EL ROSTRO AJENO:

MÁSCARA, LABERINTO Y MINOTAURO

 

THE FACE OF ANOTHER:

MASK, MAZE AND MINOTAUR

 

Antonio Santos Aparicio (Universidad de Cantabria)

antonio.santos@unican.es

 

Recibido: 17 de enero 2022 / Aceptado: 04 de marzo 2022

 


Resumen: El rostro ajeno (Tanin no kao), película de Hiroshi Teshigahara (1966) con guión de Kôbô Abe a partir de su novela (1964), propone una rigurosa especulación sociológica y filosófica sobre lo anómalo, lo monstruoso y sobre la pérdida de identidad.  El presente trabajo se centrará en el comentario específico de tres breves escenas en las que se confrontan las perspectivas del deformado protagonista y su esposa entre  dos referentes artísticos muy distantes: la Minotauromaquia de Pablo Picasso, y la ancestral cerámica Jômon, que se sitúa en los or

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es mismos de

sso (1935), y la ancestral cer, sin sentido, poblado por seres enmascaradosígenes mismos de la historia y la cultura japonesas. Aquel emblemático aguafuerte, obra fundamental del artista malagueño (1935), se reconoce en los episodios que definen la crisis del matrimonio dentro del entorno doméstico. Su presencia, además de ilustrar el desencuentro emocional, genera un sofisticado recurso metalingüístico, al dar forma a una subtrama ajena al argumento principal, al que complementa y confiere un nuevo sentido. El hogar de los Okuyama se reconoce, a partir del contraste entre obras artísticas muy diferenciadas, como un espacio de muerte, de impostura y de extravío: una tumba doméstica y un laberinto existencial. Pero aún es posible reconocer otras cuestiones de calado; en el curso de la escena, el arte moderno se confronta y dialoga con el arte primitivo. La minotauromaquia y la cerámica prehistórica establecen un vínculo cerrado entre el principio y el fin del arte, ilustrando el retorno a los orígenes como vía de renovación artística. Del mismo modo que Picasso acude a los mitos primordiales y a las culturas ancestrales para dar nuevo impulso a su arte, Teshigahara reivindica las raíces culturales e históricas del pueblo japonés como fuente original.

Palabras clave: cerámica Jômon; Hiroshi Teshigahara; Kôbô Abe; Minotauromaquia; Pablo Ruiz Picasso.

Abstract: The Face of Another (Tanin no kao, Hiroshi Teshigahara, 1966) was adapted for the cinema by Kôbô Abe from his own novel, published in 1964. Both the literary tale and the film deal with the loss of identity, the anomaly and the deep nature of the monster under the frame of an insensitive and alienated society. This paper will comment three brief, outstanding scenes from the film where different perspectives of the deformed main character and his wife are confronted between two very distant artistic references: Pablo Picasso´s Minotarumaquia and the ancient Jômon pottery, the oldest in Japan´s History. Picasso´s 1935 print, one of his finest masterpieces, can be recognized in the domestic episodes where the couple reveal a deep marriage crisis. The presence of this print goes beyond the simple representation of an emotional disagreement for becoming a sophisticated metalinguistic resource, as it shapes a subplot over the main story, complementing it under a new point of view. Okuyama´s home is defined, from this artistic confrontation, as a space of death, imposture and loss: a domestic grave and an existential maze. Moreover, we can recognize some other outstanding topics on this scene, where modern art is confronted with the primitives. Picasso's Minotauromaquia and the Japanese prehistorical pottery establish a link between the beginning and the end of the culture, illustrating the return to the origins as a way for renewing the arts. As well as Picasso turned back to the old myths and the ancient cultures for strengthen his artistic practice, Teshigahara claims for the historical roots of the Japanese people as their rightful and genuine source.

Keywords: Hiroshi Teshigahara; Jômon Pottery; Kôbô Abe; Minotauromachy; Pablo Ruiz Picasso.lo


 

Como citar este artículo:

Santos Aparicio, A. (2022). El rostro ajeno: máscara, laberinto y minotauro. Revista Eviterna, (11), 196-212 / https://doi.org/ 10.24310/Eviternare.vi11.14122

 

«Pensé en el laberinto de Creta. El laberinto cuyo centro es un hombre con cabeza de toro... Lo que importa es la correspondencia de la casa monstruosa con el habitante monstruoso. El minotauro justifica con creces la existencia del laberinto»

Borges (1983, p. 132)

 

1. Introducción. La metamorfosis calcinada

«Algunos monstruos quieren parecer personas, y viceversa. Incluso los monstruos tienen sus placeres», observa Okuyama, el atormentado protagonista de El rostro ajeno (Tanin no kao, Hiroshi Teshigahara, 1966), mientras dialoga con su esposa. La cabeza del individuo está cubierta con vendas, tras sufrir un accidente que le ha deformado horriblemente el rostro. En el salón donde se encuentran, escenario de tres episodios fundamentales de la película, destaca una reproducción de la Minotauromaquia de Pablo Ruiz Picasso: una presencia intencionada que identifica al protagonista con el ser híbrido que pende sobre su cabeza.

En el momento en que contempla el grabado, el protagonista asegura que vio una película, ahora evocada ante la imagen reveladora que tiene ante sus ojos. Diríase que la contemplación de la obra maestra de Picasso se confunde, en efecto, con la experiencia cinematográfica de la que él es, ahora, su único espectador.

Más allá de su presencia esporádica, el aguafuerte subraya una idea fundamental en la película: la naturaleza dual del monstruo y sus problemáticas relaciones de pareja. Pero además, el grabado se convierte en el puente visual y simbólico entre dos historias: las de un hombre y una muchacha cuyas vidas jamás llegarán a cruzarse, aunque comparten un mismo infortunio: la deformidad facial. El aguafuerte de Picasso contribuye poderosamente a identificar el espacio con su habitante; y se adivina que el salón de Okuyama, el protagonista enmascarado de esta inquietante historia, ya no es un simple escenario doméstico: se trata de un refugio, un santuario y una tumba donde aquel ser atormentado cobija su cuerpo y su alma calcinadas. O, si se prefiere, se trata del centro neurálgico de un laberinto personal construido sobre la máscara, la impostura y la ficción: un entorno del delirio de naturaleza artística y cinematográfica.

