Desconfiar de la fotografía. Amnesia y retratos engañosos en los mind-game films

 

Mistrust of photography. Amnesia and misleading portraits in mind-game films

 

Teresa Sorolla-Romero

Universitat Jaume I, España

tsorolla@uji.es 

Resumen:

En este artículo analizamos el cruce entre fotografía, complejidad narrativa y memoria en el cine postclásico. Atendemos al uso de la fotografía como recurso narrativo dentro de los denominados mind-game films; concretamente, los protagonizados por personajes amnésicos. En la era de la postfotografía, postverdad y fake news, el cine contemporáneo invita a sospechar de la imagen fotográfica. Si esta, habitualmente, aparece en cine como indicio de un recuerdo certero o como prueba irrefutable de un hecho, los mind-game films la convierten en un recurso engañoso, pues contribuye a confundir al protagonista y, con él, al espectador. Tomamos como base el marco teórico que aborda los ejes principales del texto (mind-game films, memoria y postfotografía) y aplicamos como metodología el análisis textual de raíz semiótica para centrarnos en Abre los ojos (Alejandro Amenábar, 1996), Memento (Christopher Nolan, 1999), Los otros (Alejandro Amenábar, 2001), El maquinista (Brad Anderson, 2006), Hierro (Gabe Ibáñez, 2009), Sin identidad (Jaume Collet-Serra, 2011) y Un efecto óptico (Juan Cavestany, 2020) como casos de estudio.

 

Abstract:

In this article we analyse the intersection between photography, narrative complexity and memory in post-classical cinema. We focus on the use of photography as a narrative resource in the so-called mind-game films; specifically, those starring amnesiac characters. In the era of post-photography, post-truth and fake news, contemporary cinema invites us to be suspicious of the photographic image. If this usually appears in cinema as an indication of an accurate memory or as irrefutable proof of a fact, mind-game films turn it into a misleading resource, as it contributes to confuse the protagonist and, with him, the spectator. We take as a basis the theoretical framework that addresses the main axes of the text (mind-game films, memory and post-photography) and we apply semiotic textual analysis as a methodology to focus on Abre los ojos (Alejandro Amenábar, 1996), Los otros (Alejandro Amenábar, 2001), El maquinista (Brad Anderson, 2006), Hierro (Gabe Ibáñez, 2009) and Sin identidad (Jaume Collet-Serra, 2011) as case studies.

 

Palabras clave:

Postfotografía; memoria; mind-game films; cine postclásico; Alejandro Amenábar; Christopher Nolan.

 

Keywords:

Post photography; memory; mind-game films; postclassical cinema; Alejandro Amenábar; Christopher Nolan.

 

1. Introducción. Relatos mentirosos y protagonistas amnésicos

Cada época presenta, empujando al arte de su tiempo, síntomas de sus incertidumbres, inconsistencias y obsesiones. El cine y la fotografía son los principales dispositivos que, de forma privilegiada, los recogen, aprehenden, revuelven, estilizan y arrojan de nuevo al espectador. Si el individuo contemporáneo persigue incesantemente una identidad resbaladiza a través de la creación y publicación de repetitivas imágenes en redes sociales, el cine muestra la desconfianza hacia la fotografía y su imposible equivalencia con un registro objetivo o identitario más aún, con cualquier tipo de verdad. Si la información vertida en la red niega la posibilidad de olvidar, el cine abruma con protagonistas amnésicos, incapaces de recordar un trauma, una muerte o su propia culpa. Las nuevas tecnologías prometen anticiparse a la subjetividad humana facilitando su gestión: la del recuerdo, el encuentro amoroso, la opinión política o la preferencia cultural. El cine, en cambio, devuelve protagonistas encerrados en trampas derivadas de haberse entregado excesivamente a la tecnología: desprovistos de memoria propia, atrapados en relaciones sociales prefabricadas y a merced de lobbies que pervierten la opinión pública y el ejercicio de la ciudadanía.

En este sentido, desde la década de 1990, una tendencia del cine postclásico (Thanouli, 2009; Palao et al., 2018) anuda con cierta insistencia fotografía, memoria y complejidad narrativa. La que fue bautizada oficialmente por el presidente de los Estados Unidos George W. Bush como la Década del cerebro comenzó a sugerir, desde la ficción cinematográfica, una cierta desconfianza hacia el retrato fotográfico presentándolo como un dispositivo visual capaz de sostener un engaño, en lugar de certificar la veracidad de un hecho o la identidad de un rostro prerrogativas largamente atribuidas a la imagen fotográfica. Esta tendencia cinematográfica internacional, que se extiende desde los años noventa del siglo XX hasta la segunda década del XXI, es bautizada por la academia especialmente por los estudios fílmicos de origen anglosajón y enfoque narratológico cognitivista como mind-game films (Elsaesser, 2009, 2014, 2021) o puzzle films (Buckland, 2009, 2014)[1]. En este texto veremos cómo las películas que se corresponden con sus rasgos aprovechan la simetría que la cultura visual ha establecido entre imagen y verdad (Fontcuberta, 2015) para revelar el potencial “mentiroso” de la fotografía. No en balde, los mind-game films, que cobran fuerza en la época que da lugar a significantes como postverdad, fake news o deepfake, se ponen al servicio de la (aparente) subversión de la narrativa cinematográfica convencional.

Los dos rasgos generales sobre los que se erigen los mind-game films son la no linealidad temporal de sus relatos y la inestabilidad narrativa. Ambos implican un tiempo del relato fragmentado en secuencias “desordenadas”, así como la abundancia de puntos de vista deliberadamente engañosos que obligan al espectador a dudar de la fiabilidad de los hechos representados. Esa sospecha mueve al espectador de su posición confortable respecto al viaje inmóvil (Burch) del relato cinematográfico mainstream; bien porque debe “reordenar” las secuencias y hallar su lógica temporal, bien porque le fuerza a escrutar la fiabilidad de los personajes como narradores o de la enunciación fílmica en sí. La reconstrucción de la memoria de los personajes pasa por resolver los recuerdos desubicados que regresan súbitamente a la mente de los personajes, los vacíos en sus recuerdos o los que no casan con la realidad. El hecho de que la memoria constituya el eje temático de estos filmes les permite encajar en lo que algunos teóricos denominan «películas de memoria» (Del Rincón et al., 2017; MacDougall, 1992). En este sentido, el análisis fílmico de raíz semiótica que atiende a la focalización (Gaudreault y Jost, 1995), ocularización, auricularización (Gaudreault y Jost, 1995, p. 34) y marcas enunciativas del meganarrador (Gaudreault, 1988) resultan herramientas adecuadas para desentrañar su narrativa; en este trabajo acudimos metodológicamente a ellas.

Buckland desglosa resumidamente algunas de las situaciones narrativas  derivadas de todo ello su definición de puzzle films, tales como fragmentación de la realidad espaciotemporal, bucles temporales, diferentes (y confusos) niveles de realidad, personajes inestables con identidades múltiples, tramas laberínticas, narradores poco fiables y contradicciones irresolubles (Buckland, 2014, p.5). Estas películas, pues,

Están pobladas por personajes esquizofrénicos, que pierden la memoria, ejercen como narradores poco fiables o están muertos (sin que nosotros o ellos nos demos cuenta). En definitiva, la complejidad de los puzzle films (…) Destaca el relato (trama) complejo de una historia (argumento) simple o compleja (Buckland, 2009, p.6.).

