Tensiones apocalípticas en tres películas de Kurosawa Kiyoshi

(Cure, 1997; Retribution, 2006; Pulse, 2001).

Brotan los espectros en la ciudad moribunda

 

Apocalyptic tension within three movies by Kurosawa Kiyoshi

(Cure, 1997; Retribution, 2006; Pulse, 2001).

The specters of the dying city arise

 

José Manuel López Fernández

Universidade de Vigo, España

josemlopez@gmail.com

https://orcid.org/0000-0002-4180-1221

Resumen:

Si el cine llegó a tiempo de registrar las primeras imágenes en movimiento de la ciudad moderna, será también poéticamente apropiado que llegase a tiempo de registrar, justo antes de su desaparición, las últimas imágenes de su quietud terminal. En pocas filmografías como la de Kurosawa Kiyoshi es posible percibir las continuidades entre la ciudad y la imagen modernas y la ciudad y la imagen contemporáneas. Siguiendo el relato de las últimas cosas, este artículo se centrará en tres de sus películas y la progresiva deriva de la Tokio en la que transcurren hacia la desaparición y la espectralidad, comenzando en Cure (1997), siguiendo con Retribution (2006) y terminando en Pulse (2001). En ellas, Kurosawa inscribe la tesis de que sería ahora, en nuestro presente, cuando la ciudad moderna —y por extensión el proyecto de la Modernidad que tan bien conoce— esté al borde de su definitivo final. Y la infección viral de lo espectral sería el signo máximo de su decadencia y decantación terminales.

Abstract:

Given the fact that cinematography captured the first images in movement of the modern city, it would be poetically appropriate if it managed to arrive in time so as to capture the last images of its final stillness, right before its disappearance. In few filmographies like Kurosawa Kiyoshi’s can we perceive the continuity between modern city and imagery and contemporary city and imagery. Following the narrative of the last things, this article will focus on three of his movies; moreover, it will also focus on the progressive decay of the Tokyo that it is portrayed, until it reaches its ghostly disappearance. These movies are Cure (1997), Retribution (2006), and Pulse (2001). In these, Kurosawa enacts how our present would be when our modern cities -and the concept of modernity that he so well knows- are on the verge of their end. It will be, at this moment, when the viral infection of its ghostly façade becomes the biggest indication of its decadence.

 

Palabras clave:

Cine y ciudad; modernidad; cine apocalíptico; cine fantástico; fantasmas; cine japonés.

 

Keywords:

Cinema and city; Modernity; Apocalyptic Cinema; Fantasy Cinema; Ghosts; Japanese cinema.

1. Introducción

La imagen ha tenido siempre una relación cercana con la muerte, lo arcano y lo oculto. Desde que salió de las cuevas, del eidolon griego a la imago latina pasando por los frescos funerarios etruscos, las estelas egipcias o las máscaras mortuorias romanas, la imagen nació de las tumbas “para rechazar la nada y para prolongar la vida” (Debray, 1994, p. 19). Toda imagen representa, vuelve a hacer presente algo que ya no está (en el escenario o en el mundo, tanto da) por lo que es antes huella de una ausencia que de una presencia. Debido a ello, la imagen ha sido siempre el reino natural de los aparecidos (phainein), de los phainomena y phantasmata. Y lo que (se) ha aparecido lo hace siempre para ser mirado (spek): el espectro se convierte entonces en espectáculo y con él nace el espectador. Las atestadas ciudades industriales demandaban entretenimientos acordes con el espíritu de la Modernidad y aparecen por doquier un sinnúmero de máquinas de visión y espectáculos basados en la imagen en los que, ante los ávidos ojos del espectador gregario y anónimo de la multitud urbana, la luz y diferentes trucajes buscaban la ilusión del movimiento y la reanimación de lo inmóvil: la linterna mágica, la cámara oscura, el fantasma de Pepper, las fantasmagorías de Robertson, el fantoscopio, las fantasmo-parastasias, las experiencias fantasmagóricas y fantasmapáticas… Los nombres de estos y otros tantos espectáculos hacen patente la pervivencia de la relación de la imagen precinematográfica con la muerte y aquellas a las que Honoré de Balzac denominó ciencias ocultas. El cine todavía no había sido inventado, pero gozaba ya de una existencia larvada, en potencia, en toda la cacharrería escópica del siglo XIX que estaba a punto de inaugurar una nueva visualidad para el ser humano, abrazando, en alquímica paradoja, las más antiguas y arcanas representaciones: fantasmas, revenants, aparecidos y todo un rango espectral de imágenes post mortem que ya alimentaban, así, a un cine ante natum, todavía no alumbrado.

Y por todo ello, cuando el cine al fin surgió del mundo de las sombras, lo hizo como un “arte urbano, mezcla de ciencia, de técnica y de fantasmas” (Comolli, 2007, pp. 427-428). La ciudad moderna se convierte en el hábitat natural del cinematógrafo y las primeras imágenes en movimiento estaban cubiertas por el hollín y el humo de las fábricas de París, Nueva Jersey, Berlín, Londres o Leeds. Comenzó así un idilio maquínico, deambulatorio y espectral que convirtió al cine en el gran espejo de la metrópolis del siglo XX:

El cine comenzó como una dispersión de espectros gesticulantes, de cuerpos humanos transitando las calles de la ciudad (…) bajo cielos industriales contaminados. La chispa incendiaria que inauguró la imagen fílmica —propagándose a casi todos los países del mundo, a finales del siglo XIX— propulsó una historia del cuerpo que permanece ineludiblemente entrelazada con la historia de la ciudad. (…) La ciudad fílmica solo puede estar contenida en un libro abierto sobre la muerte y los orígenes, construido a partir de fragmentos urbanos que se desploman. (Barber, 2006, p. 13)

Ese doble idilio fundacional de las primeras imágenes en movimiento con la materialidad de la ciudad y con la inmaterialidad de lo que Théophile Gautier (1897, p. 207, trad. a.) describía como “lo fantástico, lo misterioso, lo oculto, lo inexplicable” pervive en el cine contemporáneo. Ese libro sobre la muerte y los orígenes no se ha cerrado todavía, pero la historia que ha contado este siglo —el siglo del cine— se ha escorado, inevitablemente, desde el esplendor hacia la decadencia de unos cuerpos urbanos y unos cuerpos humanos que parecen siempre al borde de la desaparición, aquejados de la espectralidad latente de la ruina. Esa decadencia es, por supuesto, la del sueño ilustrado, del que la ciudad moderna es una de las principales encarnaciones.