En 2011, Francisco García Gómez publicó el capítulo Minotauromaquia: Pablo en el laberinto como contribución a una poligrafía dedicada a la presencia de Picasso en el cine.  El trabajo, brillante y bien escrito como era costumbre en su autor, reflexionaba sobre «Picasso y sus monstruos, Picasso y sus fantasmas, Picasso en el laberinto de la creación» (p. 220) a partir de un cortometraje de animación realizado por Juan Pablo Etcheverry en 2004.

            El presente artículo quiere ser un modesto homenaje a un amigo y compañero con el que el autor compartía la pasión por el arte, que es una forma de practicar el amor por la vida. A lo largo de las siguientes páginas se tratará de justificar la presencia de Picasso en aquella extraña y notable película japonesa dirigida por Hiroshi Teshigahara, lo que se hará a partir de algunas líneas de investigación en las que tuve el honor y el placer de colaborar con el profesor homenajeado: la ciudad, el erotismo, la literatura y el arte. Lo que se funde en una sola palabra mágica, un ensalmo de luces y sombras: el cine[1].

            Desde este jardín de los sueños compartidos, el autor dedica el presente trabajo a su gallardo, ingenioso y esforzado amigo Pancho. La luz que brilla con tanta intensidad, nunca se extingue.

2. Hijos de Prometeo

2.1. De la piel y el alma humana

Tras Sunna no onna (La mujer de la arena, 1963), su película más emblemática, Teshigahara aún realizará otras dos adaptaciones de Kôbô Abe (1924-1993), cuyos guiones fueron además escritos por el propio novelista. Pero ninguna de ellas alcanzó la intensidad creativa ni consiguió la misma acogida de la película anterior.  

El rostro ajeno relata, tanto en la película (1966) como en la novela de la que parte (1964), una tragedia personal que rebasa la simple anécdota:  el señor Okuyama, empleado en una fábrica química molecular, sufre un accidente industrial cuando experimentaba con oxígeno líquido que le deja el rostro totalmente calcinado. Con la colaboración de su médico, un psiquiatra de naturaleza mefistofélica, consigue modelar otra cara, completamente distinta, con la que el protagonista trata de recuperar la normalidad de antaño. Bajo esta nueva apariencia y sin descubrir su verdadera identidad, se dirige a su mujer, a quien pretende -y consigue- seducir. Tras descubrirse, y tras reprocharle su deslealtad, ella le abandona asegurando, a través de una carta en la novela y de confesión personal cara a cara en la película, que en todo momento sabía que era él…

Una tragedia personal, si se quiere, de naturaleza ‘epidérmica’. Porque para el doctor K. no hay lugar a la duda: «yo creo firmemente que el alma humana reside en la piel». El desgarro de la piel supone, en consecuencia, el desgarro del alma. No es ninguna metáfora; se trata de una experiencia profunda que el cirujano adquirió, como médico militar, en el campo de combate. Y añade a sus argumentos: «La cara, después de todo, no es otra cosa que la expresión misma. Y la expresión es, en resumidas cuentas, como una ecuación representativa de nuestras relaciones con los demás. Es el pasadizo que pone a uno en comunicación con los demás» (Abe, 1994, p. 36).

Con ecos de Kafka, de Samuel Beckett, del teatro del absurdo y la poesía surrealista, la tragedia de Okuyama hunde asimismo sus raíces en la tradición autóctona japonesa, donde tanto peso tiene la máscara en el teatro, en la cultura popular, en los relatos fantásticos y en el cine, en particular el de Teshigahara. Sumando todos estos precedentes, El rostro ajeno, la película y la novela, llevan a cabo una rigurosa especulación sociológica y filosófica sobre lo anómalo, lo monstruoso y sobre la pérdida de identidad.

El mismo novelista reconoce explícitamente el itinerario laberíntico que deben recorrer sus personajes por la maraña urbana cuando, al comienzo del relato, se dirige a su esposa: «Por fin, mujer, has venido hasta aquí. Atrás quedan los vericuetos de aquel remoto laberinto por donde tuviste que abrirte paso...»  (Abe, 1994, p. 9). En su conjunto, la sociedad que retratan Abe y Teshigahara se descubre enrevesada y caótica, kafkiana, compuesta por ciudadanos enajenados, aislados, desorientados. Bajo tales circunstancias la ‘metamorfosis’ se descubre como una exigencia vital. Recuérdese que Abe ya había escrito obras de resonancias explícitamente kafkianas[2].  La misma inicial del galeno, K., enlaza onomásticamente con la víctima de El proceso (Der Prozess, 1925).  Por otra parte, la metamorfosis de los insectos nos devuelve al entorno de la entomología, que interesaba al autor en su doble naturaleza de novelista y científico, y que estaba en la base, además, de la anterior La mujer de la arena.

La adaptación se realizó con libertad y, de hecho, fueron numerosos los cambios que, inteligentemente, asumieron Abe y Teshigahara a la hora de dar al relato una presencia visual y una consistencia cinematográfica. Aun llevándolo a un territorio más narrativo y cinematográfico, Teshigahara no renuncia a ilustrar los planteamientos existencialistas de la novela, dando como resultado una obra excesivamente conceptual y discursiva. Una película ‘de mensaje’, si se quiere, aunque no desprovista de atractivos.

