Walter Benjamin: modos de melancolía fotográfica

Walter Benjamin on photographic melancholy

 

Victoria Mateos de Manuel

Investigadora Independiente

victoriamateos@hotmail.com

https://orcid.org/0000-0002-3483-7138

Resumen:

El objetivo de este artículo es analizar los sentidos del carácter melancólico de la fotografía en la obra Breve historia de la fotografía de Walter Benjamin. La tesis que desarrollaré es que, siguiendo el texto, existen en Benjamin tres modos diferentes de caracterizar la fotografía como fenómeno melancólico en tanto que falta o expresión de una pérdida. En primer lugar, la fotografía sería determinada por Benjamin como un espacio melancólico porque señalaría una pérdida temporal: que el transcurso del tiempo es imparable, a pesar de su intento de fijación en la imagen. En segundo lugar, introduciendo la tesis que seguirá Roland Barthes en La cámara lúcida con la noción de punctum, la fotografía sería melancólica porque podría entenderse como un fenómeno premonitorio, futurible o mesiánico que pareciese anticipar el destino de sus personajes. En tercer lugar, Benjamin señalaría que la propia historia de la fotografía sería melancólica, pues, contra la hipótesis del progreso, habría estado determinada por la pérdida de aura.

 

Abstract:

The goal of this article is to analyse the different meanings of melancholy in photography following Walter Benjamin’s book Kleine Geschichte der Photographie. The main idea that I am going to develop is that, following Benjamin’s text, there are three different ways of understanding melancholy in photography, even if we understand melancholy just as a lost or a missing phenomenon. Firstly, photography is considered by Benjamin as a melancholic phenomenon because it shows a temporal loss: the course of time is unstoppable, even if images try to fasten time. Secondly, Benjamin introduces Barthes later concept of punctum in his book La Chambre Claire: photography would be melancholic because it would be a kind of premonition able to foresee the destiny of its characters. Thirdly, Benjamin shows that not only photography but also the history of photography is melancholic, because its history does not follow the theory of progress but is determined by the loss of aura.

 

Palabras clave:

Melancolía, fotografía, Benjamin, aura, Barthes, tiempo

 

Keywords:

Melancholy; Photography, Benjamin; Aura; Barthes; Time

 

1. Contexto de la obra

En 1931, Walter Benjamin escribe el ensayo Breve historia de la fotografía, texto que publica en la revista Die literarische Welt. Junto con el libro Pintura, fotografía, cine, publicado en 1925 por Moholy-Nagy, se trata de uno de los primeros ensayos que tratan de dar cuenta del fenómeno fotográfico.

Las circunstancias que rodean la redacción de este texto son reseñables para entender la centralidad de las nociones de melancolía, pérdida o privación a la hora de abordar el fenómeno fotográfico, pues fueron temas muy presentes en el contexto vital del autor en los momentos que rodean la producción de la obra, pero que, no por ello nos obligarían a caer en el tópico de la melancolía como rasgo definitori0 de la personalidad benjaminiana. Lo que nos interesa recalcar en este artículo es la triple taxonomía de la melancolía que se daría en el fenómeno fotográfico siguiendo las ideas de Walter Benjamin, del cual llevamos a cabo una sistematización en estas páginas. Se trata de una cuestión que, de manera más amplia, ya ha sido analizada por autores como Barale (2009, pp. 77 y 91), Fletcher (2002) o Mateos de Manuel (2017, p. 275), quienes tratan de aunar bajo un mismo hilo argumentativo las tesis estéticas de Aby Warburg y Walter Benjamin. Barale lo hace a través del conocido grabado de Durero titulado Melancolía; Fletcher analiza las alegorías, capaces de captar la noción de futuro de la melancolía porque “dicen una cosa para significar algo que va más allá de esa cosa” (Fletcher 2002, p. 13); Mateos de Manuel recurre a la categoría estética de lo dionisíaco, que entrelazaría las nociones de Pathosformel y aura.

En las primeras fotografías, el aura nos hace una última seña desde la expresión fugaz de un rostro humano. En ello consiste su belleza melancólica, la cual no tiene comparación. (Benjamin 2003, p. 58)

La vida de Benjamin acababa de dar un vuelco y el carácter de pérdida que analiza en la fotografía es también el que estaba teniendo lugar en su vida. Como nos narra Witte (1990, pp. 122-124), 1930 marca para Benjamin “el comienzo de una nueva vida”. Por un lado, se divorció de Dora Pollack, con quien vivía junto con el hijo que tenían en común en la mansión de los padres de Benjamin. La vida matrimonial llevaba ya varios años quebrada: desde 1924 Benjamin mantenía un romance con la directora de teatro letona Asja Lacis, quien le inició en el marxismo (Mateos de Manuel 2021, p. 610). Por otro lado, 1930 fue también el año en que murió su madre, con quien el autor mantenía una estrecha relación y, solo entonces, Benjamin “encontró la libertad de emanciparse definitivamente”. Hipoteca toda su herencia para poder “hacer frente a los gastos ocasionados del proceso de divorcio” y en los umbrales de los cuarenta años, sin patrimonio ni estatus social alguno, se muda a un pequeño apartamento del número 66 de la Prinzregentenstrasse en el barrio berlinés de Wilmersdorf. En él no tiene escritorio y comienza a escribir acostado en un sofá, entregándose con intensidad al hachís, experiencia con las drogas que había comenzado en 1927.

Es una etapa en la vida de Benjamin marcada por una polaridad: la ruptura con el mundo familiar posibilitó la liberación del individuo aislado, la oportunidad de vivir al margen de todo y entregado a la escritura. Sin embargo, tal punto de inflexión vital estuvo también transido, inevitablemente, de la sensación de pérdida y una cierta decadencia o tristeza, pues la preciada libertad se alcanzaba a costa de la ruptura con lo instituido. Se quiebra en su vida el sostén matrimonial, pero también el mundo burgués al que pertenecía, en el que no solo se hallaba la familia de Benjamin sino también el mundo universitario en el que nuestro berlinés, nunca un miembro de pleno derecho, solo consiguió alcanzar a ser un incómodo satélite –en 1925 había fracasado su intento de habilitación para la cátedra de estética porque el secretario o ayudante de Hans Cornelius, Horkheimer, se expresó en contra de la misma–.

