Repensando el cine desde sus márgenes. Momentos cinéfilos y relocalización en la obra de Víctor Erice en el siglo XXI

 

Rethinking cinema from its margins. Cinephilic moments and relocation in the work of Víctor Erice in the 21st century

 

Fernando Ramos Arenas

Universidad Complutense de Madrid, España

ferramos@ucm.es

https://orcid.org/0000-0003-3914-0484

Resumen:

Este artículo analiza la producción de Víctor Erice en el siglo XXI entendiéndola como especialmente significativa para ilustrar algunos de los cambios del cine español de esos años. El análisis se centra en la forma en que estas obras (cortos y mediometrajes, fragmentos de obras colectivas, ensayos fílmicos, documentales e instalaciones para museos) han planteado una reflexión sobre la experiencia cinematográfica. Para explorar esta relación entre experiencia y lugares, entre la obra del artista y la cultura cinematográfica, el texto se apoya en uno de los conceptos más comunes en la exégesis de la carrera de Erice: la cinefilia. Al mismo tiempo explora su reformulación teniendo en cuenta los trabajos más relevantes en el campo de los estudios fílmicos a lo largo de los últimos veinte años. En base a dos categorías centrales dentro de esta redefinición metodológica de la cinefilia (momento cinéfilo y relocalización), en la parte final de este texto se procederá a un análisis de algunas obras representativas de la producción audiovisual del director.

 

Abstract:

This article is based on the assumption that the audio-visual production by the Spanish filmmaker Víctor Erice in the first 20 years of the 21st century is especially significant to understand some important changes in the national cinema of this period. The analysis focuses on the way these works (short films, half-length films, film essays, documentaries and installations for museums) have presented different ways of reflecting the cinematographic experience. To illustrate this relation between experience and places, between the artist’s work and the film culture that surrounds it, this text leans on one the concepts most usually used to analyse his career: cinephilia. It explores, however its theoretical reformulation considering the most innovative works in this field of research during the last twenty years. Based on two central categories in the methodological redefinition of cinephilia (cinephilic moment and relocation), the last part of the article will focus on the in-depth analysis of some representative works of Erice’s audio-visual production in these years.

 

Palabras clave:

Víctor Erice; cine español; cinefilia; experiencia cinematográfica; museo.

 

Keywords:

Víctor Erice; Spanish cinema; cinephilia; cinematographic experience; museum.

1. Introducción

Pese a su posición central en la historia del cine español, la carrera de Víctor Erice se ha desarrollado desde el cambio de milenio en una parcial invisibilidad para gran parte de los espectadores. En una charla de 2014 con el crítico Miguel Marías durante el Festival de Locarno, el propio cineasta reconocía que desde hacía unos años “los cineastas de mi especie trabajamos en los márgenes”.[1] Pero incluso desde ese margen, con presencia mínima en las salas comerciales, su actividad sería continua: desde 2002 y hasta la actualidad, corto- y mediometrajes, fragmentos de obras colectivas, ensayos fílmicos, documentales e instalaciones para museos se sucederían con un ritmo más o menos constante.[2]

Es precisamente esta parte de su producción en la que se centra este texto, poniendo el acento en las características que la unifican, pero también en las cesuras que plantea con su carrera anterior. Esta aproximación también se entiende como un intento de lanzar luz desde esos “márgenes” a la evolución del cine español tras la llegada del nuevo siglo, una época de profundos y diversos cambios.

La atención se centra en la experiencia cinematográfica, aspecto al que Erice ha dedicado imágenes y escritos de forma recurrente a lo largo de su carrera, central en su poética, y que, como veremos, está también en el centro de sus creaciones tardías. Planteamos pues que obras como La morte rouge, Ana tres minutos, Vidrios partidos o la propia exposición Erice – Kiarostami: Correspondencias se pueden leer como una reflexión sobre de la experiencia del espectador ante la imagen en movimiento; una reflexión que conecta pues con temas ya tratados en sus películas desde los años sesenta pero que ahora son planteados desde nuevas perspectivas.

Con el objetivo de acercarnos a la poliédrica naturaleza de esta experiencia cinematográfica, las próximas páginas canalizarán el análisis en torno a dos aspectos: la ambivalente relación que expresa la obra de Erice desde 2002 con respecto al “momento cinéfilo” (Willemen, 1993) y la forma en la que se sitúa ante la relocalización (Casetti, 2015) de la experiencia cinematográfica.

Reflexionar sobre la obra de Víctor Erice en torno a estos dos temas es por lo tanto hacerlo sobre la transformación del cine (no solo el español) y de la cultura cinematográfica durante las dos últimas décadas. Poner el foco en la supuesta marginalidad a la que se refería el cineasta en el párrafo introductorio nos obliga a explorar los propios límites del cine, a cuestionar sus funciones, espacios y también su ontología. Los corto- y mediometrajes realizados en video o formato digital y a menudo en forma de ensayos fílmicos y los contextos en los que se presentan (los films colectivos de reconocidos auteurs, los diálogos con la historia del medio en exposiciones, las instalaciones audiovisuales) nos invitan a volver a la cuestión baziniana (¿Qué es el cine?) a través de dos preguntas que en nuestra contemporaneidad parecen plantearse con aún mayor urgencia: ¿dónde está? y ¿para qué sirve el cine?

