Tácticas ficcionales de la memoria. Nuevos discursos narrativos en la fotografía contemporánea

 

Fictional tactics of memory. New narrative discourses in contemporary photography

 

Carmelo Vega

Universidad de La Laguna, España

cvega@ull.edu.es

Resumen:

En el contexto actual de afirmación de las tesis postfotográficas y su impugnación de los valores documentales tradicionales, las fotografías han perdido su credibilidad como supuestas unidades objetivas de conocimiento. Aun así, las imágenes fotográficas siguen siendo un poderoso instrumento de análisis, comprensión e interpretación crítica del mundo y un inigualable registro gráfico del tiempo –pasado y presente–, que apela de forma constante a la memoria individual y colectiva. Toda narración implica un proceso de invención de la propia realidad que pretende señalar: a veces, la memoria es solo un reflejo, un espejismo o una ilusión de experiencias, o bien, una construcción ideal que socorre a las imágenes de su propia amnesia. Este artículo indaga en algunas de estas tácticas ficcionales de la memoria en la fotografía contemporánea.

 

Abstract:

In the current context of affirmation of postphotographic theses and their challenge to traditional documentary values, photographs have lost their credibility as supposed objective units of knowledge. Even so, photographic images continue to be a powerful instrument for the analysis, understanding and critical interpretation of the world and an unrivaled graphic record of time –past and present– that constantly appeals to individual and collective memory. All narration implies a process of invention of reality itself that it aims to point out: sometimes, memory is just a reflection, a mirage or an illusion of experiences, or an ideal construction that helps people images of his own amnesia. This article investigates some of these fictional memory tactics in contemporary photography.

 

Palabras clave: Memoria; fotografía; creación artística; ficción; identidad.

 

Keywords: Memory; Photography; Artistic creation; Fiction; Identity.

1. Introducción

Tendemos a pensar en el desarrollo de las creaciones artísticas de los últimos años como el resultado de espacios de acción independientes, nacidos de una ruptura brusca respecto a las producciones e ideas estéticas anteriores. Pensamos más en la autonomía y en la inmediatez crítica de las propuestas recientes que en la prolongación de determinados discursos a lo largo del tiempo. Este hecho es especialmente significativo en el ámbito de la fotografía, que ha vivido, además, su propia gran fractura histórica con la revolución producida por la irrupción y consolidación de la tecnología digital, de modo que aceptamos ya de forma casi unánime, la existencia de un antes y de un después, que ha llevado a la creación y al pensamiento fotográfico más allá de la fotografía, pues, como advertía Martin Lister: “El debate particular, más vocacional y defensivo, sobre el desplazamiento de la práctica fotográfica por el uso de la tecnología digital, se ha incluido dentro del discurso más generalizante y especulativo sobre el cambio de era” (Lister, 1997, p. 17).

Esta transformación ha reforzado la quiebra y obsolescencia de una idea tradicional de fotografía y la afirmación de una nueva forma de actuar a través de las imágenes y de pensar la realidad desde nuevas y radicales concepciones que cambian también nuestra forma de ver, pues “en lugar de seleccionar un momento decisivo de un tiempo continuo que avanza, la fotografía digital puede reconocer un sentido del tiempo más elástico, donde el futuro y el pasado pueden entrelazarse y ser tan decisivos como el presente” (Ritchin, 2008, p. 142).

Sin embargo, algunos de los planteamientos que hoy han terminado por definir los postulados de la posfotografía tuvieron su origen en un momento previo a la aparición de esas nuevas tecnologías y de estos nuevos preceptos. En este sentido, el tema que aquí nos ocupa es un buen ejemplo para rastrear las raíces formales y conceptuales de ciertas estrategias utilizadas por la fotografía reciente que reflexiona sobre los valores de la memoria, la construcción del relato o la capacidad de ficcionalización de la historia a través de la propia imagen fotográfica. Como veremos más adelante, algunos planteamientos de la fotografía actual tienen su origen en propuestas nacidas en el marco de la creación artística de los años 60 y 70, especialmente las vinculadas con el uso táctico de la fotografía en las tendencias conceptuales de ese periodo, que aportaron nuevas formulaciones en torno a los valores de la imagen como registro y documento de archivo, pero también, sobre el concepto de autor y las posibilidades de los discursos de la deconstrucción, que se proyectan y explican en buena parte de las prácticas de la fotografía posmoderna de los 70 y 80 y que, en fin, perviven o se transmutan en algunos axiomas posfotográficos, sobre todo los relacionados con los métodos apropiacionistas, la disolución del ámbito de lo privado o el uso de la ironía como herramienta crítica.

 

2. Objetivos y metodología

En este artículo se plantean dos objetivos principales: en primer lugar, la identificación y el análisis de las diferentes propuestas estéticas de la fotografía contemporánea que, desde la década de 1970, han explorado los discursos de la memoria, vinculadas sobre todo a las relaciones entre arte y archivo y a los imaginarios familiares, proyectados en el álbum como depósito de historias y experiencias, que parten de lo individual para configurarse en arquetipos de conducta social o cultural. En segundo lugar, nos proponemos señalar y distinguir algunas de las soluciones o tácticas de la fotografía durante ese mismo periodo, interesadas en el desarrollo de determinados argumentos ficcionales que, en ocasiones, cuestionan el estatuto documental asociado a la imagen fotográfica.

En relación con estos objetivos, la metodología empleada se centra en la selección y revisión crítica de las ideas y propuestas estéticas sustentadas en determinadas tendencias artísticas que han tratado de una u otra forma, estas cuestiones, profundizando en las obras, series, exposiciones o publicaciones de los autores más representativos de cada una de ellas.

Para una mejor comprensión del tema, conviene destacar algunas referencias importantes que han abordado estos debates desde distintas perspectivas. En este sentido, resultan cruciales los dos ensayos, ya clásicos en la esfera de la sociología, de Maurice Halbwachs: Los marcos sociales de la memoria, cuya primera edición francesa data de 1925, y La memoria colectiva, obra póstuma publicada en 1950. En ambos casos, Halbwachs indagó, entre otras, en ideas y conceptos clave que ayudan a explicar algunos de los proyectos artísticos aquí mencionados, como, por ejemplo, las relaciones entre la memoria individual y la colectiva, la autobiografía, la infancia (el “yo infantil”), los procesos de reconstrucción de los recuerdos, los “recuerdos mezclados”, la memoria familiar, los vínculos generacionales o las relaciones de parentesco.

