Apuntes sobre fotografía y memoria a partir de la relectura de Ante el dolor de los demás de Susan Sontag
Notes on photography and memory from the rereading of Regarding the Pain of Others by Susan Sontag
Dra. Johanna Pérez Daza
Universidad Católica Andrés Bello, Venezuela
jperezda@ucab.edu.ve
Prof. Wilson Prada
Prada Escuela de Fotografía, Venezuela
wilsonprada1958@gmail.com
Resumen:
Conocer el efecto de la fotografía en la memoria ha sido un tema de interés recurrente. Desde su invención, la fotografía se ha asociado a la memoria y el anhelo de atrapar el tiempo, elevadas aspiraciones que se han ido transformando a partir de sus usos y masificación. En su libro Ante el dolor de los demás (2003), Susan Sontag examina la fotografía en el contexto de la guerra, el dolor y la compasión, sus nexos con el pasado y su capacidad para sacudir las conciencias y la opinión pública. En el presente artículo revisaremos la vigencia de algunos de sus planteamientos, atendiendo las intersecciones de la fotografía con tres conceptos clave: memoria, poder y violencia. Las posibilidades de circulación de la fotografía, los modos de recepción y producción, así como los intereses por posicionar unas imágenes y desechar otras, por recordar unas y olvidar otras, abren discusiones éticas y preguntas que, adquieren relevancia, en el complejo escenario actual.
Abstract:
Knowing the effect of photography on memory has been a topic of recurring interest. Since its invention, photography has been associated with memory and the desire to capture time, lofty aspirations that have been transformed by its uses and overcrowding. In her book Regarding the Pain of Others (2003), Susan Sontag examines photography in the context of war, pain, and compassion, its links to the past, and its ability to shake consciences and public opinion. In this article we will review the validity of some of her approaches, attending the intersections of photography with three key concepts: memory, power and violence. The possibilities of circulation of photography, the modes of reception and production, as well as the interests to position some images and discard others, to remember some and forget others, open ethical discussions and questions that acquire relevance in the current complex scenario.
Palabras clave: Fotografía; memoria; violencia; poder; imagen; comunicación.
Keywords: Photography; Memory; Violence; Power; Image; Communication.
1. Introducción
Cuando, en 2003, se publicó Ante el dolor de los demás, la avasallante presencia de imágenes en las redes sociales e Internet era aún incipiente si se compara con su omnipresencia actual. De hecho, ni siquiera existían algunas de las redes sociales y aplicaciones por las que hoy se comparte y despliega un caudaloso número de fotografías. Facebook se lanzó en 2004; Twitter, en 2006; WhatsApp, en 2009; e Instagram, en 2010. Cada una trajo nuevas posibilidades para el uso de imágenes. Había, eso sí, antecedentes de acontecimientos que sacudieron el escenario global y que suscitaron reflexiones sobre el papel de la imagen en la sociedad. El dolor humano, la violencia, el hambre y los horrores de la guerra tuvieron un registro fotográfico polémico, no exento de debates éticos en torno a su pertinencia, difusión y efecto. Susan Sontag (1933-2004), la ensayista, cineasta y perspicaz pensadora de la cultura, es una autora imprescindible para aproximarnos al complejo escenario global del momento histórico que vivimos. Su análisis crítico y argumentado ofrece guías y herramientas para pensarnos como sociedad.
En la actualidad, cuando otras amenazas se alzan y otros sucesos impactan al orden internacional, el papel de las imágenes, su circulación e interpretación, debe revisarse cautelosamente con la intención de estudiar su uso en una sociedad hiperconectada que consume y produce fotografías incesantemente desde distintos lugares de enunciación que van desde lo mediático-colectivo, a lo cotidiano-individual.
A casi dos décadas de su publicación, la obra de Susan Sontag ofrece ideas fundamentales para entender los vínculos entre fotografía y memoria en el contexto de las relaciones de poder. El objetivo es revisar los planteamientos de Ante el dolor de los demás en el marco actual atendiendo las intersecciones de la fotografía con tres conceptos clave: memoria, poder y violencia. A partir de estos, el presente trabajo aborda las reflexiones de Sontag desde la perspectiva cualitativa. El enfoque crítico social de la obra de la autora permite establecer vasos comunicantes entre el pasado y el presente. Para esto, revisamos algunas afirmaciones, negaciones y advertencias que Sontag hace en el texto antes citado. La relectura es contrastada con los planteamientos de otros teóricos de la comunicación y la cultura visual.
2. Fotografía y memoria
Según Jorge Luis Borges, “[s]omos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos” (Borges, 1969, p. 7). La memoria guarda parte de nuestra identidad, entendida como una construcción asentada en lo que se asume como realidad. Realidad que, a su vez, asumimos no necesariamente como fue, sino como la recordamos. Constituye, también, la manera como percibimos lo que fue, circunstancias y sujetos del pasado almacenados en forma de recuerdos. Además, incide en nuestros filtros de percepción. De aquí la importancia del discurso fotográfico como generador de memorias e identidades. Asumiendo, además, las relecturas de las cuales será objeto, así como las intenciones, emociones, interpretaciones y contextualizaciones que desempeñan un rol importante en el ecosistema mediático donde somos receptores simultáneos de las memorias de “otros”, conocedores de diversas realidades y productores de sentidos.
