Del fotógrafo de estudio al fotocinero y del estudio fotográfico a la calle: decadencia o democratización del uso social de la fotografía

 

From studio photographer to fotocinero and from photographic studio to the street: decadency or democratization of the social use of photography

 

Freddy Moreno-Gómez

Pontificia Universidad Javeriana Cali, Colombia

fmorenog@javerianacali.edu.co 

https://orcid.org/0000-0003-0394-9417

 

Resumen:

Este artículo busca poner en diálogo la reflexión que hace Edward Goyeneche en su libro Fotografía y sociedad sobre la fotografía de estudio, con una historiografía de la fotografía callejera o fotocine, no solo como un proceso visual en sí mismo, sino también como un fenómeno mental intencionado hacia un acto y una práctica específica, con el propósito de comprender los usos sociales que le dieron a la fotografía los fotógrafos de estudio y los fotocineros; desde las posiciones y situaciones sociales que estos agentes y su agencia sortearon, dentro del carácter estético de la diferenciación social, en tanto que sus hábitos y prácticas se desarrollaron entre el auge y decadencia de la fotografía de estudio y la democratización de la fotografía callejera. Los fotógrafos, de estudio y callejeros, se han constituido en un modelo de investigación para la cultura visual toda vez que han contribuido con la construcción del régimen visual de la modernidad, logrando la sistematización de la mirada dentro de un estatuto ético de la imagen fotográfica inmerso en un contexto social determinado.

 

Abstract:

This article seeks to put into dialogue the reflection that Edward Goyeneche makes in his book Photography and society on studio photography, with a historiography of street photography or photo theater, not only as a visual process in itself, but also as a intentional mental phenomenon towards a specific act and practice, with the purpose of understanding the social uses that photography was given by studio photographers and fotocineros, from the social positions and situations that these agents and their agency circumvented within the aesthetic character of social differentiation, while their habits and practices developed between the rise and fall of studio photography and the democratization of street photography. Studio and street photographers have become a research model for visual culture since they have contributed to the construction of the visual regime of modernity, achieving the systematization of the gaze within an ethical statute of the photographic image. immersed in a specific social context.

 

Palabras clave: Historia cultural; estudios visuales; fotografía de estudio; fotografía callejera; fotocine.

Keywords: Cultural history; visual studies; studio photography; street photography; fotocine.

 

1. Introducción

 

Los estudios visuales –o estudios de la cultura visual– se han abierto paso al interior de los estudios culturales como un campo de investigación que, además de teorizar y criticar, han logrado historiografiar de manera sistematizada no solo el proceso visual en sí mismo sino también los fenómenos mentales (en cuanto a la capacidad de almacenar, interpretar y manejar la información que aportan los sentidos y la posibilidad de usar esa misma información en otro momento) relacionados con dicho proceso; es decir, los estudios visuales abordan la imagen como objeto material y la imagen como representación –natural o artificial– de la realidad por parte de las comunidades de interpretación que construyen los regímenes escópicos y las prácticas del “ver” (Foster, 2001; Catalá, 2008; Mitchell, 2017). Así, la cultura visual corresponde a la construcción visual de lo social, en donde las imágenes son parte constitutiva y constituyente de la cultura y sus representaciones. De esta forma, y de acuerdo a John Walker y Sarah Chaplin (2002), son los estudios de cultura visual los que han realizado el abordaje multidisciplinar que tiene por objeto de investigación la cultura visual y, dentro de ella, la fotografía.

Las fotografías son el resultado de una manera, forma o modo de ver el mundo, en donde “ver” se constituye en una práctica social que resulta en la construcción del mundo a partir de la visión del fotógrafo sobre el mismo mundo. En este sentido, la fotografía, en tanto imagen, ha configurado la cristalización de una serie de parámetros culturales y estéticos que conforman el contexto del que la imaginación se nutre, de acuerdo al ámbito social, individual o colectivo, que la produce y la acoge (George, 2001; Catalá, 2008).

La noción de función de las fotografías, desde el punto de vista de la cultura visual, ha permitido ajustarles un uso epistemológico que a su vez constituye una forma de organización social e histórica de la recepción visual, dado que la construcción de las imágenes cuenta con una intencionalidad que le permite ver ante determinados tipos de producción de imágenes y ante el régimen de inscripción al que pertenecen las fotografías; para el caso de este artículo, a la fotografía de estudio y a la fotografía callejera. En consecuencia, la fotografía se ha constituido en una prueba fehaciente (documento histórico) del uso que se le da a la imagen en un contexto social determinado en términos de cultura. El estudio de la fotografía dentro de la cultura visual, ha permitido identificar, teorizar y analizar los modos de interpretación de una imagen y su recepción a lo largo del tiempo, en tanto la visualidad (modo de producción) de las fotografías es gestionada desde su vida social y sus funciones desde el uso (prácticas) que se les han dado.

La fotografía es un objeto material que se encuentra determinado por la institución y la representación reconocidas por los diferentes tipos de fotografía. De allí que sus usos dependan de la formación social de las formas de ver que los agentes desarrollan para comprender la experiencia de la representación: “La fotografía es un hecho social que depende (…) de condiciones sociales e históricas de producción, reproducción y consumo” (Goyeneche, 2009, p. 16). De acuerdo con Alonso Gómez (2016), se han planteado diferentes problemáticas sobre la manera como se han condicionado los modos de ver, la recepción visual y las adecuaciones perceptivas, sociales y antropológicas de los usos de la fotografía, frente a las tecnologías ópticas en determinadas épocas, lo que ha constituido una metodología de la historia de la comunicación y de los estudios visuales en torno a los cambios de percepción visual.