Y en pocas filmografías como la de Kurosawa Kiyoshi es posible percibir esas ilaciones y continuidades entre la ciudad y la imagen modernas y la ciudad y la imagen contemporáneas. Aunque comenzó a realizar largometrajes en la década de los ochenta, su filmografía se abrió definitivamente a lo espectral cuando el cine cumplía un siglo de historia. Desde Cure (Kyua, 1997), Barren Illusions (Ôinaru gen'ei, 1999) o Séance (Kôrei, 2000), pasando por Pulse (Kairo, 2001), Bright Future (Akarui mirai, 2003), Doppelganger (Dopperugengâ, 2003), Loft (Rofuto, 2005) o Retribution (Sakebi, 2006), hasta las recientes Le secret de la chambre noire (2016) o To The Ends of the Earth (Tabi no owari sekai no hajimari, 2020), en sus películas anida esa semilla decadente del final de los tiempos[1]. Sus protagonistas parecen vivir —como la misma Tokio, la ciudad en la que habitan— al borde del deshacimiento y la desaparición. Este artículo se centrará en tres de ellas, pero no lo hará de manera estrictamente cronológica, sino siguiendo el relato escatológico de las últimas cosas y la progresiva deriva de esa ciudad hacia la destrucción y la espectralidad, comenzando en Cure (1997), siguiendo con Retribution (2006) y terminando en Pulse (2001).

Tres películas en las que se percibe una clara continuidad entre los males que aquejaban a la ciudad moderna y los que diezman a la ciudad contemporánea. Ese será el primer objetivo de este artículo: demostrar esa continuidad en tres películas en las que Kurosawa inscribe la tesis de que sería ahora, en nuestro presente, cuando la ciudad moderna —y por extensión el proyecto de la Modernidad que, como veremos, tan bien conoce— esté al borde de su definitivo final. Y lo hace sirviéndose de la infección viral de lo espectral como signo máximo de esa decadencia o decantación terminales. El fantasma ha sido un texto recurrente desde la antigüedad hasta nuestros días[2] y, aunque fue silenciada parcialmente en los tiempos de la razón y la ciencia, esa invasión espectral retornó con fuerza renovada de la mano de la inflexión romántica y otras huestes del antiiluminismo. Los fantasmas, convertidos en signo de una modernidad agotada, rebrotaron entonces, imparables, de las catacumbas de las ciudades modernas, enturbiando sus diáfanos planes urbanísticos con sus sombras llegadas de tiempos remotos.

Ese será el segundo objetivo de estas líneas: estudiar cómo los fantasmas continúan brotando en la ciudad contemporánea siguiendo el mismo reflujo arcano y ancestral que en la ciudad moderna. Apartamentos y aparcamientos, oficinas y restaurantes, parques, túneles, callejones y avenidas, descampados, vertederos, muelles y todo tipo de hinterlands, terrain vagues y espacios indeterminados entre la ciudad y su afuera… Tokio es el escenario por excelencia del cine de Kurosawa y cualquiera de sus rincones puede convertirse en el lugar de las apariciones. Una Tokio cuya área metropolitana está compuesta por seis prefecturas, veintitrés distritos y veintiséis ciudades que sobrepasan los cuarenta millones de habitantes. Una polis que hace ya mucho tiempo perdió toda dimensión humana para convertirse en megalópolis, un contenedor rebosante de cuerpos e historias, una incubadora para todas las enfermedades modernas del cuerpo (y del espíritu). Una Tokio, en fin, exhausta y terminal que en sus películas parece al borde de un final estruendoso y siempre inminente. Porque Kurosawa es un poeta apocalíptico de la estirpe del T. S. Eliot de, por ejemplo, La tierra baldía (2015), “Burnt Norton” (1989a) o “Los hombres huecos” (1989b), desencantados ambos con la muerte espiritual de sus respectivas épocas por las que lanzan sus endechas fúnebres: “Así es como termina el mundo”, repite Eliot hasta en tres ocasiones en “Los hombres huecos” y así lo filma, una y otra vez, Kurosawa Kiyoshi.  

 

2. Cure: latencias espectrales

Cine más psicoanálisis: una ciencia del fantasma.

Jacques Derrida (McMullen, 1983)

Cure (Kyua, 1997), cuyo título remite directamente a “la cura” psicoanalítica, comienza con una secuencia en la que una mujer que asiste a terapia parece provocar con su inestabilidad emocional que la mesa que tiene delante comience a temblar. La mujer es Fumie, la esposa del detective Takabe (Yakusho Kôji), y su posible psicoquinesis no pasará de ser una sugerencia que no será explorada por Kurosawa[3]. Fumie está obsesionada con poner en funcionamiento una lavadora vacía que su marido apaga una y otra vez. Con desoladora sencillez, Kurosawa nos irá mostrando así a seres al borde de la locura que vagan por una Tokio al borde del colapso como máquinas biológicas que continúan centrifugando la nada en sus entrañas vacías. En su segunda secuencia, un hombre camina por las calles y al entrar en un túnel arranca un fragmento de una cañería metálica que comienza a verter agua en el pavimento, un coche tarda en encender los faros, una de las luces del túnel se apaga y se enciende… Parece claro que algo no funciona en esta ciudad, es muy pronto para saber el qué, pero estas dos primeras secuencias dejan entrever una inefable asincronía, una intermitencia, una latencia siniestra tanto en Tokio como en sus habitantes. Por corte directo vemos ahora al hombre en una habitación junto a una mujer desnuda. Tras ellos, las cortinas cerradas permiten reconocer la forma desdibujada de algunos edificios: es la ciudad que observa. El hombre apura un trago, la cañería aparece en su mano y comienza a golpear a la mujer.

A la mañana siguiente, el detective Takabe no parece sorprendido por la escena del crimen: la mujer tiene las dos carótidas cercenadas en una equis perfecta. Durante una conversación posterior con un psiquiatra que colabora con la policía, descubrimos que se trata del tercer caso que presenta el mismo modus operandi, pero los autores son personas diferentes sin relación alguna entre ellos. El responsable es, como sabremos en breve, Mamiya (Hagiwara Masato), un antiguo estudiante de psicología fascinado por Franz Anton Mesmer, el médico austríaco que a finales del siglo XVIII desarrolló la teoría del “magnetismo animal” que fue la precursora de la hipnosis. Mamiya induce a ciudadanos seleccionados al azar a cometer asesinatos idénticos entre sí y sus motivaciones nunca llegarán a conocerse.