En esta línea, resultan igualmente interesantes las ideas sobre la dialéctica historia/memoria de Pierre Nora y sus alusiones a los “lugares de memoria”, la “historia reconstituida” o la “conciencia conmemorativa”. Para él, la memoria contemporánea es

ante todo una memoria archivista (…). Descansa enteramente en lo más preciso de la traza, lo más material del vestigio, lo más concreto de la grabación, lo más visible de la imagen (…). Lo que llamamos memoria es en realidad la constitución gigantesca y vertiginosa del almacenamiento material de aquello de lo que nos resulta imposible acordarnos, repertorio insondable de aquello que podríamos necesitar recordar. (Nora,  2008, pp. 26-27)

En el campo específico de la reflexión fotográfica sobre los modos de reconstrucción de la memoria familiar, pueden citarse también los trabajos de Marianne Hirsch a partir de su reivindicación de la posmemoria (Family Frames. Photography narrative and postmemory, 1997, o The Generation of Postmemory, 2013). En su opinión,

las fotografías, apariciones fantasmales, son instrumentos de rememoración muy particulares, ya que se sitúan en el límite entre la memoria y la posmemoria, y también, aunque de manera diferente, entre la memoria y el olvido (...). La posmemoria se distingue de la memoria por la distancia generacional, y de la historia, por la profunda conexión personal. Posmemoria es una forma de memoria poderosa y muy particular precisamente porque su conexión con su objeto o fuente está mediada no a través del recuerdo sino, a través de una inversión y creación imaginativa. (Hirsch, 1997, p. 22)

 

Por su parte, Annette Kuhn ha profudizado en su libro Family secrets. Acts of Memory and Imagination (inicialmente publicado en 1995), en el análisis autobiográfico de lo que ella denomina el “Memory work”, entendido como “un método y una práctica de desenterrar y hacer públicas historias no contadas” (Kuhn, 2004, p. 9). Junto a Kirsten Emiko McAllister, Kuhn fue también responsable de la edición, en 2006, de Locating Memory. Photographic Acts, libro en el que presentaron una interesante selección de textos que planteaban “estrategias innovadoras distintivas para trabajar con fotografías, no solo como textos, sino también como prácticas visuales, dispositivos mnemotécnicos, reposiciones de conocimiento colectivo e imaginarios poderosos que median realidades sociales” (Kuhn & McAllister, 2006, p. 5).

 

3. Marco teórico: verdad y relato fotográfico

De forma paralela, en las últimas décadas han tenido un gran arraigo, en el contexto de la fotografía internacional, algunas propuestas empeñadas en la construcción narrativa de historias desde una clara voluntad de ficción. Entre ellas, nos interesa reseñar al menos, las siguientes:

– En primer lugar, la narración fotográfica mediante un sistema secuencial de imágenes, en la que, desde los años 60, ha destacado sobre todo el trabajo de Duane Michals (1932), cuyas series de secuencias fotográficas indagan, desde la imaginación y la fábula, en las vivencias y en la memoria del individuo moderno, aunque, en general, su trabajo remite a las grandes preocupaciones del ser humano (la transitoriedad de la vida y el paso del tiempo, la muerte, las relaciones sociales y familiares, la religión).

– En segundo lugar, la fotografía pensada como construcción o escenificación, en la que podríamos incluir, entre otros muchos, los trabajos de Cindy Sherman o Sandy Skoglund, cuyo objetivo principal consistiría en trascender la inmediatez del momento de la toma con la intención de crear previamente los espacios o los relatos fotografiados, interviniendo y manipulando la totalidad del proceso y el resultado final, convertido en una pura invención fotografiada.

– Por último, y más reciente, la deconstrucción del estatuto de verdad fotográfica. Uno de los ejes vertebradores del ideario de la posfotografía se sustenta precisamente, en la revisión deconstructiva de la “verdad” fotográfica, hasta el punto de considerar que la crisis actual de la imagen es una consecuencia directa del desmoronamiento del andamiaje conceptual de la propia fotografía: de su naturaleza documental y de su capacidad y eficacia como registro literal, incontestable e incuestionable de la realidad. Ahora nos acercamos a las imágenes sabiéndolas partícipes de lo que Jorge Luis Marzo ha llamado, “veroficción”, es decir, “una ficción que esconde su carácter ilusorio y cuya recepción se considera real hasta que se desvela su naturaleza ficticia” (Marzo, 2018, p. 157).

Sin embargo, una revisión histórica de la fotografía nos permitiría repensar este asunto y discutir hasta qué punto algunas prácticas fotográficas no se habían liberado ya del peso de esa asignación de verdad. Ciertas propuestas, especialmente las vinculadas con la manipulación o la intervención manual de las imágenes, habían avanzado en esta línea desde mediados del siglo XIX, buscando y defendiendo una fotografía que superara la simple transcripción de lo real para girar hacia las posiciones de la fantasía, la ficción o la imaginación, un término este último, tan apreciado durante ese siglo por muchos artistas y críticos de arte precisamente para negar cualquier posibilidad artística a la fotografía  y reafirmar su sumisión  a la realidad.

En la escena fotográfica contemporánea, podemos destacar a dos autores españoles que han articulado buena parte de su obra, a partir de los discursos deconstructivos de la verdad fotográfica: me refiero a Joan Fontcuberta (1955) y a Cristina de Middel (1975). Así, la producción artística y teórica de Fontcuberta en las últimas décadas constituye un paradigma de las nuevas posiciones de la posfotografía, aunque una parte significativa de su producción es anterior a la consolidación de estos nuevos códigos de interpretación, de modo que en sus primeros proyectos (que podríamos clasificar como preposfotográficos) se hallan, de manera latente, algunas de sus obsesiones deconstructivas que cuestionaban los valores convencionales de la veracidad documental fotográfica.

De hecho, no es casualidad que sus primeras obras durante los años 70 exploraran las posibilidades discursivas del fotomontaje como generador de impresiones y situaciones extrañas y sorprendentes, que se enmarcaban en una tradición fotográfica de manipulación e intervención, conceptos que siguen perviviendo en su trabajo, pero adoptando formas y procedimientos más sutiles.

