LO QUE LA VERDAD ESCONDE.

ALEGORÍAS ESPECULARES EN LA EDAD DORADA DEL CINE

 

WHAT THE TRUTH HIDES.

ON SPECULAR ALLEGORIES IN THE GOLDEN AGE OF CINEMA

 

                 Clementina Calero Ruiz–Gonzalo M. Pavés (Universidad de La Laguna)

gpavores@ull.edu.es - ccalero@ull.edu.es

 

Recibido: 12 de enero 2022 / Aceptado: 08 de marzo 2022


Resumen: El espejo ha sido un motivo recurrente a lo largo de la Historia del Arte. Su presencia en las representaciones artísticas se remonta a la Antigüedad. Su rica y variada iconografía ha estado asociada, además, con significados ambivalentes, cuando no directamente contradictorios, en función del momento histórico en el que se utilizaron por parte de los artistas en sus composiciones. En el siglo XX, el arte del cinematógrafo recogió con entusiasmo esta larga y fructífera tradición iconográfica convirtiéndolo en un elemento que, utilizado con sutileza, enriqueció la puesta en escena de muchísimas películas. En los filmes los espejos pueden actuar de las formas más diversas y adquirir significados que vienen a enriquecer las historias con niveles de lectura no siempre apreciados convenientemente por el espectador. Centrando su atención esencialmente en el período que va desde los inicios del cine sonoro hasta la irrupción de las vanguardias cinematográfica a finales de los años cincuenta, este trabajo pretende realizar una primera aproximación al tratamiento iconográfico que han tenido los espejos en la gran pantalla para descubrir las posibilidades expresivas y los distintos usos simbólicos que este objeto de uso cotidiano ha ofrecido a los cineastas durante la etapa clásica del cine mundial.

Palabras clave: Cine Clásico; Espejo; Hollywood; Iconografía

Abstract: The mirror has been a recurring motif throughout the history of art. Its presence in artistic representations dates back to Antiquity. Its rich and varied iconography has been associated, moreover, with ambivalent, if not directly contradictory meanings, depending on the historical moment in which it was used by artists in their compositions. In the 20th century, the art of cinematography enthusiastically took up this long and fruitful iconographic tradition, turning it into an element that, used with subtlety, enriched the mise-en-scène of many films. In films, mirrors can act in the most diverse ways and acquire meanings that come to enrich the stories with levels of reading not always conveniently appreciated by the spectator. Focusing its attention essentially on the period that goes from the beginnings of sound cinema to the irruption of the cinematographic avant-garde at the end of the fifties, this work tries to make a first approach to the iconographic treatment that mirrors have had on the big screen to discover the expressive possibilities and the different symbolic uses that this object of daily use has offered to filmmakers during the classic stage of world cinema.

Keywords: Classic Cinema; Hollywood; Iconography; Mirror


 

Como citar este artículo:

Calero Ruiz, C. y Pavés, G. (2022). Lo que la verdad esconde. Alegorías especulares en la Edad Dorada del cine. Revista Eviterna, (11), 24-37 / https://doi.org/10.24310/Eviternare.vi11.14084

¿Estamos seguros de lo que dice un espejo?

¿Es la verdad o bien una imagen deformada,

precaria, ilusoria, mendaz.

Zuffi (2001, p. 191)

1. Introducción

Los espejos siempre han fascinado al hombre desde que vio la naturaleza que lo rodeaba reflejada en el agua. Se han usado para reflejar la luz y para crear efectos teatrales; han inspirado historias literarias, fábulas y mitos, se han usado en brujería como objetos de adivinación, y han sido instrumentos alusivos a los vicios y a la vanidad humana. Hasta los hermanos Grimm, cuyos cuentos se inspiran en antiguas fábulas centroeuropeas, incluyeron espejos mágicos parlantes como el que poseía la malvada reina de Blancanieves. Catalina de Médici recurría a espejos y adivinos para conocer su futuro y John Dee, el astrólogo de la corte y asesor científico de Isabel I de Inglaterra, se valía de un espejo de obsidiana pulida de origen azteca para consultar los asuntos de estado (Campell, Healey, Kuzmin y Glascock, 2021, p. 1547).

Los cineastas de la Edad Dorada no hicieron más que recoger este rico legado y utilizarlo para enriquecer las historias que se contaban en la gran pantalla. No son pocos los papeles que un espejo pueden cumplir en una película. Sus reflejos pueden, entre otras muchas funciones y significados, suscitar emociones encontradas, desvelar verdades ocultas, satisfacer la vanidad de los personajes o su necesidad de auto examinarse, abrir puertas a realidades inesperadas o convertirse en instrumentos para adivinar el futuro o lanzar una maldición. Durante su etapa clásica, las cinematografías de diversos países utilizaron este fascinante objeto no  sólo como un elemento más de la ambientación, sino dotándolo de una simbología variada con la que enriquecían la trama de sus películas. El cine, en este sentido, no inventó nada nuevo, solo entroncó con una larga tradición que venía de muy lejos. La utilización de la iconografía del espejo en las representaciones artísticas hunde sus raíces en el tiempo y los ejemplos menudean en la historia del arte, aunque dotados de una doble y contradictoria connotación. Esta ambivalencia es posible al asignarle una opción «a cada lado del espejo. La parte luminosa y reflectante pertenece a las fuerzas de la divinidad. El envés pertenece a las potencias de la oscuridad, a las fuerzas demoniacas e infernales» (Lenaers Cases, 2013, p. 142). Casualmente en el cine clásico esta dualidad está también presente, aunque, como se verá, resultó muchísimo más frecuente que estos objetos cotidianos estuvieran asociados con el mal y con fuerzas ocultas y misteriosas. No obstante, este trabajo de índole eminentemente iconográfico, no pretende establecer una exhaustiva catalogación, sino ofrecer una primera aproximación a las maneras en la que el cine clásico hizo suyas soluciones ya utilizadas en las artes plásticas, reformulándolas y expandiéndolas en todas direcciones.

