Juventudes urbanas: ciudad, cuerpo, virtualidad en el cine latinoamericano (Chile, Argentina y México)

Urban Youth: City, body, virtuality in Latin American cinema (Chile, Argentina and Mexico)

Carolina Urrutia Neno

Universidad Católica de Chile

                                                                                                                                              caurruti@uc.cl

https://orcid.org/0000-0003-4498-0701

  

 Catalina Ide Guzmán

Universidad Católica de Chile

cdide@uc.cl

https://orcid.org/0000-0002-8088-2298

Resumen:

El presente artículo analiza la representación de la juventud actual en el marco urbano en el cine de ficción latinoamericano, abordando diversas tensiones referentes a una ciudad cambiante, alejada de su representación tradicional y adaptada a la identidad performativa de los jóvenes, quienes dotan de sentido sensible los espacios que habitan. El análisis se centrará en las películas Ya no estoy aquí de Fernando Frías (México, 2019), Ema de Pablo Larraín (Chile, 2019) y El auge del humano de Eduardo Williams (Argentina, 2016), todas protagonizadas por personajes jóvenes. En ellas, identificamos sujetos verbalmente herméticos que se emancipan corporalmente en su deambular urbano, construyendo tejidos o superficies de tránsito donde confluyen tanto sus afinidades artísticas/culturales como su inmersión en el mundo digital; todo ello considerando la mediación del contexto local de los personajes y su pertenencia a una comunidad globalizada.

Abstract:

This article analyzes the representation of current youth in the urban setting in Latin American fiction cinema, addressing various tensions related to a changing city, away from its traditional representation and adapted to the performative identity of young people, who provide a sensitive sense to the spaces they inhabit. The analysis will focus on the films Ya no estoy aquí by Fernando Frías (Mexico, 2019), Ema by Pablo Larraín (Chile, 2019) and El auge del humano by Eduardo Williams (Argentina, 2016), all starring adolescents. In them we identify verbally hermetic characters who emancipate themselves in their urban wandering, building fabrics or transit surfaces where both their artistic/cultural affinities and their immersion in the digital world; all this considering the mediation of the local context of the characters and their belonging to a globalized community.

Palabras clave: cine latinoamericano; ciudad; juventud; virtualidad.

Key words: Latin American Cinema; City; Youth; Virtuality.

 

  1. Introducción[1]

El cine latinoamericano contemporáneo, especialmente aquel que se inserta en un flujo de circulación global, va organizando ciertas superficies visuales y sonoras para imprimir las huellas de una época convulsa marcada por las contingencias. En este escenario, las ciudades donde se despliegan las narraciones audiovisuales ocupan un lugar privilegiado en el relato, tanto para dar cuenta de un contexto (geopolítico, urbano o paisajístico) como para organizar un correlato de la subjetividad de los personajes a los que seguimos mediante una cámara. Pero, sobre todo, como actante en un proceso en que la experiencia de los individuos aparece inherente a la práctica urbana, entendida por Olivier Mongin como “una infinidad de trayectorias que, inseparables de la movilidad corporal, diseñan una representación imaginaria, un espacio mental y hacen posible una liberación, una emancipación. (...) el individuo urbano se expone al exterior, fuera de su casa, se abre al espacio público y a la experiencia de la pluralidad humana” (Mongin, 2006, p. 69).

Tal como sugiere Carolina Rueda en el inicio de Ciudad y fantasmagoría. Dimensiones de la mirada en el cine urbano de Latinoamérica del siglo XXI, estaríamos ante un cine “rico en imaginería urbana que afecta a los personajes y que los personajes afectan: un cine ‘puertas afuera’ como es gran parte de la vida de las mega ciudades hoy” (Rueda, 2019, p. 18). Este “afectar y ser afectado por” nos interesa pensarlo desde la perspectiva de personajes adolescentes o veinteañeros de un grupo de películas latinoamericanas contemporáneas que permiten leer, significar y mostrar a la juventud actual, abordando su complejidad y diversidad que dejan al descubierto los rasgos de una generación que nos resulta confusa e inaprensible y que se exhibe indisolublemente atada a la experiencia de una ciudad como escenario, enmarcando a los cuerpos juveniles de sus protagonistas y creando una sola superficie en donde el territorio de lo urbano y de lo corporal van tejiendo una interacción rítmica y orgánica.

El relato de lo contemporáneo emerge a través de un conjunto de relaciones (entre unos y otros, entre sujetos y espacios) insertas en una atmósfera en que todo está más mediado por el cuerpo y las imágenes que, por ejemplo, por las palabras. Proponemos que estas películas, mediante la hibridación y disrupción de la narración y de la puesta en escena, ofrecen modalidades relevantes de expresión, en las que el cuerpo y la ciudad que dichos cuerpos recorren, habitan e intervienen, apuestan a la representación de una juventud latinoamericana, contracultural y callejera. Una juventud que se instala como una ciudad-cuerpo, al modo en que lo enuncia Lorena Verzero cuando escribe:

Los cuerpos en acción performan la ciudad, la modelan, la construyen y la transforman. Los cuerpos en contacto contagian intensidades, transportan energías que trascienden calles, cruzan terraplenes y tienden lazos hacia otros barrios, desdibujando orillas, cruzando fronteras. (Verzero, 2020, p. 96)

Estos filmes escogen instalarse en ciudades latinoamericanas efervescentes, en cuyas esquinas ruinosas lo nuevo tiende a borrar lo viejo (lo antiguo, lo tradicional) y los grafitis configuran las nuevas visualidades cambiantes. En ese contexto, los personajes, ya sea de modo individual o grupal, forman parte del paisaje, de un patrimonio intangible, de una ciudad viva, exprimiendo el presente en una suspensión permanente de los grandes relatos o sentidos.