Desde mediados de los 80, Fontcuberta ha ido encarrilando una auténtica cruzada, tanto en sus proyectos expositivos (Herbarium, 1985; Fauna, 1985-1990; Sputnik, 1997; o Karelia, 2002, entre otros muchos) como en su obra ensayística (El beso de Judas. Fotografía y verdad, 1997; La cámara de Pandora. La fotografí@ después de la fotografía, 2010; La furia de las imágenes. Notas sobre la postfotografía, 2016), a favor del cuestionamiento de la noción de verdad fotográfica y de la defensa de la fotografía como ficción, afirmando que

El viejo debate entre lo verdadero y lo falso ha sido sustituido por otro entre “mentir bien” y “mentir mal”. Toda fotografía es una ficción que se presenta como verdadera. Contra lo que nos han inculcado, contra lo que solemos pensar, la fotografía miente porque su naturaleza no le permite hacer otra cosa […]. El buen fotógrafo es el que miente bien la verdad. (Fontcuberta, 1997, p. 15)

Por su parte, Cristina de Middel retoma este ideario contra la fotografía como verdad y a favor de su capacidad ficcional, para elaborar un nuevo discurso posicionado entre la creación artística y las prácticas de un nuevo fotoperiodismo, empeñado en desvelar críticamente los arquetipos sociales y culturales dominantes a través del relato de historias, a veces, inverosímiles, pero construidas a partir de una realidad histórica (The Afronauts parte, por ejemplo, de la existencia de un programa espacial en Zambia a principios de los años 60), que invitan al espectador y al lector a despojarse de su incredulidad y dejarse llevar por las sugerencias de la imaginación, pues como ella misma ha escrito

la fotografía sigue estando (…)  sujeta a varios debates que se originan en la incontrolable versatilidad que dificulta su categorización única. Para algunos es un documento incuestionable, una herramienta con la que construir el retrato veraz del mundo en el que vivimos; para otros puede ser poesía. (De Middel, 2016, Solapa, párrafo 3).

En mayor o menor medida, esos tres recursos (la narración secuencial, la escenificación o la deconstrucción de la verdad) emergen en algunos proyectos que investigan y exploran de forma expresa las lógicas y las poéticas fotográficas de la memoria. En este sentido, podemos señalar, al menos, cuatro grandes ámbitos de acción, que desarrollan cuestiones muy diversas:  el archivo como memoria o la memoria como archivo, la memoria encontrada, la ficcionalización de la historia de la fotografía o la memoria familiar como escenario de identidades.

 

4. La memoria archivada

En las últimas décadas, una parte importante de la creación y la teoría contemporánea ha profundizado en los modos en que las dinámicas y estrategias de archivo determinan o canalizan ciertas prácticas y producciones artísticas. No es casualidad que este tipo de debates y propuestas hayan surgido en una fase de emergencia y consolidación de la fotografía en el marco del arte actual. Por otro lado, como utensilio de registro de momentos, circunstancias y situaciones, la imagen fotográfica constituye un excepcional dispositivo activador de la memoria y, de la misma manera que el “acto fotográfico” congela, detiene y “corta” el tiempo y el espacio, según la conocida expresión de Philippe Dubois (1986), la contemplación de una fotografía descongela, moviliza y reactiva de forma simbólica, ese tiempo fotográficamente detenido. Es el paso del tiempo el que revaloriza el poder invocador de la imagen y asociamos la fotografía a las dinámicas de archivo (depositar, conservar, preservar, custodiar) por su potencial como guardián y garante de recuerdos personales o compartidos y de experiencias individuales o colectivas. En este sentido, las fotografías no son otra cosa que objetos rememorativos, una “invitación al sentimentalismo” (Sontag, 1980, p. 81), que favorece la reconstrucción imaginaria de los instantes registrados, la reanimación ilusoria de una vida pretérita, remota y antigua, fracciones de un tiempo pasado que nunca es ni será ya nuestro.

El de las fotografías es un tiempo irreversible. Y esa imposibilidad de volver a ser a través de las imágenes, es lo que las convierte finalmente en señales que testimonian, en presencias que delatan ausencias, huellas que son vacíos, recordatorios que se pierden en el olvido.

En cierto modo, ese fue el punto de partida de algunas series que Christian Bolstanki (1944-2021) desarrolló de manera específica, a lo largo de los años 60 y 70, y que, de forma genérica, marcaron la mayor parte de su producción artística posterior. No es casualidad que esos proyectos iniciales coincidieran con sus primeras aproximaciones a la fotografía como medio de creación, pues en ellos profundizaba sobre el uso, la función y la naturaleza del álbum y de la imagen fotográfica como memoria individual, familiar o colectiva, en torno a los cuales propuso una interesante reflexión sobre la práctica del archivar, coleccionar, almacenar, etiquetar o inventariar. La mayoría de esas obras se planteaban como un intento de “reconstitución” de imágenes y objetos que habían pertenecido al artista durante su niñez o juventud, como ocurría, por ejemplo, en su Essai de reconstitution (1970-1971), compuesto por una caja de hojalata con tres cajones que contenían reproducciones en plastilina de objetos diversos: un avión de papel que había en hecho en 1950, una botella que había usado en 1951, o railes de trenes con los que jugó en 1953.

Tanto los objetos originales como los construidos a partir de ellos, como las propias fotografías, presentados en vitrinas (Vitrine de reférence, 1971) o en libros de artistas (Recherche et présentation de tout ce qui reste de mon enfance, 1944-1950, 1969, con fotografías fotocopiadas), apelaban a un ejercicio de memoria o, más bien, habría que decir, de reconstrucción de la memoria, mediante la evocación, acumulación y combinación de reliquias cotidianas personales cuya presentación transitaba de lo real a la ficción, de lo personal a lo universal, de la posibilidad del objeto encontrado y recordado a la imposibilidad de la experiencia de una memoria hecha de fragmentos (tal y como sugerían la exposición y la película, La vie impossible de C.B., ambas de 1968).