2.  Menos, es más

Convendría, no obstante, señalar que no todos los espejos cinematográficos aparecían cargados de un valor simbólico especial. En su gran mayoría, sólo formaban parte de la ambientación, en otras, su presencia en el escenario contribuía a aligerar el ritmo de la acción. No fue extraño que ciertos cineastas utilizaran los espejos como un apoyo para rodar de forma más sobria y creativa la conversación entre dos personajes. Así lo hicieron, por ejemplo, Edward Dmytryk en Historia de un detective (Murder, My Sweet, 1944) o  Irving Rapper en La extraña pasajera (Now Voyager, 1942). En ambos casos, estos directores en lugar de recurrir a la consabida y rutinaria sucesión de planos y contraplanos, optaron por resolver una escena de diálogo mediante un único plano gracias al reflejo de los intérpretes en un espejo. Una variante en el uso de esta solución fílmica la encontramos en La dama del lago (Lady in the Lake, Robert Montgomery, 1947), atrevida cinta donde la historia está contada en primera persona por el detective Philip Marlowe y que fue rodada en su totalidad utilizando la cámara subjetiva. Esto supone que el espectador solo conoce aquello que el protagonista ve ‘a través’ de sus ojos. Sus facciones, de este modo, permanecen ocultas para el público salvo en los dos momentos puntuales en los que el investigador privado está cerca de un espejo.

En otras ocasiones, el espejo y los reflejos fueron utilizados para sortear los problemas generados por la irrupción, en los años cincuenta, de los formatos de pantalla ancha. Acostumbrados a la relativa comodidad de la ratio 4:3, cuando comenzaron a implantarse sistemas como el Cinerama, el CinemaScope o el Todd-AO, los realizadores tuvieron muchas dificultades para lidiar con un espacio compositivo marcadamente rectangular. El modo en el que se resolvió este desafío fue muy diverso, pero en algunos casos, la solución vino de la mano de los espejos. Jean Negulesco, por ejemplo, en Cómo casarse con un millonario (How to Marry a Millonaire, 1953) aprovechó los reflejos de la luna de varios espejos situados en un vestidor para cubrir toda la superficie de la pantalla con la imagen multiplicada de Marilyn Monroe, consiguiendo un efecto plástico de una considerable belleza y potencia visual [Fig 1].

Fig. 1. mo casarse con un millonario (Jean Negulesco, 1953) / La dama del lago (Robert Montgomery, 1947)

En algunas películas, este carácter funcional del espejo está estrechamente vinculado a la narración, revelando al espectador –a menudo de forma dramática o inquietante–, pistas vitales y otros secretos que desconocen el resto de los personajes. Un claro ejemplo se puede apreciar en Las furias (The Furies, Anthony Mann, 1950). En este western  se cuenta la relación del rico hacendado T.C. Jeffords y de su ambiciosa hija Vance. Entre ellos existe una relación de mutua admiración, de veladas connotaciones edípicas, que se ve rota cuando T.C. trae al rancho de “Las Furias” a Flo Burnett, una mujer de mundo que planea casarse con él por su dinero. En la escena en la que Vance se enfrenta a Flo, y esta admite sin escrúpulos que busca el matrimonio por seguridad financiera, el espejo juega un papel importante porque anticipa al público cuál está siendo la reacción de Vance ante la desvergüenza de su futura madrastra. Así mientras Flo desgrana sus planes de futuro abrazada a T.C., el reflejo en el espejo permite ver cómo Vance, que está de espaldas, coge disimuladamente unas tijeras de su tocador. Flo no lo sabe todavía, pero pronto probará con sangre la ira desatada de Vance que, furiosa, le lanza las tijeras, desfigurándole la cara para siempre.

3. Desvelando la verdad

Entendido por nuestros antepasados como un objeto de cualidades prodigiosas, el espejo fue considerado desde la Antigüedad como un instrumento «gracias al cual el hombre podía no sólo descubrir su imagen y conocerse mejor, sino también acceder, más allá de lo visible, a una perspectiva de lo invisible» (Melchior-Bonnet, 1996, p. 119). También fue común la creencia de que eran amuletos protectores tanto en vida como después de la muerte pues, se pensaba que las fuerzas negativas huían al ver su imagen reflejada en él. Por este motivo estos objetos aparecen en la mayoría de las religiones antiguas asociados a determinadas diosas, como Lamashtu en el mundo mesopotámico o Hebat la reina del cielo en la antigua Asia Menor. En los santuarios griegos dedicados a divinidades femeninas, también se han localizado espejos ofrecidos como exvotos en las ceremonias de iniciación al matrimonio. Las tablas votivas se decoran con escenas de tocador donde aparecen mujeres peinándose o maquillándose frente a un espejo. Semejantes son las pintadas en vasos de cerámica de figuras rojas asociadas al rito nupcial, entendido como el momento en el que la mujer al perder la virginidad pasa de doncella a esposa. En Grecia, el espejo era un objeto exclusivamente femenino pues en manos de un hombre se consideraba signo de feminización de modo que solo podían usarlo los barberos y los filósofos; estos últimos lo utilizaban como objeto de reflexión. Diógenes decía que Sócrates ponía un espejo frente a los borrachos «para que viesen su rostro, desfigurado por el vino. El espejo no reflejaba, pues, únicamente unos rasgos físicos, sino una actitud interior» (Melchior-Bonnet, 1996, p. 125). En ese sentido, como señala Umberto Eco, «El espejo no se permite siquiera ese pequeño artificio destinado a favorecer nuestra percepción o nuestro juicio. No “traduce”. Registra lo que incide en él tal como en él incide. Dice la verdad de manera inhumana, como sabe quién –ante el espejo– pierde toda la ilusión de lozanía» (1988: 18).