La paulatina definición de la complejidad narrativa de este cine es, precisamente, uno de los principales focos de los estudios al respecto (Staiger, 2006; Panek, 2006; Poulaki, 2014; Simons, 2014; Hven, 2017)[2]. Si bien se trata de una tendencia heterogénea, ampliamente internacional[3] y que atraviesa distintos géneros cinematográficos, en este texto acotamos el corpus de análisis a aquellos mind-game films protagonizados por personajes amnésicos que resultan los más representativos del uso engañoso de la fotografía como resorte para la complejidad narrativa. Un rasgo fundamental es que la amnesia oculta un trauma íntimo que los protagonistas no son capaces de soportar: la pérdida de un hijo Hierro (Gabe Ibáñez, 2009), la culpa que les atormenta por la muerte de un ser querido o por haber participado en un acto violento Abre los ojos (Alejandro Amenábar, 1996) Memento (Christopher Nolan, 2000), El maquinista (Brad Anderson, 2006) Sin identidad (Jaume Collet-Serra, 2011) o, incluso, su propia muerte[4] Los otros (The Others, Alejandro Amenábar, 2001).

En estos filmes, de algún modo, la objetividad asociada a la reproducción mecánica de la imagen fotográfica y la transparencia asociada al cine hegemónico o Modo de Representación Institucional (Burch, 1987) son puestas en evidencia simultáneamente. La fotografía aparece constantemente en la ficción televisiva y cinematográfica: como catalizadora de un recuerdo o una emoción, asociada a la memoria íntima, o bien como prueba irrefutable de un hecho, valor que la convierte en herramienta fundamental de investigaciones policiales y forenses, de forma similar a lo que sucede con la imagen monitorizada, por ejemplo, por cámaras de vigilancia y salas de control (Salvadó et al., 2020) o, previamente, con la televisión como agente informativo (Palao, 2009). En el cine que abordaremos, el rol de la fotografía supone una bisagra entre estas dos funciones. Los retratos que los protagonistas encuentran o revisan están estrechamente vinculados a su subjetividad, pues remiten a su pasado; les consuelan, les hieren o convocan a alguien ausente. Inevitablemente, también, ejercen como prueba asociada a una confirmación o refutación identitaria, pues todas ellas son retratos. La memoria o más bien la amnesia es el epientro del bucle en torno al cual gira la frágil subjetividad de los protagonistas; las promesas de las fotografías en las que se suelen apoyar disimulan, de algún modo, su amnesia.

A lo largo de los siguientes epígrafes analizamos cómo los mind-game films protagonizados por personajes amnésicos aprovechan y posteriormente cuestionan la credibilidad del medio fotográfico. La convierten en uno de los recursos a partir de los cuales la narrativa fílmica traslada al espectador la percepción distorsionada de la realidad que ostentan sus protagonistas. Previamente, revisamos algunas cuestiones clave a propósito tanto de la credibilidad como de la desconfianza contemporánea hacia la fotografía, indesligable de conceptos como postfotografía, postverdad o fake news.

 

2. Marco teórico y metodología

2.1 Retratos mentirosos contra la verdad de la fotografía

No es nuestra intención realizar un recorrido histórico por el itinerario cultural que llevó a la fotografía (por lo menos, analógica) a adquirir su «poder de autentificación» (Barthes, 1989, p. 36), ni tampoco hacer genealogía de su capacidad de manipulación de la realidad, consustancial a cualquier forma de representación visual. Sencillamente, nos detenemos en algunas cuestiones clave que permiten reflexionar en la confianza social generalizada en la imagen fotográfica como garantía de una verdad, así como de la puesta en duda de esa misma prerrogativa, para comprender el papel que desarrollará en los filmes analizados. Conviene recordar que «la imagen mecánica, la producida por la máquina fotográfica, tuvo que luchar por reconocer su condición de objetividad» (Vives-Ferrándiz, 2021, p. 34). Su consideración como «espejo de lo real» (Marzal, 2007) no fue automática, sino condicionada por el desarrollo del positivismo filosófico de Comte, contemporáneo a la popularización de la fotografía a partir de 1839. El positivismo asociaría el método empírico a la observación objetiva de la realidad y, por tanto, determinaría «los usos de las imágenes con propósitos científicos y epistemológicos en el siglo XIX» (Vives-Ferrándiz, 2021, p. 34).

En terreno cinematográfico, ya Blow-Up (Deseo de una mañana de verano) (Blow-Up, Michelangelo Antonioni, 1966) nos advertía de que una fotografía no implica un acceso inmediato a la verdad de lo representado. Unos años más tarde, La conversación (The Conversation, Francis Ford Coppola, 1974) y, en menor medida, Impacto (Blow Out, Brian de Palma, 1981), hacían lo propio con las escuchas registradas. La maravillosamente fantasmal Tren de sombras (José Luis Guerín, 1997) recreaba la fotografía vernacular y el cine doméstico de una familia de entreguerras para convocar la lejanía, el aura (Benjamin, 2004) de los retratos desgastados por el paso del tiempo,  no con la intención de descubrir una verdad oculta entre los fotogramas sino, precisamente, de revelar la capacidad del montaje cinematográfico para sugerir una lectura.

Decíamos más atrás que durante 1990, la Década del cerebro, se ubica el nacimiento de los mind-game films con el estreno de películas fundacionales cuyos rasgos imitan otras posteriores; entre ellas, Desafío Total (Total Recall, Paul Verhoeven, 1990), La escalera de Jacob (Jacob’s Ladder, Adrian Lyne, 1990), Doce monos (12 Monkeys, T. Gilliam, 1995), Pulp Fiction (Quentin Tarantino, 1994), Carretera perdida (Lost Highway, David Lynch, 1997), El sexto sentido (The Sixth Sense, M. Night Shyamalan, 1999) o El club de la lucha (Fight Club, David Fincher, 1999). También a mediados de los noventa W.J.T. Mitchell acuña el concepto de «giro visual» (1994) para definir el creciente papel que las imágenes representan en la interpretación del mundo y la realidad, impulsado por medios como el cine, la televisión e internet, los cuales acrecientan la construcción simbólica de la realidad como espectáculo, como simulacro. La fotografía digital o postfotografía (Mitchell, 1994; Fontcuberta, 2016) se desarrolla en

un nuevo escenario epistemológico y tecnológico en el que los valores asociados al medio fotográfico habrían entrado en crisis: si la fotografía analógica se vinculó a la verdad y a la objetividad, la fotografía digital, y por extensión toda imagen producida por los nuevos medios informáticos, dejaba de sostener ese orden para vincularse con el cinismo, la manipulación y la mentira (Vives-Ferrándiz, 2021, p. 31).