De esta manera podemos entender la memoria como un terreno de lucha por la construcción de identidades e identificaciones. Por lo tanto, la memoria es un soporte de las identidades, y sin memoria no tendríamos identidad. Ella es utilizada para organizar y reorganizar el pasado y sus relaciones con el presente y el futuro. También es bien cierto que su activación puede provocar tensiones y conflictos, pudiendo afirmar que la memoria es un campo de lucha ideológica en el cual batallan diferentes versiones de las identidades. (Pereiro, 2005, p. 4)
Ese campo en el que ideas e ideologías despliegan versiones es terreno fértil para el posicionamiento de ciertas fotografías asumidas como prueba y testimonio irrefutable. Creemos lo que vemos, más aún cuando, desde su invención, la fotografía ha acompañado la travesía humana como cómplice de la memoria. A través de ella se perfila una identidad afectiva revestida de los colores, poses y modas de otras épocas. Junto a los retratos y álbumes familiares, las autobiografías, diarios y correspondencias forman parte de una herencia que desde la primera persona se ensancha hacia varias generaciones que se aproximan con cautela y rareza a eso que sin ser del todo desconocido resulta, cuando menos, distante. Vestimentas, peinados y aparatos pincelan otros contextos y personas a los que estamos unidos por lazos intangibles e imperecederos. Reconocernos en ellos es ver los cimientos, las raíces y la esencia. Es descubrir el pasado de los espacios que transitamos, de los episodios que hilvanaron nuestra historia hasta la telaraña que sostiene el presente. De allí que, desde lo personal, las fotos familiares son, también, un pasadizo que se abre para identificar acontecimientos, personajes y lugares en un ejercicio de memorias compartidas que abre múltiples posibilidades.
Sin embargo, hay que diferenciar los usos de la imagen de su origen, pues no siempre la intención con la que fueron realizadas determina su utilización en otros contextos o circunstancias. Una aclaratoria necesaria que delimita y advierte:
Naturalmente, como ocurre con los textos, quien desee utilizar las imágenes como testimonios deberá ser consciente en todo momento de algo bastante evidente, pero que a veces suele olvidarse, a saber, de que la mayoría de ellas no fueron producidas con esa finalidad (Burke, 2005, p. 236).
En una época de inmediatez y virtualidad, lo efímero se impone. Actualmente, y en gran medida, la construcción de nuestra memoria se cimienta en imágenes efervescentes de amplia divulgación mediática y, aunque la dinámica noticiosa es perecedera, la imagen la dota de permanencia, más allá de su caducidad en las pantallas, viviendo en el recuerdo de las personas mediante la conexión emocional y la memoria afectiva. Sobreviven unas imágenes y se desechan montones, cantidades indigeribles, tan abundantes que abruman, tan numerosas que no alcanza el finito tiempo humano para procesarlas. Simple darwinismo tecnológico, sobreviven las que se adaptan a los cambios, sin que esto implique que sean las más idóneas. Ya Joan Fontcuberta ha señalado en su manifiesto postfotográfico que prevalece la circulación y gestión de la imagen sobre el contenido de la misma: “la urgencia de la imagen por existir prevalece sobre las cualidades mismas de la imagen” (Fontcuberta, 2011, p.2).
De este modo, los acontecimientos se fijan en la memoria a través de esas imágenes supervivientes e icónicas que, de alguna manera, sintetizan una situación y pasan a la posteridad con su carga simbólica, dejando una estela en la historia y en el recuerdo de manera tal que recordamos imágenes que encierran, a su vez, decisiones, intenciones, experiencias e interpretaciones.
La fotografía, concretamente, funciona como un soporte de la memoria y un puente que permite conjugar en presente el noema barthesiano, “el esto ha sido” rememorado en el hoy. Al mismo tiempo, y dada su actual ausencia de huella, se agiganta la duda de si en realidad “esto ha sido” o si, más bien y siguiendo a François Soulages, “eso fue actuado”. Soulages enfatiza la convergencia, “el a la vez”, por cuando somos a la vez receptores de sensación y donadores por lo que sugiere:
Entonces hay que pensar estas tensiones y estas disensiones, el referente y la foto, entre el objeto para fotografiar y la materia, entre el acontecimiento pasado y las formas: hacen el valor y la unicidad de la fotografía. Hace falta ponerlas en relación con otras relaciones y tensiones que alimentan la fotografía: lo irreversible y lo inacabable, el pasado y el presente, el fue y el se cumplió, la huella y el trazado, lo real y lo imaginario, el objeto para fotografiar y el sujeto fotografiando, la técnica y el arte, el sin-arte y el arte, etc. En todos estos pares, lo que más importa, lo más fotográfico y lo más rico de potencialidades artísticas, es precisamente el “y”, el fundamento mismo de estos pares, o sea el “a la vez”. (Soulage, 2016, p. 122)
Ahora bien, en este conjunto de relaciones posibles y al profundizar los nexos entre fotografía y memoria debemos situarnos, igualmente, en las formas de recordar no solo lo que vivimos, sino también aquello que conocimos a través de las imágenes: lugares y situaciones remotas –cronológica y geográficamente– con los cuales establecemos vínculos que parten del registro visual, por lo que: “Recordar es, cada vez más, no tanto recordar una historia sino ser capaz de evocar una imagen” (Sontag, 2003, p. 39). Una imagen que constituye las selecciones que hemos hecho como individuos y como sociedad, sin desestimar las tensiones implícitas en ambas dimensiones. La preeminencia de unas fotografías subraya determinados acontecimientos y sujetos, trazando una línea de tiempo afianzada en la imagen y el recuerdo:
El conocimiento de determinadas fotografías erige nuestro sentido del presente y del pasado inmediato. Las fotografías trazan las rutas de referencia y sirven de tótem para las causas: es más probable que los sentimientos cristalicen ante una fotografía que ante un lema. Y las fotografías ayudan a erigir —y a revisar— nuestro sentido del pasado más lejano, con las conmociones póstumas tramadas gracias a la circulación de fotografías hasta entonces desconocidas. (Sontag, 2003, p. 38)
Sin embargo, esa elección ya no es producto directo de aquellos que tienen el poder de elegir, sino en la extensión de la red y sus tentáculos algorítmicos. Otra cara del poder que muestra riesgos y deformaciones que hay que considerar, sobre todo si nos situamos en la era digital como contexto de una sociedad donde se minimizan las reflexiones y el discernimiento y se exalta, en cambio, la gula visual y la viralidad como indicadores de impacto. La fotografía no es la excepción. Su masificación conlleva la ruptura de ciertos límites y nos ubica frente al rasgo postmoderno donde todo vale, todos pueden y todo se mezcla y confunde. Se ha expandido su uso, pero como forma de acentuar la presencia, más que la trascendencia. En este sentido, muchos usuarios sacan fotos solo para mostrar, no para comunicar, recordar, documentar, mucho menos para confrontar.
