tomar ideas y fórmulas de casi cada proyecto en el que participa. Su lamentable experiencia en la coproducción hispano-italiana El soltero (Lo scapolo, Antonio Pietrangeli, 1956), en la que su papel de amigo casado del soltero protagonista interpretado por Alberto Sordi sería eliminado finalmente por problemas contractuales, le lleva a plantearse una “venganza” creativa que permite observar claramente, al tiempo, la indisoluble vinculación de sus planteamientos como actor y director: escribir, dirigir e interpretar una película en la que su papel de casado fuese el principal y el amigo soltero apareciese solo esporádicamente, como ayuda y/o contrapunto al protagonista. Esta es la idea inicial, según confesó a García de Dueñas (Entrevista inédita, s. p.), del filme que a la postre acabaría titulándose La vida por delante. Una idea de actor, desde luego, que iba a sumarse a su  deseo de hablar sobre la chapuza generalizada que era la España de la época (“…este hábito tan español de trabajar casi todo el mundo mal, para salir del paso, como escurriendo el bulto”; “…casas que son demasiado pequeñas, que están mal construidas, sofás que se rompen, coches que andan mal…”) y que —extendida hasta la desidia estudiantil y la proliferación del enchufismo— afectaba directamente también a los universitarios que, recién salidos de la facultad, no encontraban manera de defenderse y prosperar (“un abogado que no sabe defender el pleito de su mujer, y una mujer médico que cura mal a su marido”) (declaraciones de Fernán Gómez en Brasó, 2002, pág. 98).

Pues bien, tanto estas ideas de partida (un deseo profesional de encontrar un personaje adecuado para sí mismo, unido a “una pequeña tesis” sobre la sociedad en la que vivía) como los pilares estéticos profundos en los que confiaba —y a los que nos referíamos— podían ajustarse como anillo al dedo a ciertos resortes genéricos de las comedias producidas por la productora “Agata Films” de José Luis Dibildos en 1956.[5] La intención de Fernán Gómez era, entonces, la de aprovechar el éxito de la pareja que él mismo formaba en ellas con Analía Gadé para, sin romper la apariencia del molde, transformar los ingredientes de tal manera que el sentido del discurso llegase a invertirse por completo. Así, su trabajo en el guion con su amigo Manuel Pilares —que entonces escribía en una revista universitaria una serie de entregas sobre la vida de una pareja de estudiantes, “hecha con muy buen oído para captar el lenguaje real de la época, de una forma muy directa”, lo que motivó su elección como colaborador— iba a desarrollarse a partir de la idea de que los protagonistas fuesen estudiantes universitarios, recién licenciados, que se casan y comienzan su vida en común, haciendo frente (más mal que bien en parte por su escasa preparación profesional, en parte por la ruin mediocridad de la sociedad española de la época) a los problemas cotidianos que se les presentan a cada paso. Del mismo modo, y de manera  no del todo lejana a la de los títulos de Dibildos, buscaban una estructura narrativa abierta, una “película friso”, una suma de situaciones que —al modo asimismo del seminal filme de 1951— permitiesen insertar las peripecias de los personajes en la vida de la época, incluyendo incluso numerosos elementos autobiográficos en “[u]n mundo en el que aparecían los cursos por correspondencia, las verbenas, la lotería, el utilitario o los cuadros sinópticos de los gastos del mes” (declaraciones de Fernán Gómez en Braso, 2002, p. 66); estructura que el propio Fernán Gómez ya había encontrado en cierta forma en la narrativa de Fernández Flórez, pero que reconocía que, en el cine español, partía, otra vez, del célebre título de Bardem y Berlanga. Con todo, otro papel protagonista, el desgraciado Evaristo González de la ya citada El inquilino, rodada en 1957, mientras da forma al guion de La vida por delante, debe considerarse igualmente fundamental a la hora de comprender el origen último de algunas de las propuestas y experimentaciones tonales que propondrá, transformándolas a su modo.