En este análisis abordaremos las películas Ya no estoy aquí (Fernando Frías, México, 2019), Ema (Pablo Larraín, Chile, 2019) y El auge del humano (Eduardo Williams, Argentina, 2016). Estos filmes nos parecen ilustrativos y ejemplares para analizar una posible triangulación entre la ciudad, el cuerpo y la virtualidad como parte de un mismo tejido y superficie de tránsito. Los primeros dos elementos están expresados desde su materialidad y visibilidad, mediante superficies (urbanas y físicas) reales que organizan un relato de lo contemporáneo latinoamericano, a partir de diversos modos de contar la juventud en conjunto con los espacios en los que se desenvuelve: pensando en el tránsito de los protagonistas que recorren la ciudad. Como sugiere Edward Soja en Postmetrópolis. Estudios críticos sobre ciudades y regiones: “(el) proceso de producción de espacialidad o de «creación de geografías» comienza con el cuerpo, con la construcción y performance del ser, del sujeto humano como una entidad particularmente espacial, implicada en una relación compleja con su entorno” (Soja, 2008, p. 34). Las películas de Larraín y de Frías son ilustrativas de una producción de sentido generada desde el cuerpo de sus protagonistas que utilizan segmentos de la ciudad como escenario para sus puestas en escena: coreográficas, rítmicas, performáticas. En estos filmes, la música se apropia de la banda sonora[2]: se suspenden los diálogos y la narración de la historia. Durante más de dos minutos una canción, de principio a fin, se toma el sonido mientras la imagen muestra una secuencia de baile al modo de una película musical.

Por otro lado, evidenciamos la virtualidad como una parte indisociable de las nuevas generaciones, pues el proceso performativo e identitario (en el cual el cuerpo tiene un rol predominante) suele estar acompañado del componente inmaterial digital, que se hace visible a través del dispositivo fílmico. En muchas ocasiones, internet media las relaciones de los personajes, sus interacciones remotas y el consumo de imágenes, anulando las distancias entre los sujetos y sus motivaciones. Parte de la tesis que propone Williams en su película la encontramos en esta idea de conexión digital. En los tres filmes, observamos que el estatuto de aquello virtual aparece representado por el valor de lo etéreo, aquello inasible de una generación verbalmente hermética y corporalmente emancipada.

Nos preguntamos, entonces, ¿cómo lo urbano se relaciona con lo corporal en el cine latinoamericano actual? ¿Mediante qué lenguaje estético y narrativo (texturas, sonidos e imágenes) es representada la liberación corporal y la inmersión digital en estas películas? ¿Cómo se expresa visualmente el modo en que los personajes transitan y habitan sus ciudades?

 

2.   Tránsitos urbanos de las juventudes posmodernas

El cine latinoamericano (salvo pocas excepciones) realiza sus rodajes en locaciones reales: se graba en las calles, en el campo, en las periferias urbanas o en extensiones naturales. La realidad del lugar se imprime en el filme, lo inunda, y, sin embargo, las ciudades no son realmente aquellas que conocemos como viajeros o como habitantes de dichas localidades, están más bien modificadas por retóricas audiovisuales, elementos expresivos del cine, uniones entre espacios opuestos de la geografía urbana a partir del montaje que no podríamos recorrer de otra manera. Monterrey, Buenos Aires y Valparaíso son expresadas, en los filmes seleccionados, no solo desde los cerros, sobresaliendo en el plano con edificaciones desordenadas y coloridas, sino también por la presencia de un corpus de personajes que habitan e irrumpen sus espacios y se hacen parte del mobiliario que los rodea: los protagonistas, como cuerpos sujetos a estilos, vestuarios, marcas y peinados, quedan atados a la visualidad de las diversas ciudades por las que transitan y se apropian de sus esquinas, imprimiendo un sello particular que es dúctil y cambia de acuerdo a las horas del día.

Estamos, así, ante tres películas que van entretejiendo la experiencia de los personajes con la de las ciudades, pues sus modos de habitar y establecer ciertas modas urbanas van particularizando la percepción de los espacios representados. Esa expresividad articula una práctica espacial propia, al modo en que lo comprende Arfurch, quien sugiere: “La experiencia del lugar, antropológica, subjetiva, individual y social. Las ciudades como arenas culturales (…) tramas de sentido, de historia, de tradición, pero incorporadas a la experiencia de los sujetos. Una experiencia llena de hábitos, usos, prácticas…” (Arfurch, 2020, p. 39). Se apuesta acá por representar ciudades desde una mirada y un uso específico, que tiñe sensorialmente los espacios narrativos.

Enmarcado en el estudio del cine latinoamericano de la década de los noventa, Christian León proponía una cinematografía urbana con:

Códigos mestizos que reincorporan elementos de la cultura global de occidente y de los imaginarios locales. Muestra la cultura callejera como un espacio híbrido donde confluye el efecto desterritorializador del imaginario mediático y la reterritorialización realizada por el mundo marginal a partir de sus códigos subalternos. (León, 2005, p. 31)

Si bien el cine latinoamericano de la década de los noventa (de la transición a la democracia –como se denominó en Chile– o de la posdictadura –en Argentina y otros países de Latinoamérica, luego de sus respectivas dictaduras militares–)[3] tenía características más clásicas (de peligros y bandas de adversarios que dividían en dos la ciudad), parte de ese nomadismo persiste retratado en el cine contemporáneo, aunque actualizado a una cierta “poética débil”, en ausencia de conflicto central[4]. Sobrevive especialmente el carácter transitorio (más asociado al cine moderno), de personajes que recorren, observan, afectan y modifican con su paso la ciudad.

En el cine contemporáneo, la idea del tránsito urbano puede observarse desde la mirada de una generación que está caracterizada por la navegación (surfing) en internet y la expresión en la superficie (surface) del cuerpo (Bauman, 2018, p. 22), elementos que tensionan la dinámica entre moda, identidad y comunidad. De cierto modo, en estos jóvenes coexisten dos dimensiones con códigos comportamentales distintos, pero que tienden a fundirse. Esto es identificable en la navegación espacial de los personajes que analizaremos, en los cuales el concepto de tránsito urbano cobra relevancia entendiéndolo como un habitar a través del deambular tanto por la ciudad como por internet. Ambas superficies son igualmente líquidas y cambiantes. Puede ser relevante, para pensar en esto, el concepto que organiza Gonzalo Aguilar sobre ciudad digital (que sucede a la ciudad mediática del siglo XX), en la que:

La aparición de redes sociales, el uso permanente de celulares y dispositivos digitales, la globalización de internet (y la globalización por medio de internet) y el surgimiento de mapas en tiempo real (…) (o GPS) transforman nuestro modo de orientarnos en la ciudad y nuestra relación con el espacio. (Aguilar, 2020, p. 51)