En esta consideración positiva del espejo, también se lo utilizó como emblema de la verdad, pero, durante los siglos del Barroco se desarrolló el género pictórico de las vanitas; un tipo de obras que reflexiona sobre lo perecedero de la existencia humana, el memento mori    –recuerda que vas a morir– y la importancia de llevar una vida recta apoyada en firmes valores morales. En este tipo de pinturas a veces se incluye un espejo, y se hace acompañar de una serie de frases que llevan a la reflexión y hacen más claro el mensaje. Es el caso del retrato que Lucas Furtenagel le hizo al pintor Hans Burgkmair y su esposa Anna (c. 1529-1531). Una pintura ciertamente inquietante no solo por los colores usados y el aspecto serio y preocupado de los rostros de la pareja, sino por la serie de mensajes que encierra. La mujer sostiene en su mano un espejo convexo donde en lugar de sus caras se reflejan dos calaveras. La imagen se acompaña por una serie de frases en alemán dispuestas en varios lugares, tres de ellas en el propio espejo. En el contorno leemos: Erken dich Selbs –Conócete a tí mismo–; en la parte superior en latín O, Mors –Oh, muerte–, mientras que en el mango aparece la frase Hoffnung der welt Esperanza del mundo. La última expresión se escribió en la parte superior: Sollche Gestalt Unser Baider Was. Im Siegel Aber Dix Das Dan Este era nuestro aspecto. Pero en el espejo, nada queda de ello. Unos años más tarde el pintor italiano Bernardo Strozzi (1581-1644) pinta su Old Coquet (ca. 1630), una vanitas donde retrata a una anciana de piel arrugada y cabellos blancos que se resiste a envejecer y se mira en un espejo vistiendo un lujoso traje de pronunciado escote del que parecen querer escaparse sus pechos. La ayudan dos alcahuetas que le colocan plumas y cintas en el pelo al tiempo que por sus bocas parecen escaparse los halagos que le hacen para que no sea consciente de su marchita belleza. Es el dualismo entre belleza y muerte: el marchitamiento barroco [Fig. 2].

Fig. 2. Hans Burgkmair y su esposa Anna (Lucas Furtenagel, c. 1529/31). Old Coquet (Bernardo Strozzi, ca. 1630).

El desvelamiento de la verdad a través de un espejo ha sido una metáfora visual especialmente querida por el cine clásico de Hollywood. Gracias a su mediación, los personajes descubren realidades dolorosas que, a veces, son fruto del engaño, a veces resultado su decadencia física o moral. Este descubrimiento siempre supone una quiebra importante para ellos, se descubren frágiles y desdoblados, de ahí el reflejo especular actúe como una magnífica metáfora de las distintas y variadas emociones que envuelven a los protagonistas en estos momentos de hiriente epifanía. En algunas películas este descubrimiento trae consigo desazón y melancolía. La fractura de la confianza de Alexander Sebastian, jefe de una comunidad de nazis alemanes en Brasil durante la IIGM, en su esposa Alicia Huberman, Hitchcock la expresó magníficamente en Encadenados (Notorious, 1945). La representación de este crucial momento lo encontramos en el plano donde Alexander aparece sentado, derrumbado y con mirada ausente, flanqueado visualmente por un retrato suyo que, en primer término, lo muestra con actitud ufana y la imagen que aparece reflejada en el espejo que se encuentra al fondo de la habitación y con la que, de algún modo, se exterioriza el desgarramiento interior del personaje al descubrir la verdad. Amargura resignada es lo que siente la muda protagonista de La escalera de caracol (The Spiral Staircase, Robert Siodmak, 1945) cuando, enfrentada a su reflejo, trata sin fortuna de articular frente a su propia imagen. Miedo y angustia es lo que parece sentir el personaje principal en El hombre lobo (The Wolf Man, George Waggner, 1941) cuando escruta su rostro en el espejo buscando indicios de las transformaciones a la que se ve sometido cada noche de luna llena. Otras son, sin embargo, las emociones que se desatan en el interior de la protagonista de Miedo súbito (Sudden Fear, 1952) al descubrirse empuñando un revólver con la intención de asesinar a su marido infiel. La incredulidad que descompone el rostro del personaje de Myra Hudson al verse reflejada en el espejo le devuelve con crudeza la imagen de una realidad a la que ella, como actriz de éxito en la película, no está acostumbrada.

También a veces la verdad, paradójicamente, aflora por un no reflejo. Víctima de sus propios experimentos, el terrible secreto del Dr. Griffin en El hombre invisible (The invisible Man, James Whale, 1933) quedaba en evidencia cuando, antes de acostarse, se quitaba delante un espejo las vendas que cubrían su cabeza. Por otro lado, el profesor Van Helsing en Drácula (Dracula, Tod Browning, 1930), gracias a un espejo, desvelaba la naturaleza vampírica que se escondía tras el misterioso conde, de maneras refinadas y gustos exquisitos, que acababa de llegar a la ciudad.