Conocer el efecto de la fotografía en la memoria ha sido un tema de interés recurrente. Anteriormente, era evidente la intención de crear un vínculo con el pasado, de evitar que el paso del tiempo desvaneciera aquello que era especial, lo que de algún modo confería cierta solemnidad al acto fotográfico. De allí la importancia del álbum familiar, los archivos y colecciones que, como individuos y sociedad, íbamos conformando. Así también, las fotos de los objetos que en su momento eran considerados banales, eran solo imágenes para mostrar sin intenciones de informar y comunicar asuntos trascendentes, pero con el tiempo han adquirido otra significación y dan otras aportaciones. Esto parece indicar que la memoria no está reñida con el uso de lo que pudiéramos considerar fotografías frívolas o intrascendentes. No obstante, son por mucho las fotos más relevantes para cada familia o individuo a partir del vínculo afectivo y parental.
La proliferación de cámaras digitales y otros aparatos provistos de dispositivos fotográficos, la reducción de costos y la automatización de los procesos han hecho posible la masificación de la fotografía. Acá vale preguntarse si esto fortalece o vulnera la memoria. Algunos enfoques sostienen que, lejos de mejorar y precisar nuestros recuerdos, el desmesurado afán por tomar fotos podría limitar nuestra capacidad de recordar, a posteriori, detalles de ese momento fotografiado, probablemente debido a la dedicación que invertimos al hacer demasiadas fotos.
No hay que olvidar que la fotografía forma parte del discurso histórico, es en sí misma contenedora de valiosas informaciones explícitas y de tenues omisiones que van dando indicios de lo que fue, lo que se miró y registró, de lo que interesó y documentó en un momento dado. No obstante, como advierte Sontag, parecer ser que “se le atribuye demasiado valor a la memoria y no el suficiente a la reflexión” (Sontag, 2003, p. 50), por lo que la fotografía funciona como recurso que permite revisar el pasado, pero también confrontarlo a la luz del presente, sirviendo incluso de antídoto contra el olvido. La memoria es, a fin de cuentas, una capacidad humana para resistir el olvido. Y la fotografía una aliada para recordar. Su incuestionable vinculación con la memoria compendia capacidades biológicas y neurológicas, así como aspectos históricos y culturales. Frente a otros formatos, la fotografía en tanto imagen unitaria y fija posee atributos que la diferencian del resto de la oferta visual de nuestros tiempos.
El conjunto de imágenes incesantes (la televisión, el vídeo continuo, las películas) es nuestro entorno, pero a la hora de recordar, la fotografía cala más hondo. La memoria congela los cuadros; su unidad fundamental es la imagen individual. En una era de sobrecarga informativa, la fotografía ofrece un modo expedito de comprender algo y un medio compacto de memorizarlo. La fotografía es como una cita, una máxima o un proverbio. (Sontag, 2003, p. 14)
Lejos de suscribir generalizaciones irresponsables, Sontag problematiza afirmaciones y conceptos que, por frecuentes y extendidos, pueden ser imprecisos y confusos. Para ella, la “memoria colectiva” no existe. Esta idea ubicada en los inicios del presente siglo es una advertencia de la autora, un llamado de atención sobre las porosas fronteras e hibridaciones entre lo privado y lo público, lo individual y lo colectivo, lo personal y lo social.
Las fotografías que todos reconocemos son en la actualidad parte constitutiva de lo que la sociedad ha elegido para reflexionar, o declara que ha elegido para reflexionar. Denomina a estas ideas «recuerdos», y esto es, a la larga, mera ficción. En sentido estricto no existe lo que se llama memoria colectiva: es parte de la misma familia de nociones espurias, como la culpa colectiva. Pero sí hay instrucción colectiva.
Toda memoria es individual, no puede reproducirse, y muere con cada persona. Lo que se denomina memoria colectiva no es un recuerdo sino una declaración: que esto es importante y que ésta es la historia de lo ocurrido, con las imágenes que encierran la historia en nuestra mente. Las ideologías crean archivos probatorios de imágenes, imágenes representativas, las cuales compendian ideas comunes de significación y desencadenan reflexiones y sentimientos predecibles. (Sontag, 2003, p. 45)
La fotografía presenta un acercamiento a la realidad y al momento histórico delineado desde la visualidad. De manera que el tratamiento visual de la realidad se impregna de tensiones que pueden modificar nuestros referentes e imaginarios. Más allá de la captura fotográfica de un suceso, su alcance se potencia a través de su circulación y difusión, así como de las posibilidades de influencia en distintas capas y niveles de la sociedad. No es exagerado afirmar, entonces, que la fotografía es una herramienta para recordar y representar, una forma de visualizar y entender el mundo, con sus actores y momentos claves, con temas y episodios significativos que conforman la agenda global y mediática, asumiendo la correspondencia y nexos entre ambas. Al mismo tiempo, la fotografía permite crear conexiones y generar emociones, abonando la idea que tenemos sobre personajes y situaciones distantes, que tal vez no conocemos directa o personalmente, pero sobre los que fijamos posiciones a partir de las construcciones simbólicas y representaciones visuales.