Por tanto, el objetivo de este artículo consiste en poner en diálogo la reflexión que hace Edward Goyeneche en su libro Fotografía y sociedad sobre la fotografía de estudio, con una historiografía de la fotografía callejera, para comprender los usos sociales que le dieron a la fotografía los fotógrafos de estudio y los fotocineros, desde las posiciones y situaciones que estos agentes y su agencia sortearon dentro del carácter estético de la diferenciación social, en tanto que sus hábitos y prácticas se desarrollaron en un contexto histórico y cultural de la ciudad de Cali (Colombia) para el auge y decadencia de la fotografía de estudio entre 1870 y 1940 y para la democratización de la fotografía callejera entre 1940 y 1980.

 

2. Fotografía de estudio

El libro Fotografía y sociedad de Edward Goyeneche es el resultado de un proyecto de investigación que problematizó sobre los usos de la fotografía de estudio como una práctica llevada a cabo en función de la sociedad, o, por lo menos, puesta al servicio de determinados grupos sociales que operaron en Colombia entre 1870 y 1950. En este sentido, la fotografía de estudio, en calidad de institución social, hizo evidente un modo de ver que, a partir de códigos artísticos y convenciones estéticas, ha permitido comprender los fenómenos de la historia visual y sus representaciones en las sociedades modernas. Para Erika Martínez-Cuervo (2012), Goyeneche empleó la fotografía de estudio como un modelo epistemológico para comprender los fenómenos visuales, y desde allí, analizar la idea de que la fotografía, como un fenómeno que encierra procesos históricos, políticos, sociales, económicos y culturales, corresponde a un registro de la realidad pasada. La fotografía de estudio es objetiva porque no se ajusta conforme a las cosas, sino al uso de las cosas, lo que subordina la imagen a su producción histórica y a sus usos sociales, como por ejemplo la transmisión de los valores estéticos de la clase burguesa a manera de una representación capaz de ser interpretada en términos de capital simbólico (Romero, 2014).

En este sentido, Goyeneche (2009) manifestó que la estética de la fotografía de estudio no necesariamente corresponde a la estética de la realidad. Se trata de la fotografía entendida como un oxímoron producto de la realidad ficcionada. Si bien los individuos se reconocen en sentido referencial en la fotografía, dentro de la imagen fotográfica el sentido artístico hace que no haya ningún sentido en ser retratado “tal y como el individuo es” en la vida cotidiana. El uso social de la fotografía de estudio permitió que el individuo “se vea” y “sea visualizado” a partir de los estereotipos y convenciones de la representación social, que en determinados grupos es más artística, más estética y más cultural, por lo menos lo que esta última signifique para un grupo hegemónico específico. Resulta entonces necesario hacer una aproximación al mundo material y humano de la fotografía para acercarse a los significados imaginarios colectivos que se encuentran detrás de las imágenes.

Los individuos construyeron un sentido de pertenencia a través de sus múltiples interacciones cotidianas en la medida que seleccionaban los repertorios culturales que respondían a sus intereses y aspiraciones personales, así como a las exigencias sociales, de tal forma que la identidad colectiva se iba convirtiendo en una construcción subjetiva y cambiante (Mercado y Hernández, 2010). Los usos de la fotografía de estudio corresponden a las posiciones sociales de los agentes, las cuales determinaban las características estéticas de la fotografía como práctica cultural. De esta forma, la fotografía de estudio fue subordinada en su uso por diferentes grupos sociales, los cuales delimitaron lo que sería o no sería fotografiable con base en un sistema de valores propio de cada grupo que en consecuencia produjo el carácter estético de las imágenes a partir del gusto estético de los sujetos fotografiados. Por tanto, los usos definieron las fotografías de estudio: “Que producían, en su uso y práctica, los significados colectivos deseados, adecuados, y admitidos, con base en las convenciones sociales e históricas establecidas” (Goyeneche, 2009, p. 26). Es decir, creó estereotipos y convenciones a partir del sentido estético y de los modos de ver, ambos sociales y culturales.

Para José Manuel Romero (2014), la fotografía se impuso rápidamente, sobre la pintura, como el medio para transmitir los valores de la naciente clase burguesa dadas sus características técnicas y estéticas, en donde el fotógrafo pasó de ser un artista a un técnico industrial en tanto que la fotografía no dependía de su habilidad artística sino de la capacidad técnica para manejar la cámara y preparar las placas. No obstante, el desarrollo histórico de la fotografía le dio a la fotografía de estudio el carácter de artístico, basado, no en la calidad del objeto material sino en el individuo retratado, quien al pertenecer a un grupo dominante, le confirió al espacio social un gusto estético, haciendo de la fotografía de estudio un invento cultural que conectó a la sociedad con el mundo moderno. El espacio del estudio se conformó como el lugar central en donde se produjeron y reprodujeron las fotografías, lo que hizo de dicho espacio (la división social del trabajo, la manera como usaban los objetos y la forma como se disponían los individuos a fotografiar en diferentes poses y con diferentes gestos) un espacio social que contribuyó de manera decisiva al uso –igualmente– social de la fotografía, toda vez que al constituirse en un centro importante en la vida de las ciudades, los estudios fotográficos eran visitados por individuos que buscaban su propia imagen, como individuos y como miembros de una clase determinada. Para Peter Burke (2005), los accesorios y los objetos usados como ornamentos, y las poses y los gestos adoptados por las personas fotografiadas, se encuentran cargados de significados simbólicos que hacen de la fotografía de estudio una forma simbólica.

