REHENES DE LA FORMA.

UNA APROXIMACIÓN AL TRATAMIENTO DE LA DISTOPÍA EN EL CINE

 

HOSTAGES OF THE FORM.

AN APPROACH TO THE TREATMENT OF DYSTOPIA IN CINEMA

 

Francisco Javier Gurpegui Vidal (jgurpegui@iespiramide.es)

Profesor de Secundaria jubilado

 

Recibido: 15 de octubre 2023 / Aceptado: 06 de marzo 2023


Resumen: El libro de Antonio Santos Tiempos de ninguna edad. Distopía y cine (2019) es la oportunidad para dialogar a través de esta obra sobre el género discursivo distópico desde una perspectiva genealógica que nos retrotrae a los orígenes literarios del medio fílmico. Si para Juan Ignacio Ferreras (1977) la novela de ciencia-ficción es un relato romántico que proyecta en un futuro hipotético las relaciones sociales vigentes en el momento de su escritura, otros dos conceptos de raigambre bajtiniana definen bien las especificidades ideológicas y formales del género. Así, la distopía recurre a una relación entre tiempo y espacio –cronotopo– que facilita la crítica sobre el presente a través de un futuro imaginado. A la vez, construye el espacio narrativo a través de una estilización que cuestiona las formas y las ideas de las que son portadoras. Sin embargo, a pesar de su distinta genealogía, la distopía mantiene algunas homologías con el género utópico, tendentes a configurar un pensamiento dogmático. Este dogmatismo se constata de una forma más intensa en su vertiente literaria, como géneros didácticos que son, que en sus derivaciones cinematográficas. No obstante, de alguna manera se inmiscuye en nuestro sentido común, tanto en la esfera pública como en la privada, aunque esta cuestión rebasa los límites de este trabajo.

Palabras clave: cronotopo; ciencia-ficción; didactismo; estilización; utopía.

Abstract: Antonio Santos’ book Tiempos de ninguna edad. Distopía y cine (2019, Times of any age. Dystopia and cinema) is the opportunity to dialogue with the work, about the dystopian discursive genre and from a genealogical perspective that takes us back to its literary origins of the film medium. If for Juan Ignacio Ferreras (1977) the science fiction novel is a romantic story that projects in a hypothetical future the social relationships in force at the time of its writing, two other concepts of bakhtinian roots well define the ideological and formal specificities of the genre. Thus, dystopia resorts to a relationship between time and space –chronotope– that facilitates the critique on the present through an imagined future. At the same time, it constructs the narrative space through a stylization that questions the forms and ideas of those which are carriers. However, despite its different genealogy, dystopia maintains some homologies with the utopian genre, tending to configure a dogmatic thought. This dogmatism is verified in a more intense way in its literary aspect, as didactic genres that they are, than in its cinematographic derivations. However, somehow it interferes with our common sense, both in the public and private spheres, although this question goes beyond the limits of this work.

Key words: chronotope; science-fiction; didactism; stylization; utopia.


 

Cómo citar este artículo:

Gurpegui Vidal, F. J. (2022). Rehenes de la forma. Una aproximación al tratamiento de la distopía en el cine. Revista Eviterna, (13), 34-47 / https://doi.org/10.24310/Eviternare.vi13.15595

 

1. Introducción.

Hace unos años (Gurpegui, 2018) reseñábamos Tierras de ningún lugar (2017), el libro de Antonio Santos sobre el relato utópico en el cine. Tal y como entonces se preveía, apareció más tarde otra obra de carácter complementario, Tiempos de ninguna edad. Distopía y cine (2019). Intentaremos ahora entrar en un nuevo diálogo con los planteamientos del autor, centrado en este caso en las posibilidades del discurso audiovisual para representar la distopía, prolongando alguna de las reflexiones que entonces hacíamos. Para cuestiones como la significativa trayectoria intelectual del citado profesor, para una visión más completa de la genealogía de la narración utópica, literaria o audiovisual, así como su plasmación en los modos narrativos del cine, remitimos a aquel breve trabajo. Sí que retomaremos aquí la indagación moral sobre estos moldes genéricos, como son el utópico y el distópico, llamando la atención sobre la trascendencia ideológica derivada de algunas opciones artísticas, que a simple vista pueden parecer formales.

            Como en el caso del libro anterior, de tema utópico, el que ahora sirve de acicate para nuestra reflexión, Tiempos de ninguna edad, cumple varias finalidades. Por un lado, es susceptible de una lectura lineal, en la que la teoría y la empiria se alternan con coherencia; por otro lado, nos encontramos ante un manual útil y consistente, cuyas quinientas páginas pueden consultarse con diversos objetivos, relacionados con la docencia, la difusión, la investigación o la simple curiosidad intelectual. Como iremos viendo, la observación de textos audiovisuales concretos de los que se extraen reflexiones más generales determina didácticamente la estructura del libro. Su contenido será revisado convenientemente, resaltando las decisiones teóricas y de método que subyacen a cada uno de los capítulos y haciendo énfasis en algunos contenidos que solo se abordan implícitamente, ya que nos resultarán enormemente importantes. Intentaremos, en resumidas cuentas, dialogar con el discurso de Antonio Santos para ampliar algunas de sus dimensiones de manera más explícita.