Además de estas exploraciones autobiográficas en las imágenes conservadas y en los objetos rescatados, Bolstanki prolongó su interés por el poder hipnótico y  evocador de las fotografías en otros trabajos que profundizaban en la idea de la universalidad de los relatos fotográficos familiares, de modo que lo peculiar y significativo del álbum de fotos residiría no tanto en sus apuestas originales y diferenciales como en la reiteración de una iconografía estandarizada de la familia y en el carácter convencional y redundante de un discurso de exaltación de la unidad familiar, de las banalidades cotidianas, de las relaciones y emociones fraternas, y de los momentos y de los lugares de las liturgias grupales y sociales. De algún modo, parece decirnos Boltanski, sean cuales sean las imágenes que conservemos en nuestros álbumes, nos emparentan porque nos hacen parecidos a todas las familias del mundo: ese es, en principio, el sentido de obras como Album de photos de la famille D., 1939-1964 (1972), realizada a partir de la selección y reproducción de 150 fotografías que el propio Boltanski hizo en el álbum familiar de un amigo, en el que veía representada la mirada y los sueños de una familia francesa media de aquellos años, o de Quelques souvenirs de la Première Communion d’une fillete. Recueillis et décrits par Christian Boltanski (1974), en el que, en efecto, describía de la manera más precisa posible las nueve imágenes y documentos que conforman esta pequeña publicación sobre los recuerdos de una primera comunión que podría ser, cambiando las fotografías, la de cualquiera. La idea de la estandarización de las fotografías y, por lo tanto, de nuestra memoria fabricada a partir de tales imágenes surge de nuevo en la serie Les Images modèles (1975), donde el artista realizó 42 fotografías en color, en las que, de algún modo, quedaban reflejados los estereotipos y patrones de lo que debe y cómo debe fotografiarse, aproximándonos, así, a un determinado paradigma de la belleza fotográfica contemporánea común.

Toda reconstitución –ya sea de objetos, imágenes, modelos o cánones– incorpora siempre un grado de transformación y cambio de sentido, una lectura que va más allá del original o del origen que la genera para crear nuevas situaciones o representaciones que exploran el ámbito de la fabulación. En este sentido, Boltanski asumió las posibilidades últimas del relato artístico como pura invención, para llevar algunas de sus fotografías o películas al plano ficcional, mostrando no ya los recuerdos de lo vivido sino la narración  de aquello que aún no ha ocurrido: es el caso, por ejemplo, del portfolio Reconstitution d’un accident qui ne m’est pas encore arrivé et où j’ai trouvé la mort (1969), que incluía –como un eco lejano del falso cadáver de Hippolyte Bayard en 1840– un retrato fotográfico de Bolstanki muerto y varias fotocopias con documentos de la ubicación y detalles del supuesto accidente. Como señala Daniel Soutif, buena parte del trabajo de Boltanski demostraría la

vana tentación del artista para percibirse a sí mismo como ya muerto. De ahí procedía la importancia de la escenificación de todos esos pseudo-recuerdos y otros pseudo-rastros de un pasado difunto. De ahí también el lugar concedido a la fotografía concebida toda ella como un puro indicio de una vida pasada. (Soutif, 1988, p. 19)

 

5. La memoria encontrada

Como hemos visto en la obra de Boltanski, el proceso de búsqueda de los objetos e imágenes, tanto en sus trabajos más autobiográficos iniciales como en otras series posteriores (“inventarios”, “monumentos”), constituía una parte fundamental de su proyecto artístico vinculado a la recuperación de una memoria que transitaba de lo individual a lo colectivo, de lo personal a lo anónimo.

El acto mismo de buscar imágenes supone también el eje central de otras propuestas más recientes que nos invitan a reflexionar sobre la particular capacidad de la fotografía como instrumento de registro del paso del tiempo y como archivo de vidas, de experiencias y de historias.  Todas estas propuestas comparten una similar fascinación por el poder evocador de las fotografías antiguas, en su mayoría anónimas y de carácter popular o familiar, que provienen, muchas veces, de las prácticas de la fotografía amateur o de estudios fotográficos desmantelados, y que, por lo general, han sido perdidas, abandonadas o vendidas por sus dueños, lo que convierte su recuperación –normalmente, en rastros o mercadillos– en un ejercicio épico de rescate patrimonial y de salvación del olvido, evitando así su dispersión, destrucción o desaparición definitiva.

Más que responder a una dinámica de búsqueda y localización sistemática de estas imágenes, muchos de estos proyectos nacen o se nutren del encuentro fortuito con este tipo de materiales: el azar se incorpora, por tanto, como un factor deseado que libera el discurso artístico de las tensiones propias de una investigación académica, con sus metodologías implacables. Así, el objetivo final de algunos de estos trabajos, no suele ser la identificación de la autoría ni la catalogación rigurosa de esas imágenes encontradas, sino, más bien, establecer una reflexión general sobre la fotografía como memoria individual y colectiva, en la que los autores (rastreadores, buscadores, descubridores) se apropian del sentido y la función original (que es, al mismo tiempo, universal) de esas imágenes: se trata, en definitiva, de un particular proceso de generación y transmisión de recuerdos, que nace de la voluntad emocional que explicaría su existencia como memoria personal o familiar; que se despoja de ese vínculo sentimental para convertirse, como síntoma de un desgarro desconocido pero imaginable, en una imagen abandonada; y que, finalmente, se recupera como un objeto encontrado que testimonia el desarraigo, la negligencia o el desinterés, para reasignarla con nuevas funciones, pasando de ser la memoria de alguien a la imagen de la memoria de todos y compartida por todos.

Las fotografías abandonadas o perdidas son siempre materiales silenciosos que reclaman nuestra atención y que no siempre llegamos a comprender: sin notas, sin fechas, sin nombres, las fotografías son imágenes mudas, parcas y reservadas, abiertas a cualquier tipo de interpretación. Y ese es un margen lo suficientemente amplio y atractivo en el que, en los últimos años, se han movido artistas como Joachim Schmid o Tacita Dean.

Bilder von der Straße (1982-2012) es el significativo título de uno de los trabajos más conocidos del artista alemán Joachim Schmid (1955), que reúne un conjunto de 1000 fotografías encontradas, a lo largo de tres décadas, en calles de diferentes países del mundo. Siguiendo la lógica de una catalogación básica, a cada fotografía le asignó un número, seguido del nombre de la ciudad y la fecha en que fue hallada (mes y año). En esta serie, que ha sido expuesta y publicada como libro en varias ocasiones, Schmid nos invita a profundizar en el hecho mismo de lo que significa perder o abandonar las fotografías en un espacio público, llamando la atención especialmente en aquellas imágenes que habrían sido destruidas antes de ser arrojadas a la basura o tiradas en la calle. Él mismo recompone los fragmentos de estas fotografías, a la manera de un metafórico puzle de la memoria rota, aunque, a veces, la ausencia de algunos trozos, que crean zonas en blanco o de vacío en la imagen, parezcan sugerir la imposibilidad o la inutilidad de la reconstrucción de un recuerdo que no nos pertenece y al que solo podemos acceder a partir de nuestra imaginación.

