Destilado de estética e historia. Las vetas creativas del cine español en Blancanieves de Pablo Berger
Distillation of aesthetics and history. The creative veins of Spanish cinema in Blancanieves of Pablo Berger
Carmen Arocena Badillos
Universidad del País Vasco (UPV/EHU)
carmen.arocena@ehu.eus
https://orcid.org/0000-0003-0611-4837
Nekane E. Zubiaur Gorozika
Universidad del País Vasco (UPV/EHU)
nekaneerritte.zubiaur@ehu.eus
https://orcid.org/0000-0003-2095-5480
Ainhoa Fernández de Arroyabe Olaortua
Universidad del País Vasco (UPV/EHU)
ainhoa.fernandezdearroyabe@ehu.eus
https://orcid.org/0000-0002-5565-7371
Resumen:
El presente trabajo pretende demostrar que la película Blancanieves (Pablo Berger, 2012) encarna las principales facetas de la españolidad cinematográfica. A tal fin, el artículo rastrea y señala a lo largo del filme la presencia de las cuatro vetas creativas o artísticas heredadas de la cultura popular, en las que, según Santos Zunzunegui, se ha expresado el cine español desde sus inicios hasta nuestros días: el popularismo casticista, la deformación grotesca o esperpéntica, el mito y la extraterritorialidad vanguardista. La película es el resultado de una operación de mestizaje que combina estas formas de expresión propias del cine español con las referencias a otros títulos y corrientes estéticas internacionales en un complejo ejercicio de intertextualidad. Pero Berger va aún más allá y asume el papel de historiador cinematográfico al proponer, a través del desarrollo narrativo y formal de Blancanieves, un recorrido diacrónico por la evolución histórica del cine español, que se manifiesta tanto en el relato como en la puesta en escena del itinerario de la protagonista.
Abstract:
The aim of this paper is to demonstrate that the film Blancanieves (Pablo Berger, 2012) embodies the main facets of cinematographic Spanishness. For that purpose, the article traces and points out throughout the film the presence of the four creative or artistic veins inherited from popular culture, in which, according to Santos Zunzunegui, Spanish cinema has expressed itself from its beginnings to the present day: traditionalist popularism, grotesque deformation, myth and avant-garde extraterritoriality. The film is the result of a miscegenation process that combines these expression forms, typical of Spanish cinema, with references to other international titles and aesthetic trends in a complex exercise of intertextuality. But Berger goes even further and assumes the role of film historian since the narrative and formal development of Blancanieves proposes a diachronic journey through the historical evolution of Spanish cinema, which is revealed both in the story and in the mise-en-scène of the protagonist's itinerary.
Palabras clave: Cine español; Pablo Berger; Blancanieves; cultura popular; mito; esperpento.
Keywords: Motion Pictures; Spain; Pablo Berger; Blancanieves; Popular Culture; Myth; Grotesque.
1. El cuento de la españolidad cinematográfica
El 17 de febrero de 2013 la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España coronó a Blancanieves (2012), un largometraje mudo y en blanco y negro, como la mejor película del año en la XVII edición de los Premios Goya. El segundo filme del cineasta vasco Pablo Berger desbancaba así a un claro exponente del cine mainstream titulado Lo imposible (2012), con el que J. A. Bayona había convertido en imán para la taquilla las vicisitudes de una familia superviviente del tsunami que arrasó Tailandia en 2004. ¿Por qué?
La hipótesis que este artículo arroja como respuesta a esa pregunta, y que las siguientes líneas tratarán de dilucidar, es que la singular fábula sin palabras ideada por Berger encarna las principales facetas de la españolidad cinematográfica.
Las inquietudes artísticas de Pablo Berger han estado desde sus inicios estrechamente relacionadas con la estética del cine español. Su ópera prima Torremolinos 73 (2003) proponía una interesante revisión de las películas de subgénero y destape de los años 70, a través de un protagonista que descubre su pasión por la figura de Ingmar Bergman rodando películas pornográficas caseras. En Blancanieves, Berger va más allá y actúa como una especie de historiador del cine que explicita en la materia fílmica de su relato los vestigios de las películas y cineastas que lo han precedido.
En un ensayo ya seminal para la historiografía del cine español, Santos Zunzunegui propuso una búsqueda centrada en el nivel de las formas que intentaba
descifrar bajo qué apariencias y con qué instrumentos en determinados filmes españoles hacen su aparición unos estilos propios en los que se expresa la herencia cultural nacional (…) sometida a las lógicas transformaciones creativas derivadas tanto de las distintas coyunturas históricas como de las peculiares maneras de hacer de los distintos cineastas. (Zunzunegui, 2002, p. 14)
La conclusión fue que el cine español dispone de una serie de formas de expresión propias, que provienen en gran medida de la cultura popular o de vetas marginales de la cultura oficial, y que se han manifestado desde los albores del cinematógrafo en España hasta nuestros días. Zunzunegui articula estas formas de expresión en torno a cuatro vetas creativas: el popularismo casticista, la deformación esperpéntica, el mito y la extraterritorialidad vanguardista.
A continuación, rastrearemos en los fotogramas de Blancanieves los diversos rasgos narrativos y estéticos propios de esas cuatro vetas que definen la españolidad cinematográfica. Trataremos de esclarecer, a su vez, el modo en que estas formas autóctonas se entretejen con las citas más o menos explícitas a otras corrientes estéticas universales o a películas de distinta procedencia cuya impronta se ha grabado a lo largo de la historia en el imaginario de la cinefilia.
