MOLINA FIGUERAS, J. (Ed.). (2023). El espejo perdido. Judíos y conversos en la España medieval. [Catálogo de Exposición]. Museo Nacional del Prado, Museo Nacional d’Art de Catalunya.
ISSB: 978-84-8480-601-1

MOLINA FIGUERAS, J. (Ed.). (2023). The Lost Mirror: The image of Jews and Judaism in the Middle Ages. [Exhibition Catalogue]. Museo Nacional del Prado, Museo Nacional d’Art de Catalunya.

 

María Carrión Longarela (Universidade de Santiago de Compostela, USC)

maria.carrion.longarela@usc.es

 

Recibido: 30 de noviembre de 2023 / Aceptado: 22 de marzo de 2024


 

La representación de la alteridad y el poder de las imágenes marcan la aproximación al arte medieval. Ambos enfoques se aplican en el catálogo de la exposición conjunta entre el Museo Nacional del Prado y el Museo Nacional d’Art de Catalunya, celebrada entre el 10 de octubre 2023 y el 14 de enero 2024. La edición está a cargo de Joan Molina, jefe del departamento de pintura gótica española del Museo del Prado y dedicado fundamentalmente al estudio de la pintura gótica catalana, de la que la exposición contiene copiosas muestras. Los textos escogidos abordan diversos temas, desde las formas de ver al judío por parte de la cristiandad, escenas del ritual judío, la imagen del judío deicida, hasta las imágenes de conversos, entre otros. Ricamente ilustrada, esta publicación refleja la variedad de contenidos, matices y personajes que conforman una realidad compleja y concreta, la de los reinos de Castilla y Aragón y su posición con respecto a los judíos en los siglos XIV y XV.

Eligiendo como título El espejo perdido, la semántica del propio término se presenta sugerente a la par que maleable. Sinónimo del reflejo de una realidad, de claridad y verdad, pero también ente deformador y borroso que distorsiona y proyecta una ficción al espectador. Símbolo de la ceguera y, en definitiva, objeto simbólico hartamente empleado por la tradición cristiana. Todas estas cuestiones tienen cabida en los once capítulos que conforman el catálogo, cuya base es, en última instancia, un conjunto de objetos artísticos de diferente naturaleza –desde Hagadots y manuscritos miniados a grandes retablos–, pero, también, otros tantos cotidianos –como un curioso collar compuesto de amuletos apotropaicos–.  

El elenco de piezas es en su mayoría de procedencia cristiana, el poder dominante. Así, el punto de partida es una realidad donde la imaginería adquiere un poder reivindicativo e identitario por su carácter eminentemente cristiano frente al aniconismo judío.  El uso de las imágenes para representar la alteridad y crear una visión interesada ya ha sido abordado por diferentes estudiosos de la Edad Media, entre los que destaca Michael Camille, que ya aludía a lo que esta clase de representaciones del otro transmiten de la propia sociedad que las formula. De igual forma, estas cobran un poder fundamental, pues crear y construir una imagen del enemigo es en cierta forma apoderarse de él, modelarlo, censurarlo y hasta destruirlo.

A la hora de concretar la realidad de las piezas expuestas, el contexto de la península Ibérica permite delimitar algunas fechas claves: 1391, 1479 y 1492; todas ellas marcan el cambio de una cierta tolerancia al hostigamiento que culminará con la definitiva expulsión. Desde las Partidas de Alfonso X ya se percibe la leyenda negra que afecta a la población hebrea; sin embargo, el reinado de los Reyes Católicos marca un antes y un después. Aquella convivencia y colaboración cristiano-judía que aún perduraba en los trabajos artesanales, incluso en la realización de imágenes sagradas –caso de la fascinante Biblia de Arragel–, ya no tuvo cabida.

El camino hasta la expulsión tiene un largo recorrido y muchos matices. Por una parte, profetas, santos e incluso Cristo proceden de la tradición hebraica, y serán representados como precursores, ostentando los personajes veterotestamentarios una aureola cuadrada que los distinga. Ambos credos comparten un pasado común con ciertas celebraciones rituales que parten de una misma raíz, como el pan ácimo, que conserva en las miniaturas de la Hagadá de Barcelona, un precioso testimonio de la cotidianidad judía.  Asimismo, la representación de otros ritos judaicos en obras destinadas al culto cristiano, caso de la circuncisión de Cristo o más extraño el Yom Kipur en El ángel apareciéndose a Zacarías, con todo lujo de detalles en la vestimenta, proyecta tanto el conocimiento de artistas cristianos de tales ceremonias, como el trabajo conjunto de ambas comunidades, independientemente de que las piezas fuesen encargos cristianos o judíos. A su vez, la Hagadá Dorada emplea la vestimenta secular de las élites cristianas e incluso las decoraciones miniadas de la misma Hagadá de Barcelona reproducen motivos similares a blasones.

