EL TRASFONDO POLÍTICO-RELIGIOSO CONTRA EL ICONOCLASMO EN JUAN DAMASCENO

 

 

THE POLITICAL-RELIGIOUS BACKGROUND AGAINST ICONOCLASM IN JOHN OF DAMASCUS

 

Juan Manuel Pinazo Pinazo (Universidad de Málaga)
 
juanmanuelpinazo@hotmail.com

 

Recibido: 15 de noviembre 2022 / Aceptado: 18 de enero 2023


Resumen: Aunque la fama de Juan Damasceno (circa 675-ca. 754) como teólogo y defensor de las imágenes sagradas es un hecho reconocido, su influencia en la controversia iconoclasta de los siglos VIII y IX es difícil de precisar. Esta dificultad se explica como parte de la propia complejidad que rodea el análisis de los textos bizantinos que tratan el periodo de la Iconoclastia en general. El material del que se dispone está constituido por un conjunto de actitudes y afirmaciones en conflicto, lo que impone una medida de cautela cuando nos acercamos a las fuentes literarias de este periodo histórico. En este sentido, los textos que pudieran aportar datos fiables sobre el autor y su obra han sido considerados problemáticos por la historiografía reciente, lo que dificulta la labor de contextualizar correctamente al monje de Damasco. En este artículo tenemos la intención de mostrar su oposición a la intromisión de la esfera del poder temporal en los asuntos eclesiásticos, tal como se desprende de su apología de los iconos. Creemos que, si se analiza este episodio a la luz de la disputa de Máximo el Confesor un siglo antes contra la herejía monotelita, puede reflejar apropiadamente el trasfondo político-religioso y doctrinal de la contienda de las imágenes sagradas, que llevó al iconoclasmo institucionalizado a excomulgar a nuestro autor en cuestión y a condenarlo a una damnatio memoriae.

Palabras clave: calcedoniano; diotelismo; iconófilo; sabaítas

Abstract: The popularity of John of Damascus (circa 675-ca. 754) as a theologian and defender of sacred images is widely recognized, although his influence on the Iconoclastic controversy during the 8th and 9th centuries is difficult to assess. This difficulty is explained as part of the complexity surrounding the analysis of Byzantine texts dealing with the Iconoclast period in general. The available material is involved in a set of attitudes and statements in conflict, which imposes a measure of caution when approaching the literary sources of this historical period. In this sense, the sources that can provide reliable facts about the author and his work have been considered problematic by recent historiography, which make it difficult to correctly put in context the monk from Damascus. In this paper, we intend to show his opposition to the meddling of the temporal sphere of power in ecclesiastical affairs, as it is clear from his apology for icons. We believe that, when related to the opposition of Maximos the Confessor a century earlier against the Monothelite heresy, it could properly reflect the political and doctrinal background of the controversy about sacred images that led to institutionalized Iconoclasm to excommunicate our author and condemn him to a damnatio memoriae.

Keywords: Chalcedonian; dyothelitism; iconophile; Sabaïtes

 

Como citar este artículo:

Pinazo Pinazo, J. M. (2022). El trasfondo político-religioso contra el iconoclasmo en Juan Damasceno. Revista Eviterna, (13), 34-49 / https://doi.org/10.24310/ Eviternare.vi13.15735


 

1. Introducción

En numerosos estudios y monografías se ha dejado sentir una opinión consensuada que afirma la complejidad que entraña adentrarse en la vida y, sobre todo, en el impacto de la teología icónica desarrollada por Juan Damasceno (ca. 675-ca. 754) en su defensa de las imágenes sagradas durante la Controversia iconoclasta. Esta opinión ha llegado hasta el punto de calificar su figura de «enigmática» (Auzépy, 2007, p.231).

            Es un hecho generalmente reconocido la fama del gran apologeta de los iconos como teólogo, aunque en lo que no se ponen de acuerdo los expertos es si ejerció una influencia directa o indirecta en la querella iconoclasta. Nuestra intención en este artículo no es aventurarnos en un laberinto de paradojas y evidencias problemáticas que enmarcan la vida y la obra del monje de Damasco –tampoco trataremos la dimensión teológica de su doctrina del icono, ya que queda fuera del contexto y alcance del presente trabajo–. El objeto de nuestra proposición es mostrar que la recalcitrante oposición de Juan Damasceno a la intromisión de la esfera del poder temporal en los asuntos eclesiásticos, tal como se desprende de sus Homilías en defensa de los iconos, guarda relación con aquella de Máximo el Confesor contra el monotelismo. El motivo se halla en que la armonía entre poder temporal y espiritual se vio alterada a favor de la institución imperial durante el Iconoclasmo con su nueva concepción de la teología imperial.

2. Marco teórico/objetivos

A menudo se ha afirmado que conocemos más sobre los tiempos en que vivió Juan Damasceno que sobre los hechos de su vida. Se conocen sus obras, pero pocos datos de su biografía. Para ello tenemos sus Vitae, que son tardías y muy noveladas[1].  Sus escritos, por otro lado, contienen escasas pistas de su persona, y las referencias a él en otras fuentes históricas son pocas y parciales, algunas de ellas muy tardías. Hay que enfatizar el hecho de que la mayoría de las fuentes disponibles proviene del entorno contrario a la política imperial iconoclasta que rechazaba la representación de personajes sagrados en imágenes. En este sentido, muchas de las fuentes contemporáneas a los hechos han sido consideradas por la historiografía reciente poco fiables por ser sospechosas de contener reelaboraciones condicionadas por los intereses de la ortodoxia iconófila.    

       El problema radica en analizar tanto la persona como la obra teológica de este autor en su contexto, es decir, el periodo iconoclasta. Los datos estudiados apuntan a que Juan de Damasco no fue apenas citado como autoridad patrística en la defensa de los iconos. De hecho, si bien su figura fue restituida en el segundo concilio de Nicea de 787, en el que se legitimaba y sancionaba la veneración de los iconos sagrados, su apología de las imágenes no aparece mencionada, al menos directamente, en ninguna de las sesiones dedicadas a tal fin. Ahora bien, aun teniendo en cuenta estos parcos y problemáticos datos, el santo de Damasco ha sido reconocido como uno de los grandes apologetas de la imaginería sacra del periodo iconoclasta. ¿Cuál es la causa de esta contradicción? La respuesta puede estar relacionada con los anatemas emitidos contra él durante el concilio de Hieria en 754, que, al condenar la pintura de los iconos sagrados y su veneración, debió desencadenar una damnatio memoriae del monje palestino.