El artículo pretende así demostrar que Berger opera en su segundo largometraje la fórmula que, según Santos Zunzunegui (2002, p. 14), ha guiado lo mejor y más esencial de la producción cinematográfica española: el mestizaje entre las referencias foráneas y ciertas formas estéticas y expresivas de carácter tradicional y popular. El maridaje, en definitiva, entre un imaginario universal y otro de pura raigambre española.
2. Las vetas creativas del cine español en Blancanieves
2.1. Veta popular casticista
La película de Pablo Berger parte de lo universal, un relato mítico popular (el célebre cuento recogido por los hermanos Grimm que da nombre a la película), para dirigirse hacia lo específico de unas formas de expresión pertenecientes a una época y una cultura concretas, el cine silente de la España de los años veinte. En Blancanieves, “la matriz cuentística es objeto de una hispanización” (Bracco, 2015, p. 28) fundamentada en tres elementos nucleares: la tauromaquia, el flamenco y el mito de Carmen (Deveny, 2016, p. 319). Los tres constituyen los pilares sustanciales sobre los que se erigió la visión exótica y estereotipada de España y que el Romanticismo francés extendió globalmente en el siglo XIX, dando origen a la espagnolade o españolada. En su exhaustivo estudio histórico sobre el género, sin embargo, Navarrete Cardero apunta que las raíces de la españolada se encuentran realmente en el siglo XVI español, y que “el extranjero solo ha puesto nombre a un conjunto de manifestaciones y gustos populares (gitanización, andalucismo, bravuconadas, torerías, supersticiones, danzas flamencas o aflamencadas o hechicerías) presentes desde tiempos inmemoriales en la vena popular de las artes españolas” (2009, p. 34).
Las huellas de la españolada son palmarias en la película de Berger (Gómez Llorente, 2013; Bracco, 2015). El filme se inicia justamente con un homenaje al género a través de la malograda historia de amor entre un torero de éxito, Antonio Villalta (Daniel Giménez Cacho), y una cantaora de nombre Carmen de Triana (Inma Cuesta). La dicha que debería culminar con el nacimiento de su primer hijo se ve truncada en la misma plaza de toros con la muerte de Carmen durante el parto y la grave cogida que deja a Antonio postrado en una silla de ruedas. Tras la trágica pérdida de su madre, la pequeña Carmencita (Sofía Oria) es criada por su abuela (Ángela Molina), alejada de un padre ausente e incapaz de enfrentarse a la recién nacida que le arrebató a la mujer amada.
La presencia de la veta popular casticista se extiende, no obstante, más allá de los límites de un género particular. Los dos primeros cuadros o episodios que conforman el filme, la corrida que abre el relato y los años de infancia de Carmencita junto a su abuela, exhalan un aroma peculiar que entronca de lleno con la esencia del costumbrismo, una forma de expresión artística netamente española que, según la definición de Correa Calderón, apunta a “un pequeño cuadro colorista, en el que se refleja con donaire y soltura el modo de vida de una época, una costumbre popular o un tipo genérico representativo” (Correa Calderón, 1964, p. 62).
La minuciosidad y el detalle con el que se describe la liturgia propia de la fiesta taurina (el ritual de la vestimenta del matador, el paseíllo, el saludo a la presidencia, el redoble de tambores de la banda, el brindis del toro, la faena…) convierten a dichas imágenes en documentos o testimonios de unas particulares formas de hacer y vivir, distintivas de un determinado grupo social, una época y un lugar concretos.
Berger recurrirá a idéntica estrategia formal para representar las circunstancias que rodean a la primera comunión de Carmencita. La cámara vuelve a deleitarse en los preparativos y la celebración de otra liturgia, en esta ocasión religiosa, fuertemente arraigada a las costumbres y tradiciones populares, así como en los posteriores festejos que la acompañan, donde el baile flamenco vuelve a hacer acto de presencia en el momento de la muerte de la abuela.
No es de extrañar, por tanto, que el propio Berger reconozca como fuentes de inspiración estética tanto las imágenes de la serie fotográfica España oculta (1989), en la que Cristina García Rodero retrata los rituales, usos, costumbres y creencias de la España rural de los años 70 y 80[1], como las pinturas costumbristas de artistas de la generación del 98 como Ignacio de Zuloaga y Joaquín Romero de Torres (Gómez Llorente, 2013; Bracco, 2015), antecedentes artísticos de la españolada (Navarrete Cardero, 2009, pp. 75-80). Según Gómez Llorente, el retrato del matador Rafael González Madrid “Machaquito”, realizado por Romero de Torres, es referente directo del de Antonio Villalta en el filme, del mismo modo que las protagonistas femeninas de Berger se corresponden con la tipología de las mujeres morenas y sensuales del artista cordobés (2013, pp. 451-452).
El arte de la generación del 98, igual que la españolada, hunde sus raíces en los siglos XVI y XVII “con temas recurrentes relacionados con las costumbres, la religión y la muerte. En cuanto al estilo, encontramos también una continuidad en el uso del claroscuro” (Gómez Llorente, 2013, p. 451). Esta alusión al costumbrismo teñido de sombras sirve precisamente de puerta de entrada a la siguiente veta creativa, el esperpento cinematográfico que, pese a su etiqueta, “no surge tanto como resultado del trasvase directo de la célebre fórmula literaria de Valle-Inclán al ámbito del cinema como de la afortunada simbiosis de un cierto realismo costumbrista (…) y la deformación caricaturesca” (Aranzubia Cob, 2015, p. 44).