Más adelante, el detective Takabe revisará los libros que hay en el apartamento del hipnotista y la cámara de Kurosawa recorre con parsimonia algunos de los títulos y autores: Psicoterapia psicodinámica de pacientes límite de Otto Kemberg, Teoría del psicoanálisis de Carl Gustav Jung, Mesmer, o el éxtasis magnético… Pero es uno de ellos el que resulta especialmente significativo para la tesis principal de este artículo: las ciudades fantasmales moribundas como signo de los estertores de la Modernidad. Ese libro es El mesmerismo y el final de la Ilustración en Francia y, aunque en plano no puede apreciarse el nombre del autor, este libro fue escrito por Robert Darnton en 1968, y en él puede leerse:

Una lista de autores cuyos trabajos tienen alguna analogía con el mesmerismo era la siguiente: “Locke, Bacon, Bayle, Leibniz, Hume, Newton, Descartes, La Mettrie, Bonnet, Diderot, Maupertuis, Robinet, Helvetius, Condillac, J.-J. Rousseau, Buffon, Marat, Bertholon”. (…) El misticismo religioso proveía a estos filósofos con la fuente más rica de lo irracional que había fluido a través de la era de la Razón, a partir de las convulsiones de los mesmeristas, como una corriente subterránea. Cuando salió a la superficie después de 1789, había sido absorbida por (…) varias corrientes del espiritismo, pero la corriente mesmerista fue una de las más poderosas (por su) papel en la transición desde la Ilustración al Romanticismo. Los conjuntos de actitudes generalmente asociados a estas dos etiquetas podrían entenderse mejor trazando una línea de pensamiento desde un extremo —la fe del siglo XVIII en la capacidad de la Razón para descodificar las leyes de la naturaleza— al otro —la fascinación del siglo XIX con lo sobrenatural y lo irracional—. (Darnton, 1968, pp. 150-151, trad. a.)

Una fascinación a la que la fotografía primero y el cine después contribuyeron de manera esencial como nos recuerda Jean-Louis Leutrat (1999, p. 40) en Vida de fantasmas: “el cine es una máquina que sirve para resucitar a los muertos, convirtiéndose por ello en sucesora de la fotografía”, y recoge a continuación la idea de Honoré de Balzac de que cada vez que un cuerpo se expone al daguerrotipo (o al cinematógrafo después) “perderá uno de sus espectros, es decir, una parte de su esencia constitutiva”. Una idea —la imagen vampírica y su relación con la muerte— que, por supuesto, surge de aquella corriente sobrenatural e irracional que el mesmerismo, como relata Darnton, contribuyó a sacar a superficie[4]. Una idea recogida, por ejemplo, en “El retrato Oval” (1842) de Edgar Allan Poe o La caída de la casa Usher (La chute de la maison Usher, 1928) de Jean Epstein (basada en ese y otros relatos de Poe), donde un hombre pinta el retrato de su esposa y, con cada pincelada, un hálito de vida de la mujer pasa de su cuerpo al cuadro. Cuando finalmente la mujer fallezca su retrato estará más vivo que nunca. Y recogida también por el propio Kurosawa Kiyoshi en El secreto de la habitación negra (Le secret de la chambre noire, 2016, también conocida como Daguerrotipo o La mujer de la lámina de plata), su primera película rodada en Francia, en la que la obsesión de un fotógrafo por realizar los más hermosos y perfectos daguerrotipos de su mujer e hija termina convirtiéndolas en espectros. Así, se hace patente a lo largo de su filmografía que Kurosawa no solo conoce, sino que bebe directamente de estas corrientes irracionales de lo oculto[5].

De esas corrientes brota, por lo tanto, Mamiya, este homicida sin móvil y, por lo tanto, sin fin, con un ejército de ejecutores a su disposición que esperan a ser hipnotizados en las calles de Tokio. Kurosawa, también guionista, podría estar confirmando así la intuición de Walter Benjamin (2007, p. 403) cuando se preguntaba: “¿No es cada rincón de nuestras ciudades, precisamente, el lugar de un crimen? ¿No es cada uno de sus transeúntes bien precisamente un criminal?”. En el cine de Kurosawa, Tokio está condenada: es el sueño apocalíptico de un durmiente, la sugestión de un hipnotista homicida, la gigantesca escena de un crimen inminente. Una urbe que resulta tan extraña e ilegible para el detective como la mente y las motivaciones del asesino en serie al que persigue. Takabe reconstruye los pasos del último hipnotizado y Kurosawa inserta entonces una secuencia de montaje en la que los protagonistas son la fragmentada ciudad de Tokio y la mirada vacía que el detective posa sobre ella: un paso a nivel comienza a funcionar sin que ningún coche lo atraviese, en el túnel el agua sigue fluyendo de la tubería partida y la lámpara sigue fallando, como si estuviera a punto de fundirse… Signos espectrales, aparentemente cotidianos, de una ciudad que se aparece así, en cambio, extrañada y siniestra. Pero el plano más significativo de esta secuencia —y en el que más se detiene Kurosawa— es el de Takabe observando la ciudad desde una azotea (F1)[6]. Una imagen de clara raigambre romántica que permite intuir a Tokio como la ruina en la que se convertirá en sus posteriores Pulse y Retribution.

F1. Cure (Kyua, Kurosawa Kiyoshi, 1997).

Premoniciones y presagios, por lo tanto, de lo fantástico y lo oculto brotan como espectros en la Tokio de Kurosawa. Cure no es, propiamente, una historia de fantasmas, pero lo siniestro —“todo aquello que debiendo permanecer oculto, secreto, se ha manifestado”, en la canónica definición de F. W. J. Schelling—[7] aflora constantemente por sus junturas. Las señales de la epidemia espectral que iba a sufrir el cine posterior de Kurosawa ya estaban aquí. Además de las asincronías y latencias comentadas hasta ahora, hay en Cure dos momentos en los que parece que el velo fantasmático va a ser finalmente retirado: en un sanatorio abandonado Takabe observa a través de una cortina de láminas de plástico una fotografía colgada en la pared que, por un momento, se convierte en una aparición fantasmal, una solución de puesta en escena que recuperará en el comienzo de Pulse; y en una tintorería observa sobresaltado como una cinta transportadora le acerca un vestido rojo, en un plano brevísimo e inesperado (F2) que recuperará en Retribution, donde la fantasma que persigue a otro detective interpretado también por Yakusho Kôji llevará un vestido rojo.