Partiendo de esta premisa, se hace imprescindible, como tratamiento metodológico en este trabajo, analizar las diversas fuentes primarias que hacen referencia al autor en cuestión. El objetivo general que se persigue es ponderar las consideraciones y afirmaciones extraídas de los propios textos respecto a la figura de Juan Damasceno, complementando esta labor con la aportación de las fuentes secundarias que han estudiado este tema. Para ello, en primer lugar, estimamos oportuno exponer su condena en el concilio iconoclasta de Hieria de 754. Esta es la primera mención a su persona, de la que deducimos la importancia concedida a este autor contra la iconoclastia imperial. En segundo lugar, analizaremos la Vita Ioannes Damasceni y las crónicas cristianas. Luego, trataremos el uso que se hizo de su nombre en la literatura polémica anti-iconoclasta. A partir de estas fuentes primarias, estableceremos un balance del tratamiento que se hizo de la persona de Juan Damasceno respecto al iconoclasmo. En cuarto lugar, nos centraremos en la evolución del concepto de teología imperial y la ruptura de la ‘sinfonía de poderes’ entre Iglesia y Estado. Por último, pasaremos a examinar su obra capital en defensa de los iconos sagrados, las Orationes pro sacris imaginibus.

El objetivo final que se pretende con el examen de estos apartados se justifica en una doble vertiente: primero, porque muestran una presunta implicación del autor objeto de este estudio en el conflicto de las imágenes sagradas a nivel dogmático; segundo, porque se percibe con claridad la postura tomada por el monje sirio en la esfera político-religiosa contra la autoridad imperial y sus decretos en dicha materia al atentar contra la tradición ancestral de la pintura de iconos. En este segundo aspecto es donde incidiremos para posteriormente mostrar nuestras conclusiones: en efecto, del análisis de las fuentes relativas a la evolución del concepto de teología imperial extraemos un paralelismo entre las posturas político-religiosas de Máximo el Confesor y de Juan Damasceno, por un lado, y la condena de este último en Hieria, por otro.  

3. Resultados de la investigación. Juan Damasceno: una aproximación a su contexto histórico-cultural desde las fuentes

3.1. El concilio iconoclasta de Hieria (754)

Es fundamental destacar la primera mención a su persona, que encontramos en los cuatro anatemas dirigidos contra él en el concilio de Hieria; de ellos deducimos que debió de representar un adversario importante para el emperador Constantino V (741-775)[2], pues de los otros condenados que se nombran, el patriarca Germano de Constantinopla (715-730) y Jorge[3], sólo se menciona un anatema para cada uno:

¡Anatema a Mansur, que tiene nombre maldito y mente sarracena! ¡Al iconólatra y escritor de falsedades, Mansur, anatema! ¡Al que ofende a Cristo   conjura contra el imperio, Mansur, anatema! ¡Al maestro de la impiedad y pervertidor de las Sagradas Escrituras, Mansur, anatema!

            Nos interesa resaltar aquí que, de los cuatro anatemas, uno lo condena por injurias o traición a la institución imperial[4], un hecho que ha llamado la atención (Auzépy, 2007, p. 233 y n. 85) y que requiere cuestionarse si la acusación está fundada, tanto desde su interpretación a nivel doctrinal como a nivel político. Por otra parte, se le menciona por su nombre laico árabe, Mansur, no por el cristiano.

3.2. La Vita griega y las crónicas cristianas

Con la excepción del testimonio de Esteban el Sabaíta el Himnógrafo fallecido en 807, la vida de Damasceno no fue puesta por escrito en los años que siguieron a su muerte (Kontouma, 2010, p. 127). Las primeras composiciones hagiográficas sobre su persona aparecen probablemente en la segunda mitad del siglo IX con el ‘Triunfo de la Ortodoxia’, es decir, a partir de 843 y la restauración del culto a los iconos. La Vita que ha servido de ‘biografía oficial’ y que siguen el resto de las realizadas es la denominada Vita Ioannes Damasceni (BHG 884), cuya composición se fecha a principios del siglo XI.

            Según se nos relata en la Vita, cuando el futuro doctor de la Iglesia ocupó el puesto de su padre en la administración fiscal del califato omeya de Damasco, el emperador León III (717-741) es informado de una serie de cartas de Juan Damasceno en las que ataca su política religiosa, a saber, ciertas medidas tomadas contra los iconos que darían como resultado el controvertido edicto iconoclasta (726 o 730). El basileus, a continuación, falsifica una de estas cartas imitando la escritura de Damasceno y la envía al califa; la carta contenía cierta información dirigida al emperador sobre el estado de las tropas árabes, lo que le delata como traidor al califato. Una vez castigado, Damasceno pide al califa abandonar su puesto en la administración para marchar al monasterio de san Sabas, donde escribiría sus tratados en defensa de las imágenes sagradas (Auzépy, 2007, pp. 238-239 y n. 120-123). Esta información se contradice con la Vida de Melodio Cosmas y Juan Damasceno (BHG 394), que data de la segunda mitad del siglo IX y ubica la redacción de los tratados contra los iconoclastas durante el reinado de Constantino V. Efectivamente, a partir de los estudios filológicos realizados por especialistas en la materia, se ha afirmado que la Vita griega no carece de problemas relativos a su autoría, tradición textual, línea temporal de acontecimientos narrados –sujetos a errores cronológicos–, o el carácter legendario o incierto de ciertos hechos (Kontouma, 2010, p. 2; 2010, pp. 146-147).