               También existen obras donde los espejos ofrecen a los personajes una imagen del inevitable deterioro provocado por el paso del tiempo. El espejo, en ese sentido, actuaría en notario implacable del «paso del tiempo, la perdida de aquello que ya pasó y que no podemos recuperar, del destronamiento producido por un presente y una realidad que se ha convertido en pasado en el caso del cuerpo y de la bella de la juventud» (Lenaers Cases, 2013, p. 145). Así ocurre en Stella Dallas (Stella Dallas, King Vidor, 1937), su utilización puntúa las diversas edades de su protagonista: desde el plano en el que una joven Stella contempla su belleza, comprende su potencial seductor  y resuelve tomar las riendas de su destino, hasta cuando, en plena madurez, envejecida, descubre las raíces oscurecidas de su pelo ante el doble reflejo en un espejo acusador. En El ángel azul (Der Blaue Engel, 1930), por otra parte, se cuenta la historia de un maduro y muy formal profesor de instituto que, persiguiendo una noche a sus alumnos hasta El ángel azul, un local de mala muerte en la zona portuaria de la ciudad, cae prendido de una fascinante muchacha que trabaja allí como cantante. Contra todo pronóstico, Rath y Lola-Lola contraen un malhadado matrimonio que va a terminar con la buena reputación y la autoestima de su protagonista. Expulsado de su trabajo y con la necesidad de mantener a su nueva familia, el profesor se ve finalmente obligado a formar parte integrante de la compañía de variedades de Lola-Lola y participar vestido de payaso como ayudante en un número de prestidigitación. Este proceso de absoluta decadencia moral del protagonista, Josef von Sternberg consiguió expresarlo de un modo elocuente a través del plano en la que se nos muestra  la preparación del profesor Rath para una de sus actuaciones. En la composición Immanuel Rath aparece frente a su mesa de tocador rodeado de un ambiente lúgubre.  En el espejo se refleja el rostro de un hombre derrotado por un mal amor, fumando con desgana un cigarrillo mientras se maquilla lentamente y se coloca la nariz postiza y una desmadejada peluca. 

En un inicio, ciertas corrientes filosóficas de la Antigüedad concibieron el espejo como un instrumento al servicio del autoconocimiento. El propio Sócrates animaba a sus jóvenes discípulos a contemplarse con el objetivo de ser dignos de esa hermosura, si eran bellos, o de corregir los defectos físicos con la belleza de sus acciones, si eran feos: «Entendido así, el espejo sería un auxiliar de la máxima socrática ‘conócete a ti mismo’; no reflejaría sólo unos rasgos ficticios, sino que sería el vehículo para entablar un diálogo consigo mismo» (Altuna, 2011, p. 44). Encontramos de este modo en el cine clásico diversos filmes en los que los personajes se presentan ante los espejos con una actitud interrogativa. Así acontece, sin ir más lejos, con el presidiario interpretado por Humphrey Bogart en La senda tenebrosa (Dark Passage, John Huston, 1947) cuando, tras haberse fugado de la cárcel y someterse a una operación de cirugía estética para pasar desapercibido, comprueba la transformación de su rostro ante el espejo. Esta misma actitud, aunque por razones bien distintas es la que mueven a Jack Robin, protagonista judío de El cantor de Jazz (The Jazz Singer, Alan Crosland, 1927). En un punto especialmente melodramático de la trama el joven cantante se debate entre acudir a la sinagoga para sustituir a su padre moribundo como cantor en la celebración del Yom Kippur o continuar con su actuación en el teatro de Broadway donde está contratado. El dilema en el que se ve envuelto Jack no sólo es moral también es identitario. El carácter doble de su crisis personal, Crosland consigue trasladarlo al espectador utilizando el reflejo en el espejo como metáfora del desgarramiento que consume por dentro a su protagonista. Ante sí, Jack no solo observa a un hombre dividido entre su profesión y su familia, sino también a un judío que va a intervenir en un espectáculo burlesco caracterizado como un afroamericano.

Esta misma crisis de identidad se expresó también por medio de espejos por cineastas como Alfred Hitchcock en Recuerda (Spellbound, 1945) –donde el director de un psiquiátrico aquejado de amnesia parece sufrir un trastorno de personalidad–, o por Douglas Sirk en Imitación a la vida (Imitation of Life, 1959). En este último caso, nos encontramos otra vez con un personaje escindido por una cuestión racial. Una de las líneas argumentales de la trama gira alrededor de Peola Johnson, una muchacha mestiza, hija de la sirvienta de la protagonista, criada toda la vida entre blancos y en una sociedad segregacionista, que quiere, por todos los miedos, ocultar su condición hasta el punto de no solo renegar de su raza, sino también de su propia madre. Algo que la luna del espejo, a su pesar, le recuerda de forma constante.

Quizás más enjundia tiene la ‘lacaniana’ manera en la que se utilizó el espejo en el filme de terror de la Universal La sombra de Frankenstein (Son of Frankenstein, Rowland V. Lee, 1939). La trama transcurre veinticinco años después de la primera muerte del monstruo, cuando el hijo de su creador lo revive con el fin de rehabilitarlo. Cuando la criatura despierta y se encuentra cara a cara con su creador, su primer impulso es rodear con sus manos el cuello del doctor. Sin embargo, algo cruza por su mente que le hace contener ese impulso asesino y al alejarse tropieza con su imagen reflejada en uno de los espejos del laboratorio [Fig. 3].

Fig. 3. El ángel azul (Josef von Sternberg, 1930) / La sombra de Frankenstein (Rowland V. Lee, 1939)

Como les ocurre a los niños en la fase del espejo, el monstruo recién nacido «por primera vez es capaz de objetivarse y acompasar sus percepciones exteriores con sus sensaciones interiores, pasando de la conciencia del cuerpo a la conciencia del yo» (Altuna, 2010: 41). Sin embargo, cuando la criatura toma conciencia de su grotesca apariencia, se siente traicionada, profundamente decepcionada. Es entonces que, volviéndose hacia el científico, le interpela haciendo gestos amargos en el aire y le reprocha el poco cuidado que ha tenido al ‘concebirlo’.