 

2. Marco teórico/objetivos

Una vez llegados a esta tesitura, nos planteamos de forma previa a nuestro análisis las siguientes cuestiones. En primer lugar, un corpus cinematográfico vinculado a un género literario como es el utópico, ¿heredará los condicionantes de su referente literario? Desde el punto de vista ético, la utopía se basa en un condicionante unilateral y dogmático a través del cual es posible pensar un lugar insuperablemente bueno; desde el punto de vista estético, nos encontraríamos con un discurso donde la tensión narrativa –o estética, en general– resulta realmente difícil si se cumplen los rasgos del género a rajatabla.

            En segundo lugar, aunque el discurso distópico sea posterior en el tiempo como género literario, ¿es el resultado de la mera inversión de los rasgos del género utópico? Si fuera así, nos encontraríamos limitaciones semejantes a las enunciadas en el anterior párrafo, tanto en la literatura como en el cine. ¿Cómo podemos explicar estos condicionantes del “cine distópico”?

            Finalmente, en tercer lugar, no solo estamos hablando de una cierta heterogeneidad de discursos, verbales e iconoverbales, sino también nos referimos a cómo construimos la situación radicalmente buena –o mala– en cualquiera de los intercambios comunicativos de las esferas tanto pública como privada. Como suele pasar, cuando aparentemente solo hablamos de literatura o cine, en realidad lo hacemos sobre muchas más cosas. Se hace necesario por consiguiente un ‘caja de herramientas’ metodológica igualmente variada, como en seguida veremos, que en nuestro caso de halla ligada a los planteamientos del estudioso ruso Mijail M. Bajtín (1983; 1999).

3. Resultados de la investigación

3.1. Los términos de la propuesta

La obra de Santos arranca con un capítulo introductorio. En este se resaltan las continuidades entre los dos conceptos que van a regirla: la distopía y la eutopía –nombre dado al ‘buen lugar’, que aquí equivale al término más común de ‘utopía’–, tanto en literatura como en cine; al tiempo se analizan cuatro películas fundacionales del subgénero –llamémoslo así– distópico, significativamente ubicadas en los últimos años del cine silente y los primeros del sonoro, momento en el que se consolida el clasicismo cinematográfico y se está gestando la modernidad del medio. Estas son: Aelita (Yakov Protazanov, 1924), Metrópolis (Metropolis, Fritz Lang, 1926), Viva la libertad (À nous la liberté, René Clair, 1931) y Tiempos modernos (Modern Times, Charles Chaplin, 1936).

El siguiente bloque aborda las especificidades de lo distópico frente a lo eutópico, al tiempo que analiza las adaptaciones al cine de algunos relatos literarios canónicos; es decir, de La máquina se detiene (The Machine Stops, Edward Morgan Forster, 1909), 1984 (George Orwell, 1949), Un mundo feliz (A Brave New World, Aldous Huxley, 1932), Fahrenheit 451 (Ray Bradbury, 1953) y La naranja mecánica (A Clockwork Orange, Anthony Burgess, 1962). Quedarían relegados en esta reflexión sobre el canon, por no tener, entendemos, una adaptación al cine fácilmente localizable: El talón de hierro (The Iron Heel, Jack London, 1908) y Nosotros (My, Yevgeni Zamiatin, 1924), esta última especialmente inspiradora para el discurso distópico posterior. Se aprovecha también este apartado para analizar películas influidas por los referentes literarios, como Brazil (Terry Gillian, 1985) o Alphaville (Jean-Luc Godard, 1965).

El tercer capítulo hace hincapié en la deshumanización a través de la tecnología y los medios de comunicación, con mundos narrativos donde concurren la importancia del dispositivo panóptico y de la mirada como instrumentos de vigilancia totalizadora, el control de la sexualidad y el uso de una neolingua, inventada, como instrumento de enmascaramiento lingüístico de la realidad. Las películas aquí son clásicos de la (post)modernidad, en ocasiones adaptaciones de novelistas de referencia como Philip K. Dick o Robert A. Heinlein: THX 1138 (George Lucas, 1971), Rollerball (Norman Jewison, 1975), Blade Runner (Ridley Scott, 1982) y su reciente secuela, Starship Troopers (Paul Verhoeven, 1997), Minority Report (Steven Spielberg, 2002), la japonesa Battle Royale (Kinji Fukasaku, 2000) o la serie de, hasta ahora, cuatro películas, que inicia Los juegos del hambre (The Hunger Games, Gary Ross, 2012).

El cuarto bloque parte de la dimensión urbanística, que con frecuencia tiene como escenario la ciudad ‘biónica’, donde se mezcla lo natural y lo artificial. Ya todos los casos aquí analizados pertenecen al cine contemporáneo, desde la llamativa Dark City (Alex Proyas, 1998) hasta la fantasía de Spielberg Ready Player One (2018), pasando, entre otras, por una nueva muestra de cine nipón como Metrópolis (Metoporisu, Rintaro, 2001), V de Vendetta (V for Vendetta, James McTeigue, 2005) –tan emblemática icónicamente para el movimiento impulsado en España por ‘los indignados’– y otra serie dirigida al público joven, iniciada en este caso por Divergente (Divergent, Neil Burger, 2014).