Así, por ejemplo, las fotografías de guerra, migraciones, ataques terroristas, desastres naturales y conflictos sociales, entre otros, influyen en la opinión pública internacional, ya sea para condenar determinados sucesos o para generar solidaridad, y movilizaciones, así como acciones dentro del marco del sistema global. Es, pues, una especie de catalizador que estimula y acelera procesos. En este sentido, la fotografía registra los hechos, perpetuándolos e incidiendo en su representación y en la memoria que encuentra en lo visual un testimonio verosímil y una prueba fidedigna. Aunque los recurrentes casos de manipulación, mentira, falsificación y propaganda abundan y comienzan a despertar sospechas en audiencias cada vez menos ingenuas.
3. Fotografía, poder y violencia
Ha habido épocas en las que la fotografía ha sido un instrumento de control usada para identificar personas y situaciones consideradas incómodas, o para registrar cualquier acto con aire de insurrección. En no pocas ocasiones, la fotografía ha sido peligrosamente asumida como prueba de culpabilidad irrefutable, por eso todo lo que parece distinto, todo lo que huele a disenso, es fotografiado y archivado en aras de amedrentar y mantener el orden dominante. Vista así, la cámara es utilizada como instrumento de intimidación y vigilancia panóptica.
La fotografía vivió poco su inocencia antes de que la intención de quien fotografiaba se viese expresada como una compleja carga de significados que mostraban el atrevimiento, la inconformidad y el desencanto. Tal fue la representación de El ahogado, la imagen que Bayard construyera y consolidara más allá del simple registro de las cosas en 1840. A partir de esa puesta en escena, la fotografía nunca más fue solo huella, sino que dio el gigantesco salto a la irrealidad que años más tarde tomó fuerza en los campos de batalla y nos mostró el montaje de imágenes en El valle de la sombra de la muerte de Roger Fenton en 1855. Desde entonces, la fotografía también se convirtió en una manera de mentir.
El recorrido histórico abre preguntas sobre la representación de la violencia a través de la fotografía. ¿De qué modo nos afecta el dolor que esta produce? ¿Están emparentados el dolor y la huella? Es posible que el carácter de huella de lo fotografiado que Sontag y otros autores fundamentaban en su momento histórico, se convierta en rasgo de obsolescencia que motiva a la relectura ante la nueva realidad tecnológica y comunicacional, cruzados transversalmente por la duda.
La fotografía, en sus inicios, encapsuló y fragmentó el mundo en un objeto transportable, según la interpretación de Sontag. El mundo fotografiado se convirtió en postales que determinaron por un tiempo la estadía, la presencia, el estatus y, también, la memoria. Para algunos su colección se convirtió en trofeos de trotamundos; sin embargo, allí imagen y texto habían reforzado el matrimonio de lenguajes que alimentaban la imaginación y fortalecían la memoria. Mientras tanto, en el mundo del arte la fotografía se convertía en parte del experimento para un acercamiento a las otras disciplinas visuales, al mismo tiempo que servía para el registro que inició la categorización de los individuos y sus expedientes en la silla de Bertillon, un método de identificación antropométrico que tenía como propósito clasificar e identificar delincuentes:
Como se ha apuntado, la fotografía a delincuentes se realizaba siguiendo el arquetipo fotográfico de los retratos “normales”, Bertillon codificó cómo debían realizarse estas fotografías para su correcto uso a la hora de identificar y fichar al detenido y que recogería en el fundamental libro “La photographie judiciaire”. Las fotografías se debían realizar por la mañana y con una iluminación homogénea, respetando las distancias, escala y el mismo punto de vista para todos los retratados. Esto se lograba con la “silla de Bertillon”, un asiento que mantenía rígido el cuerpo del sujeto, con un apoyo posterior para la cabeza que la mantenía recta –similar a los asientos de retrato de daguerrotipos, necesarios para soportar los largos tiempos de espera mientras se realiza la fotografía–. Con esta posición corporal se conseguía mantener plano, escala y distancias focales. (Montiel, 2016, p. 156)
El entonces nuevo lenguaje necesitaba un receptor capaz de comprender su mensaje, de modo que si desde su origen la fotografía no tiene significado alguno per se, sino por su recepción ante la mirada ajena, hoy pudiera llenarse de significados cambiantes dada su estrecha relación con el texto que se torna casi indivisible en la búsqueda de desdibujar su polisemia.
Es así como con el tiempo nos ha tocado vivir sobre las arenas movedizas de la duda constante. La credibilidad de las imágenes fotográficas se ha ido a pique arrastrando además la capacidad de archivo, de modo que los mensajes se multiplican no solo en cantidad, sino en sus interpretaciones, pues es la fotografía la que llega con más fuerza por su carácter lúdico y masivo haciendo no solo invisible su penetración en el espacio del usuario, sino por ser la imagen que produce la mayor cantidad de información, dejando muy pocas vías abiertas hacia la comprensión y cambio en su programa. Esto la convierte en una importante arma política. Lamentablemente, la mayor penetración llega hasta comunidades plagadas de analfabetismo visual y funcional. Esta premisa nos llevaría al hecho de que las imágenes permitirán no solo la alimentación de la memoria, sino también su corrupción como recuerdo con cada uso y asociación del evento memorizado, por lo que el recuerdo original ya no volverá sino ampliado por emociones, interpretaciones y razonamientos sustituidos por una nueva imagen del mismo hecho con distinta intención; es decir, la fotografía se convierte en un arma efectiva para el olvido por sustitución, de modo que la apariencia ocultaría los hechos.