La sospecha de manipulación que suele acechar a la fotografía digital se ve reforzada, sin duda, por su maleabilidad y creciente ubicuidad en los numerosos dispositivos móviles propios de los new media (Lister, 2009), capaces de tomar, enviar, recibir y editar imágenes instantáneamente. De algún modo, «la familiaridad y la facilidad de la mentira digital […] lleva a una rescisión del contrato social de la fotografía imperante hasta entonces: el protocolo de confianza en la noción de evidencia fotográfica» (Fontcuberta, 2016). Prueba de ello es la circulación de términos contemporáneos (y vinculados) a la imagen digital, como postfotografía, postverdad (McIntyre, 2018; Ferraris, 2019), fake news (McNair, 2018; Illades, 2018) o deepfake, los cuales inciden en la dilución de la relación entre el individuo contemporáneo con su realidad, como ya anunciara la Sociedad del espectáculo de Debord (2008) o la noción de simulacro de Baudrillard (1978).

Con todo, y aunque en tiempos de postverdad las emociones, creencias u opiniones parezcan valer más que los hechos objetivos en sí (Rodríguez Ferrándiz, 2018, p. 23-24), o las fake news presenten deliberadamente hechos falsos o confusos como noticias verdaderas (Tandoc, Lim y Ling, 2017, Gelfert, 2018), ya en 1903 Edward Steichen escribía en la revista Camerawork que «cada fotografía no es más que una falsificación de principio a fin; una fotografía impersonal y no manipulada es prácticamente imposible» (1903, p. 48). Décadas atrás, se hacían célebres las “fotografías de espíritus” en las que William Mumler fingía capturar la presencia de fantasmas que se sumaban a los personajes retratados rodeándoles con el brazo o de pie tras su silla. No resulta baladí, en relación con nuestro objeto de estudio, que quienes acudían a los estudios de Mumler en Nueva York y Boston fueran familiares de soldados o civiles desaparecidos o muertos durante la Guerra de Secesión, ni tampoco que las fotografías convencieran a sus clientes, en parte, debido a la convencionalidad de las composiciones y poses de los retratados (Fineman, 2012). Tanto el duelo de quienes desean ver, encontrar en la fotografía a sus familiares muertos, como lo normativo lo convincente de la representación, resultan factores clave para que funcione el autoengaño de los protagonistas que analizaremos más adelante.

2.2. Relatos mentirosos y protagonistas amnésicos

Barthes aseveraba: «nunca puedo negar en la fotografía que la cosa haya estado allí» (1989, p. 36). Aunque en las fotografías decimonónicas de espíritus y en las de las películas que analizaremos a continuación las siluetas fantasmales o los rostros imposibles están, efectivamente, impresos sobre el papel, una explicación racional justifica su existencia. Las fotografías de los filmes que exploramos parecen sostener la verdad que los protagonistas defienden. Sin embargo, puesto que la enunciación traslada directamente la percepción delirante de los protagonistas, aquello que las fotografías les demuestran no es sino lo que su mirada quiere observar. En los mind-game films, el cuestionamiento de la fotografía como dispositivo visual que prueba un hecho directamente, debido a su automatismo mecánico, equivale al cuestionamiento de la propia mirada. Explica Luis Vives-Ferrándiz que

En las imágenes de las culturas virtuales se produciría una transubstanciación de lo real que hace que la imagen tenga ese valor ontológico similar a la realidad. En la imagen habría una presencia efectiva de la realidad, una plusvalía (Mitchell, 2014, p.82-118) que le dotaría del poder para ser tan real, o más, que la realidad (Vives-Ferrándiz, 2021, p.38).

Los personajes de nuestro corpus creen en la realidad de sus fotografías como sustitución simbólica de la memoria que les falla. Sin embargo, en Abre los ojos, Los otros y El maquinista las fotografías encontradas terminan suponiendo, como veremos, un cambio ontológico para los protagonistas, pues les sitúan en una realidad paralela a la que creían habitar. En Memento y Sin identidad hablan de la importancia del fuera de campo y la puesta en escena como recursos fundamentales para la manipulación de la imagen.

En la mayoría de los casos, es la segunda vez que los personajes ven las fotografías cuando estas, presentando elementos familiares pero enrarecidos, se convierten en una suerte de imágenes-síntoma (Didi-Huberman, 2009), pues señalan algo encallado, que no funciona, que trabaja contra el discurrir natural del tiempo. Concretamente, al desestabilizar la confianza de los protagonistas en sus recuerdos, subrayan el malestar que despierta su inestabilidad mental. Russell J. A. Kilbourn relaciona directamente la representación del trauma con la repetición, argumentando que «el trauma no está en el evento o experiencia original sino en su re-experiencia mediante la memoria» (2010, p. 132-133). En otras palabras, lo sintomático de un fallo es la repetición. La lógica de la repetición, que convierte a las fotografías en siniestras, anuda la complejidad temporal de los relatos, la percepción delirante de los personajes y el retorno de aquello que regresa, pero nunca de forma igual. Como un anacronismo (Didi-Huberman, 2009), una imagen que asalta desde un lugar que no le corresponde e indica el resto de un pasado que se resiste a desaparecer, que problematiza el presente.

3. Exposición

3.1. Abre los ojos (Alejandro Amenábar, 1996)

La poética del rostro siniestro en Abre los ojos advierte del problema identitario de su protagonista, César (Eduardo Noriega). Ya al arranque del filme, toda una acumulación de sutiles marcas enunciativas obstaculizan la visión del rostro del protagonista: contraluces que lo oscurecen, cristales de mamparas o espejos empañados dilatan el tiempo que el espectador tarda en asociar un semblante al personaje rostro que, posteriormente, quedará deformado­. Todo ello augura lo enrevesado del acceso a su pasado, su culpa, su memoria y, en síntesis, a su identidad, que la narración va revelando paulatinamente. Finalmente comprendemos que el joven, rico y exitoso, ha olvidado su propia y voluntaria muerte, pues, desfigurado a raíz de un accidente y rechazado por la mujer a la que ama, decidió suicidarse y someterse a un proceso de crionización es decir, de conservación del cuerpo inerte con vistas a que en el futuro pueda volver a la vida.

El argumento aborda la desconfianza hacia el progreso tecnológico excesivamente integrado en la subjetividad humana, ligado al capitalismo más exacerbado y a la paranoia conspiratoria. Su intrincada y fragmentada trama combina pasado, presente, sueño y realidad. En otro lugar (Sorolla-Romero, 2018) abordamos con detalle la narración del filme.  En todo momento, el espectador queda atado a la percepción de los hechos diegéticos correspondiente a César y experimenta sus mismas contradicciones. Nuria (Najwa Nimri), ex amante de César fallecida en un accidente de tráfico, parece querer remplazar a Sofía (Penélope Cruz), de quien César está enamorado, alegando que es ella. Por otro lado, el rostro de César que quedó desfigurado tras el mencionado accidente de tráfico, en ocasiones aparece restablecido y en otras no, sin que el mismo protagonista sepa cuál es la realidad.  Como este, «[e]l espectador se ve obligado a someter al relato a una detenida reevaluación, para intentar descubrir apoyaturas o contradicciones que sustenten una de las dos versiones» (Cuevas, 2005, p. 195).