[…] en septiembre de 1925, por consejo de sus amigos, ya había retirado la solicitud de habilitación en la universidad de Francfurt, para ahorrarse así la afrenta de un rechazo formal. Schulz, después de largas vacilaciones, se había por fin negado a habilitarlo en “Historia de la literatura” y lo había dirigido a Hans Cornelius quien tenía una cátedra de estética general. En julio de 1925, Cornelius había expresado una opinión desfavorable después de haber consultado a su ayudante de aquella época, Hans Horkheimer. (Witte 1990, p. 96)

El trabajo sobre el drama barroco fracasó como tesis de habilitación al no ser aceptada por la Universidad de Frankfurt, muy posiblemente porque los catedráticos Hans Cornelius y Franz Schultz, a quienes correspondía el voto decisivo sobre la Habilitación, no entendieron ni una palabra del texto. Como consecuencia, Benjamin se vio obligado a renunciar a una carrera académica en la Universidad alemana. El 27 de julio de 1925 recibe Benjamin la noticia del rechazo de su tesis de Habilitación y varias semanas más tarde, el 19 de agosto, se embarca en Hamburgo en un barco carguero llamado Catania en un viaje que le llevará costeando desde Alemania hacia España e Italia. (González García 2020, pp. 284-285)

El sentimiento de pérdida, por lo tanto, tuvo un peso considerable en el momento biográfico en que Benjamin escribe Breve historia de la fotografía. No se trata exactamente de nostalgia –Benjamin no desea ni puede dar marcha atrás–, sino de una experiencia más rica y compleja, pero también incómoda. La melancolía aparece en su biografía como un fenómeno inevitable para el desenvolvimiento de la historia: vivir no significa exclusivamente afirmar, elegir o tomar decisiones mirando hacia el futuro, sino que, paralelamente, vivir es siempre una renuncia, una pérdida, un archivo de actos malogrados, una mirada hacia lo que no ha sido. La historia, por lo tanto, se despliega en una tensión dialéctica o carácter sacrificial, pues cada acción o afirmación que lleva a cabo el sujeto es, al mismo tiempo, una abdicación, una despedida, una renuncia. Esta contradicción insalvable de la historia entre deseo y melancolía va a ser la que igualmente se manifieste en el estudio del fenómeno fotográfico.

 

2. La fotografía como ontología negativa      

Breve historia de la fotografía es un texto fundamental para la historia del fenómeno fotográfico porque inicia la aproximación a la fotografía como espacio dialéctico. La complejidad del fenómeno fotográfico supera la mera facticidad que le presupusieron los primeros fotógrafos, quienes consideraban que aquello que definía a la fotografía como ámbito propio era su capacidad para constatar la realidad; es decir, se entendía que existía una correspondencia absoluta entre lo que hay en la realidad y lo que queda representado en la fotografía.

Como señala Rosset (2008, p. 15), los primeros fotógrafos en la década de 1830 como Daguerre o Talbot consideraban la técnica fotográfica como un mero modo de reproducción de la realidad, una suerte de pintura tan perfeccionada que había conseguido eliminar todo estilo del artista o rastro del ojo humano; la fotografía conseguía confirmar “la innegable existencia de las [cosas] mismas”. En su nacimiento, la fotografía se erigió como técnica o recurso científico capaz de dar cuenta del mundo con la voluntad aséptica y objetiva del ojo mecánico. De este modo, como explica Newhall (2007, p. 11), las iniciales metáforas que se utilizaron para caracterizar el fenómeno fotográfico fueron las de “el espejo con memoria” –término con el que Daguerre designaba a sus daguerrotipos– y “el lápiz de la naturaleza” –modo con el que Talbot nombró a sus calotipos–. Esta idea perduró hasta finales del siglo XIX. A la fotografía, como también señala Benjamin aludiendo probablemente al nacimiento de la estereografía en la década de 1860, los experimentos fotográficos sobre el galope de los caballos de Muybridge en la década de 1870 y el nacimiento de la cronofotografía con Etienne-Jules Marey en 1883, se le presupuso un valor científico, pues era capaz de determinar y mostrar la realidad más allá de las posibilidades del ojo humano, revelando aquello que nos había pasado hasta entonces desapercibido:

Porque la naturaleza que habla a la cámara es distinta de la que habla a los ojos; distinta, primero, porque, en lugar de un espacio conscientemente predispuesto por el hombre, aparece un espacio tramado de inconsciente. Podemos, por ejemplo, distinguir, aunque sea a grandes rasgos, la manera de andar de la gente, pero no percibimos en absoluto su postura en esa fracción de segundo en que alarga el paso. La fotografía, sin embargo, con sus recursos, el ralentí o el aumento, nos la revela. (Benjamin 2011, 15-17)[1] 

Esta hipótesis realista del fenómeno fotográfico determinaba o caracterizaba a la fotografía por su capacidad afirmativa para dejar constancia de lo que la realidad es; es decir, definía la fotografía bajo el sello de una ontología de la permanencia. La fotografía se entendía como un invento científico que se limitaba a fijar y constatar aquellos objetos y eventos que suceden en la realidad. Bajo este punto de vista, la fotografía es una mera confirmación de autenticidad, una prueba ontológica de la existencia del mundo y sus acontecimientos.

Fue precisamente esta caracterización realista del fenómeno fotográfico aquello que llevó a Baudelaire, en Salón de 1859, a denostar esta industria y técnica científica, modo en que era comprendida a mediados del siglo XIX. La fotografía no comenzó a ser entendida como una de las bellas artes hasta finales del siglo XIX, coincidiendo con la oficialización del movimiento pictorialista en 1891 con una exposición en Viena y la creación de un museo en 1896, el Museo Nacional de los Estados Unidos. Fue entonces cuando las fotografías adquirieron por primera vez el estatuto de obras de arte (Castellanos 1999, 177; Newhall 2007, pp. 144-166).  