El protagonista, anónimo en la novela, se llama Okuyama en la película. Un personaje sin proyecto de vida y sin rostro: un ser sin identidad, en suma. Tampoco parece tener un pasado bien delimitado; carece de historia: un ser nihilista que viene de ninguna parte y éste parece ser igualmente su destino.  Los espacios que recorre responden al estado de alucinación en que vive: la deformidad de su cara, de su mirada, se corresponde con la distorsión de la realidad que le rodea, del mundo que se descubre, finalmente, como un escenario ininteligible, sin sentido, poblado por seres con caretas, enmascarados sin identidad.

            Sin poder abordar aquí toda la riqueza y complejidad de la película, el presente trabajo se centrará en el análisis específico de tres escenas, en las que se confrontan las perspectivas del protagonista y su esposa entre  dos referentes artísticos muy diferenciados: la Minotauromaquia de Pablo Ruiz Picasso (1935) y la ancestral cerámica Jômon, datada en los or

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sso (1935), y la ancestral cer, sin sentido, poblado por seres enmascaradosígenes mismos de la historia y la cultura japonesas. Dicha confrontación, que opone dos modelos artísticos muy distanciados en el espacio y el tiempo, será entendida como la base estética de un conflicto dual; pero, además, contribuye poderosamente a definir el dominio conyugal de los Okuyama tras el accidente como un espacio de extravío y muerte: un túmulo funerario, un templo de la impostura; o, si se prefiere, un laberinto existencial.

2.2 El tercer iemoto. Cine e ikebana

Nacido en Tokio el 28 de enero de 1927 y fallecido en esa misma ciudad 74 años más tarde, Hiroshi Teshigahara es uno de los artistas japoneses más singulares en la segunda mitad del siglo XX. Hijo de un artista reconocido, el escultor y maestro de arreglo floral Sôfu Teshigahara, fundador de la Escuela Sogetsu de Ikebana, el joven Hiroshi se formó en medio de una intensa, aperturista y renovadora actividad artística, en contacto con creadores de variadas disciplinas y de distintos países que tenían en común el objetivo de buscar nuevos rumbos para sus respectivas trayectorias.

Autor cosmopolita, inquieto, multifacético y de mirada abierta, practicó distintas artes: pintura, cine, cerámica, caligrafía, jardinería, instalaciones de bambú y, por descontado, ikebana. Tras la muerte de su padre en septiembre de 1979, y de su hermana Kasumi pocos meses después, Hiroshi Teshigahara les sucedió como tercer iemoto de la Escuela Sogetsu, a la que dedicó atención preferente el resto de su vida, convirtiéndose en un maestro reconocido en este arte, haciendo valer siempre una orientación innovadora sobre una tradición centenaria.

En su labor como cineasta realizó veintidós películas, una filmografía nada desdeñable, si bien en su mayoría compuesta por cortos y documentales. Solo ocho de ellos son largometrajes, realizados a lo largo de 30 años de producción cinematográfica espaciada e irregular.  Muy pocos de ellos han llegado a ser exhibidos en España. Salvo La mujer de la arena, que fue emitida en televisión hace años y la edición en DVD de Rikyu, nada ha llegado a nuestro país. Por fortuna ediciones internacionales y la presencia de varios de sus títulos en Internet, favorece que el espectador curioso pueda tener acceso a su filmografía[3]. Aunque irregular, su obra cinematográfica no es desdeñable, e incluye al menos una de las películas japonesas de referencia en la década de 1960: La mujer de la arena, que recibió numerosos galardones internacionales y con la que Teshigahara llegó a ser el primer director japonés nominado al Oscar al mejor director, adelantándose incluso a Akira Kurosawa en este punto.

Tanto en cine como en su restante producción artística, Teshigahara persiguió tender puentes y estrechar vínculos entre las artes, entre la tradición y la vanguardia, entre oriente y occidente. En Europa y en América se le reconoce sobre todo como cineasta; pero esta actividad nunca discurrió aislada de las restantes. No es posible comprender ni reconocer su filmografía sin contemplarla en el conjunto de una trayectoria artística variada pero coherente.

El núcleo fundamental de su producción cinematográfica, y el más valorado, es el conjunto de cinco películas realizadas en colaboración con el novelista Kôbô Abe, a su vez uno de los nombres fundamentales en la literatura japonesa contemporánea. Los cuatro primeros largometrajes realizados por Hiroshi Teshigahara: Otoshiana (La trampa, 1962), Suna no onna (La mujer de la arena, 1963), Tanin no kao (El rostro ajeno, 1966) y Moetsukita chizu (El hombre sin mapa, 1968), así como el cortometraje Ako: Shiroi asa (Ako: Blanca mañana, 1964), que formaba parte del proyecto colectivo La fleur de l´âge, ou Les adolescentes, nacieron de guiones escritos por Kôbô Abe a partir de obras suyas. Todas ellas fueron realizadas en la década de 1960. En este sentido forman un corpus bien sintonizado con los patrones de autoría y modernidad cinematográfica que estaban en boga en Europa, en particular con autores como Alain Resnais, Michelangelo Antonioni, Ingmar Bergman o Luis Buñuel, por quienes Teshigahara sentía una profunda admiración.

Las cinco películas que realizaron juntos Abe y Teshigahara contaron, además, con la imprescindible aportación del compositor Toru Takemitsu, responsable de sus hipnóticas bandas sonoras. En su conjunto todas ellas brindan un elocuente testimonio artístico de un país que se hallaba sumido en una profunda crisis de identidad y trazan una suerte de antropología de lo irreal, situando a sus personajes en escenarios ilusorios, descompuestos o evanescentes, de naturaleza estrictamente cinematográfica. Sumando los talentos de Abe, Teshigahara y Takemitsu, literatura, cine y música se retroalimentan para fundirse en un proyecto único singular.