La profundización en ciertos hallazgos formales de la película dirigida por Bardem y Berlanga en 1951 ¾algunos de los cuales retomará casi literalmente¾,  la influencia de Fernández Flórez, así como la idea de sacar partido a ese voluntario “desajuste” de ingredientes que caracteriza el singular filme de Nieves Conde, habrán de conjugarse, además, con la puesta en pie de la definitiva y más acabada versión de ese complejo personaje-narrador-director capaz de distorsionar el tiempo (F6) que Fernán Gómez había comenzado a articular desde Manicomio (1953) y que tenía en El malvado Carabel ¾aunque que de algún modo se intuían ya en Esa pareja feliz— antecedentes de extraordinario calado. Unido todo ello, en fin, a la influencia directa del humor absurdo de Miguel Mihura, pero también a una innovadora voluntad formal, deformante y radicalmente metadiscursiva, de inequívoca raíz jardielesca, que alcanzará aquí inaudito y protagónico desarrollo permitiéndole extremar “el ángulo de humor con el que se contemplan las cosas” (Castro, 1974, p. 150) La vida por delante (y más tarde la aún más oscura y radical “secuela” La vida alrededor) acabarán por alzarse en singulares, crispados y reflexivos sainetes, modernos y descoyuntados.

F6

Y todavía, finalmente y en cierto modo, la brutal El mundo sigue permite y exige que se le sitúe —pese a su absoluta y violenta radicalidad formal— en la estela de los títulos abordados que, partiendo de Esa pareja feliz, nos aproximaban a la vida de un joven matrimonio proletario en el Madrid de la época. Casi podría afirmarse, sin exagerar demasiado, que la pareja Eloísa-Faustino hereda la desgraciada cotidianidad de la que protagonizara, aproximadamente una década antes, el filme de Bardem y Berlanga, e incluso parecerá querer obligarnos a reparar en ello cuando, nada más comenzar su dramático periplo, escuchemos a un locutor radiofónico advertirnos de que, todavía en 1963, “ganar dinero es fácil…”.

En lo que a respeta a Luis García Berlanga —que rueda Calabuch el año en que se estrena El malvado Carabel—, es tan clara la influencia del cine republicano del Edgar Neville —pero también de las obras producidas entonces por Luis Buñuel para Filmófono, de las propuestas de José Luis Sáenz de Heredia en la por otra parte bien próxima al ternurista humor de Fernández Flórez Patricio miró una estrella 1935), de Benito Perojo[6] o de Luis Marquinacomo el entronque con los indiscutibles hallazgos que sobre aquellos modelos fueron depositando en la posguerra, muy dificultosamente, los cineastas-humoristas de la ya citada “Otra Generación del 27” a los que Berlanga admira y con los que colabora directamente. En Calabuch, el maestro valenciano encuentra en un argumento de Leonardo Martín (un gran científico norteamericano, experto en armas atómicas, se refugia en el aislado pueblo levantino y confraterniza con sus habitantes) material propicio para poner en pie —con la ayuda aquí de Florentino Soria y del guionista italiano Ennio Flaiano y pese a la presencia de elementos melodramáticos y románticos de los que siempre habría de lamentarse— una nueva fábula humorística y coral, a la vez tierna, crítica y costumbrista, que —como nuevo paso intermedio, previo a la grotesca explosión posterior— ensaya la distorsión caricaturesca para referirse con posibilidades reales de producción, exhibición y conexión con el público popular[7] a la situación posbélica española de 1956.

Como en sus dos películas anteriores (y en la inmediatamente posterior Los jueves, milagro), un pueblo, aquí costero y levantino, se alza en elocuente microcosmos de la sociedad franquista vista en su pintoresca mediocridad”, pero a través de la deformada perspectiva de ese espejo ligeramente curvado al que nos referimos. Un cuento farsesco que —doblando la propia farsa que los pueblos berlanguianos suelen poner en pie con picaresca y que, cual burladores burlados, siempre acaba mal— llama constante y reflexivamente la atención sobre la posición discursiva elegida y obliga al espectador a reparar, en mayor o menor grado, en las con frecuencia mezquinas intenciones de unos y de otros, encubiertas por las solidos estereotipos del sainete rural (el guardia civil, el alcalde, la maestra, el cura; meras referencias tipológicas caracterizadas por su función en el grupo social y el espacio a ella asociado), pero, sobre todo, encarnadas por los intransferibles cuerpos ibéricos de nuestros grandes actores de reparto, sobre cuya trascendental presencia volveremos enseguida.

