ESPECTADORES DE CINE EN LA OBRA DE WOODY ALLEN: RECUERDOS (1980), LA ROSA PÚRPURA DEL CAIRO (1985) Y DÍAS DE RADIO (1987)
MOVIEGOERS AT WOODY ALLEN’S CINEMA:
STARDUST MEMORIES (1980), THE PURPLE ROSE OF CAIRIO (1985) AND RADIO DAYS (1987)
Francisco Casado Pérez (Universidad de Málaga)
Recibido: 21 de diciembre 2021 / Aceptado: 02 de marzo 2022
Resumen: El cine de Woody Allen siempre ha prestado especial predilección por el ritual de la sala cinematográfica y por cómo el público que a ella acuden valoran y sienten las películas que ven. El propio director es un espectador más de las obras de otros artistas, mostrando en muchas ocasiones su veneración por ellos. Pero desde su punto de vista como creador, a lo largo de su obra, sitúa a sus personajes como habitantes de cines, museos y teatros, así como lectores de grandes obras de la literatura universal. Así, se vislumbra cómo los personajes no-artistas hacen uso de manifestaciones como el cine, la música y la radio, desde su condición de meros espectadores que usan el arte como evasión, prefiriendo en algunos casos este a la vida. Mediante el análisis centrado en los personajes de Recuerdos (1980), La rosa púrpura del Cairo (1985) y Días de radio (1987) se contemplarán varios tipos de espectadores dentro de la obra del director neoyorquino: estos amalgaman las diferentes miradas que se pueden apreciar a la hora de enfrentarse a una pantalla de cine, a la obra que se disfruta y al artista que la realiza. En una época, la actual, en la que la sala de cine está perdiendo su aura en beneficio de opciones más caseras, resulta de interés observar de qué modo, entre la amargura y la nostalgia, aparecen reflejadas las miradas de varias figuras de ficción.
Palabras clave: Arte; asistencia al cine; director de cine; películas, público
Abstract: Woody Allen's cinema has always had a particular predilection for the ritual of the movie theater and how filmgoers appreciate and feel the films they watch. Allen himself is a spectator of the works of other artists, who often shows true devotion for them. However, from his point of view as a creator, throughout his work, he sets his characters as spectators in cinemas, museums, and theaters, as well as readers of masterpieces of world literature. Thus, it is glimpsed how non-artist characters make use of manifestations such as cinema, music, and radio, by being mere spectators who consume art as an escape, even in some cases, preferring it over life. Through an analysis focused on the characters of Stardust Memories (1980), The Purple Rose of Cairo (1985), and Radio Days (1987), diverse types of spectators will be contemplated within the work of the New York director: these combine the different gazes that are facing a movie screen, the work that is enjoyed, and the artist who creates it. In an era, the current one, in which the movie theater is losing its aura in favor of more homemade options, it is interesting to observe how, between bitterness and nostalgia, several fictional spectators’ gazes are reflected.
Keywords: Art; Audience; Cinema attendance; Film makers; Films.
Como citar este artículo:
Casado Pérez, F. (2022). Espectadores de cine en la obra de Woody Allen: Recuerdos (1980), La rosa púrpura del Cairo (1985) y Días de radio (1987). Revista Eviterna, (11), 56-70 / https://doi.org/10.24310/Eviternare.vi11.13994
1. Introducción
Las visitas a la sala cinematográfica suponen una constante dentro del cine de Woody Allen, donde espectadores y artistas ven proyectados en la pantalla sus anhelos, carencias y sueños. El uso que estos hacen de las ficciones propuestas, ya sean libros, pinturas o películas, va de lo enfermizo a lo catártico, pasando por lo estrictamente ameno. El mismo director se presenta a sí mismo, y a muchos de sus personajes con inclinaciones artísticas, como un espectador capaz de disfrutar de las películas de Fred Astaire, los hermanos Marx, Ingmar Bergman o Federico Fellini, extrayendo de ellas tanto componentes de evasión como otros pensamientos elevados sobre la muerte o la existencia, por ejemplo. Los personajes que aparecen en Recuerdos (1980), La rosa púrpura del Cairo (1985) y Días de radio (1987) nos permiten un análisis de diferentes espectadores que sirven para resumir la visión que el artista neoyorquino tiene de los mismos, recorriendo diferentes formar de ver y de enfrentarse a la obra artística. Igualmente, nos permite establecer qué lugar ocupa el público no solo dentro de la obra de Woody Allen, sino –atendiendo a sus propias declaraciones– cómo percibe el director a estos aficionados que le han acompañado durante años.