En una línea similar, la artista británica Tacita Dean (1965) recuperó también durante algunos años fotografías en mercadillos de distintos países del mundo, que pasaron a formar parte de su proyecto Floh y que, en 2002, presentó con el mismo título, en formato de libro conteniendo una selección de 163 imágenes que mostraban los usos y el imaginario habitual de la fotografía popular y familiar. La intervención de Dean sobre las imágenes era aún menor que la que realizaba Schmid (que recomponía las fotografías rotas), pues la única acción que ejercía sobre ellas era la adquisición de las mismas para su colección: sin datos ni referencias de ningún tipo, sin explicaciones ni interpretaciones posibles, las imágenes encontradas por Dean ejercen su derecho al anonimato, a la inocencia y al misterio, dejando al espectador la responsabilidad de dar o no sentido a esas fotografías enigmáticas que, sin embargo, resultan cercanas en su convencionalidad, porque nos hablan de experiencias y conmemoraciones similares a las que cualquiera podría encontrar, ordenadas y con rostros e historias identificables, en sus álbumes familiares o, perdidas y abandonadas, en el rastro más cercano de cualquier ciudad.

La reutilización de fotografías abandonadas ha dado lugar también en las últimas décadas a otras propuestas centradas más bien en la manipulación plástica o gráfica de las mismas o en su reinterpretación artística o literaria. En los años 80, por ejemplo, autores como América Sánchez o Carmen Calvo comenzaron a utilizar este tipo de imágenes como base para sus obras, con soluciones y procedimientos que, a veces, recordaban las Face Farces de Arnulf Rainer o algunas composiciones de John Baldessari.

América Sánchez (1939), diseñador gráfico de origen argentino afincado en España, realizó en 1986 su serie Niños, utilizando fotografías infantiles de estudio que habían sido desechadas por los fotógrafos, al presentar problemas o errores en el proceso de revelado o, simplemente, rechazadas por no corresponder al gusto de los clientes. Sobre esas fotografías, Sánchez ejercía todo tipo de intervenciones, especialmente en los rostros de los retratados, tachando u ocultando sus facciones, acentuando, en ocasiones, las propias tachaduras usadas en el estudio para descartarlas.

Por su parte, la artista Carmen Calvo (1950) incorporó las ampliaciones fotográficas en blanco y negro de imágenes procedentes de álbumes familiares o encontradas como nuevo soporte para algunas de sus series, combinando la fotografía con procedimientos plásticos al añadir, también sobre los rostros, todo tipo de elementos y materiales, a modo de máscaras que convertían el retrato en un escenario de incertidumbres y anonimatos.

Esta combinación entre fotografías recuperadas e intervenciones artísticas se ha prolongado hasta nuestros días en algunos proyectos que ahondan cada vez más en las posibilidades de uso de estas imágenes, pero, también, en la reconsideración de su naturaleza conceptual y su doble sentido dramático –como objetos fruto del abandono o de la pérdida– y paradójico –al ser expresión de una memoria personal y familiar a conservar–.

Es el caso, por ejemplo, del denominado Archivo Rastro, iniciado en 2016, con la idea de recuperar y digitalizar fotografías y negativos comprados en el Rastro de Madrid, para “ofrecerlos” a la intervención de distintos artistas. Así, en 2019, se realizó una primera exposición, comisariada por Louis-Charles Tiar, Cati Bestard y Marta Sesé, en la que participaron un nutrido grupo de fotógrafos y artistas, formado por Félix R. Cid, Rafael Doctor Roncero, Cristina Mejías, Cristina de Middel, Ferran Pla, Miguel Ángel Tornero, Antonio Xoubanova, Nicholas F. Callaway y el Colectivo PIPOL, que plantearon todo clase de intervenciones y lecturas a partir de las fotografías originales.

La inclusión de Rafael Doctor Roncero (1967) entre los artistas invitados fue especialmente significativa, no solo por su aportación plástica, a través de sus retratos intervenidos con pintura acrílica de la serie Monsters for Animals –que realiza como apoyo a diferentes protectoras de animales–, sino por sus importantes aportaciones anteriores en el debate sobre las prácticas del archivo y de la imagen encontrada y el encaje historiográfico de la fotografía anónima y popular. Como defensor de este tipo de materiales fotográficos, Doctor apoyó y valoró, en uno de los textos del catálogo, este tipo de propuestas, reivindicando la función de los rastros y mercadillos como contenedores de la memoria perdida, y describiendo la “pasión” por rescatar imágenes y recuperar la “vida” que estas contienen:

Los rastros son los verdaderos sumideros de la memoria de las ciudades, el tamiz que el pasado ofrece al tiempo en un nuevo ejercicio de reactivación hacia un presente que lo volverá a devorar de nuevo (…). Cada vez que rescato una [imagen] de ese inmenso maremágnum del olvido, cada vez que la observo, la leo, la analizo, me encuentro volviendo a dar vida a un instante que existió y que, aunque no tenga que ver nada conmigo, hoy revive a través de mi mirada. Ahí reside el secreto de esta acción o este juego fantasmagórico que no es otro que el de volver a dar vida a cosas que el inmenso torrente del tiempo y del azar han hecho que lleguen a tus manos. De repente, cuando adquieres estas imágenes ya eres el dueño de esos instantes y de esos mundos que no viviste, pero del que a partir de ahora vas a tener que ser su custodio. (Doctor, 2019)

Por otro lado, Doctor recordaba en ese mismo texto, la importancia de uno de sus proyectos editoriales previos, el libro Una historia (otra) de la fotografía, publicado en el año 2000, en el que proponía una reconsideración del alcance cultural de las fotografías anónimas, intentando “demostrar que la belleza intrínseca de la imagen fotográfica está mucho más allá de la consideración historiográfica que se le conceda a la misma”. El libro presentaba una extensa selección de fotografías (más de 700) de su propia colección, recuperadas durante años, un “caos de imágenes” con el que pretendía provocar al público y a los historiadores del medio, planteando “la osadía de llamar Historia de a algo que era simplemente una pequeña colección de fotos anónimas sin apenas valor comercial y sin consideración artística reconocida” (Doctor, 2002, p. 7).