Nada que ver, en fin, con una supuesta “utopía Calabuch”; más bien, al contrario, un discurso crítico que, partiendo de la tradición escénica del sainete popular y de los modelos narrativos y formales del relato y la novela humorísticos, logra “incorporar a sus imágenes la intrahistoria contemporánea”  a través de “microcosmos habitados por una galería tipológica de extrema vitalidad y acusada estilización”, recomponiendo “sobre la pantalla con extrema agudeza y notable complejidad” (Heredero, p. 331) un universo de singular calado testimonial y discursivo.

El inicio del filme es significativo para calibrar la calculada ambigüedad con la que el cineasta organiza las diferentes —e incluso aparentemente contradictorias— capas significantes de su discurso, así como para comprobar la manera en que prosigue su indagación acerca del uso de ciertos dispositivos ya utilizados en sus títulos anteriores e identificables como rasgos estilísticos de esta primera etapa de su filmografía. Vemos inicialmente un breve reportaje de un noticiario americano (“New of the Day Presents News Highlights of 1956”) acerca de la más moderna “arma para la paz” y de la desaparición de su inventor, el científico Jorge Serra Hamilton, buscado por los gobiernos de todo el mundo occidental. Tras incluir imágenes de su última entrevista, ocho días antes, en el puerto de Nueva York, un plano general del exterior del barco que supuestamente lo trasladaba da paso, por corte directo, a una panorámica sobre el mar que nos lleva al litoral de Calabuch (Peñíscola). La imagen se detiene y el logo de CIFESA y los títulos de crédito se suceden sobre la imagen fija de la playa, con el pueblo al fondo. Al concluir estos, y coincidiendo justo con el nombre en pantalla de Luis García Berlanga, el movimiento reaparece, y la voice-over del narrador comienza a contarnos “la historia de un pueblo llamado Calabuch, donde un día llegó un hombre llamado Jorge”. Este hecho, continúa, sucedió “el 17 de mayo de 19… Bueno, un día cualquiera de ese año en que Rusia firmó el Concordato y los americanos dejaron de proteger a Europa”. Con el destacado 1956 que presidía el noticiario todavía en la retina del espectador (tiempo fechado, histórico y referencial), el narrador, socarrón, se burla de la supuesta intemporalidad de la fábula o el cuento en el que nos está introduciendo, y señala literalmente la posibilidad/necesidad de leerlo como tal en primer término, pero de interpretarlo a la vez sin perder de vista su indiscutible anclaje histórico (la España de la posguerra, la Guerra Fría). Como Jaime Pena señaló con acierto (2005, p. 44), si la censura había utilizado la voz narradora, incorporándola en bien conocidos títulos extranjeros al ser doblados al español, “para tamizar ciertos discursos que podrían ser malinterpretados por el espectador”, “Berlanga recurre a ella para imponer su punto de vista: ‘yo les cuento esto pero, no se crean, no estoy en absoluto de acuerdo’ ”.

De lo que no puede caber duda es de que el poder de dicho narrador (inextricablemente identificado aquí con el gran imaginero que controla el contenido, pero también el tamaño, la distancia y la posición de las imágenes que vemos), pese a su aparición más comedida y limitada al arranque, no ha variado desde ¡Bienvenido, Mister Marshall!: nos presenta el faro y a algunas mujeres y un niño del pueblo reparando las redes de pesca, y se aleja en planos más y más elevados y distantes para mostrarnos la totalidad cerrada y compacta del mismo (“desde lejos parece una fortaleza”), sensación de aislamiento e insularidad multiplicada con respecto a filmes anteriores por la situación de Peñíscola en un tómbolo rocoso que se adentra en el mar y coronada por un castillo. “En otro tiempo lo fue” —prosigue el narrador, bien poco respetuoso con las heroicidades militares (del pasado)—, “pero de las guerras antiguas hoy solo quedan los juegos de los niños” (planos de los pequeños balanceándose en un cañón antiguo o escondiéndose detrás de otro) “y unos oxidados cañones que aquí sirven para esto, para esto o… para esto” (en varios planos la cámara se mueve mostrando como los cañones son usados para amarrar una barca de pesca, secar la ropa o incluso como lugares donde orinan los niños, hasta que el propio narrador le llama la atención: “¡Niño!”) (F7).