Romero (2014) se pronunció sobre la manera como el esquema corporal humano adoptó una serie de posturas y gestos que obedecieron a códigos y conductas sociales que respondían a las necesidades de dicha clase social. En este sentido, el fotógrafo al interior del estudio fotográfico desarrollaba una dimensión ritual en la que organizaba la escena a fotografíar con todo tipo de objetos que, en igual medida, se ajustaban a las formas lícitas de presentación de los individuos, y cuya disposición estética suponía la doble concepción de un marco temporal que repercute en el presente de la fotografía (del acontecimiento fotográfico) y en el presente del espectador (el de su época y el del receptor actual), y de marco espacial que fragmenta y materializa una parte del campo visual que captura el fotógrafo. De esta forma, la dimensión estética que prevalece de la imagen, frente a la dimensión histórica, es la representación de un individuo que posa, en un momento determinado para su posteridad (Gómez, 2016). De acuerdo a Goyeneche (2009), una de las formas convencionales de mayor uso y connotación artística fue el encuadre totalmente cerrado que, ante la ausencia de elementos decorativos, centraba su atención en el individuo en la medida que resaltaba sus rasgos físicos –además de su identidad– en contraste con fondos oscuros y efectos de luz difuminada (F1).

F1. Fotografía de estudio tomada en 1951 a las Srtas. Bella Gómez y Hociery Gómez en el estudio fotográfico Star Foto (Cali). En esta foto se destaca el encuadre cerrado y el fondo oscuro para resaltar el gesto y la expresión facial. Fuente: Álbum familiar del autor.

 

La fotografía de estudio corresponde a una práctica social que reúne todos los componentes de la práctica fotográfica (fotógrafo, dispositivos fotográficos, películas fotográficas, medios de reproducción, espacios, tiempos e individuos fotografiados, entre otros). Corresponde a una práctica comercial específica que permite estudiar y analizar su uso social desde la práctica misma; es decir, desde la producción, reproducción y consumo de la representación, y desde la formación y reproducción de un modo de ver; este último causa y efecto de la competencia estética que permite usar y vivir la experiencia de la representación (Goyeneche, 2009). En Colombia –particularmente en Cali–, no fue hasta la primera década del siglo XX que la fotografía de estudio se constituyó en un producto comercial, toda vez que la práctica misma implicó toda una operación comercial que incluyó la movilización de recursos, los procesos de compra y venta, la creación de fotografías, la publicidad y la exhibición, entre otros. De forma sistemática, las fotografías de estudio comenzaron a ser usadas como el medio principal de representación de determinados grupos sociales que, dominantes y hegemónicos, contaban con el capital económico necesario y con el capital cultural simbólico.

Hugo Suárez (2008) hizo una breve descripción de la trayectoria tecnológica y técnica de la fotografía, desde sus inicios en el daguerrotipo, su elevado coste y, por ende, su limitado acceso a una pequeña élite; pasando por el desarrollo de las cámaras fotográficas de trípode y la fotografía de estudio, de mayor uso, pero igualmente restringido a los grupos sociales dominantes; hasta la miniaturización de las cámaras fotográficas que, portables, le permitieron a los fotógrafos salir de los estudios y realizar múltiples maniobras, dando inicio a la fotografía callejera y su uso masivo. Resulta evidente que, tecnología y técnica, trasformaron las prácticas y usos sociales de la fotografía, lo cual reconfiguró –en términos bourdianos[1]– el campo, los habitus y el capital simbólico de los usuarios, además de favorecer la aparición de nuevas categorías significantes de productores de fotografías, nuevos géneros con nuevos significados de la fotografía y nuevos consumidores de fotografías. Ya no solo es el individuo en el retrato, sino también el individuo interactuando en su vida cotidiana. La relación instruida en el mundo de los individuos que asistían a un estudio para ser fotografiados, implicaba la adopción de los mecanismos descritos, impuestos por la cultura hegemónica del sector social dominante, que eran inducidos por el fotógrafo a través de una perfomance corporal donde la aceptación de estos mecanismos, bien por individuos de clases altas o medias, configuraron una serie de disposiciones que se encontraban estructuradas por las condiciones sociales que influenciaban las acciones y percepciones de dichos individuos (Bourdieu, 1979).

Esta relación entre fotógrafos y clientes, en la que se socializaron convenciones comerciales, estéticas y sociales, incluyó la movilización de recursos materiales y humanos, y de lógicas comerciales donde los clientes pagaban cierto valor por una fotografía, el cual dependía del prestigio y la sofisticación cultural del estudio fotográfico, más que del nombre del fotógrafo. Una “buena fotografía” dependía de qué estudio fotográfico lograba reflejar, en la imagen, las convenciones estéticas y el gusto artístico exigidos por el uso social de las fotografías, por lo que el servicio comercial del estudio fotográfico se basaba en el uso que el cliente pretendía hacer de la fotografía (Goyeneche, 2009).

La fotografía de estudio se realizó en un espacio específico, de allí que el estudio fotográfico se constituyó en un espacio social de acuerdo a sus usos. Estudio y fotógrafo proporcionaban a los clientes las formas y los medios para producir y reproducir las convenciones que favorecían las sensaciones estéticas y artísticas que la sociedad considerada de buen gusto. La fotografía de estudio se constituyó entonces en una forma de organización del trabajo soportada en las redes cooperativas entre el comercio, las estética y la vida social, dependientes todas ellas de la movilización y acceso a recursos, de la socialización del uso de las técnicas y de las relaciones entre el desarrollo tecnológico de equipos y materiales y las exigencias estéticas, artísticas y culturales (Goyeneche, 2009).