De hecho, la figura de Constantino V desaparece de la Vita griega, mientras que en las Vitae más antiguas conservadas goza de una mayor importancia. Este restablecimiento cronológico de los hechos por la Vita Ioannes Damasceni puede responder a una apelación a la tradición hagiográfica según los cánones de Simeón el Metafrasta de Constantinopla. Vassa Kontouma sostiene (2010, pp. 146-147) que la Vita griega es una hábil reconstrucción de hechos siguiendo la estela de la producción hagiográfica metafrástica, presentando una vida erigida como modelo para los cristianos ortodoxos de Siria, las élites melquitas arabófonas del siglo XI y promoviendo al gran teólogo calcedoniano de cultura griega. En este sentido asevera Andrew Louth (2004, pp.16-21) que la Vita griega debe ser entendida como un espejo en el que se reflejan las actitudes posteriores hacia Juan Damasceno y a la santidad como tal, no como una fuente histórica sobre su vida[5].

           Si el carácter tardío y poco fiable de las Vitae sobre Juan de Damasco no garantiza su reconstrucción como personaje histórico, se hace necesario recurrir a otras fuentes. El contexto cultural que enmarca el califato omeya en el Próximo Oriente es muy importante para el autor en cuestión. Juan provenía de una familia que formaba parte de la élite local melquita, y jugó un papel muy importante en la administración de Siria desde el siglo VII, posición que mantuvo con la llegada del islam. No obstante, la sombra de la traición contra el imperio pesaba sobre los Mansur, pues el abuelo de Damasceno, Mansur ibn Sarjun, fue acusado de rendir Damasco a los árabes en 635 y, anteriormente, a los persas durante su ocupación de la ciudad entre 612 y 628. De hecho, el patriarca de Alejandría, Eutiquio (933-940), afirmaría posteriormente que toda la familia fue anatematizada por «todos los patriarcas y obispos» como traidores (Ables, 2018, p. 6). En cualquier caso, Mansur conservó su cargo aun cuando Damasco volvió temporalmente a manos del imperio en 628. A Mansur le sucedió su hijo Sarjun –Sergio– ibn Mansur, quien es mencionado por el cronista Teófanes en su entrada de 690/1 como un «buen cristiano» (Mango-Scott, 1997, p. 510). Pero, ¿a qué obedece esta apreciación? Creemos que esta afirmación es importante porque puede aclarar plausiblemente el motivo del anatema contra Juan de Damasco.

           Atendiendo a las menciones encontradas en las narraciones históricas cristianas, tenemos algunas importantes en la propia Crónica de Teófanes. La que nos interesa enfatizar aquí es la siguiente: «Y en Damasco de Siria brilló en vida y en sus discursos Juan Chrysorrhoas, hijo de Mansur, presbítero y monje, y excelso maestro [...]. Y Juan, junto con los obispos orientales, sometió al impío hombre –el emperador León III– al anatema» (Mango-Scott, 1997, p. 565)[6]. Esta noticia ha llevado inevitablemente a algunos investigadores a plantear ciertas incógnitas que se relacionan con los anatemas contra Damasceno.[7] Ante todo, parece claro que el santo reacciona sólo ante el iconoclasmo constantinopolitano, porque no se menciona explícitamente cualquier situación análoga en la comunidad cristiana oriental. De hecho, en el concilio de Hieria no existe condena alguna contra los patriarcas melquitas, lo cual contradice la afirmación anterior del cronista, que además sólo señala al obispo de Constantinopla, al papa de Roma y a Damasceno como los campeones de la iconofilia. Ello podría llevar a dos conclusiones: primera, que los jerarcas eclesiásticos orientales no apoyaron la oposición del de Damasco al iconoclasmo imperial; segunda, que ni siquiera existió tal condena en esas fechas tan tempranas por parte de la comunidad cristiana oriental, lo cual tampoco significa que apoyara la política iconoclasta emanada de la capital (Signes Codoñer, 2013, p.148)[8].

           En cuanto a las crónicas orientales cristianas, las fuentes jacobitas –monofisitas sirios hostiles a los melquitas –pues estos se mantuvieron fieles a lo sancionado en el concilio de Calcedonia en 451–, aportan una noticia interesante respecto a la familia de Juan Damasceno, conectada con el anatema por complot contra el emperador emitido en Hieria: Miguel el Sirio nos relata que el padre de Juan era adepto a lo que llamaban la herejía diotelita o maximita[9]. Un monje del monasterio de Qinnasrin, situado a 30 kilómetros al sudeste de Alepo, llamado Simeón, escribió una refutación de la herejía de los maximitas, inspirándose en obras maronitas[10]. La herejía habría nacido en el siglo VI en los monasterios de Jerusalén y tuvo su origen en los escritos de Teodoro de Mopsuestia y en el origenismo de los monjes de estos monasterios. La nueva etapa de esta herejía se inició con Máximo el Confesor (Auzépy, 2007, pp. 234-235). Esta fue difundida por los romanos cautivos de los árabes y sedujo a ciudadanos, obispos y altos funcionarios por igual, hasta el punto de crear un cisma en la comunidad melquita.

           Máximo el Confesor había rechazado la adición de la expresión ὁ σταυροωθείς al himno Trisagio, expresión utilizada por los sirios en esa época, quienes entendían la invocación dirigida al Hijo. Los griegos calcedonianos, por el contrario, dirigían la invocación a la Trinidad, lo que provocó que concibieran esta afirmación como una adición teopasquista, atribuida al patriarca Pedro de Antioquía en el siglo V (Auzépy, 2007, p. 235 y n. 102)[11]. Según Signes Codoñer (2013, p. 150), aunque la división sea descrita en la crónica de Miguel el Sirio como una disputa dogmática entre los maximitas diotelitas y los monotelitas maronitas, creó ciertamente una división social, división por la que la familia de Damasceno es acusada en estas crónicas orientales de introducir de una novedad teológica.