F7

El mullido colchón cómico que le proporcionan sus “cómicos de tripa” —como sucediera ya, por citar solo el más célebre de los ejemplos, con el alcalde Don Pablo, encarnado por José Isbert en ¡Bienvenido, Mister Marshall!: el rostro y la voz derrotada y cazallesca del pueblo vencido, en los que late una verdad honda más allá de cualquier personaje, interpretando al cacique del lugar, humanizándolo, complejizando el discurso— como vimos una de las principales estrategias discursivas y soporte artístico prioritario del cine de Berlanga. Actores —como Juan Calvo o Félix Fernández, pero también y enseguida Manuel Alexandre (Vicente, el pintor), el propio José Isbert (el farero), José Luis Ozores (el torerillo “Cocherito”), Pedro Beltrán (Fermín) o Nicolás Perchicot (Andrés)— que forman parte de pleno derecho de ese grupo de “secundarios” que, formados en las variedades, el enredo cómico, el sainete o la zarzuela, arrastran un incomparable bagaje comunicativo, y son capaces además de reactivar al contacto con su tiempo elementos tipológicos de honda tradición popular respondiendo a las necesidades de la sociedad que consumía entonces el espectáculo cinematográfico (Pérez Perucha, 1984).[8] Voces y cuerpos, en suma, peculiares y excéntricos, portadores de una imperfecta fisicidad esencial “radical y virulento materialismo hispano” en brillante expresión de José Luis Téllez (1984, p. 41) cuya sola presencia activa la identificación con el espectador popular y pone en marcha resonancias plásticas y escénicas de hondísimo calado, y de los que también habrá de sacar excelso partido Fernando Fernán Gómez (Isbert es, en La vida por delante, el “señor bajito” testigo del accidente de Josefina en su biscúter, que tartamudea y “hace tartamudear” al montaje en una de las secuencias más disparatadamente modernas y formalmente críticas de la comedia cinematográfica española).

Un ejemplo en verdad excepcional, de cuanto decimos —y por no insistir en ese inolvidable farero interpretado por Isbert que juega al ajedrez con el cura vía telefónica y conoce los secretos de estrellas que se hallan a “distancias siderales”; un cuerpo, en palabras de González Requena, “denso y singular que se impone como materia bruta a la escenografía” y que exige a la puesta en escena berlanguiana “entrar en una dialéctica con su cuerpo”, con el grano de lo singular que lo anida (González Requena, 1984, pp. 37-38)—[9] bien podría ser la a la vez codornicesca, “casi surrealista” en palabras del propio cineasta (declaraciones de Berlanga en Hernández Les e Hidalgo, 1981, p. 64)  y entrañable aparición del humilde torero de feria felizmente encarnado por José Luis Ozores, un pobre carpanta siempre dispuesto a comer su lata de conservas y su trozo de pan, que traslada su manso torillo de pueblo en pueblo en una camioneta destartalada cuidándolo con cariño también porque su sustento depende de él (la suerte de matar supondría de hecho, para “Cocherito”, la ruina del negocio). Entre el humor absurdo y el testimonio devastador, el episodio ―como supo ver en su día José Luis Guarner— multiplica su eficacia gracias a la intuición espacial de Berlanga, que explicita la amarga condición del personaje “con toda naturalidad, sin operación estética aparente, por el simple hecho de situar la escena en una playa, es decir, mitad en la tierra, mitad en el agua. En otras palabras, la elección del escenario y su uso no responde a un simple designio decorativo, sirve para expresar con magnífica sencillez una idea universal de incertidumbre y precariedad” (Guarner, 1981, pp. 42-43).

Intuición espacial (y temporal) que, por cierto, comienza a mostrar en Calabuch —filme de tránsito y probatura estilística también en lo que la concepción de la puesta en escena se refiere— una progresiva desaparición de la influencia de las escuelas europeas de montaje que recibiera en línea directa de su profesor de realización en el IIEC (Instituto de Investigaciones y experiencias cinematográficas) Carlos Serrano de Osma, para tender hacia un predominio de planos amplios y con muchos personajes, más y más largos, que habrán de derivar naturalmente —pues, de origen nevilliano, surgían de las fértiles búsquedas a la hora de materializar fílmicamente la coralidad sainetesca— hacia el célebre plano secuencia del Berlanga maduro.[10] Todavía “cortadas” aquí y allá por planos próximos de tal o cual detalle o personaje, ciertas composiciones plásticas, milimétricamente contraladas en su abigarramiento, parecen fragmentos de un plano-secuencia todavía no asumido y preludian su elaborada (y en extremo crispada) utilización futura en Plácido, El verdugo, en las que dicho dispositivo se convertirá en intransferible y bien caracterizado indicador “de la no existencia de espacios ‘fuera de campo’ que constituyan una salida histórica y social para esas capas populares acorraladas por la historia”, cercando —en ajustadas palabras de Pérez Perucha (2005, p. 166)— “a unos personajes que se debaten en el único lugar que pueden, en la profundidad del campo fílmico, con una frenética y desesperada actividad, las más de las veces sin sentido ni perspectiva histórica alguna”.