En ocasiones estos encuentros desgarradores con la verdad se expresan visualmente recurriendo a espejos rotos. En el cine clásico hay muchos ejemplos de este uso alegórico, aparece en Falso culpable (The Wrong Man, Alfred Hitchcock, 1956) o en El demonio de las armas (Gun Crazy, Joseph H. Levin, 1950). En ambos casos, la luna de los espejos es rota por la acción violenta de un personaje distinto al que se ve reflejado –por el cepillo que empuña la propia esposa de Manny en el primer caso, por el disparo de un revólver en el segundo–, subrayando aún más su desconcierto al descubrirse frente a su imagen repentinamente quebrada y que evidencia su condición de perdedor.

Algo distinto es el caso que se presenta en el filme El apartamento (The apartment, Billy Wilder, 1960). Ocurre cuando el personaje de Jack Lemon, en medio del tumulto de una fiesta en la oficina, le pregunta a Fran Kubelik, la joven ascensorista de la que está enamorado, si le sienta bien el bombín de ejecutivo que se ha comprado. Ella le ofrece su polvera para que lo compruebe por él mismo y en ese momento, el oficinista descubre con amargura que, esa es la misma polvera que encontró en su apartamento después de haberlo prestado para que el presidente de la compañía tuviera uno más de sus furtivos encuentros sexuales al margen de su matrimonio.  Una última variante es aquella donde el reflejo se convierte en la voz de la conciencia de uno de los personajes. En estos casos, el doble reflejado adquiere una autonomía impropia y ofrece consejos a unos protagonistas que, en medio de un dilema moral o sentimental, se resisten a seguir. Así ocurre, por ejemplo, en Espejismo de amor (Kitty Foyle, Sam Wood, 1940) o en el musical titulado en Las modelos (Cover Girl, Charles Vidor, 1944) donde Gene Kelly forcejea, coreográficamente hablando, con su imagen reflejada en la luna de los escaparates de una calle de la ciudad. [Fig. 4]

Fig. 4. El demonio de las armas (Joseph H. Lewis, 1950) / El apartamento (Billy Wilder, 1960)

4. Vanitas vanitatis, lujuria y algo más

Durante siglos el hecho de contemplar el propio rostro en un espejo ha sido mal visto pues se ha considerado una forma de lascivia, más propio de una prostituta que de una dama. El espejo es un arma muy poderosa y el utensilio indiscutible de la belleza. Por esa razón siempre se ha entendido como emblema de «costumbres morales reprobables y signo de la depravación social» (Zuffi, 2001, p. 193). Durante el Medievo y el Renacimiento el espejo se ha usado tanto para acompañar a las mujeres que se alejan de la moral establecida como para personificar los vicios y, especialmente aquellas perversiones y desenfrenos que conducen al infierno. Pero al mismo tiempo, y en una misma coyuntura social y religiosa también puede asumir significados opuestos; es decir, puede convertirse en emblema de determinadas virtudes o en un instrumento positivo de conocimiento

No obstante, casi con toda seguridad, el lado oscuro de los espejos ha generado todo un repertorio visual de una enorme riqueza, pues desde la Antigüedad, desde el mismo Platón, pasando por Séneca, ya advertían acerca de su capacidad para crear fementidas ilusiones. Será más tarde cuando este objeto adquiera un significado más negativo, asociándose con la indecencia, el libertinaje y la obscenidad, de modo que Séneca (2013) aconseja que se los emplee como un medio para conocerse a sí mismo, afirmando que:

se inventaron los espejos para que el hombre se conociera a sí mismo; con ello podría conseguir muchas ventajas; en primer lugar, el conocimiento de sí mismo; después, consejos respecto a ciertos problemas: los hermosos, para evitar el envilecimiento; los deformes, para darse cuenta de que deben compensar con sus méritos todo lo que falta a su cuerpo; los jóvenes, para que adviertan en la flor de la edad que es el momento de aprender y acometer grandes empresas; los viejos, para que abandonen lo que deshonra a sus cabellos blancos, para que mediten un poco sobre la muerte. Para todo esto nos dio la naturaleza la posibilidad de vernos a nosotros mismos. (pp. 1-4).

El mismo autor llega a entregarle a un hombre enfadado un espejo para que observe cómo «la fealdad del alma altera los rasgos», sin embargo, Apuleyo lo defiende en su Apología, admirando la veracidad de la imagen que devuelve.

Allí donde Platón ve simulacro y Séneca vanidad, Apuleyo ve parecido eficaz, el poder creador (opifex) de un instrumento que, mejor que la más sutil de las pinturas, es capaz de restituir la vida y el movimiento. (Melchior-Bonnet, 1996, p. 126)

Se plantea así las connotaciones ambiguas que encierran las representaciones de los espejos en el arte, pues pueden actuar tanto como instrumento para el autoconocimiento «como para la seducción y el engaño, al mismo tiempo educador y embaucador» (Altuna, 2010, p. 43). La principal responsable de conferir esta simbología ambivalente a los espejos fue, sin duda, la tradición judeocristiana. Si bien, en un principio los habían considerado como símbolos de prudencia, conocimiento e incluso de pureza si estaban asociados a la figura de la Virgen, pronto comenzaron a relacionarlos con toda una serie de vicios vinculados a la vanidad humana, al lujo, a los excesos y al imperio de los sentidos.

Para Melchior-Bonnet la representación de la autocomplacencia como una hermosa dama engreída que se contempla en un espejo, aunque su origen es medieval, se extendió durante todo el Renacimiento (1996, p. 209). El espejo en esta variante iconográfica «actuaría como multiplicador de los perversos efectos de los poderes de la mirada, encadenando la vanidad con una larga serie de pecados: la envidia […], el orgullo, la codicia y, por supuesto, la lujuria» (Altuna, 2010, p. 45).