2.2. Deformación y esperpento
Tras la muerte de la abuela y la llegada de la niña al cortijo donde su padre convive con su nueva y perversa esposa, Encarna (Maribel Verdú), el filme cambia de tono. Comienza entonces una suerte de cuento gótico en el que las remisiones a Rebeca (Rebecca, Alfred Hitchcock, 1940) y a Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941) son transparentes[2].
A medida que la narración se oscurece, también se produce la progresiva introducción de lo grotesco en el filme, cualidad propia de la veta esperpéntica caracterizada por la deformación sangrante y el humor negro (Zunzunegui, 2002, p. 16). Esta corriente cinematográfica hereda del arte de Valle-Inclán una visión tragifársica de la vida, donde “conviven la tragedia y el dislate, y donde la angustia y el disparate humanos se contraponen constantemente”, emparejando “el horror con la diversión, la desesperación con la banalidad, la hilaridad con la consternación” (Cardona y Zahareas, 1987, p. 48).
Lo grotesco está presente en el tratamiento paródico que Berger concede al personaje de Genaro (Pere Ponce), chófer, amante y esclavo de Encarna, que se somete a todas sus vejaciones e incluso es animalizado en varias ocasiones[3]. Pese a su caracterización de pelele o fantoche propia del género esperpéntico, Genaro es el peligroso brazo ejecutor de la malvada madrastra que le ordena asesinar a Carmencita. El fracaso en esta misión provocará la ira de Encarna, que acaba matándolo en la piscina de la mansión en una más que explícita cita a El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, Billy Wilder, 1950).
Lo risible y lo terrible se entrelazarán una y otra vez para teñir de humor negro los acontecimientos más traumáticos que la protagonista sufre en la casa de su padre. Por un lado, la muerte de su estrambótica mascota, el gallo Pepe, que acabará servido en la cena como ingrediente principal de un plato de pollo “a la PEPEtoria”. Por otro, el macabro sometimiento del cadáver vestido de luces de Antonio Villalta a una antigua tradición que Berger representa desde el prisma de la caricatura. La fotografía post mortem fue una costumbre de finales del siglo XIX según la cual los difuntos eran fotografiados como recordatorio fúnebre, acompañados en ocasiones de una escenografía que los hiciera pasar por vivos. En Blancanieves el tratamiento de esta práctica coincide con la ambivalente naturaleza de lo grotesco: invita primero a la risa en los planos en los que sirvientes y plañideras se retratan junto a Antonio “sentado” en un diván, y después a la tristeza y la compasión, ante el auténtico dolor de Carmencita. La mirada elevada de la cámara en ángulo cenital[4] deja a la protagonista abandonada a su suerte junto al cadáver de su padre, humillado no solo en vida, sino también después de su muerte a cargo de su propia esposa.
A partir de ahí, el filme retomará la línea narrativa del cuento cuando la joven princesa (Carmencita) sufre la agresión del cazador (Genaro) y es dada por muerta. El siguiente cuadro o acto narrativo arranca con la muerte/resurrección de la joven, que despierta amnésica en un mundo al que definitivamente se ha aplicado la óptica deformante de los espejos cóncavos. Lo grotesco adquiere en este pasaje un notorio protagonismo a través de la troupe de enanos, seis en este caso, cuyo oficio no consiste en sacar brillantes del interior de la tierra, sino en recorrer las plazas de los pueblos para ofrecer un jocoso espectáculo taurino, ataviados con maltrechos trajes de luces, y, en el caso de Josefa (Alberto Martínez), travestido de flamenca.
La corrida bufa protagonizada por la estrafalaria compañía “reproduce exactamente el desarrollo narrativo de la secuencia inaugural, de la entrada en el ruedo al desenlace trágico (la cogida al torero, pisoteado por el bóvido)” (Bracco, 2015, p. 37). Ambos acontecimientos se igualan también en el plano visual a través de un montaje picado que enlaza veloz y nerviosamente los planos cortos de la bestia con los del torero corneado como un muñeco. Berger, sin embargo, esperpentiza en esta segunda secuencia los aspectos más épicos y aciagos de aquella primera lidia y “el elegante y peligroso ballet ejecutado por Villalta (…) deja paso a un número burlesco en el que tres enanos se enfrentan por turno con una vaquilla” (Bracco, 2015, pp. 37-38). Asimismo,
a los planos medios cortos de los espectadores horrorizados y de la esposa que suelta un alarido de desesperación, se oponen aquí los primeros planos de los rostros, grotescamente deformados por la hilaridad, de los miembros de una asistencia harto picaresca. (Bracco, 2015, p. 38)
Aunque la referencia a La parada de los monstruos (Freaks, Tod Browning, 1932) parece obligada, no debemos olvidar que el motivo figurativo del enano es una constante del arte español que se aprecia en la obra de Goya, Ribera y, especialmente, Velázquez. Pese a su excepcional aspecto, que en la época podría tildarse de monstruoso, el genio sevillano representó a estos individuos con la misma dignidad con la que retrataba a la realeza y nobleza de la corte, mirando directamente al espectador. Berger les ofrece similar tratamiento, concediéndoles el papel de salvadores de Blancanieves y ayudantes en su proceso de maduración.
2.3. La veta del mito
Aunque los toros y el flamenco, elementos nucleares sobre los que se edifica la película de Berger, pertenecen en términos generales al territorio de lo costumbrista, también “anclan la ficción en una España profunda, atávica e impregnada de religiosidad” (Bracco, 2015, p. 30), y convocan la tercera de las vetas creativas definidas por Santos Zunzunegui: lo mítico.