A continuación, se nos presentan las demodistopías, es decir, las vinculadas a factores demográficos, en sociedades que ponen en marcha mecanismos drásticos destinados a la eugenesia, la eutanasia o el control violento de los flujos migratorios. Tras dos referentes ‘setenteros’ desiguales en cuanto a su valor como Cuando el destino nos alcance (Soylent Green, Richard Fleischer, 1973) o La fuga de Logan (Logan’s Run, Michael Anderson, 1976), pasamos revista a la serie televisiva El cuento de la criada (The Handmaid’s Tale, Bruce Miller, 2017-2121), Gattaca (1997) e In Time (2011) –ambas de un director especializado en el tema como Andrew Niccol–, la muy comercial La isla (The Island, Michael Bay, 2005) o la producción turca Grain (Semih Kaplanoglu, 2017), entre otras.

A partir de este momento del libro, el predominio de los contenidos tecnológicos deja un paso más explícito a factores ideológicos. De este modo, un capítulo sexto, extrañamente breve, ya que daba para más, analiza dos utopías milenaristas como Jerusalén (Jerusalem, Billie August, 1996) –basada en una novela homónima de Selma Lagerlöf adaptada en diversas ocasiones en el cine mudo escandinavo– o la mexicana El evangelio de las maravillas (1998), del provocador Arturo Ripstein.

Pero la entrada de lo político da lugar a los dos capítulos más lúcidos del libro, relacionados con la distopía nacionalsocialista en sentido estricto, y fascista en el amplio, en los que Santos saca un gran partido polisémico a la constelación de conceptos vinculados al totalitarismo. Así, en el séptimo se parte del análisis de un clásico, como es El triunfo de la voluntad (Triumph des Willens, Leni Riefenstahl, 1935) para abordar a continuación un episodio de Los invasores (49th Parallel, Michael Powell, 1941), que retrata una hermandad germánica huterita, para acabar recalando en dos formulaciones más metafóricas: Saló o los 120 días de Sodoma (Saló o le 120 giornate di Sodoma, Pier Paolo Pasolini, 1975) y Vulcania (José Scaf, 2016), incursión hispana en un género de poca tradición en esta cinematografía.

Se prolongan los contenidos sobre el fascismo en el capítulo octavo, con el análisis de un mecanismo narrativo concreto como es la ucronía, entendida como la reconstrucción contrafactual de un acontecimiento histórico que, aunque no ha ocurrido, hubiera podido suceder. Este tipo de ficciones, que cuenta con una tradición literaria específica, se ilustra en cine con la producción británica Sucedió aquí (It Happened Here, Kevin Brownlow y Andrew Mollo, 1964), la película televisiva Patria (Fatherland, Christopher Menaul, 1994) y la serie del mismo medio El hombre en el castillo (The Man in the High Castle, Frank Spotnitz, 2015-2016). Todas estas obras parten de la hipótesis de la victoria alemana en la II Guerra Mundial, y más concretamente, esta última también incorpora la supuesta dominación japonesa sobre la mitad este de los Estados Unidos.

El capítulo noveno presenta una derivación de los mecanismos narrativos hechos célebres por el autor griego clásico Esopo –siglos VII-VI a. C. –, ya que se centra en la distopía protagonizada por animales, circunstancia que abunda en el potencial fabulístico y didáctico de estas obras. Así, se revisa una versión reciente –que no la mejor– de la famosa novela de Orwell Rebelión en la granja (Animal Farm, John Stephenson, 1999), la serie fílmica iniciada con El planeta de los simios (The Planet of the Apes, Franklin J. Schaffner, 1968), la película de animación Hormigaz (Antz, Eric Darnell y Tim Johnson, 1998) y la miniserie televisiva Dinotopía (Dinotopia, Marco Bambrilla, 2002).

La revisión se cierra con un apartado dedicado a otro punto de partida narrativo frecuente: la vida en la Tierra se ha hecho imposible, y es necesario buscar en el espacio exterior –o construir, en su caso– un nuevo entorno, supuestamente natural, para comenzar de nuevo. Este lugar puede llevarlo a cabo una especie de Robinson Crusoe, como en Naves misteriosas (Silent Running, Douglas Trumbull, 1972), o ha sido toda la humanidad quien ha tenido que huir, como en WALL-E (Andrew Stanton, 2008), animación de Disney protagonizada por robots; o bien ha sido un pequeño segmento de la población quien ha tenido el privilegio de escapar, como en Elysium (Neill Blomkamp, 2013).

 

3.2. La selección de textos

Al seleccionar una antología de películas, ejemplificadoras de distintas tendencias en la narración distópica, siempre se quedan en el tintero otras de las que también se podría haber hablado. Es el caso de la serie fílmica iniciada por Robocop (Paul Verhoeven, 1987), que ilustra el tema de la seguridad ciudadana; o la iniciada con The purge: La noche de las bestias (The Purge, James DeMonaco, 2013), que también aborda el delito, asociado en este caso a la competición deportiva. En el apartado de sectas milenaristas, tema muy de actualidad cinematográfica, también podría haberse aludido a Martha Marcy May Marlene (Sean Durkin, 2011), Red State (Kevin Smith, 2011), Sound of my Voice (Zaj Batmanglij, 2011), The Sacrament (Ti West, 2013) o Colonia (Florian Gallenberger, 2015), esta última con una base inquietantemente histórica, como es el Chile de Pinochet.