Para explorar esta relación entre la obra del artista y la cultura cinematográfica el texto se apoya en uno de los conceptos más comunes en la exégesis de la carrera de Erice: la cinefilia. Al mismo tiempo, examina su reformulación teniendo en cuenta los trabajos más relevantes en el campo de los estudios fílmicos a lo largo de los últimos veinte años. Precisamente en el mismo periodo temporal analizado en este número (en torno al cambio de milenio) es cuando este concepto volvió a colocarse en el centro del discurso especializado para abrazar la llegada de una nueva generación de importantes cineastas de todas las partes del mundo a los festivales de prestigio. Se hablaba de una nueva cinefilia apoyada además en la expansión de internet (Balcerzak & Sperb, 2009). El presente texto se construye sobre todo en base a la reformulación metodológica de este “amor por el cine” en base a autores entre los que destacamos el pionero trabajo de Thomas Elsaesser (2005).

Será precisamente en el siguiente epígrafe donde este artículo se detenga en el concepto de cinefilia y en su reelaboración teórica. Si bien ha de servir para iluminar algunos de los temas habituales en la obra del cineasta vasco (conciencia histórica del medio, la relación entre sueño y memoria, documental y ficción…), se buscará ir más allá de los marcos interpretativos clásicos para acercar estas reflexiones al contexto audiovisual contemporáneo. Como ha sido apuntado, planteamos pues no tanto encontrar las trazas de la cinefilia en la producción de Víctor Erice del siglo XXI, conectando su fascinación por el cine con su producción audiovisual (campo ya cubierto en parte por Santos Zunzunegui, 2014), sino más bien acercarnos a esta creación desde una perspectiva renovadora que entiende la cinefilia como propuesta metodológica especialmente productiva para explorar la experiencia cinematográfica. En base a dos categorías centrales dentro de esta relectura (momento cinéfilo y relocalización), en la tercera parte de este texto se procederá a un análisis de una serie de obras representativas de la producción audiovisual de Víctor Erice desde 2002 a la actualidad. Se explorará la ambivalente relación que títulos como La morte rouge, Ana tres minutos o Cristales rotos mantienen con ese instante de revelación que antes habían celebrado películas como El espíritu de la colmena; se pondrá además el acento en la forma en la que la relocalización del cine y en especial su relación con el museo y la sala de exposiciones (tan intensa en su creación de estos años y al mismo tiempo tan significativa en la transformación del medio) obligan a repensar la experiencia del espectador y el estatus de las imágenes mostradas.

 

2. Marco teórico. Cinefilia en una época poscinematográfica

Recuperar la cinefilia como forma de acercamiento a la obra de un cineasta contemporáneo nos obliga en gran medida a liberarla de parte del peso de su historia y especialmente del bloqueo nostálgico (ya sea en su defensa o condena) que, sobre todo en el caso español, ha acompañado habitualmente su mención.

El punto de partida es paradójico. Al tiempo que Erice enfilaba esta segunda parte de su carrera y asistíamos a recurrentes lamentos por la ‘muerte del cine’[3] (discurso asumido por el propio Erice y por algunos de sus exégetas), observábamos cómo el concepto de cinefilia empezaba a ser discutido como categoría analítica para entender formas contemporáneas de relacionarse por el medio, analizar sus obras y encontrar nuevas vías de acceso a su historia. Esto supuso una importante renovación en el campo de los estudios fílmicos, donde el paradigma semiótico había perdido el atractivo intelectual que había mostrado durante décadas, la New Cinema History empezaba a dar sus primeros pasos y el neoformalismo se había asentado de forma más o menos directa como enfoque analítico dominante.

Antoine de Baecque publicaba en 2003 el primer intento serio de sistematización de la cinefilia como fenómeno histórico y presentaba para ello la “historia de una cultura” centrada en el ejemplo clásico, la cinefilia francesa de la posguerra, como caldo de cultivo de la nueva ola de los años sesenta. Fue un estudio riguroso y de importante influencia en los años posteriores. No obstante, la intervención más novedosa en esta recuperación de la cinefilia llegaría desde la perspectiva metodológica. Como en tantas otras ocasiones, fue Thomas Elsaesser el más rápido en reconocer estos cambios y en proponer un marco teórico (el de una cinefilia de segunda generación) dentro del que en los años sucesivos una serie de autores han sabido formular sus propias aportaciones a este debate. En su texto Cinephilia or the Uses of Disenchantment, y tras un somero repaso histórico en el análisis académico iba de la mano de la apreciación generacional, el pensador alemán ponía el acento en una cinefilia deslocalizada (transnacional, pero también cada vez menos ligada a las salas de cine), abiertamente transmedial, promiscua en sus referentes e interesada en mediar entre el análisis y el placer dentro de la experiencia cinematográfica. Planteaba además una taxonomía exploratoria, dos variaciones que con el tiempo habrían de crecer, hibridarse y enriquecerse mutuamente.