Buena parte de los cineastas españoles que han transitado la vía del mito (Carlos Saura, Víctor Erice, Julio Medem, Juanma Bajo Ulloa o Guillermo del Toro) han adoptado en alguna de sus películas la matriz de los cuentos, narraciones metafóricas a través de las cuales el ser humano ha tratado de dar sentido al mundo y a su propia naturaleza. La estructura básica de la película de Berger se articula en torno a la fusión entre las formas del mito y las formas de expresión de la realidad, como ya sucedía en la paradigmática El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973), en cuyos créditos el característico “Érase una vez” de los cuentos se traducía en la significativa “En un lugar de la meseta castellana”[5]. Berger también dota a un mito universal como el de Blancanieves de una contextualización histórica concreta, revirtiendo en cierta forma la idea de Roland Barthes según la cual “el mito priva totalmente de Historia al objeto del que habla. En él, la historia se evapora (…) solo hay que gozar sin preguntarse de dónde viene ese bello objeto. O, mejor: no puede venir más que de la eternidad” (1980, pp. 247-248). De ahí que, como veremos a continuación, la presencia de la circularidad, expresión de lo eterno, sea constante a lo largo del filme.
Si en la obra maestra de Erice el cine es el operador mítico capaz de servir de puente entre ambos mundos, en la de Berger también abundan las alusiones al ámbito de la imagen. Bracco (2015) sentencia que
la escenificación de la muerte como acontecimiento espectacular sirve una escritura cinematográfica de la exhibición fundada en la dialéctica del mostrar y del ver, y polarizada en torno a la mirada. El cuento visual de Berger es atravesado por un tejido de imágenes oculares que hace de la isotopía del ojo un eje estético y narrativo central de la película. (p. 35)
Las referencias al hecho de mirar son profusas: las fotografías de muertos, las imágenes de prensa, los carteles, el zoótropo, los objetivos de las cámaras, las transiciones en iris… Algunos de estos elementos ópticos, como el ojo, la lente de la cámara o el iris, comparten la forma del círculo, principal motivo plástico que atraviesa los planos de Blancanieves. No debemos olvidar que la película se construye en torno al flamenco y la tauromaquia, dos expresiones artísticas caracterizadas por sendos movimientos en redondo (el del bailaor/a y del torero), que durante el filme se transforman en “coreografías mortíferas” (Bracco, 2015, p. 33). Por un lado, el giro incesante del disco que reproduce los sones flamencos de Carmen de Triana, y los vertiginosos bailes circulares que lo acompañan, anteceden a las muertes tanto del padre como de la abuela de Carmencita. Por otro lado, esa misma forma geométrica vehicula funestos presagios en las dos corridas de toros que, no por azar, abren y cierran el relato.
La figura del círculo puntea el ritual de Antonio Villalta antes de salir al coso (los botones del pantalón, el fajín que se enrolla a la cintura del diestro, la parte superior de la montera, el camafeo con la imagen de su esposa), y se extenderá a otros elementos de la puesta en escena (los tambores, los sombreros de los asistentes, el trombón de la orquesta, el vientre de Carmen de Triana), para culminar en el círculo que lo engloba todo, el del albero.
Ese círculo sin fin es, sin embargo, atravesado por la linealidad de la muerte antes de la conclusión de la faena. El estoque con el que Antonio Villalta inicia la suerte de matar marca el comienzo de su larga agonía, simultánea al alumbramiento de Carmen, introducida en el paritorio por el frenético movimiento en línea recta que dibuja la camilla. A ambos les unirá la sangre derramada; y será de la sangre que brota de un círculo hendido por una línea recta de la que nacerá Carmencita, coincidiendo con el último aliento de su madre.
Vida y muerte se conjugan en el evidente carácter cíclico del acto de la tauromaquia. “Los toreros, a lo largo del ritual, se renuevan y los toros se multiplican: a cada victoria otro combate, a cada muerte un renacimiento” (Romero de Solís, 2010, p. 51). Los círculos concéntricos del ruedo acogen la escenificación de una lucha singular y mítica: la del hombre con la naturaleza bruta, representada por el toro de lidia, de la que únicamente uno de los contendientes puede salir vencedor.
El toro se convierte en un símbolo totémico que explica con mayor claridad la función principal del matador: asesinar al antepasado. Porque en verdad, se trata de un antepasado. Según Freud el tótem es un animal, una planta que da nombre a la especie que se considera descendiente de él. El tótem es el padre primitivo, adorado por sus descendientes. En la arena se desarrolla una vez más la tragedia edípica. El torero asesina a su antepasado. A partir de ahí, la vida puede continuar. (Arocena, 1994, p. 8)
El relato de los hermanos Grimm también versa sobre el acceso a la madurez y la superación de los conflictos edípicos con respecto a los padres (Bettelheim, 2003)[6]. En este caso, sin embargo, la continua reiteración de la circularidad, representación de aquello que no tiene ni principio ni fin, se proyecta también sobre la estructura argumental del filme y provoca un constante tránsito del pasado al presente que materializa el mito del eterno retorno.
La primera traslación temporal se produce en uno de los encuentros entre Carmencita-niña y su padre mediante la acción del disco que convoca la presencia sonora de la desaparecida Carmen de Triana. En el piso superior de la gran mansión familiar, un lugar prohibido e inaccesible, Carmencita baila como lo hacía su madre, mientras la voz de la cantaora suena en un disco giratorio, y Antonio Villalta cree ver en la pequeña la reencarnación de su esposa. Es solo la primera de las transfiguraciones de la niña en un personaje perdido en el pasado, puesto que la reacción alquímica definitiva llegará con su peregrinar por las plazas de toros emulando la figura del gran matador que fue su difunto padre.