            Mención especial merece un pasaje de la obra de Miguel el Sirio que, de nuevo, se relaciona estrechamente con el anatema lanzado contra el gran teólogo de la imaginería sacra: «Los calcedonianos odiaban a este Constantino –el emperador– y le llamaron ‘aborrecedor de los iconos’, porque convocó este concilio –Hieria– y prohibió la veneración de las imágenes» (Signes Codoñer, 2013, p. 151)[12]. El emperador Constantino, «espíritu cultivado y guardián de los misterios de la fe ortodoxa», anatematizó en Hieria a «Iwannis [Bar Mansur]» –es decir, Juan Damasceno– porque apoyaba la herejía de Máximo (Auzépy, 2007, p. 235)[13], es decir, que parece existir una conexión entre los seguidores de la doctrina de Máximo el Confesor, entre los cuales se cuenta a Damasceno, y la defensa de los iconos.

            De acuerdo con lo visto hasta el momento, el único suceso comprobado con verosimilitud sobre Juan de Damasco es que fue anatematizado en cuatro ocasiones en un concilio que fue denominado ecuménico tanto por la autoridad civil como por la eclesiástica del momento, y en una de ellas, como hemos visto, por conspirar contra la autoridad imperial, aunque no se sabe la causa real de la traición. En principio, todo apunta a una cuestión doctrinal que podría articularse en una ecuación en la que figura, por una parte, Máximo el Confesor, y por otra, la iconofilia. Ambas variables están involucradas en el contexto político-religioso de la cristiandad oriental, ya que, aunque la familia de Damasceno mantuvo su estatus en la administración fiscal califal a pesar de sus dudosos antecedentes –hasta el punto de que en Hieria al propio Juan Damasceno se le tilda de ‘mente sarracena’ y es invocado como Mansur–, nunca traicionó la fe cristiana fiel a la tradición de Calcedonia, en el sentido de seguir las enseñanzas de Máximo el Confesor, tal como acabamos de exponer. El que Teófanes aclare que el padre de Juan era un ‘buen cristiano’ puede legitimar, por un lado, de forma implícita el carácter ‘ortodoxo’ de la doctrina a favor de los iconos, es decir, leal a los preceptos del concilio de Calcedonia y, por otro, el intento de preservar, con posterioridad, la memoria de Juan de Damasco.

3.3. La literatura polémica anti-iconoclasta

En la pugna contra los emperadores iconoclastas, especialmente contra Constantino V, se hizo un amplio uso del nombre de Juan Damasceno. La mayor parte de las fuentes de polémica anti-iconoclasta, como el Adversus Iconoclastas[14], el Adversus Constantinum Caballinum[15] y la Epistola ad Theophilum[16], fue atribuida al monje palestino. De hecho, la Vida de Esteban el Joven[17] insiste en su oposición a Constantino V y recuerda que Damasceno habría enviado invectivas contra el emperador (Auzépy, 2007, p. 222 y n. 7). Actualmente ha quedado demostrado que su autoría sobre tales obras, cuya intención era desacreditar a los emperadores isaurios, no se sostiene. La historiografía reciente ha recalcado el carácter altamente problemático de estos escritos, ya sea en su transmisión textual como en su contenido, a veces fruto de reelaboraciones posteriores en las que se interpolan o amplían argumentos ausentes en los originales, casi siempre para hacer de ellos herramientas más útiles para las necesidades del momento y la causa iconófila. Tal sería el caso del Adversus Constantinum Caballinum y el de la Epistola ad Theophilum[18].

3.4. La ruptura de la ‘Sinfonía de poderes’

La esencia de las invectivas formuladas contra el iconoclasmo en las obras de la polémica concierne a la autoridad imperial, ya que fue el propio basileus quien tomó la iniciativa de decidir en materia religiosa. Esta acusación, no obstante, no es nueva: tiene sus antecedentes en los Padres griegos, quienes se enfrentaron en repetidas ocasiones a los emperadores ya desde el siglo IV. En lo que aquí respecta, sobresale la figura de Máximo el Confesor, cuya resistencia a la voluntad imperial en la crisis monotelita del siglo VII tiene su reflejo en fuentes iconófilas como la falsa Carta de Gregorio II a León III, que pone en boca de León III la frase: «soy emperador y sacerdote»[19]. La iconofilia, en su vertiente político-religiosa, es una defensa de la Iglesia frente al poder imperial, pues los emperadores eran descritos como usurpadores del lugar del sacerdote, incluso de Cristo[20].

           En 535, Justiniano (527-565) escribía en la praefatio de una larga novella dirigida al patriarca Epifanio (520-535) sobre la ordenación de obispos, sacerdotes y diáconos:

Sacerdocio hierosynee imperio basileíason los máximos dones   concedidos a los humanos por la clemencia celestial philanthropía–; de los dos, el primero administra las cosas divinas, el otro preside y atiende las cosas humanas, y de un solo y mismo origen uno y otro provienen para gobernar la vida del hombre [...]. Que, en el momento en el que el primero se revele absolutamente irreprochable y sereno ante Dios, y el otro gobierne recta y convenientemente la cosa pública politeíaa él confiada, se creará una especie de concordia beneficiosa   symphonía capaz de proveer al género humano de todo lo que necesita[21] (Gallina, 2016, p. 59).

            Con la creación de la teología imperial se instituye una directa correlación entre esfera política y esfera religiosa. Ello no sólo le confiere prestigio y autoridad al emperador, sino que le hace garante de la Ortodoxia contra toda forma de disidencia. La esfera de potestad de la basileía coincide con la eclesiástica. Esta consonancia entre sacerdotium e imperium presupone la consciencia de una dualidad de ordenamientos, que la autoridad suprema del soberano tiene el deber de tutelar y traducir en una debida cooperación capaz de asegurar al género humano todo lo que necesita, manteniendo ambas instituciones siempre sometidas a un origen y propósitos comunes. Teniendo esto en cuenta, no obstante, percibiremos una serie de cambios en el siglo VII que reflejan una evolución en la teología imperial cristiana.            