El filme insiste en la importancia del semblante como soporte identitario, así como en la fragilidad del mismo. Mencionábamos más arriba lo que la enunciación tarda en dejarnos ver la cara de César. Posteriormente, su identidad junto con su memoria y confianza en sí mismo se quiebran cuando queda deformado tras el accidente de tráfico. Ante la imposibilidad de restaurar su aspecto al cual asociaba rasgos que le definían, como su capacidad de triunfar como seductor, los cirujanos que le atienden le ofrecen la posibilidad de acoplarse un rostro protésico. Generando un efecto de muñeco siniestro, la máscara que imita su anterior rostro connota el rechazo de la realidad física, dolorosa, sujeta a las leyes del tiempo y que el dinero no puede blindar. De hecho, él mismo cuando aún soñando descubre qué vende Life Extension, llega a una conclusión similar: «esta empresa promete lo mismo que ha prometido la iglesia durante siglos. La inmortalidad. Sólo que en vez de curas, son matasanos». Al ocultar una realidad subyacente alude, también, a la duplicidad como una constante en todo el filme: dos tipos opuestos de personaje femenino, el pasado y el presente, la realidad y el sueño, la vida y la muerte.

Cuando los rostros de Nuria y Sofía se cruzan en la mente de César, este busca en la fotografía la confirmación de la identidad de Sofía. Concretamente, revisa las imágenes que pudo observar durante la única noche que pasaron juntos. Para su desesperación, en ellas aparece el rostro de Nuria cuando las observa por segunda vez. En lugar de suponer la confirmación de un recuerdo, Amenábar convierte el acto fotográfico en motivo de angustia, pues contradice la memoria del protagonista. Las fotografías, que respetan la composición original pero muestran a una mujer diferente, se convierten al instante en imágenes-síntoma que, mediante una repetición siniestra, extraña, apuntan hacia algo que no funciona bien; en este caso, la percepción del protagonista. Incluso su propio dibujo del rostro de Sofía, rastro inequívoco de su subjetividad artística, se le vuelve en contra, pues expresa la misma actitud, la misma escala, el mismo estilo que César utilizó, pero aparece en él un rostro diferente al que recordaba (F1 y F2).

F1 y F2. Fotografías cambiantes en Abre los ojos.

Avisaba el trabajador de Life Extension de que «el subconsciente siempre podría jugar una mala pasada». En este caso, lo hace provocando que le vuelvan los recuerdos dolorosos que la crionización debería haber eliminado. Resulta especialmente reveladora la expresión del empleado que dice: «vivirá su vida linealmente, como si nada hubiera pasado». Paradójicamente, aquello que sucede en el caso de César es todo lo contrario: la linealidad, la lógica, saltan por los aires, porque su trauma el accidente, la deformación, la muerte de Nuria y el abandono de Sofía no le deja vivir como si nada hubiera pasado.

3.2. Memento (Christopher Nolan, 2000)

El main title shot de Memento (F3) se inscribe sobre el plano detalle de una fotografía que se encuadra desde un plano subjetivo, es decir, desde el punto de vista del personaje que la sostiene. Este la airea provocando que la imagen vire a colores más claros hasta terminar desapareciendo. Puesto que el funcionamiento de las fotografías instantáneas de tipo Polaroid es el inverso, comprendemos que, en estos primeros planos, el tiempo corre al revés. La imagen que se borra por contacto con el aire inscribe visualmente el motivo de la amnesia sin necesitar siquiera un cambio de plano. Leonard (Guy Pierce) vuelve a introducir el papel fotográfico, ya blanco, en su cámara y hace una fotografía. La imagen, entonces, como rebobinada hacia atrás, invierte el tiempo del asesinato que Leonard acaba de cometer: la sangre se retira, las gafas caídas vuelven al cuerpo del hombre que se separa del suelo y la pistola a la mano de Leonard, que dispara mientras su víctima lanza un último grito. La no linealidad vinculada a la amnesia está presente desde el arranque y él mismo explica su condición patológica mediante voz out.

Leonard despierta cada día sin recuerdos recientes. Con el fin de orientarse y recobrar su propósito, usa su cuerpo como mapa, como atlas que tatúa con mensajes cifrados que sustentan su identidad. También lleva con él anotaciones escritas en el margen de fotografías Polaroid, con indicaciones sobre las personas que le rodean. Todo su mundo se sostiene en esos fragmentos que le dan consistencia.

La desaparición de lo que una vez estuvo fijado en soporte fotográfico dialoga con el genérico del filme, cuyas letras cortan la fotografía, dado que el latinismo memento, heredado de la tradición litúrgica, se utiliza con sentido imperativo: ¡recuerda!. Así, la clave para la resolución del filme se anticipa en su primer plano, pues el título insta a recordar, a reconstruir. Como contradiciendo ese imperativo, el personaje con quien la mirada de la cámara se identifica hace desaparecer un recuerdo visual violento. En adelante, seremos conducidos por un personaje que parece querer recordar mientras en realidad busca olvidar la verdad y sustituirla por un relato que le duela menos.

F3. Main title shot de Memento sobre el borrado de una fotografía.

La amnesia de Leonard Shelby retuerce el argumento creando una «singular identificación con el proceso de conocimiento y de comportamiento del protagonista» (Cuevas, 2005: 190-191). Hven propone Memento como ejemplo paradigmático de «embodied fabula» «argumento encarnado» en una trama que liga lo cognitivo y lo emocional o afectivo (Hven, 2015: 95). Cada secuencia está situada cronológicamente después de la que le sucede, de modo que el relato “avanza retrocediendo”.[5] Una secuencia en blanco y negro, transversal al resto, se intracala con el “presente” diegético a modo de explicación de la enfermedad del protagonista. Esa alteración narrativa apunta hacia un trauma que retorna: la irresolución de la muerte de su esposa y su culpa en el desencadenamiento de la misma.

Terminamos sabiendo que Leonard se aprovecha de su propia afección mental para no asumir la responsabilidad en a la muerte de su esposa. Pervirtiendo la verosimilitud del registro fotográfico, deja falsas pistas en forma de los objetos e indicaciones mencionadas que le exculpan. Así, además de ser parcialmente culpable del suceso trágico, es también el urdidor de la trampa que le imposibilita acceder a la verdad. En otras palabras, usa la fotografía para boicotear su acceso a la verdad. Nekane Parejo advierte que el filme cuestiona la aptitud de la imagen fotográfica como recurso identificativo debido, entre otros motivos, a que no siempre permite reconocer al retratado (Parejo, 2010). Pero, además, Memento subraya el abismo que separa a la instantánea como representación de un momento concreto de su supuesta condición de recuerdo autosuficiente, materalizado, hecho imagen:

Condicionantes de carácter temporal y espacial emergen para dar cuenta de un medio que sólo visualiza un instante determinado, el del disparo fotográfico. Esto supone que la imagen proporciona una información parcial y fragmentaria que casi nunca sustituye a la memoria, sino que la complementa (Parejo, 2010, p. 130).