“Carmen, a la que vemos alternativamente vestida de flamenca y de torera, se convierte en una criatura híbrida que aúna el arte de su padre y de su madre, y parece destinada a resarcir la tragedia de sus progenitores” (Zubiaur Gorozika, 2016, p. 46). Pero la espiral del eterno retorno la condena a la ineludible reiteración y en su última faena Carmencita encontrará, como su padre, no solo la gloria taurina, sino también su trágico final.
El plano que muestra la llegada de los espectadores a la Colosal reproduce el mismo encuadre, la misma composición y el mismo movimiento en profundidad de los asistentes que ya vimos en los prolegómenos de aquella primera corrida en la que Antonio Villalta resultó malherido. El dije con el rostro de su madre y la efigie de la Virgen ante la que reza Carmencita la introducen en un pasado que retorna. En esta ocasión, no será el azar el causante de la desgracia, sino las traiciones: la primera, la del envidioso Jesusín (Emilio Gavira), que cambia el toro que corresponde a la joven por otro más bravo[7]; la segunda, la manzana envenenada que Encarna le ofrece con la imagen de la calavera sobreimpresa, nueva figura circular atravesada por una línea recta en forma de ponzoñosa inyección (F1).
F1 F2
La muerte de la madrastra y la desaparición de su tiranía no conllevan la liberación de la protagonista ni la instauración de un nuevo orden, ya que Carmencita reedita el destino de su padre, más inmóvil y silenciada que él. La historia finaliza con un plano centrado en el ojo de Blancanieves, sumida en un estado catatónico y convertida en atracción de feria por la avaricia de su corrupto apoderado Don Carlos (Josep Maria Pou). La lágrima que brota del ojo (F2), nueva forma circular que sigue una trayectoria lineal, representa la situación limítrofe entre la vida y la muerte en la que se encuentra la joven, y sintetiza las estrategias formales que han recorrido el filme.
2.4. Extraterritorialidad y vanguardia
Los argumentos expuestos hasta el momento confirman que Blancanieves es un filme insólito, imposible de vincular a una sola corriente estética y de difícil comparación con cualquier otra producción contemporánea. Esas peculiaridades lo sitúan de lleno en el ámbito de lo extraterritorial, donde se mezclan “armoniosamente la vanguardia con lo popular, la experimentación más osada con las referencias tradicionales” (Zunzunegui, 2002, p. 22).
La película, que en palabras de su autor representa “una carta de amor al cine mudo europeo” (Deveny, 2016, p. 329), manifiesta en su circularidad una clara voluntad metalingüística: comienza con un telón teatral que se abre y finaliza con la palanca que apaga las luces de la feria, espacio que albergó al primitivo cinematógrafo.
Berger nos cuenta una historia ambientada en España entre los años 1910 y 1920 recurriendo para ello a las formas narrativas cinematográficas de aquella época, en la que el cine daba sus primeros pasos[8]. Además de eliminar el sonido y optar por la fotografía en blanco y negro, el cineasta divide la estructura del relato en cinco cuadros, unidades narrativas autónomas que remedan las acciones encerradas en un único encuadre propias de los relatos primitivos. El primero se desarrolla en la plaza de toros y recoge un doble acontecimiento inaugural: el nacimiento de la protagonista y la muerte de su madre. El segundo se centra en los felices años de niñez en casa de la abuela hasta el súbito fallecimiento de esta. La tortuosa vida de la niña en la mansión familiar es el motivo principal del tercer cuadro, que, tras la muerte de su padre, finaliza con el intento de asesinato de la joven. El cuarto narra el (re)nacimiento de la torera Blancanieves junto a la troupe de enanos. Y, en el último cuadro, el relato retorna al principio para mostrar, antes del ambiguo epílogo en la feria, la muerte de la pérfida madrastra y, sobre todo, la repetición por parte de Carmencita del triste destino de su padre. En consonancia con el carácter edípico de la historia, en cada uno de estos cuadros muere alguno de los adultos que ha marcado el itinerario vital de la protagonista hacia su necesaria madurez y autonomía.
En cuanto a la puesta en escena, Berger establece un diálogo con las principales corrientes estéticas y películas fundadoras del lenguaje cinematográfico. La presencia constante de cámaras y objetivos remite a El hombre de la cámara (Chelovek s kinoapparátom, Dziga Vertov, 1929); el rostro de Don Carlos, caracterizado como maestro de ceremonias de la feria, homenajea al cine de Georges Méliès (F3); la tipificación de Encarna como mujer fatal y el brumoso estanque donde Rafita rescata a Blancanieves recuerdan a Amanecer (Sunrise, Friedrich Wilhelm Murnau, 1927) (Bracco, 2015, pp. 42-43); la profusión de primeros planos se basa, según su propio autor (Deveny, 2016, p. 329), en La pasión de Juana de Arco (La passion de Jeanne d’Arc, Carl Theodor Dreyer, 1928); y aunque el ritmo de la película resulte “plenamente moderno toma elementos propios del cine de etapas anteriores, especialmente de las teorías soviéticas del montaje” (Gómez Llorente, 2013, p. 453).
F3 F4
Algunas escenas clave del filme se construyen tomando como referencia tres de las corrientes estéticas más influyentes del periodo silente: el expresionismo, el surrealismo y el impresionismo. La huella del expresionismo alemán se hace patente en el juego de luces y sombras que se despliega en torno a la muerte de la malvada antagonista y que alcanza su plenitud en la negra silueta del toro que, proyectada sobre la pared, se cierne sobre la figura de Encarna.