2. Marco teórico/objetivos
Desde su debut en 1969, Woody Allen ha sido y continúa siendo objeto de estudio –no solo en el ámbito cinematográfico– gracias a la riqueza de su obra. Los análisis encontrados en los últimos años abarcan aspectos relacionados con campos como la psicología (Precup, 2017), la sociología (Lamberti, 2019), la política (Benavides-Vanegas, 2019), la religión (Koet, 2021), el urbanismo (Lawton, 2018), las redes sociales (Salek, 2016) y disciplinas más cercanas a las humanidades como la literatura (Bustos, 2020), el arte (Owens, 2018) y la filosofía (Vicente, 2021). De este modo, tras más de 50 años de carrera y 49 películas estrenadas, en la actualidad, el cine del director neoyorquino aún sigue siendo fuente de investigaciones como la que nos ocupa, centrada en la imagen de los espectadores de cine. Estas figuras son de interés debido, por ejemplo, al aspecto antropológico del mismo: conocer cómo un cineasta muestra a los espectadores supone un viaje de ida y vuelta que acaba reflejándose en nosotros mismos como seres humanos, dando fe de cómo nos enfrentamos a la sala de cine como espacio, la película que se proyecta en la pantalla y las reflexiones dirigidas al director de esta. Este estudio se enmarca en uno más amplio que pretende descifrar las claves que han hecho que un director de cine como Woody Allen haya dedicado un gran número de sus películas al hecho artístico.
Para la realización del artículo se han analizado en profundidad las tres cintas mencionadas en la introducción. Del mismo modo, se ha tenido en cuenta el corpus fílmico de Woody Allen con el objetivo de enmarcar las conclusiones dentro de un panorama más amplio. Debido a la ingente bibliografía existente sobre el cineasta, se han seleccionado trabajos que abordasen de alguna forma los temas mencionados como los espectadores, los artistas y el disfrute de las obras de arte, tanto en la filmografía del director como desde un ámbito más general.
3. Resultados de la investigación
Recuerdos (Stardust Memories, Woody Allen, 1980) es la película del director neoyorquino que mejor representa el conflicto entre la interpretación crítica desde el punto de vista intelectual por parte de los espectadores y la opinión que el artista, en este caso un director de cine, tiene de sus propias creaciones. En la película encontramos a Sandy Bates, interpretado por el propio Woody Allen, un director de cine que acude durante un fin de semana a un festival que le rinde homenaje. Durante esos días, Bates reflexionará sobre la naturaleza de su talento artístico y se enfrentará al escrutinio crítico de un público que no solo se compone de sus seguidores habituales, sino que también hace frente a un público especializado, es decir, periodistas, críticos de cine y colegas de negocios. Allen incorpora en Recuerdos la crítica que afirma que su trabajo es un sucedáneo del de los grandes directores europeos como Bergman (Bailey, 2001, p. 98), hecho especialmente reseñable en Interiores (Woody Allen, 1978), su primer intento de película dramática. En este caso, la crítica tampoco pudo obviar que Recuerdos tenía a Fellini 8½ (Federico Fellini, 1963) como principal referente: «Stardust Memories might be described as an obsessional pastiche. It is modelled on Fellini's 8½, and the bleached-out black-and-white cinematography suggests a dupe of a dupe of 8½» (Kael, 1984, p. 87)[1]. Pero Allen se adelanta al trabajo de los críticos e incluye en la cinta una secuencia en la que uno de los actores de Sandy Bates responde a esta cuestión:
Pregunta: Esa escena entre usted y el señor Bates en el museo de cera, ¿es un homenaje a la película de Vincent Price, Los crímenes del museo de cera? —El personaje se vuelve, mira a cámara y guiña un ojo—.
Actor: ¿Un homenaje? La verdad es que no. Robamos la idea descaradamente.
Al inicio de la película asistimos a la llegada de Sandy Bates al hotel Stardust, donde ya le acosan diferentes admiradores y periodistas con la idea de comunicarle al director qué piensan sobre su obra: «Mi mujer ha visto todas sus películas», espetará un aficionado; «me gustan las más graciosas en particular», afirmará su esposa. Este reproche se convertirá en un mantra a lo largo de todo el fin de semana en el que Bates escucha una y otra vez a diversos personajes recriminarle que haya dejado de hacer comedias, de forma similar a lo que le ocurrió a Allen cuando, tras el tremendo éxito de Annie Hall (Woody Allen, 1977), decidió decantarse por un drama seco y austero como Interiores. A pesar de todo, Bates mantiene su determinación por seguir haciendo películas serias y abandonar el registro cómico porque ya no le satisface ni personal ni artísticamente.
En una secuencia posterior, Sandy Bates responde a las preguntas del público que acaba de asistir a la proyección de una de sus comedias. La primera cuestión que se aborda es una de las más habituales que críticos y público se hacen cuando ven una obra cinematográfica: ¿qué trataba de decir con esta película? A lo que Sandy Bates contesta un lacónico «solo intentaba ser gracioso».
Esta respuesta, acogida con numerosas risas, es, en el fondo, la que Woody Allen siempre ha dado cuando alguien le preguntaba por una de sus comedias, sobre todo las de sus inicios, de un perfil mucho más cómico que toda su obra posterior a Annie Hall. La respuesta en tono humorístico funciona en cierto modo como un mecanismo de defensa ante una pregunta a la que cualquier artista se resistiría a responder. De hecho, este uso continuo del humor por parte de Bates servirá posteriormente para que Jack, un joven profesor de cine de la universidad de Columbia, exponga sus opiniones sobre la comedia mientras toma una copa con Bates en un bar:
Jack: La comedia es hostilidad. Es rabia. No voy a sermonearte con el tópico de siempre. ¿Qué piensa el cómico cuando sus chistes hacen gracia? Me he cargado al público. Los he matado de risa.