El espejo ha sido visto, sobre todo, como un importante generador de vida moral, sirviéndole al hombre para que venza sus vicios ya que le muestra al mismo tiempo lo que es y lo que debería ser (Melchior-Bonnet, 1996, p. 125). En atención a sus variadas interpretaciones, ha sido utilizado como emblema de virtudes y de vicios de modo que la Prudencia, la Sabiduría y la Verdad se representan con un espejo en la mano, pero también lo hacen la Soberbia, la Lujuria y la Vanidad pues mediante su pertenencia se transforma en instrumento de pecado, según la codificación hecha por Cesare Ripa en 1593. Para Ripa la Soberbia y la Prudencia sostienen un espejo, y lo mismo ocurre con la Lujuria a quien dibuja con los cabellos rizados y peinado artificioso, mientras que a la Vanidad la presenta con un rostro muy maquillado pues «se arregla la cara para dar placer a los otros, con una intención de cosa vil y poco durable» (Zuffi, 2021, p. 195). También la Vista puede llevar un espejo que si se acompaña de un compás alude al intelecto. En España e Italia es la Filosofía quien porta este objeto, y parafraseando a Sócrates se relaciona con la reflexión.

Desde la Antigüedad el espejo speculum ha sido el objeto de tocador más utilizado.  Los más antiguos se hacían con obsidiana pulida y fueron encontrados en Çatal Höyük (Turquía), datándose hacia el 6200 a.C., pero lo primeros hechos en metal se encontraron en Irán, fechándose en el 4000 a C. En El-Badari (Egipto) también se han hallado ejemplares que se hicieron hacia el 4.500 a. C. Se supone que fueron los egipcios quienes durante el Imperio Medio (2040-1795 a.C.) crearon tres modelos de espejos metálicos: el de disco simple, disco con mango y disco apoyado sobre un pie. Según sus creencias la imagen en él reflejada era la de Ra, el disco solar (Lurker, 2018, p. 95), por lo que estos objetos se asocian con la diosa Hathor, dándose incluso el caso de que algunas reinas del Imperio Medio se enterraban con espejos.

               No debe sorprender de la utilización de la mujer como fuente de todos los males. En este sentido, la tradición judeocristiana siempre se mostró coherente a sus principios. Para la Iglesia, la mujer estaba más expuesta que el hombre a las ilusiones y de ahí que fueran más vulnerables al simulacro que esconden tras sus lunas los espejos. Sirva a modo de ejemplo la tabla del taller del Bosco titulada La visión de Toldán (ca. 1479) propiedad del Museo Lázaro Galdiano de Madrid. En ella observamos cómo, en la ladera de un hombre-montaña, aparece una figura con rostro cadavérico mostrándole un espejo a una desnuda y melancólica joven que está sentada sobre el manto verde que forman los pétalos del lúpulo. Y en la Mesa de los pecados capitales (c. 1505-1510) del Museo del Prado, el Bosco pinta a una mujer de espaldas que se mira en un espejo sostenido por un diablo, mientras en un segundo plano y a través de una puerta entreabierta un joven hace lo mismo. En ambos casos, tal y como se escribió en la zona inferior de esta última nos encontramos ante la alegoría de la Soberbia, aunque, en alguna ocasión se haya podido confundir con la Vanidad (Silva Maroto, 2016, pp. 306-308). Pues así lo hizo Hans Memling donde el en panel central del Tríptico de la Vanidad Terrenal y de la Salvación Eterna (c.1485) del Museo de BB. AA. de Estrasburgo figuró a una joven desnuda mirándose en un espejo. Pero mientras que a la joven de Memling el espejo le devuelve su propio rostro, a la de Hans Baldung Grien lo hace con forma de calavera. Esta pintura de la Prudencia pintada en 1525 pisa una serpiente atendiendo a la advertencia evangélica «Sed prudentes como serpientes...» (Mt. 10, 16). Aunque se trata nuevamente de la alegoría de La Prudencia, en un principio se pensó que aludía a la Vanidad por la pose insinuante de la joven. 

En la tradición clásica la Prudencia encabeza la lista de las virtudes cardinales seguida por la Justicia, la Fortaleza y la Templanza. Su primacía sobre las restantes virtudes cardinales indica que «la realización del bien presupone el conocimiento de la realidad (Pieper, 2017, p. 28). Las dos caras simbolizan el pasado y el futuro, mientras que el acto de mirarse significa conocimiento de sí mismo, sobre todo de los defectos propios. Así la concibió Santo Tomás, añadiendo que la Prudencia ha de acompañarse de la Precaución para “aceptar el bien y evitar el mal”. Por eso Precaución y Cautela se han usado como sinónimos de Prudencia, siendo esta última quien sujeta el espejo» (Montesinos Castañeda, 2019, p. 214).

Cuando Piero del Pollaiuolo y Sandro Botticelli pintaron en el último tercio del siglo XV a las Virtudes para el Tribunale della Mercanzía de Florencia, las mostraron como jóvenes guerreras, tal y como las había descrito Tertuliano (160 d.C.- 220 d.C.) en su De Spectaculis. No obstante, será el poeta hispano Prudencio quien en el siglo IV y en su Psichomachia les dé un carácter más universal. La idea de la Virtud pisoteando al Vicio como símbolo de Inmoralidad la formuló Boecio (477-524) en La Consolación de la Filosofía, retomándola en la Edad Media, entre otros, San Isidoro de Sevilla en sus Etimologías. A partir de aquí las Virtudes abandonan su estatus de amazonas y se transforman en jóvenes doncellas (Gámez Salas, 2018, pp. 32-34).