Dentro de esta cinefilia de segunda generación, Elsaesser distinguía en primer lugar aquella que había florecido fuera del ámbito académico, dentro del discurso crítico más especializado y que seguía manteniendo su “fe en el cine de autor”, seguía manteniendo la fascinación por la imagen en celuloide, la gran pantalla y los rituales y prácticas identificados con su formulación más clásica. Una cinefilia cultivada con fruición en festivales y filmotecas, en la prensa especializada y que hallaría sus referentes cinematográficos en los cineastas independientes, la vanguardia, o el world-cinema.[4] Es inevitable pensar en nombres como Claire Denis, Albert Serra, Pedro Costa, Apichatpong Weerasethakul, Kelly Reichardt, Kim Ki-duk o Lucrecia Martel como representantes de esta nueva cinefilia en los años de los que habla Elsaesser; pero también en la asimilación del propio Erice, objeto de homenajes, estudios y numerosos trabajos sobre su obra en ese periodo.[5] Pocos autores han despertado una unanimidad semejante. En el caso de Erice muchas de estas lecturas venían además con gran parte del camino ya andado: se podían apoyar en la carrera de un cinéphile/cinefil con especial propensión a reflexionar sobre el cine y su propia obra y que en el periodo objeto de análisis lo seguía haciendo desde plataformas de peso como festivales,[6] retrospectivas, talleres o textos para prensa. En este contexto, y aunque sus obras raramente pasaron por las salas comerciales, la ‘marginalidad’ apuntada anteriormente se descubre como solamente relativa. En 2009 llega lo que puede ser leído como el espaldarazo definitivo por parte de la cinefilia más clásica: se le dedica un programa en la serie Cinéastes de notre temps: se trataba de Paris-Madrid, allers-retours. Un año después, en 2010, Erice fue miembro del jurado del Festival de Cannes. Desde estas plataformas, el cineasta vuelve con insistencia a temas como el descubrimiento del cine, la memoria, la filiación dentro de una determinada tradición realista,[7] el cine como revelación, la importancia de la honestidad del cineasta ante lo filmado, pero también el desplazamiento y la melancolía del cinéfilo ante ‘el audiovisual’, temas que han calado profundamente en los textos escritos sobre él (a modo de ejemplo, Zunzunegui, 2014). Como se verá más adelante, muchas de estas cuestiones ocupan además un lugar central en la obra del director en estos años. Aunque no serán objeto de nuestro análisis cabe además apuntar, como reflejo de estas preocupaciones, su trabajo en una serie de ensayos fílmicos sobre determinadas películas seleccionadas por su cualidad “trascendente” bajo el título genérico de Memoria y sueño. La serie fue comenzada en 2005 y aunque en un primer momento habría de incluir diez producciones, hasta ahora solo se han realizado las dedicadas a Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta, Roberto Rosellini, 1945), Sierra de Teruel (L’espoir, André Malraux, 1939) y El desprecio (Le Mépris, Jean-Luc Godard, 1963).[8] Estas fueron películas realizadas “en su propio taller” de manera similar al trabajo de un “artista plástico”.[9]

En el texto anteriormente apuntado, Thomas Elsaesser dedicaba también su atención a otra declinación de esta cinefilia de segunda generación, menos limitada por ciertas tradiciones y mitos a la hora de explorar su pasión por el medio (y, al menos en principio, menos cercana a las ideas sobre el cine defendidas por Erice). Se trata de una variación que toma ocasiones formas muy poco convencionales (la celebración del fragmento frente a la unidad de la obra), que se muestra abierta a las nuevas tecnologías, que florece durante la primera década del milenio entre bloggers tras la expansión masiva de internet, que abrazaría los nuevos lugares de consumo, formatos, formas de contacto y colaboración con una falta de prejuicios que generaciones anteriores consideraban anatema (Elsaesser, 2005, 36). Se ofrecía pues un enfoque que ayudaba a superar la tan a menudo proclamada muerte del cine, repensar tradicionales marcos conceptuales (como canon, realismo, dispositivo o auteur) y que abría un campo de trabajo en el que convergen teóricos e historiadores con intereses similares.

Recuperar la cinefilia como categoría analítica conectaba además con los debates acerca de la relocalización del medio en una etapa poscinematográfica en la línea de lo planteado por Francesco Casetti. Según el autor italiano, si bien el cine como medio se encontraba cada vez menos sujeto a un aparato (el dispositivo de la teoría clásica de los años setenta), su supervivencia habría de pasar por la recuperación de una experiencia y su presencia cultural; una evocación del modo de experimentarlo (sus rituales, lugares, formas de visionado…) más que del objeto de la experiencia cinematográfica (véase, como mejor síntesis de estas posturas, Casetti, 2015, sobre todo 17-42).

Estas reflexiones, que consideraban la experiencia como categoría central en la exploración de una cultura cinematográfica en transición hacia el digital, habrían de convertirse en un productivo campo de investigación. Algunos de los autores más estimulantes de los últimos años en el campo de los film studies explorarán las posibilidades que ofrecía esta revisión de la cinefilia. Entre ellos cabe resaltar los escritos de Christian Keathley (2006), Nico Baumbach (2012), Belén Vidal (2014), Malte Hagener (2014) o Sarah Keller (2020). Gracias a ellos la cinefilia ha mutado hasta convertirse en un concepto capaz de ofrecernos nuevos modos de acercarnos al cine y a su memoria; modos mucho más estimulantes que el tradicional lamento por su muerte, el debate sobre sus esencias, el mantenimiento de lecturas autorales o las discusiones sobre los cánones.

Como es obvio, cada uno de estos autores habría de poner el acento en distintos aspectos a la hora de entender el concepto. Podemos no obstante sintetizar sus aportaciones afirmando que todos ellos estarían de acuerdo con una definición de cinefilia como categoría metodológica basada en los siguientes principios: se trata de un afecto (tan enraizado en el sentimiento que es por lo tanto sumamente personal y subjetivo) que se extiende a determinadas acciones (la crítica, pero también la propia práctica cinematográfica, como habrá de quedar demostrado en base a la obra de Víctor Erice) y que ha de mediar ante desplazamientos temporales y espaciales: así, las sucesivas relocalizaciones de la experiencia cinematográfica y la continua evocación de la memoria habrían de generar reacciones que a menudo resultan en la nostalgia. El resultado de esta confrontación con el cambio tiene doble cara, pues suele venir de la mano de una celebración de las esencias perdidas y de una cierta ansiedad ante las transformaciones. Sarah Keller (2020) ve de hecho en esta ansiedad una característica fundamental de la cinefilia que está presente desde hace más de un siglo en diversas formas de explorar la pasión por el medio.

Para cartografiar esta relación entre experiencia y cinefilia en la carrera de Víctor Erice desde el cambio de milenio me gustaría detenerme en dos aspectos esenciales dentro de la obra del cineasta vasco: la exploración de una fenomenología de la mirada (asimilable al “momento cinéfilo”, en las palabras de Paul Willemen y Christian Keathley) y la relocalización de su producción dentro de la oferta audiovisual contemporánea (relocalización en doble sentido: dentro de su diálogo con la memoria y también desde un punto de vista físico, el de los espacios del cine).