Sandy: ¿Qué estás diciendo? ¿Qué Laurel y Hardy, Bob Hope y yo estamos furiosos?
Jack: O eso, o sois homosexuales reprimidos. Se oculta tras los chistes. […] Solo es una teoría.
La interpretación del humor por parte del joven y pedante profesor de Columbia no va, en teoría, del todo desencaminada y no deja de ser una lectura algo superficial de la realizada en El chiste y su relación con el inconsciente (1905). En esta obra, Freud (1928) plantea lo siguiente:
Jokes —the verbal and interpersonal form of humor— happen when the conscious allows the expression of thoughts that society usually suppressed or forbade. The superego allows the ego to generate humor. […] A benevolent superego allows a light and comforting type of humor, while a harsh superego creates a biting and sarcastic type of humor (pp. 1–6)[2].
De nuevo nos encontramos en el terreno de la interpretación (Sontag, 1996), por parte de un personaje algo odioso, de un texto de un autor admirado por Woody Allen –no hay que olvidar que el director y guionista es un fiel practicante de la terapia del psicoanálisis–. En un momento dado, tal y como ocurría en Annie Hall (Woody Allen, 1977) cuando Marshall McLuhan recriminaba a un catedrático universitario haber interpretado mal su concepto de medios calientes, Sandy Bates bien podría haber invocado al mismo Sigmund Freud y sacarlo de entre el público del bar para que advirtiese en primera persona al joven profesor de Columbia de lo poco acertado de sus apreciaciones al relacionar la homosexualidad con el humor, algo que Freud nunca mencionó.
Recuerdos plantea un continuo juego de cuestiones que Sandy Bates debe responder. Son preguntas de un público que le admira y le llama genio continuamente, demandas de sus productores que le presionan para que cambie el final de su película por uno más feliz o dudas por parte de críticos de cine e intelectuales que desean conocer los aspectos más íntimos de su obra. Una serie de cuestiones que normalmente un artista recibe cuando se expone y que aquí Woody Allen retrata con crudeza. No en vano, Recuerdos fue vista por cierto sector de la crítica como una película antipática, que suponía un ingrato ataque de Allen hacia su público y hacia los críticos que se empeñaban en intentar descifrar su obra:
Woody Allen has often been cruel to himself; […] Now he's doing it to his fans. […] And he sees his public as Jews trying to shove him back down in the Jewish clowns' club. […] He's angry with the public, with us—as if we were forcing him to embody the Jewish joke, the loser, the deprived outsider forever (Kael, 1984, pp. 87–90)[3].
El carácter aparentemente autobiográfico de la obra de Woody Allen no es el objeto de nuestro estudio, pero no cabe duda de que la relación que Sandy Bates establece con su público en Recuerdos puede reflejar la que Allen ha terminado teniendo con su audiencia[4], una relación agridulce de la que él mismo se considera responsable:
[…] fui yo quien los abandoné a ellos, y no ellos a mí. El mío era un buen público y si me hubiera mantenido a la altura hasta el final del contrato ellos no habrían dado muestras de querer abandonarme ni de ser más que un público amable y afectuoso. […] No les gustó que hiciera Interiores ni Recuerdos. Un crítico llegó a decir que Interiores era un acto de mala fe, lo que me pareció una reacción exagerada […] Recuerdos, por su parte, produjo una sensación de rechazo en la gente y, con los años, el público se fue sintiendo cada vez más incómodo conmigo (Lax, 2009, p. 140).
El empeño de Sandy Bates por no ser complaciente con su público y sus productores le lleva a no aceptar las ideas de estos últimos sobre cómo dar un final satisfactorio a la película que está realizando. Allen nunca ha tenido este problema con sus productores, pero no deja de ser significativo que el divorcio de Bates con sus productores tiene al público como centro. En definitiva, se trata del continuo deseo de los productores de ser comerciales y atender a las necesidades del público, enfrentado al deseo del artista por ser creativamente íntegro y entregar una obra que trascienda más allá de los gustos de una determinada audiencia:
Directivo 1: Acaban en el cielo del jazz. Es comercial. Es alegre. […]
Sandy: Es estúpido.
Directivo 2: Pensé que te gustaría. Te gusta el jazz.
Sandy: ¿Quién es este tipo para escribir el final de mi película? ¿Y qué tiene que ver esta gente con la película? ¿Qué pasa?
Productora: Son los nuevos directivos del estudio. […]
Sandy: No quiero que vayan al cielo del jazz. Es una estupidez. La idea de la película es que nadie se salva.
Productora: Es una película de Pascua. No queremos la obra de un ateo. […] El público te adora.
Sandy: Sí, hoy me adoran, pero mañana me querrán asesinar.
Productora: Estás siendo un poco paranoico.
Sandy: No, ¿sabes lo que soy? Soy realista. Por eso no te gusta la película.
Productora: No se trata de lo que me guste. Llevo cuatro años en este negocio. La gente no quiere demasiado realismo.