Estos filmes articulan una fusión entre lo real y lo virtual, en donde la ciudad (como aquello real y concreto) e internet (como espacio inmaterial) se exhiben como superficies no precisamente estáticas (un cúmulo de calles, edificios o de vistas), sino más bien como algo en constante movimiento que es visitado por personajes que nunca están quietos. Para guiar la noción de este tipo de espacios, utilizaremos el concepto de no lugar, aquel que posee lo necesario para una circulación acelerada de personas y bienes, y que es propio de la posmodernidad (Augé, 2000, p. 41). Si un lugar es definido como un espacio de identidad, de carácter relacional e histórico, este vendría siendo lo contrario; es decir, un espacio transitorio definido por el pasar de los individuos y no por su memoria (Augé, 2000, p. 83). Bajo esta lectura, la ciudad latinoamericana que habitan los personajes exacerba la noción del no lugar, ya que el énfasis narrativo y estético de estas películas suele no estar puesto en paisajes reconocibles por su catalogación e historia (son numerosas las películas que nos han hecho recorrer Valparaíso[5]; sin embargo, el Valparaíso de Ema será otro completamente distinto), sino más bien en superficies de tránsito, tan efímeras como el paso de quienes las recorren y dotan de sentido.

A esto le sumamos la permanente tensión entre lo local (espacio, lenguaje, condiciones sociales) y lo global (cultura, mercancía, moda), que será relevante para pensar lo contemporáneo, desde la idea de una glocalización. Soja, a partir de sus estudios de geografía cultural, entiende la glocalización como una sucesión de múltiples escalas de hibridación, donde los lugares y las personas se implican en tensiones que emergen de los procesos simultáneos de homogeneización y heterogeneización cultural (Soja, 2008, p. 304). Llevando esto al contexto del habitar de los jóvenes y acercándonos a la apuesta de las películas a analizar, será apropiada la observación de Ramírez: “Las culturas juveniles se ven afectas a los procesos globales expandiendo multiidentidades culturales que adoptan prácticas socioculturales de diversas latitudes, adaptadas a las culturas y a las realidades locales” (Ramírez, 2020, p. 11). En estos filmes, la afinidad con el baile y la apuesta sonora de ciertos géneros musicales han aparecido como patrones comunes, convirtiéndose en prácticas significativas tanto en su manifestación identitaria (mediante un lenguaje etéreo y fluido) como en su devenir sociocultural (a partir de la representación de una realidad fáctica particular, que suele vincularse a condiciones de marginalidad y vulnerabilidad).

Los cineastas apuestan por escenarios urbanos; en ellos, gran parte de la trama se desarrolla en la extensión de las calles y no tanto en interiores, pues interesa experimentar el modo en que se apropian de sectores específicos de la urbe, sus recovecos y explanadas. De esta manera, se representa la ciudad desde la mirada de los jóvenes, alterando la identidad tradicional de Monterrey, Valparaíso y Buenos Aires y situándose en un ideario más globalizado. Aquello inmaterial del patrimonio urbano será en estos filmes tan relevante como aquello que conocemos de las ciudades en término de edificios, monumentos o iglesias. Es interesante la propuesta de Javier Marcos Arévalo, quien señala:

Frente al patrimonio monumental, trasunto de la cultura oficial, existe un patrimonio modesto, especialmente representado por las manifestaciones creativas de la cultura popular y tradicional, de tal manera el patrimonio se convierte en el vínculo entre generaciones, en lo que caracteriza e identifica la cultura de cada sociedad; en suma, en su memoria histórica y colectiva. El patrimonio es un capital simbólico vinculado a la noción de identidad. Es decir, debe ser protegido no tanto por sus valores estéticos y de antigüedad, como por lo que significa y representa. (Arévalo, 2004, p. 3)

Finalmente, además de un no lugar geográfico, nos gustaría integrar el más posmoderno, líquido y propio de la generación a la que nos referimos: la web. Acortar distancias, consumir contenidos y generar múltiples conexiones humanas es parte de lo que ofrece la medialidad digital. En el corpus fílmico de este análisis, se identifica este patrón descriptivo en la vida de los protagonistas y, en muchas ocasiones, es un factor narrativo importante, que, al igual que el cuerpo, articula acontecimientos, estados emocionales y relaciones interpersonales. Este se utiliza para dar paso a una acción comunicativa, de registro y/o difusión, entender los incentivos de los personajes a través de su consumo de imágenes y, en algunos casos, caracterizar aquella parte de su vida sexual mediada por las pantallas. Estos tres filmes exploran de manera particular los diversos modos en que emergen y se representan ambos espacios en el devenir de los personajes y cómo esto condiciona un lenguaje cinematográfico menos enfocado en lo verbal y más enfático en lo visual, poniendo al cuerpo como centro del tránsito urbano y de la inmersión virtual.

 

3.        La ciudad como espacio de quiebre del hermetismo juvenil

Las películas destinadas al presente análisis complejizan los tiempos actuales problematizando la realidad contingente, relativa a tópicos particulares del continente como el narcotráfico, la violencia, la inequidad social. Estos elementos aparecen de modo latente en los tres filmes. Sin embargo, las películas no son realmente sociales o de denuncia; más bien de personajes. Son sus historias y búsquedas las que prevalecen, a pesar del entorno en el que habitan. En esas historias, presentan imaginarios y deseos, relativos al placer y al sexo, a la moda, a la identidad, a la cultura popular. Gérard Imbert, quien focaliza sus estudios sobre el lenguaje cinematográfico en la posmodernidad, establece que ha cambiado la forma en que el individuo se relaciona con sí mismo y con los otros, lo que en un contexto de crisis axiológica estaría más mediado por el cuerpo que por las palabras. Aquí, el sentir físico predomina sobre la emocionalidad verbalizada, entrando en una era “pospasional” (Imbert, 2019, p. 17); y esta directriz será tomada en el análisis de las películas asumiendo que se volatilizan los valores y se hacen más cuestionables y mutables a partir de la representación de generaciones actuales. Aquí resalta una profunda libertad, que se expresa tanto en los estilos de los personajes (peinado, vestuario, gestualidad) como en el modo en que se mueven (literalmente) por el mundo en el que les toca vivir.