En ficciones apocalípticas recientes también se dibujan regímenes distópicos, que oscilan entre la anarquía y los caudillismos totalitarios, como ocurre en The Road (La carretera) (The Road, John Hillcoat, 2009), El libro de Eli (The Book of Eli, the Hughes Brothers, 2010) o en la serie televisiva The Walking Dead (2010-2022), que entremezcla con habilidad lo utópico y su opuesto. De hecho, el mismo Santos ha recordado en alguna entrevista (21 de mayo de 2019) la importancia de las ficciones de muertos vivientes, señalando una frase pronunciada por Winston Smith, protagonista de la novela 1984: «Nosotros somos ya los muertos». Esos ‘muertos vivientes’ aludidos en el título de la serie, ¿son realmente los zombis o más bien los embrutecidos supervivientes? ¿No es ya la nuestra una sociedad de muertos vivientes? La serie iniciada con Terminator (James Cameron, 1984) también entraría en esta categoría, incidiendo especialmente en la tecnología.

Pero la intención del libro no es la exhaustividad, que siempre resultaría relativa. Santos ha priorizado el análisis de referentes canónicos, ya sea por la importancia de su origen literario, ya sea por su popularidad o valor artístico. Sin embargo, también ha procurado la selección de obras recientes, que faciliten un diagnóstico sobre la esfera mediática contemporánea, confirmando dentro de ella la especial actualidad del género distópico, prestando especial atención a las ficciones dirigidas al público adolescente –Los juegos del hambre, Divergente- y sin desatender, como ya hemos visto la cinematografía española, turca o asiática. Además, la amplitud y heterogeneidad en el análisis de esa esfera viene confirmada por un puñado textos audiovisuales que trascienden ampliamente el formato largometraje y el mismo medio cinematográfico: el cortometraje –La máquina se detiene (The Machine Stops, Nathan y Adam Freise, 2009) –, el anuncio publicitario –1984 (Ridley Scott, 1984) – o el medio televisivo –Un mundo feliz, Patria, El hombre en el castillo o Dinotopía– amplían los límites implícitos del concepto de audiovisual en muchos estudios.

A estas consideraciones habría que añadir la recurrente alusión en la obra a los referentes escritos, generalmente de carácter literario, del género distópico –y, por consiguiente, también utópico–. Cuando hablamos de distopía no solo hablamos de un discurso multimedia, vinculado a un conjunto diverso de soportes audiovisuales, sino también de un conjunto de textos verbales, que nos han llegado por escrito, e incluso también nos referimos a la forma en la que pensamos, de manera informal y cotidiana, sobre el bien y el mal. Esta heterogeneidad nos lleva a adoptar un instrumental también variado, necesariamente interdisciplinar, que rebasa los compartimentos de la tradición académica. Enfoques disciplinares como el análisis fílmico, la teoría y la historia literarias o el análisis crítico del discurso se ven de esta forma obligados a dialogar en un entorno vinculado a los estudios culturales, por otra parte, generadores de una polémica (Reynoso, 2000) en la que no vamos a entrar.

3.3. Utopía y distopía, una inquietante contigüidad

Pero profundicemos en alguna dimensión más constitutiva de este libro, como el marco teórico que propone el autor, tanto para la organización general como para los análisis de casos concretos. En nuestra reseña de Tierras de ningún lugar (Gurpegui, 2018), echábamos en falta una mayor claridad por parte de Santos en relación con el reverso tenebroso del concepto de utopía; y en esa dirección, encontramos que la reflexión ahora se prolonga, en primer lugar, enfatizando las continuidades entre lo utópico y su –aparente– contrario (pp. 14-18). Una  idea del filósofo José Luis López Aranguren –«la utopía es hermosa para soñada, pero terrible cuando realizada» (Santos, 2019, p. 11) – da entrada a una sistematización de rasgos comunes a ambos tipos de discurso. Tanto en utopías como en distopías, el individuo se integra en un todo monstruoso, que no admite disidencias, ni desorden, ni imprevistos; resulta, pues, explicable, que la guerra o la amenaza exterior se conviertan en instituciones permanentes; el poder, prácticamente omnipresente, aparece sacralizado ante los individuos, que deben estar disponibles incondicionalmente al servicio del estado y son objeto de prácticas eugenésicas y de ingeniería de la conducta. La cultura dominante tiende a reescribir la historia, a simplificar el lenguaje y a fundamentar las ideas en dogmatismos irracionales.

A fin de cuentas, algunas películas que en Tierras de ningún lugar ejemplificaban la utopía, bien podrían tener cabida en este nuevo libro. Es el caso, por ejemplo, de La playa (The Beach, Danny Boyle, 2000) o El bosque (The Village, M. Night Shyamalan, 2004). O viceversa.