Sandy quiere dar a su público una película real, pero no en el sentido realista de Ladrón de bicicletas (Vittorio de Sica, 1948), película que Sandy y Daisy, interpretada por Jessica Harper, la novia del profesor universitario, van a ver en Recuerdos. El realismo que pretende Sandy es el de una película que afronte la realidad del público, sin miedo a ser crudo si es necesario. Sandy Bates, al igual que Woody Allen en ciertas ocasiones, mantiene una postura pesimista ante la existencia y se niega a que su cine sea un bálsamo para afrontar la angustia existencial provocada por el desconocimiento del sentido de la vida. De todos modos, el paralelismo entre Bates y Allen acaba aquí: ya que mientras el primero es «un artista que se rechaza a sí mismo como creador destinado a procurar entretenimiento a los demás» (Luque, 2005, p. 57); el segundo nunca ha pensado en ningún momento abandonar su faceta cómica.
Pero Sandy sabe perfectamente que su cine, aún siendo realista, no aspira al tipo de realismo propio del filme de Vittorio De Sica y que, tanto sus preocupaciones como la de su público, son totalmente diferentes a la de la película italiana que acaban de ver:
Daisy: Es una película magnífica. Genial. Tienes que analizarla en su contexto. Supervivencia en la posguerra italiana. […] Pero no puedes separarla de sus raíces sociales.
Sandy: Es más profunda que un problema social. Está llena de ambigüedades geniales.
Daisy: Sí, pero destaca el conflicto social. Necesita una bicicleta o morirá de hambre.
Sandy: Claro, olvídate de la cuestión social por un momento. […] Está claro que si no tienes dinero para comer ese es tu mayor problema. El problema es evidente. Pero, ¿qué pasa si vives en una sociedad próspera y no tienes que preocuparte por esas cosas? Digamos que sobrevives. […] Entonces, tus problemas son cómo puedo enamorarme o por qué no puedo enamorarme, por qué envejezco y muero, y cuál es el sentido de mi vida. Entonces tus problemas se complican.
Daisy: Para ser alguien que hace comedias eres bastante deprimente.
La búsqueda de Sandy Bates a lo largo de Recuerdos es la de un director de cine que no sabe y no quiere atender las necesidades de su público, que le pide que sea gracioso continuamente. El espectador al que asistimos en Recuerdos es un espectador ingrato que no para de exigir y hacer preguntas, y que no tiene en cuenta las necesidades de Bates como artista. Llegado el momento, Bates, abrumado por la presión de sus seguidores, sus productores, su familia y el recuerdo de su antigua amante, Dorrie, interpretada por Charlotte Rampling, saldrá corriendo con la intención de obtener una respuesta por parte de un grupo de extraterrestres que está a punto de abandonar la Tierra:
Sandy: Tenéis que decírmelo, ¿por qué hay tanto sufrimiento en el mundo?
Extraterrestre: No hay respuesta para eso. Es la pregunta equivocada.
Sandy: Si nada dura, ¿por qué me molesto en hacer películas o algo de valor?
Extraterrestre: Nos gustan tus películas. Las graciosas del principio en particular.
Sandy: Pero la condición del hombre es muy desalentadora. […] ¿No debería de dejar de hacer películas y hacer algo provechoso, como ayudar a los ciegos o hacerme misionero?
Extraterrestre: Tú no vales para ser misionero. No durarías. Ni tampoco eres Superman. Eres cómico. ¿Quieres dar un verdadero servicio a la sociedad? Cuenta chistes más graciosos.
Hasta un extraterrestre, que dice tener un cociente intelectual de 1.600, pide a Sandy que continúe por su senda cómica. En definitiva, Sandy ha perdido completamente el control sobre la visión que los demás tienen de su obra y de su condición de artista. Tras sufrir un atentado que aparentemente acaba con su vida, veremos a una sucesión de personas rindiéndole un homenaje. Finalmente, las conclusiones a las preguntas de Sandy son resueltas por los espectadores de su obra, es decir, examinando su obra, los estudiosos y los críticos serán capaces de descifrar algunas de las cuestiones que alguna vez atormentaron a Sandy.
Una vez descubrimos que Sandy no está muerto y que solo se había desmayado, asistimos a su reconciliación con Isobel, la actriz Marie-Christine Barrault, la única mujer con la que parece que tendrá estabilidad. Pero Allen vuelve a jugar con nuestras expectativas como espectadores, y lo que estábamos viendo era, en realidad, la película que Sandy Bates proyectaba en el Hotel Stardust durante el fin de semana de su homenaje. Una vez acabada la película vemos a los espectadores, que no son otros que todos los personajes que hemos ido viendo durante Recuerdos: Dorrie, Isobel y Daisy no eran más que actrices en una ficción a la que hemos asistido sin ser conscientes de esta irrealidad.
Mientras se levantan, oímos una serie de opiniones acerca de la película. Llegamos incluso a oír una conversación con una interpretación tan descabellada como humorística:
Espectador 1: ¿Qué crees que significaba el Rolls Royce?
Espectador 2: Creo que representa su coche.
Espectador 1: ¿En serio?
Como hemos mencionado, en Recuerdos, asistimos a un tipo de público que Woody Allen presenta como ingrato y exigente, a pesar de la admiración que siente por el director Sandy Bates. Pero no es esta la tónica general del cine del director, que suele diferenciar bien al público como una masa antipática y desagradecida y al espectador individual como un ser desvalido necesitado de vías de escape. Estos personajes suelen ser presentados como seres indulgentes que usan el cine, en su mayor parte, para reforzar sus ilusiones, de forma poco saludable, y como medio para protegerse y distorsionar la experiencia de sus vidas.