Solo el recurso de la memoria resguardada en aquella idea de huella pudo mantener cierta duración de las verdades hasta la intromisión de la duda permanente con la llegada de la digitalización y el uso de las redes como campo de difusión.
Tal expansión comienza a formar parte de esa memoria de héroes y villanos, de vanidad o inocencia, aquello que pertenece al campo de lo privado comienza a formar parte de la andanada de imágenes que apoyan la extimidad como respuesta en el intercambio de identidades por el posicionamiento de redes; basta lograr encumbrarse en cualquier área, sea esta banal o trascendente, y, de algún modo, penetrar los ojos por instantes para afectar nuestra relación inmediata con el recuerdo y el protagonismo. Es entonces cuando el dolor nos golpea, las imágenes violentas tienden a otorgar visibilidad por repetición y exposición excesiva, así como a disminuir la capacidad de asombro del espectador, además de minimizar su valor noticioso al hacerle perder su interés público e importancia como fenómeno para convertirse en meros puentes de posicionamiento.
¿Existirá algún modo de controlar este tsunami que ahoga las “verdades históricas”? Ese es el reto de las nuevas generaciones ante la lectura de la imagen, de tal modo que una de las estrategias de dominación es hacer de ellas una cotidianidad que lentamente va recomponiendo la identidad de importantes conglomerados sociales.
Ante esta premisa, la memoria estaría afectada en buena medida por dos factores: en primer lugar, por quienes están detrás de la cuadrícula-ojo de un dispositivo fotográfico; estos miradores son los testigos de primera instancia que se enfrentan a las tensiones sociales, familiares o políticas. En estos eventos, el fotógrafo observa y retiene ese momento del comportamiento humano que, en algunos casos, deja la puerta abierta al dolor a través de Bía como encarnación de la violencia o de Némesis como representación de la venganza. Ellas se manifiestan y habitan nuestro presente desde la imagen transgresora. En segundo lugar, está el hecho de que una vez llevadas estas imágenes a la difusión masiva y convertidas en caja de resonancia colectiva por la amplitud de la recepción e interconexión de los espacios de difusión, se muestran cada vez más asociadas y de algún modo contaminadas por escritos, voces, iconos que afectan de manera profunda su lectura. La pérdida de su poder testimonial y, por ende, su poder documental está afectada por la facilidad de manipulación y descontextualización; además, por el cuestionamiento permanente sobre el arbitrio de la textualidad que la acompaña; por tal motivo, pensamos que la fotografía no está hecha para hacer justicia, sino para visibilizar la necesidad de esta, es ella la que nos muestra el dolor de los demás y motiva en nosotros como receptores la necesidad de una respuesta y, más aún, nos sitúa ya no solo ante el dolor de los demás (los otros) sino ante nuestro propio dolor, pues no solo registra situaciones distantes, sino que se expande por las grietas cotidianas y los dolores que, más que cercanos, son propios, pudiendo, además, abreviar varios momentos y situaciones, en el entendido de que
[l]a imagen es algo muy distinto de un simple recorte realizado sobre los aspectos visibles del mundo. Es una huella, un surco, una estela visual del tiempo lo que ella deseó tocar, pero también tiempos suplementarios -fatalmente anacrónicos y heterogéneos entre sí- que no puede, en calidad de arte de la memoria, dejar de aglutinar. (Didi-Huberman, 2012, p. 41)
Esto conlleva asumir la imagen como una suma de preguntas, de interrogantes relacionados en los que todo cuenta, todo dice, al punto de llegar a interpelarnos: ¿Qué quieren las imágenes? (Mitchell, 2017).
Esta visión de la imagen como un todo en su contexto es una activación simultánea del discernimiento, la identificación, la interiorización y del aprendizaje afectando el complejo proceso de comprensión de nuestras relaciones sociales. Cada fotografía es una imagen que se cargará de anécdotas e interpretaciones en cada nuevo encuentro, lo que hará más rica su próxima lectura, pues ya no responderá con fuerza en lo denotado, sino que sus narrativas prevalecerán en cada próximo encuentro, aumentando así su connotación.
La memoria, desde este punto de vista, está estrechamente relacionada con las transformaciones de los distintos poderes, así como también con los cambios de las ideologías que le dan origen, ya que desde ese campo se produce la mayor cantidad de imágenes simbólicamente intencionadas que, a la larga, tienen un peso determinante en la construcción de los archivos.
4. El poder y la destrucción de los acervos
Uno de los mayores tesoros históricos a los que van dirigidas las miradas de quienes detentan el poder no es otro que los acervos fotográficos. Los archivos en los que reposa la historia de una nación determinada son uno de los principales objetivos ideológicos y hasta militares cuando un país es víctima de invasiones, tiranías y dictaduras, convirtiéndose en el blanco principal de los ataques que tienen como objetivo su destrucción o resemantización en función de instaurar una nueva imagen, unos nuevos paradigmas que buscan desaparecer del plano histórico al enemigo momentáneamente vencido e instaurar su propia historia visual para afianzarse como vencedor. Pero el ataque se dirige además a la destrucción del archivo como evidencia de sus actos de horror contra los derechos humanos. El bando vencedor toma las paredes del espacio institucional que antes estaba al servicio del vencido. Aun así, la lucha continúa de manera silenciosa en cada espacio en los que ambas élites se cruzan, pues en los archivos comparten escenarios, se confrontan, se influyen y yuxtaponen discursos de tal modo que terminan contaminando sus mensajes, por lo que a corto plazo se concreta la desaparición de la memoria visual, ya que gran parte de las imágenes que están en los archivos no tienen la posibilidad de ser rehechas como huella a sabiendas de que, una vez desaparecidos los originales, sus copias en formato digital quedan expuestos a la duda dada la pérdida de su condición de índex. El archivo fotográfico es objetivo de conflicto por muchas órdenes de muchos poderes: se quema, se fragmenta, se desconecta; sin embargo, muchas veces se oculta por la decisión de los propios protagonistas que cámara en mano lo construyeron.