El término “momento cinéfilo” es utilizado inicialmente por Paul Willemen (1993) para referirse a aquella dimensión en la experiencia del espectador que se escapa a los elementos regulados por la narrativa cinematográfica. Viene dado por ellos, pero al mismo tiempo los supera: “It is produced en plus, in excess or in addition, almost involuntarily.” (1993, 237). Christian Keathley ofrecería en su Cinephilia and History, or The Wind in the Trees (2006) un interesante desarrollo de estas premisas (seguramente demasiado abstractas en su formulación original), utilizándose para explorar las posibilidades que plantean a la hora de repensar la historia (y la historiografía) del cine. Estos momentos cinéfilos, experiencias visuales y sensuales a menudo construidas en torno a la fetichización de determinadas escenas, fragmentos o detalles marginales, serían capaces de ofrecer una historia más subjetiva, apasionada, “contra-factual”, capaz de aunar disfrute y comprensión y que nos permitiría penetrar en las grietas del relato histórico más canónico. Esta cinefilia apoyada en el fragmento extraño, en la anécdota o en lo recordado (y evocado) parece especialmente rica para abordar la obra de Erice.

A nadie se le escapa además la pertinencia de estas observaciones para analizar una carrera que en El espíritu de la colmena ya ofrecía un momento cinéfilo avant la lettre. Nos referimos, evidentemente, al famoso plano de la reacción de Ana/Ana Torrent ante el monstruo proyectado en la pantalla[10], tan apreciado por el propio director: “Es verdaderamente el momento de la película que más me conmueve todavía hoy día y que creo sinceramente que es lo mejor que he filmado jamás”.[11] El personaje de Ana, comenta Belén Vidal deviene, como el propio Erice, uno de los huérfanos adoptados por el cine. En esta película, “the cinephilic moment simultaneously articulates social and national allegory, and an allegory ‘of the aftereffects of cinephilic spectatorship’ in times of scarcity.” (2014, 376)

Si el momento cinéfilo ofrece una aproximación fenomenológica a la experiencia cinematográfica, la relocalización del medio obliga a escoger otro tipo de enfoques. Replantear la cuestión de ¿qué es cine? como ¿dónde es(tá) el cine? se ha convertido en un lugar común del discurso crítico en los últimos años. No obstante, este cambio de perspectiva raramente viene de la mano de un análisis de las consecuencias que tiene esta relocalización para algunos de los principios tales como la memoria y el estatus de las obras, que son los que este texto explorará. La cinefilia es, también aquí, el punto de partida, como experiencia “across different formats and viewing spaces, such as the museum, DVD, television, the Internet, as well as the cinema screen” (Vidal, 2014, 373) De entre todos estos lugares y espacios, el museo plantea, también para la obra de Erice, los retos más interesantes de esta relocalización. Al menos hasta los años noventa el museo había sido en general extraño para el cine; en el periodo de tiempo que nos ocupa, no solo se abriría a una celebración de auteurs en sus salas (pensemos en la exposición pionera Hitchcock et l’Art: Coincidences fatales de 2000/01 en Montreal y en el Centre Pompidou de Paris) o a la exploración de su historia (el “descubrimiento” de José Val del Omar en el Reina Sofía de Madrid es significativo); el propio museo y la sala de exposiciones se estaban constituyendo en lugares generadores de un nuevo formato basado en el diálogo cinéfilo.[12] Las correspondencias entre José Luis Guerín y Jonas Mekas, Isaki Lacuesta y Naomi Kawase, Jaime Rosales y Wang Bing, Lisandro Alonso y Albert Serra así como entre Fernando Eimbcke y So Yong Kim (producidas desde y para diversos museos entre 2009 y 2011) son un buen ejemplo de una nueva cinefilia artísticamente muy viva, interesada en adaptar su legado clásico y entrar en diálogo con otras tradiciones más allá del canon europeo y norteamericano. Como comentaba su programador Jordi Balló en el dossier que las acompañaba, estas obras habían sido concebidas “para ser expuestas en un espacio público, conquistado por el cine [cursivas del autor]”. Entre todas estas propuestas sobresale por su carácter pionero (2005-2007) la del emparejamiento de Víctor Erice y Abbas Kiarostami en Correspondencias, a la que este texto le dedicará la parte final del siguiente apartado.

3. Exposición: Nuevos momentos y lugares de la cinefilia

Pero, antes de llegar allí, situamos este tipo de reflexiones teóricas en el contexto del cine español en torno al cambio de milenio, en el que la figura de Erice seguía brillando desde una posición cada vez más alejada de su centro industrial. En su caso, esta realidad tiene fechas y causas bastante concretas que se superponen al periodo de tiempo que cubre este número. Frustrado tras la experiencia que supuso su trabajo para La promesa de Shanghai (la adaptación de la novela de Juan Marsé El embrujo de Shanghai, en cuyo guion y posterior preproducción había estado trabajando desde 1996) Víctor Erice centró su producción desde comienzos del nuevo siglo en un cine digital mucho más “artesanal”, canalizado a través de cortos y mediometrajes, obras ensayísticas que se mueven con soltura entre el documental y la ficción.