Otra muerte sucedida en fuera de campo, la del gallo Pepe, se revela en una imagen de tintes surrealistas que reproduce el punto de vista subjetivo de Carmencita: la cabeza del animal aparece sobreimpresionada en el plato y atravesada, como si de una flecha se tratara, por la cuchara, en una nueva versión de la ya mencionada dialéctica circularidad/linealidad asociada con la muerte (F4).
Por último, la corrida final acoge las referencias a la primera vanguardia cinematográfica en una inevitable cita a Coeur fidèle de Jean Epstein (1923). Dentro del círculo delimitado por el albero, los recuerdos de la desmemoriada Carmen, así como las emociones y sensaciones asociadas a ellos, retornan desgranados a la manera impresionista mediante una doble estrategia visual: la superposición de diferentes imágenes en un mismo encuadre (F5), y la irrupción de breves insertos pertenecientes al pasado que, montados a gran velocidad, resumen la infancia de la joven torera.
F5
Pablo Berger realiza así un paradójico ejercicio de “remediación” mediante el cual invita al espectador moderno a mirar al pasado a través de los recursos y efectos digitales de la actualidad (Cox, 2017, p. 317), anudando en un último y definitivo círculo el pasado y el presente de la historia del cine español.
3. Paseo por la historia del cine español
El análisis llevado a cabo en las páginas anteriores corrobora nuestra afirmación inicial de que Blancanieves despliega en sus imágenes la esencia de la españolidad cinematográfica, por medio de una operación de mestizaje que combina las principales formas de expresión específicas del cine español con las referencias a otros títulos y corrientes estéticas internacionales.
Podemos concluir, además, que la labor de historiador que Pablo Berger ejerce en su segundo largometraje llega aún más lejos. La película no es un collage intertextual que entrevera de manera anárquica alusiones y citas más o menos reconocibles, sino un sólido tejido fílmico que tiene en la propia historia del cine español su hilo conductor. Dicho de otra manera, el desarrollo narrativo y formal de Blancanieves propone, como argumentaremos a continuación, un recorrido diacrónico por la evolución histórica del cine español a través del relato y la puesta en escena del periplo de su protagonista.
Comencemos por el principio. Los planos generales que inauguran el filme, estampas de la ciudad de Sevilla y de los aledaños de la plaza La Colosal, emulan abiertamente aquellas primeras vistas españolas registradas por los operadores de la casa Lumière. A partir de ahí, la secuencia de arranque rinde tributo a la españolada, género primordial en los albores del cine español, al narrar el infortunado desenlace de la historia de amor entre la flamenca y el matador durante una corrida de toros. La fiesta taurina fue precisamente uno de los espectáculos predilectos de la compañía Lumière, que entre 1896 y 1899 recogió en sus catálogos hasta veinticuatro escenas de esta temática (Benet, 2012, p. 27). Por aquellas fechas también la Casa Cuesta, una de las primeras productoras del cine español, se dedicó a filmar las corridas de toros que se celebraban en Valencia, ciudad donde estaba radicada la empresa. Tras estos balbuceos iniciales, el cine mudo español no abandonó en las siguientes décadas los ambientes taurinos, tal como demuestra el trabajo histórico en torno al género realizado por Muriel Feiner (2004), que destaca un buen número de títulos a cargo de cineastas pioneros como Fructuoso Gelabert, Juan María Codina, Ricardo de Baños, Rafael Salvador o José Buchs. Navarrete Cardero apunta asimismo que entre 1917 y 1923 se produjo “la hipertrofia del folclore andaluz por encima de otras manifestaciones populares retratadas por el cine” (2009, p. 111), y fue a partir de entonces cuando comenzó la consolidación de la españolada.
Pese a la muerte de la cantaora y la parálisis del diestro, Blancanieves no abandona en su segundo tramo el cariz costumbrista, del mismo modo que el cine de la II República siguió explotando la veta popular. El cine de este periodo sentó sus bases sobre ciertas formas de la tradición dramática española como el sainete, la comedia costumbrista o la zarzuela, hibridándolas con una serie de elementos procedentes tanto de la cultura popular (el folletín, la novela sentimental, la copla o el cante jondo), como de las cinematografías extranjeras, tan del gusto de la audiencia de la época, para erigirse en caja de resonancia de los valores igualitarios, democráticos y populares instaurados por la República (Zunzunegui Díez y Zumalde Arregi, 2016, p. 35).
Son varias las características que vinculan a este segundo cuadro narrativo, desarrollado en casa de la abuela Doña Concha, con el periodo republicano español. Ya hemos señalado el aroma costumbrista que lo recorre de arriba abajo, así como la importante presencia que tiene la música española (seña de identidad de las películas producidas tanto por CIFESA como por Filmófono) a través del disco de Carmen de Triana. Y, pese a que Carmencita vive lejos de su padre (los niños abandonados por sus progenitores masculinos son uno de los temas recurrentes en los títulos de la empresa Filmófono), se trata también de la época de mayor libertad y felicidad en la vida de la niña.
Apenas dos años separan la llegada del cine sonoro a España y la proclamación de la República, puerta de entrada a la etapa en que el cine español confirmó su mayoría de edad, con películas de notable relevancia artística firmadas por cineastas como Florián Rey, Benito Perojo o Luis Marquina. El segundo acto de Blancanieves nos habla de un proceso similar en la vida de la protagonista, ya que el acontecimiento nuclear sobre el que pivota su argumento no es otro que la primera comunión de Carmencita, rito iniciático celebrado en el momento en que la niña se encuentra en el trance de paso a la pubertad.