Como contrapunto a esa expresividad, observamos un patrón que se repite en las películas de México, Chile y Argentina relativo al hermetismo. En cierta medida, los diálogos dejan de ser útiles tanto para la trama como para la comprensión de los personajes (que resultan ser muy cerrados sobre sí mismos, omitiendo información acerca de lo que piensan y lo que sienten), pues no se identifican con certeza sus objetivos ni motivaciones. Los diálogos se reducen a una superficialidad narrativa, y bajo estas condiciones toma fuerza el lenguaje del cuerpo. Por lo general, este se manifiesta a partir de cómo deciden mostrarse y expresarse mediante el físico, y para ello la proximidad de la cámara es muy importante (tanto desde planos detalle de sus cuerpos como generales de su desplazamiento). Aquí radica una tensión, pues estamos cerca de los personajes, los conocemos visual, estética y superficialmente, pero no los entendemos, lo que describe un quiebre importante con el relato del cine clásico: se nos presentan personajes visualmente abiertos y verbalmente cerrados.

Como señalamos, tanto en Ema como en Ya no estoy aquí el baile (lo coreográfico y performativo) se toma el plano y ocupa secuencias completas. En ese espacio rítmico y visual, en que la ciudad se transforma en un escenario teatral (enmarcado y puesto en escena), encontramos una fisura al hermetismo de estos personajes: ahí se completan, se exhiben, se exponen, se comunican, se funden con el entorno urbano y con los otros con que comparten el plano. Esta percepción de la ciudad (desde un modo activo y corporal de habitar y apropiarse de los espacios) puede asociarse a las palabras de Olivier Mongin cuando se refiere a la importancia que adquiere el cuerpo en la experiencia pública y en la construcción de sentidos:

La experiencia mental de la ciudad, inseparable de una forma que es a la vez una formación, está vinculada con un ritmo corporal. ¿Es esto casual? Formadora, la ciudad-cuerpo suele presentarse, lo sabemos, como una ciudad-libro, como una ciudad-lenguaje, en suma, como una lengua. Entre el cuerpo de la ciudad y los cuerpos que la surcan, la ciudad es una hoja, nunca totalmente en blanco, sobre la cual los cuerpos cuentan sus historias. (Mongin, 2006, p. 70)

   

4.   Lenguajes urbanos

La tercera película del mexicano Fernando Frías, Ya no estoy aquí, cuenta la historia de Ulises Samperio, un joven de 17 años que vive en uno de los barrios más peligrosos de Monterrey, en los comúnmente llamados “asentamientos irregulares”. Pertenece a “Los Terkos”, un grupo de amigos aficionados por la cumbia rebajada[6], que bailan en las calles de la ciudad. Tras un malentendido que involucra al narco (la historia se sitúa a finales de la década de los 2000, en la llamada guerra contra el narcotráfico), Ulises se ve obligado a huir y cruzar ilegalmente a Estados Unidos. Es así como el filme transcurre entre Monterrey y Nueva York, ciudades que representan la dualidad entre la pertenencia y el desarraigo.

El paisaje periférico de la ciudad mexicana es parte importante de la narración y la estética de la película, pues se convierte en una extensión de los mismos personajes que lo habitan y transitan al ritmo de la cumbia ralentizada (borracha, aletargada) que los personajes bailan. Mientras la banda de sonido ofrece una “música de pantalla”, como denomina Michael Chion[7] a la música diegética (los espectadores vemos la fuente de la que proviene esa música), la imagen exhibe una coreografía hipnótica que ocupa el plano y dura por minutos, suspendiendo la historia y transportando al espectador a un nuevo tipo de experiencia. El filme sigue a Ulises y organiza su identidad desde una potente apuesta visual: superficies sensoriales que tensionan la vista y el sonido, en donde la narración se remite a aquello que observamos, peinados, vestuarios, danzas, tránsitos móviles, a través de los cerros de la ciudad y sus callejones interrumpidos por diversas contingencias.

Nueva York, por su parte, es representado desde la perspectiva del migrante ilegal, instalándose en una escala humana y alejándose de aquellos paisajes más reconocibles que aporta esa ciudad en el cine más mainstream. Aquí se evidencia la disociación de Ulises con su entorno físico y humano, acontecimiento que se vuelve clave en la trama a la hora de representar el problema migratorio. Esto último ocurre tanto en el nivel de comunicación verbal (ya que el personaje no conoce el idioma) y corporal (pues se aleja de la subcultura que encarna en Monterrey de modo cotidiano y que solidifica su identidad). Ulises se convierte en un otro al que los “gringos” le sacarán foto por su exotismo, en un habitante sin papeles que debe escapar, que recorre una zona latina de una ciudad que prácticamente no cede a la majestuosidad de Nueva York, más bien se hunde en la nostalgia y el desarraigo… navega a través de no lugares (calles comerciales, estaciones de trenes urbanos) que podrían estar en cualquier parte. Ulises intenta tomarse performativamente algunos espacios: pone un altavoz y baila, pero la presencia policial termina por intimidarlo. De ese modo, a pesar de la interculturalidad propia de esta ciudad, Ulises siempre es un otro.

Llama la atención una segunda dualidad que representan estas ciudades, que tiene que ver con los modos de abordar el peligro. Frías pone en escena un Monterrey complejo, de calles empinadas, pasajes angostos a veces bloqueados que obligan a desandar el camino, o con casas emplazadas de modo irregular. En esos callejones se instalan hombres armados, traficantes de drogas peligrosos que marcan el territorio y lo manejan a su antojo, afectando las formas de vida de sus habitantes, quienes asumen esta condición orgánicamente. En contraste, la vida de Ulises en Nueva York no presenta ninguno de estos riesgos. Transita por barrios poblados mayormente por inmigrantes y su único conflicto con la policía resultó ser un problema de comunicación: bastaba con solicitar un permiso para bailar en espacios públicos. Pese a ello, pareciera que aquí la tensión es mayor, pues la imposibilidad de comunicarse con los demás habitantes se instala como una verdadera amenaza para el personaje.