Pese a la excepcionalidad de su carrera, esta reorientación no deja de ser significativa precisamente por su normalidad. A lo largo de la primera década del nuevo milenio dejan de trabajar (o lo harán de una manera mucho más esporádica) muchos de los cineastas que podemos considerar compañeros de generación: Mario Camus, Cecilia Bartolomé, Manuel Gutiérrez Aragón, Jaime Camino, Josefina Molina o José Luis García Sánchez, por citar solo algunos de los más conocidos. Hay razones estructurales y muy ligadas al contexto nacional que ayudan a entender este cambio y que ya han sido apuntadas en otros lugares (Pérez Morán & Sánchez Noriega, 2020): el impacto de la revolución digital, la renovación generacional en los años noventa que cabalgaba sobre el paulatino desmantelamiento de la Ley Miró, la irrupción de las televisiones privadas en el ámbito de la producción cinematográfica, el redescubrimiento del cine de género, etc.

Muchos de estos cambios nos remiten no obstante a una transformación mucho más general, iniciada en los años setenta y que en torno al cambio de milenio se hacía obviamente omnipresente con los efectos de la digitalización. En estos años el cine había entrado en un marco de reflexión y conceptualización muy diferente al que había ocupado hasta entonces. Y no ya porque la transformación tecnológica ponía en la picota muchas de las características basadas en su calidad referencial. También porque se estaba produciendo un cuestionamiento radical de las formas de experiencia cinematográfica dominantes hasta la fecha apoyado en un nuevo tipo de espectador en esta era digital “más receptivo en los gustos y más compulsivo como consumidor” (Pérez Morán & Sánchez Noriega, 2020, 31). La omnipresencia de las imágenes, su abundancia y absoluta disponibilidad (frente, por ejemplo, al ideal de la imagen “justa y necesaria” defendido por Erice) se oponía a la excepcionalidad del evento cinematográfico tradicionalmente asociada con la cinefilia.

El propio Erice ha expresado a menudo desde cierta melancolía cinéfila su rechazo a esta transformación. Su obra a partir de 2002 va no obstante más allá del lamento y ofrece un interesante discurso, una propuesta de navegación en el tan temido océano audiovisual contemporáneo.

¿Cómo concebir el momento cinéfilo, aquel que evocaba Ana/Ana Torrent en El espíritu de la colmena, desde una contemporaneidad tan distinta? Un primer acercamiento a esta pregunta lo encontramos en su mediometraje La morte rouge (Soliloquio) realizado como parte de la exposición Erice – Kiarostami. Correspondencias, instalación exhibida inicialmente en el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (CCCB) del 10 de febrero al 21 de mayo de 2006 y en la que Erice dialogaba cinematográficamente con el director iraní Abbas Kiarostami.[13] La morte rouge es un ensayo fílmico con el que Erice reflexionaba sobre su primera experiencia como espectador cinematográfico en el Gran Kursaal de San Sebastián en 1946. Dentro de la carrera de Erice la obra es esclarecedora. Se trata de un denso compendio de algunos de los temas que habían marcado su filmografía y que seguirán influyendo en sus trabajos a lo largo de la década siguiente: el paso del tiempo, la memoria y el sueño, el deslumbramiento de la mirada, pero también, como eco de la escena ya comentada de El espíritu de la colmena, la iluminación que el primer contacto con el cine produce en la psique del niño. Es una reflexión sobre la propia experiencia personal pero también sobre el peso de la Historia en la devastación moral de la postguerra. “Sobre este sustrato de realidad se asienta la ficción”, afirma el director en una susurrante voz en off que acompaña sus treinta y cuatro minutos de duración (la pieza se presenta como soliloquio).[14]

En el centro de su propuesta ensayística está el “momento cinéfilo” descrito por Willemen, en este caso en torno a la primera proyección cinematográfica de la que el cineasta tiene recuerdo. Fue la de La garra escarlata (The Scarlet Claw, Roy William Neill, 1944), película de bajo presupuesto parte del ciclo de producciones de la Universal realizadas en los años cuarenta en base a los personajes de Sherlock Holmes y el doctor Watson. La pieza rememora los espacios y rituales a los que asiste por primera vez el niño de seis años. Aquí, el momento de iniciación, la epifanía ante la imagen, va también acompañado de una cierta ambivalencia ante su poder. El Erice adulto comenta cómo al niño le sorprende la falta de reacción ante los asesinatos que suceden en la pantalla, cómo el público, ante el horror, calla y sigue mirando. La constatación de la imperturbabilidad de los espectadores ante aquella película “de miedo” llega con el reconocimiento de lo social; esa (falta de) reacción que observa en el patio de butacas a su alrededor que marca “una inevitable pérdida de inocencia” (Erice & Marías, 2014). La morte rouge no es simplemente una carta de amor al cine que lleva inscrita la tradicional ansiedad por el objeto del amor perdido, el gran arte de masas del siglo XX. También nos habla, frente a la epifanía de El espíritu de la colmena, de la ansiedad generada por el cambiante estatus de las imágenes: el cine puede ser un medio de conocimiento, pero también una forma de des-ilusión.

A estos temas volverá Erice desde otras premisas cinco años después en Ana tres minutos. Este cortometraje de algo más de tres minutos de duración fue realizado como parte de la película coral 3.11, a sense of home, producida en 2011 y dedicada a las víctimas del accidente nuclear de Fukushima. Como en el caso anterior, nos encontramos ante un ensayo fílmico: un espacio de reflexión personal que se mueve a menudo entre el documental, el experimento de vanguardia y el cine de autor.