Un trabajo formal que, por encima (o por debajo) de su humorístico y solo supuestamente utópico contenido narrativo, es capaz de materializar las opiniones críticas frente a las circunstancias imperantes en términos fundamentalmente (audio)visuales, constituyendo, sin duda, el meollo discursivo (y la relevancia histórica) de Calabuch. A la búsqueda de una “miserabilización de todo” (declaraciones de Berlanga a Castro de Paz y Pérez Perucha, 2005, p. 180) capaz de contradecir fructíferamente el tono festivo y tierno de los sucesos, la fotografía notabilísima de Francisco Sempere[11] se coloca del lado del realismo documental del pueblo y sus habitantes frente al humorismo diegético, voluntario desajuste que se convierte en auténtico punto de partida visual para una puesta en escena que, una y otra vez, y por medio de los más variados dispositivos, trata de  discutir la ternura humorística de algunas situaciones.

Así, y como postrero ejemplo, cuando Jorge abandone finalmente Calabuch en helicóptero, unos planos aéreos rodados desde un Junker del ejército americano que sobrevuela el pueblo desde muy abajo y en los que Berlanga puso todo su empeño, servirán narrativamente para testimoniar el tierno cariño del anciano sabio hacia los novecientos veintiocho habitantes que lo habían intentado vanamente “defender” de la VI flota de los EE. UU., pero, al mismo tiempo, al abandonarlos allí, aislados y empequeñecidos, sin posibilidad alguna de escapar de la España miserable de 1956, dichas composiciones plásticas parecen anunciar, de algún modo, la mirada esperpéntica, “levantada en el aire” de la que Valle-Inclán hablara a Martínez Sierra en la célebre entrevista publicada en ABC en 1928.

 

3. Conclusiones. La (forzosa) culminación del trayecto

Como es sabido, el trascendental proceso al que nos hemos referido llegará a su cénit en las obras magnas de ambos cineastas en la primera mitad de los años sesenta presididas por una mirada desgarrada y crispada que distorsiona, desde arriba y con rabia, los rasgos del mundo inicialmente costumbrista que observa para mejor mostrar así, y de nuevo, la triste realidad española.[12] Se trata, este sí, de un auténtico nuevo cine español, moderna y demoledora consumación de una tradición fílmica que no había dejado de crecer y dar muestras de su vitalidad estética (y política, pese a todo) desde el mismo fin de la Guerra Civil. Un cine decididamente esquinado por el Régimen franquista, dispuesto a acallar como fuese los brutales exabruptos fílmicos de unos directores —los más virulentamente críticos a la hora de dibujar la sociedad española que les tocó vivir— que apenas podrán volver a ponerse tras las cámaras (o lo harán fuera de España, o se verán obligados a rodar filmes de encargo) hasta los años setenta. Un cine capaz de dar cuenta fílmicamente de la idea nuclear que ambos compartían y que Berlanga declaraba sin ambages a la revista TeleRadio ya en octubre de 1960: “Creo que el camino es el esperpento, el humor negro. La picaresca en todas sus fases, desde Quevedo a Solana, pasando por Goya. Esa es la dirección de nuestro cine” (Berlanga, 1960, s.p.).

 

Referencias bibliográficas

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[1]. Fernán Gómez interpreta papeles protagónicos en algunas de sus películas más relevantes (Domingo de carnaval, El último caballo, La ironía del dinero [1957]); Berlanga lo adapta en Novio a la vista (1954, a partir de un guion a su vez muy influenciado por Fernández Flórez).