Frente a estas representaciones y producciones artísticas que reflejan al judío ‘real’ no muy distante visualmente de la población cristiana, proliferará un reflejo falseado, altamente estereotipado y hostil de la comunidad hebrea, fruto de la creación de la élite religiosa cristiana. Una de las joyas de la exposición es La fuente de la vida, encargo para el monasterio segoviano de Santa María del Parral por parte de Juan II de Castilla, pieza que da fe de este elenco de rasgos raciales e indumentarios identificativos de la raza judía. A la vez mediante una lectura exegética, como analiza Felipe Pereda, el óleo da cuenta de la ceguera del pueblo de Israel, elemento providencial y repetido en la representación iconográfica de la Sinagoga. Cubierta con un fino velo aparece en la pintura de Fernando Gallego, Cristo bendiciendo, e igualmente velado se dispone el sumo sacerdote. Las sagradas escrituras habían de ser leídas y contempladas con los ojos del espíritu, y queda vedada, por tanto, su comprensión mediante la lectura fundamentalista y literal de la tradición hebrea.

Además de realizar una lectura errada, los judíos habían sido los causantes de las torturas y la muerte de Cristo. Es necesario recordar que desde el siglo XIII se extiende el uso de imágenes devocionales y las órdenes mendicantes predicarán una piedad dirigida al común de la población, sirviéndose de todo tipo de soportes visuales, como aparece en la tabla del Maestro de Santa Gúdula, San Vicente Ferrer predicando. Este componente visual, que adquiere formas corpóreas y emotivas, será fundamental a la hora de fraguar el clima de persecución al judío que motivará la fundación del tribunal de la Inquisición en 1479. Aquellas imágenes cargadas de patetismo mostrando con toda su crudeza los sufrimientos de Cristo, tan abundantes en el arte hispanoflamenco, cobran por aquel entonces un sentido añadido, son la cizaña para agudizar el odio y señalamiento a la minoría semita.

Ejemplos de ello son el Crucificado, de Gil de Siloé procedente de Ciguñuela o, el Cristo atado a la columna, de Pedro Millán, que, expuestos en un contexto parroquial, conmoverían a la feligresía y propiciarían un ambiente adverso, no hacia los profetas, sino hacia el judío que habita en su cotidianidad. De ahí también el principio de disyunción que presenta a los hebreos de la pasión vestidos de medievales, trayendo al presente a los enemigos de Cristo. Por otra parte, surge un nuevo topos: la imagen milagrosa contra la que habrían atentado los judíos. Resulta destacable la figura del Cristo de la Cepa, que trae a colación Joan Molina, un tipo de imagen archeropita, surgida por arte divino, sin artesano ni hombre que la realizase. El Códice Rico de las Cantigas de Santa María ofrece una buena muestra de milagros y profanación de imágenes que atañen a tallas de la Virgen, pero también a un excepcional crucifijo de cera. Por intercesión divina estas se salvan y los profanadores judaizantes son duramente castigados.

En un tiempo donde el dogma de la transubstanciación estaba en proceso de implantación, resultaba muy conveniente utilizar las leyendas sobre atentados a la forma consagrada, de la que empieza a manar sangre como prueba irrefutable de la presencia real de Cristo. Al igual que en las Cantigas, los rasgos que identifican al judío conforman un reconocible y variado código. Tabardos, narices ganchudas, gestus turpis, rodelas rojas y barbas desaliñadas entre otros, reproducen una caricatura potencialmente peligrosa. Recapitulando, repetidos en diferentes soportes, estos estereotipos alientan la persecución y manifiestan algo que tristemente sigue siendo de actualidad: el odio como elemento de cohesión.