           Poco a poco, la idea de una mediación salvífica del emperador respecto a su pueblo derivará en una concepción del poder imperial que insiste no tanto en la relación del soberano con el Estado o la Iglesia como en su relación con Dios. Elegido por el mismo Verbo divino, es puesto por Él como cimiento y salvación del mundo. La acción redentora universal de Dios encuentra su homólogo en la actuación terrenal del emperador, al que Dios exige el deber de asegurar la táxis en la ecúmene frente a lo heterogéneo en la sociedad (Gallina, 2016, pp. 8-13, 59-60)[22]. Ello supondría, en principio, una alteración de la ‘sinfonía de poderes’.

           A raíz del resurgir de las querellas doctrinales, que afectaría no sólo a la capital sino también a las comunidades cristianas orientales, el sexto concilio ecuménico de Constantinopla en 681 reafirma la ortodoxia emanada de Calcedonia en una unidad renovada de espíritu con la Iglesia de Roma, condenando el monotelismo al que Máximo el Confesor había hecho frente. En lo que queremos hacer hincapié en estos momentos es en el proemio del edicto con el que Constantino IV (649-685) ratifica oficialmente las deliberaciones conciliares:

Sostén y fundamento de la politeía cristiana confiada a nosotros por   el Altísimo es la fe firme e indestructible en Dios, sobre el cual Cristo, nuestro Dios, ha edificado la Iglesia como su morada, Él que como rey de todo fundó el trono de nuestra basileía y nos confió el cetro de nuestra soberanía y potestad imperial. El Salvador junto con el Padre y el Espíritu Santo nos ha señalado la mística confesión de fe en Él como una piedra elevada y sublime que está en medio entre el cielo y la tierra para que, a través de ella, como si fuera una escalera colocada a la mitad, podamos entrar en el orbe celeste y coronar nuestro poder como una basileía más divina. Sobre tal piedra fundamos la base de nuestro pensamiento, sobre ella nos fue ordenado estar firmemente y ordenamos a nuestros súbditos atenerse firmemente a ella (Gallina, 2016, pp. 81-82)[23].

            La armonía entre poder imperial y espiritual se ve comprometida a favor de la institución imperial gracias a que, en el texto, la ‘piedra’ se convierte en el ‘símbolo de la fe’ y, por tanto, el fundamento sobre el que se apoyan tanto la politeía como la Iglesia; pero de esa fe, después de Dios, el garante que aparece en primer lugar es el emperador, cuyo poder, fundado en esa ‘piedra’, se hace el único agente de mediación salvífica frente a sus súbditos (Gallina, 2016, p. 82).

           De este texto de Constantino IV derivan los presupuestos teóricos de la conciencia sobre la potestad imperial propia de la autocracia bizantina de los isaurios, además de una respuesta implícita a las ideas difundidas por Máximo el Confesor, en su oposición decidida a los intentos por parte del poder secular de ejercitar sobre la Iglesia más que una tutela exterior. Máximo puso un límite a las pretensiones imperiales en el ámbito religioso, reservando al episcopado las decisiones sobre cuestiones teológicas y eclesiásticas y afirmando en la jerarquía de valores el primado moral del sacerdocio. Frente a la tendencia manifestada por el poder autocrático[24] de interferir en las cuestiones teológicas, Máximo había intentado confinar al Imperio en una función de orden público: la ley imperial, afirmó, existe para poner freno a las tendencias destructivas del hombre, y esta es la razón por la que «la basileía ha sido concedida al género humano, provista por Dios de sabiduría y potestad» (Gallina, 2016, p. 83)[25], pero sólo la Iglesia, que conduce la humanidad a la verdad, puede llevar la paz a los hombres, de lo que se sigue que en el campo doctrinal «incumbe al sacerdocio indagar y definir los dogmas salvíficos de la Iglesia» (Gallina, 2016, p. 83)[26]. Durante el juicio celebrado contra Máximo el Confesor se le preguntó: «pero, ¿los emperadores cristianos no son también sacerdotes?» La respuesta fue:

No, porque el emperador no ha accedido al altar, ni después de la      consagración del pan lo levanta diciendo: «las cosas santas a los santos», ni tampoco bautiza, ni consagra la mirra, ni asciende a obispos u ordena presbíteros y diáconos (Gallina, 2016, p. 83)[27].

           Como vemos, se trata de proposiciones reformuladas de una tendencia constante en la Iglesia ortodoxa, consciente de que entre el poder temporal y eclesiástico existía un dualismo jurídico, cuyos principios serían definidos con más claridad en el siglo IX. El nuevo marco conceptual de la teología imperial derivado del edicto de Constantino IV sería desarrollado por los isaurios en concomitancia con el surgimiento de la controversia sobre las imágenes sagradas, que suponía una nueva definición de la función imperial. A ello se suma la voluntad de restaurar el prestigio de la institución imperial, socavada por las derrotas militares del siglo VII. La expresión nítida de esta tendencia se plasma en el proemio de la Écloga publicada en 741:

Ya que Dios nos ha confiado la autoridad de la basileía, tal como le ha complacido, y nos ha concedido esta prueba a cambio de nuestro amor reverencial a Él, imponiéndonos, según Pedro, corifeo de los apóstoles, «dar de pastar al rebaño» de los fieles, estamos convencidos de que no hay nada a cambio para Él más alto o más grande que el gobierno que nos ha sido confiado por Él en juicio y en justicia y que, en consecuencia, sea nuestro deber disolver el vínculo con toda injusticia, desatar los lazos de las relaciones violentas, poner freno a los impulsos de aquellos que yerran (Gallina, 2016, pp. 87-88)[28].

            Es así que, en esta nueva definición de la función imperial, existe un salto cualitativo al atribuir al poder secular una relación exclusiva con Dios, confiriéndole el papel de único garante de la fe. Ello llevó a la institución eclesiástica a una reflexión crítica sobre los límites de la esfera temporal en el dominio eclesiástico.