[2]. Enormemente popular en la época gracias a su actividad periodística (ABC, Semana, La Codorniz) y a la publicación, desde hacía ya tres décadas, de célebres novelas y relatos breves, temprano defensor del cinematógrafo y ocasional crítico y ensayista sobre cine, su pública adhesión a la causa rebelde no pueden hacer olvidar —además, y no es cuestión menor, de la calidad de su escritura— que casi todas las obras del autor llevadas al cine en los años cuarenta habían sido publicadas en la década de los veinte, antes de la proclamación de la República y, algunas de ellas, en pleno periodo primorriverista. Profundamente críticas con la situación de una España injusta, atrasada y cursi, hondamente desesperanzadas, impregnadas hasta sus estratos más profundos de un particularísimo realismo fatalista y de un humor tierno pero desencantado, o sorprendentemente modernas por una concepción narrativa reflexiva y autoconsciente, las novelas breves de Fernández Flórez darán lugar a films muy diferentes entre sí, pero que habrán de convertirse, con una frecuencia altamente significativa, en fragmentarios esbozos, llamativos atisbos u originales formulaciones de esa ya citada revitalización de unas tradiciones estéticas propias, cruzándose luego –en un a menudo fértil proceso de mestizaje- con los modelos fílmicos dominantes (especialmente, claro está, el cine clásico de Hollywood), pero sobre el humus de unas formas culturales enraizadas en las tradiciones culturales nacionales.

[3]. El propio Berlanga se refiere a “dos planos de recuerdo, de conversación” (Hernández Les e Hidalgo, p. 35).

[4]. Y es que, en efecto, la noria se estropea en el presente de la verbena de los años cuarenta, dejando a la pareja durante horas en la cumbre madrileña... No sin antes haberlo pedido a gritos (o impuesto) desde su posición de autoridad en su enunciativa azotea de 1951.

[5]. Viaje de novios (León Klimowsy) y Las muchachas de azul (Pedro Lazaga), protagonizadas por Fernán Gómez y Analía Gadé, y que iban a suponer un extraordinario éxito de público esa misma temporada, señalando el terreno sobre el que el propio Dibildos y Pedro Masó edificarían algunos de los títulos más conocidos y populares de la comedia española de finales de la década y de los años sesenta (Hernández Ruiz y Pérez Rubio, 1993, pp. 311-320); Pérez Rubio, 1997, pp. 442-445). A partir de unos guiones en los que pesa extraordinariamente el humor del catalán Noel Clarasó, se  trataba en aquellas de ofrecer una visión a la vez popular y amable sobre la vida de las clases proletarias, capaz de aunar de nuevo ciertas lecciones del sainete castizo madrilenismo; coralidad de las historias narradas, centradas en el caso de Muchachas de Azul en la vida cotidiana y las relaciones amorosas de los empleados de las grandes almacenes “Galerías Preciados”; peso extraordinario de los actores secundarios con otras que provenían de algunos títulos del llamado “neorrealismo dramático” o de la “comedia-mosaico” italiana como Tres enamoradas (Le ragazze di Piazza di Spagna, Luciano Emmer, 1952) o Las señoritas del 09 (Le signorine del 04, Gianni Franciolini, 1955).

[6]Parece clara y directa ―vía Mihura― la influencia de La última falla (Benito Perojo, 1940) en ¡Bienvenido, Mister Marshall!. Otro texto en la encrucijada, como la anterior y muy destacada Los hijos de la noche ―en cuyos diálogos también intervendría el célebre comediógrafo― el filme, rodado en Roma, supone un eslabón crucial que enlazaba los musicales republicanos con cierto cine regional de los años cuarenta, pero su “exhibición valencianista (...) da pie a la sátira de las jerarquías locales, de sus liturgias y su retórica, en una línea que prolongará Berlanga a partir de ¡Bienvenido, Mister Marshall! (1952)” (Gubern, 1994, p. 330).

[7]Coproducción hispano-italiana, participada por Aguila Films y Films Costellazione, Calabuch contaría en el reparto con Franco Fabrizi (el “Langosta”) y Valentina Cortese (la maestra Eloísa), además del guionista Ennio Flaiano y los músicos Guido Guerrini y Angelo Francesco Lavagnino. La presencia de Edmund Gwenn ampliaba los mercados de la película al ámbito anglosajón, estrenándose en Gran Bretaña y Estados Unidos. En España permanecerá 42 días en las carteleras de los cines Palace y Pompeya, donde se estrena en octubre de 1956, constituyendo uno de los mayores éxitos de la carrera de Berlanga.