Giovanni Bellini también nos dejó su interpretación personal de esta alegoría en su Retrato de joven mujer ante el espejo (1515) del Museo de Viena, el único desnudo que salió de sus pinceles. En esta ocasión Bellini se valió de dos espejos, uno lo sujeta la joven con su mano derecha, mientras que el otro, más grande, cuelga de la pared detrás de ella y refleja parte de su brazo. Un siglo antes (1437-1444) el pintor sienes Stefano di Giovanni, conocido por el Sassetta, recibía el encargo de ejecutar un gran retablo -hoy desmembrado- para la iglesia de San Francisco en Borgo; concretamente en la escena de San Francisco en la Gloria (colección Berenson, Florencia) pintó la personificación de la Lujuria donde observamos como una joven apoyada en un jabalí y con un león a sus pies, se recrea mirándose en un espejo que sostiene con su mano izquierda.

El misterio femenino es lo que provocó la extraordinaria difusión de este motivo durante el siglo XIX. La pintura cortesana convertirá a esta composición en una permanente forma misógina, la de la mujer que coquetea delante del espejo para cautivar al hombre, hasta el punto de que estas mujeres vanidosas y lujuriosas son consideradas en muchos momentos como encarnaciones anunciadoras del Maligno (Balló, 2000, pp. 62-63) [Fig. 5].

Figura 5. La Prudencia (Hans Baldung Grien, 1525) / La visión de Toldán (det). (Taller de El Bosco, c. 1479) / La Soberbia (Mesa de los pecados capitales). (Jheronimus Bosch “el Bosco”, c. 1505-1510)

En el cine clásico, en muchos aspectos muy condicionado todavía por la moral cristiana, no hizo más que recoger, reformular y extender esta singular iconografía especular. Aunque existen algunos casos en los que el pecado de la vanidad y los espejos están vinculados con un protagonista masculino –un ejemplo notable puede ser, el de gánster interpretado por Edward G. Robinson en Hampa Dorada (Little Caesar, Mervyn LeRoy, 1930)–, lo corriente es que estas imágenes estén relacionadas con mujeres sedentes que, con un espejo en la mano, se recrean con el reflejo que obtienen de sí mismas. Ejemplos de ello lo podemos encontrar en Lady Lou (She Done Him Wrong, Lowell Sherman, 1933) o en Nacida para ser mala (Born To Be Bad, Lowell Sherman, 1934). Una interesante variante de esta alegoría fílmica la encontramos en ¿Ángel o diablo? (The Fallen Angel, Otto Preminger, 1947) o en El cartero siempre llama dos veces (The Postman Always Rings Twice, Tay Garnett, 1946). En ellas la intimidad de la mujer se ve interrumpida, en términos compositivos, por la presencia de un personaje masculino que, devoto, la observa desde la distancia. De este modo, estas imágenes no sólo aluden a la vanidad, sino también a la lujuria. Este carácter sicalíptico se ver reforzado porque estas mujeres, lejos de prestar atención a sus admiradores, optan por retocar la pintura de sus labios. Para Demond Morris, los labios femeninos constituyen una señal poderosamente sexual. Desde un punto de vista antropológico, su embellecimiento no es más que la expresión visual del mimetismo que, intuitiva y culturalmente, se ha establecido a lo largo de tiempo entre labios y vulva: «Cuando la hembra humana se excita sexualmente, los labios de su vulva se enrojecen y se ponen turgentes. Al mismo tiempo, en su cara, los labios también se hinchan se ponen más rojos y sensibles» (2005, p. 102).

Pintarse los labios ante un espejo constituye un gesto de empoderamiento femenino. Por esa razón fue tan habitual que la utilizarán las mujeres fatales en el cine negro. De alguna manera, al hacerlo, estaban enviando una señal clara a sus admiradores masculinos –por lo general, ignorada por ellos– de la naturaleza peligrosa que se escondía tras sus encantadores rostros. En ese sentido, Perdición (Double Indemnity, Billy Wilder, 1944) nos ofrece un ejemplo paradigmático [Fig. 6].

Fig. 6. Lady Lou (Lowell Sherman, 1933) / ¿Ángel o diablo? (Otto Preminger, 1945) / Perdición (Billy Wilder, 1944)

Walter Neff (Fred MacMurray), el investigador de una agencia de seguros, acaba de conocer a Phillys (Barbara Stanwyck), una atractiva ama de casa, casada con un hombre aburrido y mucho mayor que ella. Mientras hablan distraídos frente al espejo –que ya en sí mismo y como hemos visto es siempre un elemento revelador de la verdad–, Phillys se la presenta, como en los casos anteriores, pintando sus labios frente al espejo. Y lo hace, mientras en pantalla, el plano nos devuelve la imagen dominante no de una, sino de dos Barbara Stanwyck. Ignorante e incauto, Walter Neff no se percata de esta clara advertencia de peligro, y no descubrirá esta duplicidad, las dos caras de Phyllis, hasta su trágico final, cuando ya será demasiado tarde para reaccionar.

               Este empleo de los espejos para indicar el carácter escindido o múltiple se oculta tras un personaje fue un recurso recurrente en el cine de la época.  Lo utilizó Orson Welles en Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941), como metáfora de la imposibilidad material de conocer a un ser humano en toda su complejidad, y lo volvió a hacer también en la escena final de La dama de Shanghai (The Lady from Shanghai, 1948), en esta ocasión para visibilizar la red de mentiras, intrigas y traiciones en la que había quedado atrapado Michael O’Hara, su ingenuo protagonista. Lo hizo Joseph L. Manckiewicz en Eva al desnudo (All About Eve, 1950) como colofón a una historia de usurpación ambientada en el mundo del espectáculo. No es casual que, para cerrar el argumento, eligiese un plano final donde la joven Phoebe, ataviada con la capa de su admirada Eva y portando el premio que ésta acaba de recibir por su carrera, simula ante el espejo ser ella la que acaba ser honrada con el galardón. Phoebe muestra así cuáles son sus verdaderas intenciones. Eva que había urdido un complejo complot para sustituir a Margo Channing, absorta en su triunfo, no es consciente de que hay otras criaturas que igual que ella  están acecho para arrebatarle su puesto a la menor oportunidad. Y también lo empleó Nunnally Johnson en Las tres caras de Eva (The Three Faces of Eve, Nunnally Johnson, 1957) como medio de exteriorizar el desorden múltiple que sufre la protagonista cuando, delante de un espejo, da rienda suelta a sus diversas personalidades [Fig. 7].  