 

2. Fotografía callejera

La fotografía callejera, la fotografía ambulante o la fotografía comercial callejera surgió cuando los fotógrafos se interesaron en la manera como las personas interactuaban con determinados lugares de la ciudad, específicamente en las calles. De allí su uso como fuente documental en estudios históricos, antropológicos y sociológicos, dado que la fotografía callejera como objeto de estudio incorporó la instantaneidad y la multiplicidad como elementos fundamentales en el momento de representar la realidad y aproximarse a la verdad a la manera de testimonio. Holly Ballenger (2014) definió la fotografía callejera como un tipo de fotografía documental urbana que presenta sujetos en situaciones sinceras dentro de lugares públicos, que, surgida cuando la placa húmeda fue reemplazada por la placa seca en 1877, liberó al fotógrafo de su estudio para ubicarse en la calle con equipos portátiles. Por otro lado, Mia Hunt (2014) definió la fotografía callejera, separándola de la fotografía urbana, como una práctica comercial surgida en Europa a finales del siglo XIX en la que los fotógrafos capturaban con franqueza los movimientos cotidianos de las personas a través del espacio urbano. Su aparición ha sido rastreada, desde la mirada decimonónica del flâneur (vagabundo urbano discutido por Walter Benjamin a partir de la poesía de Charles Baudelaire) hasta la mirada surrealista del paisaje de mediados del siglo XX (defendida por Guy Debord y el movimiento de la Internacional Situacionista). En todo caso, los orígenes de la fotografía callejera coinciden en el tiempo con el comienzo de los procesos de globalización a finales del siglo XIX. La rápida urbanización de las ciudades europeas y de los Estados Unidos inspiró el desarrollo tecnológico y técnico de la práctica –producción y reproducción– fotográfica y su quintaesencia: el impulso de tomar fotografías sinceras en la corriente de la vida cotidiana (Belov, 2017), allí donde se desarrolla la interacción humana en la esfera pública y donde Philippe Guillaume (2012) describió la representación de la deambulación y de la calle como una práctica y un espacio público y cultural.

Es en este escenario en donde la fotografía sale del estudio fotográfico a la calle e irrumpe en la vida social modificando la relación que el hombre había tenido con la imagen. Si la función de lo visual en la humanidad había sido ritual, simbólica y narrativa –primero con la pintura y luego con la fotografía de estudio– el nuevo uso social de la fotografía brindó otras posibilidades y respondió a nuevas necesidades (Suárez, 2008). Más allá de los temores y reacciones diversas, la fotografía callejera favoreció la sensación de verse eternizado en una imagen, restringida a determinados grupos sociales dominantes, y sació la ilusión de grandeza, reservada a las élites económicas y políticas.

Sin embargo, la fotografía como producto cultural responde a la práctica social de un agente –el fotógrafo–, quien produce y reproduce la imagen –la fotografía– para fijar en ella su propia visión del mundo, toda vez que es el fotógrafo quien representa la realidad a partir del momento en el que identifica lo fotografiable, define lo que desea fotografiar y decide los que se puede fotografiar. El fotógrafo, como cualquier otro productor cultural, utiliza técnicas para mostrar un mundo que está marcado por su propia mirada. En el estudio o en la calle, el fotógrafo determina la realidad a partir de su propia escala de valores sociales, de tal forma que cumple con la función legitimadora de crear “ilusión” de realidad: el fotógrafo le proporciona al individuo su lugar social, determinado en una realidad socialmente construida a partir de objetos, lugares, momentos, poses y gestos (Suárez, 2008), que para el caso de la fotografía callejera corresponde a un brevísimo instante de oportunidad espacio-temporal en el que la reacción y la anticipación permiten capturar y preservar un momento efímero extraído del flujo continuo de un suceso, tal y como lo es el caminar del transeúnte –persona que transita, pero que nunca permanece– por la calle.

En la fotografía callejera, el protagonista es la condición humana y su comportamiento en un lugar público. Cada fotografía representa una faceta de la vida cotidiana de las personas que incluye una total imprevisibilidad. La fotografía callejera permite identificar emociones y movimientos, producto de gestos y poses naturales y espontáneas, en donde –en la gran mayoría de ellas– el fotógrafo y su cámara pasan desapercibidos. Citada por Óscar Colorado (2013), Tanya Nagar manifestó en 2013 que “la esencia de la fotografía urbana está vinculada a la naturaleza imprevisible del ser humano, a su espontaneidad” (F2).

Burke (2005) citó a Jacob Burckhardt para calificar a las imágenes como un testimonio de las fases pretéritas del desarrollo del espíritu humano, de tal forma que las fotografías se constituyen en objetos a través de los cuales se pueden leer las estructuras de pensamiento y de representación de una determinada época. Las fotografías tienen el atractivo universal de contar historias que reflejan valores sociales cambiantes (Mullen, 1998). En consideración con ello, Suárez (2008) ubicó a la fotografía en el centro del proceso de la modernidad, en donde el hombre establece nuevas formas de relacionarse con el tiempo, el espacio y la tecnología, en tanto la cultura visual define a la fotografía como el punto de encuentro de la modernidad con la vida cotidiana. Así, el valor de la fotografía como documento de la historia social ha ayudado a construir una “historia desde abajo”,[2] la cual se ha centrado en la vida cotidiana y en las experiencias de la gente sencilla (Burke, 2005).

F2. Fotografía callejera tomada en 1961 a la Sra. Hociery Gómez de Moreno por un fotocinero desconocido posicionado en el Puente Ortiz (Cali) con el Hotel Alférez Real de fondo. En esta fotografía se destaca la actitud de la transeúnte representada en el gesto y expresión del rostro y la postura rígida del cuerpo, que intuye un caminar rápido. Fuente: Álbum familiar del autor.

Para los estudios de la cultura visual, las fotografías tomadas por los fotógrafos callejeros se han constituido en una fuente de información histórica de la cotidianidad urbana y de ciertas prácticas sociales que han evidenciado la manera como las personas y las ciudades transitaron hacia la modernidad. De esta forma, los fotógrafos callejeros han sido considerados como intermediarios que han posibilitado el estudio del pasado a través de sus fotografías, las cuales, a manera de fuentes documentales, posibilitan la construcción de representaciones sociales de la realidad, puesto que reflejan un testimonio ocular del pasado histórico. Independiente de su calidad estética, emocional y comunicativa, cualquier fotografía, en tanto imagen, podrá cumplir funciones de testimonio histórico en determinado contexto, aunque ese no haya sido el propósito inicial de los fotógrafos.