[8]. Una interesante reflexión de alcance más general sobre el actor español, a partir de otro célebre intérprete, en Zunzunegui. (1993).

[9]. Como señala José Luis Téllez (1984, pp. 42), “cuando en Calabuch anuncia Isbert aquella cosa magnífica de que “las estrellas están a distancias siderales”, lo hermoso, lo verdadero, no radica tanto en el ostensible pleonasmo, ni siquiera en el evidente desconocimiento del personaje con respecto a la literalidad de su enunciado, sino en que, de inmediato, nos hace comprender que es imposible que el farero pueda decir otra cosa distinta. La voz de Isbert, su gesto, —esa mano abierta, levantada no se sabe si para dar más énfasis a su abusivo aserto, o para tomar por testigo a alguna divinidad cósmica— convierte el risible y banal enunciado en una suerte de objeto verbal autosuficiente e inevitable, se diría que poseído de un sino, una índole de secreta predestinación. Por encima de su lado grotesco o desaforado, más allá del enorme regocijo que inevitablemente produce, cualquier cosa en boca de Isbert posee también el peso de una revelación insospechada, adquiere de inmediato un espesor casi trágico, a fuer de inevitable. De este modo, lo que verdaderamente se antoja maravilloso es el choque, el profundísimo rechinamiento entre el nivel poderosamente terrenal, concreto y contingente de los enunciados que los guionistas depositaban en sus personajes, y la especie de súbita eternidad en que la voz y el gesto del actor de inmediato los sumían. Hasta el más leve rasgo de su trabajo se hallaba diseñado para generar, de un solo golpe, una presencia arquetípica que de todo se adueñaba”.

[10]. Fernán Gómez, por su parte, no desdeña e incluso parecerá partir en ocasiones de una atosigante y desesperada concepción del plano secuencia no del todo disímil en cierto sentido de la que Berlanga comenzaba a conformar, y, como ésta, tenderá hacia la negación del fuera de campo y optar por un agobiante “relato ininterrumpido (…) y cada vez más caótico del egoísmo colectivo” (Hoppewell, 1989, p. 45) de energía desperdiciada, de frustración y violencia; concepción, con todo, agredida aquí una y otra vez con la extraña exactitud de una afiladísima hoja de un cuchillo que cortara, secamente, como por azar y sin ritmo prefijado, sobre el punto, sangrante y en carne viva, elegido. “Corte” que toma forma fílmica en la inesperada y violenta irrupción, cual vómito significante, de zooms virulentos, llamativas rupturas de tono (y “nivel” narrativo), redundantes cambios de plano o inauditos fragmentos “sobre-montados” de extraordinaria complejidad formal y semántica. “Cuerpos extraños” todos ellos que, aniquilando la homogeneidad del discurso, lo dotan empero de un llamativo espesor.

[11]. Francisco Sempere dirige la fotografía de cinco filmes de Berlanga hasta 1962: Calabuch, Los jueves, milagro, Se vende un tranvía (1959, Juan Esterlich, supervisión de Berlanga), Placido y La muerte y el leñador y de dos de los tres títulos españoles de Marco Ferreri (El pisito y Los chicos, 1959). Con Nieves Conde colabora en Rebeldía (1953), Los peces rojos (1955), Todos somos necesarios (1956) y la decisiva y ya citada El inquilino. Un tipo de fotografía que, en efecto y como señaló en su día Sánchez-Biosca (1989, pp. 77), se enfrenta “a nuevos objetos, a nuevos cuerpos y [establece] un pacto siempre precario entre desvelar su grano y supeditarse a las estructuras narrativas más tradicionales”.

[12]. Y es obligado citar aquí la figura de Juan Estelrich, gran amigo y estrecho colaborador tanto de Berlanga (ayudante de dirección en Plácido) como de Fernán Gómez El mundo sigue (director de producción de El mundo sigue). Años más tarde Estelrich dirigirá a Fernán Gómez en El anacoreta (1976), su único largometraje como director y uno de los papeles favoritos del actor, que obtuvo el Oso de Oro en el Festival de Berlín por su interpretación.