Sobrias en cambio, incluso pesimistas, son las palabras con las que cuatro años más tarde Baudelaire anuncia a sus lectores la nueva técnica en su Salón de 1859. […] “En estos días deplorables se ha producido una nueva industria que ha contribuido no poco a confirmar la estupidez por su fe… en que el arte es y no puede ser más que la reproducción exacta de la naturaleza… (Benjamin 2011, p. 44)

Por el contrario, contra esta tesis realista y plana del fenómeno fotográfico, Benjamin nos va a proponer una ontología negativa u ontología heracliteana de lo mudable para caracterizar a la fotografía. Lo que la definiría no sería su relación con la realidad, sino su particular modo de temporalidad. La fotografía sería esencialmente una razón melancólica, pues aquello que determinaría principalmente el espacio y tiempo fotográficos sería la pérdida, la espectralidad. La fotografía sería para Benjamin (2011, p. 9) un fenómeno fantasmagórico, un “diabólico arte”, “una blasfemia” que pareciese “pretender fijar fugaces espejismos”, “fijar la imagen divina”, pues en la medida que la fotografía trata de fijar lo que es, no hace más que constatar aquello que ya ha sido y que, por lo tanto, no permanece, ya no está ahí.

[Con Benjamin] también queda profundamente alterado el concepto de realidad. Identificamos habitualmente realidad con hechos, con lo que ha tenido lugar. En esa formulación ­–”lo que ha tenido lugar”– se ve la complicidad entre pasado y realidad, como si la realidad fuera algo que ha tenido lugar y sigue presente. Es inevitable referirse en este punto a una fórmula de Hegel tan certera en su sobriedad: “el ser es lo que ha sido y sigue siendo” (“das Wesen ist das Ge-wese-ne)”. Un acontecimiento pasado está presente, sí, pero como lo están las montañas o los ríos; como hechos nudos que dicen lo que el visitante quiera. El historiador puede visitar los hechos como los turistas las pirámides de Egipto: siempre están ahí, a merced del visitante. “A merced del visitante” significa que dirán lo que queramos oír. A Benjamin no se le ocurre otra imagen para desacreditar esa idea de la realidad como un hecho incambiable y a disposición que el de la prostituta. Quien tome así la realidad se comporta como el cliente de un lupanar que visita a la prostituta como el historiador al pasado: llega, se sirve, se larga y ella sigue ahí, siempre ella misma, a la espera del siguiente. (Mate, 2006, p. 21)

La fotografía determinaría entonces su propio campo en tanto que razón nostálgica y dialéctica: es precisamente el intento de fijar el presente o el acontecimiento en una imagen, aquello que nos muestra que el transcurso del tiempo es imparable, que el instante o la vida son inaprensibles y que la fotografía, por ello, a pesar de las lecturas realistas del fenómeno fotográfico que entienden este soporte como mera prueba fehaciente de la realidad, no puede dejar constancia de lo que es, sino tan solo de lo que, precisamente por haber sido, ya no es. La fotografía no es el espacio del ser como permanencia, sino que configura una ontología de la pérdida y de lo cambiante: persigue la supervivencia de un tiempo a costa de hacerlo pervivir fuera de su tiempo, trasnochado, en diferido.

Roland Barthes, en su obra de 1980 La cámara lúcida, retomará y desarrollará esta idea sobre la limítrofe concepción de la temporalidad fotográfica que es planteada incipientemente por Benjamin. La fotografía –nos dice Barthes (2009, p. 30)– se realiza entre el velo del ilusionismo y lo espectral, “mantiene a través de su raíz una relación con “espectáculo” [spectrum] y le añade ese algo terrible que hay en toda fotografía: el retorno de lo muerto”. La fotografía sería principalmente un fenómeno anacrónico y paradójico, pues trataría de sostener o retener el instante manteniéndolo fuera de su tiempo; y sería en ese intento de permanencia, en ese alarde de supervivencia temporal, donde precisamente se mostraría la inexorabilidad del cambio, la continuidad imparable del tiempo.

Además, Barthes ampliará las consecuencias de la inicial afirmación benjaminiana sobre la temporalidad fotográfica al aseverar que será precisamente esta tensión o contradicción en la temporalidad aquello que dé a la fotografía su identidad propia. Siguiendo la tesis de Barthes, aquello que hace de la fotografía un campo propio no serían ni sus referentes ni sus estilos. La fotografía carecería de semiología propia: sus referentes no tendrían una entidad autónoma, sino que se tratarían de signos robados de otros campos (Barthes 1986, p. 14). Tampoco sus estilos conllevarían la particularidad de la experiencia estética de la fotografía, puesto que aquello que nos permitiría distinguir la mirada creadora del artista sobre referentes ajenos relativos a un mundo dado sería algo que se daría no solo en la fotografía, sino también en todo campo artístico. Para Barthes, no serían ni el referente ni el estilo el tema central de la fotografía, sino que aquello que daría cuenta de la exclusividad de este campo como configuración artística autónoma sería su relación con el tiempo: “la fotografía repite mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialmente” (Barthes 2009, p. 26), “[…] el referente se encuentra ahí, pero en un tiempo que no le es propio” (Barthes 2009, p. 20)[2].

 

3. La fotografía como fenómeno trágico

La melancolía en el fenómeno fotográfico, en el sentido de constatación de una pérdida, tiene una segunda acepción relacionada con la temporalidad, que esta vez se dirige no hacia el pasado sino hacia el futuro del instante fotografiado. La fotografía es melancólica porque pareciese anticipar el aciago destino de sus personajes (la muerte de cada ser humano); es decir, constataría la proximidad de la tragedia, entendida esta palabra en su sentido genérico, al tratarse de una imagen compuesta como grafía icónica de un tiempo verbal de futuro perfecto. La fotografía sería en este sentido un fenómeno trágico en un doble sentido: premonitorio y excesivo en el sentido de la hybris o desmesura de la tragedia griega, ya que señala una pérdida que todavía no ha tenido lugar en la imagen pero que, sin embargo, los espectadores, desde la distancia histórica, ya reconocemos en la fotografía; y, asimismo, consiente la permanencia del ser humano más allá del tiempo que le es propio, acercándolo tanto a lo espectral como a lo divino. La fotografía sería, en este sentido, un fenómeno que cobraría el matiz de la fatalidad[3].

Benjamin introduce esta idea en Breve historia de la fotografía refiriéndose a una fotografía de 1837 de Karl Dauthendey –el fotógrafo y padre del poeta– con su prometida, la señorita Friedrich.