La noche anterior a la tradicional ceremonia religiosa, la luna se funde con la hostia sagrada que la niña recibe en la iglesia. Esa luna, grande y redonda, es solo una de las alusiones al universo simbólico de Federico García Lorca que, junto con el toro o la sangre, surcan la película. Lorca desarrolló lo más sustancial de su producción literaria a partir de los años veinte, y muy singularmente durante el periodo republicano. En su obra, de evidente sabor mítico, se amalgamaron en perfecta armonía lo culto y lo popular, la modernidad y los ritos ancestrales, en una estrategia de hibridación pareja a la que guía la construcción del texto fílmico de Blancanieves.
La víspera de la celebración, Doña Concha se pincha el dedo con un alfiler mientras arregla el bajo del vestido de comunión de Carmencita, que, ataviada con él, más bien parece una novia[9]. La niña succiona la sangre derramada en el dedo de su abuela y, esa misma noche, la aparición de la luna circular anuncia la muerte de la mujer para el día siguiente.
El vestido de novia se tiñe entonces de negro, truncando la posibilidad de que la primera sangre de la pequeña se convierta en río fértil engendrador de nueva vida, y rompa el círculo mortal establecido por la sangre de Antonio y Carmen al inicio del relato. (Zubiaur Gorozika, 2016, p. 48)
Ese vestido nupcial transformado en prenda de luto es la metáfora empleada por Berger para sintetizar los años de la Guerra Civil, suceso infausto que cercenó la vida y la obra de Lorca y obstaculizó el fecundo camino que el cine español había empezado a trazar durante la II República (F6 y F7).
F6 F7
Esa imagen da inicio al tercer cuadro del filme, un melodrama que arranca con la llegada de Carmencita a la casa paterna, la inmediata prohibición de comunicarse con él y un simbólico corte de pelo. No resulta descabellado relacionar la figura de la madrastra, clave en esta parte del relato, con la de una madre/patria castradora, simbólico origen del recorte de las libertades tras la contienda. Las dos Españas que se enfrentaron durante la Guerra Civil se encarnan así en la figura del padre (el aislamiento y la inmovilidad de lo legítimo) y la madrastra (la tiranía advenediza que se alza con el poder).
En la posguerra, el cine basado en las formas culturales populares “es repudiado por importantes sectores del régimen, que ven en él la huella del cine de la República, o sea, la supervivencia de un determinado sainete fílmico dotado de ciertas dosis de crítica social y peligrosamente frentepopulista” (Castro de Paz, 2012, p. 58). Pese a que los aparatos ideológicos del estado insistían en que el cine debía divulgar la ideología falangista, la fe católica y un determinado modelo racial de raíz hispánica, los productores españoles trataron de “mantener los lazos con las tradiciones populares que habían constituido el sustrato último de nuestras formas fílmicas y demostrado largamente su eficacia” (Castro de Paz, 2012, p. 58). En ese sentido, el personaje interpretado por Maribel Verdú remitiría a un tipo de cine español que la dictadura trató de construir artificialmente, ajeno a las tradicionales formas de expresarse de sus espectadores. Idea que se resume en la escena del retrato de Encarna, en la que el lienzo refleja unas apariencias que poco tienen que ver con la actitud real de la modelo.
Por otro lado, uno de los temas recurrentes en el cine español posbélico fue el de la “herida de la guerra”, representado a través de la pérdida irremediable de la mujer amada. “La soledad y melancolía resultantes pueden leerse como metáfora de un país desolado, angustiado, poblado de agobiantes y sombríos recuerdos, soportando un complejo de culpa que brota incontrolable” (Castro de Paz, 2012, p. 340). Buena parte de los melodramas de la época se construyen en torno a este motivo y conforman lo que Castro de Paz ha denominado el “Modelo de estilización obsesivo-delirante”, películas que a menudo presentan “la formalización fílmica de una mirada masculina que delira su objeto de amor perdido”, pues “el fantasma de la mujer muerta o desaparecida continúa forjado a fuego en el inconsciente del sujeto” (Castro de Paz y Gómez Beceiro, 2015, pp. 9, 10). En Blancanieves, Antonio Villalta también cree ver al espectro de Carmen de Triana en el cuerpo infantil de Carmencita, heredera de la amada muerta que baila igual que su madre, mientras la voz de esta es recuperada por un disco.
La pequeña es la única que puede consumar la regresión y romper el aislamiento al que está condenado su progenitor. Pero la música popular es acallada por la llegada de Encarna, que, al descubrir la conexión entre padre e hija, emprende una cruel venganza contra ambos. La ejecución de Villalta, precipitado por las escaleras, y su posterior humillación en la sesión de fotografías post mortem, reflejan el trato recibido por los vencidos. Poco después, el chófer Genaro, significativamente enfundado en su uniforme, tratará de silenciar para siempre a una Carmencita ya adolescente.
El frustrado intento de asesinato de la protagonista marca el punto de inflexión que da inicio a la supuesta apertura a la modernidad de los años sesenta. Berger rueda la persecución del ejecutor a través del bosque con la cámara en mano, novedad estética asociada a una mayor libertad formal introducida por los nuevos cines. La joven sobrevive al ataque, pero cuando despierta al inicio del cuarto cuadro, no recuerda nada de su pasado y trata de comenzar una nueva andadura.