Erice sitúa la acción el 6 de agosto de 2011 y aprovecha para mirar al pasado, conectando el sufrimiento del accidente en Fukushima con el lanzamiento de la primera bomba atómica (6 de agosto de 1945). La actriz Ana Torrent, aquella Ana que encarnaba del momento cinéfilo definitivo, es ahora protagonista absoluta de un monólogo que recita desde un camerino justo antes de salir a escena a interpretar Antígona. Se refiere a la tragedia en Japón sin renunciar al sendero cinéfilo (“como Emmanuelle Riva contaba en aquella película, Hiroshima Mon Amour”, cita) para recurrir al cine como mediador de una compleja relación con la memoria (tan obvia en la obra de Resnais). Mientras observa la pantalla de un ordenador portátil, advierte ante un tsunami que es también audiovisual (y que se queda fuera de campo): “aquí en esta pantalla, cientos de imágenes. Muchas van acompañadas de palabras, de música. Las palabras están llenas de buenos sentimientos ¿cómo no podían estarlo? Y las músicas están puestas para arropar las imágenes, igual que en los videoclips. Tienen algo de banal, como si fueran un recurso necesario para no sentir tanto dolor”.

Sobre algunas de estas reflexiones se estructuraría Cristales rotos, fragmento del largometraje colectivo Centro Histórico que Erice dirigió junto con Aki Kaurismäki, Pedro Costa y Manoel de Oliveira en 2012. La película fue realizada por encargo de la Fundación Ciudad de Guimarães y para conmemorar la Capitalidad Europea de la Cultura. En este caso, este particular ensayo fílmico de treinta y ocho minutos se basa en la puesta en escena cercana a la de un documental en el que los protagonistas son al mismo tiempo actores de lo mostrado. Para su realización Erice había recopilado en primer lugar testimonios de trabajadores de una fábrica portuguesa de Hilados y Tejidos, víctimas de la deslocalización industrial de los años noventa (dentro del conjunto de su obra es difícil no ver el lamento de los trabajadores como un eco del propio lamento del realizador por las vicisitudes del cine). A continuación, el director sintetizó los testimonios respetando sus expresiones y flexiones, para luego devolvérselos a los trabajadores, ahora en el papel de intérpretes. “En algunos casos el monólogo refleja lo más sustantivo de su experiencia personal; en otros, no” (Sardá, 2013).

El resultado es paradójico. Como explican Isabel Arquero y Luis Deltell “Aunque la planificación y la puesta en escena invitan al espectador a creer que contempla un reportaje de testimonios, la realidad es que el público percibe que no se trata de una obra documental.” (Arquero & Deltell, 2016) Pero el efecto es también iluminador: como espectadores nos pone en guardia ante la ‘realidad’ de lo narrado, nos invita, de nuevo, a desconfiar de los códigos. Y al mismo tiempo prepara nuestra mirada para el visionado de la última parte de la pieza, en la que la cámara flota sobre la gran fotografía que ha estado presidiendo el espacio en el que se han realizado las entrevistas. Es una imagen antigua, seguramente de la primera mitad del siglo XX, y muestra la cantina de la fábrica llena de trabajadores. En estos minutos finales de la obra, algunos de los protagonistas que en la primera parte habían referido (sus) experiencias en la fábrica comentan lo que ven, un pasado que ninguno de ellos ha conocido. La obra termina con planos detalles de la gran fotografía. Como apuntan Arquero y Deltell en el mediometraje de Erice “se produce un desvelamiento. Lo oculto se manifiesta en los diálogos, en los textos y en las expresiones de los personajes.” (Arquero & Deltell, 2016) Porque, en línea con lo apuntado por Bertolt Brecht y glosado por Benjamin: “Una fotografía de los talleres Krupp o de la AEG no nos dice casi nada de esos institutos. La verdadera realidad se ha refugiado en lo funcional.” (Brecht, 1977, traducción del autor)

¿Y dónde se ha refugiado el cine? ¿En qué medida se reformula la experiencia cinéfila para adaptarse a los nuevos espacios, a sus nuevos regímenes de consumo? En la producción de Víctor Erice vemos reflejada la general relocalización del medio a lo largo de las dos primeras décadas del siglo XXI. Son varios los ejemplos: la hallamos como motivo en las propias obras (las imágenes en el ordenador de Ana tres minutos, la rememoración del casino convertido en sala de proyecciones en La morte rouge), en sus lugares y formatos de exhibición (como en la exposición Correspondencias)[15] o en la videoinstalación Piedra y Cielo (realizada en torno a la obra escultórica de Jorge de Oteiza para el Museo de Bellas Artes de Bilbao en 2019). Pero la encontramos también en las formas de distribución de sus trabajos, lejos de los circuitos comerciales y de las salas y habituales más bien en centros culturales, filmotecas, festivales y salas de exposiciones o en la propia red.

Quizás sea en Correspondencias donde más se densifiquen estas cuestiones. La muestra fue pionera del “exhibition cinema” buscando la interdependencia del dispositivo cinematográfico y el museístico; en ella se plantea además una rigurosa propuesta ante los retos de la relocalización. Retos que se dejan sentir, de forma más evidente, en la experiencia cinematográfica, pues suponen un cambio del espacio y la posición del espectador. Jordi Balló, comisario de la exhibición, apuntaba de hecho un aspecto clave en el interés del museo en el cine directamente relacionado con esta experiencia: “the fact that the cinema has a consolidated tradition in its relationship with the spectator, an active, individualized, inclusive relationship that is obviously of interest to the system of contemporary art as well.” (Balló & Pintor Iranzo, 2014, 36) Así, la muestra no perseguía tanto modificar la experiencia como transplantarla a este nuevo espacio. Lo reconocía también el crítico Miguel Marías, poco sospechoso de iconoclastia cinéfila: la exhibición suponía un reto para el visitante habitual del museo, le obligaba a adoptar la mirada del espectador cinematográfico, también sus tiempos –una de las obras expuestas de Kiarostami se extendía durante setenta y cinco minutos–.[16]

La tensión entre los dos dispositivos en este nuevo espacio no llega a estar de hecho nunca resuelta. ¿De qué manera afecta esta relocalización no ya a la experiencia, sino también al estatus de la obra? La disposición espacial concebida para facilitar del “diálogo” entre los dos directores, la abundancia de pantallas, piezas y estímulos en la que se recuperan y reordenan escenas de anteriores películas, descartes y nuevas producciones, las resignifica como fragmentos: todas funcionan como partes de la exhibición, aunque sean presentadas en su totalidad. Todas ellas pasan a ser found-footage reordenable, reutilizable y reinterpretable en manos de un visitante-flâneur tan distinto del atento espectador de una sala.