En Colombia, a la fotografía callejera como práctica cotidiana surgida entre 1940 y 1950 se la denominó fotocine, y a los fotógrafos callejeros o ambulantes se les reconoció como fotocineros. El surgimiento de los términos fotocine y fotocinero ha sido asociado a dos teorías: al empleo de rollos de película cinematográfica de 35 mm y a la manera como se fotografiaba a los individuos mientras caminaban por la calle, lo cual transmitía una cierta sensación de movimiento “como en el cine”, de ahí el nombre. Para Gabriel Vélez (2009), si bien el origen preciso de la denominación es aún desconocida, ambas teorías resultan complementarias para describir el fotocine como una práctica fotográfica eminentemente urbana que, más relacionada con el comercio que con el arte, se desarrolló en Bogotá en la primera mitad del siglo XX, cuando las nuevas cámaras de manejo simplificado redujeron considerablemente el tiempo de exposición y cuando apareció en la escena comercial la película en rollo de Eastman. Posteriormente, después de 1950, el fotocine se expandió a otras ciudades, incluidas Medellín y Cali, donde su uso fue masivo. Finalmente, el oficio de fotocinero, que, al parecer, fue bastante rentable, desapareció paulatinamente en la década de los ochenta, asociado, entre otros motivos, a la aparición y masificación de las cámaras fotográficas automáticas (Arango, 2012).

Tres de las investigaciones más detalladas y representativas que se han hecho sobre la fotografía callejera fueron las llevadas a cabo por Gabriel Vélez (2009) en Medellín, Óscar Muñoz (2018) en Cali y por Adelaida Ávila (2018) en Bogotá. Para estos autores, las fotografías callejeras representan un instante, irrepetible de la vida cotidiana, donde el transeúnte, de forma desprevenida, se dirige hacia la cámara y queda “suspendido” entre sus pasos para ser instalado entre su pasado y su futuro, en lo que Reinhart Koselleck denominó horizonte de expectativa.[3] Entonces, las experiencias (lo que vivimos) y las expectativas (lo que viviremos) remiten a la historia como referente del cual se parte. Será en esta historia donde el historiador encuentre, eventualmente, los conceptos (usados en el lenguaje o en los símbolos), un instrumento para comprender el devenir de cada sociedad humana mediante una reconstrucción historiográfica capaz de combinar la recuperación de los hechos ocurridos (historia social) y la interpretación de los cambios y continuidades en sus estructuras (historia conceptual): “La cuestión decisiva temporal de una posible historia conceptual según la permanencia, el cambio y la novedad, conduce a una articulación profunda de nuevos significados que se mantienen, se solapan o se pierden y que solo pueden ser relevantes sociohistóricamente si previamente se ha realizado de forma aislada la historia del concepto” (Koselleck, 1993).

De acuerdo con Ávila (2018), fueron los avances tecnológicos y técnicos los que permitieron que las cámaras fotográficas salieran de los estudios y llegaran a la calle, de tal forma que fue la tecnología la que definió dónde, cuándo, cómo y a quién tomar una fotografía. No obstante, la adaptación de los códigos formales y de las convenciones estéticas dieron lugar al paso de una captura fotográfica estática y posada, a una dinámica en la que el transeúnte no detenía su caminar: “La cámara se empequeñece cada vez más, cada vez más está dispuesta a fijar imágenes fugaces y ocultas cuyo efecto shock suspende en quien las contempla el mecanismo de asociación” (Benjamin, 2018, p. 89).

Si bien la cámara fotográfica Leica fue la primera en usar el formato de 35 mm, el fotocine se vió impulsado –más desde el punto comercial que por cualquier otra razón– con la llegada, desde 1960, de la cámara fotográfica de tipo portable Olympus Pen, ya que, al poder usar el rollo fotográfico de 35 mm, el fotocinero pudo usar la mitad del negativo en cada toma, con el propósito de duplicar la producción de imágenes y disminuir los costes de la operación sin alterar significativamente la calidad de las fotografías. Los fotógrafos de oficio eran contratados por los estudios fotográficos, los cuales les proveían de las cámaras y el material fotográfico, además de pagarles por cada rollo que llevaran. Así, se ubicaban en sitios emblemáticos de la ciudad con alto valor simbólico (para el caso de Cali, era toda la Calle Doce desde la Plaza de Caicedo, pasando por el Puente Ortiz, en sentido sur a norte, hasta la plaza de Bolívar) y esperaban a capturar a un transeúnte en movimiento y a entregarle un papel numerado con el que la persona fotografiada podía reclamar su fotografía en “tamaño billetera” al otro día, en el estudio fotográfico indicado (Ávila, 2018).

Dentro de las características principales de la fotografía callejera se encuentran que el transeúnte nunca detiene su caminar para ser fotografiado y que nunca se observa sorprendido, lo que sugiere que este ritual fotográfico fue aceptado por la sociedad, además de permitir estudiar las transformaciones de la ciudad hacia la modernidad, evidenciando la manera como eran deambulados lugares históricos con alto valor simbólico como el Palacio Nacional, el Teatro Jorge Isaacs, el Hotel Alférez Real, el Edificio Coltabaco  y el mismo Puente Ortiz (F3).

F3. Fotografía callejera tomada en 1957 por un fotocinero desconocido a las Srtas. Hociery Gómez y Vivar Gómez en el Puente Ortiz (Cali). En esta fotografía se observan, desde el fondo a la izquierda, el Palacio Nacional, el Teatro Jorge Isaacs y el Hotel Alférez Real, y a la derecha el Edificio Coltabaco. Fuente: Álbum familiar del autor.