Uno de los personajes claves en este periodo de predicación es el dominico Vicente Ferrer, implicado en la total conversión de la comunidad judía. Pero ¿era suficiente la conversión para la salvación y la integración en la sociedad? Las legislaciones de los Reyes Católicos, impidiendo la ocupación de puestos de importancia y recurriendo a la limpieza de sangre indican lo contrario. Así, los conversos, fueron objeto de marginación, burla y desconfianza. El frontal del Corpus Christi, en Vallbona de les Monges (hacia 1335-1345), plantea la duda, pues tras la conversión de dos judíos en uno de los episodios, en el siguiente estos arden en la hoguera. Teniendo en cuenta la importancia de los fluidos, que destaca Franco Llopis, la sangre es portadora de identidades, y en este caso de la ‘raza’ judía, por lo que pese a la conversión los rasgos físicos continuarán portando el estigma. El tratado del Alborayque, presenta al converso como un ser híbrido que fusiona animales de toda índole, infundiendo una idea de mezcolanza postiza, causa fundada de recelo hacia este colectivo. 

Por ello, tras las conversiones casi forzadas, el problema eran los cristianos nuevos quienes, ante la sospecha de fidelidad a su antigua fe, fueron acusados de criptojudíos. ¿Quiénes en concreto son los responsables de alentar tales estereotipos e imágenes peyorativas? Como es sabido, frente a cada artista, la comitancia quiere dejar su impronta en el contenido del arte medieval; y, en el caso de la persecución judía, hay algunos personajes con nombre y apellidos que dejan claras sus intenciones en las dos últimas décadas del siglo XV: el franciscano fray Alonso de Espina, la reina Isabel la Católica o Fray Tomás de Torquemada. Los tres fueron hostigadores de lo que Sonia Caballero presenta como ‘escenografías de la Inquisición’.

Contemplar las tablas de los retablos procedentes del convento de santo Tomás de Ávila implica salir del museo y situarse dentro de un conjunto artístico portador de un mensaje del miedo. La orden de predicadores es adalid del correcto respeto a los dogmas, con Vicente Ferrer a la cabeza, como ya se ha señalado. El testimonio de piezas únicas como algunos de los sambenitos conservados, o el Auto de Fe de Pedro Berruguete permiten atisbar la realidad más dura. Un retazo de la puesta en escena de la condena herética que cubriría las paredes de las iglesias con imágenes infamantes del suelo al techo. Este tipo de manifestaciones son escasas debido a su naturaleza popular y a los esfuerzos por borrar la negra huella de la Inquisición, si bien el culto a Domingo del Val y otras leyendas antisemitas prolongadas muestran la vigencia de la segregación mucho más allá de 1492.

En otro orden de cosas, cabe preguntarse qué papel tuvo para la propia comunidad conversa esta proliferación de imágenes. Retomando las leyes promulgadas por los Reyes Católicos, se aconsejaba –o, más bien, se obligaba– a la posesión de estampas, figuras de santos, la María de Nazaret, etc., como seña de identidad del buen cristiano, más aún considerando el aniconismo de judíos y musulmanes. Por ello, la cara oculta de esta cristianización es el uso que hacen los propios conversos de las imágenes cristianas, llegando a desembolsar cantidades considerables para el encargo de piezas, representándose como donantes. Mosé Esperandeu, comerciante converso, emplea esta estrategia, dando a entender su convencida adhesión a la fe cristiana e igualándose a los cristianos viejos. Imágenes que funcionaban como verdaderos certificados de identidad, capaces de borrar un pasado judaizante.

Con todo este despliegue de piezas, se desvela una realidad muy amplia donde el antisemitismo no logra impedir producciones dentro de la tradición judía, así como la colaboración entre artesanos de ambos credos y, por supuesto, la pertenencia a un acervo común, el de la tradición hebraica pero también el de la sociedad urbana medieval. Una exposición de estas características necesita completar los objetos que la conforman con una lectura que dé cuenta de su contexto, pero que, sobre todo, permita, reubicarlos y comprenderlos en sus espacios originales, fuera del museo. Sin entender la obra en su conjunto y sometida a una determinada audiencia, no tiene lugar el estudio del arte medieval. Tampoco se puede perder de vista que esta categoría de ‘arte’ no exime a tan preciosos objetos de haber sido instrumentos de segregación y persecución, como queda de manifiesto a través de este catálogo.

 

Como citar este artículo:

Carrión Longarela, M. (2024). Molina Figueras, J. (Ed.). (2023). El espejo perdido. Judíos y conversos en la España medieval. [Catálogo de Exposición]. Museo Nacional del Prado, Museo Nacional d’Art de Catalunya. ISSB: 978-84-8480-601-1. Revista Eviterna, (15), 104-108 / https://doi.org/ 10.24310/re.15.2024.18552