La distopía viene a ser una utopía que se echó a perder. Pero no por todo ello, el subgénero deja de presentar unos rasgos discursivos específicos (Santos, 2019, pp. 49-58). Tiene un carácter más concreto en sus coordenadas: se proyecta sobre un futuro próximo probable, muchas veces datado con una fecha concreta; así como a la utopía se llega tras un arriesgado viaje hacia lo imposible, la distopía está ahí, muchas veces en un lugar reconocible como Los Ángeles o Chicago. El individuo es súbdito de un estado perverso, que no cumple en realidad lo que afirma su publicidad alienante, que se fundamenta en mitos cuasi divinos o en líderes carismáticos, al tiempo que expone a la población al dominio de las máquinas. Apenas aparece el entorno rural, como es el caso de las utopías, de modo que predomina la ciudad como espacio narrativo, en su doble dimensión sombría, al tiempo que diáfana y luminosa, garante de la transparencia a la que se somete la vida en común. Su perspectiva, en definitiva, es enormemente pesimista, sin que necesariamente podamos identificarnos con un héroe –o en algunos pocos casos, heroína– modelo de conducta.

Una vez llegados a este punto, mantengamos por unos instantes en suspenso esta reflexión ética, para interrogarnos, desde un punto de vista específicamente estético, qué es la distopía. En este trabajo, para evitarnos complicaciones, hemos utilizado indistintamente los vocablos ‘género’ o ‘subgénero’, pero eso tampoco es decir mucho. Santos acota el concepto de distopía a través de Lyman Tower Sargent, autor para quien esta forma de discurso consiste en la descripción de sociedades imaginarias, localizadas en un tiempo y en un lugar que se nos presentan como peores que los de la sociedad contemporánea, y que suelen presentar algún pequeño enclave eutópico que facilita la esperanza de que la situación pueda regenerarse (Santos, 2019, p. 52). Esta definición vuelve a incidir en los aspectos más morales; sin embargo, dentro de su brevedad, también resulta clarificadora la definición que del término ofrece el la Real Academia Española (s. f., definición 1): «representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana». Esta definición pone sobre la mesa tres ideas de las que nos ocupamos en este trabajo: ficción, futuro y alienación. Y por lo pronto, si hacemos el esfuerzo de traducir esta tesitura a categorías estéticas, nos encontramos con un concepto de raigambre literaria que puede sernos útil: el cronotopo.

3.4. El cronotopo: hacia una genealogía del género distópico

Para Mijail M. Bajtin (1989, p. 237), el cronotopo viene a ser la conexión de relaciones temporales y espaciales asimiladas artísticamente en la literatura, que expresa el carácter indisoluble del espacio y el tiempo y que constituye una categoría tanto de la forma como del contenido del discurso literario. Desde este punto de vista, la utopía y la distopía podrían entenderse como distintas formas de cronotopo, dotadas de unas implicaciones ideológicas inherentes, ya que estamos hablando al mismo tiempo de forma y contenido literarios –o, en un sentido más amplio, estéticos–. Así, la utopía es la construcción de la imagen de un mundo mejor, acto que implica una toma de postura crítica ante los problemas que encontramos en un presente nada utópico. Sí que es verdad que las utopías positivas fácilmente se pueden convertir en un instrumento de alienación, y que lo distópico está larvado en ellas, como asume ya desde su punto de partida el presente libro.

Frente a esta visión hay que tener en cuenta que, como señala Ernst Bloch, el impulso utópico positivo tiene bastante que ver con la creación de imágenes que describen las cosas de una forma diferente a cómo son en realidad, lo cual deja las puertas abiertas que intervengamos para cambiarlas:

El contenido del acto de la esperanza es, en tanto que clarificado conscientemente, que explicitado escientemente, la función utópica positiva; el contenido histórico de la esperanza, representado primeramente en imágenes, indagado enciclopédicamente en juicios reales, es la cultura humana referida a su horizonte utópico concreto (1977, p. 135-136).

Oponer, como hacen algunos autores de la Escuela de Frankfürt –pensamos en Theodor W. Adorno (1992)–, el ejercicio crítico, la dialéctica negativa a la utopía positiva de una manera excesivamente mecánica nos sitúa en el riesgo de «llegar a una negatividad tan extrema que corre peligro de desaparecer en su propia elegancia dialéctica» (Eagleton, 1998, p. 143).

Pero retomemos nuestra indagación formal y, sin embargo, también ideológica y moral. El anterior libro de Santos, Tierras de ningún lugar, aunque establecía para la utopía unos precedentes en Platón o san Agustín, situaba de forma más precisa el origen del género literario en humanistas como Tomás Moro, Tomaso Campanella o Francis Bacon, autores de los primeros textos utópicos propiamente dichos, que venían a reformular desde una perspectiva más laica, incluso políticamente comprometida, el ideal agustiniano de la ‘ciudad de Dios’. Sin renunciar a la creencia religiosa, los intelectuales humanistas formularon sus sueños utópicos desde la convicción de que los seres humanos son forjadores de su presente y de su futuro, y que es necesaria una ética cívica para la convivencia. En ese contexto se reformula de forma laica el ideal religioso de san Agustín.

Frente a esta trayectoria del género utópico, la genealogía del distópico presenta sus matices, y una prueba de ello son los evidentes vínculos que mantiene con el relato de ciencia-ficción, al que se podrían adscribir la mayoría de las películas y narraciones literarias analizados. Aparentemente, si identificamos la distopía como la ‘sociedad mala’, podrían citarse como precedentes obras como el Apocalipsis de San Juan –haciendo la salvedad de que para el evangelista el fin de los tiempos no es una catástrofe sino el comienzo de algo mejor– o el capítulo de La divina comedia de Dante Alighieri dedicado al infierno (1308). Pero se trata de narraciones de carácter providencialista, ligadas a la historia considerada como camino de salvación, personal y colectiva. Quizá una excepción a esto sería La nave de los necios (1495) de Sebastian Brandt, que nos presenta un barco imaginario habitado por personajes que, a la manera de los cuadros de El Bosco, encarnan distintos vicios, síntoma de la necedad humana; el jurista germano también busca así una ética cívica. Sin embargo, si obviamos excepciones como esta y buscamos ese punto de inflexión en el que cristaliza el cronotopo de la distopía, más que en el humanismo, lo encontraremos en el romanticismo con la novela de ciencia-ficción.