 

Ante ello, la fotografía callejera puede ser entendida como un medio de expresión de la cotidianidad y como un testimonio de las fotografías mismas en tanto objeto material y de los usos sociales de la calle a partir de la construcción de identidades colectivas e imaginarias, en lo que se ha denominado la visión moderna de lo popular, aunque esas mismas fotografías no pueden dar una imagen completa del conjunto social, debido a que fueron producidas y reproducidas bajo la mirada y decisión del fotógrafo de acuerdo a los valores que regían la sociedad, los cuales daban cuenta del reconocimiento de quiénes cabían dentro del discurso de los ideales urbanos, esos mismos que en cualquier grupo social superan los valores tradicionales, rurales y conservadores, en contraste con lo que es moderno (Ávila, 2018). Al tomar la fotografía, los fotocineros no hacían conscientes a los transeúntes sobre el hecho de ser capturados por sus cámaras, y, cuando en alguna ocasión estos miraban a la lente, la mirada íntima evidenciaba una suerte de naturalidad (Salazar, 2016). No obstante, y en esta misma dirección, Muñoz (2018) describió la manera como algunos individuos de la sociedad fueron invisibilizados por la fotografía callejera al no cumplir con los ideales modernos, de tal forma que los fotógrafos dirigieron su mirada a los transeúntes que respondían a las clases sociales emergentes, de tal forma que, en su democratización, la fotografía callejera garantizó un discurso producto de su uso social, basado en las posibilidades de enunciación y de representación visual (F4).

La fotografía callejera correspondió a una imagen cuyo significado estético es el resultado del uso de la práctica del fotocinero, razón por la cual la producción de estas imágenes puede ser definida como un objeto social que se constituye en una representación social históricamente construida. La naturaleza que habla la cámara es distinta de la que habla a los ojos. Distinta sobre todo porque, en lugar de un espacio que el hombre ha elaborado con su consciencia, aparece un espacio elaborado inconscientemente (Benjamin, 2018, p. 76). La idea de relacionar a la fotografía callejera, como una práctica del fotocinero, con la sociedad, representada en los transeúntes, permite comprender la calle como un espacio de representación social y a la fotografía, en tanto imagen, como la materialidad de sus usos sociales, de sus disposiciones y de su sentido estético.

F4. Fotografía callejera tomada en 1952 por un fotocinero desconocido a la Srta. Hociery Gómez en el centro de Cali. En esta fotografía se destaca la presencia de esos “otros” transeúntes que en un segundo plano pudieron escapar de la mirada selectiva del fotocinero y aparecieron reflejados en la imagen. Fuente: Álbum familiar del autor.

 

3. Decadencia o democratización del uso social de la fotografía

Para Gómez (2016), desde los orígenes de la fotografía, surgieron diferentes tipos de procedimientos de reproducción visual que han contribuido a configurar diversas percepciones y valoraciones sobre las temáticas de las imágenes, no solo a través de sus usos sociales, sino también por la democratización de los diferentes modos de reproducción de imágenes según el modelo de soporte técnico utilizado, que, en el caso de este artículo, se ha centrado en la fotografía de estudio y en la fotografía callejera, y cuya percepción está constituida por las nuevas funciones estéticas que determinaron ambos procesos fotográficos.

Con el nacimiento del Valle del Cauca como departamento a inicios del siglo XX y las posibilidades comerciales ofrecidas por la vía al mar hacia el puerto de Buenaventura y la construcción del Ferrocarril del Cauca, una serie de inmigrantes se establecieron en la ciudad de Cali. Ingenieros, comerciantes y técnicos extranjeros fueron quienes trajeron y manipularon las primeras cámaras fotográficas de placa seca y establecieron las normas técnicas, estéticas y sociales, y tomaron las primeras fotografías que se conocen de la comarca. En sus almacenes –que también operaban como estudios fotográficos– impulsaron el desarrollo de la fotografía de estudio e incursionaron en la fotografía callejera, en la que los fotocineros se pudieron aproximar a la idea de la fotografía como invento tecnológico democrático. Así, el fotocine se desarrolló como una actividad fotográfica de tipo comercial sin ningún tipo de aspiraciones artísticas, ya que las condiciones para la industrialización del fenómeno estuvieron relacionadas con la disponibilidad de los elementos técnicos que la hacían rentable y en función de ciertas condiciones históricas que propiciaron la demanda (Vélez, 2009). Muy similar a lo expuesto por Benjamin (2018) en 1931, cuando describió la manera como el retrato fotográfico entró en decadencia –finalizando la segunda mitad del siglo XIX– por su mercantilización indiscriminada.

Se estudió entonces al fotocinero como un agente social y a su actividad fotográfica como una práctica social, a través del objeto fotografía callejera. Aunque en realidad la fotografía no se democratizó hasta la segunda mitad del siglo XX, momento en que se convierte en una práctica de uso masivo con el desarrollo del turismo de masas, la aparición de las primeras cámaras instantáneas y las primeras cámaras de bolsillo. Con estos desarrollos tecnológicos, las clases más populares pudieron acceder a una práctica que desde su invención había estado limitada en su uso a los grupos hegemónicos más letrados. En consecuencia, la dimensión ideológica de la representación, tanto del dispositivo fotográfico como de los modos de producción y reproducción, empezó a formar parte de una nueva cultura dominante de la imagen, desmitificadora del concepto de autoría y proveedora del empoderamiento de las clases populares, de tal forma que la fotografía callejera dio paso a nuevos significados y significantes a partir de su condición práctica y social generalizada y generalizadora. Todos pueden tomar una foto, todos pueden ser fotografiados. Así, la fotografía de calle se ha perpetuado en su compromiso de representar la calle, los transeúntes y la ciudad como un campo social, unos agentes sociales y una agencia social en constante transformación, merced del equilibrio dicotómico entre lo descrito y lo inscrito, lo mostrado y lo interpretado, lo factual y lo ficticio (Kingman, 2009; García, 2018).