El primer protagonista de la obra de Allen que responde a estas características es el crítico de cine Allan Felix de Sueños de un seductor (Herbert Ross, 1972), no en vano interpretado por el propio Woody Allen. Allan es un observador de la vida a través del cine, que le ha generado unas expectativas irreales a la hora de relacionarse con el sexo femenino. Para superar este bloqueo hacia las mujeres, Allan imagina que recibe consejos del mismísimo Humphrey Bogart, icono de la masculinidad en el cine clásico estadounidense. Cuando logra atraer la atención de Linda, interpretada por Diane Keaton, aunque ve que su relación es imposible, consigue incorporar las cuestiones fundamentales de un romance real con sus representaciones idealizadas en la pantalla de cine: su relación acaba en una secuencia que es una copia -plano a plano- del final de Casablanca (Michael Curtiz, 1942), pero es un final que aceptamos como lógico y real, es decir, no es un final de película.
El espectador de cine que usa el medio como escape e inspiración para una realidad más satisfactoria comienza con Allan Felix, pero alcanza una de sus cumbres con el personaje de Cecilia, la actriz Mia Farrow, en La rosa púrpura del Cairo (Woody Allen, 1985), una mujer «enajenada de su mundo real y soñando en la certeza de la promesa nunca cumplida de un mundo lleno de romance y amor verdadero» (Pavón, 2014). En esta película asistimos a cómo los diferentes públicos se enfrentan a una realidad fantástica: uno de los personajes del filme La rosa púrpura del Cairo, que se proyecta en un cine de los años 30, sale de la pantalla y vive una aventura amorosa con Cecilia.
Cecilia es una mujer que vive en una época muy dura de la historia estadounidense: la Gran Depresión de los años 30. Con un marido alcohólico, adúltero y maltratador, el único refugio de felicidad de Cecilia es ir al Cine Jewel a escapar de su realidad. En el cine, ella ve a «gente hermosa que habla con inteligencia y dice cosas románticas». El mundo de lujo y sofisticación que Cecilia contempla no es más que el cine que Woody Allen veía de niño: las películas clásicas de Hollywood:
La fantasía de la sofisticación llamó mi atención desde pequeño. […] Me imaginaba a la gente que vivía en aquellas casas de Park Avenue y la Quinta Avenida, enfrascadas en sus vidas, con sus mayordomos y sus criados, que desayunaban en la cama, se engalanaban para cenar, iban a fiestas y volvían tarde a casa. […] No sé por qué, pero aquel mundo me atraía y eso era lo que me interesaba (Lax, 2009, p. 159).
La diferencia que podemos establecer con el personaje de Cecilia respecto a otros presentes en la obra del director neoyorquino, como Eve de Interiores (Woody Allen, 1978) o Marion de Otra mujer (Woody Allen, 1988), es que ella es solo una espectadora, no es una creadora que usa el arte para moldear su existencia, sino que vive una ilusión romántica propiciada por el cine de Hollywood. Pero los tres personajes mencionados sufren de una privación emocional que les impide enfrentarse a la vida, construyendo a través del arte un mecanismo de defensa que les impide ver la realidad tal y como es, o al menos enmascararla momentáneamente. Para Cecilia, por tanto, la búsqueda de la satisfacción de un deseo en el cine produce un estado de alienación sobre las circunstancias en las que vive.
Durante la película, Cecilia convivirá y se enamorará de Tom Baxter, el actor Jeff Daniels, el personaje que ha salido de la pantalla para conocerla. Pero la huida de Tom de la cinta proyectada no solo afecta a Cecilia, sino que el resto del público de la sala también ve cómo la película se detiene, ya que los personajes de esta no saben cómo seguir. Esta audiencia quiere seguir viendo la misma película y no quiere que le cambien nada:
Señora: ¿Dónde está Tom Baxter?
Taquillero: Le devolveremos su dinero.
Señora: Quiero lo mismo que la semana pasada. Si no, ¿qué sentido tiene la vida?
Este público, que quiere mantener un statu quo y que no le cambien nada, no dista demasiado de los espectadores que recriminaban a Sandy Bates que hubiese dejado de hacer comedias, ya que querían mantener unas expectativas. Pero, sobre todo, lo que la audiencia quiere es un final feliz, que es lo que Hollywood siempre ha propiciado. El público espera un desenlace satisfactorio y complaciente, justo lo contrario de lo que ofrece La rosa púrpura de El Cairo: el actor real que interpreta a Tom le convence de que vuelva a la pantalla y engaña a Cecilia diciéndole que está enamorado de ella; una vez que la fantasía del romance con Tom Baxter se esfuma, Cecilia descubre que el actor le había engañado y que está condenada a volver a su miserable vida con su detestable marido; para consolarse, vuelve al Cine Jewel donde se proyecta Sombrero de copa (Mark Sandrich, 1935) , y mientras contempla a Fred Astaire y Ginger Rogers bailando la canción Cheek to Cheek, llora con amarga felicidad: «La razón de ser de La rosa púrpura de El Cairo es el final. Si hubiera tenido otro final habría sido una película trivial» (Lax, 2009, p. 40).