Ya en el siglo XVIII, libros como Los viajes de Gulliver (1726) presentaban la apariencia de recrear universos utópicos, cuando en realidad venían a ser sátiras del género, donde el humor juega un importante papel, que sin embargo todavía no han adquirido los rasgos de la distopía propiamente dicha. ¿Qué aporta en este contexto la ciencia-ficción? Para Juan Ignacio Ferreras se trata de un tipo de novela romántica «en la que se proyecta en un futuro utópico una de las relaciones determinantes en nuestra sociedad» (1972, p. 200). Dicho de otra forma, viene a ser un instrumento literario para reflexionar sobre las implicaciones éticas de cosas que están ocurriendo en la sociedad contemporánea, pero que imaginamos que podrían derivar en un futuro más o menos próximo. Quedan así fuera del género tanto las novelas de Julio Verne como las películas de la serie Star Wars (1975-2022), que vendrían a ser ficciones de aventuras, vinculadas estas últimas al subgénero de la space opera. Como novela romántica, la de ciencia-ficción necesita una dialéctica entre individuo y sociedad que ni la Antigüedad de san Juan Evangelista ni la Edad Media de Dante habían forjado. Por ello, la definición de distopía de Lyman Tower Sargent, que recién aportamos, incorporaba dentro de la distopía un ‘enclave utópico’ que suele definirse narrativamente en términos de personaje individual o minoritario, pero que finalmente encuentra una proyección colectiva; es el caso, sin ir más lejos, de Montag, en Fahrenheit 451 (François Truffaut, 1966), quien termina encontrando como referente de resistencia moral su comunidad de ‘hombres-libro’.

Volviendo al cine, el libro de Santos vertebra sus descripciones fílmicas alrededor de un cronotopo típico de la ciencia-ficción como el distópico. La relación de sus contenidos argumentales con la ciencia y la tecnología es importante, pero accesoria, ya que es la consecuencia ético-social que se deriva de su perspectiva narrativa. De la misma forma, ese futuro hipotético que se representa muchas veces con fecha no pretende ser una especulación científicamente fundamentada, sino un cronotopo que permite especular narrativamente alrededor de un universo moral y político posible. En la ciencia-ficción y en la distopía, el futuro, dotado o no de una fecha, es el cronotopo que asegura una cierta autonomía estética, según la cual la trama, aunque aparentemente resulte fantástica, está dotada de unas normas, según una verosimilitud de cuño propio. Los contenidos científicos no hace falta que sean rigurosos, porque solo buscan aportar una estética realista a la ficción.

Por ello, en la selección y organización de películas llevada a cabo por Santos, la tecnología como factor de destrucción –o de solución autoritaria a los problemas– nunca va sola. A la tecnología se añaden las ideologías o, mejor dicho, la tecnología en sí misma se hace ideología; que esta sea totalitarista, tecnócrata o milenarista religiosa ya es cuestión de matiz, que no modifica significativamente el funcionamiento del cronotopo distópico. En dos ocasiones, el autor recurre a artificios narrativos complementarios, ya mencionados, cuyos resultados se asimilan perfectamente a la ciencia-ficción; por un lado, al echar mano de la ucronía, es decir, de un posible histórico contrafactual que imagina, por ejemplo, desenlaces alternativos al fin de la II Guerra Mundial que conocemos; por otro lado, tenemos la distopía protagonizada por animales humanizados, artificio que, desde los tiempos de Esopo sirve para crear relatos ejemplarizantes, basados en comportamientos tipificados zoológicamente. Vemos así que la delimitación de los distintos capítulos del libro tiene un valor inequívocamente didáctico, ya que las conexiones temáticas y narratológicas entre las distintas propuestas hace difusas las fronteras establecidas por motivos expositivos.

3.5. Dogmatismo y estilización

Pero el concepto de cronotopo no agota la peculiaridad de lo distópico. Antes aludimos al evidente vínculo de la distopía con su aparente opuesto, la utopía. Recordando la genealogía del discurso utópico, podemos decir que nos encontramos ante un género literario de carácter didáctico. El didactismo es el proceso a través del cual la Antigüedad forja una conciencia ética en la comunicación literaria. En un primer momento, hasta el nacimiento del Imperio romano, los géneros didácticos contienen un importante elemento humorístico, que evita que incurran en el dogmatismo. Es el caso de algunos libros de la Biblia, de los diálogos socráticos o de las obras de Jenofonte, por ejemplo. A partir de un momento determinado, el didactismo tiende a hacerse dogmático; en el caso del género utópico, la polémica ya no tiene lugar contra la tradición, sino contra un contrincante que se representa como portador del error (Beltrán Almería, 2002, pp. 154-199).