Las convenciones visuales de la fotografía de estudio se relacionan directamente con las convenciones espaciales (fondos, objetos y utilería) del estudio fotográfico y con los usos sociales que la sociedad les da a dichas convenciones. Así, el espacio físico de los estudios fotográficos fue evolucionando conforme la práctica misma de la fotografía de estudio se fue adaptando a la experiencia estética de los individuos en calidad de consumidores y observadores. De nuevo, fueron los usos sociales los que configuraron la percepción del espacio; el mismo en donde la fotografía de estudio, en calidad de hecho social, movilizó los modos de ver a manera de un código artístico que le proporcionó al objeto material fotografía un sistema de valores sociales, culturales y simbólicos. Por último, la fotografía de estudio respondió al interés que tuvieron los individuos por ser reconocidos socialmente y poder pertenecer a un grupo social determinado que se movilizaba en un espacio específico.

Según Salazar (2016), en su análisis sobre las fotografías de dos fotocineros de Bogotá, el fotocine revela las aspiraciones, habitadas en el cuerpo, de los sujetos en la ciudad. Cuerpos vestidos y educados a partir de un repertorio de movimientos y cuerpos que caminan y se ubican en determinados espacios de la calle permiten describir los objetos y las experiencias de individuos que pertenecen a una esfera y que deliberadamente se alejan de otras esferas sociales. Así como el estudio fotográfico fue el verso de la clase hegemónica, el fotocine fue el anverso de la clase subordinada, estando los fotocineros en el cruce entre la calle y el recuerdo. Fotografías inconsultas que permiten relacionar el acto de caminar y la ciudad y que, en conjunto, constituyen una gran fotografía del cuerpo social (Muñoz, 2018). Bajo esta mirada, la fotografía de estudio fue, de alguna manera, un mecanismo de reproducción de las diferencias sociales y estéticas, pues se constituyó en “un rasgo de distinción” de los individuos pertenecientes a clases sociales con mayor poder y capital. Sin embargo, con el despliegue económico y político de nuevas clases sociales, el uso de la fotografía de estudio varió sus convenciones, dando como resultado la pérdida de la “naturalidad”, ya que los individuos de la clase emergente, al ajustarse (aprendizaje social) a las convenciones de la clase hegemónica, dejaban ver la no correspondencia entre la imagen buscada y su propia posición de clase. Con la democratización de la fotografía de estudio, fotografiarse en un estudio pasó a ser un signo de progreso social en un intento por verse distinguido, respetable y honorable, a partir de un discurso legitimador: la fotografía de estudio como arte.

Inicialmente y desde finales del siglo XIX, la fotografía de estudio surgió a partir de una lógica comercial determinada por las transformaciones sociales decimonónicas. La fotografía era una práctica social, restringida a ciertos círculos familiares y sociales, llevada a cabo por individuos letrados, y conectada a la cadena de producción global de equipos y suministros. Posteriormente, en el primer cuarto del siglo XX, la fotografía de estudio constituyó una estructura comercial sólida apoyada en los almacenes de fotografía, en el que los fotógrafos –los pioneros y los aprendices– propendieron a la socialización de las convenciones estéticas y artísticas a partir de los recursos técnicos y tecnológicos. Ya en la primera mitad del siglo XX, el mercado fotográfico consolidado vio emerger la fotografía aficionada ante las nuevas condiciones de comercialización. La fotografía de estudio se democratizó, de tal forma que individuos de diferentes sectores de la sociedad pudieron ser fotografiados y sus fotografías pudieron ser socializadas en revistas y periódicos de forma masiva. Finalmente, ante el inminente cambio en los procesos de socialización de las convenciones de la práctica fotográfica, las cámaras fotográficas salieron de los estudios a la calle hacia la segunda mitad del siglo XX, en busca de los transeúntes y nuevos significados y significaciones de la imagen, momento en el que los nuevos desarrollos tecnológicos les permitieron a los individuos convertirse en productores y reproductores de fotografías.

La fotografía callejera correspondió, simultáneamente, a la interacción de una serie de parámetros descriptivos y de estados mentales y emocionales, ya que, al ser una imagen, tiene funciones informativas, comunicativas y reflexivas sobre el interior de un determinado contexto social, de tal forma que estos parámetros semióticos construidos culturalmente condicionaron la manera de crear y recrear el régimen de lo visible. Las fotografías dejan ver de acuerdo a sus condiciones de visibilidad. Dejan ver lo que el fotógrafo permite ver y lo que históricamente la sociedad intuye que se puede ver. Una fotografía es el resultado de la representación visual de la realidad a través de las emociones. En este sentido, Catalá (2008) manifestó que “la construcción cultural de esa visión, es decir, aquello que podemos ver y el modo en que lo podemos ver, implica ya la existencia de estados mentales-emocionales ligados a la misma, en consonancia con determinados sucesos externos”. Se trata de identificar la forma histórica de ver de los dos tipos de fotógrafos de oficio que confluyeron en una época específica del siglo pasado. El abordaje que se ha hecho de ambos, a partir de sus intervenciones en el momento de fotografiar a las personas, ha permitido identificar que los primeros acondicionaban el estudio con objetos para crear las condiciones artísticas de la fotografía, sugerían la vestimenta, las poses y los gestos con el propósito de reafirmar la identidad social del individuo a fotografiar. En contraste, los segundos tan solo tenían control sobre cuándo capturar en una imagen fotográfica a un transeúnte.