F2. Cure (Kyua, Kurosawa Kiyoshi, 1997).

En el cine de Kurosawa, lo oculto parece siempre a punto de manifestarse; y tanto es así que podría decirse que sus películas tratan, de una u otra forma, sobre el camino, no siempre culminado o culminable, que va de la latencia a la patencia: sus historias son siempre en potencia porque no pueden cerrarse en un sentido tradicional por su carácter viral. Una viralidad que, por supuesto, va mucho más allá de la expansión masiva por la red (aun siendo un concepto clave en la posterior Pulse) y es la responsable de sus característicos finales no conclusivos. Cuando llega el final de las tres películas tratadas en este artículo, la anécdota central de la trama parece haberse resuelto, pero los pulsos del circuito espectral (“kairo”) continúan latiendo y la corriente de lo oculto continúa fluyendo por el mundo diegético de la película después de su última imagen. En Cure, el detective Takabe ha ajusticiado a sangre fría al hipnotista Mamiya, lo que, teóricamente, debería haber terminado con los asesinatos, pero, en la última secuencia de la película, Takabe cena en un restaurante y ve como una mujer se acerca a una camarera y le dice algo que no escuchamos, la camarera asiente, coge un cuchillo con total naturalidad y comienza a caminar hasta que… corte directo y títulos de crédito. Kurosawa no nos muestra qué sucede a continuación, pero todo parece indicar que los asesinatos no se han detenido, que la potencia del mal ha sido liberada al mundo, pero ya no necesita del hipnotista como médium para expandirse, mente a mente, en un contagio que el brusco final solo nos permite entender como incurable y terminal.

F3. Cure (Kyua, Kurosawa Kiyoshi, 1997).

Pero, siendo estrictos, la última escena de la película corresponde a un callejón vacío al atardecer en el que Kurosawa, inmediatamente después de que la mujer coja el cuchillo, superpone los créditos (F3). Una imagen que en sí misma sería de una insignificante cotidianidad —un barrio tranquilo al final de un día de trabajo—, pero que, puesta en relación con el plano anterior, se revela como intrinsecamente siniestra, como el lugar —locus suspectus—[8] de un crimen aún por cometer. Pero, además, cuando los nombres comienzan a atravesar el encuadre de abajo arriba, un efecto de máscara añadido en posproducción secciona el bloque de texto evocando los tajos abiertos por el arma homicida en el cuerpo de las víctimas. Finalmente, es el cuerpo fílmico de Cure el que sufre las cortes del filo de su propia ficción. La rasgadura del tejido de la realidad que retrata ha llegado a afectar al mundo extradiegético, se ha expandido más allá de sí (más allá del texto, a su paratexto) y, finalmente, ha invadido el otro lado, nuestro lado.

3. Retribution: paramnesias espectrales

Aquí está un lugar de desafecto / […] Ni plenitud ni vacío. Solo un aleteo / Sobre los apretados rostros cabalgados por el tiempo / […] Llenos de fantasías y vacíos de significado / […] Hombre y pedazos de papel, movidos por el viento frío / Que sopla antes y después del tiempo […].

T. S. Eliot, “Burnt Norton” (1989a, p. 198).

 

Retribution (Sakebi, 2006) comienza, al igual que Cure, con el asesinato de una mujer a manos de un hombre cuyo rostro nunca llegamos a ver. A partir de esta primera muerte se desencadena la trama policial y la investigación de una serie de asesinatos que, en este caso, tienen en común la muerte por ahogamiento en agua salada. Al día siguiente, el detective Yoshioka (de nuevo interpretado por Yakusho Kôji) se acerca al lugar para inspeccionar el cadáver de la mujer y descubre, asombrado, un botón que parece de su abrigo. Cuando su propia huella aparezca en el análisis del cadáver comenzará la obsesión de Yoshioka por desentrañar la identidad de la mujer y su posible relación con ella. Su inquietud le lleva hasta la morgue, donde retira el plástico gris que cubre al cadáver, lo observa y le pregunta: “¿Quién demonios eres?”[9]. Yoshioka ha venido, en literalidad, a realizar la autopsia, a mirar por sus propios ojos.[10] Pero el rostro de la mujer ya no es su rostro, pues ya no es ella sino ello, un resto, un cuerpo caído en la muerte.[11] Será allí también, en la morgue —en sí misma, un espacio de visión—,[12] donde descubra detrás de una cortina de láminas de plástico el vestido rojo de la mujer que por un instante se le aparece, al igual que en Cure, como una presencia fantasmal (F4).

F4. Retribution (Sakebi, Kurosawa Kiyoshi, 2006).

El mundo de Yoshioka ha comenzado a tambalearse, las incertidumbres y las ambigüedades entre lo real y lo ilusorio se han hecho más agudas porque está a punto de aparecer el fantasma. Alterado, el detective percibe también una alter realitas, porque, cuando irrumpe lo fantástico, “al espacio euclidiano, orientado y estructurado, lo sustituye un espacio topológico en el que se anula la distancia, en el que lo interno y lo externo se mezclan y el pasado se codea con el presente” (Leutrat, 1999, p. 32). Y la inestabilidad de Yoshioka tiene su reflejo en la inestabilidad de la ciudad, como ocurría con la mesa que temblaba bajo las manos de la mujer al comienzo de Cure. Pero lo que allí era una posible psicoquinesis aquí se convierte en una serie de terremotos que genera un desequilibrio sísmico y sistémico en Tokio. El detective vive en un edificio que se levanta sobre terrenos ganados al mar que en cualquier momento podría reclamar lo que es suyo: “Otro terremoto como el del otro día y toda esta zona se sumergirá de nuevo en el mar. Y, en realidad, eso es lo que todo el mundo estaría esperando”[13]. En estas palabras de Yoshioka se revela la fragilidad de una ciudad que, como sus habitantes, ha perdido sus fundamentos; pero también el deseo secreto de su acabamiento, el anhelo apocalíptico de un final como el que también gravita sobre otras de sus películas.