En este punto, cobra relevancia otra vía de tránsito: internet. Ulises se conecta desde Nueva York a sitios web en los cuales puede revivir los bailes, los vestuarios, ver a los amigos y a la novia que dejó atrás. La globalidad e internet son, por lo tanto, un soporte fundamental. El movimiento de los Kolombia, dada su marginalidad y localidad, se aleja de la cultura global, pero mediante las plataformas virtuales es posible compartir un registro universalmente. Es así como Ulises le muestra a una joven norteamericana, hija de inmigrantes asiáticos (con quien entabla lo más cercano a una posible amistad), qué hace, de dónde viene y quién es, sin la necesidad de expresarlo mediante palabras.

Así como el habla se convierte en un recurso narrativo prescindible en las escenas de Ulises en Norteamérica, también lo es en México. La jerga de esta subcultura, a pesar de ser de habla hispana, posee una serie de códigos que obstaculizan la comprensión total de los diálogos. Esto conlleva que los personajes presenten cierto hermetismo en su dimensión verbal, pues sus conversaciones no solo son inteligibles, sino que además dejan de ser trascendentales en la narración. Podríamos decir que los esfuerzos en explicitar los pensamientos, sensaciones y motivos del protagonista son casi inexistentes, así como las relaciones causales de sus acciones y los vínculos que establece con los demás personajes, razón por la cual la voz es solo un elemento más para caracterizar y distinguir al grupo representado. Esto transforma el ejercicio narrativo en una experiencia distinta, que permite centrar la atención en todo aquello que expresan los jóvenes a partir del lenguaje del cuerpo.

En Ya no estoy aquí, el lenguaje de la moda urbana es muy relevante. Antes del baile, hay una construcción de la apariencia, en el que la cámara pone atención a aquellos momentos en que la pandilla se prepara, otorgándole un sentido especial al vestirse, peinarse y maquillarse. Destaca el uso de prendas muy amplias, zapatillas marca Converse y cadenas, adaptando la moda hip hopera norteamericana a un estilo particular de peinados llamativos y cabellos decolorados. Según Francisco Ramírez:

El transcurso de este siglo no solo marca profundamente la construcción de lo juvenil desde la propia generación, sino que nos enfrenta a jóvenes que adaptan y que adoptan elementos de la globalización a sus propias realidades locales. Los/as jóvenes se movilizan desde una perspectiva global, pero con sus intereses locales bien marcados. (Ramírez, 2020, p. 9)

Todo este lenguaje epidérmico adquiere relevancia en la medida en que enrarece y singulariza lo que identifica a la comunidad y que define el simple hecho de que formen parte de ella y especialmente, da cuenta de un modo de afectar los paisajes, transformándose en el patrimonio simbólico de un determinado barrio.

Finalmente, en este contexto de jóvenes “glocalizados”, es posible identificar una necesidad de vincularse con los espacios más comerciales de ambas ciudades (tal como ocurre con El auge del humano). Adquirir ciertas mercancías se vuelve algo importante para los personajes; por ejemplo, en una feria de comercio informal en Monterrey, Ulises regatea para comprar un cassette y en Nueva York deambula generalmente por calles repletas de locales, entrando a alguno en más de una ocasión para comprar un altavoz, tintura para el cabello, etc. Observamos, por lo tanto, el predominio de jóvenes latinos conectados con el capitalismo mundial, pero a un nivel mucho más local y en sintonía con el paisaje urbano particular, lejano a la monotonía universal de los pasillos del centro comercial.

 

5.        Superficies urbanas, desbordes corporales

La película Ema, del cineasta chileno Pablo Larraín[8], narra la historia de una bailarina de veintipocos años que vive en Valparaíso y que, junto a su pareja y coreógrafo, deciden adoptar a un menor del Sename[9] que no logró adaptarse y fue devuelto a un organismo estatal (que ha sido muy criticado en el contexto nacional chileno). Tras este trauma, nace el deseo obsesivo de la protagonista de tener al niño de vuelta, lo que deviene en un instinto que traspasa la legalidad y desestabiliza otras vidas y relaciones.

Ema coincide con el filme mexicano en un desborde corporal dado por el baile y la fuerte presencia de la ciudad rodeando a los protagonistas. En ambos personajes (Ulises y Ema), todo aquello que no se comunica con palabras está compensando mediante la puesta en escena del cuerpo. En ambos casos, aunque con estrategias muy distintas (en términos de montaje, duraciones y planos), hay una intimidad y temporalidad fílmica con la que se aborda el momento coreográfico que permite asimilar hipnóticamente la expresión corporal y urbana.

El cuerpo se instala entonces como lugar de inscripciones del cine contemporáneo. Larraín expresa a partir del cuerpo de Ema en la ciudad; sin embargo, a diferencia del filme anterior, la urbe no articulará la trama desde su paisaje más precario, pese a que las construcciones irregulares abundan en la ciudad puerto. En ese sentido, se omite el abismo social referente a la geografía urbana que habita el personaje. En Ema, la ciudad palpita de modo rítmico, titilan las luces de las casas, de las calles; Valparaíso se presenta irreal (o real pero irreconocible), teñido por una estética pop, cool, a ratos publicitaria, provocadora, intensa. Larraín, por momentos, ingresa en los códigos visuales del videoclip. Organiza, ya avanzada la historia, un montaje coreográfico compuesto por una danza grupal (bajo el ritmo de una mezcla de música electrónica, trap y reguetón), que tiene continuidad temporal, pero no espacial. Mediante elipsis, las jóvenes mujeres bailan en distintos lugares de la ciudad: miradores, edificios históricos, galerías comerciales, calles emplazadas en los cerros y tranvías. Hay un recorrido por la ciudad que enmarca a la protagonista en su danza frenética, como el escenario viviente de su puesta en escena.

Roncallo y Uribe proponen un tipo de videoclip armónico-rítmico, en el que “las imágenes buscan seguir los cánones rítmicos estipulados en la partitura y da como resultado una sinestesia armónicamente perfecta en la que imagen y sonido se re-componen en un todo” (Roncallo & Uribe, 2017, p. 102). Esa es la estrategia de buena parte del filme: códigos estéticos y narrativos, una apuesta fotográfica y de arte sumamente cuidadas, que generan un dispositivo ficcional que altera el lugar de emplazamiento. El sentido del espacio no viene dado por su historia, sino por la coherencia entre los personajes que lo habitan y cómo manifiestan en él su intimidad compartida. Según Imbert, “este cambio en el régimen de visibilidad implica una mirada transitoria, atenta al cuerpo, que se introduce en los recovecos de la mente humana, se explaya en los lugares –o no lugares– de la posmodernidad, se recrea en lo transitorio, puntual y efímero, en el instante más que en el tiempo largo (...)” (Imbert, 2019, p. 11).