«Mi posición es muy simple -aseguró el escritor-: Las artes literarias y las artes audiovisuales no deben confrontarse por principios, porque sólo reconociendo su naturaleza complementaria es posible descubrir sus respectivas identidades» (Abe, 2013, p. 61). No sorprende que el controvertido Yukio Mishima llegara a celebrarle como «el único escritor japonés de vanguardia» por su capacidad de trazar áridos paisajes espirituales típicamente japoneses, aunque al mismo tiempo plantean dilemas comunes a cualquier sociedad moderna (Cabezas, 1990, p. 239).

Los modelos literarios de Kôbô Abe fluctúan entre Kafka, Sartre y Camus. El absurdo de la existencia, el extravío en un paisaje desértico o incomprensible donde el sentido se desvanece, o donde no ha existido nunca. El mundo se contempla como un ‘constructo’ humano despojado de sentido, una trampa para las personas donde las contradicciones y los interrogantes pesan mucho más que las certezas. Bajo tales circunstancias, los personajes de Abe y Teshigahara son abstracciones que deambulan por espacios neutros en busca de sí mismos. Pasan como sombras por territorios oníricos; ingresan en una ficción situada en un punto indeterminado, entre la realidad y el ensueño o entre la vida y la muerte, de la que no aciertan a salir. Así, la identidad, su pérdida y el deseo imposible de recuperarla o recomponerla se convierten en idea motriz de sus obras. Personajes extraviados y sin mapa, como en el título de una de sus novelas emblemáticas adaptada por Teshigahara. Individuos sin rumbo y sin voluntad siquiera de encontrarlo.

Estas circunstancias justifican el interés del novelista por el desdoblamiento o las situaciones especulares. Se abandona la realidad para descender a universos oníricos, fantasmagóricos, irreales, siguiendo el modelo de otro de sus autores de cabecera, Lewis Carroll. En definitiva, las parábolas de Abe se cuestionan el sentido de la existencia para confirmar, finalmente, su absurdo y su carencia de objetivos. Nada se sostiene porque nada parece tener lógica o sentido.

Aunque las principales novelas de Abe han sido traducidas al español, este singular novelista continúa siendo mayoritariamente desconocido entre nosotros. Otro tanto cabe señalar de Hiroshi Teshigahara. En el apartado bibliográfico el lector interesado encontrará una selección de referencias que aportan luz a la obra de ambos creadores.

3. El túmulo de los Okuyama

3.1. Máscara

Sorprendentemente, la película se presenta en un formato cuadrangular 4:3, propio del cine de los viejos tiempos, en vez de recurrir al formato apaisado ampliamente difundido en aquellos años y no sólo por parte del cine de gran espectáculo. Y en particular en Japón, donde su uso era corriente. ¿Un formato ‘enmascarado’? Bien pudiera ser si consideramos que, más allá de esta presentación ‘envejecida’, son numerosas las audacias formales que presenta la película: planos detalle; sobreencuadres; primerísimos primeros planos, zoom abrupto, congelados...  Formal y visualmente imaginativa, repleta de hallazgos impactantes, la película despliega un vistoso catálogo de imágenes arriesgadas e infrecuentes en una película que, partiendo de situaciones ya vistas en el cine fantástico, tiene muy poco de convencional. Cedamos la palabra al director para conocer mejor sus objetivos: «esta película trata sobre la quiebra de la comunicación entre las personas; y no sólo en Japón, sino de manera global. Traté de plasmar la magnitud de la soledad y aislamiento del ser humano» (Mellen, 1975, p. 175).

Por eso mismo la máscara, tanto en la novela como en la película, responde a una doble naturaleza: por un lado, se relaciona con la representación, pues enmascara, transforma la identidad de quien la porta, pero al mismo tiempo descubre su naturaleza funeraria cuando expresa la muerte del Okuyama anterior al accidente, y su renacimiento bajo una nueva identidad, con un nuevo rostro.

El enmascaramiento confiere una suerte de invisibilidad emocional que libera de todo prejuicio e inhibición; permite al enmascarado ver la vida desde otra perspectiva, que parece liberarle de toda norma propia de la conducta social.  Pero además la máscara exterioriza las tendencias dañinas de quien la lleva; culmina su metamorfosis hacia lo maligno. Paradójicamente el rostro nuevo, que otorga una nueva humanidad al hombre desfigurado, termina por deshumanizarlo.

            De manera premonitoria el rostro del accidentado, antes de recibir con la máscara su ‘rostro ajeno’, es cubierto por vendas, lo que le confiere una presencia inquietante, monstruosa, que remite a los clásicos del viejo cine de terror de la Universal: al hombre invisible y la momia o al monstruo de Frankenstein. También, dentro del más próximo contexto del cine negro, a La senda tenebrosa (Dark Passage, 1947) de Delmer Daves. Y a Los ojos sin rostro (Les yeux sans visage, 1960) de Georges Franju, lo que indirectamente la sitúa en la órbita del Almodóvar de La piel que habito (2011) y del Amenábar de Abre los ojos (1997), todos ellos referentes próximos.

La idea de la máscara es consustancial al relato, tanto en su fuente literaria como en su adaptación a la pantalla. Tras el modelado del ‘rostro ajeno’, el psiquiatra se dispone a colocar la máscara sobre la faz del protagonista. El ungüento claro que aplica previamente sobre la piel calcinada se asemeja al fondo blanco -shironuri o cara blanca- del maquillaje kabuki. A su vez, en los breves momentos en que el protagonista aparece sin máscara, deja entrever un rostro terroso, horriblemente deformado. En estos momentos se asemeja al maquillaje akatsura, o cara roja, que expresa furia y violencia. Una convención escénica que remite finalmente a la idea de la máscara, fundamental asimismo en el teatro japonés a partir del repertorio .

Más adelante la media barba que le prende el psiquiatra en su mentón, recién modelado con la nueva cobertura facial, dota al protagonista de una presencia bestial: como si fuera un licántropo o, para ser más preciso, un minotauro descornado, pero igualmente amenazador.