Y, consecuentemente, cuando al fin se manifieste el fantasma, un terremoto precederá cada una de sus apariciones. Durante la primera de ellas, el brevísimo fogonazo rojo de la fantasma que Yoshioka apenas alcanza a intuir es anunciado por una leve vibración en un charco de agua. La segunda se produce cuando el detective duerme en su cama y el traqueteo de un terremoto lo despierta. Cuando trata de volver a dormirse, escucha el crujido de una pared y se incorpora para observar la grieta al mundo espectral que se abre en su apartamento (F5).

F5. Retribution (Sakebi, Kurosawa Kiyoshi, 2006).

Ante el horror que le provoca esta visión, despierta realmente de su pesadilla y será durante la vigilia cuando se produzca el verdadero terremoto que antecede a la manifestación del fantasma. “¿Quién demonios eres?”, pregunta de nuevo; “Soy yo. ¿Por qué no te quedaste conmigo?”[14]. Yoshioka no entiende a qué se refiere, pues está convencido de que se trata del fantasma de la mujer asesinada en la primera secuencia de la película, pero, cuando finalmente resuelva ese caso, seguirá siendo atormentado por nuevas apariciones. Porque no se trata del remanente espectral de aquella primera víctima del prólogo, sino del de otra mujer con la que Yoshioka apenas cruzó su mirada en el pasado. Ella es la que ahora regresa para atormentarlo, para darle a ver aquello que había olvidado en forma de flashbacks que asaltan al detective. Paramnesia del fantasma, porque el aparecido es siempre un déjà vu, una imagen que regresa, la impresión de lo ya visto. Pocas palabras más precisas que las de Jacques Derrida cuando afirma: “Ser atormentado por un fantasma es tener la memoria de lo que nunca se vivió en presente, tener la memoria de lo que, en el fondo, nunca tuvo la forma de la presencia” (McMullen, 1983).

Y, efectivamente, “la mujer de rojo” —como sucintamente la describen los créditos finales— nunca tuvo la forma de la presencia para Yoshioka: era una interna de un sanatorio que, quince años atrás, el detective veía todos los días en sus desplazamientos en ferri. El sanatorio fue cerrado, pero algunos internos se negaron a abandonarlo; entre ellos, la mujer de rojo que veía pasar los ferris hasta el día en que murió. Veía y era vista, pero los commuters continuaban su camino sin prestarle atención. Y Yoshioka, al fin, recuerda: “¿Eres tú aquella mujer?”[15]. Si la Tokio de Kurosawa es, como se afirmó anteriormente, el sueño apocalíptico de un durmiente, la sugestión de un hipnotista homicida o la gigantesca escena de un crimen inminente, ahora será también el escenario de la venganza de una fantasma contra la indiferencia y el olvido de sus conciudadanos. Porque no es Yoshioka el único destinatario de las apariciones, sino todos aquellos que viajaban con él en aquel ferri. Pero la retribución exigida por la fantasma no se quedará ahí: en una de sus sesiones con un psicoanalista, Yoshioka le oculta parcialmente la verdad y le cuenta que la mujer de rojo se le aparece, sí, pero en sueños. El terapeuta responde que quizá algún tipo de frontera se haya traspasado y no sea posible volver a cerrar la espita de lo oculto: “Imagínate que alguien más la haya visto en sus sueños, además de ti. Una persona más, luego dos más… y el número sigue creciendo”[16]. Visiblemente turbado, el analista da por terminada la sesión y le pide a Yoshioka que no vuelva más, pero ahí encontramos la puesta en palabras de la epidemia que —como en Cure, como en Pulse— se expandirá por Tokio, abocándola, junto a quienes la habitan, a la desaparición. No es, por lo tanto, una venganza espectral contra un individuo, como acostumbra la tradición del kaidan eiga[17], sino contra un colectivo. Contra la ciudad misma.

Cerca ya del final, Yoshioka se acerca al río y le pregunta a un carontiano barquero si puede llevarle hasta el sanatorio negro en el que residía la mujer de rojo. Ahí comienza un breve viaje por el Aqueronte tokiota, como alma de difunto que trata de llegar al Hades, y Kurosawa, una vez más, nos muestra las imágenes del río vacías, sin presencia humana y sin vida: esqueletos de edificios, maquinaria de excavadoras detenidas, chimeneas fabriles que no emiten humo… “Finalmente viniste a por mí”, le dirá la fantasma cuando entre al sanatorio y descubra que allí yacen insepultos los huesos de la mujer. Esa visita será lo que, aparentemente, salve a Yoshioka. La mujer de rojo solo quería ser mirada como no lo fue en vida, perder momentáneamente el carácter translúcido de la espectralidad y obtener, en palabras de Derrida, la forma de la presencia. “Te perdonaré, pero solo a ti”[18], porque, como repite una y otra vez, ya que ella ha muerto, todos los demás deben morir también: “Yo estoy muerta, así que, ¿podrían morir todos los demás también, por favor?”[19]. Las imágenes con las que Kurosawa acompaña ese mantra fúnebre que, una y otra vez, se escucha en off vienen a sellar visualmente el intuido apocalipsis de Tokio.

En el último plano de la película (F6), un paneo de derecha a izquierda sigue el desplazamiento de Yoshioka, que lleva en una bolsa de deporte los huesos insepultos de la mujer de rojo y de su novia, dos mujeres a las que, de una manera u otra, ha conducido a la muerte[20]. La calle que atraviesa está vacía, la multitud ha sido borrada y la ciudad la seguirá en breve cuando la naturaleza comience a abrirse camino por sus calles. Un viento violento que, como escribía T. S. Eliot (2016, p. 85) en “Burnt Norton”, parece soplar “antes y después del tiempo”, levanta papeles, hojas y bolsas que vuelan a su alrededor. Y así comienza el fin del mundo, parece decirnos Kurosawa, con un flâneur terminal que atraviesa una ciudad moribunda en la que la sociedad, la historia y el tiempo mismo se habrían detenido.

F6. Retribution (Sakebi, Kurosawa Kiyoshi, 2006).

 

4. Pulse: el relato de las últimas cosas

El mundo está lleno de fantasmas, y algunos de ellos todavía son gente.