En una exhibición de este tipo los directores son objetos y al mismo tiempo comisarios. El fragmento que sirve para reformular la relación con el pasado cinéfilo (a través de la cita y la apropiación) les permite además abrirse a su subjetividad, a la propia experiencia cinematográfica. En la tarea apasionada y prolongada que requiere este tipo de instalaciones, en la selección y remontaje (en las películas, en la exposición) de fragmentos de la propia obra se está generando una nueva forma de cinefilia al tiempo que se propone, con su propio ejemplo, una nueva hermenéutica de visionado. El resultado es una distribución expositiva que invita a una relación entre pasado y presente en la que la memoria (subjetiva, emocional), compite con el archivo, la base de datos y la historia como formas de organización de los materiales y el conocimiento (Elsaesser, 2016, 337).

La transformación que indica esta resignificación de los materiales en el nuevo espacio es llevada también al nivel de la obra en sí. Uno de los títulos centrales de Correspondencias, el mediometraje ya citado La morte rouge, resuelve a nivel fílmico las cuestiones que se estaban planteando a nivel expositivo. En él, el propio cineasta se sitúa en una posición no muy diferente a la del comisario en el museo, seleccionando su propuesta en base a estos materiales que redescubre, ordena y resignifica al pasar por el filtro de su propuesta ensayística. La morte rouge es no obstante muy variada: incluye imágenes contemporáneas en color con las que se inicia y finaliza la obra, imágenes de época (documentales, fotografías, algunas de ellas retocadas digitalmente), fotografías personales del propio Erice, una recreación ficcional de la infancia, así como imágenes (fijas y en movimiento) de La garra escarlata. En este contexto, la condición histórica de algunas de ellas como índice de una realidad precinematográfica ya no es relevante. La diversidad de materiales queda sometida al manto homogeneizador del film de ensayo, que, como bien apuntan Josep Maria Català y Josetxo Cerdán, resignifica los materiales con los que trabaja, ya sean obras de artistas reconocidos u obras huérfanas, clásicos canónicos o películas familiares, cortometrajes científicos o fotografías publicitarias. Estas imágenes quedan reconfiguradas a través del “significado de la voz que las acompaña [tan llamativo en el susurro de Erice que articula el soliloquio de La morte rouge], son el universo en el que esa voz se materializa y en el que adquiere una significación que solo podía estar latente sin ellas” (Catalá & Cerdán, 2007-2008). A través de esta voz y a través de estas imágenes que funcionan simultáneamente como archivo, historia y memoria se construye una relación “con un país que no figura en los mapas, llamado cine” (Erice & Marías, 2014); se recupera su pasado desde la nostalgia al tiempo que se le evoca desde la sala del museo.

 

4. Conclusiones

Durante la presentación de la instalación audiovisual Piedra y cielo en el Museo de Bellas Artes de Bilbao a finales de 2019, Víctor Erice comentaba que “su motivo, en un sentido literal o argumental, poco tiene que ver con el cine.” (Reviriego, 2019) Al mismo tiempo, y teniendo en cuenta los principales jalones de esta segunda parte de su carrera analizados hasta ahora, es difícil no ver en esta obra una muestra más de la exploración que el cineasta llevaba proponiendo desde el cambio de milenio sobre el cine y desde el cine.

Pese a la supuesta “marginalidad” apuntada al inicio, la carrera de Víctor Erice es especialmente significativa para entender la profunda redefinición del medio que se inició a finales de los años noventa del siglo pasado. Y esto es así no sólo por lo que tiene de sintomática para entender la desaparición de las salas comerciales de un tipo de nombres y obras en la tradición autoral de corte realista o la paulatina relocalización (o limitación espacial) de este tipo de propuestas en otros espacios como pueden ser el museo, la sala de exposiciones, filmotecas o festivales. Como han demostrado las páginas anteriores, una parte importante de las obras del autor vasco en estas dos últimas décadas se entiende además como reflexión sobre estos cambios, en especial aquellos que atañen a la experiencia cinematográfica.

El concepto de cinefilia, alejado de mitos nostálgicos y tradiciones atávicas, recuperado para los estudios fílmicos precisamente en el periodo aquí analizado, ha servido para explorar estos cambios, sobre todo aquellos referidos al “momento cinéfilo” y a la relocalización museística. En el primer caso se recuperaba uno de los motivos clásicos de la obra de Erice (la revelación ante la imagen cinematográfica) al tiempo que se buscaba ilustrar la ambivalencia con la que se ha tratado en los títulos aquí analizados: la celebración propuesta en las primeras etapas de su carrera dejaba paso a una reflexión mucho más crítica e interesada en explorar el reverso de la ilusión (en La morte rouge), con consecuencias aplicables a otras propuestas audiovisuales contemporáneas (en Cristales rotos o Ana tres minutos).

En el segundo caso se ha puesto el foco en la redefinición del medio a través de su situación en nuevos espacios, aspecto estudiado concretamente en base a Correspondencias. En esta pionera exposición se estaba postulando un nuevo tipo de espectador en el que confluyen dos órdenes dispositivos distintos, el del cine y el del museo. El texto se centraba además en las consecuencias que esto tenía para el estatus de las obras presentadas y las formas de relación con el pasado y la propia experiencia que planteaba: Erice, al mismo tiempo objeto y autor de la muestra, reordenaba y resignificaba fragmentos de su creación de una manera en la que la memoria, el archivo, la base de datos y la historia competían entre sí y puntualmente se hibridaban como formas de organización de las obras y el conocimiento. Esta cambiante relación con su propio pasado nos muestra los perfiles de una cinefilia en la época de la reproductividad digital en la que el cinéfilo asume un nuevo rol de recolector y archivista: un papel que le obliga a mediar no ya solo con las fugaces experiencias con/en el cine sino también con su propia experiencia personal.