La continua presencia de espejos confirma visualmente la idea de dualidad y espejismo: el doble; el juego de realidad y apariencia. Una idea visual que trasciende al protagonista para referirse a su país. En la década de 1960, las ciudades japonesas avanzaban en el proceso transformador iniciado décadas atrás en el país, lo que las lleva a adoptar un nuevo rostro... un ‘rostro ajeno’, modelado a semejanza occidental, que parece renunciar a sus raíces (Santos, 2020, pp. 8-23). De este modo, la crisis de identidad que sufre el protagonista enmascarado se corresponde con la de toda la nación en su conjunto. La cuestión de la identidad es individual, pero también colectiva: urbana, gregaria; afecta a toda una ciudad, una comunidad, un pueblo, un país. Respondiendo a esta interpretación, la película amplía su cobertura hacia pertinentes reflexiones sobre qué significa ser japonés en la segunda mitad del siglo XX, dando nuevas formas al asunto siempre candente del Nihonjinron[4].

3.2. Laberinto

«Un hombre sin cara sólo se siente libre en la oscuridad. Yo vivo en la mayor oscuridad», se lamenta el protagonista. En consecuencia, buena parte de la odisea de Okuyama discurre de noche, o bajo escenarios sombríos de naturaleza laberíntica.

Dos espacios fundamentales en la película, y muy contrastados, son la clínica futurista y el domicilio conyugal. Ambos recintos se distinguen por ser muy dúctiles y flexibles, siempre abiertos a la sorpresa, particularmente en el caso del laboratorio, donde continuamente se producen transformaciones en el diseño interior.

Adecuándose a una convención frecuente en el cine fantástico, el quirófano del cirujano parece un antro sobrehumano que bascula entre el espacio científico y el santuario del chamán. Entre lo racional y lo esotérico, se descubre como el decorado de una pesadilla siempre cambiante [Fig. 1-3]. Se encuentra presidido por una gran reproducción del Hombre de Vitruvio, de Leonardo, doblemente desdoblado, llevando el asunto nuclear del doble al impulso prometeico de modelar nueva vida, una nueva identidad, a partir del magma primigenio [Fig. 2].

Fig. 1. Fotograma de El rostro ajeno (Tanin no kao, 1966)

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Fig. 2, 3 y 4. Fotogramas de El rostro ajeno (Tanin no kao, 1966)

Estableciendo un juego de diálogo con el Homo vitruviano, los dibujos que aparecen sobreimpuestos sobre el rostro del paciente se corresponden con los ejes de tensión de la epidermis, o líneas de Langer, cartografía anatómica trazada sobre las zonas donde la piel tiene menos elasticidad en el cuerpo humano, importante para la práctica forense o para las técnicas de cirugía. Dichas líneas, de trazado sinuoso, convierten la piel y a su portador en un genuino laberinto personal [Fig. 1], y ya la novela las citaba someramente para representar un mapa individual confuso dentro de una maraña colectiva no menos intrincada (Abe, p. 45).

El domicilio conyugal contrasta visual y dramáticamente con el entorno científico. Ambos son, sin embargo, espacios definidos por la proliferación de obras artísticas con las que los personajes interactúan explícita o implícitamente, transformándose de este modo en sendos espacios de representación. Las cortinas y persianas aprisionan a los personajes, definiendo el ambiente doméstico como un lugar de reclusión, un escenario.

Si la clínica es el dominio racional, determinado por el hombre de Leonardo y las líneas de Langer, el domicilio conyugal es el confín sepulcral y esotérico, definido de nuevo por obras de arte muy dispares: la cerámica prehistórica japonesa y la Minotauromaquia de Picasso, ambas confrontadas en el curso de un tenso encuentro entre Okuyama y su esposa [Fig. 5-7].

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Fig. 5, 6 y 7. Fotogramas de El rostro ajeno (Tanin no kao, 1966)

Aunque con toda seguridad se trate de réplicas fieles, las cerámicas representan los tres primeros periodos históricos de la cultura y el arte en Japón, lo que exige su justificación[5].   Las vasijas con formas extravagantes y caprichosas que se exhiben en la estantería intermedia tras la pareja, provienen del estilo Jômon, el primero conocido en la historia de Japón, lo que remite a los orígenes mismos de la cultura nipona.

En el centro de la composición destaca una terracota antropomorfa denominada haniwa, habitual en el periodo Kofun, de los siglos V-VI d. C., posible representación de una diosa o una sacerdotisa para el acompañamiento mortuorio en alguno de los séquitos funerarios que decoraban la superficie de las grandes tumbas características de este periodo.  Asimismo, la cabeza-máscara que se muestra en la estantería superior remite al modelado característico de los haniwa del periodo Kofun. A su lado, y de manera especial en la parte central de la composición, se observan cerámicas del periodo Jômon. En particular destacan dos cerámicas flamígeras de finales de este periodo.

En la estantería inferior se distingue otra pieza acampanada y de forma completamente diferente.  Parece evocar la cerámica del periodo Yayoi, que sucedió al periodo Jômon, mucho más simplificada con formas claras y acabados más refinados y con diseños ordenados y simétricos (García, 1990, p. 35).  

La presencia de estas terracotas no obedece tampoco a la casualidad.  En la década de 1960 la cerámica prehistórica japonesa despertó un gran interés y conoció una notable difusión tanto en Japón como en el extranjero. La cerámica Jômon está considerada una de las más antiguas de las que hay constancia, y aun hoy sorprende por sus sofisticados y atrevidos diseños, tan admirados por artistas contemporáneos como Tatsuzo Shimaoka, Shôji Hamada, Isamu Noguchi o el mismo Hiroshi Teshigahara.  Para esta película, el director contó con la colaboración de su amigo, el arquitecto Arata Isozaki, quien colaboró con el decorador Masao Yamazaki en el llamativo diseño de los interiores, a los que debía dar una naturaleza reconocible, pero al mismo tiempo irreal, fantástica. Es posible que las reproducciones de terracota a las que nos referimos fueran modeladas por el mismo Isozaki (Mc Donald, 2000, p. 277).