3.5. Las Orationes pro sacris imaginibus: una lectura política

Según lo visto hasta ahora, ningún indicio histórico respalda la popularidad del santo de Damasco como teólogo en su época. Llegados a este punto, parece difícil contextualizar correctamente su figura y la aparentemente escasa trascendencia de su apología de los iconos. Quizás se deba tomar entonces otro camino, uno que podría esclarecer la relación del anatema dirigido en Hieria contra él con un acto de lesa majestad. ¿Es lícito relacionar en este sentido a Juan Damasceno con Máximo el Confesor, no tanto como un vínculo directo, si es que lo hubo, entre la doctrina maximita y la iconofilia, sino más bien como una censura del santo palestino a la intromisión estatal en los asuntos eclesiásticos? Es decir, ¿reaccionó Damasceno al iconoclasmo imperial tal como lo hiciera Máximo el Confesor desde la perspectiva político-religiosa? La evidencia la encontramos en diferentes pasajes de su obra apologética, que recogen la oposición del monje a la ‘nueva’ herejía. El interlocutor del tratado, contra quien este va dirigido, es el emperador bizantino, según se deduce del mismo Proemio:

En efecto, impelido por un temor insuperable, me presento para hablar, sin anteponer la majestad de los reyes a la verdad [...]. Ocurre que el discurso del rey es algo terrible que abaja a sus súbditos, pues son pocos quienes han despreciado las disposiciones imperiales[29] que de arriba proceden, cuantos saben que el rey que reina en la tierra procede de arriba y que las leyes prevalecen sobre los reyes (Torres Guerra, 2013, p. 33)[30].

            El debate sobre la imaginería sacra fue una reflexión sobre la licitud del arte religioso como medio para expresar la divinidad. Las Homilías, ante todo, reflejan una honda preocupación por defender el lugar que ocupaban los iconos en la liturgia cristiana en particular y en todo el tejido del dogma cristiano en general. La ortodoxia imperial promulgó una política que pretendía, como hemos visto en el epígrafe anterior, apuntalar su prestigio y, a su vez, imponer dogmáticamente una doctrina que trataba de subsanar un error percibido en el culto. La iconoclastia condenó la pintura de iconos y su veneración como una práctica idolátrica, una corrupción de la tradición cristiana. Juan Damasceno mostraría que era precisamente la doctrina anicónica la que atentaba contra la propia tradición, interpretándola como una ‘novedad herética’ que se oponía a una costumbre no escrita inspirada por el Espíritu, cuyos orígenes se remontaban a la era apostólica. Por tanto, Juan se dispone a desarrollar su defensa de los iconos anteponiendo la ‘verdad’ atacada, es decir, a Cristo encarnado. Por eso, invoca la Verdad hecha persona, la segunda Persona de la Trinidad, contra la ley imperial, concretamente contra el ‘discurso’ del emperador[31].  Luego, leemos en el mismo primer tratado:

En efecto, cuando desde tiempo atrás hay muchos sacerdotes y reyes que les han sido otorgados por Dios a los cristianos [...], y habiéndose dado tantos sínodos de Padres santos e inspirados por Dios, ¿por qué no intentó nadie hacer estas cosas? No consentiremos que se enseñe una nueva fe [...]. No consentiremos que se piensen cosas distintas en momentos distintos y se muden según la ocasión ni que la fe se convierta en motivo de risa y juego para los extraños.

No consentiremos que el hábito transmitido desde los Padres se doblegue ante una disposición imperial que pretende subvertirlo: es que no es propio de reyes piadosos el subvertir las leyes eclesiásticas. No son estas costumbres transmitidas de los padres, pues lo que sucede por la violencia y sin persuasión es propio de ladrones. Y es testigo de ello el concilio celebrado por segunda vez en Éfeso, que hasta hoy ha recibido el nombre de «latrocinio» pues sufrió la violencia del brazo del rey mientras se moría el bienaventurado Flaviano. Estos son asuntos de los concilios, no de los reyes [...]. Cristo no les ha dado a los reyes la autoridad de atar y desatar, sino a los apóstoles y a sus sucesores, tanto pastores como maestros (Torres Guerra, 2013, I 66, pp. 121-123).

            Ante esta amenaza, Juan Damasceno es plenamente consciente de luchar contra una nueva herejía que pone en peligro la doctrina de la salvación, ya que negar la representación de Cristo era negar el misterio de la Encarnación. La legitimidad de los iconos se ve comprometida ante el perjuicio de subvertir esta tradición de la Iglesia: la representación en imágenes de las personas sagradas. Según estas consideraciones, Damasceno estructurará su apología en base al mantenimiento de las leyes de la Iglesia, de las que el icono y su culto forman parte.  En el segundo tratado, concretamente al comienzo del capítulo 12, encontramos:

No es asunto propio de los reyes dictarle leyes a la Iglesia. Pues fíjate en qué dice el divino Apóstol: «A algunos también los puso Dios en la Iglesia primero como apóstoles, en segundo lugar, como profetas, tercero como pastores y maestros, para consolidación de la Iglesia» (no dijo reyes) [...]. No fueron reyes quienes nos explicaron la palabra sino apóstoles y profetas, pastores y maestros [...]. Es competencia de los reyes el buen orden de la ciudad, pero el ordenamiento de la Iglesia es asunto de los pastores y maestros. Este es un ataque propio de bandoleros, hermanos [...] (Torres Guerra, 2013, II 12, p. 149).

           La consecuencia lógica de este pasaje es:

«No admito a un rey que expolia el sacerdocio de manera tiránica. Los reyes no recibieron el permiso de atar y desatar»[32] [...]. «No admito que la Iglesia sea regida por normas imperiales sino por las tradiciones de los Padres, tanto escritas como no escritas» (Torres Guerra, 2013, II 16, pp. 157-159).

            Juan Damasceno subraya que el poder temporal no puede condicionar las decisiones de la esfera eclesiástica. Ya desde el proemio y al comienzo del primer capítulo[33], el monje palestino manifiesta claramente cuál va a ser el tema desde el que se articula su trabajo: la defensa de la integridad de la Iglesia y su tradición contra el emperador bizantino, objetivo que ya está presente en el proemio mismo y al que dirigirá su carga más pesada, como acabamos de exponer, en el segundo discurso. Damasceno pone por delante de manera nítida la autoridad eclesiástica frente al poder temporal desde un momento muy temprano de su discurso, porque la verdad procede de Dios, y no de los thespísmata imperiales.