De esta forma, la imagen utópica, en la medida en que se cumplen a rajatabla sus condiciones, se justifica moralmente sin un mayor nivel de tensión estética o narrativa. Cuando se representa la utopía en una ficción narrativa, en literatura o en cine, solo puede desarrollarse a través de un acontecimiento que problematiza ese mundo en apariencia tan feliz. Dicho de otra forma: cuando deja de ser utopía. Horizontes perdidos (Lost Horizont, Frank Capra, 1937) funciona narrativamente porque hay quien quiere escapar de la ciudad, y de su eterna felicidad, y porque existe el peligro de que la urbe sea descubierta por Occidente, y en consecuencia sea destruida. Simplificando mucho, puede decirse que si intentamos enriquecer el didactismo utópico, este abandona su maniqueísmo, pero también su utopismo.

¿Qué ocurre con la distopía? A pesar de esa diferente genealogía que hemos constatado entre la utopía y la distopía, «la utopía moderna es contrautopía» (Beltrán Almería, 2002, p. 173). La tentación autoritaria y dogmática que localizábamos en el discurso utópico no es difícil rastrearla en el caso de la distopía cinematográfica. Abordaremos para ello un aspecto específicamente visual –con sus implicaciones ideológicas–, a través de otro concepto bajtiniano, como es la estilización. En una reciente reseña del libro, Quim Casas explicaba que «en muchos casos la distopía ha servido, sobre todo, para recreaciones megalómanas de una paisajística fantástica en la que ha importado más el contexto visual que el texto ideológico» (2019, p. 95).

Por poner algún ejemplo, la distopía más reciente del mencionado Andrew Niccol, Anon (2018), incurre en esta ‘falsa brillantez’ en la representación de la tecnología. Otra distopía que no nombra el libro, The Giver (Philip Noyce, 2014), hace lo propio con una construcción visual de los espacios que resulta contradictoriamente atractiva. Y, sin ir más lejos, propuestas como Los juegos del hambre o Divergente, analizadas por Santos, resultan peligrosamente ambiguas en su retrato de un mundo alienado, donde la elegante plasticidad de la representación acaba confundiendo lo que se quiere cuestionar con las formas de las que se reviste el discurso, restando así eficacia a la perspectiva crítica.

Desde el terreno literario, si recurrimos a la terminología de Bajtín (1993, pp. 264-266) se diría que nos encontramos ante una disonancia que presenta la construcción del discurso ajeno. Desde este punto de vista, el género distópico representa un mundo narrativo estilizado donde los elementos visuales, que pueden oscilar, como sugiere el enfoque del segundo libro de Santos, entre el miserabilismo y la asepsia más diáfana, son a su vez el resultado de unas relaciones sociales alienadas. Inevitablemente, el discurso utilizado por el equipo de producción de la película se impregna de esta estética; pero por eso mismo se hace necesario un mecanismo estético que mantenga una postura realmente crítica sobre el discurso ajeno, sobre el mundo representado y sus ‘agentes del mal’, generadores de esta alienación. Si el mundo donde viven los glamurosos jóvenes de Divergente, Los juegos del hambre –analizadas por Santos)– o The Giver resulta atractivo a un sector del público –potencialmente, de la misma edad que los personajes–, la crítica no está funcionando, y la supuesta distopía deja de serlo. Lo que prometía ser un cuestionamiento de las relaciones sociales alienadas se convierte en una utopía –¿involuntaria? –, en la que vence el personaje más guapo, astuto y valiente. Queda así desactivado el potencial crítico de la distopía.

Pero hay otro factor a través del cual el maniqueísmo dogmático se reproduce en el discurso distópico. El uso banal y fetichizado de los efectos especiales y de una escenografía espectacular es algo característico del cine de ciencia-ficción, distópico o no. El caso de la distopía añade además el atractivo de la representación megalómana y unidimensional del mal, un fenómeno difícil de soslayar en los discursos artísticos. Constituye una tentación, por poner ejemplos literarios distantes en el tiempo, dejarse fascinar por esos crueles emperadores que retratan los libros de historia de Cornelio Tácito (circa 55-circa 120) o por el retrato de Stalin del ciclo novelístico de Anatoli Rybakov, que arranca con Hijos del Arbat (1987). En cine, en múltiples ocasiones se ha llamado la atención sobre el glamour que generan los mafiosos de El Padrino (The Godfather, Francis Ford Coppola, 1972) y sus secuelas.

Volviendo a la distopía, resulta difícil discernir si el uso de la estética pop en La naranja mecánica produce un efecto distanciador sobre las barbaridades en ella representadas o todo lo contrario, le otorga una pátina de atractivo. O si la violencia deportiva desarrollada en Rollerball no provoca en el público una emoción moralmente ambigua, a través de la cual queremos que ‘gane’ el personaje más valeroso y esforzado. A lo mejor deberíamos pensar –y con matices– en obras tan revulsivas y poco gratificantes a nivel inmediato como Saló o los 120 días de Sodoma como ejemplo de una estética que haga realmente difícil la complicidad del público con el mal. Los personajes de la distopía de Pasolini no solo representan diversos poderes vinculados a la iglesia, la política o la nobleza, sino que esgrimen un discurso perverso especialmente complejo: no generan fascinación estética, pero tampoco son ‘malos porque sí’; más bien se dedican a prostitutir los mensajes libertarios basados en el libre albedrío, generando una compleja dialéctica durante el visionado de la película.