A su vez Tehigahara, que practicó con éxito la alfarería, se mostraba muy interesado por la cerámica prehistórica. Algunos de los cilindros que modelará en su taller y que figuran entre sus piezas más reconocidas, guardan un singular parentesco con la cerámica producida en el periodo Kofun, otra buena muestra del interés que Teshigahara mostraba por conocer las raíces de su arte y de su cultura.

Por si fuera poco, en esta extraña y sugerente escena se alude oralmente a otra obra fundacional de la cultura japonesa, esta vez en su vertiente literaria. La mujer se refiere, y lo hace precisamente ante las cerámicas, al maquillaje como forma de enmascaramiento. Para seducir, puntúa el hombre. Ella cita, explícitamente, el Genji Monogatari, la gran obra maestra de la cultura Heian. Lo que se hace, por añadidura, a través de un plano estático y frontal, de concepción primitivista.  También en la novela se cita expresamente este clásico de la literatura japonesa: «En el Genji Monogatari se consideraba virtuoso cubrirse la cara», recuerda ella, aludiendo a las formas de enmascaramiento, tan comunes y frecuentes a lo largo del tiempo y de las civilizaciones, incluso hoy[6]. En los años Heian, las mujeres sólo exhibían sus largos cabellos, anticipando una imagen de naturaleza onírica que se produce en el laboratorio [Fig. 3]

En el curso del diálogo él y ella están mirándose de perfil, como si fueran reflejo especular el uno del otro, en un plano sostenido. Al fondo, las repisas con cerámicas y figuras antropomorfas remiten a los orígenes mismos de la cultura japonesa. El presente se refleja en el pasado cuando tres modelos arcaicos coinciden: la cerámica Jômon, el Genji Monogatari y el plano frontal, estático, que remite al modelo de representación primitivo en los orígenes del cine. No se olvide, además, el eslabón Picasso que se sitúa frente a la pareja. El artista por antonomasia del siglo XX buscaba de continuo la renovación de su arte a partir del encuentro con los antiguos, lo que nos conduce de nuevo al mito primordial tal como es interpretado por el genio malagueño.

3.3. Minotauro

En efecto, de manera muy destacada se reconoce en la película uno de los más célebres grabados de Pablo Ruiz Picasso: la Minotauromaquia, aguafuerte de gran tamaño realizado en 1935, claro precedente del Guernica. Dicha obra aparece en las tres escenas que el protagonista, cuya cabeza aún está vendada, comparte con su mujer en el domicilio conyugal.  La primera tiene lugar al principio de la película, tras la visita al psiquiatra y ya define la crisis del matrimonio dentro del entorno familiar. La mujer deambula bajo el grabado, sin reparar en la pieza, cuya presencia es incidental y casi pasa desapercibida.

La segunda vez vuelve a contemplarse tras una nueva visita al psiquiatra, a lo largo de un tenso encuentro entre la pareja. Como se puede apreciar, el aguafuerte se sitúa sobre la chimenea, entre un reloj y un pequeño receptor televisivo, en espacio preferente. En esta segunda ocasión es cuando mejor se reconoce la obra, al destacar sobre los dos esposos. Primero lo hace ante ella, después ante él, que se acerca a contemplarla, atraído por el recuerdo de una película [Fig. 5]. A continuación, por primera y única vez, serán los dos esposos quienes se sitúen bajo el marco, en una escena enigmática rodada en una única toma sostenida. Este plano se corta misteriosamente cuando, del aguafuerte, comienza a surgir otra imagen: diríamos que se trata de una película que brota de un grabado que, a su vez, recuerda o sugiere una película [Fig. 6]. Cabría considerar este nuevo relato, que nada tiene que ver con la historia de Okuyama, como una ficción, acaso la película que asegura haber visto, y que, siendo ajena a la trama principal, la complementa y la confiere un nuevo sentido.

Es más, esta película, inserta dentro de una película, presenta inicialmente un formato distinto, apaisado, como solían ser las películas de aquellos años. De este modo, y mediante un sofisticado recurso metalingüístico, una ficción ‘moderna’ aparece intercalada dentro de otra ‘antigua’: una película ‘de hoy’ dentro de una película ‘de ayer’, evocada a través de un grabado que, como sucede con el posterior Guernica, no oculta presencia cinematográfica. Así el juego de representaciones discurre en tres niveles, todos relacionados, pero todos diferentes: Okuyama y su mujer, el grabado de Picasso y la película inserta sobre la chica desfigurada. Para estrechar el vínculo entre los tres niveles, al dar comienzo esta subtrama, seguimos escuchando a Okuyama lanzando diatribas contra su esposa, y estableciendo una conexión siquiera acústica entre ambas.

La tercera y última vez en que aparece el grabado lo hará de forma muy velada, a través de unas cortinillas junto a las que pasa la mujer. Sin embargo, se distingue su marco y el emplazamiento, sobre la chimenea, ante el que ya se habían colocado previamente los esposos. La mujer hace labores domésticas mientras el marido lee el periódico ante la chimenea.  El grabado y su marco se distinguen tamizados por la cortina, mientras que todo el salón se halla a su vez sobreencuadrado por las vigas y esa misma cortina, organizando visualmente los distintos niveles del relato. La escena es importante, porque el marido anuncia que se marcha por unos días; sabremos que tiene intención de operar su rostro y sustituirlo por una máscara orgánica. Es en este punto cuando la cámara cambia de ángulo, situándose a 180º del anterior encuadre, adoptando una posición próxima a la de la pared donde cuelga la obra; y en este punto reconocemos que las cerámicas a las que nos hemos referido se disponen frente a aquella [Fig. 6-7].