La personalidad de Ema, como la de Ulises, se define por un hermetismo emocional que contrasta con la apertura del cuerpo desplegado en el hábitat urbano y, en su caso concreto, con el dinamismo de sus deseos. Por un lado, se nos presenta un personaje frío e imperturbable cuyas palabras, aunque llenas de agresividad, emergen carentes de expresividad. Si bien como espectadores no comprendemos sus emociones, Ema proyecta una excesiva seguridad respecto a lo que piensa, lo que quiere y a cómo lo quiere. En el otro extremo, el personaje expone su mayor grado de apertura mediante una euforia coreográfica callejera, sobre un beat lleno de autotunes. La actitud y el poder se manifiestan en un lugar de contención y pasión por el baile, donde el principal motor es el sentido de comunidad. Aquí se le da cabida grupal a la experimentación de los placeres personales e íntimos (en la que danza y sexo se funden), convirtiéndose en un potente acto urbano de individualismo colectivo: cada uno baila en conjunto, pero para su propio placer, formando un esquema de cuerpos vibrantes que se atraen y se hallan a sí mismos imprimiendo huellas volátiles en el otro.

Hay otro elemento interesante de mencionar, que tiene que ver con las revueltas o manifestaciones que han sacudido a diversos países del mundo y de América Latina en la última década. Larraín logra anticipar la visualidad del estallido social en Chile en octubre de 2019. Nos referimos al fuego, a las barricadas, a la destrucción del espacio público (semáforos, señalética, esculturas): antes de acostumbrarnos a la estética de la sublevación (solo suspendida por la pandemia), la película inventa un Valparaíso interrumpido por el fuego, pues la protagonista se expresa de modo irracional y destructivo mediante la piromanía. Lo que no puede decir con palabras ni con movimientos, lo quema en una ciudad nocturna, sin miedos ni límites morales. No se trata del “quemar todo” como imperativo de un pueblo que tras años de marginalización y precarización decide sublevarse y provoca un estallido social, sino más bien se puede pensar como un estado de liberación individual. El sistema de valores de la protagonista choca con el que impera en el ámbito social común, desembocando en una serie de angustias existenciales. Imbert catalogaría la piromanía de Ema como “los fenómenos de huida o compensación que producen (estos choques): la intensificación de la vivencia en la supervivencia en condiciones extremas (...) en la relación con el cuerpo, con la búsqueda de momentos de vértigo, a veces llevados hasta el horror” (Imbert, 2019, p. 15).

Como cualquier fuego, el de Ema prende, acalora y excita. Las llamas que cubren la ciudad oscura son su cuerpo ya no coreográfico, sino el de un astro virtual[10] que cambia sus neones para llegar a la intensidad de un rojo radiante. La liberación es lo que atrae a los otros, es lo que despierta el deseo que mantiene a una generación sin miedo a rebelarse a través del cuerpo ni a empoderarse en el espacio público.

 

6.   Tránsitos corpóreo-virtuales

La película del argentino Eduardo Williams, filmada en digital y en 16mm., posee una narrativa experimental, sin historia (o conflicto central) que avanza mediante una serie de saltos espacio temporales que van uniendo la vida de tres jóvenes: uno de Argentina, otro de Mozambique y un tercero de Filipinas. El constante uso de travellings con cámara en mano provoca una sensación de acompañamiento de los personajes, con fluidez, sin desfases, por los diversos territorios, unidos de modo ingenioso. La narración se construye a partir de una cotidianidad fragmentada. La rutina de la especie, el sentido de lo gregario, la búsqueda de la supervivencia en la sociedad por medio del trabajo y la tecnología, son los temas que aborda la película. A partir de ellos, se concibe “lo humano” desde una transversalidad que rompe las barreras culturales y funde lo local en global.

¿No es eso último lo que hace internet? Precisamente, es este elemento el que está presente en las tres vidas de los diferentes protagonistas como un rasgo propio de la juventud actual, independiente de sus países de origen. Los personajes se muestran como individuos conectados, habitantes de un paisaje tecnológico, lo que Soja define como “configuraciones globales fluidas de alta y baja tecnología, tecnología mecánica e informática, que están siendo modelados y remodelados a una velocidad sin precedentes mientras que la tecnología se mueve a través de fronteras, hasta el momento impermeables” (Soja, 2008, p. 303).

El primer segmento del filme se ubica en un barrio marginal de Buenos Aires que, al menos en la primera secuencia, se encuentra completamente inundado. El protagonista camina con traje de baño, con el agua hasta las rodillas, por calles de casas con fachada continua que amurallan las vías convertidas en ríos. La cámara lo sigue ahí y posteriormente cuando viaja desde la casa hasta el parque, pasando por bloques de edificios de cemento, con pasos sobre nivel, escaleras de hormigón, todo cubierto por diversos rayados que se superponen unos a otros y que operan como un telón de fondo permanente. Esta superficie poblada por grafitis, envejecida, se repite en las tres películas, como un signo de los tiempos.

Es interesante el concepto de “red” que sugiere Williams, ya que podemos entenderlo tanto desde el plano inmaterial como material. En este contexto funcionan muy bien las palabras de Mongin sobre las dinámicas urbanas contemporáneas:

La suerte de lo urbano, compartida ahora mundialmente, hace pasar de una cultura urbana –europea en su origen, doblemente marcada por la voluntad de circunscribir límites y por el respeto de la proximidad– a un “planeta urbano” que corre los límites, en el doble sentido de la megaciudad (ilimitación demográfica, abandono humano…) y de la ciudad global (la que se conecta a los flujos y a lo ilimitado de lo virtual. (Mongin, 2006, p. 168)

En la película, todas las transiciones entre un personaje y otro ocurren a través de un anclaje matérico, pese a que el enlace sea virtual o simbólico. Llama la atención, por ejemplo, aquella escena en que el personaje mozambiqueño llega hasta la selva, lugar en el que la cámara lo abandona para seguir el largo recorrido (que toma varios minutos) de una hormiga que se aparta de otras. Cuando esta sale de la tierra, la película nos traslada a Filipinas, donde nos encontramos con un nuevo personaje, al que los espectadores seguiremos con la misma fluidez con que observamos al protagonista argentino. 