3.3. Los otros (Alejandro Amenábar, 2001)

Pese a estar ubicada en 1945, Los otros asimila la cultura visual victoriana asociada a los relatos góticos y cuentos de fantasmas que proliferan en literatura desde finales del siglo XVIII. La arquitectura neogótica, el vestuario de los sirvientes, la niebla que envuelve el caserón o la iluminación tenebrista (de vela o lámparas de gas) siembran una puesta en escena propia de una historia con mansión encantada, a lo cual contribuye el planteamiento del relato. Aquello que la enunciación oculta, sin embargo, es que nos encontramos al otro lado del espejo. “Los otros”, las presencias ajenas al mundo de los vivos, son los protagonistas a los que acompañamos durante buena parte de la película sin ser conscientes ellos tampoco lo son de su condición de fantasmas[6]. En la mansión habitada por Grace Stewart (Nicole Kidman) y sus hijos las puertas se cierran súbitamente, el piano suena sin que nadie lo toque o las cortinas desaparecen. La niña, Anne, atribuye todos los hechos a una familia a la que dice ver “los intrusos”. Grace sospecha de los sirvientes de la casa, que se presentan un día pidiendo empleo, habiendo desaparecido los anteriores sin despedirse.

Llegado cierto punto, la mujer encuentra un álbum de fotografías post-mortem tal vez, el más decimonónico de todos los dispositivos visuales del filme que confunde con retratos de durmientes. Cuando su ama de llaves le aclara el género, horrorizada, Grace lo considera una práctica macabra. Aunque el álbum post-mortem encaja perfectamente con el ambiente decimonónico del caserón, para Grace supone un anacronismo, una imagen que aparece fuera de su tiempo, índice de una práctica cultural que no comprende[7].

El hallazgo de las fotografías catapulta un giro de guion que mencionamos más adelante, pero, además, establece un diálogo entre la preservación decimonónica de la imagen de los ausentes el embalsamamiento del tiempo que mencionaba Bazin (1990) y la desaparición de combatientes durante la Segunda Guerra Mundial, que afecta a Grace. Su marido no ha regresado del frente y el trauma de una probable muerte súbita e incierta, sin cuerpo al que velar, la atormenta. El empeño escenográfico decimonónico se esfuerza infructuosamente en velar la muerte, en borrar lo que de abyecto tienen los cadáveres disponiéndolos como durmientes, mientras Grace, por otro lado, no acepta su propia condición de muerta.

El clímax arranca cuando Grace encuentra en las habitaciones de sus sirvientes más retratos post-mortem (F4), en los que aparecen ellos mismos. Un montaje paralelo muestra el descubrimiento por parte de su hija de sus tumbas. Con ello, tiene lugar un primer giro que cambia la ontología del universo representado: los empleados son fantasmas y el filme los representa como una amenaza desde los códigos propios del cine de terror, mostrándoles caminando lentamente, imperturbables, acompañados por una tensa música extradiegética.

F4. Fotografías post-mortem de los sirvientes en Los otros.

La imagen fotográfica de los empleados muertos condensa, para Grace, la otredad: además de formar parte de un duelo que no comprende, certifica que “los intrusos”, los responsables de su angustia, son “ellos”, que de repente pertenecen a un mundo que no es el suyo. Sin embargo, como veremos en otros ejemplos, las fotografías son insuficientes para alcanzar toda la verdad, pues tanto Grace como el espectador siguen sin sospechar, todavía, su condición de muerta (ésta se revela posteriormente, en una sesión de espiritismo que merece un análisis en sí misma). Bien al contrario, contribuyen a que la enunciación presente a la mujer, más que nunca, como víctima de otros seres.

3.4. El maquinista (The Machinist, Brad Anderson, 2004)

El maquinista comienza con el desplazamiento de un cadáver por parte de su protagonista, el insomne y demacrado Trevor Reznik (Christian Bale). Cuando desliza el cuerpo enrollado en una alfombra por una pendiente que lleva al mar, un personaje en la sombra le apunta con una potente luz redonda y le pregunta: “¿quién eres?”. La pregunta condensa buena parte de la problemática que desarrollan los mind-game films, pues interroga sobre la frágil identidad del protagonista. Tras una elipsis, Trevor, en su casa, se lava las manos con lejía. Su cuerpo esquelético y prácticas obsesivas aparecen como síntoma de su bloqueo mental.[8] Como Leonard, Trevor acusa en el cuerpo su afección mental. En Memento se inscribía en el cuerpo mediante los tatuajes; el insomnio demacra a Trevor hasta convertirle en un hombre extremadamente delgado.

Una de las últimas secuencias ofrece el contraplano de la persona que le apuntaba y hacia la que Trevor miraba aterrorizado. Se trata de Ivan (John Sharian), un supuesto matón del que el protagonista ha desconfiado durante buena parte de la diégesis. Este, que aparece y desaparece tras un suceso trágico en alguna ocasión, resulta ser un personaje inventado en su delirio. En él descarga la culpa, por un lado, del accidente laboral que causa la pérdida de un brazo a un compañero; por otro lado, le atribuye atropello de un niño y posterior huida que Trevor reprime y ha olvidado. En su delirio, sustituye partes del recuerdo trágico por una inexistente historia posterior, en la que fantasea integrándose en la vida del niño y su madre, que en el relato aparecen como personajes “normales”, en coherencia con la focalización en Trevor.

También como en Memento, Reznik se deja a sí mismo notas en pequeños papeles adhesivos como recordatorios. Las notas, sin embargo, se vuelven siniestras cuando aparecen en su casa post-its con el juego del ahorcado. Los seis huecos para las letras que van apareciendo misteriosamente terminan formando la palabra KILLER, asesino. Teniendo en cuenta que Ivan nunca existió más que en el delirio de Trevor, deducimos que él mismo se da pistas de su propia culpabilidad sin recordarlo luego. Además de las notas, también observa fotografías. Como en el resto de ejemplos, se trata de imágenes vernaculares. En una de ellas ve a Ivan con un trofeo de pesca.  A diferencia de Memento y Los otros, donde era la interpretación de la fotografía lo que determinaba el engaño, la percepción de Trevor se revela como alterada, pues al final sabremos que quien aparecía en la fotografía era él mismo (F5).

F5. Fotografías con los rostros de Ivan (izquierda) y Trevor (derecha) en El maquinista.

La no linealidad de El maquinista tiene algo de circular. La primera secuencia se retoma al final del filme y su consecución cataliza la toma de conciencia de Trevor respecto a su propia distorsión respecto a la percepción de la realidad. Todavía en su delirio, cree haber asesinado a Ivan. El cuerpo que estaba enrollando en una alfombra y lanzando al agua en la primera secuencia era el de este siniestro doppelgänger. Sin embargo esta escena que nos retrotrae a la primera de la película añade una contradicción imposible de resolver que hace saltar la lógica alucinada del protagonista. Se trata del contraplano que la primera secuencia elidía, y que ahora nos muestra que, además de ser el cadáver, es también Ivan quien alumbra a Trevor con una linterna mientras él intenta hacer desaparecer el cuerpo. Es entonces cuando Trevor se reconoce a sí mismo en la fotografía y recuerda el episodio del atropello y fuga. Con todo, como sucederá en Hierro, sigue viendo a Ivan incluso tras identificarlo como una alucinación. Trevor se entrega, y el insomnio se cura con su redención tras acudir a comisaría. El protagonista consigue, entonces, dormir en la celda.