           Según estos argumentos, podemos apuntar, efectivamente, a una correlación entre Máximo el Confesor y Juan Damasceno, en la medida en que ambos se negaron a aceptar del poder secular ninguna tutela sobre la Iglesia, limitando las pretensiones imperiales en la esfera religiosa y confinándolas exclusivamente al orden público. Según la reflexión de ambos autores, sólo la Iglesia y sus concilios –no el emperador, porque no es sacerdote–, conducen a la humanidad a la ‘verdad’, es decir, a Cristo encarnado como hombre verdadero y Dios verdadero, según el Horos de Calcedonia.          

4. Conclusiones 

Al inicio de este trabajo adelantamos el problema que supone contextualizar a Juan Damasceno y su apología de los iconos correctamente durante el Iconoclasmo, aun siendo reconocido generalmente como uno de los teólogos más importantes entre los primeros defensores de las imágenes sagradas. Partiendo de este escollo, no obstante, parece existir un trasfondo político-religioso que pone de manifiesto una afinidad notable entre Máximo el Confesor y Damasceno en dos niveles de interpretación: en primer lugar, según se desprende del análisis de las fuentes, una relación a nivel dogmático que apunta a una evolución de la doctrina emanada de Calcedonia, de la que Máximo fue paradigma; de esta doctrina diotelita, condenada como herejía, fue seguidora la familia de Juan y parece estar en consonancia con las tesis iconófilas de sus homilías; en segundo lugar, una lectura política implícita en los pasajes arriba expuestos de sus Homilías, según la cual el monje de Siria bien pudo ser al iconoclasmo lo que Máximo el Confesor fue al monotelismo en la defensa de la autonomía dogmática de la Iglesia. Pero Damasceno fue condenado en el concilio de Hieria tanto a nivel dogmático como a nivel político. Por tanto, ¿hasta qué punto tuvo su obra una influencia directa en la teología iconófila durante la Controversia iconoclasta?

La historiografía tradicional ha argumentado la existencia de una conexión entre el monacato palestino y la ortodoxia calcedoniana: de ahí la fama de sus monjes como baluarte contra las corrientes heréticas salidas de Constantinopla, pero también «como definidores y refinadores de esa ortodoxia en una nueva situación de controversia abierta» (Louth, 2004, pp. 11-12). De hecho, casi todos los escritos de la polémica contraria a la dinastía isauria y amoriana provienen de Palestina, bajo la autoría, como hemos visto, de Juan de Damasco.     

Recientemente se ha argumentado que el monasterio romano de san Sabas, homónimo al palestino donde vivió Juan Damasceno y fundado entre 647 y 653 por los monjes que huyeron del avance árabe, bien pudo estar detrás de la condena al concilio de Hieria aprobada por el lateranense de 769, que parecía ratificar, a su vez, el Horos del controvertido concilio romano de 731. En la condena emanada del concilio de Letrán se adjuntó un dosier de testimonia a favor de las imágenes[34], lo que ha llevado a confirmar que los monjes de san Sabas en Roma fueron los responsables de la literatura polémica anti-isauria y anti-iconoclasta.    

En efecto, existió en Roma una compilación griega de testimonia iconófilos reunidos antes de 774-775, según el colofón del Parisinus Graecus 1115 que contiene este dosier[35]. La compilación hizo seguramente el viaje de Roma a Constantinopla, pues 52 de los 54 testimonia citados en Nicea II se encuentran en el colofón[36]. Todo ello lleva a confirmar la conexión que existía entre los monasterios de Palestina y Roma en el siglo VIII. Pues bien, si la literatura polémica contra los emperadores iconoclastas fue parcialmente de factura sabaíta romana en conexión con la Gran Laura de Palestina, ¿pudieron contribuir entonces al conocimiento de las obras del monje sabaíta en Constantinopla? Para responder a esta pregunta, que por ahora dejamos abierta, nos propondremos en un próximo trabajo la tarea de rastrear posibles indicios de los argumentos de las Homilías de Damasceno en las fuentes teológicas que nutrieron la definición dogmática del séptimo concilio ecuménico de Nicea.       

5. Referencias bibliográficas

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[1] La cronología generalmente propuesta para estas fuentes hagiográficas oscila entre los siglos IX y XI. El carácter legendario de algunos episodios de la vida de Damasceno contenidos en la Vita griega. Como ejemplo, se refiere la narración del milagro de la mano amputada al santo, restaurada por la intercesión de la Virgen tras rezar ante su icono y demostrando así su inocencia ante el califa que lo acusa de traición. Ello conlleva a que más que de biografías hay que hablar propiamente de hagiografías.    

[2] Los anatemas se conservan en las actas del concilio niceno segundo, que refutó el Horos de Hieria (Mansi, 1767) y Hennephof (1969, p. 78). La condena a Juan Damasceno se menciona en Teófanes (Mango-Scott, 1997, p. 578) y en el Breviarium del patriarca Nicéforo (Mango, 1990, p. 144).

[3] Identificado con Jorge de Chipre. En Mango (1990, p. 144) y Brubaker-Haldon (2011, p. 192).

[4] ... καὶ ἐπιβούλῳ τῆς βασιλείας: literalmente asechador, insidioso, que conjura contra la institución imperial.

[5] Louth afirma que, como ejemplo del género hagiográfico, sigue algunas de sus convenciones como el ascetismo del que hace gala Damasceno, su humildad, el milagro de la mano cortada por orden del califa como castigo a su traición que demostraría su inocencia, etc. No obstante, la historia de la venganza de León III bien puede reflejar una realidad posterior, como que las relaciones más cercanas entre el emperador y el califa en el siglo XI eran patentes, o que fuera más que probable para los cristianos de época posterior creer que León III conociera los tratados contra su política iconoclasta debido a la reputación del santo palestino.

[6] Esta mención forma parte de un pasaje hagiográfico insertado en la Crónica antes del Silention proclamado por León III, donde son alabados también los actos del patriarca Germano y del papa Gregorio II (715-731) (Auzépy, 2007, pp. 153-154).