O esa imagen de Dauthendey, el fotógrafo, padre del poeta, de los días de su noviazgo con la mujer a la que un día, poco después del nacimiento de su sexto hijo, encontró en el dormitorio de su casa de Moscú con las venas abiertas. La vemos junto a él, que parece sostenerla, su mirada fija, más allá de él, como absorta por futuras desgracias. Si nos demoramos en la contemplación de esta imagen, veremos cómo, aquí también, los extremos se tocan: la más exacta de las técnicas puede conferir a sus productos un valor mágico, en mucha mayor medida que la imagen pintada. No obstante el saber hacer del fotógrafo, no obstante la afectada actitud de su modelo, el espectador siente la irresistible necesidad de escrutar la imagen en busca del más mínimo destello de azar, de aquí y ahora, con que la realidad, por así decir, quemó de cabo a rabo su carácter de imagen; la necesidad de encontrar ese lugar invisible en el que aún hoy, en ese minuto visible pero ya lejano, el futuro anida, de manera tan elocuentemente que, mirando hacia atrás, podemos descubrirlo. (Benjamin 2011, p. 15)

La imagen, si bien es expresión tan solo de un instante, apunta, sin embargo, ya hacia su destino: aquel desenlace que en la imagen todavía no ha tenido lugar pero que queda ya, siguiendo la lógica benjaminiana, contenido en ella. Es decir, en la fotografía se da ese carácter mágico en el que la historia pareciese estar escrita o condensada de antemano en la imagen, encontrándose en ella un arremolinamiento de todos los futuros o acepciones posibles de manera sincrónica aunque oculta, necesitándose un espacio temporal de legibilidad para que las imágenes puedan llegar a decirse –lo que en la hermenéutica de Gadamer (2015) de 1960 se denominará horizonte de sentido­–. En el presente fotográfico se produce una convivencia entre dos tiempos verbales igualmente aciagos: la mujer de Dauthendey ya ha muerto –pues la imagen solo alcanza legibilidad desde la distancia histórica–, pero también va a morir –pues en el momento de la fotografía el desenlace todavía no ha tenido lugar–[4].

Nuevamente, es Roland Barthes quien desarrolla con mayor claridad expositiva esta idea que aparece inicialmente en Benjamin. Lo hace refiriéndose a Retrato de Lewis Payne de Alexander Gardner de 1865 y a una fotografía de su madre en la infancia. A este fenómeno le otorga el nombre de punctum[5].

En 1865, el joven Lewis Payne intentó asesinar al secretario de Estado norteamericano, W. H. Seward. Alexander Gardner lo fotografió en su celda; en ella Payne espera la horca. La foto es bella, el muchacho también lo es: esto es el studium. Pero el punctum es: va a morir. Yo leo al mismo tiempo: esto será y esto ha sido; observo horrorizado un futuro anterior en el que lo que se ventila es la muerte. Dándome el pasado absoluto de la pose (aoristo), la fotografía me expresa la muerte en futuro. Lo más punzante es el descubrimiento de esta equivalencia. Ante la foto de mi madre de niña me digo: ella va a morir: me estremezco, como el psicótico de Winnicott, a causa de una catástrofe que ya ha tenido lugar. Tanto si el sujeto ha muerto como si no, la fotografía es siempre una catástrofe. (Barthes 2009, p. 107)

El inicial tiempo único –aquel que se desplegaría a través de una narrativa positivista de la temporalidad o cronología, y que daría lugar a la ilusión del progreso y a una casuística de los acontecimientos– quedaría desdoblado en la fotografía. La fotografía alcanzaría a ser paralelamente o de modo sincrónico pasado, presente y futuro. Con ello, como señala Luelmo (2007, 168), Benjamin, a través de su análisis del fenómeno fotográfico, consigue romper la dinámica positivista de la historia pero también la visión historicista, la cual consideraba que la historia había de ser pensada como un relato clásico y ordenado, el cual constaría de introducción, nudo y desenlace, los cuales se desplegarían progresivamente como, por ejemplo, se observa en la cronología de los álbumes fotográficos, criticados por Benjamin.[6] El fenómeno fotográfico mostraría que existe la posibilidad de un arremolinamiento temporal, en el cual, utilizando las expresiones de Benjamin, el “futuro anida” en el “aquí y ahora”. Se trata de la idea temporal del “relámpago esférico” frente a la línea recta del progreso que plantea en Tesis para una filosofía de la historia (Benjamin en Luelmo 2007, p. 173) y también de la necesidad hermenéutica para comprender el presente de la distancia histórica del espectador, pues es solo tras un tiempo cuando las imágenes “alcanzan legibilidad” –idea que Benjamin plantea también en El libro de los pasajes y La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica–.

Pues el índice histórico de las imágenes no sólo dice a qué tiempo determinado pertenecen, dice sobre todo que sólo en un tiempo determinado alcanzan legibilidad. (Benjamin 2013, p. 465)[7]   

¿Qué es propiamente el aura? Un entretejido muy especial de espacio y tiempo: aparecimiento único de una lejanía, por más cercana que pueda estar. (Benjamin 2003, p. 47)

 

4. La pérdida de aura  

Existe aún un tercer sentido de la noción de pérdida en el fenómeno fotográfico. El tiempo de la fotografía sería melancólico por los dos sentidos anteriormente expuestos: la fotografía sería un fenómeno anacrónico que trataría de retener aquello que no se podrá repetir en la realidad; y también sería un fenómeno trágico en tanto que premonitorio, pues anticiparía o condensaría todos los futuros posibles. Pero no solo el tiempo fotográfico es melancólico, sino también lo sería la propia historia de la fotografía, pues ella sería la historia –entendida en un sentido anacrónico y no cronológico– de una pérdida, la del aura. Con ello, Benjamin se enfrenta a la hipótesis del progreso histórico, es decir, aquella presuposición de la filosofía de la historia que pretende encontrar una línea ascendente y tendente hacia la mejora en la consecución de los acontecimientos humanos. Es una idea, la de despojar de triunfalismo y heroísmo a la historia, que aparecía inicialmente en el relato “Columna Triunfal” de Recuerdos de infancia en Berlín, y que José María González García (2020) ha estudiado de manera amplia desde la influencia de la iconografía sociológica del Angelus Novus de Paul Klee en Walter Benjamin:

¿Qué pudo haber después de Sedán? Con la derrota de los franceses, la Historia Universal parecía haber bajado a su glorioso sepulcro, sobre el cual esta columna se elevaba como estela funeraria y en el que desemboca la Avenida de la Victoria. […] Menos soportable aún era el débil resplandor del oro del ciclo de los frescos de la rotonda que revestía la parte inferior de la Columna Triunfal. No pisé jamás este recinto iluminado por una luz amortiguada y reflejada por la pared del fondo; temí encontrar allí imágenes de la clase de los grabados de Doré sobre el “Infierno” de Dante, que jamás abrí sin pavor. Los héroes, cuyas hazañas dormitaban allí, en la galería, me parecían para mis adentros tan depravados como la multitud de aquellos que gemían azotados por huracanes, empalados en troncos sangrantes, congelados en bloques de hielo del oscuro cráter. (Benjamin 1982, pp. 22-24)

 Por el contrario, lo que Benjamin defendería es que existe no una correlación directa entre desarrollo técnico de la fotografía y valor artístico de la imagen. Es decir, Benjamin sostendría que existe una proporcionalidad inversa entre virtuosismo técnico y capacidad estética en la evolución del fenómeno fotográfico. Ésta se había inventado con la primera imagen tomada por Niepce en 1827 y, ya en 1839, Arago, como miembro de la Cámara de Diputados, director del Observatorio de París y secretario de la Academia de Ciencias, propuso al estado francés comprar los derechos del invento a Daguerre (Newhall 2007, p. 19). La rápida comercialización, expansión y mejora técnica de la fotografía no implicó, sin embargo, una mejora de sus capacidades estéticas sino, por el contrario, una vulgarización y devaluación del fenómeno fotográfico. El potencial artístico de esta técnica no mejoró, sino que degeneró. A medida que la fotografía contó con mayores medios para perfeccionar sus herramientas artísticas, en vez de aumentar su capacidad expresiva, por el contrario, comenzaron a vulgarizarse y a adquirir un tedio repetitivo sus virtudes estéticas y narrativas –lo cual se produjo principalmente a través de la comercialización del retrato, con el éxito que tuvieron las cartas de visita creadas por Disdéri en 1854 y los álbumes fotográficos familiares–. Era justamente la imperfección técnica de la imagen y no su mayor parafernalia técnica y progresiva destreza, aquello capaz de dar cuenta del ambiguo espacio o tránsito del aura en la imagen.

El proceso fue tan acelerado que, ya en 1840, la mayoría de los innumerables miniaturistas se habían convertido en fotógrafos profesionales, primero ocasionalmente, luego con dedicación exclusiva. Y la calidad de la producción fotográfica de entonces se debe más a su saber hacer en cuanto artesanos que a su previa condición de artistas. Esta generación de transición fue desapareciendo muy poquito a poco, como si una suerte de bendición bíblica hubiera beneficiado a estos primeros fotógrafos: los Nadar, Stelzner, Pierson, Bayard se acercaron todos a los noventa o cien años. Finalmente, los comerciantes se apresuraron en todas partes en ser fotógrafos, y cuando ya se generalizó el retoque del negativo (venganza del mal pintor con la fotografía), el gusto decayó rápidamente. Fue la época en que empezaron a abundar los álbumes de fotos. (Benjamin 2011, p. 23)  

La ideología del progreso había presupuesto una continuidad entre capacidad técnica de las herramientas y capacidad narrativa del mundo. Benjamin va a quebrar esta presuposición, mostrando un empeoramiento en el arte de poner el mundo en palabras e imágenes, una tesis que también se recoge en el texto “El narrador. Consideraciones sobre la obra de Nikolái Léskov”, escrito en 1936 y en el que plantaba cara a lo denominó Zuhältersprache (jerga de rufianes) de los filósofos. Según Benjamin, se había producido a raíz de la industrialización de la escritura por los medios de comunicación de masas un predominio de la información, que solo sobrevive en tanto que novedad, sobre la narración, que resiste el paso del tiempo y se construye sobre valores estéticos como la oralidad, la moralidad, la épica, la sabiduría e, incluso, entraña una forma de libertad colindante con lo prodigioso (Benjamin 2009, p. 48).

El arte de narrar está acabado. Es cada vez más raro encontrar a personas que sean capaces de contar algo bien. […] Es como si nos hubieran arrancado una facultad que nos parecía inalienable, casi lo más seguro: la facultad concreta de intercambiar experiencia. (Benjamin 2009, p. 41)

En Breve historia de la fotografía, para mostrar esta tesis también presente en El narrador en el ámbito de la escritura, va a abordar casos fotográficos específicos que nos ayudarían a entender qué significa esa pérdida de aura bajo la que se entiende la evolución histórica de la fotografía, la cual se referiría al progresivo aumento del carácter decorativo de las imágenes, con la consecuente pérdida de su capacidad narrativa y didáctica[8].

En primer lugar, va a tener en cuenta el caso de la fotografía de objetos, encontrando una clara brecha entre las imágenes de Karl Blossfeldt de plantas y las fotografías industriales de 1920, en las cuales “una simple ‘reproducción de la realidad’ nos dice menos que nunca sobre la realidad” (Benjamin 2011, p. 43), pues tales fotografías nada muestran de la experiencia de trabajo del obrero en la fábrica. Lo que se habría perdido en la evolución fotográfica es la capacidad didáctica de la fotografía. Las fotografías botánicas de Blossfeldt sirvieron como material pedagógico para el estudio de las estructuras vegetales y dejaron constancia, a modo de inventario, de plantas de Italia, Grecia y el norte de África (Castellanos 1999, p. 37). Es decir, la saturación del espacio fotográfico con la sola presencia de un objeto tenía un fin propedéutico: introducir al observador en el estudio de su entorno, dar cuenta del mundo vegetal que el ser humano cohabita. Había en tales fotografías una finalidad cognoscente e, incluso, “sanadora” frente al “sadismo gráfico de Grandville” (Nitsche 2010, pp. 134-135), a través de la experiencia estética que suponía la centralidad del objeto en la imagen. Esa recuperación de los objetos en tanto que siendo, encuentra para Benjamin su modelo en las fotografías metonímicas de Atget del viejo París, quien, a modo de trapero (véase Benjamin 2014, p. 101), sabía rescatar en sus fotografías el fetiche descapitalizado que eran las cosas usadas (Nitsche 2010, p. 85). Por el contrario, el estilo linealmente depurado de las fotografías industriales de Albert Renger Patzsch, si bien ensalzaban la arquitectura, dotándola de una geometría y limpidez suprahumanas, deshumanizaban, sin embargo, la experiencia laboral en las industrias (Nerdinger 2011).