 

Referencias bibliográficas

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[1] Las palabras de Erice provienen de una conversación con el crítico Miguel Marías durante el festival. Se cita como Erice & Marías, 2014.

[2] Las reflexiones del presente artículo se basarán principalmente en las siguientes obras: Alumbramiento, pisodio de Ten minutes older: the trumpet (2002); las obras incluidas dentro de la exposición Erice – Kiarostami: Correspondencias (2005-2007); la serie documental de diez partes (hasta ahora se han realizado cuatro) Memoria y sueño (2005-); el mediometraje La morte rouge (2006); Ana, tres minutos, episodio de A sense of home (2011); Cristales rotos, episodio de Centro histórico (2012); Plegaria (2018); la instalación Piedra y cielo, (2019). Cabe apuntar como acercamiento introductorio la serie de diez textos cortos de José Ángel Lázaro (2014-2015) en Rinconete sobre “Erice en el Siglo XXI”.

[3] Como texto especialmente significativo (y cargado de nostalgia cinéfila) en estos años, véase Sontag, S. (1996). The Decay of Cinema. New York Times Magazine, 25 de febrero de 1996. Desde un punto de vista más académico, véase Cherchi Usai, P. (2001). The Death of Cinema: History, Cultural Memory and the Digital Dark Age. London: BFI. En castellano véase el repaso teórico de Santa Cruz (2017).

[4] Como acercamiento mucho más cercano y personal desde el contexto español, véase el reciente texto (2021) de Carlos Losilla Deambulaciones. Diario de cine, 2019-2020, especialmente las páginas referidas a la nueva cinefilia de principios de los 2000 (40 y ss.).

[5] Cabe señalar aquí sobre todo el libro de Linda C. Ehrlich An open window. The Cinema of Víctor Erice (2000), editado con la colaboración del autor y que conoció una importante reedición en 2007. En el caso de Miguel Marías y Santos Zunzunegui, dos de sus más habituales analistas de estos años, las ideas críticas y los marcos teóricos llevaron las trazas de una determinada cinefilia, una constelación en la que autor, exégeta, cineasta y crítico iban a menudo de la mano.

[6] Es de destacar la edición de 2014 del festival de Locarno que le dedicó una retrospectiva además de premiarle con un galardón a toda su carrera.

[7] Destaco Un lugar en el cine (Alberto Morais, 2007), en la que Erice resume algunas de sus convicciones en torno al medio: la necesidad de plantear una actitud moral ante la realidad, el cine como vehículo de conocimiento, la diferencia entre cine y audiovisual, la importancia de los primeros visionados, el descubrimiento del medio como experiencia vital, etc.

[8] Estos dos episodios, apunta José Ángel Lázaro en 2014, “se mostraron en un ciclo de cine sobre la Guerra Civil española del British Film Institute de Londres en julio de 2009. Los otros tres capítulos de los que tenemos noticia estarían dedicados a El desprecio (Le Mépris, Jean-Luc Godard, 1963), destinado a rodarse en Capri [ya terminado]; Te querré siempre (Viaggio in Italia, Roberto Rosellini, 1954), que transcurriría en Nápoles; y una quinta pieza (no se especifica sobre qué película) alrededor de Kenji Mizoguchi, para rodar en la ciudad de Kyoto, en Japón.”

[9] Erice, durante la presentación de estas obras en la Filmoteca Vasca en 2015. https://www.20minutos.es/noticia/2602405/0/victor-erice/denuncia/jovenes-y-cine/

[10] Esta escena ha sido analizada en multitud de ocasiones. Por su pertinencia para las cuestiones aquí tratadas, se recomienda el texto de Darke (2010).

[11] Huellas de un espíritu (C. Rodríguez Heredero, 1998), min. 29.

[12] Balló & Pintor Iranzo, 2014. La importancia del diálogo en la base de la nueva cinéfila había sido expuesta de forma programática por el pionero Movie Variations de Martin & Rosenbaum (2003). Véase en este sentido el trabajo de Girish Schambu, especialmente su manifiesto The New Cinephilia, como profundizamiento de estas tesis.

[13] Posteriormente, pasó a La Casa Encendida en Madrid del 6 Julio al 24 de septiembre. El año siguiente pudo ser vista en el centro Georges Pompidou de Paris, de febrero a abril.

[14] Véase la lectura que hace Monterrubio (2019) de esta obra como ensayo fílmico y como parte de un díptico junto con El espíritu de la colmena.

[15] La exposición albergaba junto con La morte rouge el cortometraje Alumbramiento, un fragmento de algo más de diez minutos realizado ya en 2002 como parte del largometraje colectivo Ten Minutes Older: The Trumpet. También incluía los fragmentos dedicados a Antonio López, Fragor del mundo. Silencio de la pintura, instalación que presentaba los cuadros del pintor a través del cine, las cinco ‘cartas’ enviadas a Kiarostami… Para una descripción más detallada véase Ehrlich, 2011.

[16] Así se lee la pieza que le dedica Miguel Marías (2006), en la que se muestra especialmente rápido en nombrar los riesgos que supone esta entrada en el museo como pérdida de los espacios tradicionales del cine. Encuentra preocupante “cinema’s belated recognition as a major art, or its liberation(?) from film theatres!”.