3.5. Hierro (Gabe Ibáñez, 2009)

Diego (Kaiet Rodríguez), el hijo pequeño de María (Elena Anaya), desaparece en un ferry tras quedarse ella dormida durante el viaje. Desolada, la joven atraviesa episodios de pesadillas o pequeñas alucinaciones concernientes a su hijo. Tras recibir una llamada de la policía, regresa a la isla del Hierro para identificar el posible cadáver de Diego. En la morgue, no reconoce al niño ahogado como Diego y las autoridades, que daban por hecho que se trataría de él, solicitan que se quede más días en la isla. En el lapso de tiempo que pasa allí, María conoce a otra madre cuyo también desapareció, y la mujer le enseña fotografías de su hijo.

En sus erráticos paseos por la playa le parece ver, momentáneamente, a su hijo. Como en el resto de filmes analizados, la focalización no se despega de la protagonista hasta el final, y como espectadores compartimos su desesperación, representada en forma de esporádicas pesadillas. Empieza a sospechar de una mujer que habita en una caravana y, finalmente, entra en ella, encuentra y rescata a Diego y consigue subir de nuevo a un ferri para abandonar la isla. En una suerte de narrativa cíclica del horror, María se desvanece en su asiento y Diego no está a su lado al despertar. Aturdida, sangrando, observa de lejos al que creía su hijo hablando con las azafatas y señalándola. El rostro del niño no se corresponde con el de Diego, sino el de Mateo, el niño cuyo retrato le enseñó la otra madre.

Una secuencia de montaje nos traslada a sus recuerdos de los últimos días en la isla, plagados de marcas enunciativas como planos muy cerrados del rostro de María, una intensificación del dramatismo y el volumen de la música extradiegética, cámara lenta, efectos de eco en la auricularización interna de la mujer, fundidos y planos subjetivos. Estos recursos funcionan remarcando la experiencia del personaje focalizado, según lo que Thanouli denomina «realismo subjetivo» en cine postclásico (2009: 50). El niño que aparece en los recuerdos es ahora Mateo. María ha fundido el rostro de su hijo ausente con el cuerpo del niño que la otra madre le enseñó retratado. Haber observado la fotografía no es suficiente para anclar la identidad del otro niño perdido a su cuerpo; su duelo irresuelto intercede interponiendo, entre la fotografía y el cuerpo de Mateo, el semblante de su hijo muerto. Un plano detalle de la ropa del pequeño ahogado en la morgue muestra un broche que Diego se prendió antes de iniciar el viaje. La reacción al plano detalle, elidido previamente, muestra cómo María cierra apesadumbrada los ojos y aparta la mirada, como desoyendo la prueba flagrante de que se encuentra ante el cadáver de su niño.

En Hierro la amnesia no provoca lo trágico, sino que supone un mecanismo de represión de esa muerte. La fría representación de la isla remite al concepto del no-lugar del que no se puede salir, como el caserón rodeado de densa niebla en Los otros o Haunter, el siniestro barco de Triangle (Shane Carruth, 2009) o el aeropuerto de Cosmética del enemigo (A Perfect Enemy, Kike Maíllo, 2020). En esos no-lugares las narrativas no lineales (con Perdidos a la cabeza) ponen en crisis la cuestión la identidad, el juicio y la fiabilidad de sus habitantes. Como en otros ejemplos, la enunciación ofrece el punto de vista de la protagonista sin que se manifieste su distorsión. Su enajenación tampoco es causante de ningún crimen, e incluso sirve para rescatar a otro niño secuestrado, aspecto que recuerda a lo que Elsaesser denomina «patologías productivas» (2009: 31). Estas permitirían, entre otras cosas, estar en contacto con seres que habitan otra dimensión La llegada (Arrival, Denis Villeneuve, 2016), Haunter (Vincenzo Natali, 2013), El sexto sentido, intuir o conocer la inminencia de una catástrofe El aviso (Daniel Calparsoro, 2018), Premonition (Mennan Yapo, 2007), Triangle, Donnie Darko (Richard Kelly, 2001) o fundar movimientos de protesta populares El club de la lucha (Fight Club, David Fincher, 1999).

De forma similar a Una mente maravillosa (A Beautiful Mind, Ron Howard, 2001), la escena final representa a María, en el hospital, que sigue viendo la imagen de su hijo aun a sabiendas de que ha fallecido y escoge, con un amago de tristísima sonrisa, asumir que se trata de una alucinación.

3.6. Sin identidad (Unknown, Jaume Collet-Serra, 2011)

El filme de Collet-Serra presenta otro caso en que su protagonista, severamente afectado por un aparatoso accidente de tráfico, defiende una realidad que no parece compartir nadie más de su entorno. Ni siquiera su esposa le reconoce como el hombre que él dice ser, el doctor Martin Harris (Liam Neeson). Otro hombre (Aidan Quinn) parece ocupar su rol tras el accidente que le afecta a la memoria rasgo propio de los mind-game films. Según el desorientado protagonista va indagando, esforzándose en recordar, asistimos a un giro atado a su amnesia, pero también a la simulación. En esta ocasión, el resto del mundo tiene razón y el protagonista se confunde: él no es el Dr. Martin Harris, sino que solamente aparentaba serlo para llevar a cabo un atentado terrorista junto a la que tampoco era su verdadera esposa, Liz (January Jones). El accidente borró de su mente su identidad previa para instalar la ficticia. Esta se le representa al supuesto Martin Harris en forma recuerdos de su vida en común con Liz (la pareja en lugares públicos, fotografías en común, etc.) que aparecen bajo filtros de colores. La enunciación usa recursos convencionales para indicar el sueño o el recuerdo, como esos virados, auricularización con eco o una ligera borrosidad. Estas idílicas imágenes resultan ser parte de la simulación llevada a cabo para que su plan de atentar en una convención científica internacional pudiera ejecutarse con éxito.

Llegado cierto punto, el que es oficialmente reconocido como el Dr. Martin Harris saca de su cartera una fotografía calcada a la que el protagonista recordaba como prueba de su verdad. En ella, Liz se sienta sobre el regazo de un hombre en un restaurante. Sin embargo, el rostro de ese hombre no es el suyo (Liam Neeson), sino el del otro Dr. Harris (Aidan Quinn). De nuevo, la identidad del protagonista se desmorona cuando la imagen cambia y en lugar de su rostro aparece otro. La confianza depositada en el registro del objetivo fotográfico quiebra la seguridad en su memoria en mayor medida que todo lo argumentado por el resto de personas de su entorno.

F6. Fotos de pareja de los dos hombres que afirman ser Martin Harris.

Pero Sin identidad se desmarca del resto de casos, pues finalmente todo es parte de una ficción, de una puesta en escena. Esto refuerza la idea de que, más allá de la percepción del protagonista, la imagen fotográfica puede estar manipulada, ya que ambas fotografías, la que Martin recuerda y la que le enseñan, son montajes.

Ya en el supuesto recuerdo se insertaban los brazos del fotógrafo sosteniendo la cámara, presencia que alude al carácter mediado de la representación fotográfica. Posteriormente, a modo de flashback subjetivo, la enunciación revela el contraplano del momento de la toma de la fotografía: en contracampo aparece la nave industrial que alberga el simulacro, revelando que el restaurante no era sino un decorado.

F7. Puesta en escena que supone el reverso de la fotografía en la que Martin Harris creía.