La hormiga puede funcionar como un simbolismo del trabajo y la productividad. Los tres personajes tienen ese trasfondo que los une y que hace que sus historias se asemejen, hasta el punto de sentir que se sigue siempre a la misma persona: un joven tercermundista lidiando con la escasez de trabajo, la cesantía o precariedad laboral, las dificultades del autosustento y la búsqueda. El tratamiento audiovisual del seguimiento de la hormiga es idéntico al de los jóvenes en sus entornos urbanos y rurales: se pierde a ratos, se vuelve a encontrar, aparece de nuevo, llega a un destino, se reúne con otros; entremedias, el habitar se inunda y deben encontrar nuevos modos de supervivencia. Como explica Baricco respecto a los habitantes de la ciudad contemporánea, “no se mueven en dirección a una meta, porque la meta es el movimiento. Sus trayectorias nacen por azar y se extinguen por cansancio: no buscan la experiencia, lo son” (Baricco, 2013, p. 76). Aquí se consolida de cierto modo la idea del ser en tránsito, la incertidumbre de los paraderos y la oscilación entre lo solitario y lo gregario, mediado por el trabajo (que, en el caso del joven argentino, se desarrolla en el interior de un supermercado, organizando y reponiendo las mercancías, en una actitud similar a la de las hormigas que transportan materiales y alimentos para sus hormigueros).

En este filme, el surfing y surface que plantea Bauman se ilustra de manera literal. El ansia de los personajes hacia un estado permanente de conectividad se enlaza con la relación que establecen con los dispositivos electrónicos con los que interactúan los personajes, como cuando el argentino recorre la ciudad en busca de wifi, pidiendo móviles con conexión y terminando más de una vez viendo imágenes pornográficas con sus amigos en un ordenador; o el personaje de Filipinas, que camina desde la naturaleza hasta un cibercafé. Otra transición interesante es la del personaje argentino, que ve pornografía con sus amigos y se masturban a través de una plataforma virtual que los conecta con jóvenes mozambiqueños haciendo lo mismo. A estos últimos los vemos en una ventana de videollamada en la pantalla del ordenador. El traspaso ocurre cuando uno de ellos agranda la ventana, ocupando la totalidad de la pantalla y convirtiendo esa imagen en una nueva escena de la película. En este contexto, resulta interesante que en el filme la sexualidad y la virtualidad no se disocien. Una se convierte en extensión de la otra, rompiendo las barreras de materialidad e inmaterialidad, pues la red no solo es conectividad tecnológica/humana, sino también virtual/sexual.

Existe, por lo tanto, una similitud entre esa conectividad virtual con una más física, representada en los grandes saltos geográficos (entre las ciudades que habitan los personajes) visualmente hilados. Hay una especie de condición mágica en ese dispositivo cinematográfico de unión, que funciona como una analogía con el mundo digital y esa locura normalizada de estar cerca cuando estamos a miles de kilómetros. Bauman evidencia la necesidad de una simbiosis entre ambas dimensiones:

En el mundo online estamos siempre potencialmente en contacto. El mundo offline, sin embargo, no ha desaparecido, ni es probable que desaparezca en un futuro próximo (...). Pero ahora existen dos mundos, netamente distintos el uno del otro, entidades plena y verdaderamente antípodas, y la tarea de reconciliarlos y forzarlos a solaparse está entre las competencias que el arte de vivir en el siglo XXI nos exige adquirir, hacer nuestras y utilizar. (Bauman, 2018, p. 48)

Si incluimos este filme es justamente por el tejido entre lo virtual y lo material. El primero emerge desde las diversas pantallas (de teléfonos móviles, de ordenadores); el segundo, en una dimensión entre el cuerpo y los espacios (urbanos y rurales) que esos cuerpos transitan. Avanzando, acercándose y alejándose.

 

7.        Palabras de cierre

El cine latinoamericano actual presenta diversos y particulares modos de inscribirse y de representar las ciudades. En relación a una posible historia del cine, se desmarca, por una parte, de las sinfonías de las ciudad (a partir de un conjunto de películas experimentales que exhibían poéticamente la modernidad urbana de Berlín o de Sao Paulo), del proyecto político y de denuncia de los Nuevos Cines Latinoamericanos (que buscaban dar cuenta del hambre, de la violencia y de la inequidad en los países de la región) o, también, de los cines de los años noventa (que ponían en escena a un conjunto de sujetos marginales transitando en las ciudades segregadas y divididas).

Es otro el fenómeno que se observa actualmente: en el cine contemporáneo convergen temas de género, de clases sociales, de migración, pero bajo un elemento que no se había manifestado anteriormente en esta cinematografía relacionada con ciertos desbordajes: por una parte, entre lo global y lo local; por otra, entre lo virtual y lo corporal. Son ilustrativas las películas problematizadas en este texto: Ema, Ya no estoy aquí y El auge de lo humano, como filmes que abordan a la juventud actual desde la expresividad del cuerpo: la moda, el baile, la sexualidad, el tránsito urbano que modifica a su paso la ciudad por la que circula.

Los protagonistas jóvenes de estas películas se expresan desde un lenguaje corporal que permite que la ciudad se transforme en un soporte de expresión. En sus interacciones con el paisaje, con los entornos, se construye un sentido: se significan, afectan, performan las ciudades. En ese contexto, la ficción (como especulación, imaginación, reflexión) opera tanto al nivel de la juventud como de la ciudad: la mirada sobre este mundo es imaginativa. Las ciudades son las reales, al mismo tiempo que nada tienen que ver con aquellas que (como espectadores) hemos recorrido alguna vez, pues se encuentran iluminadas por el modo de habitar de personajes jóvenes, que borronean sus connotaciones tradicionales, sociales y geográficas, tiñéndolas, coreografiándolas, conectándolas, musicalizándolas.