Como él mismo señaló, su propuesta de Una historia (otra) coincidió con la publicación en Estados Unidos del libro Other Pictures, del también coleccionista Thomas Walther, que planteaba cuestiones y debates similares. Además, el trabajo de Doctor fue un preámbulo editorial que unos años más tarde, continuó en el libro Historias de las fotografías, donde se planteaba una nueva versión del problema, en este caso, a través de la lectura e interpretación literaria y ficcional que escritores, artistas, fotógrafos y críticos de arte, entre otros, hicieron de algunas de las fotografías seleccionadas por ellos mismos en la colección de fotografías anónimas recuperadas por Doctor.

 

6. Ficciones de la historia de la fotografía

Las propuestas de Rafael Doctor llevaban implícitas, como se ha visto, una reflexión sobre las metodologías de trabajo e investigación en torno a la fotografía como disciplina histórica, poniendo en cuestión algunos procedimientos canónicos consolidados en las últimas décadas a través de las historias generales de la fotografía, sustentadas en el modelo de grandes autores, obras principales y tendencias dominantes. Ese marco de acción de la historia ha terminado por convertirse en un modelo estandarizado y aplicable a cualquier lugar y circunstancia más allá de las particularidades vernáculas de la fotografía. La revisión y actualización de tales métodos debería constituir una labor urgente para las nuevas generaciones implicadas en la historia del medio. Y aunque este tipo de cuestiones atañe más al ámbito de las problemáticas de la historia, lo cierto es que muchos fotógrafos han planteado también, desde la esfera propia de la creación, nuevas posiciones críticas sobre la fotografía y las formas de hacer su historia.

Así, durante de los años 80, coincidiendo con la celebración del 150 aniversario de la invención de la fotografía, se publicaron varios trabajos de manera casi simultánea que, desde diferentes perspectivas, ahondaban en una línea de revisión irónica y ficcional de la historia de la fotografía, entendida como un repositorio maleable y manipulable de memoria en imágenes. En cierta forma, este tipo de propuestas estaba ya en estado latente en la History of Photography series, que Kenneth Josephson (1932) comenzó a realizar a principios de la década de los 70 y que prolongó hasta 2010, con lecturas personales a partir de obras significativas de grandes fotógrafos, como Ansel Adams, Edward Weston o Irving Penn.

Siguiendo un planteamiento similar, Ulrich Tillmann (1951) y Wolfganf Vollmer (1952) publicaron en 1985 el libro Meisterwerke der Fotokunst, en el que recrearon temas y esquemas compositivos y conceptuales de un conjunto de fotografías que formaban parte ya, por aquella época, del imaginario habitual de cualquier lector de la historia mundial de la fotografía, pero, así como en el trabajo de Josephson no se buscaba un reconocimiento inmediato de la fotografía aludida (al fin y al cabo se trataba de un comentario erudito de tales imágenes), en la obra de Tillmann y Vollmer ese proceso recreativo se configuró como una puesta en escena casi literal, como una experiencia refotográfica que tenía que ver no solo con su reproducción técnica y formal sino también con el reencuentro simbólico del momento original, buscando una identificación entre las imágenes ya vistas de los grandes autores y estas fotografías que parecían imitarlas. Sin embargo, la colección planteaba un debate central sobre las ideas de autoría y plagio, puesto que las imágenes se presentaban como fotografías de autores anónimos o nada conocidos, acompañadas de breves textos alusivos al origen de las mismas –como si se tratara de una historia paralela, sarcástica y divertida, de la fotografía–, sugiriendo la posibilidad de que hubieran sido copiadas por los grandes maestros  que hoy ocupan los puestos de honor en las historias de la fotografía, como Auguste Sander, Man Ray, André Kertész o Herbert Bayer, entre otros.

La primera entrega de la colección Tillman & Vollmer, en 1985, fue continuada, a partir de 2012, en una nueva serie, esta vez firmada ya solamente Wolfgang Vollmer, con el título de Meisterwerke der photographischen Kunst, en la que ha seguido desarrollando hasta la actualidad este tipo de reinterpretaciones irónicas de la historia de la fotografía.

Con un título muy similar al usado por los anteriores, en 1989, el ya mencionado Joachim Schmid junto al artista Adib Fricke (1962) presentaron su Meisterwerke der Fotokunst. Die Sammlung Fricke und Schmid, en la que, aparentemente, se mostraba una colección de 20 fotografías pertenecientes a otros tantos grandes fotógrafos, tanto clásicos como contemporáneos (entre otros, Edward Steichen, Eugène Atget, Auguste Sander, Man Ray, Hannah Höch, Laszlo Moholy-Nagy, Berenice Abbot, Ansel Adams, Robert Frank, Duane Michals o Cindy Sherman), aunque, en realidad, se trataba de fotografías anónimas encontradas en mercadillos pero que recordaban, por la forma en que estaban resueltas o por su afinidad estética, las obras de determinados autores fundamentales de la historia de la fotografía. De este modo, ponían en cuestión la eficacia y credibilidad de los procesos y criterios habituales de reconocimiento y autoría de las imágenes (la colección iba avalada por un supuesto texto del historiador Helmut Gernsheim) y señalaban la naturalidad con la que aceptamos su asignación, autenticidad y reubicación en el contexto de la historia de la fotografía.

Coincidiendo con la publicación del libro de Schmid y Fricke, el fotógrafo norteamericano Karl Baden (1952) trabajó, entre 1989 y 1990, en su serie Sex, Death and the History of Photography, utilizando recursos como la apropiación o la intervención de las imágenes. En su etapa formativa en el campo de la fotografía, Baden concedió una gran importancia al estudio y conocimiento de la historia del medio, ejercitando así una “memoria visual” que le permitió afrontar este proyecto basado, sobre todo, en los procesos combinatorios de fragmentos de fotografías de autores, tendencias y estéticas diferentes, que provocan el desconcierto, no exento de humor, en el espectador.