Peter Straub, The Throat (2010: 75; trad. a.).

 

Unos años antes, Pulse (Kairo, 2001) ya había llevado hasta sus últimas consecuencias la epidemia espectral que el final de Retribution deja solo sugerida. La premisa parece una más de la cosecha del J-Horror contemporáneo: una página web pregunta al visitante si le gustaría conocer a un fantasma y a continuación muestra a una serie de jóvenes encerrados en sus habitaciones, aislados de un mundo exterior al que solo se conectan a través de sus pantallas (en Japón se les conoce como hikikomori). Quien visita la web termina enmarcando la puerta de su habitación con cinta roja y encerrándose en ella. Allí, en esta que llaman “habitación prohibida”, se deja morir abrazando la espectralidad latente de todo hikikomori. “Para siempre. La muerte era la soledad eterna”,[21] dirá uno de esos fantasmas en el eterno confinamiento de su yacija. A partir de esta detonante argumental sobre la alienación y la incomunicación de la sociedad contemporánea, Kurosawa se sirve de nuevo del tropo del contagio epidémico del mal, de la maladie contemporánea de la soledad —que, en este caso, se expande viralmente por internet—, para mostrarnos la progresiva destrucción de una ciudad condenada.

Pulse comienza con una mujer de espaldas que observa el mar desde la cubierta de un barco. “Todo comenzó un día, sin avisar, y sucedió así”[22]. Lo que sigue es, por lo tanto, el relato in extremas res de la testigo de un evento terminal que todavía desconocemos, pero parece, efectivamente, haber alterado el relato del mundo precipitando su inesperado final. Comienza entonces un largo flashback en el que asistiremos a la expansión de la epidemia espectral. Después de los títulos de crédito, Michi (Aso Kumiko), la mujer que veíamos de espaldas al comienzo, se acerca al apartamento de un compañero informático que tenía que haberle enviado un programa de ordenador, pero no ha dado señales de vida en una semana. No responde al timbre, pero Michi encuentra una llave bajo una maceta y entra en una estancia repleta de ordenadores y pantallas. Al fondo, una cortina de plástico separa el espacio principal de un pasillo iluminado. Allí, al otro lado, una figura se incorpora convertida en una silueta a contraluz. Al descorrer la cortina descubre a Taguchi, que tras un par de frases intrascendentes le indica donde está el disco con el programa y se encamina hacia su dormitorio. Cuando lo encuentra, Michi atraviesa de nuevo la cortina para despedirse y descubre a su compañero ahorcado, todavía oscilante, con el cuello deformado en una visión de pesadilla.

¿Qué es lo que se da a la visión cuando se descorre el velo, qué hay tras la cortina rasgada? Tras la cortina está el vacío, la nada primordial, el abismo que sube e inunda la superficie (abismo es la morada de Satanás). Tras la cortina hay imágenes que no se pueden soportar. (Trías, 1982, p. 42)

Los personajes de Kurosawa se ven impelidos constantemente por su pulsión escópica a descorrer el velo de Maya, que puede tomar la forma de una cortina de plástico como la que también aparecía en Cure, de una puerta enmarcada en cinta roja o de la pantalla en la que Taguchi visitó la web fantasmal. Pero la imagen insoportable no es el cadáver —como tampoco lo era en Retribution—, sino la mancha que dejan tras de sí los cuerpos que se desencarnan en fantasmas: borrón y signatura funeraria que, aun difuminada por el tránsito espectral, guarda el contorno de la figura del desaparecido (F7).

F7. Pulse (Kayro, Kurosawa Kiyoshi, 2001).

Porque la imagen ha tenido siempre, como se defendió en la introducción, una relación cercana con la muerte, lo arcano y lo oculto. Una carga mortuoria que en Pulse se ve acrecentada por la similitud de estas imaginis[23] que aparecen en las paredes con las sombras radioactivas dejadas por la bomba atómica de Hiroshima cuando calcinó los cuerpos cercanos al epicentro de la explosión[24]. Las manchas van adueñándose inexorablemente de las paredes de Tokio a medida que la epidemia se expande y la convierte en una ciudad espectral —metrópolis sin vivos, necrópolis sin muertos, pues todos se han convertido en fantasmas— en la que los cuerpos se desencarnan en masa para unirse a la legión de los incorporales. La eclosión de las corrientes espectrales de lo oculto que desembocaron en el Romanticismo fue, como se mencionó al hilo de Cure, uno de los detonantes del comienzo del “asedio a la modernidad” (Sebreli, 2013). Los fantasmas surgen entonces del subsuelo arcano de las grandes ciudades modernas para asediar a sus habitantes. Y continúan brotando en la ciudad contemporánea, como vemos en Pulse, a través de cables, routers y pantallas, colonizando habitaciones, bibliotecas, empresas o universidades para lanzarse finalmente a las calles. Fantomaquia despiadada, pues el combate con los espectros está perdido de antemano porque los vivos están aquejados de una espectralidad latente, de un anhelo secreto de disolución como el que también ponía en palabras el detective Yoshioka en Retribution.

F8. Pulse (Kayro, Kurosawa Kiyoshi, 2001).

Cerca ya del final, Michi y un adolescente al que acaba de conocer aúnan esfuerzos para escapar del apocalipsis humeante de esta ciudad condenada (F8). En el muelle se hacen con una lancha y una elipsis los lleva de vuelta al barco en el que comenzaba la película, donde Michi continúa observando el mar. “Pondremos rumbo a Sudamérica, todavía emiten señales desde allí, aunque son débiles. Pero tenemos que intentarlo”[25], le dice el capitán del barco interpretado por Yakusho Kôji. Pero cuando Michi vuelve a su camarote descubrimos que el adolescente que la acompañaba se ha convertido también en una sombra en la pared. Entendemos entonces que la infección espectral no se detendrá nunca, sino que —como en Cure, como en Retribution— continuará tras el postrero corte a negro. En la estructura circular de Pulse se encierra el relato escatológico del final de los tiempos. Un relato que comenzaba in extremas res y que culmina en el extremo mismo de la civilización, con la práctica totalidad de los habitantes de Tokio (y del mundo) convirtiéndose en fantasmas y dejando tras de sí, como única huella de su existencia corpórea, una mancha oscura en la pared.