4. Conclusiones

Retomamos a continuación los tres interrogantes planteados al inicio del trabajo. En primer lugar podemos decir que, si bien existe un discurso utópico que puede identificarse con un género literario –que cristaliza en el humanismo renacentista–, cuando ese mismo contenido utópico se vierte en un molde cinematográfico, siglos más tarde, se diluye su especificidad. Si asumimos que la narración es la forma expositiva predominante en el cine mayoritario, resulta difícil la recreación de un mundo perfecto, en un discurso que exige obstáculos, antagonismos, conflictividad. Algunas películas de propaganda política de regímenes autoritarios podrían constituir la excepción a esta idea. Pensemos, por ejemplo, en el falso documental nazi Der Führer schenkt de Juden eine Stadt (Kurt Gerron, 1944), El führer regala a los judíos una ciudad–, la perversa utopía recrea un supuesto bienestar judío el campo de Theresienstadt. En el metraje que nos ha llegado no se explicita antagonismo narrativo alguno.

En segundo lugar, la utopía y la distopía son géneros distintos, pero ambos corren el peligro de incurrir en el dogmatismo, representando certezas morales sin un factor que las convierta en dialécticas, como podrían ser el humor vinculado a la sátira o la complejidad moral alejada del maniqueísmo fácil. Si la utopía representa el sumo bien situando todo error en el otro, en la distopía la fascinación estética que produce el totalitarismo se plasma en unas formas visuales atractivas y en una representación del mal estática y maniquea, plenamente incorporada al espectáculo.

Como ya hemos señalado, la presencia del dogmatismo en los discursos informales, de la esfera pública o privada, no forma parte de este trabajo, pero no es aventurado asegurar que, dadas las potencialidades del discurso audiovisual para moldear preferencias, este refuerce procesos de simplificación maniquea de las ideologías cada vez más frecuentes en los medios de comunicación de masas y, por consiguiente, en las conversaciones informales.

Como afirma Terry Eagleton, «el punto de vista moral de la obra, si hay algo en ella que sea así de cohesivo, puede estar oculto tanto en su forma como en su contenido» (2013, p. 72). Y la teoría crítica de los discursos artísticos generalmente olvida esta importante dimensión formal de su objeto de estudio. En este sentido, como también ocurría en su libro sobre la utopía, los casos aquí analizados por Santos contienen recurrentes apreciaciones formales; y, sin embargo, echamos en falta un tratamiento más sistemático de esta dimensión discursiva, que sí que hemos podido observar en otras obras del mismo autor, especialmente en las referidas al cine japonés. No se nos oculta que este pudiera ser un condicionante impuesto por una determinada política editorial muy frecuente en nuestros días que, en su búsqueda de público, prioriza la inmediatez sobre el espesor de la reflexión.

En todo caso, en la producción intelectual en castellano, quedan los dos libros de Antonio Santos, Tierras de ningún lugar y Tiempos de ninguna edad, como sendos referentes para cualquier acercamiento al tema. Su eficacia didáctica, la trabazón ética de su discurso, su voluntad de acercamiento a textos audiovisuales de variada tipología y su productivo vaivén entre lo concreto y la reflexión general son, todos ellos, factores que contribuyen a su utilidad, tanto con finalidades didácticas y divulgativas como para la reflexión disciplinar, propia del ámbito académico.

5. Referencias bibliográficas

Adorno, T. W. (1992). Dialéctica negativa. Taurus.

Bajtín, M. M. (1993). Problemas de la poética de Dostoievski. Fondo de Cultura Económica.

--- (1989). Teoría y estética de la novela. Taurus.

Beltrán Almería, L. (2002). La imaginación literaria. La seriedad y la risa en la literatura occidental. Montesinos.

Bloch, E. (1977). El principio esperanza. Tomo I. Aguilar.

Casas, Q. (2019). Tiempos de ninguna edad. Distopía y cine. Dirigido por…. Revista de cine, 500, 95.

Eagleton, T. (2013). El acontecimiento de la literatura. Península.

--- (1998). Walter Benjamin o hacia una crítica revolucionaria. Cátedra.

Ferreras, J. I. (1977). La novela de ciencia ficción. Siglo XXI de España Editores.

Gurpegui Vidal, F. J. (2018). Cuestión de formas. El tratamiento de la utopía en el cine. En Biblio3W. Revista Bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales. Recuperado de:

              <http://www.ub.es/geocrit/b3w-1224.pdf>.

Real Academia Española (s. f.). Distopía. En Diccionario de la lengua española. Recuperado en 15 de julio de 2022, de https://dle.rae.es/?w=distop%C3%ADa

Reynoso, C. (2000). Apogeo y decadencia de los estudios culturales. Gedisa.

Santos, A. (2019). Tiempos de ninguna edad. Distopía y cine. Cátedra.

--- (21 de mayo de 2019). Entrevista con Antonio Santos. Sobretextos. Recuperado de:

              https://www.ivoox.com/sobretextos-entrevista-a-antonio-santos-aparicio-audios-mp3_rf_36881124_1.html

--- (2017). Tierras de ningún lugar. Utopía y cine. Cátedra.