[7] Principalmente, Signes Codoñer (2013, pp. 145-151).

[8] Ver las conclusiones de Juan Signes Codoñer para la incidencia del iconoclasmo en las ya de por sí complicadas dinámicas políticas y religiosas internas y externas –en relación con el islam– de las comunidades melquitas orientales (Signes Codoñer, 2013, pp. 186-187; Louth, 2007, pp. 7-14, 157-173, 220-222; Brubaker-Haldon, 2011, pp. 105-117).    

[9] Los seguidores calcedonianos de Máximo el Confesor (circa 580-662) y del sexto concilio ecuménico de 680-81 celebrado en Constantinopla. La doctrina diotelita, opuesta al monotelismo, defendía las dos voluntades de Cristo, la divina y la humana. Ver Chabot (1924, pp. 475-477) (1937, p. 206) y Auzépy (2007, pp. 234-237).

[10] Partidarios del monotelismo, llamado así por el monje sirio Marón, abad del monasterio de san Ciro en el siglo V.

[11] El teopasquismo es una doctrina que otorga a la divinidad encarnada la capacidad de sufrimiento en la Pasión (Louth, 2004, pp. 163-164; Signes Codoñer, 2013, pp. 150-151).

[12] Se sigue la traducción al inglés de J. Signes del pasaje referido.

[13] Ver también Signes Codoñer (2013, p. 151).

[14] Fechado en torno a 770 (Alexakis, 1996, pp. 49, 93-94), está editado en Geerard (1979, p. 8121).

[15] Existen dos versiones: la corta, BHG 1387f y la versión larga denominada CC, editada en Patrologia Graeca 95, cols. 309-344; BHG 1387e (Oratio adversus Caballinum [Ioannis Damasceni oratio demonstrativa de sacris et venerandis imaginibus ad Christianos omnes adversusque imperatorem Constantinum Caballinum ac haereticos universos]). La cronología es debatida: se ha dado una fecha para la versión corta en torno a 754-767, mientras que para la versión larga oscila entre 775-786, aunque algunos autores apuntan una cifra más tardía, ya en el siglo IX.  

[16]BHG 1386: Epistula synodica ad Theophilum imperatorem, llamada también del pseudo-Juan Damasceno, en Patrologia Graeca 95, cols. 345-385.

[17] En PG 100, cols. 1069-1186; BHG 1666a. La Vida de Esteban el Joven, escrita por Esteban el Diácono, se ha fechado en 807, cuarenta y dos años después de la muerte del santo; ver Auzépy, 1997.  

[18] Véase para el Adversus Iconoclastas: P. Speck (1990, pp. 579-635), quien defiende la proveniencia palestina de esta obra, y, Grumel (1958). Alexakis, 1996, por el contrario, defiende un origen romano para este texto; Brubaker-Haldon (2001, p. 265). Para el Adversus Constantinum Caballinum: Melioranskij (1901), Karayannopoulos-Weiss (1982, p. 333), Speck (1990, pp. 139-190, 321-440), Gero, (1977), Auzépy (2007, pp. 59-75), Alexakis (1997, pp. 110-116), Brubaker-Haldon (2001, pp. 250-251). Para la Epistola ad Theophilum, ver: Munitiz (1997, pp. 115-123), Brubaker-Haldon (2001, pp. 279-280) y Signes Codoñer (2013).

[19] Para Máximo el Confesor, ver: Louth (2006); Dagron (1993, pp. 48 y 178) (1996, pp. 179-181); Auzépy (2007, p. 214) (2007, pp. 91-103); Louth (2004, pp. 204-207); Brubaker-Haldon (2011, pp. 9-29, 70-89). Para la conocida carta del papa Gregorio II, ver Gouillard (1968, pp. 243-307) 

[20] Sobre la imagen del emperador en su contexto político-teológico, ver Auzépy (2007, pp. 77-89).

[21] Corpus iuris civilis, vol. 3, Novellae, 6, Praefatio; en Gallina (2016, p. 59). En adelante, seguiremos principalmente los argumentos de este autor.

[22] Ver también Brubaker-Haldon (2011, pp. 11-17).

[23] Traducción propia del italiano. Ver Mansi (1767); especialmente, vol. 11, col. 697BC.

[24] Constante II (641-668).

[25] S. Maximi Confessoris Epistolae, en Patrologia Graeca 91, col. 452A; Gallina (2016, p. 83).

[26] Relatio motionis, en Patrologia Graeca 90, col. 117B; Gallina (2016, p. 83).  

[27] Ibid. (traducción propia del italiano); Louth (2004, pp. 11-12, 154); Brubaker-Haldon (2011, pp. 19-22): es imprescindible destacar que el juicio y condena de Máximo el Confesor se debió a una acusación por parte del emperador de traición. Máximo fue culpado no sólo de oponerse a la doctrina monotelita, sino también de los fracasos del ejército en Oriente, contribuyendo a la pérdida de aquellos territorios. Cabe preguntarse si existe ahora una relación entre esta acusación y la condena a Juan Damasceno en referencia a su pasado familiar.

[28] Burgman (1983, pp. 160-162), en Gallina (2016, pp. 87-88). Traducción propia del italiano.

[29] Τὰ βασιλικὰ θεσπίσματα.

[30] Se sigue la traducción de Torres Guerra (2013, I 1, p. 33).

[31] Βασιλέως λόγος.  

[32] Mt. 16, 19.

[33] Torres Guerra (2013, I 2, p. 33): «Así pues, lo primero de todo, he establecido como columna vertebral o base de mi raciocinio el mantenimiento de las leyes de la Iglesia» (ecclesiastiki thesmothesía).

[34] Alexakis (1996, pp. 39-40) para el florilegio iconófilo; Signes Codoñer (2013, pp. 153-160); Brubaker-Haldon (2011, pp. 126-127).

[35] Alexakis (1996, pp. 92-137, 313-334); Auzépy (2007, p. 214); Signes Codoñer (2013, pp. 159-160).

[36] Auzépy (2007, p. 214); Alexakis (1996, pp. 214-215).