Al atrapar las calles de París en vistas que las muestran deshabitadas, Atget supo encontrar el escenario de este proceso; en esto reside su importancia incomparable. Con toda razón se ha dicho de él que captaba esas calles como si cada una fuese un “lugar de los hechos”. El lugar de los hechos está deshabitado; si se lo fotografía es en busca de indicios. (Benjamin 2003, p. 58)[9].

En comparación a esta tendencia, presente todavía en la fotografía de Blossfeldt, el surrealismo fotográfico abrió la veda, según Benjamin, hacia la completa descontextualización cognoscitiva de los objetos y la preeminencia de su uso decorativo. He ahí el surgimiento del axioma que regirá la imagen publicitaria y que Benjamin (2011, p. 43) recoge con pesadumbre en Breve historia de la fotografía: El mundo es bello, frase que marca tanto la posibilidad como el límite de la evolución fotográfica. Son imágenes llamativas o estéticamente plenas pero que, sin embargo, son narrativamente vacuas, meramente decorativas u ornamentales. Por lo tanto, un primer aspecto del carácter melancólico de la historia de la fotografía es la pérdida de su capacidad didáctica y narrativa en la fotografía de objetos.

Un segundo caso de pérdida de aura lo va a encontrar Benjamin en la evolución del retrato fotográfico, concentrándose en el ejemplo de una fotografía anónima de Kafka niño. La rápida comercialización del retrato a partir de la aparición de las tarjetas de visita de Disdéri en 1854 –en las cuales, a modo de primigenio fotomatón, se podían tomar ocho poses del mismo retratado en un solo negativo– provocó a ojos de Benjamin la inflación y decadencia del retrato. La fotografía, que inicialmente fue un soporte para ayudar a la pintura, adquirió un fin lucrativo en sí mismo y acabó convertida en mercancía y fetiche.

Fue la época en que empezaron a abundar los álbumes de fotos. Unos álbumes que se dejaban, preferentemente, en los lugares más gélidos de la casa: sobre repisas en los recibimientos, en las habitaciones para invitados; forrados en piel con horrendas guarniciones metálicas, de cantos gruesos y dorados; y, dentro, una procesión de figuras cómicamente vestidas: el tío Alex, la tita Rita, Gertrudis de pequeña, papá en su primer año de Facultad, o, también, colmo de la vergüenza, nosotros mismos vestidos de tiroleses de salón, lanzando gorgoritos, agitando el sombrero sobre un fondo alpino pintado, o como aguerridos marinos, una pierna recta y la otra doblada, apoyada sobre un tonel de cartón piedra. Los accesorios de estos retratos (pedestales, balaustradas, mesitas ovaladas), recuerdan que, por lo mucho que duraba la exposición, los modelos debían contar con puntos de apoyo que les ayudaran a permanecer inmóviles. Si, al principio, bastaron apoyos sencillos para la cabeza o las rodillas, el deseo de imitar cuadros famosos y de ser “artísticos” dio lugar a nuevos accesorios: la columna y la cortina, sobre todo. Ya en los años sesenta empezaron las críticas a estos excesos. Así, en una publicación especializada inglesa, se puede leer: “En la pintura la columna parece real, mientras que su uso en la fotografía es absurdo, toda vez que suele apoyarse sobre una alfombra, y nadie duda de que la columna de mármol o de piedra no puede asentarse sobre una alfombra”. Es entonces cuando aparecen esos estudios con sus cortinones y palmeras, sus tapices y caballetes, a medio camino entre la representación y la ejecución, entre el salón del trono y la cámara de torturas. El retrato de un Kafka niño es buena y enternecedora prueba de ello: embutido en un traje infantil demasiado estrecho y casi humillante, un niño de unos seis años, de pie en el decorado de un invernadero, con ramas de palmera al fondo; y, como para transmitir de esos trópicos acolchonados, el sofoco del bochorno, el niño lleva en la mano izquierda un sombrero demasiado grande, de ala ancha, como el que llevan los españoles. Kafka quedaría confundido en semejante escenificación, de no ser porque sus ojos, de insondable tristeza, dominan ese paisaje predispuesto para ellos.

Esta imagen, en su infinita desolación, contrasta con las antiguas fotografías, en las que las personas aún no aparecían tan abandonadas y solas como ese muchachito. Había en torno a ellas un aura, algo que confería seguridad y plenitud a sus miradas. (Benjamin 2011, pp. 20-22)[10].

De la preeminencia de las fotografías de los primeros retratistas, consideradas por Benjamin expresión de la psicología particular del individuo y las cuales trataban de dar cuenta del referente en cuanto que ejemplar único, se pasó a un modo de producción masificada del retrato que condujo su inicial sentido hacia el absurdo. En contraposición a la pescadora de Newhaven –otro retrato fotográfico realizado por David Octavius Hill que Benjamin analiza en su ensayo y en el que considera que el nombre de la retratada, su particularidad, sobrevive tanto a las intenciones del fotógrafo como a la sociología de la época–[11], con la masificación del retrato el espacio medular del referente como nombre propio y existencia única quedó diluido en pos de la centralidad del arquetipo y del decorado. En las tarjetas de visita se daba cuenta del retratado como catálogo de poses; con el invento de Disdéri, el referente quedaba inventariado en una serie de gestos que borraron su nombre para acabar convirtiendo al sujeto en arquetipo sociológico de su época. Son fotos en las que prima el carácter documental para estudiar la sociología de una época, sobre el valor artístico o desarrollo estético de tales imágenes[12].