Al final, Cecilia aprende que la perfección existe solo en el arte, en este caso en las películas de Hollywood; pero su adicción al cine nos dice que necesitamos de esa engañosa perfección, que también es ilusión. La ilusión que provoca el arte nos puede distraer brevemente de lo inevitable de la muerte, haciéndonos creer que la permanencia propia de la obra artística se puede aplicar a la vida, congelándola y haciendo que todo lo malo deje de existir, aunque sea durante el momento que dura la película. Así, Cecilia representa la figura del espectador que usa el arte como consolación y refugio (Bailey, 2001, p. 145): Desafortunadamente, tenemos que optar por la realidad, pero al final la realidad nos arrolla y nos defrauda. Mi visión de la realidad es que siempre ha sido un lugar inhóspito donde estar, pero es el único lugar donde se puede encontrar comida china (Lax, 2009, p. 40).
Annie Hall (Woody Allen, 1977) presentaba a un personaje, Alvy Singer, que tenía la capacidad de distorsionar la realidad en nombre del arte –recordemos que la primera obra de teatro escrita por Alvy tenía un final feliz, al contrario que su relación con Annie. Las razones que nos daban para que esto fuese así quedan claras: «Uno trata de que las cosas salgan perfectas en el arte porque es muy difícil en la vida real»–. Por su parte, Manhattan (Woody Allen, 1980) suponía un excelso juego de idealización de una ciudad tan terrenal como Nueva York que solo podía existir en una película: la urbe mostrada en la película no es la real[5], sino una fantasía creada en la mente de un artista, aunque en nuestros viajes a la ciudad de los rascacielos nos empeñemos en buscar los lugares cinematográficos.
En cierta manera, el Allen de Manhattan se engaña a sí mismo construyendo su ciudad ideal, del mismo modo que lo hacía Cecilia en La rosa púrpura del Cairo: «Estoy casada, pero he conocido a un hombre maravilloso. Es ficticio, pero no se puede tener todo». La naturaleza fantástica de La rosa púrpura del Cairo sirve a Allen para articular un debate entre realidad y ficción que estructura toda la película, adquiriendo por momentos tintes platónicos en boca de uno de los personajes que se encuentra atrapado en la pantalla esperando que Tom Baxter regrese para que pueda continuar la película: «¿Y si esto es solo semántica? Bueno, esperen un minuto. Ajustemos nuestras definiciones. Definamos al nuestro como el mundo real y el de ellos como el de las ilusiones, ¿ven? Nosotros somos realidad, ellos un sueño».
Cecilia verá también cómo Tom y su marido Monk, interpretado por Danny Aiello, cuestionan los aspectos que separan la vida de la ficción; por un lado, Tom acabará harto del debate que Cecilia le hace tener desde que sale de la pantalla: «No quiero hablar más de realidad e ilusión. La vida es muy corta para pensar en ella. Simplemente vivámosla»; y, por otro, Monk pone el dedo en la llaga cuando Cecilia decide marcharse: «¡No es como en las películas, esto es el mundo real! ¡Es real y regresarás!».
La Rosa Púrpura de El Cairo plantea que el ámbito del entretenimiento produce momentos alegres, que pueden trasladarse a la vida cotidiana en forma de imitación. Este tema se traslada, también, a la siguiente película que trataremos, Días de radio (Woody Allen 1987), una serie de viñetas basadas libremente en los recuerdos de la infancia de Woody Allen. Cada historia está ligada a una memoria inducida por la radio, a menudo narrada por Allen: Joe, interpretado por Seth Green, es atrapado robando de un fondo comunitario para establecer el estado de Israel con el objetivo de comprar el anillo del Vengador Enmascarado; su madre, Tess, la actriz Julie Kavner, escucha el Desayuno con Irene y Roger mientras limpia los platos sucios de su familia; la cita de la tía Bea, interpretada por Dianne West, escapa en mitad del campo cuando escucha La guerra de los mundos de Orson Welles; o la retransmisión sobre el rescate de una niña que cayó en un pozo que salva a Joe de una paliza. A pesar de la advertencia del rabino: «La radio está bien de vez en cuando. De lo contrario, tiende a inducir valores negativos, falsos sueños, hábitos perezosos», las historias de Allen entrelazan los eventos y las personalidades de la radio de manera inocente y romántica dentro de la trama de la vida cotidiana protagonizada por la familia del narrador (Papson, 2013, p. 162).
Días de radio supone, con toda seguridad, el ejercicio más autoconsciente –característica que también tenía su anterior película Hannah y sus hermanas (Woody Allen, 1986)– de proyección autobiográfica en toda la filmografía del director. Aquí, Allen manipula al espectador difuminando totalmente las fronteras entre protagonista y autor, de forma que nunca sabemos si lo que ocurre en la pantalla sucedió realmente. El hecho de que la película esté narrada por el propio Woody Allen –narrador en off– no hace sino aumentar el nivel de confusión entre artificio y biografía. De todos modos, Días de radio no se puede entender como una visión naturalista del pasado, sino como una mirada llena de nostalgia, con un fuerte componente de estilización. Aun así, la película supone un muy interesante juego narrativo que tiene al punto de vista de Joe como principal valedor: sabemos que las anécdotas ocurridas al niño vienen de primera mano, pero las historias de la radio que se van sucediendo son recreaciones fabricadas por la imaginación y la memoria de Allen, sin que sepamos hasta que punto tienen un nivel de veracidad, del mismo modo a lo que ocurría en Amarcord (Federico Fellini, 1973)[6].