Finalmente, el diálogo permanente que admite la globalización, consciente de que estos jóvenes enmarcados en realidades locales específicas están vinculados a diversas tendencias extranjeras, expresadas desde la conectividad con el mundo digital, con los intereses artísticos, las manifestaciones musicales, en las modas y objetos de consumo. La ciudad, como espacio narrativo, se ajusta a un cierto ideario juvenil, a una forma de ver, pero, sobre todo, de ser visto.

 

Referencias bibliográficas

Arévalos, J. M. (2004). La tradición, el patrimonio y la identidad. Revista de estudios extremeños, 3(60), 925-956.

Arfuch, L. (2020). Andar en las ciudades. Berlín/Buenos Aires. En F. Pietsie & L. Verzero (Eds.), Ciudades performativas: prácticas artísticas y políticas de (des)memoria en Buenos Aires, Berlín y Madrid (pp. 37-48). Buenos Aires: Universidad de Buenos Aires / Instituto de Investigaciones Gino Germani.

Augé, M. (2000). Los no lugares. Espacios del anonimato. Antropología de la Sobremodernidad. Barcelona: Gedisa.

Baricco, A. (2013). The Barbarians: An Essay on the Mutation of Culture. New York: Rizzoli Ex Libris.

Bauman, Z. (2018). Generación líquida: Transformaciones en la era 3.0. Barcelona: Paidós.

Chion, M. (1997). La música en el cine. Barcelona: Paidós.

Imbert, G. (2019). Crisis de valores en el cine posmoderno (más allá de los límites). Madrid: Cátedra.

Jullier, L. (2007). El sonido en el cine. Barcelona: Paidós.

León, C. (2005). El cine de la marginalidad. Realismo sucio y violencia urbana. Quito: Corporación Editora Nacional / Ediciones Abya Yala.

Mongin, O. (2006). La condición urbana. La ciudad a la hora de la mundialización. Buenos Aires: Paidós.

Ramírez Varela, F. (2020). Juventud y movimientos sociales: reflexiones sobre la Generación Glocal latinoamericana. Revista Argentina de Estudios de Juventud, (14), e030. doi: 10.24215/18524907e030

Roncallo Row, S. & Uribe-Jongbloed, E. (2017). La estética de los videoclips: propuesta metodológica para la caracterización de los productos audiovisuales musicales. Cuadernos de Música, Artes Visuales y Artes Escénicas, 1(12), 79-109. doi: 10.11144/Javeriana.mavae12-1.evpm

Rueda, C. (2019). Ciudad y fantasmagoría: dimensiones de la mirada en el cine urbano de. Latinoamérica del siglo XXI. Santiago: Cuarto Propio.

Soja, E. (2008). Postmetrópolis. Estudios críticos sobre ciudades y regiones. Madrid: Traficantes de Sueños.

Verzero, L. (2020). Teatralidad, memoria y experiencia en la ciudad-cuerpo: prácticas performáticas en la Buenos Aires del siglo XXI. En F. Pietsie & L. Verzero (Eds.), Ciudades performativas: prácticas artísticas y políticas de (des)memoria en Buenos Aires, Berlín y Madrid (pp. 93-108). Buenos Aires: Universidad de Buenos Aires / Instituto de Investigaciones Gino Germani.

 

Filmografía

Frías, F. (2019). Ya no estoy aquí. México / Estados Unidos: PPW Films / Panorama Global / Agencia Bengala.

Larraín, P. (2019). Ema. Chile: Fábula.

Williams, E. (2016). El auge del humano. Argentina / Brasil: Un Puma / Ruda Cine / Universidad del Cine / RT Features.

 


[1]. Este artículo forma parte de la investigación “Desbordes del realismo en el cine latinoamericano contemporáneo”. Fondecyt inicio número 11190709.

[2]. Podríamos asumir, como propone Laurent Jullier, una modalidad que, en el caso de Ema y de Ya no estoy aquí, transita entre la moderna y la posmoderna. En donde la primera “prefiere mantener al espectador a distancia” (Jullier, 2007, p. 48) y la segunda “que pone al sonido al servicio de una producción del vértigo” (Jullier, 2007, p. 49).

[3]. Como parte del cine de transición a la democracia, podemos nombrar en Chile películas como Caluga o menta (Gonzalo Justiniano, 1990) y Taxi para tres (Orlando Lübbert, 2001), que, más que representar la época del régimen dictatorial de Pinochet, mostraron los residuos que deja dicho periodo (en términos sociales y económicos) en la sociedad chilena. En Argentina, donde sí hubo un proceso judicial referente a los agentes dictatoriales, se habla de cine de la postdictadura en referencia a películas como La noche de los lápices (Héctor Olivera, 1986) y La historia oficial (Luis Puenzo, 1985), entre otras.

[4] Conceptos pertenecientes a Pablo Corro, el primero, y a Raúl Ruiz, el segundo.

[5]. Valparaíso mi amor (Aldo Francia, 1969), Neruda (Pablo Larraín, 2016), La luna en el espejo (Silvio Caiozzi), A Valparaíso (Joris Ivens, 1964), De la noche a la mañana (Manuel Ferrari, 2021), entre otras.

[6]. Subgénero musical derivado de la cumbia colombiana y mexicana, propia de la cultura urbana Kolombia.

[7]. Chion describe la música de pantalla como aquella “claramente oída como emanante de una fuente presente o sugerida por la acción” (Chion, 1997, p. 193). En este caso particular, proviene de un amplificador o de las percusiones instrumentales realizadas por la banda del protagonista.

[8]. Pablo Larraín es el director chileno a cargo de películas como No (2012), El Club (2015), Neruda (2016), Jackie (2016) y Spencer (2021). A diferencia de los filmes anteriores, inspirados en fantasmas históricos del pasado (incluyendo a la princesa Diana, a Pablo Neruda, a Jackie Onassis), aquí decide hacer un retrato de una joven bailarina en Valparaíso.

[9]. El Sename (Servicio Nacional de Menores) es un organismo chileno gubernamental centralizado, colaborador del sistema judicial y dependiente del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos. Se encarga de la protección de derechos de niños, niñas y adolescentes, y de los jóvenes entre 14 y 17 años que han infringido la ley. Este servicio ha sido profundamente criticado por numerosas negligencias, maltrato y vulneración de los derechos de los niños y adolescentes.

[10]. Tal como muestra el afiche del filme.