Este conflicto somete a una lucha interna a quienes fotografían, pues deben mantener un equilibrio emocional y resguardar su vida, al tiempo que luchan por contribuir al equilibrio social, por lo que, muchas veces, se escudan en el seudónimo o en el total anonimato durante los momentos de mayor peligro para evitar la acción represiva de los cuerpos de seguridad. Tal fue la actitud de fotógrafos durante la dictadura de Pinochet (1973-1990), al igual que sucedió en Argentina, Uruguay y Paraguay durante los mandatos de Videla (1976-1981), Bordaberry (1973-1976) y Stroessner (1954-1989), respectivamente, bajo cuyas dictaduras hubo un especial ensañamiento contra quienes desde la fotografía hacían resistencia y construían una memoria visual que al final cumplió el objetivo de visibilizar sus crímenes. Casos similares se dieron con las dictaduras de los Somoza, padre (1937-1956) e hijo (1974-1979), en Nicaragua, Castro como primer ministro (1959-1976) y presidente (1976-2008) en Cuba, o Mugabe (1987-2017) en Zimbaue.
La memoria social y política, por lo general, es construida desde un grupo de individuos con diversas convicciones ideológicas, políticas o religiosas que pueden convertir y atornillar cualquiera de esas imágenes, aun siendo intrascendentes, en iconos.
Ante todo aquello que el poder ha ocultado, ¿sería distinto si cada fotógrafo tomara como suya la supervivencia de la fotografía en archivos clandestinos, tal como en su momento lo hicieron los fotógrafos de Mauthausen Antonio García y Francesc Boix, o Francisco Edmundo “el gordo” Pérez en Venezuela, Víctor Basterra (el preso 325) o Eduardo Longoni en Argentina?
En estos casos, la fotografía se asume como memoria de la resistencia. La distribución de las imágenes de archivo ya digitalizadas y su posterior análisis permite un acercamiento más efectivo orientado a evitar su destrucción provocada por los cambios políticos y los conflictos bélicos, lo que hace que el archivo deje de ser la caja fuerte de la memoria para pasar a ser la caja de resonancia de nuestros errores sociales.
Así también, las fotografías sobre los desaparecidos en las dictaduras han permitido mostrar rostros y víctimas, humanizar las cifras y emprender búsquedas que, a su vez, generan organización y solidaridad. La visibilización ha servido de punto central en el diseño y desarrollo de campañas de comunicación dirigidas a la toma de conciencia sobre temas álgidos que demandan un tratamiento efectivo y contundente frente al dolor físico y emocional que nubla la mirada.
5. Los memoriales
En estos espacios, los trágicos hechos que se han dado en la historia de la humanidad se llevan al plano reflexivo como formas discursivas para mantener la memoria al mostrarlos o representarlos. Este espacio de difusión, aun cuando tiene grandes detractores en el mundo de la sociología, son vistos como aportes a la reflexión en el campo de la psicología y del estatuto del arte. Sobre estas bases, la imagen incide en la visión de registro denotativo y directo de la realidad. El marco de difusión genera un cambio en la duración de su relación con el espectador-lector, además de aportar una nueva significación que cambia su apego con el origen, las causas y las consecuencias de la violencia en cuanto al planteamiento documental. Algunos encuentran en la estetización de la violencia un enfoque necesario para preservar la memoria y las imágenes, que pasan a ser conservadas con mucha más atención. Esto plantea otra arista de la relación fotografía y memoria.
Vale la pena preguntarse hasta qué punto nuestras imágenes de la violencia desde lo testimonial hasta lo estetizado no representan una forma personal de violencia contra la memoria y los actores de esos eventos. ¿Violentamos la historia? ¿Violentamos la información? ¿Nos violentamos a nosotros mismos? ¿Violentamos como fotógrafos la narrativa para lograr la aceptación, validación o el premio?
Pudiéramos pensar en el hecho de que, en algunos casos cada vez más comunes, estos espacios no son visitados para solidarizarse con las víctimas, sino para adquirir con el ticket de entrada un té de acción moralizante que hace sentir al visitante más humano que antes de cruzar la puerta. Tal vez por ello se desdibuja la empatía ante el dolor de los demás, permitiendo compartir, con el selfi de rigor, la certeza de que estuvo allí, donde los gritos desgarradores de las víctimas de la violencia se han silenciado al ser transferidos a códigos visuales. Es así como la violencia deviene en atracción turística y mercadeo en el marco de las buenas intenciones de aquellos que dedican su vida a visualizar lo ilimitado de la maldad humana y a no olvidar que hay un camino de encuentro con la solidaridad y la paz.
Esto demuestra la fuerza de la fotografía al correr por el sistema globalizado, donde su difusión se incrementa y su alcance se pierde de vista, al punto que la idea que tenemos de muchos hechos mundiales pasa, indefectiblemente, por la imagen que ofrecen los medios de comunicación y, especialmente, la fotografía, ya que, como apunta Sontag, “[a]lgo se vuelve real —para los que están en otros lugares siguiéndolo como «noticia»— al ser fotografiado” (Sontag, 2003, p.14), lo que nos lleva a una aldea visual de proporciones incontroladas en lo referente a la producción y consumo de imágenes.