En este sentido, conviene no olvidar que estos fotomontajes, en los que se mezclan o “permutan” imágenes reconocibles de la historia de la fotografía –como ocurre en las series y publicaciones de los autores anteriormente citados–, funcionan como citas eruditas que exigen también un lector avanzado y educado que sea capaz de identificar cada uno de esas referencias fragmentadas (repensando, de paso, la fotografía original), que pueda comprender de forma crítica la combinación propuesta y que, en definitiva,  sepa descifrar el conjunto de relaciones, analogías, vínculos y contradicciones que se plantea en cada una de esas imágenes, en las que “dialogan” las obras de, entre otros, Ernest James Bellocq, Jacques Henri Lartigue, Paul Strand, Dorothea Lange, Auguste Sander, Brassaï, André Kertész, Man Ray, Edward Weston, Manuel Álvarez Bravo, Gertrude Kassebier o Harold Edgerton; es decir, más o menos, el repertorio de los grandes autores, de los hitos más relevantes de la historias de la fotografía, que habían aparecido ya en los proyectos de Josephson, Tillmann/Vollmer o Schmid/Fricke.

A pesar de sus diferencias conceptuales, todos estos proyectos citados se articulaban a partir de una reflexión artística sobre el sentido y los métodos de trabajo de la historia de la fotografía, entendida como un sistema de autoridad y acreditación del alcance de determinados fotógrafos e imágenes. Con independencia de las metodologías específicas utilizadas –que en ocasiones escondían intereses institucionales de puesta en valor de ciertas colecciones–, está claro que las sucesivas historias de las fotografías en los últimos 80 años, no solo han consolidado algunos modelos de análisis, sino, y especialmente, han centrado su atención en un corpus relativamente limitado de (grandes) autores y de obras (maestras), creando así, por omisión, momentos y protagonistas al margen del relato histórico.

Sin embargo, las revisiones metodológicas de esta disciplina en los últimos años han logrado rectificar algunos supuestos normativos de esa historia oficial de la fotografía, prestando atención a otros ámbitos hasta ahora poco desarrollados o concediendo mayor importancia a aspectos supuestamente tangenciales o menores. Algunos de esos ámbitos son, como ya hemos señalado, el de la fotografía anónima o el de la fotografía de aficionados.

En este sentido, convendría mencionar aquí un trabajo reciente del fotógrafo Paco Gómez (1971), que ahonda, también desde la perspectiva de la creación fotográfica, en este tipo de debates. Me refiero a su libro Wattebled o el rastro de las cosas, publicado en 2020, en el que el autor plantea un relato de viaje tras la pista de la vida y obra de Joseph Wattebled, un fotógrafo amateur francés, absolutamente desconocido y cuyos negativos fotográficos descubrió por azar, en un puesto de venta del Rastro de Madrid. Desde su “Ministerio de la imagen perdida”, Gómez es un destacado activista de la recuperación de materiales fotográficos antiguos que, en ocasiones, utiliza como parte de su propio trabajo de creación basado sobre todo en las relaciones entre literatura e imagen. Algunos de sus libros anteriores, como Los Modlin (2013) o Proyecto K (2016), habían marcado ya una línea de acción muy definida en torno al sentido del archivo, las tácticas de apropiación (a partir de imágenes y objetos encontrados) y la relectura ficcional de las fotografías, que confluyen en Wattebled en un discurso de reivindicación de lo fotográfico, con certeros análisis, cargados de una profunda ironía, sobre cuestiones de tipo técnico (la mirada del fotógrafo, la magia del revelado), el problema de la autoría o la poética del azar.

El libro narra las peripecias de Paco Gómez en su intento de seguir el rastro –geográfico, histórico, cultural, humano, familiar– dejado por Wattebled y sus fotografías. De manera obsesiva, sintió la necesidad de volver a los lugares que, casi un siglo antes, habían sido fotografiados por aquél, con el objetivo de re-fotografiarlos, no para detectar y comparar los cambios operados en el territorio por el paso del tiempo –como ocurrió, por ejemplo, en Estados Unidos, con el Re-photographic Survey Projects, a partir de 1977–, sino, más bien, para revivir la experiencia emocional de Wattebled con su cámara de aficionado en esos mismos lugares. Desde este punto de vista, el libro no era otra cosa que “la historia de un fotógrafo que perseguía las huellas de otro”, un fotógrafo que “actuaba como un policía tras un crimen. No reconstruía la vida de un fotógrafo, estaba haciendo una autopsia” (Gómez, 2020, pp. 159 y 175).

Aunque desde el principio, el lector es consciente de que el libro no es ni pretende ser una historia de la fotografía, lo cierto es que Gómez reflexiona también sobre los procesos de estudio e investigación de la historia para proponer una suerte de antihistoria novelada que se sustenta en la ficción, en las “sensaciones”, en lo imaginado y en lo imaginable, en lo que podría haber sido, dando tanto valor al dato contrastable como a las ocurrencias que contribuían a reforzar el discurso narrativo.

Cuando en el transcurso del viaje, Paco Gómez logró contactar con los descendientes de Joseph Wattebled, que prácticamente habían olvidado la existencia de esos negativos y que mostraban su extrañeza por el inusitado interés de un fotógrafo español por esas fotografías familiares, culminó también la labor soñada de todo recuperador de archivos, de todo desenterrador de imágenes olvidadas o abandonadas: la reposición simbólica del objeto perdido a su lugar, la recuperación de la memoria hecha fotografía, la conversión en arquetipo de una memoria antes solo familiar y convertida, ahora, en memoria colectiva.

 

7. Memoria familiar e identidades

En un apartado anterior, hemos comentado ya la importancia que en el trabajo artístico inicial de Christian Boltanski tuvo la imagen fotográfica como dispositivo de activación de la memoria (y como objeto con memoria), asociado al archivo y al álbum, en tanto contenedores de los recuerdos personales y familiares. En una de sus series, titulada Saynètes comiques (1974), Boltansky recurrió a las escenificaciones y secuencias fotográficas para recrear situaciones que parecían emanar directamente de sus recuerdos infantiles o para poder “reconstituirse” en otros tantos personajes familiares (la madre, el padre, el abuelo), en un proceso inquietante de disolución del yo individual (uno son todos) y de afirmación de la familia como unidad (todos son solo uno).