La presencia de la fotografía en la puesta en escena de Sin identidad destaca todavía más en la escena ubicada en la exposición de la fotógrafa Isabel Kronenberger, que consta de cincuenta retratos de gran formato expuestos en la Berlinische Galerie. Según escribe Kronenberger misma en su página web real, ajena a la diégesis fílmica, los rostros fotografiados expresamente para la puesta en escena cinematográfica plantean la búsqueda de la propia identidad. No en balde, es entre esa multitud de rostros anónimos, desconocidos, donde Martin, todavía convencido de que Liz es su mujer, consigue hablar con ella, que decide perpetuar su confusión cuando entiende que el hombre realmente cree ser un personaje ficticio que no existe. Los semblantes vacíos, sin historia, parecen escrutar inquisitivamente a los personajes mientras precisamente uno de ellos busca, desesperadamente, recuperar su historia.

F8. Rostros multiplicados en la exposición fotográfica que transita el protagonista.

 El escrutinio que el protagonista intenta ejercer sobre cámaras de vigilancia, publicaciones en la red[9] o sobre su propia memoria para buscar el registro de su propio rastro por distintos sitios y recuperar una agenda horaria le redirige como en Memento hacia la ficción que, antes del accidente que le deja amnésico, sostenía con Liz. A diferencia de otros mind-game films que se apropian de las convenciones del thriller o del cine de acción, en Sin identidad las persecuciones son reales. No son paranoias alumbradas por una mente enferma, aunque a amnesia le impide recordar su papel en todo el complot. El olvido de su yo anterior, capaz de atentar, le redime de cara a un futuro incierto. Ya no se reconoce como terrorista ni se considera capaz de retomar su posición anterior, de modo que, para empezar a vivir, Martin necesita escribirse de cero.

3.7 Un efecto óptico (Juan Cavestany, 2020)

Juan Cavestany despliega en Un efecto óptico (2020) una inteligente reflexión a propósito de la relación entre el turista contemporáneo y la fotografía. En la era de sobreabundancia de imágenes[10], ante museos y monumentos se acumulan centenares de turistas que, en lugar de admirar las obras directamente, lo hacen si es que se detienen en ello a través de las cámaras de sus dispositivos móviles. La irónica mirada de Martin Parr ha dado cuenta de ello, por ejemplo, en sus fotografías de turistas agolpados dentro del Louvre, levantando en alto cámaras digitales y smartphones que reencuadran ad nauseam las obras más populares del museo; o bien dejados caer en los asientos de las salas, apretados y centrados en las pantallas que llevan en la mano, olvidando el arte que les rodea y, desde luego, ajenos a cualquier fascinación o a la mera percepción de su aura.

Si la mirada del turista resbala sobre su entorno sin observarlo, convertida como el acto fotográfico en sí mismo en un gesto trivial, inmediato y masificado (Toro & Grisales-Vargas, 2021), Cavestany arrebata a la mirada de los personajes y, de hecho, a la representación del espacio profílmico, la sensación de hallarse en Nueva York. Desde que Alfredo (Pepón Nieto) y Teresa (Carmen Machi) suben al avión, la ciudad es representada a través de la fotografía: mientras Alfredo repasa una guía de viaje, la cámara muestra algunas de las imágenes más representativas de su arquitectura y monumentos. Un cierto enrarecimiento se gesta en el filme desde su arranque, y le emparenta con la deliberada ausencia de lógica de los mind-game films de David Lynch sobre todo, Carretera perdida (1997), Mulholland Drive (2001) e Inland Empire (2006), pero también en Twin Peaks (1990-2017). Situaciones narrativas gobernadas por un punto onírico próximo al terror imbricadas con la pura cotidianeidad de un matrimonio maduro de una ciudad de provincias salpican la cinta y la preparan para el giro hacia lo fantástico que tendrá lugar hacia el final. Por ejemplo, una televisión que se queda encendida cuando se marchan de viaje, cuya imagen recorre un parque frondoso sobre el que se inscriben los títulos de crédito, la presencia de un hombre misterioso (Luis Bermejo) en medio de un establo repleto ovejas, la de otro y musculoso joven (Boubakar Sakho), descamisado, que mira fijamente desde la calle la ventana de su hotel, o la propia incomodidad sin causa de los protagonistas.

En una de sus primeras excursiones, visitan la Estatua de la Libertad. Desilusionados, ven ante ellos una suerte de Marianne mucho más modesta y distinta a la escultura monumental la que muestran tanto la guía de viaje como su propia cámara una vez la fotografían. Alfredo y Teresa aparecen fotografiados ante el Empire State o el Rockefeller Center. Solamente en sus smartphones y cámaras digitales, incluso cuando ellos mismos aparecen en la fotografía, aparece la imagen icónica de Nueva York. Sin embargo, mientras pasean, les da la sensación de no haber salido de Burgos. La enunciación recorta los planos generales anonimizando edificios acristalados, parques o fuentes de forma que pudieran estar en cualquier ciudad. De hecho, el filme está rodado fundamentalmente en Madrid, y una de las escenas más explícitas en este sentido les muestra recorriendo desinteresadamente grandes galerías pictóricas cuyos lienzos resultan cada vez más familiares al espectador, que definitivamente comprueba que se encuentran en el Museo del Prado cuando entran en campo obras clave de Tiziano y, sobre todo, Velázquez, hasta que el matrimonio se detiene a contemplar Las Meninas ante cuya presencia la pareja se muestra medio desilusionada, medio desconcertada. Su actitud abúlica particularmente la de ella y el desinterés hacia su destino de viaje, como si estuvieran en Manhattan por obligación o como si nada les mereciera pena, más allá de fotografiarse en los lugares en que se espera que lo hagan, reverbera cierto eco de la fotografía de Martin Parr, sin que los protagonistas nos resulten, sin embargo, antipáticos. En cualquier caso, el uso de la fotografía en Un efecto óptico contribuye, de nuevo, a generar situaciones narrativas que parecen funcionar deliberadamente contra la lógica de la narración y, a diferencia de otros mind-game films, su resolución es de carácter ambiguo (como la de los referentes de Lynch mencionados más arriba, u otras obras similares como las de Charlie Kaufman o Spike Jonze). Este último caso de estudio es, tal vez, el más sintomático de la era postfotográfica. Los recursos de la narrativa compleja terminan en terreno de lo fantástico, y el filme  huye de los grandes traumas revisados en el resto del corpus.

 

4. Conclusiones

Los análisis realizados permiten trazar rasgos comunes al uso de la fotografía por la narrativa compleja de los mind-game films. Estos reclaman que recordar es un acto subjetivo que en ningún caso equivale al acto fotográfico. Las fotografías, como los espejos[11], suponen dispositivos visuales privilegiados en los cuales el sujeto indaga buscando una confirmación identitaria. Pero rastrear la propia imagen no resulta suficiente para recuperar la verdad sobre la propia historia, para hacer justicia a la memoria. La recuperación de la normalidad de la narrativa fílmica es decir, de la coherencia del relato y de la posibilidad de discernir entre pasado y presente, así como entre el delirio del protagonista y la realidad depende de la implicación subjetiva de los protagonistas, los cuales se ven obligados a responsabilizarse de su pasado. Los análisis permiten constatar que no es el primer encuentro con la fotografía aquello que les ayuda a recordar. Es su reencuentro, por lo menos una segunda vez, y el extrañamiento que este provoca al incorporar algún punto inquietante, aquello que punza la falsa tranquilidad de los personajes amnésicos.