6. El ahora
Desde la invención de la fotografía, su acción fue limitada a las posibilidades de transporte y manipulación de los dispositivos, así como de todo lo necesario para el procesamiento de las tomas, generando una memoria del espacio visual. Con la evolución tecnológica de la máquina fotográfica se amplió el cúmulo de posibilidades de captura de la imagen y, consecuentemente, este espacio fue transformado a medida que aparecieron nuevas ópticas y otros adelantos técnicos.
En el momento en que la cámara pasó a ser parte de los dispositivos móviles, como extensiones del cuerpo que nos permiten una ventana al mundo, se ha transformado en el ojo que todo lo ve, no solo lo cercano, lo lejano, lo oculto o lo antes insondable, sino que este nuevo ojo ha creado nuevas memorias en las que la “exactitud” suma el asombro que, como sabemos, es parte importante de la estimulación para la construcción de la memoria visual. Por ello, sin discriminar, se asume que todo es fotografiable, al mismo tiempo que la fotografía desplaza en buena parte a otros lenguajes como resumen de los eventos.
Tal vez en el mundo contemporáneo, al separar la imagen de su contexto se afianza la presencia de la duda ante la imagen fotográfica en su relación con los algoritmos capaces de producir impresionantes metamorfosis, apariencias ajenas al fotografiado, al fotógrafo y al espectador. A fin de cuentas, la inexistencia de su “huella” ya ha sido suficientemente aceptada como duda, convirtiéndose así en imagen transformable por una gran mayoría de usuarios. El anzuelo para lograrlo ha sido la forma de conexión entre individuos a través de la exaltación de la vanidad en el mundo competitivo del valor simbólico.
Luego, es la fotografía, como la imagen técnica en la que Flusser fundamenta gran parte de su pensamiento, la ruta más expedita para tal fin por su carácter lúdico y masivo, no solo por su invisible penetración en el espacio del usuario, sino por ser la imagen que produce la mayor cantidad de información dejando muy pocas vías abiertas hacia la comprensión y cambio en el programa, lo que la convierte en arma política.
Dicha fascinación mágica propia de las imágenes técnicas es visible en todas partes: cómo saturan la vida de magia, cómo experimentamos, conocemos y evaluamos todo en función de ellas, y cómo actuamos como su función, por tanto, es sumamente importante preguntar qué tipo de magia está implicada aquí. (Flusser, 1983 p. 17)
Esta vez, todos compartimos una misma vía de intercambio de información aun en sus distintas formas de producir imágenes haciendo caso omiso a las grandes diferencias de edad, ordenamiento del mundo y del manejo de las intenciones. Se mezclaron las diferencias conceptuales sobre la historia, la sociología, la cultura, la política; todas estas diferencias han sido recogidas por vez primera en un mismo espacio reducido a la distancia de la extensión de nuestro brazo, a menos de un metro de nuestros ojos. Ese lugar físico, virtual o imaginado en el que nos distanciamos para comprender la realidad, ahora es el recipiente de las indefiniciones y las mixturas. Esta situación nos convierte en una suerte de generación bisagra: una generación que ha vivido el mundo de la imagen física, pero también el de la imagen desmaterializada y ha tenido que adaptarse a sus lecturas y formas de difusión cada vez más inmediatas.
Ese es el espacio para las interrogantes ante la profundización del dolor humano, así como también para la imaginación y las respuestas. El compromiso con la memoria pasa por preguntas tan básicas como: ¿Qué pasa con todos esos archivos guardados en plataformas virtuales y dispositivos de almacenamiento de imágenes digitales con respecto a los bancos de memoria? ¿Pudiéramos hablar de las memorias mudas? ¿Los archivos silentes? ¿No vale la pena acaso el sacrificio como un aporte a la comprensión de nuestros hechos históricos para beneficio de nuestra sociedad violentada? ¿No violentamos la historia por mantener la fotografía como un tesoro personal? ¿Pudiéramos decir que las fotografías públicas difundidas en el display del móvil pertenecen al ámbito público o privado? O tal vez deberíamos preguntarnos si ambos, por estar en el mismo espacio de liquidez navegable, han diluido la barrera de su privacidad y han pisado la extimidad como motivo. Entonces, ya no es la sociedad representada en aquellos que tienen el poder de elegir, sino en lo que la extensión en red nos lleve a seleccionar a través de su inteligencia artificial y las vías algorítmicas.
Sobre esta premisa, haciendo un ejercicio de imaginación fundamentada, Bertillon se sentiría orgullosísimo de ver todo su esfuerzo de fichaje a finales del siglo XIX en la nube del siglo XXI, como el nuevo reservorio en el que miles de millones de datos biométricos permiten tener acceso inmediato a lo que somos, ya fichados a través de códigos como parte de esta nueva ágora dispersa e incoherente para la mayoría, pero perfectamente organizada y vigilada por poderes que dirigen desde nuestras preferencias alimenticias hasta lo que respecta a la participación ciudadana en la construcción o destrucción de determinados conceptos e ideas. Todo ello bajo el criterio de seguridad, un criterio que puede ser ambiguo y peligroso, sobre todo porque nos coloca entre ser sospechosos o ser productos intercambiables en el mercado de datos y las memorias artificiales.
La creación de los bancos de memoria virtual permite, además de la catalogación, la posibilidad de campos de investigación en todos los niveles educativos a fin de mantener el equilibrio del evento histórico entre protagonista-contexto-fotógrafo-mirador, lo cual facilita el intercambio de insumos visuales y teóricos para hacer justicia. Esto podrá internalizar en futuras generaciones un sentido de convivencia como escudo contra la violencia en todas sus manifestaciones, por lo que el olvido está lejos de todo y el recordar desde la imagen es una decisión que ya no depende de otros. El asunto es cómo hacerlo si el juicio de quien tenía el poder para otorgarnos el recuerdo o el olvido, antes en manos del sistema en todas sus instituciones, pasó a ser ahora una decisión impulsada por la inteligencia artificial. Así también, hay que enfatizar que el conjunto organizado de imágenes constituye, en sí mismo, un campo de gran utilidad para los estudios de la cultura visual en el momento de analizar la construcción de comunidades, sus ritmos culturales visuales y los patrones sociales que reflejan.