¿Por qué Picasso y por qué su Minotauromaquia? Tenemos noticias de la admiración que sentía Hiroshi Teshigahara por este autor ya desde su juventud, cuando era estudiante de pintura. Su padre, Sôfu, maestro reconocido y renovador del arte del ikebana, llegó a ser considerado «el Picasso de las flores», y conservaba varias obras del malagueño en su importante colección personal (Anónimo, 1978).

No sorprende que su hijo compartiera la admiración por el gran artista español: «Me vi influenciado por la obra de Picasso y de Tarô Okamoto, entre otros», reconoce explícitamente (Teshigahara, 1990, p. 137). Okamoto fue un escultor y pintor japonés vinculado con movimientos de vanguardia. En una conferencia, pronunciada en 1948, instaba a los jóvenes artistas a romper con todo para buscar nuevos caminos, «con una energía monstruosa, como la de Picasso, con el fin de reconstruir el arte japonés en el mundo» (Ashton, 1997, p. 45). Es oportuno añadir que Okamoto asimismo sentía fascinación por la obra de Antoni Gaudí y por la arcaica cerámica Jômon, nuevos vínculos con nuestro cineasta.

El joven Teshigahara comenzó haciendo pintura al óleo bajo inspiración de artistas como Dalí y Picasso; pero terminó orientándose hacia el cine, consciente de que este es el gran arte contemporáneo que fusiona todas las demás. El cine, por otra parte, es el único medio creativo que le permitía cierta distancia o independencia con respecto a la figura de su padre, que conocía o dominaba casi todas las artes y de cuya tutela pretendía liberarse.

A la luz de todos estos referentes, ¿cuál es el sentido de la Minotauromaquia en esta intrigante película? Sin duda la respuesta nos la puede dar el mismo minotauro, el monstruo primigenio al que el héroe debe aniquilar en un recorrido laberíntico de naturaleza iniciática. Como en tantos relatos, con frecuencia el monstruo es interior y representa a uno mismo: la naturaleza maligna o destructiva que cada uno debe dominar o erradicar; el yo que se debe trascender en la conquista de estadios superiores. Por eso expresa la necesidad de regeneración y de superación; exige una transformación radical del ser.

El minotauro representa la exaltación de la virilidad y de la potencia, sexual y creativa. Por todas estas razones es un mito primordial para los surrealistas, hasta el punto de dedicar a esta criatura el título de una publicación emblemática, Minotaure (25.05.1933), cuya primera portada fue elaborada por el mismo Picasso.

Relacionado con el caos, la violencia, la suciedad y la degradación; con lo tenebroso y lo abisal, el monstruo es desordenado, voluptuoso y, como el protagonista de la película, está condenado a la reclusión y deformidad. Representa un estado psíquico alterado o pervertido. Para vencerlo, hacen falta armas o atributos; también dones espirituales, representados en el hilo de Ariadna, o en la candela que porta la niña en la versión de Picasso. La lucha contra el monstruo ilustra, en definitiva, el combate primigenio de naturaleza espiritual, con frecuencia equivalente a la lucha personal contra uno mismo y su naturaleza más salvaje.

Como ser primario, el minotauro es esencialmente dual: hombre y bestia, ángel y demonio, cuerpo y alma, adulto y niño. Un ser ambiguo y paradójico que representa al hombre en todas sus contradicciones, y en el que el mismo Pablo Picasso, furia creativa desatada, se reconocía. En su esencia primaria representa al artista desdoblado entre lo apolíneo -la creatividad, la luz, el talento incombustible- y lo dionisíaco -el instinto, la posesión y destrucción, las tinieblas-. En una fotografía bien conocida, el malagueño aparece con una máscara de toro, convirtiéndose él mismo en minotauro: una criatura descomunal y poderosa; un ser tierno y terrible al mismo tiempo, destinado, o condenado, a causar dolor y destrucción a las mujeres con las que se relaciona, sus esposas, sus modelos, sus amantes.

Por eso mismo el minotauro, en Picasso, adquiere una poderosa relevancia, una notable variedad y una sorprendente versatilidad al manifestar la dualidad esencial del ser humano: el conflicto entre razón e instinto, donde bestia y hombre co-existen y se confunden, porque ambos comparten el mismo cuerpo y la misma naturaleza, son lo mismo; una criatura dual, ambigua, contradictoria, como lo era el mismo artista. En uno de sus aguafuertes de 1934, Joven con máscara de toro, fauno y perfil de mujer, el enmascaramiento identifica la naturaleza más primaria del ser humano, mientras que Fauno descubriendo a una mujer (1936), remite explícitamente a la escena en la que el seductor enmascarado contempla a la mujer que duerme, desnuda, en la película.

Pero volvamos a la Minotauromaquia, realizada al margen de su esencial Suite Vollard, a la que refuerza y culmina. En esta obra maestra, Picasso se representa en claves parabólicas a sí mismo durante su historia de amor adúltera con Marie-Therese Walter, que le daba energía y tormento al tiempo. Picasso se refirió a esta como la peor época de su vida, lo que dejó ecos en su producción artística (Alcalde, 2008, p. 204).  De algún modo, el grabado presenta una naturaleza catártica: el autor, bajo apariencia monstruosa, se enfrenta con sus culpas y sus demonios para intentar superarlos a través de la senda creativa. El título remite, explícitamente, a un combate: la tauromaquia, pero también podría derivar de otras pugnas clásicas: la gigantomaquia, la centauromaquia o la batraquiomaquia, etc. Lo que aquí se corresponde con la batalla dialéctica entre el enmascarado y su mujer.

El minotauro se ha liberado por fin de su prisión; viaja libremente por tierra y por mar, pero continúa encadenado a sus pasiones, inscritas en el terreno sentimental y amoroso. El laberinto de Picasso es su relación con la mujer, siempre ambigua, ambivalente y conflictiva.  La niña con lámpara y flores representa la luz, la belleza, la inocencia: la verdad que Picasso encontró en Marie Therese (Baer, 1997, pp. 25-26). La niña con su luz se convierte en su soporte y en su guía, su tabla de salvación, su psicopompo en su peculiar descenso a los infiernos del arte. Sin embargo, esta luz supone también un enfrentamiento con el monstruo, al que deslumbra. 