Analizados los filmes, podemos esbozar algunas características comunes a la amnesia de sus personajes. Algunos de ellos han escogido, deliberadamente, borrar su pasado. Esto sucede en Abre los ojos o Memento también en otros mind-game films como Desafío total, Premonition (Mennan Yapo, 2009) u ¡Olvídate de mí! (Del Rincón et al., 2020) y se debe a que, en determinado momento, se ven incapaces de asumir su culpa. Esa culpa suele implicar la muerte de un ser querido, como una pareja o un hijo, tal y como acontece en Los otros y Hierro otros ejemplos son Premonition, La ventana secreta (Secret Window, David Koepp, 2004), Shutter Island (Martin Scorsese, 2010), El sexto sentido o Triangle.

En algunos casos, una memoria falsa diseñada a propósito sustituye al recuerdo real, como en Abre los ojos o Sin identidad. En estos casos, como en Memento, hay un uso deliberadamente perverso de la fotografía. Recordábamos más arriba que William Mumler fingía capturar los fantasmas de los allegados de sus clientes, haciendo negocio de su búsqueda de consuelo. Su manipulación fotográfica terminaba sosteniendo una presencia, daba cuerpo a un recuerdo. De forma similar, los protagonistas de los mind-game films se ven sometidos a una manipulación de su memoria que cuenta con la fotografía como cómplice que a veces ellos mismos han provocado, la cual se aprovecha o bien de la capacidad de puesta en escena del medio, o bien del efecto que su lectura tendrá en los personajes. De este modo, tanto el verismo asociado a la imagen fotográfica como su maleabilidad vehiculan las expectativas que la narrativa va generando en el espectador, pues mediante ambos valores se crean y se desautorizan misterios, pistas, recuerdos e identidades.

No obstante, el inconsciente de los protagonistas se abre paso. Los recuerdos o las incongruencias que les asaltan en su día a día les impiden vivir con normalidad hasta que se hacen cargo de su memoria y, con ello, recuperan su identidad. La fotografía forma parte, en muchos casos, de esas imágenes-síntoma que reaparecen como dispositivo siniestro (o se convierten en ello), que obliga a personaje y espectador a escrutar su extrañeza. Esto sucede tanto si representan una “realidad” externa a la mente del protagonista, ya sea más documental o más intervenida (como en Los otros y Sin identidad), como si reflejan su mirada delirante (Abre los ojos, El maquinista). Los retratos engañosos en este cine contemporáneo parecen reclamar los conceptos de punctum o tercer sentido de Barthes (1986), pues trabajan en contra de la lectura directa. En tales fotografías se cruzan una supuesta verdad y un trauma oculto, el pasado y el presente. Provocan un anacronismo; y «la memoria inconsciente no surge en los síntomas sino como un nudo de anacronismos en el que se entrelazan varias temporalidades y varios sistemas de inscripción heterogéneos» (Didi-Huberman, 2009, p. 281). Si «el tiempo libera síntomas y, con ellos, hace actuar a los fantasmas» (2009, p.101), los mind-game films convocan a esos fantasmas los traumas reprimidos y los manifiestan a través, precisamente, de la dislocación temporal del relato. Rompen las promesas de veracidad de la fotografía para obligar al protagonista y al espectador a adquirir conciencia de su lectura; a enfrentar a los fantasmas.

 

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Este artículo se enmarca en el proyecto “Voces femeninas emergentes en el cine español del siglo XXI: escrituras de la intimidad”, financiado por la Universitat Jaume I para el período 2022-2024. Código 21I562.01/1.

 


[1] Otras denominaciones propuestas por diferentes autoras y autores son forking-path narratives (Bordwell, 2002), modular narratives (Cameron, 2008), multiple-draft-films (Branigan, 2002), database narratives (Kinder, 2002) o mind-tricking narratives (Klecker, 2013).

[2] Asimismo, abundan las comparaciones entre su narrativa y la del cine hegemónico y la asociación del fenómeno con directores concretos entre los que destacan, por ejemplo, Christopher Nolan, David Lynch o David Fincher (McGowan, 2013, y 2007; Hven, 2015; Cuevas, 2014 y 2020; Nayman y Pong, 2021).

[3] Más allá de los directores mencionados en la nota anterior, Elsaesser (2013, 2021) señala que el fenómeno de la complejidad narrativa supera los confines de la industria hollywoodiense. La obra de cineastas como François Ozon, Pedro Almodóvar, Alejandro Amenábar, Severin Fiala y Veronika Franz, Eskil Vogt o Park-Chang Wok lo atestigüa.

[4] En otro lugar (Sorolla-Romero, 2022) analizamos con detalle esta categoría, así como el despliegue trágico de sus argumentos.

[5] Diversos análisis narratológicos de la cinta (Hven, 2015) proponen esquemas de su estructura narrativa. Otros autores estudian la generación de emociones en el espectador (Renner, 2006) y su ruta de lectura (Ghislotti, 2009).

[6] Los personajes supuestamente fallecidos que reaparecen y los vivos próximos al mundo de los muertos son constantes tanto en cuentos góticos cortos que recogen la tradición del género de finales del XVIII Edgar Allan Poe es buen ejemplo de ello como en grandes novelas posteriores como Otra vuelta de tuerca.

[7] Se trata, sin embargo, de un género fotográfico muy presente hasta entrado el siglo XX, no sólo en la Inglaterra victoriana sino ampliamente extendido por Europa y América (Ruby, 1995; Héran & Bolloch, 2002; De la Cruz Lichet, 2003; Morcate & Pardo, 2019).

[8] Lo mismo sucede, por ejemplo, en Cisne negro (Black Swan, Darren Aronofsky, 2010). La puesta al límite del cuerpo de los protagonistas y su retorcerse, lejos sugerir una resistencia propia del héroe del cine de acción, señala lo patético, lo tortuoso de su delirio.

[9] Cosmética del enemigo confirma la imposibilidad de confiar en las búsquedas que los protagonistas de los mind-game films efectúan en la red, pues Internet les muestra aquello que desean ver; en este caso, a su doppelgänger, que sólo existe en su mente, asistiendo a una conferencia.

[10] Toro y Grisales-Varga (2021) analizan a partir de instalaciones artísticas y propuestas teóricas el «exceso de imágenes» como rasgo de la postfotografía.

[11] El motivo visual de los y las protagonistas mirándose al espejo resulta tremendamente abundante en los mind-game films. Asumiendo que también aparece en los casos de estudio desarrollados en este artículo, citamos solamente algunos ejemplos de entre los muchos posibles, tales como Cosmética del enemigo, Goodnight Mommy (Severin Fiala, Veronika Franz, 2014), El amante doble (L’amant double, François Ozon, 2017), Haunter (Vincenzo Natali, 2013), Shutter Island, Cisne negro, La ventana secreta o La moustache (Emmanuel Carrière, 2005), donde también hay una tentativa frustrada por parte del protagonista de hacer valer su verdad recuperando fotografías del pasado.