7. Volver a Sontag. Consideraciones finales
¿La fascinación ante el horror proviene de la imagen como espectáculo o de la carga simbólica que conmociona? ¿El desencuentro proviene de la inercia ante lo ocurrido porque está representado, porque es pasado y no puede retomarse?
Sabemos que la fotografía de lo violento puede sensibilizar y motivar la reflexión sobre el futuro de la humanidad en unos, al mismo tiempo que refuerza diferencias, exacerba posiciones ideológicas y convicciones religiosas en otros. También se muestran como aviso de que somos vulnerables y de lo que puede sucedernos. Luego, el miedo a la imagen puede volvernos indiferentes. Son varios los motivos para desviar la mirada ante el horror y la violencia y esto se hace patente en la cotidianidad que genera una oferta mayor de imágenes que van desde aquellas que muestran el dolor y las que en su banalidad producen una sensación que interrumpe el asombro, más aún cuando la irrealidad cubre con su manto gran parte de las imágenes que vemos.
Actuar o temer, responder o huir, gritar o callar, este es el conflicto entre quien está conmocionado por la presencia de la imagen del horror y quiere intervenir para detener los hechos y, a la vez, se siente temeroso y vulnerable ante ella. “La gente puede retraerse no sólo porque una dieta regular de imágenes violentas la ha vuelto indiferente, sino porque tiene miedo” (Sontag, 2003, p. 44).
La presencia de este tipo de imágenes puede de un modo determinado enfriar la respuesta, más aún cuando el espectador está expuesto a la geolocalización por una inteligencia artificial que invade su espacio de mirada mostrando aquellos hechos más cercanos a su posición geográfica, adecuándolos a los intereses del usuario truncando o aumentando su lectura de la imagen del dolor y, con ello, la voluntad de respuesta. La conciencia de la ubicación de los hechos contextualiza la imagen de modo que el miedo, como temor al daño posible, se aleja de la objetividad. Es entonces cuando las imágenes pueden justificar la respuesta violenta ante la acción violenta o el alejamiento del conflicto desde nuestra seguridad de miradores, sin encarnar el dolor del otro, sin ser protagonistas de los hechos, sino un espectador a distancia.
La idea de ser parte activa de la comprensión del mensaje y la sensibilidad social, la convicción de que si está a nuestro alcance el poder de cambiar el rumbo de la violencia y el dolor, parece ser la única vía hacia una salida colectiva a la normalización del discurso de lo irremediable. Perceval nos acerca a ello cuando plantea: “el miedo como inquietud ante una acción futura imprevisible o una situación catastrófica puede ser el desencadenante de una gran cohesión social (...) pero también puede destruir el colectivo para siempre” (Perceval, 2017, p. 26).
Extrapolar el mundo a partir del fragmento que representa la fotografía se convierte en el atrevimiento más común de nuestros días impulsado por la necesidad de visibilizar la tragedia humana y sensibilizar al espectador, al mismo tiempo que en otros alimenta el morbo dada su penetración en los distintos espacios de comunicación, independientemente de su alcance. Visto esto desde algunos escenarios noticiosos pudiéramos pensar que aquello que no pretende la exposición masiva de los hechos pierde fuerza en la búsqueda de soluciones y que la estetización de la violencia suaviza ocultando su poder, sin embargo, desde el mundo del arte se piensa que es esa síntesis de lo fotografiable lo que impacta más profundamente al espectador y lo desgarra, pues sobre esa imagen hecha obra se reitera el dolor desde la escritura, las interpretaciones o el espacio de difusión; además, esta imagen se analiza, se reproduce, y la duración de su lectura aumenta al mismo tiempo que su carga de significados en un espectador más propenso a aceptar la función concienzadora del arte.
Sontag desgrana la fotografía en el contexto de la guerra, del dolor y de la compasión, sus nexos con el pasado y sus posibilidades para sacudir las conciencias y la opinión pública, acuñando la idea de la “fotografía como terapia de choque” (Sontag, 2003, p. 11). La mirada crítica ante acontecimientos históricos en los que la fotografía (y sus usos y relaciones con el poder) ha sido determinante para las construcciones simbólicas y los imaginarios sociales, llevan a la autora a trazar una ruta en la que la memoria es objeto de preocupación, más que de veneración. Examinar al pasado, escudriñar la historia y su registro fotográfico puede traer grandes sorpresas y desafíos, ciclos y retornos que abonan la idea que, desde otras perspectivas, plantea Irene Vallejo: “Qué antiguo puede llegar a ser el futuro” (Vallejo, 2019, p. 109).
Lamentablemente, el respeto que Sontag otorga al fotógrafo y al espectador ante la idea de que no puedan diferenciar realidad y espectáculo se ha ido dejando en el olvido y cada vez más se afianza la espectacularización de la imagen del dolor, lo cual admite la duda hacia la veracidad del hecho; sin embargo, esta duda tal vez no solo deba ser dirigida a la falsedad de la imagen violenta, sino también a pensar que sí pueda ser cierta, pero ¿está preparado el espectador para desocultar la realidad a través del fragmento? ¿Está preparado el fotógrafo para lograr el objetivo de sensibilizar más allá de la espectacularidad premiable?
Es desde la ética que se encontrará el camino hacia las posibles respuestas a este interrogante.
Referencias bibliográficas
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