 

5. Conclusiones

En la introducción se planteó el primer objetivo de este artículo: demostrar que en estas tres películas Kurosawa se percibe una clara continuidad entre los males que aquejaban a la ciudad moderna y los que diezman a la ciudad contemporánea; en consecuencia, sería ahora, en nuestro presente, cuando la ciudad moderna —y por extensión el proyecto de la Modernidad, que Kurosawa conoce tan bien— esté al borde de su definitivo y siempre postergado final. Un final que se intuía ya en el crecimiento desaforado de las primeras megalópolis modernas porque, al albur del capitalismo y la industrialización se hizo patente que en ellas se incubaba ya el germen de su propia destrucción. En El París del segundo imperio en Baudelaire, por ejemplo, Walter Benjamin (2008a, p. 180) se asombra de que París siguiera todavía en pie: “¿Quién construyó la primera casa? ¿Cuándo se derrumbará al fin la última y aparecerá el suelo de París como el de Tebas y el de Babilonia?”. No resultan sorprendente, por lo tanto, el desasosiego y la atracción que le provocaron las fotografías de lugares vacíos de París en las que Eugène Atget busca “lo apartado y lo desaparecido” para expulsar así su “aura de realidad, como el agua de un barco que se hunde” (2007, p. 394).

La Tokio de Kurosawa, como la París de Atget, ha perdido también su aura de realidad, desde las asincronías y latencias de Cure hasta la inestabilidad sísmica de Retribution o la disolución espectral de Pulse. Estas tres películas muestran una megalópolis tanática envuelta en el silencio sepulcral que se sobrevive a sí misma in extremis, al borde de un tiempo acabado. La extraña turbación que nos provoca, como a Benjamin, la visión de una ciudad deshabitada y vaciada se debe primeramente a su carácter siniestro (algo familiar y acogedor que se torna ajeno y ominoso); se debe también en nuestro caso a la resonancia de las imágenes de las ciudades derruidas durante la Segunda Guerra Mundial, entre ellas Tokio, que alimentaron la modernidad (cinematográfica, en este caso) y todavía perviven en nuestro imaginario; pero, ante todo, se debe a su pertenencia a una tipología de imágenes del fin claramente reconocible. En su obra clásica El sentido de un final. Estudios sobre la teoría de la ficción, Frank Kermode (2000, p. 16) defiende la idea de que los seres humanos necesitamos construir modelos de mundo armónicos y concordantes, de otorgar sentido a nuestra mortalidad, y para ello creamos ficciones que nos hagan “tolerable nuestro paso entre el comienzo y el fin”. Y todos los relatos se miran en el espejo dramático del Apocalipsis, el relato fundacional de nuestra cultura, porque es una estructura perfectamente armónica entre un principio, un medio y un fin.

En esa búsqueda perenne de sentido la imaginería apocalíptica ha alimentado mitologías y cosmogonías civilización tras civilización; con el terror de la desaparición y la nada, desde luego, pero también con “la atracción enfermiza, obsesiva, apremiante, que mueve, al precio que sea, a traspasar la frontera” (Argullol, 2007, p. 14). Esa frontera es, por supuesto, la del después (de la muerte, de la civilización, del tiempo), porque el ser humano ha tenido siempre el deseo escatológico de imaginar qué puede haber después de ese límite último: “Otro terremoto como el del otro día y toda esta zona se sumergirá en el mar. Y es posible que eso sea lo que todo el mundo está esperando”, decía el detective de Retribution. Kurosawa trata una y otra vez de imaginar esa frontera que en estas tres películas se abre en el corazón mismo de Tokio. Y no podía ser de otra manera en nuestro mundo contemporáneo, porque el final de los tiempos, hoy, tendría lugar en una ciudad. Nos lo ha mostrado una y otra vez el cine posapocalíptico: la borradura de una ciudad es la expresión última del derrumbe de una cultura, el postrero indicativo del final de los tiempos.

Por todo ello, la Tokio de Kurosawa vive al borde mismo de su acabamiento, como un colosal depósito de sombras y espectros antes incluso del comienzo de las respectivas “epidemias” que la asolan en estas tres películas. Porque, para Kurosawa, sus habitantes —esto es, al sujeto contemporáneo— son seres vaciados y aletargados, verdaderos fantasmas avant la mort. Ese era el segundo objetivo de estas líneas: estudiar cómo los fantasmas continúan brotando en la ciudad contemporánea siguiendo el mismo reflujo arcano y ancestral que en la ciudad moderna. En estas tres películas, Kurosawa se sirve ejemplarmente de la infección viral de lo espectral para mostrar la decadencia imparable y el fin inminente de Tokio. El fantasma se convierte así en el signo máximo de la decadencia o decantación terminal de nuestro presente urbano. Los yûrei, esas almas en pena que recorren el mundo terrenal en busca de reposo, hace tiempo que abandonaron los campos, pueblos y bosques encantados de la tradición del kaidan eiga[26] para comenzar a vagar por la metrópolis. En el cine de Kurosawa, brotan pues los espectros de la ciudad moribunda, condenada por el fracaso del Progreso y la Modernidad:

El concepto de progreso cabe fundarlo en la idea de catástrofe. Que todo siga “así” es la catástrofe. (…) el infierno no es nada que nos aceche aún, sino que es esta vida aquí. (Benjamin, 2008b, p. 292)

El énfasis es de Benjamin: esta vida aquí, la decadencia de la ciudad moderna, sus enfermedades crónicas y su aroma de ruina sobreviven en las megalópolis contemporáneas: espectralidades cotidianas como las que filmaba el cine en sus inicios, ruinas del progreso, presagios de la catástrofe, arquitecturas desoladas del fin de los tiempos, barriadas vaciadas y señaladas por cinta roja como en Pulse, edificios desvencijados, fábricas y baldíos industriales, sanatorios abandonados como los de Cure o Retribution… La imagen que convoca Benjamin, como la que invoca Kurosawa, es poderosa: la ciudad como pecio del progreso, como resto de la catástrofe del capitalismo. Al fin y al cabo, eso es la katastrophé de un relato: su culminación y su cierre dramático. Ese relato es aquí, por supuesto, el de las últimas cosas. Porque si el cine llegó a tiempo de registrar las primeras imágenes en movimiento de la ciudad moderna, será también poéticamente apropiado que llegue a tiempo de registrar las últimas imágenes de su quietud terminal.