Junto a ella la mujer torera parece herida, agonizante, pero lleva una espada en la mano y va medio desnuda, como si hubiera sufrido una agresión sexual. Eros y Thanatos confluyen de continuo en la obra de Picasso, como asimismo sucede en la película.

Las dos mujeres, niña y torera, ‘pueden referirse’ a la misma Marie Therese desdoblada en dos etapas de su vida, como niña, al comenzar la relación, y cuando está a punto de desmoronarse, ocho años después, estando ella embarazada y compartiendo con Picasso una situación clandestina y difícil. El minotauro continúa preso en su laberinto.

4. Conclusiones. La alfaguara perdida.

El grabado, de interpretación compleja, se adapta bien a la película, a su argumento y a su naturaleza parabólica. Inevitablemente nos tienta identificar a sus personajes con los misteriosos seres iluminados por Picasso. De manera explícita, al situarse frente al grabado, la mujer prepara el té, cuyo envase produce un destello luminoso que se corresponde, una vez más, con el de la niña que tiene enfrente, en una posición análoga a la del grabado [Fig. 4]. Se descubre así como una Ariadna posmoderna que trata de ayudar a su desdoblado Teseo/Minotauro a salir del cubil que le aprisiona. No con un hilo, pero sí con luz. Ante ella se sitúa esa bestia desencadenada, su marido, que se puede identificar a partir de la deformidad con el minotauro, un ser primario, violento y posesivo. «Es fácil decir que el monstruo es el único culpable. Todo está mal en el monstruo», observa aquél, de manera explícita. En este punto los dos coinciden enfrente del grabado/película que les representa a ambos, como si fuera su espejo simbólico. 

En el largometraje aparecen fundamentalmente dos mujeres y dos hombres, como sucede en el grabado: la esposa y la chica deformada, y el esposo y el psiquiatra.  El protagonista y la joven comparten con el minotauro el rostro mutilado, la degradación facial que les hace parecer monstruos a los ojos de los demás. Además, en la película se producen tres intentos de agresión sexual, que coinciden con episodios equivalentes en las series de minotauros de Picasso.

Como se vio, el grabado se sitúa frente a las cerámicas Jômon. Y la pareja protagonista se dispone entre ambas. Entre sendos espacios mortuorios, cabría señalar: el minotauro se relaciona con el laberinto, y las cerámicas con antiguos ritos funerarios. En definitiva, el hogar de los Okuyama se reconoce como un espacio de muerte, de impostura y de extravío: una tumba doméstica y un laberinto existencial.

Respondiendo a cuestiones estéticas, el arte moderno -ejemplificado en Picasso- se confronta y dialoga con el arte primitivo. La Minotauromaquia y la cerámica primigenia establecen un vínculo cerrado entre el principio y el fin del arte, de la cultura y de la historia, ilustrando por añadidura el retorno a los orígenes como vía de renovación artística. Del mismo modo que Picasso acude a los mitos primordiales y a las culturas ancestrales para renovar el arte, Teshigahara reivindica las raíces del pueblo japonés como fuente original.

Seguramente todas estas interpretaciones sean casuales o intencionadas. Pero de lo que no cabe duda es que el director, practicando con habilidad el juego intertextual, tomó el grabado de Picasso como un referente cercano. No es posible descender a los infiernos en vida y sin guía; por eso Teshigahara realizó su propia catábasis con dos acompañantes; o tal vez lo hiciera con uno solo desdoblado: Picasso y el Minotauro.

5. Referencias bibliográficas

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[1] El autor del presente artículo está elaborando un trabajo de investigación en torno a la obra de Hiroshi Teshigahara como artista multidisciplinar. Ha recibido una beca de Japan Foundation (2014) y otra de Ishibashii Foundation / Japan Foundation (2020) para realizar dicha labor en Japón. Desde estas páginas se hace constar su gratitud y reconocimiento a ambas instituciones por su inestimable ayuda.

[2] Los personajes de Abe van perdiendo poco a poco toda su identidad, y en ocasiones llegan a transformarse en objetos inanimados: El hombre que se convirtió en palo (1969) o El hombre-caja (1973).

[3] Disponible una copia con subtítulos en español en: https://www.youtube.com/watch?v=4wYHtei_6rQ

[4] Género literario específicamente japonés, referido a cuestiones de identidad nacional y cultural del pueblo nipón, entendido como una comunidad de destino.

[5] El periodo Jômon se desarrolló aproximadamente entre los años 13000 – 300 a. C. Posiblemente ningún otro estilo de cerámica haya sido tan longevo en la historia de la humanidad, tal vez al verse aislado y preservado del contacto con otras culturas. Por su parte, el periodo Yayoi se extendió aproximadamente entre el 300 a. C. y el 300 d. C, mientras que el periodo Kofun, o de las grandes tumbas, está datado entre los años 300 y 552 de nuestra era, si bien las dataciones son objeto de continuas controversias. Consta el agradecimiento al profesor Ricard Bru, especialista en cerámica japonesa, por la ayuda facilitada a la hora de documentar estas piezas. 

[6] Obra maestra de la literatura japonesa en el periodo Heian, el Genji Monogatari, es asimismo el mayor monumento de la literatura japonesa. Escrita por Murasaki Shikibu, una dama de la corte imperial en Kioto hacia el año 1000, esta colosal novela relata la vida del príncipe Genji, deteniéndose en especial en su vida amorosa, y prestando un valioso documento sobre la vida en la corte imperial. Contamos con una traducción directa al español, a cargo de Hiroko Izumi e Iván Pinto: El relato de Genji (2013-2017) y otras dos traducciones indirectas, obra de Jordi Fibla (2005-2006) y de Xavier Roca (2005-2006).