«A diferencia de La rosa púrpura de El Cairo en la que la protagonista, interpretada por Mia Farrow, entra en el universo de los que están al otro lado de la pantalla, en Días de radio los personajes se limitan a vivir en el mundo al que pertenecen» (Durán Manso, 2008). Es decir, los habitantes del mundo de la radio –como si de una fantasía se tratase– y los del mundo real –los oyentes, en este caso– nunca colisionan: el universo del espectáculo propuesto por la radio es glamuroso, con personajes más grandes que la vida, que en realidad funcionan debido a la imaginación que el medio propone al carecer de imagen. Tal y como aclara la voz en off del protagonista: «Eran dos mundos completamente distintos». Así, los habitantes del mundo real asisten como espectadores –oyentes– a las múltiples vicisitudes del mundo del show bussiness y es en la tensión provocada por el acercamiento de los universos de donde surgen las anécdotas y la comedia.
En este sentido, uno de los acercamientos más reseñables de Días de radio es la escena en la que Joe, alter ego infantil de Woody Allen, visita con su tía por primera vez el Radio City Music Hall, donde ven Historias de Filadelfia (George Cukor, 1940). Aquí asistimos al nacimiento de Woody Allen como espectador, que como comentamos anteriormente, ve las mismas películas que Cecilia en La rosa púrpura del Cairo. Del mismo modo, Joe contempla el edificio al que asiste a la proyección de la película con un fervor prácticamente religioso (Yacowar, 1988), fascinado por la suntuosidad de un mundo –el del Manhattan de la época y el proyectado en la película que ve– con el que colisionaría por primera vez, dejando una huella indeleble. A pesar de la belleza y nostalgia de la secuencia, Allen se encargaría de desmentir que fuese real, ya que, a pesar de que era verdad que su tía vivía con su familia, esta nunca le llevó al Radio City Music Hall, ni la relación que tenía con ella era similar a la que muestra la película: «Nunca fui a ninguna parte con mi tía y un novio suyo. No existía esa relación entre nosotros» (Lax, 2009, p. 62). De nuevo, la ficción propiciada por Woody Allen en Días de radio, en este caso el nacimiento de Joe como espectador, poco tiene que ver con una realidad que fue mucho más prosaica.
Por último, a la vista del aprecio del cineasta por el ritual de la pantalla de cine y cómo este afecta a sus espectadores, no es de extrañar que su visión de la actualidad propiciada por las plataformas de streaming sea pesimista, en la línea de otros cineastas como Martin Scorsese, «I don’t know a single filmmaker who doesn’t want to design films for the big screen, to be projected before audiences in theaters»[7] (Scorsese, 2019), o Ridley Scott, que también ha lamentado que «what we’ve got today [are] the audiences who were brought up on these f**king cell phones. The millennials do not ever want to be taught anything unless you are told it on the cell phone»[8] (Maron, 2021). O en palabras del propio Woody Allen:
[el público] No necesita cambiarse de ropa, ir a buscar el auto o salir a caminar rumbo a una sala en la que se sentará con otras 500 personas que a veces hacen demasiado ruido. Prefieren ponerse cómodos y ver en casa, con la familia o con amigos, alguna película […]. Una cosa es hacer películas para la televisión y otra cosa es hacer películas para el cine. Como le decía, sueño despierto todo el tiempo con aquellos días en los que ir al cine era una fiesta. (Stiletano, 2022).
4. Conclusiones
En el cine de Woody Allen, el uso que los espectadores –ya sean intelectuales o no– hacen de las obras artísticas siempre viene acompañado de un sentimiento trágico. Allen documenta los procesos de alienación que el cine suele provocar en unos personajes que acogen estas manifestaciones como una forma de protegerse de su propia vida. Asimismo, los procesos de interpretación de los hechos artísticos nos llevan a concluir que el director prefiere el disfrute de las obras de arte como un entretenimiento elevado, con un peligroso componente de evasión.
Así, desde Annie Hall, y la declaración de Alvy Singer, «si la vida fuese así», deseando poder sacar a Marshall McLuhan de detrás de un biombo, hasta obras más recientes como Blue Jasmine (Woody Allen, 2013), donde una mujer descubría que su marido era un estafador y que el mundo que se había construido a su alrededor era irreal, Woody Allen ha desarrollado una dinámica en la que sus personajes –y el espectador– sufren un continuo proceso de engaño provocado por el arte –la ficción–. Un proceso en el que la relación del cine con la vida siempre está lleno de deficiencias, desengaños e insatisfacciones, pero también es fuente de conocimiento tanto propio como ajeno y, eventualmente, de salvación. Por tanto, descubrimos que las dinámicas que mueven la visión del cine que tiene Woody Allen como arte no varían demasiado del resto de facetas más conocidas de su obra, es decir, el director y guionista usa el hecho artístico como una forma de entender su propio arte y personalidad, del mismo modo que emplea su labor de artista para su propia evasión sin ningún ánimo trascendente ni de responsabilidad con los espectadores. Dicho con sus propias palabras: «más que vivir en los corazones y en las mentes del público, prefiero seguir viviendo en mi casa» (Allen, 2020, p. 288).