 

Referencias bibliográficas

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Filmografía

Kurosawa, K. (Director) (1997). Cure. Japón: Daiei Studios / Twins Japan [Bluray. Reino Unido: Eureka!, 2018].

Kurosawa, K. (Director) (2001). Kairo. Japón: Daiei Eiga / Hakuhodo / Imagica / Nippon Television Network (NTV) [Bluray. Reino Unido: Arrow Video, 2017].

Kurosawa, K. (Director) (2006). Sakebi. Japón: Tokyo Broadcasting System (TBS), Entertainment Farm, Avex Entertainment, Oz Company, Nikkatsu [DVD. Estados Unidos: Lionsgate, 2008].


[1] Como la práctica totalidad de las películas mencionadas de Kurosawa no han sido estrenadas en España, se ha elegido referirlas por su título internacional en inglés, con el cual han sido presentadas en festivales y editadas en formatos domésticos en otros países.

[2] Véase Guzmán Almagro (2017) para una recopilación de textos espectrales occidentales dividida en tres grandes bloques: Antigüedad, Edad Media y Edad Moderna.

[3] “La cura por la palabra” fue propuesta por Freud (1980a, p. 117) como un “dispositivo” analítico que pondría en comunicación los inconscientes del enfermo y del terapeuta, en una “permanente lucha con el paciente a fin de retener en un ámbito psíquico todos los impulsos que él querría guiar hacia lo motor, (y) tramitar mediante el trabajo del recuerdo algo que el paciente preferiría descargar por medio de una acción” (Freud, 1980b, pp. 153-156). Esa lucha entre lo motriz y lo psíquico queda ejemplarmente mostrada en esta escena cuando el terapeuta controla la psicoquinesis de Fumie a través de la palabra.

[4] Para un erudito recorrido por las relaciones entre cine, hipnosis y magnetismo animal, véase El cuerpo del cine. Hipnosis, emociones, animalidades de Raymond Bellour (2013).

[5] Como conoce la tradición fílmica occidental de fantasmas de Val Lewton, Tobe Hooper o Jack Clayton: “La influencia de Clayton en mí es muy importante. (…) Cuando vi Suspense (The Innocents, 1961) me impresionó su manera de representar a los fantasmas (…). Me pareció que era la primera película que conseguía hacer visible una presencia turbia e imprecisa, hacerla de algún modo real” (Arnaud & Hinstin, 2014, trad. a).

[6] Sobre la importancia de la azotea como lugar omnipresente en el neokaidan japonés, véase Pérez Ochando (2013, p. 199 y ss.).

[7] En su clásico libro sobre el tema, Sigmund Freud (1974, p. 2487) se sirvió de la definición de Schelling para asentar su estudio de lo siniestro.

[8] Sigmund Freud (1992, p. 221) busca en otras lenguas como el latín palabras para “este particular matiz de lo terrorífico” de lo ominoso o lo siniestro; así, de un diccionario Latín-Alemán extrae los siguientes ejemplos: “Un lugar ominoso: locus suspectus; en una noche ominosa: intempesta nocte”.

[9] Todos los diálogos citados son traducciones del autor a partir de los subtítulos ingleses de ediciones domésticas internacionales (véase la filmografía). En nota al pie se incluirá el diálogo original y su minutaje: “Who the hell are you?” (min. 13).

[10] Esa es su etimología, ver (optis) por uno mismo (auto), y así, The Act of Seeing With One’s Own Eyes, tituló Stan Brakhage su película de 1971 en la que filmaba diferentes autopsias en una morgue de Pittsburgh.

[11] Julia Kristeva (2004, pp. 10-11) otorga al cadáver un papel primordial en el sistema simbólico de lo abyecto: “El cadáver (cadere, caer), aquello que irremediablemente ha caído, cloaca y muerte (…), el más repugnante de los desechos, es un límite que lo ha invadido todo. (…) esta cosa insistente, cruda, insolente bajo el sol brillante de la morgue”.

[12] “En 1694, en la primera edición del Diccionario de la Academia Francesa, morgue se define (…) como entrada de una prisión, donde los detenidos permanecen algún tiempo expuestos, a fin de que los guardias puedan mirarlos fijamente para reconocerlos más tarde”. Casi un siglo después, hacia 1798, el vocablo francés (…) incorporaba otro nuevo: “Un lugar donde son expuestos los cuerpos de personas que fueron halladas muertas fuera de su domicilio, a fin de que puedan ser reconocidas” (Soca, 2020, web).

[13] “If an earthquake like the other day occurred a few more times in a row all the area around here might move back to sea again (…) Actually, everybody might be hoping so, too” (min. 15).

[14] “—Who the hell are you? (…) —It's me. (…) Why didn't you stay with me?” (min. 40).

[15] “Are you that woman?” (min. 72).

[16] “Suppose there is someone else who saw her in their dreams besides you. One more person, two more… and the number keeps growing” (min. 81).

[17] Para un recorrido por el cine japonés de fantasmas desde mediados del siglo pasado hasta el J-horror contemporáneo, véase Malpartida (2014).

[18] “You finally came for me. I'll forgive only you” (min. 87).

[19] “I'm dead. Please, I wish everybody would die, too” (min. 100).

[20] La Odisea homérica ya dejó escrito que los espectros de cuerpos insepultos, los atáphoi (“sin tumba”), no pueden encontrar descanso cuando el fantasma de Élpenor se le aparece a Ulises para demandarle sepultura.

[21] “Forever. Death was eternal loneliness...” (min. 101).

[22] “It all began one day, without warning. Like this” (min. 1).

[23] “Sombra (de un muerto); aparición, fantasma” (Diccionario ilustrado Latino-Español Español-Latino, Spes, 1964, s. v. “imago”).

[24] Es precisamente la Segunda Guerra Mundial la que muchos autores consideran como el estertor más audible de la Modernidad y el progreso tecnocientífico: para Vidya Nivas Mishra, por ejemplo, fue “el final del viejo-mundo-moderno” y para Rafael Argullol el “derrumbe de la ingenuidad ilustrada” (Argullol & Nivas Mishra, 2004, p. 32).

[25] “We'll head for Latin America. We're still getting signals there, though they're pretty weak” (min. 113).

[26] Para un recorrido por la tradición japonesa de los relatos de fantasmas y su traslación al cine japonés contemporáneo, véase Pérez Ochando (2013).