Además, como identifica Benjamin en el caso del retrato de Kafka niño, a través de la comercialización del retrato no solo el nombre acabó borrado, sino que el referente mismo, ya anónimo, quedó disfrazado y doblemente oculto a través de una absurda escenificación. En esta ni siquiera el decorado daba cuenta de una realidad útil o experiencial que tuviese que ver con la cotidianidad de aquel sujeto fotografiado. Los puntos de apoyo que existían en el retrato pictórico, necesarios en su momento por los largos tiempos de pose que implicaba la realización del cuadro, perdieron su sentido. Sin embargo, a pesar de no ser ya útiles en el retrato fotográfico, conservaron su espacio en la imagen. Como señala Benjamin con jocosidad, a pesar de lo irrisorio de la escena, se fotografiaba de todas maneras al retratado con una columna asentada sobre una alfombra. El punto de apoyo, aquello que en la pintura era punto de gravedad del referente, pasó en la fotografía a ser no ya punto gravitatorio imprescindible, sino mero atrezzo y la realidad comenzó a quedar transformada en mero adorno[13]. El valor del objeto es llevado a su hipérbole, al mismo tiempo que se vacía completamente su sentido. Así, el referente de la fotografía de Kafka niño queda diluido por medio de esta técnica de saturación de la realidad que consistió en hacer predominar el carácter decorativo en la fotografía. Frente a la existencia particular de la pescadora de la fotografía de Hill o los retratos de Nadar, el retrato de Kafka niño muestra la progresiva opacidad del referente, en cuanto que ejemplar particular, a través de la saturación decorativa y teatralizada del espacio fotográfico. El referente va perdiéndose en la medida que, exhibido en una dramatización forzada al extremo, acaba por no decir nada de sí mismo.  

 

5. Conclusiones

Observamos, por lo tanto, que la caracterización melancólica del fenómeno fotográfico en el sentido de pérdida tiene diversos matices de significado en la obra de Benjamin, tomando principalmente en consideración Breve historia de la fotografía. En primer lugar, se trata de un modo temporal propio de la fotografía. Esta consigue repetir de manera mecánica lo que no es posible repetir vitalmente y, en este sentido, muestra el carácter fugaz e inaprensible del presente. Además, la fotografía anticipa el futuro –la muerte de los personajes– y, en este sentido, está dotada también de un sesgo trágico, tanto por su carácter premonitorio como por su desmesura temporal. En segundo lugar, respecto a la historia de la fotografía, ésta es melancólica porque muestra una progresiva pérdida de capacidad didáctica y narrativa de la imagen y de sus referentes en pos de lo ornamental y arquetípico vaciado de individualidad.

         

Referencias bibliográficas

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[1] Esta explicación benjaminiana sobre la diferencia entre el ojo mecánico de la cámara y el ojo humano se va a manifestar, a su vez, en distintos fenómenos fotográficos de los siglos XIX y XX.

En primer lugar, como explica Didi-Huberman (2007, p. 126), el inicial problema técnico de la veladura o aureolas en las fotografías no fue explicado como un fallo que se debiese a las todavía imperfectas cámaras, sino que alcanzó la dimensión del prodigio con el médico Hyppolite Baraduc y su obra de 1896 L’âme humaine. Baraduc consideraba que las fotografías eran capaces de ver más allá del ojo humano y, con ello, de dejar constancia de lo inexplicable. Baraduc consideraba que la veladura era expresión de influencias ocultas, de visiones místicas, de los nimbos, de las impresiones inconscientes. La fotografía mostraba el aura, la fuerza de vida, aquella trama luminosa del tiempo, la luz intrínseca a la emoción de un sujeto fotografiado.

Un día, Baraduc fotografió a su propio hijo. El niño se encontraba justo, en ese momento, sujetando entre sus manos a un faisán muerto, muerto hacía poco. La imagen aparece velada, como si la veladura y el estado de ánimo de la muerte coincidiesen y fue así como el aura se reveló ante los ojos de Baraduc por primera vez. A partir de ese día, Baraduc no cesó en el intento de que el aura le fuese totalmente desvelada. (Didi-Huberman 2007, p. 126)

En segundo término, la exaltación del ojo mecánico de la cámara se consolidó con el nacimiento de la fotografía directa o la fotografía pura a inicios del siglo XX. Este movimiento trataba de dar cuenta de la belleza de los objetos mostrando con absoluta precisión su estructura formal, una nitidez técnica inalcanzable para el ojo humano, el cual tiende a desenfocar todo contenido de la realidad que escapa a su punto de fuga. Edward Weston (1886-1958) marcó muchas de las pautas para el desarrollo de la fotografía directa e insistía en que:

el fotógrafo debe visualizar de antemano el resultado final, […] desarrolló esta tendencia hasta el nivel del virtuosismo. Exigía la claridad en la forma, quería que toda superficie de su imagen estuviera bien delineada, con las sustancias y texturas de las cosas para que fueran apreciables hasta llegar a la ilusión. El hecho de que la cámara pueda ver más que el ojo desnudo, es algo que siempre consideró como uno de los grandes milagros de la fotografía. (Newhall 2007, p. 188)  

[2] Aby Warburg, autor del que ya se han adelantado algunos paralelismos temáticos a través de las tesis de Alice Barale, aludía a la metáfora del sismógrafo para dar cuenta de esta relación con la temporalidad. En su caso, la refería a las Pathosformel y a la propia labor del cronista, quien no se limitaría a describir una sucesión de hechos históricos al estilo del positivismo científico o el historicismo, sino que registraría síntomas del tiempo, a modo de éxtasis dispuestos a ser redivivos (véase Maikuma 1985, p. 2; Didi-Huberman 2009, pp. 105-112).  

[3] https://www.photo4u.it/viewnews.php?t=572666

[4] https://es.wikipedia.org/wiki/Lewis_Powell#/media/Archivo:Lewis_Payne.jpg

[5] Del concepto de punctum Barthes da un segundo sentido más laxo también en La cámara lúcida. Más allá de esta estructura paradójica de la temporalidad que se da en la fotografía, punctum es también aquel detalle de la imagen que punza, que pincha, que hiere al espectador en contraste al studium de la imagen –su visionado en tanto que producto de un contexto histórico–.