5. Referencias bibliográficas
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5.1. Filmografía analizada
Allen, W. (Director). (1977). Annie Hall [Film]. USA: United Artists. https://www.imdb.com/title/tt0075686/
Allen, W. (Director). (1978). Interiores (Interiors). [Film]. USA: United Artists. https://www.imdb.com/title/tt0077742/
Allen, W. (Director). (1980). Recuerdos (Stardust Memories) [Film]. USA: United Artists. https://www.imdb.com/title/tt0081554/
Allen, W. (Director). (1985). La rosa púrpura del Cairo (The Purple Rose of Cairo) [Film]. USA: Orion Pictures. https://www.imdb.com/title/tt0089853/
Allen, W. (Director). (1986). Hannah y sus hermanas (Hannah and Her Sisters) [Film]. USA: Orion Pictures. https://www.imdb.com/title/tt0091167/
Allen, W. (Director). (1987). Días de radio (Radio Days) [Film]. USA: Orion Pictures. https://www.imdb.com/title/tt0093818/
Allen, W. (Director). (1988). Otra mujer (Another Woman) [Film]. USA: Orion Pictures. https://www.imdb.com/title/tt0094663/
Allen, W. (Director). (2013). Blue Jasmine [Film]. USA: Gravier Productions. https://www.imdb.com/title/tt2334873/
Cukor, G. (Director). (1940). Historias de Filadelfia (The Philadelphia Story) [Film]. USA: Metro-Goldwyn-Mayer. https://www.imdb.com/title/tt0032904/
https://www.imdb.com/title/tt0056801/
Fellini, F. (Director). (1973). Amarcord [Film]. Italy: PECF. https://www.imdb.com/title/tt0071129/
Ross, H. (Director). (1972). Sueños de seductor (Play It Again, Sam) [Film]. USA: Paramount. https://www.imdb.com/title/tt0069097/
Sandrich, M. (Director). (1935). Sombrero de copa (Top Hat) [Film]. USA: RKO Radio Pictures. https://www.imdb.com/title/tt0027125/
Curtiz, M. (Director). (1942). Casablanca [Film]. USA: Warner Bros. Pictures. https://www.imdb.com/title/tt0034583/
de Sica, V. (Director). (1948). Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette) [Film]. Italy: Produzioni De Sica. https://www.imdb.com/title/tt0040522/
Fellini, F. (Director). (1963). Fellini 8½ (8½) [Film]. Italy: Cineriz.
[1] «Recuerdos podría describirse como un pastiche obsesivo. Se basa en 8½ de Fellini, y la blanqueada cinematografía en blanco y negro sugiere una copia de una copia de 8½» (traducción propia).
[2] «Los chistes –la forma verbal e interpersonal del humor– ocurren cuando lo consciente permite la expresión de los pensamientos que la sociedad generalmente reprime o prohíbe, es decir, que el superego permite al ego generar humor. […] Un superego benevolente permitirá un tipo de humor blanco y ligero, mientras que un superego más duro será proclive al humor negro y sarcástico» (traducción propia).
[3] En ocasiones Woody Allen ha sido cruel consigo mismo; […] ahora está haciendo lo propio con su público […] Allen ve a su público como un grupo de judíos que intenta arrastrarlo al club de payasos judíos… Está enfadado con el público, con nosotros, como si le estuviéramos forzando a hacerse cargo del chiste judío, del perdedor, del continuo marginado. (traducción propia).
[4] De todos modos, el propio Woody Allen admite que, si Recuerdos se entendió como un ataque a su público, él es el único responsable: «Traté de representar al público tal y como lo veía un tipo que sufría una crisis nerviosa por culpa del acoso al que era víctima. […] Dicho esto, si el público se quedó con la impresión de que me sentía decepcionado con ellos, entonces no supe hacerme entender…» (Lax, 2009, p. 290).
[5] Cabe señalar, por ejemplo, que la famosa escena del banco y el puente que ilustra el póster de la película es ficticia. En ese lugar no hay ningún banco y tuvo que ser puesto por el equipo artístico expresamente para la secuencia.
[6] Amarcord recrea la historia de unos personajes en la ciudad imaginaria de Borgo, que en realidad es Rimini, ciudad natal de Fellini. No en vano, a m'arcòrd significa ‘yo me acuerdo de’ en emiliano-romañolo, lengua románica propia de Emilia-Romaña, región italiana donde está situada Rímini.
[7] «No conozco a un solo cineasta que no quiera diseñar películas para la pantalla grande, para ser proyectadas ante el público en los cines» (traducción propia).
[8] «Lo que tenemos hoy es al público que se crio con estos malditos teléfonos móviles. Los millennials, que nunca quieren que se les enseñen nada a menos que se lo digas en su teléfono» (traducción propia).