Fig. 7. Ciudadano Kane (Orson Welles, 1941) / Eva al desnudo (Joseph L. Manckiewiz1950) /
Orpheo (Jean Cocteau, 1950)

5. Una puerta a otras dimensiones
En el mundo antiguo, la imagen extraña, oscura y brillante de los espejos fue considerado asimismo el reflejo de realidades sobrenaturales y, en muchas ocasiones, fueron objetos relacionados con la brujería. Al reflejar la imagen de las personas, los espejos se vincularon con la magia y el ocultismo, y fueron empleados a menudo como dispositivos propicios para hacer vaticinios. La catoptromancia, el arte de adivinar por medio del espejo a fin de ver cosas no perceptibles para los demás mortales, fue una costumbre extendida entre los pueblos de la Antigüedad: «En esos espejos más o menos borrosos veían acontecimientos del pasado o el futuro que revelaban inquietantes verdades sobrenaturales» (Altuna, 2010, p. 43). Testimonio de estas prácticas ancestrales se pueden encontrar en ciertas leyendas y cuentos populares que han favorecido su asentamiento en el imaginario colectivo. El cine, una vez más, no ha hecho más recoger estas tradiciones para utilizarlas con éxito en sus historias. La utilización de los espejos con estos fines catoptrománticos se puede localizar en obras tales como La momia (The Mummy, Karl Freund 1932), donde el cuerpo reencarnado de Imhotep utiliza el reflejo de las aguas de un estanque para mostrar el pasado que vivieron juntos a su amada Anck-su-namun,  en La bella y la bestia (La Belle et la Bête, Jean Cocteau, 1946), donde el monstruoso príncipe escrudiña su espejo mágico para conocer el paradero de Bella cuando esta escapa de sus habitaciones o, por supuesto, en Blancanieves y los siete enanitos (Snow White and the Seven Dwarfs, David Hand, 1937). 
               De forma más evidente, pero no menos interesante, los espejos igualmente han desempeñado en algunos filmes el papel de puertas que conducen a otras realidades paralelas o a un tiempo anterior. Notable es el caso de uno de los episodios del filme Al morir la noche (Death of Night, 1945), en el cual al protagonista le regalan un viejo espejo y a través del él puede acceder al pasado criminal de su anterior propietario. También es inevitable citar aquí la primera versión sonora de Alicia en el país de las maravillas (Alice in Wonderland, Norman Z. McLeod, 1933). Pero quizás fue el poeta y cineasta surrealista Jean Cocteau el que lo utilizó de una forma muy original en La sangre de un poeta (Le Sang d'un poète, 1932) y, especialmente, en Orpheo (Orpheé, 1950), en la cual el espejo representa el portal que utiliza la muerte para transitar entre el inframundo y el mundo de los vivos. 

6. Conclusiones

Como se ha puesto de manifiesto, durante el cine clásico los directores dieron muestra de que conocían muy bien el largo y rico legado iconográfico que, en torno a los espejos, se había ido conformando en las artes plásticas. En muchos casos, las imágenes especulares en la gran pantalla reutilizaron los espejos como metáforas visuales dotándolos de significados bien enraizados en la cultura y la tradición judeocristiana. Como había sucedido previamente en otras representaciones artísticas, el cine clásico no pudo escapar de la tentación de utilizar estas alegorías con fines moralizantes. Así cuando aparecían en sus tramas, los espejos podían ser utilizados en los filmes bien para revelar verdades ocultas, bien como advertencia de peligros no percibidos por los protagonistas. Con ello, algunos cineastas consiguieron enriquecer sus obras con unos niveles de lectura mucho más profundos e interesantes de lo que sus espectadores, en un primer momento, hubieran podido imaginar.

7. Referencias bibliográficas

Altuna, B. (2010). Una historia moral del rostro. Valencia: Pre-Textos.

Balló, J. (2000). Imágenes del silencio. Los motivos visuales en el cine. Barcelona: Anagrama.

Campell, S., Healey, E., Kuzmin, Y. y Glascock, M. (2021). The mirror, the magus and more: reflections on John Dee’s Obsidian mirror. Antiquity, vol. 95 (384), 1547-1564.

Eco, U. (1988). De los espejos y otros ensayos. Barcelona: Lumen.

Gámez Salas, J. M. (2018). Sobre la iconografía de las virtudes en la Sala de la Audiencia     del Tribunal della Mercanzia de Florencia, Círculo Cromático, 1, 30-50.

Lenaers Cases, S. (2013). El espejo como reflejo de los mundos de la enajenación en el arte. En Herejía y Belleza. Revista de estudios sobre el movimiento gótico, 1, 139-150.

Lurker, M. (2018). Diccionario de imágenes y símbolos de la Biblia. Barcelona: Herder.

Melchior-Bonnet, S. (1996). Historia del espejo. Barcelona: Herder.

Morris, D. (2005). La mujer desnuda. Un estudio del cuerpo femenino. Barcelona: Planeta

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Silva Maroto, P. et al. (2016). El Bosco. La exposición del V centenario. Madrid: Museo Nacional del Prado.

Zuffi, S. (2001). Espejo de mis deseos. En Zuffi, S. y Bussagli, M.: Arte y erotismo. La fascinante relación entre arte y eros (pp. 191-211). Milán: Electa.