Esta vez no soy yo quien va a buscarlo (del mismo modo que invisto con mi conciencia soberana el campo del studium), es él quien sale de la escena como una flecha y viene a punzarme. En latín existe una palabra para designar esta herida, este pinchazo, esta marca hecha por un instrumento puntiagudo; esta palabra me iría tanto mejor cuanto que remite también a la idea de puntuación y que las fotos de que hablo están en efecto como puntuadas, a veces incluso moteadas por estos puntos sensibles; precisamente estas marcas, esas heridas, son puntos. Este segundo elemento que viene a perturbar el studium lo llamaré punctum, pues punctum es también: pinchazo, agujerito, pequeña mancha, pequeño corte, y también casualidad. El punctum de una foto es ese azar que en ella me despunta (pero que también me lastima, me punza). (Barthes 2009, p. 46)

[6] Al respecto, reproducimos una nota aclaratoria de Mateos de Manuel (2019): “Si bien Breve historia de la fotografía se trató del escrito más importante sobre el fenómeno fotográfico en Benjamin, no fue su única reflexión sobre las implicaciones filosóficas del fenómeno fotográfico, teniendo este breve ensayo un particular peso en su obra por el tratamiento de las cuestiones del retrato fotográfico y el álbum de fotos familiar en el siglo XIX, y sumándose a las consideraciones sobre la “pérdida del aura” y en La obra de arte en tiempos de su reproductibilidad técnica (Benjamin, 1989). Estas reflexiones son fundamentales para entender fenómenos sociológicos actuales como el selfie o el éxito de Instagram. Sobre el retrato, además de las críticas presentes en Breve historia de la fotografía, este fue tematizado en Infancia en Berlín hacia 1900, donde Benjamin expone que la fotografía se ha convertido en un espacio de alienación al insertarse dentro de una estandarización comercial, la cual nació con el desarrollo de la carte de visite por el fotógrafo André Adolphe Eugène Disdéri en 1854. Para desarrollar esta cuestión, Benjamin habla de una fotografía que se tomó con un decorado de Los Alpes con su her- mano Georg cuando tenía 10 años (González García, 2012; Benjamin, 1982). Asimismo, en el texto “Poesía y revolución”, Benjamin comenta una fotografía de Kafka, con quien se siente muy identificado al compartir el enclaustramiento del mundo judío burgués y encontrar en la literatura una vía de escape (Witte, 1990, p. 72).”

[7] Este carácter premonitorio de la imagen serviría para introducir la cuestión del mesianismo en la filosofía de Benjamin. En tanto que temporalidad, como señalan Rocardo Forster y Diego Tatián, el mesianismo alude a dos nociones diferenciadas:

Por un lado, pensar el mesianismo como una ineluctabilidad histórica, como un dispositivo escatológico y necesario, como una promesa a cumplirse indefectiblemente. Lo mesiánico es un contrato que no puede ser quebrado. La realización en la historia de la promesa mesiánica aparece como uno de los puntos centrales de lo que genéricamente podríamos llamar lo judío. Allí hay una fuerza teleológica escatológica, […] un plan final, que se rompa la historia en un determinado momento a través de una determinada promesa que tiene que cumplirse inexorablemente. [Una segunda noción de mesianismo sería la del “judío atípico”, la de Rosenzweig, Benjamin, Scholem y Levinas], la idea del mesianismo como una espera sin garantías, que supone la idea de la promesa mesiánica como un permanente arremolinamiento en el presente de un futuro que no termina de realizarse pero que habita como promesa en el tiempo actual. […] la historia también es un lugar de extraños enigmas, de acciones humanas, de sorpresas, en las que lo mesiánico tiene el sentido de la interrupción, de la novedad, de lo extraordinario, de lo sorprendente, de lo que logra torcer el discurrir necesario de las cosas. (Forster y Tatián 2005, 18)

Asimismo, en relación al mesianismo en Benjamin, Mar Rosas Tosas, en Mesianismo en la filosofía contemporánea, da una aclaradora explicación de lo que significa el tiempo mesiánico como noción distinta de la del tiempo histórico con la que trabaja el historicismo:

En lugar de este tiempo vacío y homogéneo, que se revela, en última instancia, opresor, Benjamin propone un tiempo-ahora o un tiempo-lleno, que haga saltar el continuum de la historia. En este modelo, la categoría importante no es un pasado que empuja el avance de la historia y desemboca en el presente, ni un futuro por llegar que nos guía, ni tampoco la continuidad que se da entre ellos, sino el instante presente. Benjamin es partidario de reencantar el presente. En él tiene que acontecer lo nuevo. Esta novedad, pues, no debe ser fruto de la historia, sino su total destrucción; el tiempo-ahora-lleno que propone Benjamin debe suponer una interrupción del tiempo histórico. (Rosas Tosas 2015, p. 48)

[8] https://www.museothyssen.org/exposiciones/karl-blossfeldt-urformen-der-kunst

https://scontent-mad1-1.xx.fbcdn.net/v/t31.18172-8/fr/cp0/e15/q65/15235432_1169739183121338_2610380463435007836_o.jpg?_nc_cat=101&ccb=1-5&_nc_sid=2d5d41&_nc_ohc=lsk9sCA4tXMAX9b547K&_nc_ht=scontent-mad1-1.xx&oh=00_AT9nYWn01irF6HFJa5IWT4DxGKj4bhrnFEe5DbJoLVSyqg&oe=620B3FB9

[9] https://www.mutualart.com/Artwork/Etal-des-Chassures-au-Marche-des-Carmes-/5CCF35F068B2E615

[10] https://lalluviayelcafe.blogspot.com/2020/06/franz-kafka-y-el-dia-del-padre.html

https://es.wikipedia.org/wiki/Archivo:Walter_Benjamin.jpg

[11] Así se refiere Benjamin a tal fotografía de Hill, recalcando la pervivencia del individuo frente al predominio de la fisionomía genérica tras la masificación del retrato:

La fotografía, en cambio, propone algo nuevo y singular: en la pescadora de Newhaven, que baja los ojos con un pudor tan indolente, y tan seductor, queda algo que no es mero testimonio del arte del fotógrafo Hill, algo que el silencio no acalla, algo que reclama, con insolencia, el nombre de la que vivió ahí, que ahí sigue estando y que nunca quedará del todo atrapada por el “arte”. “Y me pregunto: ¿cómo esos cabellos y esa mirada sedujeron a seres de antes?; ¿cómo besó esa boca cuyo deseo sin orden se enreda como humo sin llama? (Benjamin 2011, 13-15)

[12] https://www.moma.org/collection/works/57731

http://losgrandesfotografos.blogspot.com/2017/01/andre-adolphe-eugene-disderi-adolphe.html

[13] Existe cierta correlación estética entre la fotografía de Kafka niño y una fotografía infantil de Benjamin en que aparece caracterizado como húsar apoyándose sobre una espada. Por ello, no es descabellado pensar que la crítica que Benjamin realiza al retrato de Kafka es también una crítica soterrada a su propio álbum fotográfico familiar. Sobre la fotografía de Benjamin niño véase González García (2012).