Es reseñable que sea el enano Rafita (Sergio Dorado) quien despierte a la protagonista de su letargo. Recordemos que los artistas ambulantes representaban, con su anomalía física y la escenificación caricaturesca de sus charlotadas, lo grotesco de la veta esperpéntica. Es en este periodo histórico cuando la estilización deformante alcanza sus más altas cotas gracias a los títulos creados por Luis García Berlanga y Rafael Azcona, autores de algunas de las cimas artísticas del cine español. La sátira hiriente y el feroz humor negro con los que el tándem abordó las circunstancias, a veces terribles, de los españoles de la época estaba lejos de toda piedad. De igual modo, los idílicos enanitos del cuento original se transmutan aquí en marginales perdedores en los que no están ausentes las bajas pasiones, como demuestra la escena en la que Jesusín clava un cuchillo en el cartel que reproduce la imagen de Blancanieves.
Genaro, el ejecutor uniformado, muere al final de este cuadro por fracasar en su misión de aniquilar del todo a la protagonista, y el desenlace del filme nos sitúa ya en el cine español posterior al franquismo. Carmen se presenta en el ruedo vestida a imagen y semejanza de Villalta, para enfrentarse a un toro de lidia que representa al padre primitivo, al antepasado totémico. Es precisamente el pasado el que guía a la joven en tal duelo, las lecciones clandestinas aprendidas en el salón junto a su progenitor, la fuerza de la sabiduría atávica, y la perfecta compenetración entre la torera y el animal hará que el toro sea indultado por su nobleza. Blancanieves se convierte así en guardiana de la tradición y de la ortodoxia, pero desde un punto de vista nuevo, joven y femenino. La madrastra, por el contrario, emblema de un tipo de cine ajeno a la idiosincrasia de las formas populares enraizadas en la tradición, será ejecutada, como no podía ser de otra manera, por un toro.
Deveny (2017) ha señalado que Hable con ella (2002) de Pedro Almodóvar es uno de los referentes estéticos que resuenan en los planos finales del filme de Berger, no solo por la aparición de una torera femenina en el coso, sino también por la actitud de Rafita, que remeda la de Benigno en los cuidados y sentimientos eróticos hacia una mujer en estado de coma. Almodóvar, figura señera del cine español desde la Transición, es uno de los cineastas contemporáneos que ha fusionado de manera más fértil lo popular y lo moderno, el costumbrismo rayano en lo esperpéntico con referencias foráneas y universales, obteniendo una innegable repercusión transnacional. Esa parece ser la idea motriz que recorre Blancanieves y que en este cuadro final cobra su máxima expresión. La protagonista alcanza el triunfo en la plaza al rememorar las palabras de su padre Antonio Villalta: “Nunca dejes de mirar al toro”. O lo que es lo mismo, nunca olvides lo aprendido, porque no es posible construir un cine nuevo renegando de las formas de expresión del pasado, huyendo del camino labrado por los antecesores.
El desenlace propuesto por Berger deja, sin embargo, una amarga incógnita. La lágrima que se desprende de su ojo nos revela que Carmen/Blancanieves está no-muerta, aguardando una improbable resurrección. El cine español, sumido en una perpetua crisis, se enfrenta también a un incierto porvenir, agravado en los años posteriores a la producción de la película por el auge de las plataformas y la pandemia. El final del cuento está aún por escribir.
Referencias bibliográficas
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[1]. El germen concreto de la película fue la instantánea de unos enanos vestidos de toreros.
[2]. El viaje en coche a Manderley; el portón que evoca la verja que la cámara traspasa en Ciudadano Kane; el servicio formado para recibir a la recién llegada; la aparición de Encarna/Mrs. Danvers, que le da la bienvenida a un hogar presidido por el retrato de un hombre encerrado; el travelling que remarca la longitud de la mesa del comedor, distanciando física y emocionalmente a Encarna y Carmencita, como ya sucedía con los matrimonios de Winter y Kane…
[3]. Algunas de las interacciones sexuales entre Encarna y Genaro remiten al cine pornográfico primitivo del que era consumidor y patrocinador Alfonso XIII.
[4]. Recordemos que Valle-Inclán distinguía tres posibles modos de ver el mundo artística o estéticamente, de rodillas, en pie o levantado en el aire, y que fue precisamente la tercera la que dio origen al esperpento.
[5]. Por si esto no fuera suficiente, el baile de Carmencita y su padre, expresión de la perfecta sincronía entre ellos, no deja de recordar al de Estrella y Agustín en El sur (Víctor Erice, 1983) durante la celebración de la primera comunión de esta.
[6]. El padre se revela inútil para proteger a la niña y la madrastra siente celos de que la hija que llega a la pubertad pueda suponer una competencia sexual. Para sobrevivir, la protagonista del cuento debe romper los lazos, de ahí la amnesia que le hace olvidar momentáneamente su pasado.
[7]. El toro al que se enfrenta Carmencita lleva por nombre “Satanás”, alter ego del “Lucifer” que hirió a su padre. Lucifer, el ángel caído, adoptó tras su rebelión el nombre de Satanás cuyo significado en hebreo es “adversario”. Es la figura que trae el mal y la tentación. Además, Satanás se identifica con la serpiente que tienta a Eva y, por extensión, con la manzana que esta le ofrece a Adán y que desencadenará el infortunio de Blancanieves.
[8]. La alusión a los orígenes de cine se esconde también en el zoótropo, artefacto óptico con el que Carmencita juega en la habitación de su padre.
[9]. La nupcialidad es otro elemento típicamente lorquiano vinculado a la fecundidad.