Goyeneche (2009) concluyó que los análisis de la práctica fotográfica en sí misma –sea fotografía de estudio o fotografía callejera– a partir de sus usos sociales han permitido evidenciar las conexiones y relaciones que se establecen entre los individuos fotografiados y sus fotografías a partir de los significados y significaciones que dichos individuos le proporcionan a la imagen, producto de usos sociales concretos (funciones sociales, procesos de integración social, estetización de la vida pública y construcción de modelos estéticos, cánones visuales y modos de ver) soportados en la materialidad de la fotografía de estudio y en la fotografía callejera. Así, el estudio y la calle, respectivamente, configuraron espacios que estructuraron el uso social de la imagen. En la primera, los individuos posaban estáticos en un espacio y en un tiempo que les favorecía sus representaciones hegemónicas estéticas, artísticas, sociales y culturales. En la segunda, los transeúntes eran capturados en movimiento en un espacio y en un tiempo que representaba la cotidianidad de sus vidas. La fotografía pasó de ser una posesión individual exclusiva de unos pocos a una mercancía colectiva consumida por toda la sociedad. De esta forma, si la fotografía de estudio contaba con la imagen de la pose –definida como la actitud corporal, formalizada y ceremoniosa, que el individuo adopta y dispone frente a la cámara fotográfica– como el signo visual más importante, la fotografía callejera se apropió de la espontaneidad cotidiana del caminar de los transeúntes, quienes –en la mayoría de los casos– no advertían la cámara del fotógrafo (F5).

F5. Fotografía callejera tomada en 1965 a la Sra. Hociery Gómez de Moreno (a la derecha) en compañía de dos de sus amigas por un fotocinero posicionado próximo al Palacio Nacional (Cali). En esta fotografía destaca la actitud desprevenida de las transeúntes que no se percataron del momento de la toma de la fotografía. Fuente: Álbum familiar de autor.

No obstante, en ambos géneros, el individuo visitante del estudio o transeúnte de la calle se convierte en un signo para crear un efecto simbólico insertado en un espacio simbólico. En este sentido, la democratización de la fotografía, de estudio y callejera, puede ser entendida como la posibilidad que tiene un individuo de ser un “signo”, tal y como cualquier otro individuo podría serlo; y, siendo signo, adquirir la capacidad de convertirse en una metáfora social que cristaliza la operación humana de enfrentar significativamente la realidad (Serna y Pons, 2013). Una exploración de los signos de las fotografías producidas por los fotógrafos de estudio y por los fotocineros aporta información relevante sobre las estrategias de representación y significación del significante fotográfico, de tal forma que el visitante del estudio y el transeúnte no están ligados ontológicamente al signo en tanto objeto, sino a las funciones que cumplen como signo mismo.

Dado que la fotografía contribuye a la creación y reproducción de diversas realidades, los signos operan como dispositivos culturales de representación y significación que surgen desde la visión del mundo del fotógrafo. La realidad representada y significada con verosimilitud invita a la observación e interpretación del carácter relevante del signo como una estructura que genera sentido, de tal forma que, al generar un discurso en su asociación semántica en calidad de imagen, el signo permite identificar diferentes elementos y sus relaciones entre ellos. Este carácter polisémico de la fotografía se encuentra mediado por la forma o modo en que el fotógrafo ve el mundo y la manera como el observador consume la imagen en un contexto determinado. En este sentido, la semiótica de la fotografía permite reconocer que la imagen fotográfica consiste también en un fenómeno mental que se corresponde con su significante (signo, objeto o suceso del mundo), su referente (realidad física o conceptual del mundo) y su significado (concepto cultural). Por tanto, una fotografía descansa sobre el paradigma de los elementos morfológicos y el sintagma de cómo estos elementos están organizados a través de un discurso que se inscribe en una narrativa, campo, género o subgénero, todos ellos visuales (García y Farías, 2007; Martine, 2009).

 

4. Conclusiones

En este artículo se reflexionó sobre las fotografías de estudio y las fotografías callejeras, como un objeto comercial producto de una serie de acciones colectivas que han permitido configurar las relaciones humanas entre fotocineros y transeúntes. Los fotógrafos, de estudio y callejeros, se constituyen en un modelo de estudio para la cultura visual, dado que, en calidad de productores de imágenes, han contribuido con la construcción del régimen visual (escópico y de la visualidad) de la modernidad, que, a la manera de subculturas visuales –fotografía de estudio y fotografía callejera–, han logrado, cada una por su lado, la sistematización de la mirada dentro de un estatuto ético de la imagen fotográfica inmersas en un contexto determinado. El fotocine se constituye en una práctica fotográfica en la que mujeres y hombres fotografiados, transeúntes de la calle, se constituyen en un documento estético “signado” por la representación del ciudadano común y corriente en su vida cotidiana entre 1950 y 1980. Tal como mencionaron Vélez (2009) y Arango (2012), con el correr del tiempo el fotocine ha adquirido un gran valor representado en el álbum familiar urbano, siendo una fuente de consulta de gran utilidad para evidenciar la profunda transformación urbana que sufrieron las ciudades colombianas durante la segunda mitad del siglo XX, en lo arquitectónico, en los modos de convivencia, en las formas de habitar los lugares, en las tendencias y en la moda, entre otros.

 

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[1]. Pierre Bourdieu (2010), en su teoría de los campos culturales, describiría el espacio social como el lugar (campo) en que los agentes y la agencia (habitus) se ubican para producir y reproducir sus capitales (económico, cultural, social y simbólico) y materializar sus relaciones de poder, estructurando sus diferencias y proyectando sus representaciones sociales.

[2]. En 1964 se fundó en Inglaterra la Escuela de Birmingham, la cual desarrolló los estudios culturales a partir de la creación de una historia social “desde abajo”, a la manera de un movimiento en el que la gente común escribió la historia, de tal forma que las “cosas cotidianas” y la “vida de las personas” fueron objetos de estudio (Samuel, 1984).

[3]. Según este autor, el tiempo facilita la comprensión de la historia –a partir del pasado (el espacio de experiencia) y del futuro (horizonte de expectativa)–, desde las construcciones conceptuales generadas y usadas por cada sociedad, en un pasado presente cuyos hechos han sido incorporados y pueden ser recordados, y en un futuro presente que se direcciona hacia el todavía no (Koselleck, 1993).