Por esos mismos años, el artista Michel Journiac (1935-1995), adscrito a la tendencia del arte corporal en Francia, realizó también algunas obras que avanzaban sobre esta estética de travestismo familiar, planteando a través de sus autorretratos fotográficos (como padre, como madre, como mujer, como hijo, como hija), un reajuste crítico de los roles convencionales y de los conflictos culturales y personales asociados a la familia. Estas cuestiones se repitieron en varias de sus obras (24 heures de la vie d’une femme ordinaire. Réalités/ Fantasmes, 1974; L’Inceste, 1975), aunque ya estaban presentes en uno de sus trabajos más conocidos, Hommage à Freud (1972), en el que planteaba una reformulación de las figuras paterna y materna, presentándolos como individuos travestidos en sí mismos (Padre: Robert Journiac travestido en Robert Journiac, Madre: Renée Journiac travestida en Renée Journiac) junto a las fotografías del propio artista travestido en su padre y su madre (Hijo: Michel Journiac travestido en Robert Journiac, Hijo: Michel Journiac travestido en Renée Journiac). El efecto de transmutación padres/hijo se reforzaba visualmente en la repetición de la ropa y de los complementos (las gafas y el pañuelo del cuello del padre; los collares y los pendientes de su madre) y con la presentación simultánea de los cuatro retratos, con la misma escala y la misma iluminación, que recordaba, aunque en un sentido bien diferente, el rígido formalismo de las antiguas fotografías antropométricas policiales de Alphonse Bertillon, un sistema, recordemos, basado en la identificación, la singularidad y el parecido de los individuos, todos ellos conceptos que Journiac parecía poner en tela de juicio en su trabajo.

Las relaciones familiares intergeneracionales, los recuerdos de la infancia y los objetos y lugares de la memoria explican el proyecto fotográfico que Ana Casas Broda (1965) presentó en formato libro en el año 2000 y que, significativa y escuetamente, lleva por título, Álbum. Porque, en esencia, se trata de un álbum/diario que narra, desde una perspectiva autobiográfica, la historia de una familia singular a través de cuatro generaciones y de sus recorridos vitales en distintas ciudades del mundo (Londres, Madrid, México), aunque el lugar central de esa historia no es otro que la casa de la familia materna en Viena.

Además de las fotografías (tomadas por la autora, pero también por su abuela, fotógrafa aficionada durante 50 años), se incorporan como parte del relato, fragmentos de diarios, cartas y todo tipo de referencias a los espacios y objetos de la vida familiar. Ana Casas insiste en la idea de que todo álbum esconde tan solo distintas “maneras de narrar la misma historia”, y la suya se estructura sobre la base de una “reconstrucción” de la memoria infantil a partir de las fotografías que, durante años, le había hecho su abuela. En varias entradas de su diario durante el mes de julio de 1988, escribió:

Estoy en la casa de Omama en Viena. Tomo las mismas fotos en los mismos lugares en los que ella me fotografió de niña con su cámara de entonces. Quiero mirarme hasta el cansancio para olvidarme (…). Las fotos de mi infancia me obsesionan, las miro una y otra vez buscando entender algo que se me escapa. (Casas, 2000, Viena, 28/07/1988, párrafo 1; Viena, 30/07/1988, párrafo 1)

En un proceso gradual y literal de desnudamiento, cada página de Álbum va profundizando y adentrándose en las historias, los conflictos y los dramas de la familia (los viajes, los amores, las separaciones, los desencuentros, las obsesiones, las enfermedades, la muerte). Refotografiar los momentos vividos y refotografiarse en los lugares y con los objetos de antaño (una silla de niña, un vestido, un rincón del jardín) significa invocar el pasado para resituarse en una experiencia de la memoria que traspasa el tiempo y convierte el acto de la fotografía en un exorcismo y las imágenes fotográficas en cicatrices.

 

8. Conclusiones

La mayoría de los proyectos fotográficos que hemos comentado hasta aquí parecen incidir en una cuestión clave: ¿hasta qué punto la memoria –incluyendo la fotográfica– nos constituye como individuos y de qué manera esa memoria nos pertenece? O, dicho de otro modo, ¿qué parte de esa memoria es solo una construcción social y cultural heredada en la que nos reconocemos e identificamos, como en un espejo que señalara la diferencia entre lo que somos y lo que creemos ser, entre lo que queremos recordar y lo que decidimos olvidar?

Una respuesta a esta duda nos la ofreció el propio Joachim Schmid en su trabajo Photogenetic Drafts (1991), realizado a partir de los fondos del archivo de un fotógrafo profesional de Baviera que destruyó los negativos de sus retratos de estudio, cortándolos por la mitad para que no pudieran ser reutilizados. En vez de intentar reconstruir esos negativos, Schmid procedió a combinarlos al azar, ajustándolos de tal manera que, aun siendo evidente el corte y el origen dual de la imagen, pudiera obtener nuevos retratos inventados de personas ficticias. Si la fotografía es un espejo, parece decirnos Schmid, es un espejo roto capaz de recomponer las distintas partes de un colectivo desmembrado para crear seres imposibles, monstruos nacidos de los rastros de otros. Tal vez, la memoria funciona también como un espejo roto, como una construcción ficcional de nosotros mismos, fragmentos recompuestos y posibilidades combinatorias de objetos e imágenes que nos recuerdan lo que fuimos.

En su serie Identity (2019), que formó parte de su trilogía Show me, Know Us, Welcome Her, la artista Yapci Ramos reflexiona precisamente sobre estas cuestiones confrontando su propio rostro con el de otros familiares (su padre, su tío, su abuelo, su bisabuela) para explorar los factores generacionales transmitidos y transformados a lo largo del tiempo, un tiempo que no solo señala y consolida parecidos físicos, sino que también delata roles, actitudes y paradigmas. El uso que Ramos hace de la fotografía lenticular tiene, además, un sentido metafórico, pues la ilusión visual de movimiento de la imagen que activa el espectador al pasar ante la obra apela a una idea de devenir continuo (hacia adelante y hacia detrás, del presente al pasado y viceversa), de cambio infinito que nos obliga a repensar nuestra identidad como un lugar y un estar hechos de memoria: pero no una memoria fija, prefijada y determinante, no una memoria ya escrita, sino una memoria que se escribe, una memoria viva que dialoga y que interroga sobre lo que somos y lo que nos antecedió, que nos recuerda de dónde procedemos y a quién precedemos, que nos convierte en simples fotografías que otros guardarán en sus álbumes o abandonarán y olvidarán para siempre.

 

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